Pablo era el chico más guapo de la clase, pero de lejos. Su piel era oscura, como si hubiera estado tomando el sol demasiado tiempo. Sus labios, gruesos y rosados. Sus ojos verdes. Como los míos. Y su voz tenía ese toque grave y rasposo que la hacía tan diferente. Pero, ¿cómo iba a fijarse en mí? Le gustaba el fútbol. Vale, sí, ya os veo venir. Que si es muy típico, que bla, bla, bla. Bueno, ¿y qué le hago? Yo era negado. Nivel: parar balones con la cara. No había nada que nos uniera.
Íbamos a la misma clase, sí, pero ni siquiera sabría cómo me llamaba. Y eso que llevábamos dos años juntos, y todos los días pasaban lista. Pero es que no habíamos intercambiado ni una palabra. Y mira que yo había intentado que nos pusieran juntos en algún trabajo o algo, pero nada. Juraría que alguna vez le había pillado mirándome en clase, o en el comedor, pero siempre llegaba el gilipollas de Ramón para darme una colleja cuando me quedaba empanado... dejándome en ridículo y rompiendo nuestro contacto visual.
Es difícil que te guste otro chico cuando tienes quince años. Ya no solo porque tienes quince putos años, sino porque te gusta otro chico. Y eso es raro. Eso es de maricones, de degenerados, de desviados, de bichos raros. La primera vez que escuché la palabra fue precisamente al gilipollas de Ramón. Por cierto, os aviso. Voy a llamarle gilipollas muchas veces. Tendréis que acostumbraros. Si le conocierais como yo, creedme que también se lo llamaríais más de una vez. Él fue el primero en llamarme «maricón». Con todas las letras. Con asco. Me lo dijo en los vestuarios de gimnasia porque me pilló mirándole. ¡No le estaba mirando! Es decir, sí, Ramón es imbécil, pero está buenísimo, ¿vale? Pero no le estaba mirando mirando. Solo así, de forma disimulada.
—¿Ves algo que te guste? ¿Quieres comerme la polla un rato? —Para tener quince años, era un chungo de cuidado.
Pese a todo, nadie sabía que me gustaba Pablo. Ni siquiera mis mejores amigas. ¿Que por qué? Yo qué sé. Tampoco quería hacer un drama de ello. Me gustaba que fuera mi secreto. Todos tenemos algo que no queremos que sepa nadie más. Solo nosotros. Bueno, pues lo mío era lo de Pablo. Total, era algo imposible. Aunque muchas veces imaginaba que no, y necesitaba creerlo. Yo, por cierto, me llamo Óscar. Pero ni yo quiero presentarme ni vosotros queréis oírlo, que si hay algo más típico que el principio de esta historia, es que el protagonista se autopresente.
Pero al menos os voy a situar, ¿no? Estamos en junio, a mediados, vaya. Quedaba poco tiempo para las vacaciones de verano y, como suele ser normal, el cole había organizado una excursión de fin de curso a Valencia. Pero a mí no me iban mucho esas excursiones. No sé. Me daban como vergüenza. ¿No os pasa que os da como... como palo cambiaros delante de otras personas? No sé. A lo mejor soy yo el raro. Es una excusa un poco de mierda, pero es que era algo superior a mí. Ya no solo eso, sino dormir fuera, y pasar tanto tiempo con... Seguramente me estaba perdiendo el viaje de mi vida. O no. Si no ibas, eso sí, te tocaba ir a clase durante toda la semana que durara el viaje, con los pocos que quedaban en Madrid. No hacías nada, pero tenías que ir. Recuerdo cruzarme con Pablo por los pasillos el día que nos dijeron lo de la excursión. Me miró y me saludó con un movimiento de la cabeza. ¿Me saludó? ¿Seguro? ¡Sí, me había saludado, me había...!
—¡Joder, qué hostia! —dijo, preocupado, al ver cómo me tragaba la puerta abierta de una de las taquillas. Sí, nuestro insti era muy moderno y tenía taquillas. Todos los que estaban en el pasillo empezaron a reírse como borregos. Pablo vino y cerró la puerta.
—¿Estás bien?
—Eh, sí, sí, sí, claro —contesté, con un dolor indescriptible, y me fui de ahí a todo correr, mientras mis compañeros seguían riéndose de mi torpeza legendaria. Esas fueron mis primeras palabras con Pablo.
El caso es que me negaba a ir a la excursión... viaje de fin de curso... ¿excursión? Lo que mierdas fuera. ¿Para qué? ¿Para que me hicieran la vida imposible? Porque, obviamente, iba a ir Ramón y todos los cavernícolas de sus amigos también. Iban en pack. Ni de coña.
—¿Cómo que no vienes? —me soltó Ainhoa mientras bajábamos por la cuesta entre los dos patios, camino de la salida del colegio.
—Que no voy, que no me apetece nada.
—¿No te apetece venir con nosotras? Flipo —añadió Elena—. ¡Que nos lo vamos a pasar superbién, tonto! ¿Qué te pasa?
—¿Te pasa algo?
—Te gusta alguien, ¿no? —reflexionó Ainhoa—. ¡Seguro!
—¡Te gusta alguien! —chilló Elena, secundando a Ainhoa. Cuando se ponían así, no había quien las aguantara. Real.
—¡No! —me defendí.
—Pues tendrás que darnos una razón más clara de por qué te quedas, porque no me lo trago.
—Joder. No voy, ¿vale? No me gustan esos viajes, si ya lo sabéis —agregué, cabizbajo.
—Vamos a ver. Pero es que vas a ir con nosotras. ¿Qué problema hay? —Elena era insistente. Ainhoa yo creo que ya se había dado por vencida porque estaba pasando olímpicamente del tema, con el móvil entre las manos.
—Mis padres no me dejan, ¿vale? No quieren —dije, al fin. Bueno, mentí. Eso es más cercano a la realidad.
—¿Por qué? ¿Saben que vamos?
—¡Sí, Elena! Saben que vais, pero no me dejan igualmente. Qué hago. ¿Me mato? Madre mía.
—Déjale. —Ainhoa le dio un pequeño codazo a Elena, que tuvo que callar.
—Joder, pues te vamos a echar de menos.
—Qué va, si os lo vais a pasar de puta madre. Yo sí que os echaré de menos, que tengo que venir a clase encima —me lamenté.
Nos acercamos a la pequeña caravana que había en uno de los patios, donde comprábamos todas las chuches, caramelos y bolsas de patatas, muchas veces caducadas. Y yo compré un polo de esos cuyos palitos eran coleccionables de Star Wars. Una absurdez, pero me encantaba tenerlos. Y los quería todos. Mientras lo devoraba como si no hubiera comido en mi vida, vi a Pablo salir del colegio, con la mochila al hombro, y rodeado del equipo de fútbol: Ramón y compañía, además de varias chicas, entre las que estaba Almudena, que no dejaba de tocarle. Pasaron a mi lado y ni siquiera me miraron, pero yo no pude evitar mirarle a él hasta que desapareció en la calle.
—¡Óscar! ¡Espabila! —chilló Elena. El polo se había derretido y me había manchado toda la camiseta. Genial.
—Joder —protesté mientras trataba de limpiarme la mancha con las manos.
—Estabas empanado mirando a... ¡NO ME JODAS!
—¡QUÉ! — chillé. Mierda. ¿Tanto se me había notado?
—¡TE MOLA ALMUDENA! —gritó Ainhoa, buscando la complicidad de Elena, que no podía hacer nada más que flipar.
—¡Qué dices! —Es decir, no podían estar más equivocadas.
—Por eso te quieres quedar, ¿eh?
—¡Que mis padres no me dejan!
—¡No nos mientas! ¡Te mola Almu! ¡Qué fuerte! ¿Y por qué no nos lo habías contado? ¡Madre, qué fuerte!
—Ay, mira, Ele, me voy.
—Oye, oye, no te vayas así, que ya no nos ves en una semana —dijo, cogiéndome de los brazos entre las dos—. Si es que nunca hemos pasado tanto tiempo sin vernos.
—Qué dices.
—Bueno, me refiero estando en clases, tío. Venga, es viernes. ¿Por qué no nos vamos a algún sitio a merendar o a hacer algo? Así nos despedimos.
Obviamente, acepté. ¡Cualquiera decía que no! Pero lo que realmente quería hacer era seguir a Pablo. ¿Dónde? Yo qué sé. Donde fuera.
La verdad, si hay algo que no entiendo es que nos hagan ir a clase si solo nos hemos quedado diez. ¿No preferiría la profesora irse a su casa a emborracharse con vino y mirar HBO? Sí, HBO es más de profes. Netflix les pilla ya mayores. Aunque para ser realistas, a mí me venía de miedo, porque eso significaba seguir viendo a Pablo. Al menos, seríamos veinte menos en clase. Solo diez. Joder, si no me tocaba sentarme con él algún puto día, ¿qué estaba haciendo mal con mi vida?
—Hoy vamos a ver Bajo la misma estrella —anunció Carol, la profesora de Ética. Muy bien. A llorar toda la clase. Genial—. Podéis sentaros donde queráis, no os pongáis solos, venga.
Los diez elegidos éramos la tonta de Almudena; Xavi, el friki de Marvel; Luis y Lope, primos y mejores amigos; María, otra de mis amigas; Solo... ahora no recuerdo cómo se llama, llevábamos tanto tiempo llamándole así que vete tú a saber; Alba, la buenorra del instituto y su amiguita del alma, Zaida; Pablo, el chico más guapo del universo, y yo. Tranquilos, que no suelo hablar mucho con ninguno de ellos, así que no tendréis que memorizar sus nombres. Todos se levantaron de sus escritorios y se pusieron en parejitas:
Luis - Lope (obvio)
Xavi - Solo
Alba - Zaida
María - Yo (¿qué le iba a hacer?)
Almudena - Pablo
La maldita Almudena Pelayo (solo ella podía tener de apellido un nombre como Pelayo) tenía que sentarse con Pablo. Maravilloso. Fantasía. Y estoy siendo irónico. No vi nada de la película. Porque no dejaba de vigilar a Pablo, ver qué hacía y tratar de llamar su atención por todos los medios. Eso sí, cuando me centré un poco en la peli, lloré. Claro que lloré. No soy de piedra, ¿eh? Si hubiera estado Ramón, se habría reído en mi cara durante toda la semana. Pero estaba a cientos de kilómetros. Y mira, ya era hora de perderle de vista.
Cuando se encendieron las luces, fue como despertar de un extraño sueño. Incluso alguno de nosotros se desperezó más de la cuenta (no, no fui yo). Todos teníamos los ojos llorosos. Todos. Incluso Pa... No, él no. ¿Tenía que ser tan duro? Bah, seguro que era una pose. O a lo mejor es que yo lloro con cualquier cosa por pequeña que sea, que también puede ser.
En el recreo, cada uno se fue por su lado. Incluso María se fue con sus amigas de otra clase. ¿Qué hice yo? Pues ir a comprar un polo de Star Wars y tomármelo bajo la sombra que daba el árbol gigante que, como un guardián, presidía nuestro patio. Centenario decían los profesores. Un eucalipto enorme. Me senté apoyando la espalda en el muro y me quedé mirando al resto de los niños que jugaban al fútbol, al baloncesto o a hacer el mamarracho todo lo posible. Aunque éramos menos. Muchos menos. No es que sea un marginado de la vida, ¿eh? Pero mis mejores amigas no estaban y total, quedaba poco de curso. No era momento de hacer nuevos amigos, ¿no? Pablo estaba al otro lado del patio, con otros dos chicos, mientras iban mirando sus teléfonos. Uno de ellos llevaba un balón en los pies. Empezaron a regatearse entre ellos. Joder, ojalá supiera jugar al fútbol. De repente, uno de ellos le pegó tan fuerte al balón que llegó hasta donde estaba yo. Pero no iba a moverme. ¡Solo me faltaba! ¡Tratar de pasarles la pelota y quedar en ridículo! Ya vendrían a por ella. Y el que vino fue Pablo.
—¿Qué haces? —preguntó. Su voz. Uf.
—¿Eh? ¿Cómo?
—¿Juegas? —dijo, recogiendo el balón del suelo.
—No, no.
—¿De dónde lo has sacado?
—¿El qué?
Pablo señaló mi polo con la mirada y yo señalé con el dedo a la pequeña caravana de la entrada del patio.
—¿Quieres? —ofrecí, y al momento me arrepentí.
—Luego me compro uno. ¿No quieres jugar?
—Soy negado —admití.
—Ok. Nos vemos.
Y se fue. Y, obviamente, lo que quedaba de polo se había derretido y se me habían manchado los pantalones. Otra vez. En serio, debía centrarme más en comer los helados que me compraba rápido si no quería manchar toda mi ropa. Y mejor no diré cómo imaginé que los limpiaba... solo diré que mi fantasía incluía a Pablo.
Ese primer día, fueron las únicas palabras que crucé con él. Ni siquiera tenía claro si sabía mi nombre o qué. Pero, mira, que me hablara me hacía feliz. Así soy yo. Me alegras el día con poquita cosa. Aunque esperad, miento. No fueron las únicas palabras. No no no. Porque ese día también tuvimos clase de Educa. Y tocó deporte libre. Como nuestro profe, Godzilla, era un flipao de la vida y solo quería vacilarnos, nos hizo jugar al «balón prisionero». Guay si tienes diez años, no quince. Pero éramos diez, hacía calor y tampoco había humor de protestar. Eso sí, mi mala suerte continuó y nos tocó en diferentes equipos. Otra cosa no, pero el «balón prisionero» siempre se me ha dado de muerte. Me volvía superágil, como si estuviera en un anime y todo fuera a cámara lenta. Pablo era otro rollo, otro nivel. No se molestaba mucho, pero tampoco tenía que hacerlo. Esquivaba sin pestañear y tenía una puntería de diez. Al final, solo quedábamos nosotros dos. Yo había evitado darle durante todo el juego. No quería. No podía. Aunque, por otro lado, habría estado bien demostrar lo bueno que era. Él tenía el balón, y me miraba, y miraba a los prisioneros que tenía detrás de mí. Os lo juro. No podía moverme. Pero si me daba, quedaría en ridículo delante de él. Menuda puta mierda. La vida está compuesta de decisiones imposibles. Aunque, ¿qué esperaba? ¿Que se diera cuenta de que estaba enamorado de él en ese momento? A ver, a ver, a ver. No nos alarmemos. ¿He dicho «enamorado»? No no. Solo me gusta. Bueno, es normal. A la tonta de Almudena Pelayo también le gusta y no por eso digo que está enamorada. Solo digo que es tonta.
Entonces pasó algo con lo que no contaba. Pablo me miró, y cuando estaba a punto de tirarme a dar, optó por la segunda opción: pasó la bola por encima de mi cabeza y se la pasó a los prisioneros, que me dieron sin clemencia porque estaba empanado, obviamente. Joder, había evitado darme. Si eso no es amor...
Puede que sea un poco exagerado pero es mi historia, ya me vais conociendo. De hecho, sí, es mi historia. ¿Por qué nunca nadie escribe sobre los flipados, sobre los populares? ¿Por qué nunca son los protagonistas y siempre son de los que nos enamoramos? Ups, otra vez. La palabra maldita. Ignoradme. Acaban de darme un pelotazo en pleno estómago y la falta de oxígeno afecta, ¿sabéis? Cuando mi equipo perdió, por mi culpa, pese a que hubiera aguantado hasta el último momento yo solo, el profesor nos obligó a dar dos vueltas al patio mientras el otro equipo, obviamente, se reía de nosotros. No los culpo. Habría hecho lo mismo. Bueno, menos Pablo, que me miraba. Os lo juro. Me estaba mirando. Y no dejó de hacerlo hasta que terminamos de correr.
—Joder, Óscar, podías haber esquivado la pelota, tío —protestó María.
—Y tú podías no haberte eliminado la primera, ¿no?
—Cuando tienes razón, la tienes —respondió al momento que terminábamos de correr y volvíamos a clase. ¿Iban a ser así todos los días? Los próximos cinco días, me refiero, lo que duraba el viaje a Valencia.
Mientras caminábamos hacia el interior del colegio para la última clase, los diez íbamos en parejas, hablando de absurdeces, como siempre. Y con un calor abrasador. Entonces Pablo nos adelantó, y fue ahí cuando volvió a hablarme:
—¿Estás bien?
—¿Yo?
—Sí. Te dieron un buen balonazo —recordó.
—Eh, sí, sí, soy duro —dije, levantando el mentón.
—Ya vi, tío. Se te da bien el «balón prisionero» —¿Eso era un cumplido? Es decir... me estaba derritiendo. Y no era culpa del sol. Igual que mi polo de Star Wars. Estaba hecho de hielo, y él era el calor a mi alrededor. Cuando quiero, me pongo de un poético que asusto.
Con esas últimas palabras, se alejó, seguido de cerca por Almudena. ¡Uf! ¡Cómo la odiaba! Ella lo tenía más fácil que yo. Es decir, seamos realistas. Pablo no podía ser más hetero, madre mía. De hecho, en clase se comentaba que ya lo había hecho varias veces con tías diferentes. De hecho, el tamaño de su... bueno, de su polla, era tema de debate de vez en cuando. Imaginad la razón. Pero, vamos, a mí me da igual. Lo que me importa es lo guapo que es, y lo buena pareja que haríamos juntos. Pero también tengamos en cuenta que tengo quince putos años, y estoy caliente todo el día, aunque no vaya diciéndolo por ahí.
Al salir de la última clase (un coñazo de Historia), me despedí de María y enfilé hacia casa, con los auriculares puestos con Selena Gomez a toda pastilla. Selena siempre es bien. Por suerte, vivía a pocas calles del cole, pero caminar por esas aceras sin una sombra en pleno junio se hacía cuesta arriba, si soy sincero. Necesitaba agua o me iba a deshidratar. Alguna vez leí que una persona puede estar hasta una semana sin comer, pero si pasan tres días sin beber agua, empieza a tener alucinaciones y ¡pam! Muerta. ¿Y de dónde iba a sacar yo una botella de agua? Entonces vi una de las tiendas de alimentación que había cerca del colegio y, después de encontrarme al dueño comiendo... lo que fuera que estuviera comiendo, fui a una de las neveras, cogí una botella de agua y me acerqué a pagar.
—¿Cuánto es?
—Ochenta.
Metí la mano en el bolsillo pero... ¡mierda! El maldito polo de Star Wars. Solo tenía sesenta céntimos. Sesenta y tres. Odio las monedas de un céntimo.
—Joder, no me llega. ¿No me lo puede dejar en sesenta?
—Ochenta.
—Uf, mierda... pues... pues nada — dije, con toda la pena del mundo, a ver si colaba y me perdonaba los veinte céntimos que me faltaban, pero cogió la botella y volvió a meterla en la nevera. Entonces una mano apareció de la nada, dejó un euro en el mostrador y la botella volvió. No por arte de magia, a ver, sino que el dueño la volvió a colocar frente a mí.
—Pago yo.
Pablo sonrió y me entregó el agua, como si no fuera nada, como si le sobrara el dinero, ¿sabéis? Es decir, primero lo del «balón prisionero», ahora esto. ¿Podía pedirme matrimonio ya? ¡POR FAVOR!
—Gracias.
—Nada.
Pablo salió pero yo no podía ni moverme. Me había dado un ataque de vergüenza de proporciones épicas.
—¿No sales?
—¿Eh? Sí, sí, claro —respondí, atontado. Abrí la botella y, al ir a beber, como ansias que soy, me tiré media botella por encima.
—Si que tenías sed, ¿no? —se rio.
—Gracias por comprármela.
—Ya me lo has dicho.
—Ah, sí.
—Óscar, ¿no? —dijo. SE-SABE-MI-NOMBRE.
—Sí.
—Pablo —se presentó, extendiendo su mano para estrechar la mía.
—Sí, te conozco. Vamos a la misma clase —apunté.
—Nunca hemos hablado, así que es como si nos conociéramos hoy.
—Puede ser, sí —convine, y le estreché la mano. Una mano áspera, muy áspera.
—¿Vives por aquí cerca?
—Sí, a dos calles más. ¿Tú? —pregunté.
—También.
Genial. Vivíamos al lado. Primera noticia. Primera puta noticia. A ver, Óscar, cálmate. No exageres, que lo va a notar.
—¿Por qué no fuiste al viaje de fin de curso?
—No me apetecía nada. Es más divertido quedarse aquí —sentenció—. ¿Tú?
—Eh... bueno, pues... porque mis padres no querían y... —No tenía ni idea de qué decir. ¡Si se me da fatal mentir! Excepto con lo de ser gay, que eso se me da de muerte. Llevo mintiendo por ello tanto tiempo que a veces hasta creo que soy hetero.
—Guay —sonrió—. Nos vemos mañana.
—¿Eh?
—Que este es mi portal.
—Ah, guay. Hasta-hasta mañana —tartamudeé.
—Un día si quieres subes y jugamos a la Play o algo. ¿Juegas a la Play?
¿PERDONA? ¿Que un día quiere que suba a su casa? Pero ¿qué estaba pasando? Es decir. Dímelo otra vez que subo ahora mismo. ¿Por qué no me lo pides ahora?
— Claro.
— Ok. Nos vemos. —Abrió el portal y entró. Yo, obviamente, seguí caminando sin darme la vuelta... hasta que fue seguro, y me la di, porque soy ese tipo de personas. Pero Pablo ya no estaba. Claro. Estaría ya dentro de su casa. De su perfecta casa. Sentándose a comer. Y seguro que sin camiseta. Bueno, dejadme imaginar un poco, ¿no? Dios, tenía que volver a casa YA.
Esa tarde, como es obvio, no pude dejar de pensar en Pablo. Ainhoa y Elena, mis mejores amigas, me escribieron desde el viaje de fin de curso, y me mandaron fotos absurdas, y miles de whatever. «¿Qué tal por allí? Aburrido, ¿no?». Sí, sí, todo un rollazo. En algún momento tendría que contárselo, ¿no? Bueno, ¿y por qué? ¿Acaso ellas me habían confesado: «Oye, somos hetero»? Suponiendo que lo sean, claro. No, ¿verdad? Pues eso. Cuando Pablo y yo seamos novios, pues todo tan natural y listo. Que le den al mundo. Le busqué como un stalker de manual por Instagram... raro es que no lo hubiera hecho antes. Miento. Sí lo había hecho, cientos de veces, pero lo tenía privado. No iba a aceptarme. Aunque eso era antes. Ahora me había invitado a su casa. Era el momento perfecto. Inspiré hondo, le di a «Seguir» y, corriendo, dejé el teléfono en la cama y salí a toda velocidad de mi habitación, como si fuera una granada a punto de explotar. No quise mirarlo en horas. Absurdeces que hacemos, ya sabéis a lo que me refiero.
No fue hasta por la tarde cuando me atreví a abrir la aplicación otra vez. No me había aceptado. Great. Perfecto. Lo habría visto y seguro que había pensado: «Joder, ¿y este pirado? Genial». ¡A ver con qué cara le miraba al día siguiente! ¡Qué vergüenza! Salí a dar una vuelta por el barrio en cuanto el sol dejó de apretar con tanta fuerza. Música en el móvil, una bolsa de Doritos verde y un Monster. No necesitaba nada más. Sí, vale, lo sé. Cuidado con las bebidas energéticas. Pero, por ahora, eso es problema del Óscar del futuro. Llamé a María, pero estaba en la piscina con sus primos.
—Joder, podías haberme invitado, que estoy que me derrito, literal.
—¿Quieres venir a cuidar de los tres cabrones de mis primos?
—¡No les llames cabrones, tía, que tienen ocho años!
—¿Y? Son unos cabrones. Tú los conoces, no te sorprendas tanto.
—Entretenlos con el móvil un poco.
—¡Sí, para que me lo rompan! ¡Ni de coña! Hablamos luego, que estos animales están intentando desabrocharme el biqui... ¡LUCAS, JODER, QUE NO ME...! —y se cortó.
La verdad es que no me habría importado ir con ella y, al menos, reírnos un poco de los bestias de sus primos. Pero ya era tarde. Y tampoco me lo había ofrecido. Llegué al parque y, pasando por un montón de pintadas de poemas del poeta de Instagram de moda y corazones multicolores, llegué a los bancos que rodeaban el campo de fútbol de hierba artificial. Bueno, me puedo sentar aquí y pensar en lo que voy a hacer este verano. Es decir, vacaciones con mis padres y poco más. Si es que este año nos vamos, claro. El sol aún daba con fuerza en tres cuartas partes del campo. ¿Quién podía querer jugar con ese calor? Desde luego que yo no. Estaba al límite de la sombra y... eh, esperad un momento. Había alguien jugando solo en la otra punta. Dejó la pelota en el punto de penalti, cogió carrerilla y disparó, colando el balón muy cerca de la escuadra. Odiaba el fútbol, sí, pero, joder, me sabía los conceptos, ¿vale? ¿Quién era el loco ese que estaba jugando solo a las putas cinco de la tarde? Vale, sí, ya lo habéis adivinado. No iba a sacarme un personaje de la manga a estas alturas de la película. Pablo. Sudoroso. Intenso. Tratando de mejorar todo lo posible. Debía acercarme. Esperad. ¿Debía? ¿Seguro? Sí. Me había invitado a su casa. Nos habíamos presentado. Pero le había dado a «Seguir» en Instagram. Y había pasado de mi culo. O a lo mejor no lo miraba mucho. O a lo mejor no quería aceptarme. «O a lo mejor, Óscar, estás sobreanalizando y deberías dejar de PENSAR DE UNA PUTA VEZ Y ACTUAR».
Cuando quise darme cuenta, me había levantado del banco y caminaba por el lateral de la valla, con calma, con la lata en una mano y la bolsa de Doritos en la otra. Fue él el primero que saludó. Menos mal, menudo peso me quitó de encima.
—Hey —exclamó, sin más.
—¿Qué haces aquí a estas horas? —pregunté.
—Entrenando un poco.
—¿Solo?
—¿Y? —Se encogió de hombros y, con el balón bajo el brazo, se acercó a la valla. Yo, instintivamente, me alejé un poco—. ¿Me das? Estoy seco —dijo, señalando mi lata de Monster.
—Eh, claro, toma. —Se la tendí por el hueco de la valla. Él la cogió y dio un sorbo con tantas ganas que gotas del interior le cayeron sobre la camiseta.
—Gracias —y me la devolvió. Miré la lata y vi restos de saliva en el borde. ¡Dios! Disimulé. No quería beber justo después de haberlo hecho él o pensaría cosas raras—. ¿Juegas?
—¿Yo? No, no. No tengo ni idea.
—Te enseño, va —sonrió y, así, de la nada, otra invitación más. Ya iban dos en un día. Me quedé de piedra. A ver, me encantaría ir a jugar con él pero... iba a hacer el ridículo. Y no quería que él me viera hacer el ridículo.
Mientras yo reflexionaba qué hacer, Pablo ya estaba de nuevo en el centro del campo haciendo toques con el balón y la cadena que llevaba colgada salía y entraba continuamente por el cuello de su camiseta. «Venga, Óscar, tú puedes. ¿Qué más te da? Tendrás que dar un paso al frente. Va, que es Pablo. Y ha sido él el que te lo ha pedido». Así, dejé la bolsa de patatas en el límite del campo, di un sorbo largo a la lata (y a su saliva) y entré, guiñando el ojo por el sol, hasta que llegué a donde estaba él, que dio con suavidad una patada al balón para recogerlo en su mano.
—No sé jugar. Soy supertorpe.
—Mejor, así te puedo enseñar más. Toma —y dejó caer el balón a mis pies—. Venga, dale.
—¿Eh?
—¡Tira!
Cerré los ojos y le di una patada al balón todo lo fuerte que pude. En mi mente, le había dado tan fuerte que Pablo estaría asombrado pero, en la realidad, el balón dio un par de botes y pasó a un lado de la portería.
—Buen primer intento... —dijo, reprimiendo una risotada.
—Puedes reírte. Ha sido vergonzoso.
—¿Quién es el profesor aquí? —me regañó, dándome un pequeño manotazo en la espalda, y corrió a por la pelota. Me había tocado. Eh... no pensaba quitarme esa camiseta en la vida.
—Pero yo sé que soy negado.
—Qué va. Hay más negados que tú. No seas derrotista, tío —me espetó—. Venga, juguemos un rato. Tienes que intentar quitármela.
—Estás flipando.
—¡VA! —me apremió.
Empezó a regatearme mientras yo lo miraba, indeciso, sin saber muy bien qué hacer.
—Venga, joder, pon algo de tu parte —masculló, y fue el toque que necesitaba. Traté de quitársela, pero como todos suponíamos, me evitó con facilidad y echó a correr. Yo fui tras él pero era muy rápido y, en un abrir y cerrar de ojos, el balón estaba dentro de la portería y yo en el suelo, con mi vergüenza por las nubes. Se acercó y me tendió la mano para ayudarme a levantarme.
—¿Qué te dije?
—Si estás todo el rato pensando lo malo que eres, siempre serás un matao. Tío, piensa que puedes. ¡YO PUEDO!
—Pero es que no puedo —me quejé—. A ti se te da genial.
—Muchas horas entrenando —sonrió y recogió el balón.
—¿Ves? Yo en otras cosas OK, pero en deportes...
—¿En qué otras cosas? —preguntó, mientras salía de la cancha y yo con él, y nos sentábamos en el banco en el que había estado yo hacía escasos minutos.
—Mmm... bueno, se me dan bien las mates.
—¿Sí? Podrías enseñarme mates y yo a ti fútbol.
—Podría, sí —me ruboricé.
Los dos nos quedamos sentados mirando cómo el sol iba cayendo. Pab