Blackout

Fragmento

cap-1

EL LARGO PASEO

Acto 1

Tiffany D. Jackson

Harlem, 17.12

Hoy es uno de esos días en los que se puede sufrir un golpe de calor. Uno de esos días en los que puede suceder lo peor. La tensión aumenta con la temperatura y las personas acaban haciendo tonterías en una ciudad habitada por millones de ellas. En días como este no me pillaríais muerta en la calle, prefiero quedarme tirada en mi habitación, pegada al aire acondicionado, viendo películas en el ordenador, con un té helado y un sándwich de pavo. Así que cuando las puertas del metro se abren en el andén, donde hace un calor de la hostia, y el aire pegajoso me da en la cara, tengo serias dudas sobre mi nuevo trabajo.

Al salir de la estación me sorprende ver tanta gente en la calle. El letrero del teatro Apollo brilla bajo un sol salvaje. Si yo tuviera que rodar en este set, ya habríamos terminado, o me habría cambiado al turno de noche. El asfalto me derrite la suela de las zapatillas mientras corro por la calle 125. He perdido diez minutos por culpa de los retrasos del metro. A la compañía metropolitana de transporte le importa una mierda ser puntual, incluso en plena ola de calor. Ahora voy a llegar tarde. Bueno, llegaré a mi hora, pero eso es como llegar tarde. Mi padre siempre dice: «Si llegas antes, llegas puntual; si llegas puntual, llegas tarde». Por eso nunca me quedaba charlando en el pasillo entre clases y siempre fui la primera en llegar a mi asiento, minutos antes de que sonara la segunda campana. Creo que por eso les caía bien a todos los profesores. Lo entendían como una forma de mostrar respeto, incluso el señor Bishop, y nadie odiaba la gimnasia más que yo.

Cuando subo en el ascensor hasta el cuarto piso, tengo el vestido empapado. Creo que no he sudado tanto en toda mi vida. Pero no había otra opción, me dijeron que tenía que entregar el papeleo antes del cursillo de formación del lunes.

Sí, formación en recursos humanos. Para un trabajo de verdad. Aquí una servidora es la nueva ayudante en la oficina central del Apollo. Mi orientador me chivó que había un puesto. Trabajar para el teatro negro más famoso de Nueva York, conocido por ser el lugar donde empezaron superestrellas de la música como Michael Jackson, Mariah Carey y Stevie Wonder, me permitirá codearme con celebridades de élite. Son unas buenas prácticas para cuando sea una gran directora.

El sueldo: 3.500 dólares por seis semanas.

Claro, está en pleno Harlem, a más de una hora en metro desde Brooklyn, y haciendo transbordo. Pero hace que me aleje lo suficiente de Bed-Stuy durante todo el verano.

No quiero seguir allí. No desde… lo que sucedió. No desde que «nosotros» se convirtió en él y ella, y después en yo.

El correo electrónico decía que llegara a las cinco y cuarto de la tarde, y como es la primera vez que mis compañeros de trabajo van a verme, me he puesto mi nuevo vestido baby doll amarillo y azul, que me compré gracias al dinero que me dieron al graduarme. ¿Sabéis qué? Voy a renovar todo mi vestuario antes de a ir la universidad para que coincida con mi nueva vida y dejaré la vieja atrás. Incluso podría empezar a presentarme como Tam en lugar de Tammi. ¿Quién va a enterarse de la verdad? Nadie va a venir a la Universidad Clark Atlanta conmigo. Estaré allí… sola.

«Se suponía que no iba a ser así», pienso dirigiéndome al mostrador de recepción. Teníamos otros planes, juntos. Nos hicimos promesas. Pero ya no estamos juntos, y ha llegado el momento de que aprenda a vivir mi vida sin él.

—Hola, guapa. —La anciana negra me sonríe. El sudor le gotea desde las cejas—. ¿Puedo ayudarte?

Echo los hombros hacia atrás y sacudo mis pensamientos.

—Hola, me llamo Tam Wright. Soy la nueva becaria y he venido a dejar mis papeles.

—Muy bien. Déjame que vaya a ver si está Maureen para que los firme. Uf, ¿no tienes calor?

En la oficina sin ventanas hay mucha humedad. Veo a hombres y mujeres sentados a su mesa con la ropa empapada.

—Pues sí.

Se gira para coger una carpeta de la mesa.

—Me han dicho que hacia el mediodía estábamos a treinta y ocho grados, y desde entonces no ha bajado la temperatura.

Me recojo las trenzas en un moño alto y me abanico la cara.

—¿Aquí siempre hace tanto calor?

Intento no dejarme arrastrar por el pánico, pero ya estoy pensando en los pocos vestidos y camisetas que tengo para poder estar fresca todo el verano. Tengo que estar perfecta. Todo tiene que salir perfecto.

Me lanza una sonrisa comprensiva.

—Lo siento, guapa. El aire acondicionado lleva todo el día fallando. Creo que…

—¡Uuuf! Mierda. ¡Perdón, llego tarde!

La voz que oigo detrás de mí hace que me estremezca y que me quede rígida. Se me enfría la piel, incluso dentro de este horno. Cierro los ojos y empiezo a rezar.

«Que no sea él, por favor. Por favor, Dios. Por favor. Cualquiera menos él».

—Hola, guapo. ¿Puedo ayudarte? —le pregunta la mujer.

Sus pasos firmes suenan como si se acercara un asesino. Siempre llevaba zapatillas de deporte que eran demasiado grandes para él, o que se negaba a atarse, así que las suelas golpeaban el suelo, y cada paso sonaba como si dos amigos estuvieran chocándose los cinco.

—¡Hola! ¿Qué tal? Soy Kareem… —Su voz se apaga hasta que grita—: ¿Tammi?

Mierda.

Al final abro los ojos y me giro hacia él. Esa piel oscura. Esos ojos preciosos. No es que nunca lo haya visto. Somos vecinos y fuimos a la misma escuela, la Stacey Abrams Preparatory, en el Upper West Side. Pero es la vez que más cerca estoy de él en los últimos cuatro meses, lo bastante cerca para que me llegue su olor, y ojalá no oliera tan bien, joder.

—¿Qué haces aquí? —le pregunto. Suena muy agresivo, pero con razón.

Pone los ojos en blanco y se gira hacia la recepcionista como si yo fuera un fantasma.

—Disculpe. He venido a dejar unos papeles para la formación.

«¿Formación? No, no, no… No podemos trabajar en el mismo sitio. ¡Imposible!».

—Un momento… ¿Habéis venido los dos a dejar los papeles? —nos pregunta.

—No —decimos al unísono y nos miramos.

—Bueno, sí —volvemos a decir al unísono.

Avergonzada, me aparto un paso de él para ampliar el espacio que nos separa y carraspeo.

—Lo que quiero decir es que yo he venido a entregar mis papeles. No sé qué hace aquí él.

Él sonríe.

—Me temo que he venido por la misma razón.

La mujer nos mira a uno y al otro sucesivamente, luego abre la carpeta que tiene en las manos y mira los papeles. Vuelve a la pantalla del ordenador y lee con atención mientras yo le echo a él una ojeada. Lleva sus vaqueros favoritos (con este calor), un polo negro y un par de Jordans nuevas. Seguramente las que ella le hizo comprarse. Creo que echo de menos sus Converse rojas hechas polvo y su colección de camisetas de superhéroes.

«¡Para ya, Tammi! No echas nada de menos de este imbécil».

—Aaah, un segundo —dice la recepcionista con voz temblorosa—. Podéis sentaros. Vuelvo enseguida con Maureen.

Kareem y yo intercambiamos una mirada recelosa mientras nos dirigimos despacio hacia la sala de espera. Ojalá Maureen no tarde mucho en venir a buscarme… y en dejar a este gilipollas aquí plantado.

Me siento a un lado de la puerta, y Kareem se sienta al otro lado, inquieto.

«Tranquila, Tammi».

Me echo un rápido vistazo en el móvil para asegurarme de que el calor no ha derretido mi autocontrol. No quiero a Kareem, pero tampoco quiero que me vea hecha un desastre.

—Guau —murmura Kareem mirando algo, y sigo sus ojos.

—Guau —susurro.

Las paredes de la sala de espera son un mural de viejos carteles de conciertos del Apollo: James Brown, Ray Charles, Ella Fitzgerald, Billie Holiday… Mis abuelos crecieron escuchando a toda esta gente. No los había visto y me sorprenden. Estoy en los mismos pasillos que cruzaron estas leyendas. Pensarlo me reconforta tanto que casi me olvido del idiota que hay al otro lado de la sala. ¿Me sentiré así cuando esté en los estudios de televisión y en los platós?

Kareem sigue inquieto, metiéndose las manos en todos los bolsillos. Lo hace cuando está nervioso o llega tarde, es decir, casi siempre. No habría llegado a la escuela si yo no le hubiera puesto varias alarmas en el móvil. Me pregunto si todavía las tiene.

Kareem se da una palmada en la frente y suelta una palabrota en voz baja. Debe de haberse olvidado algo…

«¡Para ya! Deja de pensar en él. Él no piensa en ti».

Pero ¿qué está haciendo aquí? El señor Taylor, nuestro orientador académico, me habló de este puesto, pero me dijo que solo había una vacante para un estudiante interesado en los medios de comunicación y la industria del ocio. Kareem decía que quería especializarse en aburrida contabilidad empresarial para aprender a «contar todos sus fajos». ¡Ah, claro! El dinero. Quiere los 3.500 dólares.

Bueno, pues lo siento por él, porque serán para mí. Incluso mandé mi película con la solicitud (todo filmado y editado con el móvil). ¡Este trabajo es mío! Además…, lo necesito. Es un paso más en el camino para conseguir una estrella en el Paseo de la Fama de Hollywood. Mis padres todavía no están del todo de acuerdo con mi plan. Solo lo estaba Kareem. Y ahora… seguramente no le importa lo más mínimo. Así que no dejaré que me lo quite. Ya podría largarse y coger el primer metro de vuelta a Brooklyn.

Saco el móvil e intento encontrar algo en lo que concentrarme para no seguir mirándolo. No ha cambiado mucho. Sigue siendo altísimo, todo piernas y brazos desgarbados, con esos preciosos ojos y esos labios gruesos. Parece un poco más moreno. Quizá haya ido a la playa… con ella. Solo de pensarlo me pongo enferma. Me los imagino paseando hasta Far Rockaway, ella con un biquini diminuto y él con el torso desnudo…

—Oye, ¿tienes un cargador?

Tardo un momento en darme cuenta de que está hablando conmigo.

—¿Qué? —Toso.

—Un cargador —me contesta muy despacio, como si yo no hablara su idioma—. He olvidado cargar el móvil y me queda un cinco por ciento de batería.

Parpadeo, porque no me lo creo.

—¿Es… lo único que tienes que decirme?

Frunce el ceño.

—¿Qué quieres decir?

Para variar, no tiene ni pajolera idea.

—No me has dicho más de dos palabras en meses y las primeras que salen de tu boca son para pedirme algo.

Al principio se queda pasmado. Pero luego entorna los ojos, se echa hacia atrás y frunce los labios.

—No importa —me suelta cruzándose de brazos—. No sé para qué me he molestado en preguntártelo. Solo te preocupas por ti misma.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Nada —refunfuña.

Miro a la recepcionista, que ya ha vuelto a su mesa, y ella desvía la mirada y finge que no estaba escuchando. El teléfono de Kareem no estaría sin batería a todas horas si no lo utilizara como altavoz de DJ. Aunque tuviera un cargador, no se lo dejaría. Ni aunque fuera el último chico en la Tierra. Seguiré siendo una tía chunga para siempre.

Él vuelve a fruncir los labios y se hunde aún más en su asiento.

—Tía, ni que te hubiera pedido un billete de veinte. Tacaña.

—¿Has terminado? ¿O va a seguir saliendo mierda de tu apestosa boca?

Kareem entorna los ojos, como si quisiera matarme.

—¡Hola!

Los dos nos ponemos de pie de un salto al oír la voz cantarina de una mujer que está rodeando el mostrador de la recepción y viene hacia nosotros.

—¡Hola! Soy Maureen. Tú debes de ser Tammi Wright. Y tú, ¿Kareem Murphy?

—Sí —le contestamos al unísono, y me odio a mí misma porque me encanta el sonido de nuestras voces juntas.

«¡Quítatelo de la cabeza! ¡No estamos juntos! Se acabó, está muerto. Para siempre».

Nos estrecha la mano y suspira.

—Bueno, preferiría no tener que decirlo, pero ojalá nos hubiéramos reunido en mejores circunstancias.

—¿Qué quiere decir? —preguntamos los dos, y yo contengo un gemido.

—Es bastante incómodo. Ha habido un pequeño error administrativo. Parece que os enviaron a los dos una carta con la oferta para hacer las prácticas aquí, pero por desgracia solo tenemos presupuesto para cubrir una plaza.

Se me encoge el estómago y aprieto la mandíbula.

Kareem se cruza de brazos y sus cejas forman una V.

—¿Y eso qué quiere decir?

La mujer traga saliva.

—Solo uno de vosotros ha conseguido el puesto.

Kareem y yo nos miramos, y de repente oigo un clic y la sala se queda a oscuras.

Así de simple.

Hace un minuto estaba mirando esos bonitos ojos castaños que tanto he echado de menos, y de repente… nada. Ni un FUNDIDO A NEGRO, ni un BARRIDO ni un CORTE. La película termina y punto.

Confundida, me tambaleo y oigo voces surgiendo de las sombras.

—¿Qué demonios?

—¿Qué está pasando?

—¡Tranquilizaos todos!

Oigo pasos y sillas moviéndose. El pánico se apodera de mí. Quizá alguien ha accionado un interruptor sin querer, pero en ese caso ya habrían vuelto a encender la luz. Algo va mal. ¿Dónde está Kareem?

—¡Eh! ¿Qué está pasando? —grito moviendo las manos por delante de mí mientras mis ojos intentan adaptarse a la oscuridad. Algo choca contra mí con fuerza y grito.

—¿Tammi? —Su voz suena lejana, mezclada en el caos.

«Kareem», quiero contestarle a gritos, pero el nombre se me queda atascado en la garganta.

Se encienden linternas de móviles, como focos dispersos. Oigo otro clic. Luces, pero no brillan tanto como antes. Son luces de emergencia, hay una cada tres metros, más o menos, y siguen dejando casi toda la oficina a oscuras. Al otro lado de la sala de espera, Kareem se gira, me mira fijamente y no estoy del todo segura, pero juraría que ha parecido casi aliviado. Se abren las puertas de la oficina; por unas pequeñas ventanas que dan a un edificio de ladrillo entra una tenue luz.

Tras cinco minutos yendo de un lado para otro, Maureen grita:

—¡Atención todo el mundo! ¡Evacuamos!

—¿Estás segura? —le pregunta la recepcionista.

—El edificio es viejo. No sé cuánto tiempo aguantará el generador. ¡Todo el mundo fuera! Encended las linternas y bajad por la escalera.

Kareem y yo seguimos a la multitud sin decir nada, salimos de la sala y cruzamos el pasillo hacia una señal roja de salida.

En la escalera hay más gente, porque todo el edificio sigue el mismo camino. El corazón me late a mil por hora.

«Quizá sea un simulacro de incendio o a alguien se le ha quemado la comida».

Fuera, las calles se llenan de gente que sale de todos los edificios. Ocupan las aceras, todos con el móvil en la mano, confundidos. Entre el calor, la humedad, las voces aterrorizadas y la luz cegadora, me cuesta respirar. Está pasando algo.

—¿Qué pasa? —le pregunto a un hombre que está en la esquina junto a la parada del metro—. ¿Es un… atentado o algo así?

El mero hecho de pregu

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