Una de esas chicas

Fragmento

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Primera lección

Échate hacia atrás, hija, apoya la cabeza

en la palma de mi mano.

Despacio, que yo te sostendré.

Abre los brazos de par en par, déjate llevar por la corriente

y mira las gaviotas allá en lo alto. Los muertos

flotan siempre boca abajo. Dentro de nada

te tocará nadar y bucear estas mareas

que llevan al mar. Hazme caso, hija,

cuando te canses de tanto bregar

por alcanzar tu isla, tiéndete mirando al cielo. Y sobrevive.

Igual que flotas ahora, mientras yo te sostengo

y te suelto, recuerda mis palabras

cuando el miedo te estruje el corazón:

échate hacia atrás, despacio, y abraza

esas estrellas que brillan a años luz de distancia;

déjate llevar, que el mar te sostendrá.

PHILIP BOOTH

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Tenía trece años cuando mi padre me pilló con Tommy Webber. Eran las once de un martes por la noche, y estábamos en el asiento trasero del Buick de Tommy, que habíamos aparcado junto al viejo restaurante Chart House de Montara. Tommy tenía diecisiete años y, en teoría, era amigo de mi hermano, Darren.

Yo no estaba enamorada de él.

Ni siquiera creo que me gustara.

Hacía frío en el interior del coche y Tommy estaba colocado. Habíamos hecho más o menos lo mismo unas cuantas veces anteriormente. Yo notaba el aroma a salitre de la playa y escribía mentalmente la historia de una chica que salía a surfear en un mar gélido y verdoso. Cierto día empezaba a remar hacia alta mar, sin darse cuenta de lo mucho que se estaba alejando de la orilla hasta que miraba atrás y descubría que ya no la veía.

Escribía el relato mentalmente mientras Tommy iba a lo suyo con los dedos enredados en mi coleta.

Yo era la chica —la surfista— que veía en mi imaginación cuando Tommy soltó una maldición y salió de dentro de mí. Mi padre lo sacó a rastras del coche y a continuación hizo lo propio conmigo. Tiró a Tommy al suelo, y a mí me empujó al interior de nuestro viejo Tercel.

Instantes antes de que abandonáramos el aparcamiento, miré de reojo a mi padre. Puede que viera lágrimas corriendo por sus mejillas o tal vez fuera una ilusión óptica, el reflejo de la luz de los faros proyectada en la niebla nocturna.

Empecé a decir algo, no recuerdo qué.

—No —me cortó él.

Sucedió hace casi tres años.

Mi padre lleva todo ese tiempo sin mirarme a los ojos y prácticamente sin dirigirme la palabra.

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1

El último día de clase nos obligaron a hacer limpieza de las taquillas. Yo arranqué el horario de clases que a principios de semestre había pegado a la cara interior de la puerta y lo tiré al montón de papel para reciclar, que ya incluía el noventa y cinco por ciento de las chorradas en las que me había dejado la piel a lo largo del curso. ¿Qué sentido tiene llenarse la boca hablando de «educación» si al final todo va a parar a la basura? Únicamente guardé los trabajos de Lengua y Literatura Avanzadas. Si alguien me pregunta lo negaré, pero pensé que a lo mejor algún día me pudiese apetecer releer mis redacciones. Por ejemplo, el comentario de texto que escribí cuando leímos El señor de las moscas. Todo ese asunto de la vuelta a los orígenes y la supervivencia del más apto me pareció interesantísimo. Hubo gente de la clase que no entendió nada de nada. Jeremy Walker preguntó:

—¿Y por qué los niños de la isla no podían llevarse bien y punto?

Y a continuación, Caitlin Spinelli se puso en plan:

—Sí. ¿No se daban cuenta de que tenían muchas más probabilidades de sobrevivir si cooperaban y tal?

Por favor… Cualquiera diría que no has pasado ni tres segundos en el instituto, Spinelli: SOMOS una panda de salvajes. Nadie va a convocar una asamblea para discutir la mejor solución a un problema. Nadie va a compartir las ventajas de la popularidad con los marginados. Nadie va a cargar con el patoso de turno para que todos lleguen juntos a la meta. Como mínimo, nadie lo va a hacer por mí. Puede que Caitlin Spinelli lo vea de otro modo porque ella anda sobrada de todo eso que le garantice una plaza en la tribu de los supervivientes.

Sea como sea, el señor North comentó mi redacción con tinta morada. Usaba boli rojo para corregir las faltas de ortografía, los errores gramaticales y cosas por el estilo, pero siempre usaba tinta morada para felicitarte.

Deanna —escribió—, es evidente que tienes un punto de vista interesante.

Un punto de vista interesante.

—¡Eh, Lambert!

Hablando de salvajes, Bruce Cowell y su escolta de aspirantes a tíos cachas, que habían sido expulsados de todos y cada uno de los equipos del instituto por problemas de actitud y/o abuso de sustancias ilegales, llegaban puntuales a su alarde semanal de idiotez supina.

Bruce se recostó contra las taquillas.

—Hoy estás más buena que nunca, Lambert.

—Sí. —Tucker Bradford, fofo y eternamente ruborizado, se arrimó a mí para soltarme—: Me da a mí que en este curso te han crecido las tetas.

Yo seguí revisando el contenido de mi taquilla. Arranqué de una carpeta un resto de bastón de caramelo que llevaba allí desde Navidades. Me recordé a mí misma que las clases casi habían terminado y, además, esos chicos eran alumnos del último curso. Si sobrevivía a los próximos cinco minutos, nunca volvería a verlos.

Sin embargo, cinco minutos pueden ser muy largos, y a veces me cuesta cerrar esta bocaza mía.

—Puede —repliqué, y señalé el pecho de Tucker—, pero todavía no son tan grandes como las tuyas.

Bruce y el resto de sus compinches, que nos observaban una pizca retirados, se partieron de risa. Tucker enrojeció aún más si cabe. Se inclinó hacia delante y, echándome su apestoso aliento con olor a Gatorade, me soltó:

—No te hagas la estrecha, Lambert.

He ahí el problema: Pacifica es un pueblo de mala muerte que cuenta únicamente con un instituto de verdad, en el que todo el mundo está al corriente de los asuntos de los demás, y los rumores duran y duran hasta que aparece alguien tan tonto como para proporcionar un cotilleo aún más jugoso. Pero mi cotilleo, el que yo protagonizaba, llevaba dos años seguidos copando el primer puesto. O sea, un alumno de bachillerato pillado en plena faena con una chica de 2º de ESO, y por el PADRE de la chica, nada menos («¡No me digas! ¿Su PADRE? ¡Yo me habría muerto allí mismo!»), era una historia difícil de superar. El incidente no había dejado de circular por pasillos, vestuarios, fiestas y últimas filas de las aulas desde que Tommy pisara el instituto al día siguiente del suceso. Momento en el cual se lo explicó a sus amigos con pelos y señales, aun sabiendo que mi hermano, Darren, lo iba a poner a caldo (lo hizo). Para cuando yo aterricé en el Terra Nova para comenzar secundaria, el instituto al completo creía conocer la vida y milagros de Deanna Lambert. Cada vez que un alumno me miraba, sabía que estaba pensando en ello. Yo lo sabía porque, cada vez que me miraba al espejo, también yo pensaba en ello.

De modo que cuando Tucker me echó su apestoso aliento y dijo lo que dijo, supe que no se trataba del típico insulto que lanzas a una chica cualquiera. Estaba reduciendo la historia de mi vida a un ataque de seis palabras. Y por ello debía enviarlo a paseo con estilo. Comencé por hacerle la peineta (los clásicos nunca fallan). A continuación le solté unas cuantas palabras bien escogidas acerca de su madre. Y terminé dando a entender que tal vez no le gustasen las chicas.

Más o menos en ese momento me pregunté si habría profesores cerca, o alguna otra figura de autoridad, por si acaso Tucker, Bruce y sus amigos decidían pasar de las palabras a la acción. Debería haberlo pensado antes.

Bruce metió baza.

—¿Por qué te pones a la defensiva, Lambert? ¿Por qué finges no ser una zorra si sabes muy bien que lo eres? —Se señaló con un gesto que abarcaba a los otros chicos—. SABEMOS que lo eres. Y TÚ lo sabes. Y tu, ejem, PADRE lo sabe, así que…

Una voz gritó desde la otra punta del pasillo:

—Eh, chicos, ¿no tenéis ningún gatito al que torturar?

La voz de Jason me sonó a música celestial.

—Tú no te metas en esto, punki —gritó Tucker por encima del hombro.

Jason siguió avanzando hacia nosotros con sus andares lánguidos de costumbre, arrastrando las botas negras por el suelo como si le costara demasiado esfuerzo levantar los pies. Mi héroe. Mi mejor amigo.

—Pensaba que ya os habíais graduado —les espetó a los chicos—. ¿No es patético que sigáis todavía por aquí?

Bruce agarró a Jason por la cazadora vaquera y lo empujó contra las taquillas. ¿Dónde demonios estaban los adultos encargados de la vigilancia? ¿Se habían largado todos los profesores a las Bahamas nada más sonar el último timbre?

—Suéltalo —le advertí.

Uno de los amigos de Tucker intervino:

—Venga, tío, no perdamos más tiempo. Le prometimos a Max que llegaríamos con las cervezas a las cuatro.

—Sí —añadió Tucker—. El turno de mi hermano en Fast Mart termina en cosa de diez minutos. Si vamos más tarde, nos pedirán el carné.

Bruce soltó a Jason y me lanzó una última mirada, directamente a los ojos.

—¿Lo ves, Lambert? No eres nada más que una pérdida de tiempo.

Observamos cómo se alejaban por el pasillo y desaparecían por un recodo. Propiné un puntapié al montón de papel y unas cuantas hojas salieron volando.

—¿Todo bien? —me preguntó Jason.

Asentí. Siempre iba todo bien.

—Tengo que tirar el libro de Francés. Después podremos dar el curso por terminado.

—Por fin. ¿Y ahora qué?

—¿Denny’s?

—Vamos.

* * * * *

Después de tomar algo en Denny’s pasamos por la tienda de música para burlarnos de las canciones que sonaban en los puntos de escucha. A continuación Jason me acompañó a recoger solicitudes de empleo por todas las tiendas y cafeterías del Beach Front, un decrépito centro comercial en el que nadie compraba nada desde que se inauguró el segundo Target de Colma. Apenas hablamos. Yo no dejaba de recordar el aliento de Tucker en mi cara mientras me decía lo que seguramente pensaba todo el instituto.

A Jason y a mí no nos incomoda el silencio. Es la prueba de fuego para saber si la amistad de dos personas es auténtica, creo; cuando no tienes que hablar todo el tiempo con el fin de demostrar que tienes cosas interesantes que decir. Podría pasar todo el día a su lado sin pronunciar ni una palabra. Podría mirarle a los ojos todo el día también. Su madre es japonesa y su padre, que murió poco después de que naciera Jason, era blanco. Jason tiene un pelo alucinante, completamente negro, las pestañas largas y los ojos azules de su padre. (¿Por qué los hombres siempre tienen la clase de pestañas por las que una chica mataría?) Nunca he entendido por qué las chicas de por aquí no se arrojan a sus brazos. Quizás porque es más bien callado, y bajito, como su madre. A mí no me importa, ya que medimos prácticamente lo mismo y haríamos una pareja perfecta si alguna vez se diera la circunstancia de que saliéramos juntos.

Es tranquilo. Es de fiar. Está en la onda. De hecho, el único defecto de Jason por aquel entonces era que salía con mi otra mejor amiga, Lee.

A diferencia de Jason, que me conoce desde siempre, hacía poco tiempo que Lee formaba parte de mi círculo más íntimo. Para entrar en él, le bastó con mudarse de San Francisco y ser la tía más guay del mundo. No lo digo en el sentido de llevar ropa chula, entender de música y todo eso, sino guay en el sentido de que es auténtica, una de esas personas que no se las dan de nada.

La conocí en clase de Educación Física. Cayó de panza saltando el potro durante una horrible sesión de gimnasia. La señora Winch no paraba de decir:

—Camina hasta que te hayas recuperado, Lee, y luego repite el salto.

Yo me quedé en plan perdona, pero esa pobre chica no puede ni respirar, y si piensas que yo también me voy a romper la crisma con ese trasto, lo tienes claro. Las dos acabamos sacando un cero en el ejercicio y aguantando un sermón de la señora Winch sobre nuestra falta de «agallas».

Tras eso, la estuve observando. Le falta muy poco para ser la típica pardilla. Lleva el pelo corto, con un peinado que nunca termina de quedarle bien, y el estilo de ropa de los que se esfuerzan por encajar sin conseguirlo. Supuse que la pandilla de «nos falta muy poco para ser los típicos pardillos» se apresuraría a adoptarla —ya sabéis, los frikis del grupo de teatro y los que viven pendientes de conseguir plaza en una buena universidad—, pero me estuve fijando un tiempo y seguía sola. Y eso significaba que no había conectado con nadie lo suficiente como para conocer mi historia. Así que empecé a hablar con ella y tuve un buen presentimiento, algo así como que era distinta de la mayoría de las chicas, que solo se preocupaban de su aspecto y que siempre estaban despotricando de sus supuestas amigas íntimas.

Cuando empezamos a conocernos mejor, me confesó que su verdadero padre era un borracho y que no sabía dónde estaba, y yo le dije que no pasaba nada, que mi padre me odiaba. Cuando me preguntó por qué, le conté lo de Tommy. Me sentó bien dar mi versión por una vez, en lugar de apechugar con la de Tommy, que era la que conocía todo el colegio. Después de hacerlo, temí que cambiara de idea respecto a mí, o que empezara a sentirse incómoda en mi presencia, pero se limitó a decirme:

—Bueno, todo el mundo ha hecho cosas que cambiaría si pudiera, ¿no?

Así que, yo tuve la culpa de que empezara a salir con Jason, supongo. No paraba de decirle que si Lee esto y Lee lo otro, y «Jay, tendrías que conocerla, seguro que te caería bien». Y así fue.

No me importó, de verdad. Todo el mundo sabe que, si haces el tonto con tus amigos, ya te puedes despedir de tu preciosa amistad. Intenté convencerme de que yo me había quedado con lo mejor, que si ellos dos rompían no querrían verse más, mientras que yo seguiría siendo amiga de Jason.

De vez en cuando, sin embargo, algún detalle sin importancia me pillaba por sorpresa, como verlos por los pasillos del instituto cogidos de la mano sin que ellos me vieran a mí, y al principio pensaba: «Ay, Dios, qué monos». Pero luego tuve la sensación de estar contemplando algo superíntimo, algo que compartían únicamente ellos dos. Siempre había creído conocer a Jason mejor que nadie, pero cuando empezaron a salir me embargó la sensación de que Lee tenía acceso a una parte de él que a mí me estaba vetada.

En ciertos momentos, como el último día de clase, todavía contaba con Jason para mí sola, y por más que fuera un gesto un tanto desleal por mi parte, en instantes como ese yo fingía que Lee no existía. Hasta que él empezaba a hablar de ella.

—He recibido un mensaje de Lee a cuarta hora —me estaba diciendo. El autobús descendía por Crespi Drive hacia la parte baja, donde vivíamos los dos—. Han estado en la playa de San Luis Obispo.

Lee y su familia se habían marchado esa misma mañana a Santa Bárbara, para recoger a su hermano en la universidad.

—¿Cuándo vuelve?

—Pasado mañana. Su padrastro tiene que trabajar.

—Ya.

El autobús se detuvo en mi parada, la misma parada en la que me había apeado toda la vida, delante de una casa de color gris moho que se encontraba a pocas puertas de la mía, y en cuyo césped había cinco coches aparcados, cinco vehículos que llevaban allí desde la noche de los tiempos, como poco.

—Llámame mañana —me pidió Jason.

—Claro.

Esa era la peor parte del día, cuando el autobús llegaba a mi parada y yo tenía que separarme de Jason, él todavía en ruta, de camino a su destino, mientras yo me disponía a entrar en ese callejón sin salida en el que desembocaba a diario, conocido como mi hogar.

* * * * *

Me quedé parada delante de la puerta para contar hasta diez antes de cruzarla, igual que hacía cada día. Uno, dos… no te fijes en la desvencijada puerta del garaje… tres, cuatro, cinco… no pienses en esas macetas rotas que llevan amontonadas en el jardín desde el verano pasado… seis, siete… no pasa nada, todo el mundo deja colgadas las luces de Navidad durante todo el año… ocho… el porche delantero es tan buen sitio como cualquier otro para abandonar un montón de cajas de cartón mojadas… nueve… va, olvídalo ya, gira la manija y entra de una vez.

El diez precede a todo lo demás: ese tufo a humedad que lo impregna todo, los cinco pasos sobre felpa verde que me llevan de la sala a la cocina, las paredes rosa chicle de la cocina y, por fin, mis padres.

—Llegas tarde. —Mi padre, distante y encerrado en sí mismo, una isla en una silla de la cocina, no despegó la vista del plato de la cena—. Ponte a hacer los deberes.

—Hoy era el último día de clase, papá.

Su tenedor se detuvo medio segundo de camino a su boca, luego siguió comiendo.

—Ya lo sé. Te lo digo porque espero que no te metas en líos este verano. —Como si me hubiera metido en un montón de líos últimamente. De hecho, no me había metido en ninguno desde hacía mucho tiempo—. ¿Oyes lo que te digo?

—Sí.

Mi madre intervino con el tono de voz cantarín que suele adoptar cuando juzga oportuno cambiar de tema.

—¿Por qué no te sientas y cenas con nosotros?

—Ya he cenado.

—Bueno, pues toma algo de postre —dijo al tiempo que le servía más comida a mi padre. Unas greñas teñidas y castigadas le cayeron sobre la cara—. ¿Te apetece un poco de helado?

L

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