1
Una relación abierta
—¿Una relación... abierta?
—Sí, exacto.
Mi novio me miraba con una amplia sonrisa. Yo, en cambio, no sonreía. En absoluto.
—¿Y eso qué es?
—Creo que el nombre lo define bastante bien, Jenny.
Tenía que estar bromeando.
O, mejor dicho, más le valía estar bromeando.
¡Acababa de dejarme delante de mi residencia! ¡Literalmente! ¡Ni siquiera había tenido tiempo para bajar la maleta del coche y ya estaba pensando en cambiar nuestra relación por completo!
—¿Tenemos que hablar de esto ahora, Monty? —murmuré de mal humor—. ¿No has tenido ningún otro momento?
—Eh..., no.
—¿En serio? Hemos estado juntos dos días enteros.
—Bueno, vale. Pero... Eh... No sabía cómo sacar el tema. No sentía que fuera el momento.
—Y este ha resultado ser el momento ideal, ¿no?
—No seas así, Jenny. Es el último que tengo antes de irme. Y no vas a querer hablar de esto por teléfono, ¿verdad?
—Pues no.
Suspiré y decidí relajarme un poco. Después de todo, estaba más alterada que de costumbre por los nervios que me causaba la universidad. No quería pagarlo con Monty. Y mucho menos justo antes de que se fuera. La perspectiva de separarnos estando enfadados me ponía un poco tensa.
Pero ¿qué se suponía que tenía que decirle? Me limité a mirarlo durante unos instantes en los que su sonrisa se hizo todavía más inocente de lo que ya era.
Entonces caí en el hecho de que no había pensado en qué sucedería entre nosotros cuando yo me quedara aquí y él volviera a casa. Él no iba a seguir estudiando. O, al menos, era algo que todavía no estaba en sus planes. En lugar de eso, continuaría jugando con el equipo de baloncesto de nuestro pueblo. Era lo único que le gustaba hacer. Jugar al baloncesto. Todo el día.
Y yo, por mi parte, había estado tan pendiente de la residencia, las clases y todo lo demás... que ni siquiera había pensado en que no nos veríamos en mucho tiempo. Demasiado. Entre sus entrenamientos y mis clases iba a ser difícil mantener el contacto diario. Y tampoco tenía dinero como para estar yendo a verlo constantemente, y, la verdad, dudaba que a él le apeteciera venir hasta aquí solo para verme. Seguro que me ponía la excusa de que estaba cansado por el baloncesto.
Al menos, en diciembre, cuando llegara Navidad, nos veríamos. Pero había tantos meses antes de diciembre... Era una eternidad.
Intenté centrarme de nuevo en la conversación cuando me di cuenta de que él seguía esperando una respuesta.
—No sé qué decirte —admití finalmente—. Ni siquiera estoy segura de entender qué implica eso de... tener una relación abierta. No sé qué es.
—Es muy sencillo. Mira... tú y yo somos pareja, ¿no?
—Eso creo, sí —bromeé, algo tensa.
—Pues eso. Nos queremos, nos apreciamos, nos respetamos, pero... tenemos nuestras necesidades.
—¿Nuestras necesidades?
—Sí.
—¿Qué necesidades? ¿Comer?
—No, Jenny.
—¿Beber?
—Mmm... no...
—¿Dorm...?
—Sexo.
—¿Eh? —Me puse roja al instante, y me aseguré de que nadie nos escuchaba—. ¿Se-sexo...? ¿Qué...?
—¿Puedes dejar de mirar a tu alrededor como si estuviéramos hablando de asesinar a alguien? Solo he hablado de sexo.
—No me gusta hablar de eso.
—Eso ya lo sé. —Puso los ojos en blanco—. Pero, aun así, tenemos nuestras necesidades sexuales, ¿no? Es decir, sé que tú eres un poco más asexual, pero yo...
—¿Sabes lo que significa ser asexual?
—... sí que tengo mis necesidades sexuales —siguió, ignorándome.
—Espera —mi voz subió tres decibelios—, ¿me estás diciendo que vas a acostarte con otras personas?
—¿Eh? ¡No, estoy...!
—Espero que sea una broma.
—Escucha —me sujetó la cara con las manos—, lo que te estoy proponiendo es que, si en algún momento... no lo sé... tenemos la necesidad de hacerlo..., lo hagamos.
—¿Y se puede saber por qué vas a tener la necesidad de acostarte con alguien que no sea yo? —Me aparté con el ceño fruncido.
—No quiero hacerlo —me dijo, casi ofendido.
—Oh, ¿en serio? —ironicé—. ¿Quieres que recapitulemos un poco?
Él entendió lo que quería decir al instante. Había hecho el ademán de sujetarme la cara de nuevo, pero se detuvo en seco y bajó las manos, ahora un poco tenso. Agaché la cabeza.
—Lo siento —murmuré—. Es que estoy nerviosa.
—Lo sé. —Se relajó y suspiró—. Mira, sé que suena raro, pero ahora está de moda todo esto de tener relaciones abiertas. Y está demostrado científicamente que las parejas duran más así.
—¿Demostrado por quién?
—Además, no es que quiera hacerlo ahora mismo, pero... ¿cuánto tiempo vamos a estar sin vernos? ¿Tres meses?
—Casi cuatro. Y no evites la preg...
—No creo que sea bueno para el cuerpo estar tanto tiempo sin hacerlo, Jenny.
Fruncí el ceño al instante.
—Yo me pasé diecisiete años de mi vida sin hacerlo con nadie y estaba muy bien.
—Pero no es lo mismo si eres virgen. Si no sabes lo que te pierdes, no sufres por no tenerlo. —Él me sujetó la mano y tiró suavemente de mí—. Vamos, cariño, sabes que te quiero, ¿no?
—Sí, Monty, pero...
—Sabes que eso no va a cambiar. Da igual lo que pase. O quien pase, mejor dicho. —Se empezó a reír de su propia broma—. Vamos, yo sé que me entiendes. Por eso estoy contigo y te quiero, porque siempre me has entendido perfectamente. Y sabes que tengo mis necesidades, Jenny. Entonces..., ¿qué más da si le doy un poco de amor a otras mientras no estés?
—Haces que ponerme los cuernos suene fantástico. —Me aparté.
—No son cuernos si es consentido.
—Es decir, que me estás pidiendo carta blanca para acostarte con quien te dé la gana.
—Bueno, no solo yo. Tú también puedes hacerlo.
Eso no era un gran consuelo, la verdad.
—¿Y si no quiero hacerlo con nadie más? ¿Lo has pensado?
—Pues... no lo hagas. Pero, al menos, tienes la posibilidad de hacerlo si algún día cambias de opinión. ¿Me entiendes?
—Es decir, que, si ahora entro en la residencia, conozco a un chico, me gusta y quiero acostarme con él, ¿no te importará que lo haga? ¡No te lo crees ni tú!
—Tampoco es así.
—Entonces, ¿cómo es?
—Jenny, no estoy diciendo que sea crucial que nos acostemos con alguien. Mientras tengamos que mantener una relación a distancia, tenemos el derecho a que... no sé, si nos encontramos en la situación de que alguien nos atraiga mucho, podamos hacer lo que queramos. Sin resentimientos, sin celos, sin reproches...
Volvió a sujetarme la mano y no me aparté, aunque tampoco estaba muy conforme con lo que estaba oyendo.
—No sé, Monty..., suena un poco raro.
—Vamos... —Me dio un beso en los labios, sonriendo—. Será divertido. Y podemos poner normas.
—¿Normas?
—Sí, claro. Así te sentirás más cómoda. Por ejemplo..., eh... cada vez que alguno de nosotros haga algo con alguien, tiene que decírselo al otro. Así será mejor.
—Es que no quiero saber los detalles de lo que haces a otras.
—Vale, pues no nos contaremos los detalles. Solo nos informaremos de que ha pasado.
—Monty...
—Vamos, pon tú otra regla.
—No he dicho que quiera seguir adelante con esto.
—Pues imagínate que aceptas. ¿Qué regla pondrías?
Lo consideré un momento mientras él me miraba, expectante.
—Vale... —suspiré—. Nada de amigos. No quiero que te lo montes con una amiga mía. Yo tampoco lo haré con un amigo tuyo.
—Me parece justo.
—¿De verdad me estás diciendo que no te importa que me acueste con otra gente?
—Si es solo sexo, no me importa. —Me sostuvo la cara con las manos otra vez. Lo hacía mucho cuando intentaba convencerme de algo—. De eso se tratan las relaciones abiertas. Aunque te acuestes con otra persona, sabes que quieres a tu pareja. Así de fuerte es nuestra relación. ¿No es genial?
No estaba muy segura de que «genial» fuera la palabra que yo usaría para definir la situación, pero no iba a dejarme en paz hasta que aceptara, así que terminé encogiéndome de hombros.
—Si es lo que quieres...
Él sonrió y me sujetó de la nuca para besarme. Me dejé besar sin muchas ganas. Después sacó mi maleta de su coche y la dejó en el suelo, a mi lado.
—Vale, pues vamos a...
—A partir de aquí, me las arreglaré —le aseguré—. Deberías irte o llegarás a casa muy tarde.
Se detuvo, sorprendido.
—¿Vas a ir tú sola?
—Sí. Quiero hacerlo.
—¿Estás segura, Jenny? Puedo echarte una mano.
—Segurísima. —Le di un último beso y me sonrió—. Llámame cuando llegues, ¿vale?
—Y tú mándame mensajes actualizándome cómo te van las cosas.
La verdad era que me esperaba una despedida un poco más emotiva, pero se limitó a acariciarme la mejilla con los nudillos y después se metió en el coche y me sonrió. Me despedí con la mano mientras él aceleraba, marchándose.
Por un momento, me arrepentí de haberle dicho que se fuera. Pero era lo mejor. Tenía que empezar a concienciarme de que lo más probable era que a partir de ahora fuera a pasar mucho tiempo sola. Habría que acostumbrarse a ello. Mejor empezar cuanto antes.
Me giré hacia el edificio y empecé a arrastrar mi maleta con los nervios revoloteando en mi estómago. Sinceramente, me sentía como un soldado a punto de afrontar su primera batalla.
Mi residencia era la más cercana a mi facultad, la de Filosofía y Letras. Al ver la fachada de ladrillo rojizo bastante desgastado, pensé que, probablemente, hacía mucho tiempo que nadie lo había reformado. Lo que más me llamó la atención fue un enorme cartel colgado de una de las paredes sobre la libertad de las mujeres. Sonreí de lado mientras subía las escaleras de la entrada, resoplando por tener que cargar con la maleta.
El interior estaba abarrotado y también tenía pinta de ser algo antiguo, pero había tanta gente joven que se me olvidó enseguida. Busqué entre todas aquellas personas y localicé el mostrador de recepción. Un chico rubio con unas gafas enormes, no mucho mayor que yo, parecía bastante estresado mientras le vociferaba algo a uno que estaba apoyado en el mostrador con despreocupación. Me extrañó un poco que hubiera un chico teniendo en cuenta que era una residencia femenina. Quizá era un familiar.
De todos modos, no era mi problema. Me acerqué a ellos y me detuve a un lado, dejando, educadamente, que terminaran.
—No puedo dejarte subir, Ross —le dijo el del mostrador. Sonaba cansado, como si lo hubiera dicho unas cuantas veces más—. El primer día está prohibido que entre nadie que no sea un familiar. En especial, un chico. Y lo sabes.
—Y lo sabes —repitió el otro, imitándolo mientras sonreía.
El rubio se ruborizó al instante.
—¿Puedes tomarme en serio por una vez en tu vida?
—¿Puedes tú no discriminarme por una vez en tu vida?
—Ross, es una residencia femenina...
—Gracias, no me había dado cuenta.
—... y tú no me pareces una chica.
—Tú tampoco lo pareces y veo que trabajas aquí.
El chico, muy ofendido, balbuceó algo incomprensible.
—¡Yo soy un trabajador competente y profesional que...!
—Bueno, sí, muy bien, ¿le vas a decir tú a Naya que tiene que subirse la maleta?
Él se detuvo en seco.
—¿Eh? No, no. Díselo tú.
—¿Yo? Ah, no. De eso nada. Yo quería subirla y ser un caballero, pero tú no me dejas. —Suspiró, negando dramáticamente con la cabeza—. Parece que voy a tener que echarte toda la culpa, Chrissy, qué pena. Me caías bien. No te preocupes, iré a tu funeral a despedirme de ti, ¿vale?
El rubio —¿se llamaba Chrissy?— lo miró un momento, considerando sus posibilidades.
—Que lo haga Will. Es su novio. A él sí que podría ponerlo como familiar.
—¿De verdad crees que estaría aquí si Will hubiera podido venir?
—La verdad es que no.
—Eres muy hábil.
—¿Y por qué no ha podido venir?
—Porque nuestro querido Will está muy ocupado y se cree que tengo cara de chico de los recados.
—¿Y es más importante lo que sea que esté haciendo que su novia?
—¿Y a mí qué me importa? Mira, me he despertado hace veinte minutos. He dormido dos horas. O incluso menos. La cosa es que me muero de sueño. Y esta maleta pesa más que mi vida. Y tengo mucha mucha hambre, Chrissy. Lo único que me interesa es irme de aquí para poder comerme la pizza fría que me sobró anoche y dormir hasta dentro de diez años.
Hizo una pausa y se inclinó más en el mostrador, enarcando una ceja.
—¿Me vas a dejar subir la maleta de Naya para que cada uno siga con su vida o vas a seguir insistiendo en que no lo haga?
Chrissy pareció ponerse nervioso, como si le hubieran cortocircuitado. ¿Tan grave era que entrara alguien que no fuera un familiar? Con la cantidad de gente que había por ahí, era difícil darse cuenta.
—Está bien —murmuró finalmente, derrotado—. ¡Pero márchate enseguida, que si te ven...!
—Si yo soy muy discreto, ya me conoces —le dijo Ross con una sonrisa de oreja a oreja.
El rubio del mostrador por fin pareció darse cuenta de mi existencia, porque volvió a adoptar la expresión seria que le había visto cuando había llegado.
—Tengo mucho trabajo, Ross, así que si me disculpas... —Me señaló con la cabeza.
Ross ni siquiera me miró mientras recogía la maleta.
—El hombre ocupado —ironizó en voz baja.
—¿En qué puedo ayudarte? —me preguntó Chrissy, mirándome e ignorando a Ross, quien puso los ojos en blanco y se metió entre la multitud, en dirección a las escaleras. Me centré en el recepcionista y esbocé una pequeña sonrisa.
—Perdón, no quería interrumpir.
—Ojalá lo hubieras hecho, no hay quien lo aguante —murmuró—. En fin, olvídate de eso. ¿Te alojas aquí?
—Sí. —Di un paso al frente y le mostré mi carnet—. Jennifer Michelle Brown.
Él se quedó mirándolo.
—¿Jennifer Michelle? —repitió, mientras miraba en su lista—. Nunca había oído esa combinación.
—Es que mis padres tienen mucha imaginación —murmuré.
Siempre había odiado ese segundo nombre. Mis hermanos solían llamarme Michelle de pequeña para hacerme rabiar, pero dejaron de hacerlo cuando crecí un poco y aprendí a devolverles las bromas molestas.
Pero, claro, seguía siendo mi segundo nombre. Y seguía odiándolo.
—A ver, a ver... —murmuró Chrissy—. Mmm... Sí, aquí estás. Mira, qué casualidad.
—¿El qué? —pregunté.
—Acaban de subirle la maleta a tu compañera de habitación —dijo él, señalando el lugar por el que había desaparecido Ross—. Buena suerte. La necesitarás.
Me quedé mirándolo, un poco asustada.
—¿Suerte? ¿Por qué?
—Era una broma —se apresuró a decirme con una risita nerviosa, lo que me llevó a pensar que no lo era en absoluto—. Es que te ha tocado compartir habitación con Naya Hayes.
—¿La conoces?
—Sí... Es mi hermana pequeña.
Me confundió un poco el tono que usó. Seguía pareciendo nervioso.
—¿Y eso es... malo? —pregunté.
—¿Qué? —Su voz sonó algo más aguda que antes—. No, no... Bueno... Ejem...
Intentó disimular y me puso una llave delante, sonriendo.
—Habitación treinta y tres. Primer piso. No tiene pérdida.
Justo en ese momento, volvió a aparecer el chico de antes, solo que con las manos vacías.
—Déjame la llave —le dijo a Chrissy—. Tu hermana no está.
—¿Y dónde está? —preguntó él.
—Oye, es tu hermana, no la mía. Deberías saberlo mejor que yo.
—No tengo otra copia de la llave, Ross.
—Muy bien, pues sus cosas se quedarán en el pasillo, a merced de ladrones de bragas y cotillas de maletas.
Él suspiró y yo intenté no esbozar una sonrisa divertida.
—Puedes esperar un momento a que termine de hacerle la presentación oficial a Jennifer y luego ella te abrirá la puerta. —Chrissy me miró—. Si no te importa, claro.
Ross me miró por primera vez y me puse un poco nerviosa por ser el foco de atención.
—Eh..., no hay problema.
—Mira, un poco de simpatía, para variar. —Él sonrió ampliamente al recepcionista.
—Tengo que hacer la presentación, Ross.
—¿Y quién te lo impide?
Chrissy lo ignoró por completo y se concentró en mí.
—Bienvenida a la residencia, Jennifer. Si necesitas algo, me llamo Chris y soy...
—El que se encarga de que no entren chicos sin permiso —me dijo Ross—. O, al menos, lo intenta.
—... el encargado de mantener la paz en esta residencia —siguió Chris—. Me alojo en la habitación uno. Es la primera puerta del primer piso. Si necesitas algo pasadas las doce de la noche, me encontrarás ahí.
—Y si no, lo encontrarás jugando al Candy Crush aquí —concluyó Ross.
—¡Yo no juego a nada en mi horario laboral! —Chris respiró hondo, recuperando la compostura—. En todo caso, Jennifer, ven a buscarme a mi habitación solo si es una emergencia de verdad. Y con eso me refiero a que esté ardiendo el edificio, no a que se te haya caído el móvil en el retrete y te dé asco sacarlo.
—¿Llaman mucho a tu puerta? —le pregunté, divertida.
—Más de lo que me gustaría —me aseguró.
Soltó un suspiro cansado y volvió a centrarse.
—Puedes pedir una copia de la llave si la pierdes, pero vas a tener que pagar una pequeña multa de diez dólares. Y las visitas son libres de día, pero de noche están prohibidas a no ser que me hayas avisado con, al menos, un día de antelación. Y con la condición de que tu compañera esté de acuerdo, claro. Los servicios comunitarios están al final del pasillo de cada piso, pero creo que tú tienes una habitación con cuarto de baño propio, ¿no? En todo caso, puedes ir a cualquier hora. ¿Se me olvida algo? Ah, sí..., aquí está.
Se giró y rebuscó algo en un cajón. Después, me enseñó una cesta llena de cuadraditos de plástico.
—La seguridad es lo primero —me dijo, señalando los preservativos—. Regalo de la facultad. Solo uno.
Me quedé mirándolos, roja de vergüenza.
—Yo te recomiendo los de fresa —me dijo en voz baja—. Es el sabor más solicitado.
—¿A ver? —murmuró Ross, y se asomó para empezar a rebuscar.
—¡Solo uno! —le chilló Chris al ver que agarraba un puñado.
Ross le puso mala cara y soltó todos menos uno.
El mío resultó ser de mora. Me lo metí en el bolsillo con una sonrisa incómoda.
—Eh..., gracias.
—Que tengas un buen día —me dijo Chris alegremente—. No dudes en pedirme ayuda si la necesitas en algún momento. Estoy aquí para eso. Ahora, podéis marcharos. ¡Siguiente!
Di un respingo con el grito. Apenas unos segundos más tarde, una chica ya me había adelantado para hablar con Chris.
—Entonces... —me dijo Ross al ver que me quedaba parada—, ¿tienes la llave?
Me aclaré la garganta y se la enseñé.
—A no ser que me haya engañado, la tengo.
Él la miró y me dedicó media sonrisa.
—Genial, vamos, te ayudaré.
Agarró mi maleta alegremente y lo seguí escaleras arriba, sujetando mi pequeña mochila. Mientras cruzábamos el pasillo del primer piso, me quedé mirando a los familiares llorosos que se despedían con abrazos y besos de las chicas que se quedaban. Pensé en mi madre y en la escena que habría montado si hubiera venido. Menos mal que me había traído Monty. Y que ya se había marchado.
Ross se detuvo junto a la maleta púrpura que había visto antes y se apartó para que pudiera meter la llave en la cerradura. Abrir la puerta resultó ser un poquito más complicado de lo que esperaba, de hecho, tuve que darle un empujón, incluso usando la llave. Qué deprimente.
—Bueno —murmuré, entrando—. No está tan mal.
—Al menos, no es un basurero —bromeó Ross, empujando las dos maletas hacia el interior.
Miré a mi alrededor. La habitación era muy sencilla. Quizá demasiado. Tenía las paredes verdes y blancas y una ventana encima de cada una de las dos camas individuales, que estaban cubiertas con sábanas de lunares amarillos. También había una mesa con una silla y una lámpara y, en la pared de enfrente, dos armarios pequeños. Lo que estaba claro era que yo no había llegado la primera, porque en la cama de la izquierda ya había cosas de mi nueva compañera.
—¿Conoces a la chica que dormirá ahí? —le pregunté a Ross, señalando la cama.
Se detuvo un momento, mirándome.
—¿Yo? No. Es que me gusta transportar maletas de desconocidos. Es la pasión de mi vida.
Me puse roja. Obviamente, la conocía. ¿Por qué decía tantas tonterías cuando me ponía nerviosa?
Bueno, igual era porque me había parecido guapo. No estaba mal que un chico que no era mi novio me pareciera guapo, ¿no? Esperaba que no. Pero sí, me había llamado un poco la atención. No estoy segura de si había sido el pelo castaño alborotado —ese chico no se peinaba, seguro—, los ojos claros o la amplia sonrisa. O quizá había sido la vieja sudadera. No lo sé. Ni siquiera sabía que me gustaran los chicos tan alegres. En general, solían parecerme muy pesados.
Y... quizá no debería darle tantas vueltas al tema.
—Es la novia de mi mejor amigo —aclaró Ross al verme la cara para sacarme del apuro—. Se llama Naya.
—¿Y es...? —intenté no sonar muy asustada—. ¿Es simpática?
—Bueno, lo es cuando le interesa serlo. —Se quedó mirando la habitación un momento, pensativo—. También puede llegar a ser muy persuasiva.
—¿Qué quieres decir?
—Ya lo entenderás cuando te veas a ti misma haciendo cosas que no te apetecían hacer porque ella ha conseguido convencerte. —Se encogió de hombros.
Me miró un momento más antes de suspirar y señalar la puerta con una mano.
—Bueno..., si me disculpas, mi trabajo de transportista ha concluido.
—Sí, claro, gracias por ayudarme con la maleta.
—Un placer —dijo sonriendo, antes de darse la vuelta y marcharse tan feliz.
Intenté sentarme en la cama cuando estuve sola, pero me incorporé de un respingo al escuchar un horrible crujido. Bueno, estaba claro que no era una residencia muy cara.
Ya llevaba una hora colocando mis cosas en el armario cuando la puerta volvió a abrirse. Esta vez no fue Ross el que apareció, sino una chica rubia de ojos claros y nariz puntiaguda. Tenía un aspecto bastante distraído. Clavó los ojos en mí al instante, analizándome de arriba abajo.
—Hola —la saludé.
—¿Tú eres Jennifer? —Para mi sorpresa, pareció entusiasmada—. ¡Menos mal! No pareces una rarita. Bueno, no lo eres, ¿no?
Parpadeé, sorprendida.
—La verdad es que suelo considerarme bastante normal.
Incluso aburrida.
—¡Genial! Es que mis padres me habían asustado con eso de los compañeros de habitación —me explicó—. No quería tener que convivir con una desconocida rarita durante los próximos meses. Aunque..., bueno, yo soy un poco rarita. Pero no importa. Soy Naya, por cierto. Un placer conocerte.
Hablaba tan rápido que me resultaba difícil entenderla. La seguí con la mirada cuando suspiró y se dejó caer en su cama, que también crujió, pero eso no pareció preocuparle demasiado.
—Espero que no te importe que haya escogido este lado —añadió—. Podemos cambiarnos, si quieres.
—No te preocupes. Tu cama no parece mucho más cómoda que la mía.
—La verdad es que he intentado echarme una siesta y no he podido. —Puso mala cara—. Tendremos que acostumbrarnos. No nos queda más remedio.
Entonces vio su maleta púrpura y su expresión se iluminó con una gran sonrisa.
—¿Ha venido mi novio?
—Ha venido un chico, pero creo que no era tu novio. Ha dicho que se llamaba Ross.
—¿Ross? ¿Ha mandado a Ross? —sonaba perpleja e indignada a partes iguales—. Espero que no te haya molestado mucho.
¿Molestarme? ¿A mí? Bueno, no es que hubiéramos pasado mucho rato juntos, pero no me había parecido mal chico. De hecho, había sido bastante simpático conmigo. Incluso me había ayudado a subir mis cosas sin conocerme de nada.
—No..., de hecho, me ha ayudado con la maleta.
—¿Ross te ha ayudado? —repitió, confusa—. Sí que le ha dado el sol este verano. Le ha afectado al cerebro.
Se puso de pie y abrió la maleta, empezando a rebuscar entre sus cosas. No tardó en imitarme y comenzar a guardarlas en el armario.
—¿Y qué estás estudiando? —le pregunté, metiendo mis botas favoritas en el mío.
—Trabajo social. —Sonrió, doblando un jersey—. Me gustaría poder ayudar a familias disfuncionales cuando sea mayor. Entre otras cosas, claro.
—Vaya. —Levanté las cejas—. Eso es... muy solidario.
—Bueno, no tan solidario. Voy a cobrar por ello. ¿Y tú?
—Filología.
—¡Oh, letras! ¿Te gusta la poesía?
—Mmm... no.
—¿El teatro?
—Eh..., tampoco.
—¿La... novela?
—No mucho.
—¿Leer algo? ¿Lo que sea?
—No...
Me miró, confusa.
—Sabes lo que se hace en esa carrera, ¿no?
—Es que... no sabía qué elegir.
—Oh. —Pareció no saber qué decir—. Bueno, igual te termina gustando.
—Eso espero. —Sonreí—. O los próximos cuatro años se me van a hacer muy largos.
En realidad, no serían cuatro años. Había conseguido convencer a mis padres para ir a una universidad que estuviera lejos de casa, pero solo por un semestre. Así que, en diciembre, tendría que ver si seguía ahí o me mudaba más cerca de ellos. Por ahora, tenía claro que quería quedarme.
Estuve un rato hablando con Naya, cosa que me tranquilizó muchísimo. Resultó ser una chica encantadora. No entendí muy bien por qué su hermano me había deseado suerte. De hecho, me cayó tan bien que empezamos a hablar de nuestras familias, de cómo habían llorado cuando nos habíamos ido y de cómo las echábamos ya de menos. Ni siquiera nos dimos cuenta de que se hacía de noche hasta que ella miró la hora en su móvil.
—¡Mierda! —soltó de repente, haciendo que diera un respingo—. Llegaré tarde.
No sabía si era muy pronto para preguntarle al respecto. Después de todo, acababa de conocerla.
Pero no pude resistirme.
—¿Dónde?
—Mi novio vive cerca de aquí con sus dos compañeros de piso —me explicó—. Quería enseñarme la casa y va a venir a buscarme en... ¡¡¡Oh, no, cinco minutos!!!
Lo gritó tan fuerte que, por un momento, pensé que vendría alguna vecina a quejarse. Se puso histérica mientras buscaba algo en su armario y se cambiaba de ropa a toda velocidad.
—¡Mierda, como no me dé tiempo a cambiarme...!
—La ropa que llevas está bien —murmuré, confusa.
Llevaba una blusa rosa y unos pantalones azules. Y le quedaban como un guante.
—¿Es una broma? Mírame, parezco un maldito umpa lumpa.
Contuve una sonrisa.
—No sabes cuánto he esperado a volver a verlo —murmuró, dando saltitos para meterse en sus pantalones inhumanamente estrechos—. Bueno, y él a mí, claro.
—Entonces, es una gran noche —comenté, mirando mi móvil para comprobar que Monty, efectivamente, no me había dicho nada.
El primer día y ya había roto la promesa de llamarme. Qué romántico era siempre.
Naya agarró un jersey azul y se lo puso tan rápido que casi lo rompió. Después se acercó al espejo que había en la puerta de mi armario y se retocó la máscara de pestañas con un dedo.
—¿No sería mejor que usaras rímel? —sugerí.
—¡Lo tengo en el fondo de la maleta y ahora no me da tiempo a sacarlo!
—Pues usa el mío.
Me miró, sorprendida.
—¿En serio? ¿Puedo?
—Solo es rímel. —Me encogí de hombros, lanzándoselo.
Ella lo atrapó en el aire y me observó por un momento más. Puse una mueca, confusa.
—¿Qué?
—Nada. Oye, ¿quieres venir con nosotros?
Vale, eso me pilló desprevenida.
—¿Quién? ¿Yo?
—¿Hay alguien más en la habitación?
—No, pero... ¿estás segura? Es decir, no conozco a tu novio.
—¡Claro que estoy segura, tonta! Me has caído genial. Y les encantarás.
—Pero...
—Además, ya conoces a Ross y te ha caído bien, ¿no? Eso que te ahorras.
No sabía qué decirle. No era muy dada a hacer amigos el primer día que llegaba a un lugar nuevo, pero... no conocía a nadie, y quizá podía intentar integrarme.
Además, mi hermano Spencer me había dado una larga y aburrida charla sobre ser más sociable. Su única norma había sido que dijera menos veces que no a la gente.
Y a la primera ya estaba pensando en hacerlo.
—Vamos, son muy simpáticos —insistió Naya—. Y tienen comida china. Gratis.
No podemos decir que no a la comida china, Jenny.
Sí, gracias, conciencia.
—Tienen rollitos de primavera —siguió Naya—. Y arroz tres delicias, y...
—Vale, vale —accedí al ver que iba a seguir—. Cuenta conmigo.
—¡Genial!
Agarré mi chaqueta verde y me la puse viendo cómo ella se retocaba el pelo. Tenía curiosidad por conocer a su novio. Si era como ella, me caería bien. Naya agarró una llave de la habitación y me hizo un gesto entusiasta.
—Vamos, ya debe de estar esperando.
Bajamos las escaleras de la residencia juntas y Naya saludó a Chris con la cabeza, aunque él estaba tan centrado en dar condones a otra chica nueva que no nos vio.
—Pobre Chris —comentó Naya—. Vive estresado.
—¿No tiene ningún compañero?
—No lo creo. Pero se las apaña bien... algunas veces. —Ella sonrió.
—Oh.
—No nos parecemos en nada. Soy consciente de ello.
—No..., la verdad es que no.
—Al principio, parece un poco pesado, pero le acabas cogiendo cariño.
Hizo una pausa al mirar fuera.
—¡Ahí está Will!
Will era un chico alto, de piel oscura y con aspecto de tener mucha paz interior, que esperaba fuera con las manos en los bolsillos. Naya salió chillando como una loca del edificio y escuché que Chris le chistaba, enfadado, pero no le hizo ni caso. Intenté rezagarme un poco mientras ellos se besuqueaban para darles intimidad.
Naya se separó en cuanto me oyó abrir la puerta.
—Mira, cariño, esta es mi compañera de habitación. —Naya le sonrió—. ¿A que no parece que sea rarita?
No supe qué decir. Will me sonrió a modo de disculpa.
—Will —se presentó—. Es un placer.
—Jenna. Igualmente.
—¿Te importa que venga con nosotros? —Naya aumentó su sonrisa.
—Claro que no. —Will señaló su coche—. Vamos, subid antes de que esos dos se lo coman todo.
Subí a la parte trasera de su coche y me puse el cinturón frotándome la punta de la nariz, que estaba helada por culpa del frío. Naya le estaba contando a Will que su hermano se había enfadado con ella esa mañana porque había perdido las llaves de la habitación a los cinco minutos de entrar en ella y había tenido que pedir la copia. Así que por eso no había ninguna copia para Ross... Will negaba con la cabeza con una pequeña sonrisa, por lo que supuse que estaba acostumbrado a escuchar historias similares.
Naya se giró en ese momento y me pilló mirando mi móvil con impaciencia.
—¿Esperas a que tu madre te llame? —preguntó, sonriendo.
—¿Eh? No. Hemos quedado en que solo puede llamarme una vez por semana. Pero las dos sabemos que no me hará ni caso.
—Mi madre ya ni se molesta en llamarme —me dijo Will—. Cuando lleves un año aquí, se acostumbrará.
—Bueno —Naya me dedicó una sonrisa traviesa—, ¿y de quién es la llamada que esperas?
—De mi novio —le expliqué—. Dijo que me llamaría.
—Oh, ¿tienes novio?
—Sí. Uno un poco olvidadizo.
—Se habrá distraído. —Ella le quitó importancia—. Ahora tú también vas a distraerte y no te acordarás de él.
La miré de reojo.
—¿Los del piso tienen nuestra edad? —pregunté. No quería hablar de Monty.
—No. Los tres son de segundo año. —Naya suspiró—. Seremos las enanas de la fiesta.
—En realidad, Sue es de tercero —le recordó Will.
—Ah, sí. Sue. Es verdad. Existe. Se deja ver tan poco que a veces se me olvida.
—No seas cruel. —Will la miró.
—¡Sabes que tengo razón!
—Cariño, Sue no sale mucho de su habitación cuando tú estás porque no tenéis la mejor relación del mundo.
—Porque es insoportable.
—Eso es justo lo que dice Sue de ti.
—¿Lo ves? ¡La insoportable es ella! —Naya se cruzó de brazos.
Pero el enfado repentino se le pasó enseguida. Se volvió a girar hacia mí y cambió de tema abruptamente.
—Este guaperas y yo hemos estado manteniendo una relación a distancia durante casi un año —me explicó—. Hasta hoy. ¡Por fin volveremos a vernos cada día!
Aprovecharon ese momento para besuquearse en un semáforo en rojo.
—Dicen que las relaciones a distancia son difíciles —comenté en medio de la orquesta de besos empalagosos.
—No para nosotros. Llevamos siete años juntos. Tenemos muchísima confianza.
Madre mía. Siete años. Yo solo llevaba con Monty cuatro meses y ya me parecía toda una eternidad.
—Siete años —repetí, sorprendida—. Eso es... casi media vida.
—Lo sé. Es mucho.
—Muchísimo. —Will asintió con la cabeza.
—Pero a mi lado se pasa rápido. —Naya lo miró al instante.
—Claro, claro.
—Empezamos a salir siendo unos críos. Ni siquiera nos besamos hasta que pasaron unos meses.
—Y casi me diste una bofetada —le recordó Will.
—¡Porque no sabía que para besar a alguien se usaba la lengua, me pilló desprevenida!
Empecé a reírme mientras seguían discutiendo juguetonamente.
Will giró entonces por una calle poco concurrida de pisos y supermercados cerrados. Al llegar a la mitad, entró en uno de los garajes y aparcó el coche en el único sitio libre. Cuando bajé, me quedé mirando el de al lado, un todoterreno negro con pegatinas en la parte trasera con referencias de música y películas. Pasé el pulgar por una de ellas, curiosa.
—¿Vamos? —me preguntó Naya al ver que me distraía.
—¿Eh? Sí, perdón.
Los seguí por la rampa del garaje y llegamos al interior de un edificio bastante bonito. Will nos condujo al ascensor y pulsó el botón del tercer piso.
—¿No les importará a tus amigos que haya venido? —le pregunté, jugueteando con mis manos.
Podrías ocultar un poquito más tu inseguridad.
—Claro que no —me aseguró él—. Seguro que a Ross le alegra verte otra vez. Le has caído bien.
No pude evitar parecer sorprendida.
—¿Te ha hablado de mí? Pero... si solo hemos estado juntos cinco minutos.
—Me ha dicho que parecías una chica muy simpática. Y que Naya te quitaría las ganas de vivir muy pronto.
Sonreí mientras ella ponía los ojos en blanco.
—Ross es un encanto —ironizó.
Subimos los tres hasta el tercer piso, donde había solo dos puertas y una ventana cerrada. Will sacó las llaves de su bolsillo y abrió la puerta de la derecha.
Al instante, el olor a comida china hizo que me rugieran las tripas. Entramos en un descansillo pequeño que daba a un salón. Después, Will señaló un perchero.
—Podéis dejar las chaquetas ahí.
Naya, que tampoco había estado nunca en ese piso, parecía casi tan nerviosa como yo.
Los seguí a través del marco de madera hacia un sencillo salón con dos sofás, dos sillones, una mesa de café llena de bolsas de comida, una televisión grande con varias consolas, una estantería hecha un desastre junto a un ventanal, un pasillo grande que parecía llevar a las habitaciones y una barra americana que lo separaba de una pequeña cocina.
Ah, y también había dos personas sentadas en el sofá. Detalle importante.
—¡Por fin! —gritó Ross, a quien identifiqué enseguida—. Me estaba muriendo de hambre.
—Yo también me alegro de verte de nuevo —le dijo Naya.
Los dos se giraron hacia nosotros. La chica que no conocía —supuse que sería Sue— hizo una mueca y volvió a lo suyo. Ross, en cambio, sonrió malévolamente hacia Naya.
—Genial, hemos pasado de la tranquilidad absoluta a tener que escuchar gritos en estéreo todo el día.
—Si yo nunca me enfado —protestó ella.
—¿Y quién ha hablado de enfadarse?
Will le lanzó la chaqueta a la cara. Ross se rio y la tiró a uno de los sillones. Sue, que estaba sentada ahí, los miró a los dos con mala cara y se centró en abrir su bolsa de comida.
Era la que más se parecía a mí. Las dos teníamos la piel ligeramente bronceada, el pelo castaño, los ojos del mismo color..., pero ella estaba bastante más delgada que yo y tenía los ojos un poco más rasgados. Era una chica preciosa. Aunque la mueca de asco camuflaba un poco su belleza.
—Veo que aún no has salido corriendo —me dijo Ross al acercarme.
—No la asustes. —Naya lo señaló—. Es mi compañera de habitación. Y quiero que siga siéndolo.
—¿Qué insinúas? —Él frunció el ceño.
—Que eres un pesado —dijo ella, y me agarró de la mano—. Ven, siéntate con nosotros.
Will me había hecho sitio junto a él en el sofá. Naya se sentó a su otro lado.
—Acaba de llegar y ya me está insultando —le dijo Ross a Will.
—No la asustes —le repitió Naya.
—¡Yo no asusto a nadie! Además, si quiere vivir contigo, tendrá que saber que tú y Will sois como un combo. Aguantar a uno implica aguantar al otro.
—¿Qué? —pregunté, confusa.
Ross me miró.
—Cuando no puedas dormir ninguna noche de la maldita semana por el ruido que hacen, ya volveremos a tener esta conversación.
—Déjalo, Jenna. Todos hemos aprendido a ignorarlo —me aseguró Will, sonriendo.
Hubo un momento de silencio incómodo solo interrumpido por el ruido de la chica callada desenvolviendo sus palillos. Cuando vio que la estaba mirando, frunció el ceño y yo aparté la mirada, enrojeciendo.
—Ellos son Ross y Sue —añadió Naya, sonriéndome, aunque yo ya conocía al primero.
—Nunca había oído ese nombre —murmuré, mirándolo—. ¿Ross es el diminutivo de algo?
—Es mi apellido —me dijo, desenvolviendo unos palillos—. Me llamo Jack Ross, pero todo el mundo me llama Ross.
—Su padre también se llama Jack —explicó Will, dejando dos bandejas grandes de comida china en la mesa auxiliar.
—Y yo dije que, como me llamaran Jack Ross Junior, me cortaría las venas —finalizó Ross.
Sonreí y me adelanté para agarrar unos palillos y robar un rollito de primavera.
—¿Y eres de por aquí, Jenna? —me preguntó Will amablemente.
Me apresuré a tragarme lo que tenía en la boca para poder responder.
—No. —Casi me atraganté por hacer el idiota—. Mi familia vive un poco lejos de aquí. A unas... cinco horas, más o menos.
—¿Y has venido en coche? —Naya se quedó mirándome.
—Sí. —Sonreí—. Pero me he pasado casi todo el viaje durmiendo.
—¿Y por qué has venido aquí? —preguntó Ross, mirándome—. ¿Te ha maravillado nuestra increíblemente alta contaminación? ¿O te han convencido todas las fábricas grises y deprimentes de la gran ciudad?
—Tenéis mejores universidades —le dije—. Pero la verdad es que quería alejarme de mi casa un tiempo.
—El pequeño polluelo quería abandonar el nido —murmuró Ross distraídamente.
—No podía ser tan malo vivir allí —me dijo Will.
—No es que fuera malo. Bueno, yo estaba bien en casa. Pero mi pueblo es pequeño; siempre con la misma gente, los mismos sitios... Todo es muy repetitivo. Quería intentar algo nuevo.
Me estuvieron preguntando durante un buen rato cosas de mi casa y otras relacionadas con lo que estaba estudiando. Todo iba bien hasta que Naya me preguntó por mi novio y les conté lo que había pasado cuando me había dejado esa tarde.
Sí, a veces me costaba controlar que le decía a la gente que conocía desde hacía solo unas horas.
—¿Una relación abierta? —preguntó Naya, confusa—. ¿Eso qué es?
—No sé si se lo ha inventado él, pero dice que es cuando dos personas se quieren, pero pueden acostarse con otras.
—Nunca entenderé la vida en pareja —murmuró Ross, mirando mi plato—. ¿Te vas a comer todo eso?
Me habían movido a su lado para dejar los mandos de la consola junto a Will. Le ofrecí el plato.
—Todo tuyo.
—Me gusta esta chica —dijo él, sonriente.
Will miró a Naya.
—Igual deberíamos intentarlo nosotros, cariño. Ya sabes, eso de acostarnos con otros.
—Como lo hagas, te voy a matar mientras duermes —le advirtió ella—. Yo no podría seguir con mi vida tan tranquila sabiendo que Will podría estar acostándose con alguien.
—Pero sería sin amor —señaló Ross, y luego me miró con el ceño fruncido—. ¿No?
—Sí, supongo. —Me encogí de hombros.
—Aun así. ¿Y si un día te gusta más la otra persona? Es una posibilidad. —Naya negó con la cabeza—. Yo no podría.
La verdad era que no me había detenido a pensarlo durante mucho tiempo, pero Naya tenía razón. ¿Y si le gustaba más otra chica que yo? ¿Qué haría entonces?
Mejor no pensar en ello. Al menos, no en ese momento. No quería agobiarme con algo que todavía no había sucedido.
Mientras pensaba en ello, hice un ademán de apoyarme en uno de los cojines del sofá de una forma bastante distraída. Sin embargo, me detuve en seco cuando escuché lo que parecía un bufido de gato furioso a mi lado. Pero no era un gato, era Sue, que me crucificaba con la mirada.
—Es mío —me dijo secamente.
Me aparté, asustada. Era lo primero que había dicho desde que había llegado.
—Eh..., perdón..., no lo sabía —murmuré, devolviéndoselo.
Ella me miró con los ojos entornados mientras lo abrazaba, como si le hubiera dado una patada a un cachorrito.
—Pedir perdón no soluciona nada —masculló.
No supe qué decirle. Ross, a mi lado, contuvo una risotada.
—No te lo tomes como algo personal —me dijo—. Está así de loca con todo el mundo.
—No estoy loca, idiota.
—Vale, vale. Entonces no estás loca. Solo estás mal de la azotea.
Sue le sacó el dedo corazón y se quedó abrazada a su cojín. Mientras, Will y Naya estaban ocupados dándose besitos e ignorándonos.
Así que eran una de esas parejas.
Pero lo peor no era que se besaran, sino que lo hacían de forma muy ruidosa. De hecho, se formaba un silencio bastante incómodo cada vez que se oía a alguno de ellos. Miré de reojo a Ross, que los estaba observando con una mueca casi de asco, y él sonrió al captar mi mirada.
—¿Y si vamos arriba y pasamos de estos dos?
—Yo también existo —le recordó Sue, molesta.
—¿Y quieres venirte arriba?
—Antes prefiero la muerte.
—Pues eso. —Ross volvió a girarse hacia mí—. ¿Te vienes?
Me quedé mirando a Naya, que se estaba besando descaradamente con su novio en el sofá.
—Sí, vamos.
Era mejor alternativa que quedarme ahí a mirarlos.
—Menos mal que hay alguien no-aburrido —dijo, poniéndose de pie.
Lo seguí hacia la entrada y fruncí el ceño cuando abrió la ventana del pasillo.
—¿Qué haces? Hace frío.
—Tenemos que pasar por aquí. Vamos, te ayudaré.
—¿Ayudarme? ¿A qué?
—A saltarla. Mira.
Me hizo un gesto para que me asomara y vi que, al otro lado, había una escalera de incendios que conducía al tejado.
—¿Vamos a subir por ahí? —Miré hacia arriba con la nariz arrugada.
—Es seguro. —Sonrió ampliamente—. O, al menos, nadie se ha matado en lo que llevamos viviendo aquí.
—Con mi suerte, seguro que yo soy la primera.
Me quedé mirando un momento la distancia hasta el suelo y después acepté su mano para saltar el marco de la ventana y agarrarme a la barandilla de la escalera. Mientras empezaba a subir, escuché que me seguía y empujaba la ventana para que no se cerrara.
Dos pisos hacia arriba, la escalera terminaba en una azotea de un tamaño considerable cubierta de grava y con dos tubos grandes que supuse que serían de la ventilación del edificio. Desde ahí se veía la universidad y el parque que había justo al lado. Bueno, y gran parte de la ciudad. Me hubiera gustado más de no haber hecho tanto frío. Me froté las manos y me las metí en los bolsillos.
—No está mal, ¿eh? —me dijo Ross, pasando por mi lado.
Se estaba dirigiendo directamente a las sillas de camping que había al final de la terraza. Eran cuatro, y tenían mantas gruesas y una nevera portátil. Sonreí de medio lado. No estaba mal pensado.
—¿Qué hacéis cuando llueve? —pregunté, sentándome en una de las sillas junto a él.
—Correr a esconderlo todo. —Abrió la nevera.
—¿Y si no llegáis a tiempo?
—Entonces esperamos a que se seque. ¿Tienes sed?
Asentí con la cabeza y me lanzó una cerveza. Hacía mucho que no bebía una. Monty detestaba el sabor a cerveza y decía que no me besaría si la bebía. Después del primer sorbo, me acordé de lo mucho que me gustaba y me relamí los labios, cubriéndome con la manta gruesa que me pasó Ross.
—¿A vuestros vecinos no les importa que tengáis esto aquí? —pregunté, mirándolo de reojo.
—Nunca sube nadie.
—Lo que significa que no lo saben.
—Lo que significa que no les importa —me corrigió, sonriendo.
—¿Y cuál es el plan si alguna vez suben?
—El plan A es invitarlos a una cerveza y que se unan a nosotros.
—¿Y el plan B?
—Tirarlos abajo. —Levantó la cerveza—. No puede haber testigos del crimen.
—Pues es un sitio precioso —dije, riendo—. Quitando las fábricas abandonadas del fondo.
—Si imaginas que son bosques, parece más bonito.
Vi que buscaba algo en su bolsillo. Un paquete de tabaco. Por algún motivo, me quedé mirándolo como una idiota cuando se encendió un cigarrillo en los labios y me imaginé la cara de asco que tendría Monty si...
Maldita sea, ¿podía dejar ya de pensar en él? Ni siquiera me había llamado.
—¿Hace mucho que conoces a Naya? —le pregunté, escondiendo media cara bajo la mantita.
—La conozco desde el instituto; empezó a salir con Will hace... —Lo pensó un momento—. No sé ni cuánto hace ya. Llevan como... toda la vida juntos. Son muy pesados.
—Siete años, según lo que me ha dicho ella.
—¿Siete años ya? —Levantó las cejas—. Cómo pasa el tiempo. De repente, me siento viejo.
Hizo una pausa para beber cerveza.
—¿Cuándo la has conocido? —me preguntó.
—Hace como... dos o tres horas.
—¿Y ya estás aquí? Sí que se te da bien integrarte.
—Qué más quisiera yo. En mi instituto no tenía muchos amigos.
Enhorabuena, acabas de arruinar la oportunidad que tenías de parecer un poco guay.
—¿No? —Parecía sinceramente sorprendido.
—No... —Vaya, ya no sabía cómo arreglarlo para parecer genial. Tocaba ser sincera—. Era un lugar muy... peculiar. No había mucha gente entre la que elegir.
Él me miró, esta vez divertido.
—¿Por qué?
—A ver, porque estaban los populares, los pringados, los invisibles...
—No, espera, déjame adivinarlo. Se me dan bien estas cosas. —Lo pensó un momento—. Había una chica muy mala, pero muy guapa que se metía con las chicas que consideraba inferiores a ella.
—Bingo. —Sonreí—. Aunque a mí nunca me dijo nada. No existía ni para ella.
—Y un chico malo que se saltaba todas las clases y hablaba mal a los profesores, pero que, sorprendentemente, siempre gustaba a todas las chicas.
—A mí nunca me gustó —puntualicé.
—Y había un club de teatro, una banda de música..., y todos sus integrantes eran considerados unos pringados.
—De hecho, fui miembro de la banda de música por un tiempo.
—No puede ser. —Se rio—. ¿Y qué hacías? ¿Tocar la flauta?
—Mmm..., no exactamente.
—¿La guitarra?
No lo digas.
—¿El piano...?
—Je, je..., no...
Por favor, no lo digas.
—¿Entonces?
—Tocaba el... bueno... el... mmm... triángulo.
Él se quedó callado unos instantes, mirándome fijamente, y me pareció que contenía una risotada.
—El triángulo —repitió.
—¡Es más difícil de lo que parece! ¡Guiaba a toda la banda!
—Sí, claro. El triángulo es un instrumento muy complejo.
—Oh, cállate.
—Bueno, me imagino que no duraste mucho tocando el complejo triángulo.
—No. Lo dejé a las dos semanas. Y empecé con otra cosa.
—Como... ¿cantar?
—Si me oyeras cantar, utilizarías el plan B contra ti mismo.
Sonrió y se quedó mirándome un momento antes de añadir:
—¿Bailar?
—Sí. —Le di un sorbo a mi cerveza.
—No te imagino bailando hip-hop.
—Ni yo, la verdad.
—Por favor..., dime que no bailabas ballet.
Lo miré, enfurruñada.
—¿Y qué tiene eso de malo?
—¿Eso es un sí?
—Durante un tiempo, sí. —Me crucé de brazos—. Y era muy buena, por cierto. Pero tuve que dejarlo.
—¿Por qué?
—Mi profesora me dijo que, si quería seguir, tenía que adelgazar cinco kilos. —Me puse de mal humor solo al recordarlo.
—¿Y qué tiene que ver una cosa con la otra? —Él frunció el ceño.
—No lo sé. Creo que tenía algo que ver con la estética de la clase, no me acuerdo mucho.
—Espero que no los perdieras por ella.
—Lo pensé, aunque al final no lo hice. Pero la historia no termina ahí.
—Tienes toda mi atención —me aseguró.
—Mi madre se enteró y se enfadó tanto que se plantó en la academia, discutió con la profesora y terminó tirándole café a la cara.
Él empezó a reírse a carcajadas. Casi se le cayó la cerveza al suelo y yo también sonreí, divertida.
—Me cae bien tu madre —dijo, asintiendo con la cabeza—. Si hubieras sido mi hija, habría hecho lo mismo.
Pensar en ella hizo que me acordara de que tenía que llamarla al día siguiente para que no le diera un ataque de nervios.
—¿También la habrías atacado con café?
—Bueno, quizá la habría invitado a una cerveza y habría utilizado mi plan B contra ella.
—Vaya, eres malvado.
—Lo sé. No se lo cuentes a nadie. Tengo una reputación que mantener.
Sonreí, negando con la cabeza.
—¿Ya has terminado de adivinar?
—Oh, no. —Dio un trago a su cerveza, pensativo—. A ver, a ver... ¿Eras parte del grupo de los invisibles?
—Se podría decir que sí.
—¿Tu novio iba a tu instituto?
—Sí.
—Y él no era invisible —terminó, mirándome.
—No lo era, no.
—Seguro que era el típico chico popular que jamás habrías pensado que se fijaría en ti, ¿no?
—Eres bueno —le concedí.
—Y cuando lo hizo, el instituto entero estuvo una semana hablando de vuestra relación.
—Casi. Dos semanas.
—He estado cerca.
—Pero no has acertado.
—Qué negatividad.
Lo miré de reojo.
—¿Lo estás adivinando porque tu instituto también era así o qué?
—No. Era un aburrimiento. Nunca pasaba nada interesante. Pero he visto demasiadas películas con el mismo argumento.
—A veces, los clichés están bien —le dije, acomodándome.
—No he dicho que no lo estuvieran. —Tiró la ceniza al suelo—. Tu vida parece una versión moderna de una novela de Jane Austen.
—¿Quién es esa?
Se quedó mirándome.
—¿Estás estudiando literatura y no sabes quién es Jane Austen?
—Es que no me gusta leer —murmuré.
—Espera, ¿estás estudiando literatura y no te gusta leer?
—Es que no sabía qué estudiar, ¿vale? —dije a la defensiva.
—¿Y no te has leído ninguno de sus libros? —Parecía horrorizado—. ¿Ni siquiera has visto alguna adaptación? ¿En serio? ¡Si hay mil!
—¿Cuáles son?
—Orgullo y prejuicio, Sentido y sensibilidad, La abadía de Northanger, Mansfield Park...
—¿A ti te gusta? Conoces muchos títulos suyos.
—A mi madre le encanta —me explicó—. Tiene todos sus libros y se ha comprado todas las películas que se han hecho de ellos. Ya me las sé de memoria. Pero... ¿me estás diciendo que no te suena ninguna de esas novelas? ¿Ni siquiera has visto las películas? ¿En serio?
Negué con la cabeza.
—No me gusta mucho el cine.
Por su expresión, deduje que eso había sido como si le hubiera dado una bofetada. Abrió la boca de par en par.
—¿Y qué haces para vivir? —Se había inclinado hacia delante, intrigado—. ¿Escuchar música? ¿Jugar al dominó? ¿Mirar paredes?
—No me gusta el dominó, las paredes no son mi punto fuerte y la música no está mal, pero soy muy selectiva, así que no escucho demasiada.
Eso pareció descolocarlo por completo.
—¿Y se puede saber qué te gusta?
—¡Muchas cosas! —Enrojecí un poco.
—¿Por ejemplo...?
—Pues... me gustaba bailar ballet. Hasta que mi madre bañó en café a mi profesora.
—¿Y ahora?
Pensé en atletismo. Lo solía practicar antes de empezar a salir con Monty, pero él estaba obsesionado con que no estaba bien que una chica saliera sola de casa —y menos con ropa tan ajustada—, así que con el tiempo me había ido olvidando de ello y ahora solo me quedaban las alternativas que podía hacer en casa.
—Me gusta ver los realities de la tele —dije finalmente—. Sobre todo, si se pelean mucho.
Él pareció querer matarme, pero no dijo nada. Sonreí, divertida.
—Vale, volvamos al tema de las películas —me dijo, intentando recomponerse—. ¿No has visto ninguna película? Eso es imposible.
—Claro que he visto alguna.
—Menos mal. Ya te daba por perdida. ¿Cuántas?
—He visto Buscando a Nemo.
Enarcó una ceja.
—La cumbre del cine de cultura.
—Es que a mi novio no le gusta el cine.
—No te estoy preguntando lo que le gusta a tu novio, te estoy preguntando lo que te gusta a ti.
Hice una mueca.
—¡Es que me aburren las películas! Son tan largas, con todos esos diálogos larguísimos y esos planos interminables...
—Será porque no las ves bien.
—¿Se pueden ver mal?
—Pues claro que sí. A ver, ¿no has visto nada de Disney?
—Sí.
—¿Cuál?
—Buscando a Nemo.
Me miró con mala cara.
—Ni siquiera estoy seguro de que eso sea de Disney.
—Entonces, no.
—Madre mía.
—¿Qué?
—Madre mía, pequeño saltamontes...
Sonreí, divertida.
—¡Deja de decir «madre mía» y respóndeme! ¿Qué tiene de malo?
—No has tenido infancia.
—Claro que la he tenido. Solo que... en casa poníamos deportes por mis hermanos, no veía muchas películas.
—¡No veías ninguna!
—¡Vi la de Nemo!
—Es que no entiendo cómo has podido pasar por la vida sin ver películas como... yo qué sé... ¿El rey León?
—No me suena.
—¿No te...? ¿Y qué hay de los clásicos? ¿La vida es Bella? ¿Forrest Gump? ¿Gladiator? ¿El pianista? ¿Regreso al futuro?
—No, no, no y no.
—Y yo que creía que tenía una vida desgraciada...
—Soy muy feliz así —le aseguré.
—No, no lo eres. Lo serás en una hora y media, cuando terminemos de ver El rey león.
Ya se estaba poniendo de pie. Dejé la manta en mi silla y lo seguí trotando apresuradamente hacia las escaleras.
—¿Por qué es tan importante ver una estúpida película?
—Para empezar, no la llames estúpida.
—Vaya, perdón, no quería ofender a la película.
—Y para terminar..., ¡porque es un clásico, por Dios! —Sacudió la cabeza con dramatismo mientras pasábamos de nuevo por la ventana—. No me puedo creer que no sepas ni qué película es. Es como si vinieras de otro planeta.
Abrió la puerta de casa y casi choqué con su espalda cuando se detuvo en medio del salón.
—Tenéis una habitación para hacer guarradas —le dijo a Naya y a Will, que seguían besuqueándose en el sofá—. O el callejón de abajo. Eso ya depende de vuestros gustos.
—¿Dónde vais? —preguntó Naya, asomando la cabeza por encima del respaldo.
—No ha visto El rey león —le dijo Ross con el mismo tono que habría usado para insinuar que lo había intentado tirar desde la azotea.
—¡¿No has visto El rey león?! —exclamó Will.
Suspiré y Ross me sonrió.
—¿Lo ves? Eres un poco rarita.
—Y tú un poco pesadito.
No pareció muy afectado. De hecho, pareció divertido. Se acercó a la última puerta a la izquierda y me dejó pasar a la que era su habitación.
Lo primero que vi fue un enorme y llamativo póster de lo que supuse que sería una película famosa. Seguido de muchos de otras películas que tampoco conocía. Tenía un escritorio sorprendentemente ordenado, con un portátil lleno de pegatinas y una cama bastante grande con un cuaderno encima en el que había estado escribiendo algo. Lo lanzó al otro lado de la habitación de un manotazo —todo delicadeza— y agarró el portátil.
—Prepárate para que cambie tu vida —me dijo, sentándose en la cama.
Miré a mi alrededor. Vi una cristalera que conducía a un balcón. En ese momento, estaba cerrada por el frío. Qué suerte. Yo solo tenía una pequeña ventana. Y ni siquiera podía abrirse porque estaba atascada.
—Puedes quitarte las botas —me dijo distraídamente.
Hice lo que me decía y me paseé por la habitación, curioseando. Me quedé mirando el primer póster que había visto, el de una chica con el pelo rubio y una de esas espadas alargadas en la mano. Él siguió buscando la película, centrado en su labor de instruirme.
—¿Cuál es esta de la espadita china? —pregunté.
Ross levantó la cabeza y me puso mala cara.
—No es una espadita china, lista. Es una katana. Y las katanas son japonesas.
—Oh, perdóneme usted. —Le puse mala cara—. ¿Y qué película es?
—Kill Bill. De Tarantino. Un clásico. Y una de mis favoritas.
—Tampoco la he visto.
—Me lo imaginaba.
—¿Y si la vemos? Ahora tengo curiosidad.
—Te recomiendo empezar tu inmersión cinéfila por Disney, que es más suave —me aseguró—. No creo que estés psicológicamente preparada para Tarantino.
Seguí husmeando por su habitación y me topé con su cómoda, en la que tenía un montón de fotos con su familia. Su madre parecía muy joven, y su padre se parecía mucho a él, solo que con el pelo más corto y unas gafas. En una foto, una versión más joven de Ross estaba sujetando un trofeo de baloncesto con una sonrisa de oreja a oreja. De hecho, había algunos trofeos más en la estantería. Pasé el dedo por uno de ellos, curiosa.
—¿Te gusta el baloncesto? —pregunté.
Lo que daría Monty por conseguir un trofeo de estos...
—Me gustaba. Ahora me aburre.
—Parece que eras bueno.
—Sigo siéndolo —recalcó, sonriendo.
—¿Y humilde?
—Eso no lo he sido nunca. Ven. Ya tengo la película.
Una hora y media más tarde, estaba sentada en su cama viendo cómo Simba subía la roca del rey con música emotiva de fondo. Ross me miró al instante en que la película terminó, esperando una reacción. Casi parecía un niño pequeño esperando un dulce.
—¿Y bien? —preguntó, impaciente.
—Mmm..., no ha estado mal.
—¡¿Que no ha estado mal?!
Di un salto del susto e intenté no sonreír cuando vi su cara indignación.
—Acabas de ver mi infancia en una hora y media, ¡¿y tu conclusión es que no ha estado mal?!
—A ver... Sí, vale, me ha gustado. La música está bien. Los personajes son divertidos... Sí, me ha gustado.
Eso pareció mejor.
—Sabía que no podrías resistirte a los encantos de Simba.
—Pues el que más me ha gustado ha sido Pumba.
—¿Pumba? ¿Por qué?
—No lo sé. Me ha parecido muy tierno.
—¿Tierno en el sentido de que te lo comerías o en el sentido de ternura?
—Dios mío, en el sentido de ternura —dije, alarmada—. Comerse a Pumba sería como... pisar una flor en peligro de extinción.
—Qué profunda. Quizá sí tengas espíritu poeta, después de todo.
—Lo dudo mucho.
—Bueno. —Me miró—. Ahora mismo tienes dos magníficas opciones ante ti: puedes ir a ver si Naya y Will han terminado de hacerlo en el sofá o puedes quedarte a ver otra película. Tú eliges.
—¿Qué hora es? —pregunté.
—Sea la hora que sea, seguro que tienes tiempo para ver la película.
Lo consideré un momento y luego sacudí la cabeza, divertida.
—Bueno, vale —dije—. Pon otra del Disney ese.
—Sabes que Disney es una compañía y no una persona, ¿no?
—¿Eh? Sí, sí..., claro que lo sabía...
A las tres de la mañana, apoyada en la pared de la cama, estaba viendo el final de La Bella y la Bestia. También habíamos intentado ver Cenicienta, aunque la había quitado al ver que no me gustaba.
Cuando terminó la primera, Ross me miró de la misma forma que lo había hecho la otra vez.
—¿Y bien? —repitió—. ¿Puntuación? ¿Pensamientos? ¿Reflexiones?
—Ocho sobre diez —opiné.
—¿Más que Cenicienta?
—Cenicienta tira por los suelos todos mis principios morales de feminismo, lo siento.
—En el momento en que se hizo, apenas existía el feminismo —me dijo él, divertido—. Hay que mirar las cosas desde su punto de vista cultural.
—Deberías estar estudiando literatura en mi lugar —mascullé—. Hablas como un filólogo hecho y derecho.
—Quizá en otra vida. Me gusta demasiado lo que estoy estudiando.
—¿Y qué es?
Me dedicó una sonrisa misteriosa.
—¿No puedes adivinarlo?
—Te he conocido a la hora de cenar —le recuerdo.
—Vale. Te lo concedo. Dirección audiovisual.
—Ah, claro, claro.
Empezó a reírse.
—No tienes ni idea de lo que es, ¿verdad?
—Claro que no, ¿qué demonios es eso?
—Quiero ser director de cine —me explicó.
—Oh. —Levanté las cejas—. Ahora entiendo tu indignación al saber que solo había visto una película. Y lo de las paredes. Supongo que el coche de las pegatinas es tuyo.
—¿Te has fijado en mi bebé?
—Es difícil no hacerlo.
—¿No te gusta?
—Es original. Lo original siempre me gusta —opiné—. Mi habitación no tiene ni uno de esos cartelitos. Aunque tampoco es que me gusten muchas cosas.
—Ahora puedes poner uno de Pumba.
—Seguro que a Naya no le extraña nada entrar y ver la foto de un cerdo rojo en mi pared.
Justo en ese momento, como si la hubiera invocado, Naya llamó a la puerta y se asomó sin esperar una respuesta.
—¿Estáis haciendo algo que no pueda presenciarse? —preguntó, tapándose los ojos, aunque echó una ojeada y sonrió—. Genial, Ross, veo que te estás portando bien.
—Gracias por el tono de sorpresa —murmuró él.
—¿Te importa que nos vayamos ya, Jenna?
—¿Ya habéis terminado? —le preguntó Ross con una sonrisita malvada.
—Cállate. —Naya le puso mala cara—. Vamos, Jenna, he llamado a un taxi y debe de estar abajo.
Me puse las botas rápidamente mientras Ross bostezaba con ganas.
—Buenas noches, Ross —le dije yendo a la puerta.
—Buenas noches, pequeño saltamontes.
—Gracias por la inmersión en el mundo cinéfilo.
—El próximo día empezaremos con las películas sangrientas y macabras —bromeó.
Sacudí la cabeza y me apresuré a seguir a Naya hacia la puerta de la entrada.
2
La chica sin hobbies
—He llegado tarde a mi primera clase —me soltó Naya, malhumorada, dejando la mochila en el suelo para sentarse delante de mí.
Yo, por mi parte, estaba probando las hamburguesas de la cafetería. No estaban mal si las comparabas con el sabor del resto de la comida que preparaban.
—¿Por qué? —pregunté con la boca llena.
—¡Qué asco! No me hables con la boca llena de comida.
—Ups... —Tragué—. Perdón.
—Bueno, no importa. He llegado tarde porque ayer estuvimos en casa de Will hasta las tantas de la noche y esta mañana me he dormido. —Suspiró y me robó una patata—. Bueno, valió la pena. Hacía mucho que no lo veía y eso. Pero el profesor me ha mirado con una cara...
—Tampoco habrá sido para tanto —dije—. En mi clase hay tanta gente que podrías irte sin que nadie se enterara.
—Y en la mía, pero me molesta no llegar puntual. —Suspiró y agarró el cuenco de sopa que había comprado—. Huele raro.
—Huele raro y sabe a gato muerto.
—¿Cómo sabes a qué sabe un gato muerto? ¿Lo has probado?
—Pruébalo y me cuentas.
Ella se tomó un momento para darle un sorbo a la sopa.
—Vale. Sabe a gato muerto y podrido.
—¿Lo ves?
Dejó la sopa a un lado con mala cara y agarró el sándwich de pavo. Eso pareció una mejor opción.
—¿Ya has hablado con tu novio? —me preguntó, curiosa.
—Esta mañana me ha mandado un mensaje preguntándome qué tal todo, pero poco más.
—Podríais hacer algo por Skype —sugirió—. Will y yo lo hacíamos cuando no podíamos vernos muy a menudo.
—¿Hacer algo? —pregunté, confusa.
—Algo sexual, mujer. —Se rio—. No pongas esa cara, no es para tanto.
—¿Por qué siempre terminamos hablando de eso?
—Porque es interesante. Otra opción es comprarte un vibrador en Amazon.
—Será mi plan B.
Eso me recordó a alguien con un plan de lanzar vecinos cotillas y profesoras de ballet por la azotea de su edificio. Esbocé media sonrisa al imaginármelo y seguí comiendo mientras Naya me hablaba de sus clases.
Cuando volví a la residencia, vi a Chris sentado tras el mostrador. Estaba jugando al Candy Crush, pero levantó la cabeza cuando me oyó abrir la puerta.
—Ah, hola, Jennifer. ¿Qué tal tu primer día? —me preguntó, mucho más tranquilo que la última vez que lo había visto.
—Un poco aburrido, la verdad. Solo ha habido presentaciones de profesores.
—Mañana ya empezaréis el temario y no te aburrirás tanto. —Me sonrió.
—O el aburrimiento será peor.
—Esa no es la actitud adecuada, Jennifer. —Me miró, muy serio.
—Puedes llamarme Jenna, ¿sabes? O Jenny. Como prefieras. Ni siquiera mi madre me llama Jennifer. A no ser que esté enfadada.
—Jenna, entonces.
Dejó el móvil a un lado para centrarse en mí.
—Naya me ha dicho que os lleváis bien. Es una gran noticia. Cambiar a la gente de habitación siempre es un lío de papeles.
—¿Cuánta gente pide cambios?
—Más de la que te puedas imaginar —me aseguró—. Ayer vino una chica diciéndome que su compañera de habitación tenía un sacacorchos escondido bajo su almohada y que estaba convencida de que quería apuñalarla con él. Ha pedido el traslado inmediato. Pero esas cosas tardan mucho en procesarse.
—¿Un... sacacorchos?
—Sí. —Dudó un momento—. Ahora que lo pienso, no he vuelto a verla.
—Quizá le haya clavado el sacacorchos en un ojo.
—Quizá. —Se encogió de hombros—. Mientras no hayan roto nada...
—Me encantan tus prioridades, Chris.
Me ignoró, y cuando volvió a coger su móvil, ahogó un grito.
—¡Mierda! Me he quedado sin vidas.
Estaba tan ocupado maldiciendo al creador del juego que no respondió a mi despedida.
En el pasillo de la residencia había dos chicas gritándose por no sé qué de una camiseta, así que tuve que pasar rápidamente por su lado para que no me volara una almohada a la cabeza. Había tenido más suerte de la que creía con Naya.
Cuando por fin llegué a mi habitación —me sentía como si hubiera cruzado una zona de guerra—, suspiré pesadamente. Ya había terminado de colocar todas mis cosas esa mañana, así que el cuarto empezaba a parecer un poco más habitable que el día anterior. Miré la pared lisa que había junto a mi cama y me pregunté qué tal quedaría ahí un póster de un cerdo rojo.
Justo cuando estaba dejando la mochila en la cama, escuché que mi móvil sonaba. La cara de mi madre apareció en la pantalla táctil con una gran sonrisa.
Supe enseguida que su versión real no tendría una gran sonrisa. En absoluto.
—¡Jennifer Michelle Brown! —me chilló en cuanto descolgué.
Me despegué el móvil de la oreja un momento antes de volver con ella.
Mi forma de saber si tenía problemas con mi madre era tener en cuenta cómo me llamaba. Usaba Jenny cuando estaba de buen humor. Jennifer estaba reservado para esos momentos en que empezaba a irritarse conmigo. Cuando me llamaba por mi nombre completo... era mejor salir corriendo.
—Hola, mamá. Yo también te echo de menos.
—¿Se puede saber por qué no me has llamado? ¡Ya llevas una semana ahí!
—Pero... pero si llegué ayer por la tarde.
—Para mí ha sido una vida entera —me aseguró con dramatismo—. ¿Cómo estás? ¿Cómo es tu compañera de habitación? ¿Y tus compañeros de clase? ¿Y tus profesores? ¿Hace buen tiempo?
—Estoy bien. Mi compañera de habitación se llama Naya y es muy simpática. Mis compañeros de clase estaban tan dormidos como yo esta mañana, así que no lo sé. Y hace buen tiempo. Bueno..., ahora está nublado, pero, por lo que he visto, aquí suele llover a menudo. ¿Ha nevado en casa?
—Es septiembre. Claro que no ha nevado, ¿ya te estás volviendo loca por la soledad?
—Mamá, no estoy sola. Estoy con Naya, ya te lo he dicho.
—Bueno, la soledad es muy relativa. ¿Cogiste tus botas?
—Sí.
—¿Las negras y las marrones?
—Sí, mamá.
—Ya sabes que siempre te pones las marrones, que son más bonitas, pero no sirven para nada y, en cambio, las negras...
—Tengo las dos.
—Usa las negras cuando llueva. No quieras ir de lista o te resfriarás.
—Mamá...
—¿Y el abrigo?
—También.
—¿Cuál? ¿El verde? Ay, Jenny...
—¡Ma...!
—¿Te estás abrigando? Que siempre vas como quieres y te resfrías.
—¿Por qué te crees que me voy a resfriar haga lo que haga?
—¡Porque es verdad!
—Me abrigo bien.
—No me lo creo.
—¡Mamá!
—¿Y la comida?
—Está bien.
—¿Bien?
—No está tan buena como la de papá, pero tampoco está mal.
—¿Y estás comiendo bien?
—Que sííí...
—Cogiste unos kilitos estos meses por los nervios, espero que no los estés perdiendo. Te sentaban muy bien.
Me quedé mirando al espejo. Era cierto que había engordado un poco esos meses. Me pellizqué la barriga e hice una mueca.
—Me siguen entrando los pantalones y no se me caen, así que me mantengo bien.
—No comas comida basura todos los días, que nos conocemos.
—Mamá, soy una adulta.
—Una adulta —repitió, casi riéndose de mí—. Espero que no hayas comido una hamburguesa el primer día, señorita.
—Claro que no —mentí descaradamente.
—Hija, se te da tan mal mentir como a tu padre.
Como si hubiera sido invocado, escuché la voz de papá al otro lado de la línea. Él y mi madre empezaron a discutir sobre el móvil hasta que él se lo quitó.
—Hola, Jenny.
—Hola, papá. —Sonreí—. ¿Te ha obligado mamá a hablar conmigo?
—¿Tú qué crees?
—Que sí.
—Pues haces bien, aunque eso no lo diré delante del sargento —aseguró él—. Me está mirando fijamente y, cuando cuelgue, me va a estar mareando un buen rato.
Escuché a mi madre gritarle algo y me reí.
—Papá, intenta sobrevivir hasta que vuelva.
—Lo intento, te lo aseguro —me dijo—. ¿Cómo te van las cosas? ¿Ya has hecho algún amigo?
Justo en ese momento, Naya entró y me sonrió a modo de saludo, cerrando la puerta. Señalé el móvil y pronuncié en silencio un «padres».
—Mi compañera de habitación me ha caído genial —dije—. Y sus amigos también.
Naya me guiñó un ojo felizmente.
—Me alegro. Cuando estuve en la universidad, me tocó compartir habitación con un chico que me caía fatal y fue un año horrible. Bueno, fue mi único año, en realidad.
—No creo que me pase eso.
—Seguro que a tus hermanos les pasaría si se molestaran en mover el culo para ir a la universidad y hacer algo de provecho.
—Papá... —intenté reñirle.
—Bueno, tu madre está empezando a echar humo por las orejas, creo que quiere volver a hablar contigo, así que te la voy a...
Por el ruido que hubo al otro lado de la línea, supuse que mamá le había quitado el móvil de un manotazo.
—¿Has colgado? ¿Jennifer? ¿Hola? ¿Hola? ¿Sigues ahí?
—Aquí sigo. —Intenté no reírme con todas mis fuerzas.
—Bien. Pues abrígate, ¿me oyes? Y come bien. Menos hamburguesas y más comida sana. Y nada de chocolate todos los días.
—Mamá, tengo dieciocho años.
—Tendrás treinta y seguiré diciéndotelo porque seguirás haciéndolo. —Noté que iba a emocionarse e hice una mueca.
—No empieces —le advertí.
—Es que eres mi niñita. Tengo el derecho maternal de emocionarme si quiero.
—Llevo literalmente veinte horas fuera de casa y ya estás así. ¿Qué harás en un mes?
—¡Ya me entenderás cuando tengas hijos!
—Uf..., eso no pasará.
—¡Como no me des nietos, te mato!
—¡Mamá!
—Bueno, es decisión tuya, pero... vamos, Jenny. Ya cambiarás de opinión.
—Ya tienes un nieto, ¿o te has olvidado de él?
—Y lo quiero mucho, pero no estaría mal tener más.
—¿Por qué no se lo pides a uno de los chicos?
—Porque son unos tarugos.
—¿Unos... qué?
—Mejor no te digo lo que significa. Steve está delante de mí.
Escuché a mi hermano protestar. Mi madre le dijo que se callara y volvió al teléfono.
—Tengo que colgar. Vamos a ir a ver a tu hermana y al pequeño Owen.
—Dile que la llamaré en unos días.
—Está bien. Te quiero, cielo. Un beso. Te quiero. Te qui...
—Y yo a ti, mamá. Cuídate.
—¡Come sano y abrígate!
Colgué el teléfono y me quedé mirando a Naya, que estaba sonriendo con aire divertido.
—Tengo mucha curiosidad por conocer a tus padres —me dijo.
—Pues no deberías —le aseguré—. Creo que mi madre no va a superar en mucho tiempo eso de haberse quedado sola con los chicos.
—¿Con los chicos?
—Mis tres hermanos mayores y mi padre —le dije, sentándome en la cama.
Ella levantó las cejas.
—¿Tienes tres hermanos mayores?
—Cuatro. Pero la mayor es una chica y vive con su hijo en su propia casa.
—Yo no sé qué habría hecho con cuatro hermanos mayores. Si siendo solo dos, Chris y yo nos pasábamos el día peleando... —murmuró, comiendo golosinas de una bolsita.
—Créeme, había peleas. Muchas.
—Pero debe de ser divertido, ¿no? Es decir, quitando todo lo de las peleas y las discusiones.
—Sí, lo es. —Sonreí un poco.
La verdad es que los echaba de menos. Ellos siempre habían sido más lanzados que yo. Shanon especialmente. Ella se habría plantado en clase esa mañana y habría hecho diez amigos. Yo no había hablado con nadie. Y eso que me había propuesto hacerlo.
Además, era muy raro no tener a nadie que me molestara o se metiera conmigo. Cuando estaba en casa, solía odiarlo, pero solo había pasado un día fuera y ya lo echaba de menos.
—¿Qué harás esta noche? —me preguntó, mirándome.
—Ni idea. Tumbarme a ver la vida pasar, supongo.
—Suena a planazo.
—Lo sé.
—Yo creo que iré a ver a Will.
—Tenéis mucho tiempo que recuperar, ¿eh? —bromeé, sonriendo.
Ella me lanzó una almohada, avergonzada. Se la devolví y me tumbé en la cama, repiqueteando los dedos en mi estómago.
—A Will se le ve muy enamorado. Y a ti también.
—Lo estoy —me aseguró.
Pensé en Monty y en mí mientras escuchaba que ella rebuscaba en su bolsa de golosinas. No pude evitar preguntarme si esa sería la impresión que tenían los demás sobre nosotros cuando nos veían. Era cierto que no era muy cariñosa con él, pero él tampoco lo era conmigo. Eso también era aceptable en una pareja, ¿no? No hacía falta besarse todo el rato para saber que era mi novio y que le tenía aprecio.
—¿Cómo os conocisteis? —le pregunté, mirándola.
Ella sonrió un poco.
—Fue bastante simple. Mi padre y el suyo son muy amigos. Cuando mis padres se divorciaron, nos encontramos en un restaurante y se detuvieron para hablar. Mientras lo hacían, Will y yo también empezamos a charlar. Terminó pidiéndome mi número, yo se lo di, quedamos y..., bueno, lo demás es historia.
—¿Y ya? ¿Así de fácil? —Fruncí el ceño.
—Sí, la verdad es que esa parte no fue muy complicada.
—¿Y qué parte fue complicada?
—Bueno..., cada pareja tiene sus baches.
—No puedo imaginarme a Will discutiendo con nadie. Parece tan... tranquilo.
—La verdad es que mis discusiones no solían ser con él. Al menos, no en su origen.
—¿Y con quién eran?
Lo pensó un momento e hizo una mueca.
—Es una historia muy larga —me aseguró—. Es que, antes de venir aquí, Ross, Will, yo y otra chica íbamos al mismo instituto y éramos un grupo de amigos bastante unido. La otra chica y yo éramos muy amigas, pero cuando discutíamos..., solía pagarlo con Will.
—Sigo sin imaginaros discutiendo.
—Pues deberías vernos cuando nos enfadamos el uno con el otro. —Suspiró—. Por suerte, después de las broncas vienen las reconciliaciones.
—Monty y yo siempre nos reconciliamos al cabo de unos minutos —reflexioné.
—¿Discutís mucho? —preguntó, extrañada.
—Eh..., algunas veces.
Muchas, demasiadas. Casi cada vez que nos veíamos. Pero no quería hablar de eso.
—Pero lleváis muy poco tiempo juntos, ¿no? —Me miró.
—¿Cuatro meses es poco? Pues es mi relación más larga...
—Si estás con la persona adecuada, el tiempo pasa volando. —Hizo una mueca—. Por Dios, qué cursi he sonado. He tomado demasiado azúcar.
Empecé a reírme mientras ella revisaba el móvil sonriendo. Coincidió con el instante en que comenzó a sonar, y respondió.
—¿Sí? Ah, hola, amor. —Sonrió como una niña pequeña—. Estoy en mi habitación, sí. ¿En serio? Eres el mejor. Un momento.
Se separó del móvil y me miró.
—¿Te apetece ir a ver a unos amigos de Ross que tienen una banda?
Abrí la boca para responder, pero ella ya estaba dirigiéndose al móvil de nuevo.
—Jenna viene. ¿Una hora? Genial. Nos vemos, cariño.
Colgó y vio cómo la miraba.
—Vamos, incluso Sue va a venir —protestó—. Y eso que separar a Sue de su cama no es fácil. Solo sucede unas pocas veces al año.
—Es difícil decirte que no, ¿eh? —le dije, poniéndome de pie para ir a darme una ducha.
—Casi imposible —me aseguró ella—. Date prisa o no tendré tiempo para ducharme.
Cuando terminé, ella entró en el cuarto de baño y yo miré mi armario. ¿Qué había dicho que íbamos a hacer? ¿Ver a una banda? Entonces iríamos a algún bar. Nunca había ido a ver una banda en directo. Ni siquiera había ido a un concierto.
Dios, Ross tenía razón. No había hecho nada.
Para mi sorpresa, Naya tardó muy poco en ducharse y, cuando salió, me ayudó a elegir qué ponerme. Al final, ella se puso una falda negra y yo unos pantalones rotos con un jersey.
No fue tan rápida maquillándose. Yo ya estaba lista desde hacía un buen rato mientras ella se retocaba el pintalabios en el espejo de mi armario. De hecho, llamaron a la puerta y todavía no estaba lista. Suspiré y abrí.
Ross me miró con cara de aburrimiento.
—No es por meter prisa —dijo lentamente—, pero Sue se está poniendo nerviosa. Y yo no pienso responsabilizarme de lo que le haga a Will ahora que están solos.
Sonreí y señalé mi espalda.
—Naya se está...
—¡Me estoy maquillando, pesado! —gritó ella desde mi armario.
Él suspiró y apoyó la cabeza en el marco de la puerta, mirando mi jersey rojo por un breve momento.
—¿Por qué me da la sensación de que ya he vivido esto? —me preguntó, levantando la vista—. Ah, sí, porque pasa cada vez que queremos salir.
—Cállate, Ross —masculló Naya.
Sonreí, divertida.
—Puedes intentar convencerla de que no necesita retocarse. —Le abrí la puerta del todo—. Yo ya lo he intentado.
—No, tengo un método más efectivo. —Asomó la cabeza—. ¡Si en cinco minutos no estás lista, nos iremos sin ti y no pienso decirte si Will mira a las chicas del bar!
De pronto, Naya apareció con una sonrisa inocente.
—Lista —anunció.
La vimos dirigirse a las escaleras felizmente y detenerse a mitad de camino para mirarnos.
—¡Venga, o llegaremos tarde!
Desapareció por las escaleras y Ross negó con la cabeza.
—¿Has pensado en ser profesor alguna vez? —le pregunté, cerrando la puerta y metiendo la llave en mi bolso—. Tienes mucha autoridad.
—Y mucha falta de vocación —me aseguró.
Me puse la chaqueta y lo seguí hacia la salida de la residencia. Chris levantó la cabeza y fulminó a Ross con la mirada.
—Han sido más de veinte segundos —protestó, señalando su móvil.
Madre mía, ¿había puesto un cronómetro para esa tontería?
—Vamos, Chrissy, las visitas cortas están permitidas —dijo Ross.
—Que no me llames Chrissy. —Se puso rojo—. Además, ¡en el momento en que oscurece fuera, se considera horario nocturno! Y no debe haber visitas sin planificar por la noche, Jennifer.
Me miraba como si yo tuviera la culpa de todos los problemas de su vida.
—Si solo han sido dos minutos —murmuré, incrédula.
—La ley es la ley y debe respetarse —dijo él, sentándose con el ceño fruncido.
Mientras salíamos, Ross puso los ojos en blanco.
—La ley es la ley y debe respetarse.
No pude evitar reírme a carcajadas. Chris lo había oído y nos miraba con mala cara.
Mientras, Sue sacaba la cabeza por la ventana.
—¿Y si aceleráis el paso? —sugirió de malas maneras.
Cuando subí a la parte trasera y me senté entre ella y Ross, entendí por qué estaba molesta. Naya y Will se estaban besando como si ella no estuviera presente.
—Podemos irnos cuando terminéis, ¿eh? —les dijo Ross—. Sin prisas. Solo llegamos media hora tarde.
—Perdón. —Will sonrió y luego arrancó—. Hola, Jenna.
—Hola, Will —saludé, y luego miré a Naya—. Has estado media hora retocándote el pintalabios para arruinártelo en dos segundos.
—Ha valido la pena —me aseguró con una sonrisa resplandeciente.
El bar estaba cerca del campus, pero como estaba lloviendo agradecí ir en coche. Will encontró aparcamiento rápidamente. Una vez dentro del local, vi que había bastante gente mirando hacia el mismo lugar. Al instante, divisé al cantante de la banda. Un chico con voz chillona y la cara llena de granos. Estaba junto a otro que tocaba la guitarra y otro chico que aporreaba un piano. La música no era muy buena. Por no decir que era bastante mala.
—¿Ese es tu amigo? —le pregunté a Ross.
—Sí. —Sonrió orgulloso—. ¿A que es bueno? Practica continuamente.
—Sí —dije enseguida, acercándome a la mesa que había elegido Naya—. Se... mmm... se nota.
—¿Qué es lo que más te gusta de ellos?
—Eh... —Me apresuré a pensar algo—. La originalidad.
—Lo sé. Nunca habías oído algo así, ¿verdad?
—No. Desde luego que no.
Ross se detuvo junto a la mesa, mirándome, y yo hice lo mismo, confusa. Entonces empezó a reírse a carcajadas.
—No tengo ni idea de quiénes son, pero espero que no quieran dedicarse a esto o pasarán hambre.
Entreabrí los labios, avergonzada.
—¡Eso ha sido... innecesario! ¡Estaba intentando no ofenderte!
—Dudo que pudieras ofenderme, querida Jenna.
—Bueno, déjalo, ¿y dónde está la banda que conoces?
—Tocan después de estos profesionales.
Me senté en una silla libre y él se dejó caer en la que tenía al lado. Noté su mirada burlona clavada en mi perfil.
—Mientes muy mal —añadió.
—No miento mal —protesté, irritada.
Mi madre me había dicho lo mismo. ¿Tan mal lo hacía?
Sí.
Gracias, conciencia.
—¿Cuándo empiezan ellos? —preguntó Naya, leyendo la carta del bar con una ceja enarcada.
—Se supone que tenían que haber empezado hace treinta y cinco minutos —dijo Will—. Habrán llegado tarde.
—Qué novedad —dijo Ross en voz baja.
El camarero vino poco después y todos pedimos una cerveza, menos Naya, que pidió un cóctel, y Sue, que no pidió nada. Sin embargo, vi que sacaba una botella de agua de su mochila.
—¿No te gusta la cerveza? —le pregunté, intentando que no estuviera tan al margen de nuestra conversación y no se sintiera sola.
Ella me dedicó una mirada recelosa, se apegó a su botella de agua y entornó los ojos.
—No te daré de mi agua.
—No... no te lo he pedido —le dije, confusa.
—Si te veo bebiendo de mi agua, te vas a arrepentir.
Me quedé mirándola con los ojos muy abiertos antes de girarme hacia los demás, que contenían sonrisas.
—Parece que ya salen —comentó Naya, señalando el pequeño escenario.
Efectivamente, el grupo actual bajó y apareció otro grupo de tres chicos. No sé cuál de ellos me causó una peor impresión. El primero en subir al escenario lanzó el piano eléctrico al chico del otro grupo que lo había tocado, que lo agarró como pudo, y dos camareros le ayudaron a subir su batería. Otro enchufó una guitarra eléctrica a un altavoz y el último, un chico con un chaleco vaquero abierto y sin camiseta, se colocó detrás del micrófono.
—Van vestidos de forma... peculiar —comenté.
—¿Van vestidos? —me preguntó Ross.
Me dio la impresión de que los miraba con cierta mala cara, aunque no entendí por qué. Después de todo, se suponía que eran amigos suyos, ¿no?
Al instante en que la banda empezó a tocar, tuve la tentación de taparme los oídos. Básicamente, eran berridos del cantante acompañados del guitarrista y del batería. La mayoría de los clientes del bar los miraban con muecas de disgusto. Por suerte, a los veinte minutos, hicieron una pausa.
—¿Te gustan? —me preguntó Will, divertido, al ver mi cara.
—Eh... —No sabía ni qué decir.
—Son horribles —me dijo Ross—. Puedes decirlo. Todos lo pensamos.
—Las chicas de la primera fila no lo piensan —aseguró Naya.
Las miré. Había un grupo de unas cinco chicas que llevaban camisetas con la cara del cantante en ellas. Y el aludido todo el rato las señalaba mientras interpretaba sus canciones. Eran las únicas que aplaudían a la banda. El resto del local los mirábamos con una ceja enarcada.
Cuando la banda bajó del escenario para descansar y los del bar pusieron música de la radio, lo agradecí enormemente. Los demás también parecían un poco cansados de oír a aquel grupo.
Bueno, no todos.
—Me ha gustado —comentó Sue de repente.
Creo que todos nos giramos hacia ella a la vez y con la misma cara de perplejidad.
—¿Que te ha gustado? —repitió Naya, incrédula.
—Me gustan las cosas feas, mal hechas y horribles.
Mientras lo decía, vi que dos de los miembros de la banda se iban con el grupo de chicas, pero el cantante vino directo hacia nosotros. Tenía el pelo un poco largo, por encima de los hombros, y un tatuaje de un corazón en la cadera.
—¿Qué tal? —preguntó, mirando directamente a Ross—. ¿Te ha gustado?
—Fascinante —le dijo él.
—Sí, ¿verdad? —Sonrió, y miró al resto del grupo—. ¿Y a vosotros?
Will y Naya dudaron un momento antes de asentir sin mucho convencimiento. Sue lo miró con desprecio, como hacía con todo el mundo. Finalmente, me tocó a mí, que intenté sonreír.
—Ha estado bi...
—¿Y tú quién eres? —me interrumpió, sonriendo—. Creo que no te tenía fichada.
—Normal, no soy una ficha. —Fruncí el ceño.
Vi que Ross bebía para ocultar una sonrisa.
El cantante hizo caso omiso y arrastró una silla hasta que quedó entre Ross y yo, apoyando un brazo en cada silla. Tras eso, me sonrió ampliamente.
—Me llamo Mike —se presentó—. Soy el hermano de este idiota.
Parpadeé un momento, confusa, antes de mirar a Ross.
¿Su hermano? Venga ya.
Aunque, ahora que lo decía..., sí. Era cierto. Tenían algún parecido. No en altura —Ross era mucho más alto—, ni en carácter —por lo poco que había visto de ambos—, ni tampoco en el pelo —Ross lo tenía algo más corto—, pero sí en los ojos claros y las facciones.
—¿Sois hermanos? —pregunté, incrédula.
—Desgraciadamente, sí —dijo Ross.
—No se parecen en nada —me aseguró Will.
—¿Cómo te llamas? —me preguntó Mike.
—Nada que a ti te importe. —Ross atrajo su atención—. Ya he cumplido, así que dile a mamá que no tengo que venir a ver esta mierda hasta dentro de un año.
—Mamá estará muy contenta al saber que me has traído nuevos fans —aseguró Mike sonriendo—. Deberías apoyar más a tu hermano mayor, Ross.
—Lo haré el día que hagas algo que valga la pena apoyar.
Levanté las cejas, pero Mike se limitó a reír.
—¿Es tuya? —le preguntó, señalándome con la cabeza.
Oh, no, eso sí que no.
—No soy de nadie, gracias —le dije secamente—. Y si fuera de alguien, sería de mi madre, que para eso me parió.
Ross me sonrió mientras su hermano se giraba hacia mí con expresión sorprendida.
—No hace falta ponerse así, solo bromeaba.
—No la molestes —le dijo Naya, poniendo los ojos en blanco—. Eres muy pesado, Mike.
—¿Y vosotros dos seguís juntos? —les preguntó a ella y a Will—. Por Dios, disfrutad un poco de la vida.
—Aplícate esa norma a ti mismo —le dijo Will sin inmutarse.
—Yo disfruto de la vida —aseguró él, sonriendo—. De hecho, esta noche voy a disfrutarla con una de las chicas que llevan mi cara en sus camisetas. Si tengo suerte, quizá lo haga con dos o tres.
—Muy encantador... —Naya bebió.
—Siempre he tenido un don para caer bien —aseguró Mike, mirándome—. ¿Quieres una camiseta firmada?
—Nadie quiere una camiseta tuya firmada —le dijo Naya.
—Te aseguro que esas chicas la quieren. —Sonrió Mike—. Bueno, ha sido un placer hablar con vosotros, pero tengo que atender a mis fans.
Dicho esto, se puso de pie y se acercó al grupo de chicas con una sonrisa de oreja a oreja. Vi que Naya negaba con la cabeza.
—Veo que no te cae muy bien —comenté.
—No lo soporto —dijo ella—. Lo siento, Ross, pero...
—No te preocupes, siento lo mismo.
—¿Y qué hacemos aquí? —pregunté, confusa.
—Mi madre quiere que venga a verlo, al menos una vez al año. —Ross suspiró.
—¿Cómo están tus padres? —preguntó Will, mirándolo.
—Bien, como siempre. —Se encogió de hombros—. Mi madre sigue pintando líneas en un lienzo y llamándolo arte abstracto, y mi padre sigue leyendo para no morirse de aburrimiento.
—¿Tu madre es pintora? —pregunté, sorprendida.
A mí solía gustarme mucho la pintura. Ni siquiera recordaba por qué había dejado las clas... Aah, sí. Mis padres se habían quedado sin dinero para pagármelas porque se lo habían gastado todo en el taller de mis hermanos.
¡Pero seguía siendo emocionante saber de una pintora!
—Eso se llama a sí misma. —Ross me sonrió antes de mirar a su hermano—. Aunque está claro que lo de ser un artista no es hereditario. Mike lo ha demostrado esta noche.
En el viaje de vuelta, Ross decidió conducir porque Will había preferido sentarse detrás con su novia. A Sue no le había hecho mucha gracia ese cambio. Ahora, los miraba con cara de asesina cada vez que Naya la rozaba para achucharse con su novio.
Menos mal que yo había conseguido sentarme delante.
Ross se detuvo delante de su edificio y los demás —Naya entre ellos— bajaron sin decir nada.
—¿Te llevo? —me preguntó él al ver que dudaba.
Dudé un momento, pero lo cierto era que no tenía dinero para un taxi. Además, me fijé en el detalle de que no había ido al aparcamiento, sino que había dado la vuelta al edificio para poder acompañarme.
Eso me gustó más de lo que hubiera querido admitir.
—Si no te importa.
Él no dijo nada, pero aceleró.
Era de esas personas que, cuando conducían, hacían que apreciaras cada segundo que pasabas en tierra firme. Intenté no ponerme nerviosa cuando vi que adelantaba a un coche, giraba sin frenar y pasaba un semáforo en ámbar. Me había acostumbrado demasiado a la lenta forma de conducir de Monty.
—¿Qué pasa? —me preguntó al ver que me agarraba al asiento de una forma que yo creí que era disimulada... hasta ese momento.
—Que conduciendo me recuerdas a mi hermano mayor.
—¿Y eso es bueno?
—Parece que tenéis las mismas ganas de desafiar la suerte y tener un accidente.
Él pareció divertido, pero frenó un poco.
—¿Qué tal tu primer día de clases? —me preguntó, y me solté del asiento cuando vi que por fin usaba los intermitentes y respetaba las señales de tráfico.
—Regular. Presentaciones y profesores aburridos. Mala combinación. ¿El tuyo?
—Yo no he tenido presentaciones. Es mi segundo año.
—¿No has cambiado de profesores?
—Técnicamente, yo no estoy haciendo una carrera. Solo dura dos años. Son los mismos profesores y alumnos que el año pasado.
—Oh.
Él estaba en su último año y yo acababa de empezar. Me sentía como si tuviera diez años.
—¿Y qué harás cuando termines este año? —pregunté, curiosa.
—Supongo que lo sabré cuando termine este año. —Sonrió, divertido.
—¿No tienes nada pensado? —pregunté con los ojos muy abiertos.
Yo no podía imaginarme mi futuro sin, al menos, un poco de planificación.
—Sí. Tengo pensado acabar el año. Después, improvisaré.
Ya me gustaría a mí ser así de positiva.
—¿Y tú qué tienes pensado cuando termines tus magníficos años de filología?
—Pues... espero tenerlo claro para entonces —murmuré—. En el peor de los casos, me veo a mí misma enseñando a niños de catorce años a diferenciar determinantes de adverbios.
—Un futuro esperanzador.
—Espero no terminar así —le aseguré.
—¿Y no hay nada que te guste? De estudios, digo.
—Nada especialmente.
—Pero... eso es imposible. Tiene que haber algo que te llame la atención. Aunque sea un poco.
Lo pensé un momento. La pintura me vino a la mente y también el atletismo, pero no parecían opciones muy realistas.
—No hay nada.
—¿Y qué se supone que has estado haciendo los últimos dieciocho años de tu vida?
—Pues... intentar sobrevivir entre mis hermanos, aprobar cursos y ahorrarme broncas de mi madre.
Visto así, mi vida sonaba aburridísima.
—Tiene que haber algo. Siempre lo hay. Quizá todavía no lo has encontrado.
—Espero que sea eso.
Detuvo el coche delante de mi residencia mientras yo me quitaba el cinturón y me ponía la chaqueta.
—Gracias por traerme. —Le sonreí.
—No hay de qué, chica sin hobbies.
Le puse mala cara.
—¿No se te ha ocurrido ningún apodo peor?
—Todavía no, pero solo dame tiempo. —Miró un momento mi jersey—. Por cierto, te sienta bien el rojo.
Me miré a mí misma. El jersey ni siquiera era mío. Era de mi hermana; se lo había robado antes de irme, a escondidas. No solía gustarme ponerme cosas tan llamativas, pero cuando lo dijo, curiosamente, yo también me vi bien en él.
—Buenas noches. —Ladeó la cabeza.
—Buenas noches, Ross.
Bajé del coche y, casi al instante, sin saber muy bien por qué, tuve la imperiosa necesidad de volver atrás. Me di la vuelta y vi que él también seguía mirándome. El silencio que se instaló entre nosotros fue un poco extraño y, algo nerviosa, me obligué a preguntar algo, lo que fuera.
—Y... ¿cuándo será la próxima clase de cinefilia? —Fue lo primero que se me ocurrió.
Él sonrió ampliamente.
—Cuando tú quieras.
—¿Y si quiero que sea a las dos de la madrugada?
—Siempre tengo tiempo para ti —bromeó.
—Entonces, cuando Naya vuelva a arrastrarme a vuestra casa.
—Estaré esperando muy impacientemente.
Sonreí, me di la vuelta de nuevo, y esa vez sí que seguí andando. Al entrar en la residencia, vi que Chris no estaba en su lugar. Bueno, era tarde. Supuestamente, él ya debía de estar en su habitación. Subí las escaleras distraídamente y me detuve en seco en medio del pasillo cuando vi a Mike, el hermano de Ross, saliendo de la habitación que había frente a la mía. Estaba gritando algo a una chica que lo empujaba, tirándole el chaleco a la cara.
—¡Fuera! —le gritó ella con ganas.
—¡Pues vale! ¡Ni siquiera estás buena!
Ella le cerró la puerta en la cara de un golpe. Mike, por su parte, se agachó para subirse los pantalones, que tenía por los tobillos, y levantó la cabeza mientras se ponía el cinturón. Me miró un momento antes de sonreír.
—Tú estabas con mi hermano, ¿no?
Lo peor es que hablaba tan normal como si no lo acabara de encontrar con los pantalones a la altura de los tobillos.
—Sí —dije—. Y tú estabas con la chica que acaba de echarte a patadas, ¿no?
—Hay gente que no sabe aceptar una broma. —Miró la puerta con el ceño fruncido—. Solo he dicho que la chica de la foto estaba más buena que ella. ¿Qué culpa tengo yo de que fuera su hermana pequeña? En fin, hay gente muy amargada por la vida.
Pasé por su lado, negando con la cabeza, y metí las llaves en el picaporte de mi puerta. En menos de un segundo ya estaba apoyado en la pared que tenía al lado, mirándome con una sonrisita maliciosa.
—¿Y qué haces tú tan solita? —me preguntó, levantando y bajando las cejas.
—Ahora mismo, irme a dormir.
—¿Dormir? ¿Ya?
—Mañana tengo clase.
—¿Y necesitas compañía?
—No.
—¿Estás segura?
—Sí.
—No me has dicho cómo te llamas.
—Jenna.
—Eres un poco antipática, Jenna.
—Ah.
—Yo soy...
—Mike, lo sé.
—¿Has preguntado por mí? —Sonrió, encantado.
—Tu hermano te ha llamado así varias veces.
Él puso cara de confusión absoluta, como si intentara recordarlo, pero entonces su móvil sonó y esbozó una amplia sonrisa, olvidándose del tema.
—Bueno, Jenna, lo siento..., pero me ha salido otro plan —me dijo, señalando el mensaje de una chica—. Tú te lo pierdes.
—Lloraré toda la noche —le aseguré.
Mike me guiñó un ojo y se marchó alegremente, como si nada. Yo me limité a mirarlo unos segundos antes de sacudir la cabeza y entrar por fin en mi habitación.
3
Superhéroes
—Superhéroes —repetí, mirando lo que tenía en la mano.
Ross me quitó el cómic y lo miró. Vi que se le fruncía un poco el ceño por la indignación.
—¿A qué ha venido ese tono de aburrimiento, jovencita?
—¿Qué tono de aburrimiento? —No lo cambié en absoluto.
—Que te burles de los superhéroes hace que me gustes un poco menos.
—Vaya, me gustaba gustarte.
—Sigues gustándome. Aunque tus gustos sean horribles.
—Por eso debes gustarme tú, entonces —bromeé.
Él me miró de reojo con media sonrisa y luego me enseñó la portada del cómic que me había quitado.
—No es cualquier superhéroe. —Señaló con un dedo al señor con un martillo que aparecía dibujado en la portada—. Es Thor.
—¿Y qué tiene nuestro pequeño Thor de especial?
—Para empezar, no es pequeño.
—Eso no lo sabes.
—Sí lo sé.
—¿Lo conoces?
—No, pero lo sé. Me lo dice mi corazón oscuro. Además, no necesita ser alto porque es un dios.
—Un dios —repetí, enarcando una ceja.
—Y nórdico.
—Madre mía, creo que me voy a desmayar de la impresión.
Él entornó los ojos.
—Deberías tener un poco más de respeto por los superhéroes. Nunca sabes cuándo puede aparecer un Thanos en tu vida.
No sabía quién era ese, pero supuse que sería un villano, así que lo dejé rumiando solo y seguí paseando por la tienda, mirando los tomos sin entender muy bien qué veía. Naya estaba mirando unas cuantas figuras de acción. Solo reconocí a Spiderman.
Hacía ya dos semanas que estaba ahí con ellos, pero me sentía como si hubieran pasado dos días. Entre las clases, los trabajos y..., bueno..., básicamente, vivir, no había tenido tiempo de casi nada. Apenas había hablado con mi familia o con Monty.
Y, curiosamente, esto me estaba encantando.
Quizá la parte de la familia no tanto, pero me lo estaba pasando realmente bien con ellos. Especialmente con Ross, aunque eso no se lo diría, claro. Era lo último que necesitaba su ego ya de por sí demasiado hinchado. Además, Will también me caía genial. Naya era increíble. Y Sue... Bueno, al menos, ya no me ponía mala cara. Era un avance.
—¿A ti también te gustan estas cosas? —pregunté a Naya, que seguía mirando las figuritas de acción.
—Cuando empecé a salir con Will, fingí que me gustaban para hacerme la interesante y al final terminaron gustándome de verdad —me dijo, mirando una figura de una chica azul—. ¿Qué te parece esta de Mystique?
—Preciosa. Muy azul. Dile que vaya a un dermatólogo.
—No te burles. —Me dio un ligero codazo, divertida.
Seguí mi camino y vi que Will estaba hablando con el dependiente, así que decidí no molestarlo. En su lugar, me centré en Ross, que estaba inclinado sobre una estantería, pasando los dedos por los cómics y haciendo muecas.
La verdad era que, visto desde atrás..., no estaba mal.
Es decir, no era mi problema, pero no estaba mal.
¿Tendría novia?
Bueno, eso tampoco era mi problema.
Pero... ¿la tendría?
Decidí no pensar en eso y me centré en él, que no sonrió cuando me escuchó llegar. De hecho, me miró con rencor.
—¿Has vuelto para seguir burlándote?
—Nunca me burlaría de algo que te gusta, Ross, querido.
—Me gusta eso de «Ross, querido». —Esta vez sí sonrió.
Agarré el cómic que acababa de dejar con los demás.
—¿Y no te gusta el... Linterna Verde este?
—Ese lo tengo en casa.
—¿Cuántos tienes?
—Demasiados. De pequeño los coleccionaba.
—¿Y ahora?
—Ahora los compro por entretenimiento.
—Se me ocurren cosas mejores para entretenerte.
—Y a mí, pero dudo que aceptes hacerlas.
Le puse mala cara.
—Mis dos hermanos mayores, Shanon y Spencer, también solían gastarse todo el dinero que tenían en estas cosas. Pero no eran así... de superhéroes. Eran más infantiles. Creo que se llamaban... eh... ¿Toc top?
—Tip top —me corrigió él, mirándome con una sonrisa—. Pero buen intento.
—Oh, ¿los leías?
—No eran mi fuerte.
—Lo tuyo son los superhéroes, ¿no?
—Sí. Son mis favoritos.
—¿Y cuál es tu superhéroe favorito?
Él lo pensó un momento, dejando un cómic de la Liga de la Justicia en la mesa. Lo agarré y miré su portada con el ceño fruncido.
—Thor, Batman y Spiderman.
—Thor está bueno —dije, señalando un cómic en el que salía en la portada.
—Acabas de hacer que me guste un poco menos.
—No te pongas celoso, Ross. Tú no estás mal.
—Vaya, muchas gracias.
—Pero, vamos, seamos realistas. No puedes compararte con un dios nórdico.
—Es verdad. El pobre saldría perdiendo.
Le sonreí y me puse a hojear el cómic sin llegar a leer nada.
—¿En la liga esta... solo hay una chica?
—Sí. La Mujer Maravilla.
—¿Cómo demonios puede luchar con eso puesto sin que se le salga una teta?
—Admito que nunca me lo he preguntado.
—Me gusta este cómic. —Lo señalé—. Creo que volveré algún día a comprármelo.
—Dame eso. Ya te lo compro yo. Regalo de bienvenida.
—Ross, llevo dos semanas aquí.
—Pues dile a la gente que te lo regalé el primer día. Nunca sabrán nuestro oscuro secreto.
Iba a negarme, pero huyó con el cómic al otro lado de la tienda antes de que pudiera protestar.
Me acerqué al escaparate del local, pasando por el lado de Will, y me quedé mirando el exterior. Estaba lloviendo otra vez, por eso habíamos entrado en esa tienda. Me gustaba la lluvia, me recordaba a casa, donde llovía incluso en verano. Pero en ese momento estaba siendo un poco molesta.
Media hora más tarde, Will propuso volver a casa —es decir, a su casa— para cenar algo. Hubo un instante de silencio cuando todo el mundo me miró para saber si yo quería ir. Accedí al instante. Sinceramente, la perspectiva de cenar yo sola en la residencia era un poco deprimente. Además, quería ir con ellos.
Cuando llegamos al piso, yo tenía la sudadera empapada porque había sido la única idiota que no había llevado una chaqueta adecuada. Ross había intentado cubrirme un poco con la suya, pero de poco había servido.
—Creo que voy a necesitar una toalla —murmuré, entrando en el piso.
Ross se lo estaba pasando en grande viendo mi desgracia. De hecho, se reía abiertamente de mí.
—Deja de reírte y dale una toalla. —Will le puso mala cara.
Los demás se quedaron en el salón. Sue debía de estar en su habitación, porque no la vi. Lo cierto era que esa chica me causaba mucha curiosidad.
Ross se detuvo en el cuarto de baño y me lanzó una toalla que, claro, me cayó al suelo y tuve que recoger mientras se reía de mí otra vez, el pesado.
—¿Quieres una sudadera seca? —me preguntó, viendo que la mía estaba empapada.
—Te lo agradecería.
Ya en su habitación, me quité mi sudadera empapada y la dejé en el suelo. Mientras él rebuscaba en su cómoda, aproveché para secarme el pelo húmedo con la toalla.
—Seguro que mi madre está convulsionando ahora mismo en casa —murmuré—. Siempre me dice que me ponga ropa adecuada, y yo siempre le contesto que soy una adulta y que no necesito sus consejitos. Acabo de demostrar que sí los necesito.
—Pero eso ya lo sabíamos, ¿no?
—¿A que me seco el pelo en tus sábanas?
Él se rio, sacando una sudadera y dejándola a un lado. Después siguió buscando.
—Siempre hablas de tu familia como si tu madre fuera histriónica —murmuró.
—No lo es. Bueno, al menos, no está confirmado. Pero se preocupa mucho. Muchísimo. Demasiado.
—¿Y eso es malo? —Sacó otras dos sudaderas y las dejó en la cama—. Elige la que quieras. Son las más pequeñas que tengo.
Me acerqué y las examiné concienzudamente.
—No es malo —continué la conversación—. Pero puede llegar a agobiar. ¿Tu madre no te llama continuamente para saber cómo estás?
Unos segundos más tarde, todavía no me había respondido. Levanté la mirada, confusa, y me quedé clavada en mi lugar cuando vi lo que estaba haciendo. Me estaba mirando de arriba abajo.
Sí, me estaba dando un repaso. Ross. A mí.
En ese preciso momento fui consciente de que solo llevaba una camiseta interior de tirantes —demasiado apretada para mi gusto—, que se estaba transparentando con la humedad.
Al menos, llevaba mi sujetador favorito. Menos mal.
Aunque eso no debería importarme.
Él volvió los ojos a mi cara como si no hubiera pasado nada. No parecía muy avergonzado. Creo que no se dio cuenta de que lo había pillado.
—¿Mi madre? —repitió, retomando la conversación—. No, ni de lejos.
—¿Te llama poco?
Levanté la sudadera azul y la devolví a su lugar, poco convencida.
Me resistí a darme la vuelta, pero admito que me estaba preguntando si volvía a mirarme. Y, por algún motivo que no comprendía, la idea no me desagradó del todo.
—No lo hace mucho —murmuró, metiéndose las manos en los bolsillos—. Pero nunca ha sido de las que llaman constantemente para saber cómo estás.
Me dio la sensación de que no era un tema de conversación demasiado fascinante para él, así que volví a centrarme en su ropa. Al final, opté por la sudadera roja y se la enseñé con una amplia sonrisa.
—No sé por qué, pero me imaginaba que cogerías esa —me dijo, negando con la cabeza.
Tenía la silueta negra de Pumba dibujada en el centro.
—Es la elegida —confirmé.
Y, claro, lo miré de forma significativa para que me dejara sola y pudiera cambiarme. Pero él solo me miraba felizmente con las manos en los bolsillos.
—¿A qué esperas? —preguntó, confuso—. ¿A que aplauda?
—No. A que te vayas.
—¿Yo? ¿Por qué? Quiero quedarme.
—¡Me tengo que cambiar!
—Pues precisamente por eso quiero quedarme.
—¡Ross! —me impacienté.
—¡Vale, vale!
Volvió al salón y yo aproveché para quitarme la camiseta interior y deslizarme dentro de la sudadera, que me iba un poco grande. El tejido calentito fue un verdadero alivio. Cuando me incliné hacia delante para ajustarme las mangas y que no me escondieran las manos, me di cuenta de que la prenda estaba impregnada de su olor. Y no me disgustó. De hecho, aunque nunca lo admitiría en voz alta, me gustó bastante.
Cuando me uní a los demás de nuevo, sonreí a Sue, que estaba en un sillón comiendo pizza con mala cara mientras Naya y Will hablaban sobre algo en uno de los sofás. Está claro que no me devolvió la sonrisa.
Ross estaba sentado en el otro sofá, así que me acerqué directamente a él y me senté a su lado.
—... deberías ir —le estaba diciendo Will a Naya en ese momento.
Ella arrugó la nariz y mordió una porción de pizza mientras yo agarraba una de la de barbacoa.
—No me puedo creer que te guste esa pizza —murmuró Ross.
Lo miré con la boca llena y mastiqué sonoramente, haciéndolo sonreír.
—¿Tienes algún problema con ella?
—Sí. Que es la peor pizza del mundo.
—Y tú la peor persona del mundo.
—Qué cariñosa eres siempre conmigo.
—¡Te estás metiendo con mi pizza favorita!
—¿Esa basura es tu favorita? Puaj.
—¿Puaj? ¿Puaj qué?
—Puaj, tienes un gusto pésimo.
—¡Tú sí que tienes un gusto pésimo!
—Hola, chicos —nos saludó Naya—. Me encanta ver que os lleváis tan tan tan bien, pero... ¡tengo un drama y me estáis ignorando!
Los dos la miramos.
—¿Qué pasa? —preguntó Ross.
—Mañana es el cumpleaños de una chica que me hacía la vida imposible en el instituto y, por algún motivo que no entiendo, me ha invitado. Pero no quiero ir.
—Deberías ir —le repitió Will—. Quizá quiere hacer las paces.
—O quizá quiere humillarte delante de todo el mundo para causarte un trauma de por vida, ¿quién sabe? —Sonrió Ross.
Will le dedicó una mirada bastante agria.
—Eso no ayuda.
—A mí nadie me ha pedido ayuda.
—Ni tu opinión —recalqué, sonriendo con dulzura.
—Eso lo doy gratis.
—¿Ves? —Naya sacudió la cabeza—. Incluso Ross lo piensa, cariño. No iré.
—Han pasado tres años desde que esa chica y tú no vais a la misma clase —le dijo Will—. En tus últimos años de instituto ni la veías. Puede haber cambiado mucho desde entonces.
—No lo creo —dijo ella.
—¿Por qué no? —pregunté.
Naya suspiró y me miró.
—¿No conocías a alguien en el instituto que era engreído, pesado y popular?
—Sí.
—¿Alguna vez hablaste con esa persona?
—Unas cuantas.
—¿Y qué hiciste?
—Salir con él. —Sonreí.
—Acabas de perder bastante credibilidad —me aseguró Ross.
—No es lo mismo —me dijo Naya—. Esa chica estuvo cuatro años de instituto metiéndose conmigo continuamente. No quiero ir a su fiesta. No quiero verla. Ni siquiera sé por qué me ha invitado. Ya ni me acordaba de su existencia. —Suspiró—. ¿Qué haríais vosotros?
—Dejarle una rata muerta en el buzón —murmuró Sue.
Últimamente, me había dado cuenta de que yo era la única que se sorprendía cuando decía esas cosas. Los demás se limitaban a aceptarlo como si fuera algo normal.
—Yo iría —dijo Will—. Seguro que quiere hacer las paces. Y te ayudaría a superar esa etapa de tu vida. Además, iría contigo si no tuviera planes.
—Lo sé, cariño. —Ella le acarició la mejilla—. ¿Ross?
—Yo no iría. —Ross se zampó lo que le quedaba de pizza y la miró—. La gente idiota no cambia.
—Qué pesimista —comenté, haciendo una mueca.
—Yo prefiero llamarlo realista.
—¿Y tú? —me preguntó Naya.
Lo consideré un momento.
—Yo iría —dije—. Lo peor que puede pasar es que te aburras.
—O que te humillen. —Ross sonrió al ver que Will lo miraba de mala manera.
—Si algo va mal, puedes irte —dije—. Tampoco es tan complicado, ¿no?
—Sí, me llevaré dinero para el taxi —murmuró ella, mirando a Will—. ¿Seguro que no puedes venir?
—Estaré ocupado hasta tarde y después estaré cansado para fiestas —le dijo él—. Pero te compensaré.
—Sé que lo harás.
Y empezaron a besuquearse. Sue y Ross pusieron los ojos en blanco a la vez.
La sudadera de Ross estaba en mi armario cuando lo abrí para buscar un pijama. No lo había visto desde la noche anterior. Tenía que devolvérsela cuanto antes o la tentación de quedármela iba a ser cada vez más fuerte.
Naya, a mi lado, estaba mirándose en el espejo. Parecía nerviosa.
—¿Seguro que no quieres que vaya contigo? —le pregunté.
—No. Es mejor que vaya sola. —Me sonrió—. Además, sé que prefieres quedarte.
—Si prefieres que te acompañe, no me importa ir.
Después de que ella hubiera sido tan amable conmigo esas dos semanas, no podía negarme si me lo pedía.
—No te preocupes. Además, ya debe de estar abajo.
—¿Han venido a buscarte?
Se ajustó el collar y me miró de nuevo.
—No. Es un taxi. No me queda otra.
—Si te aburres, llámame.
Me guiñó un ojo y abandonó la habitación, dejándome sola.
Me quedé mirando mi deprimente armario y, tras sopesar las posibilidades morales que eso pudiera implicar, decidí ponerme la sudadera de Ross. No pasaba nada si la usaba una noche más, ¿no? Me había gustado. Era suave. Total, nadie lo vería.
Con una sonrisa malvada, me la pasé por la cabeza, por encima del pijama de camiseta y pantalones cortos de algodón que llevaba. Menudo cuadro. Por no hablar de los calcetines gruesos de arcoíris. Menos mal que Monty nunca se había quedado a dormir en casa y nunca me había visto así.
Agarré el portátil y estuve un rato pasando apuntes a limpio mientras escuchaba música de fondo, hasta que me cansé y, por algún motivo, aunque dudé un momento, me acomodé en la cama y me puse a ver una película de ese tal Thor. Curiosamente, me gustó. Y no solo porque el protagonista fuera guapo. También por otras cosas. Aunque esa había sido una razón de peso, la verdad.
Puse otra. El Capitán América.
Mientras terminaba, ya estaba buscando otra.
No sé cuántas películas de superhéroes vi en una noche, pero cuando me quise dar cuenta, ya eran más de las dos de la madrugada. Al día siguiente no tenía nada importante que hacer, pero no podía seguir viendo películas hasta muy tarde. Me quité las lentillas, pero justo cuando iba a tumbarme para dormir, vi la bolsa de la tienda de cómics y rescaté el que Ross me había comprado.
Sorprendentemente, no estaba nada mal. De hecho, me lo terminé en tiempo récord, y ahí sí que me obligué a mí misma a apagar la luz, quitarme las gafas y tumbarme. Me quedé dormida pensando en superhéroes enmascarados y en mujeres con trajes demasiado incómodos para luchar.
Cuando volví a abrir los ojos, me dio la sensación de que apenas había pasado un segundo, pero eran las cuatro de la mañana. Parpadeé. ¿Qué era ese ruido? Me puse las gafas torpemente e intenté enfocar lo que tenía a mi alrededor. Mi móvil estaba sonando al lado de mi cabeza. Un número desconocido. Me aclaré la garganta, llevándomelo a la oreja.
—¿Sí?
—¿Puedes venir a buscarme?
Me desperté de golpe. Naya. Parecía haber estado llorando.
—¿Qué...? ¿Qué ha pasado? —pregunté mientras me sentaba y me ponía las botas rápidamente. De alguna forma, ya sabía que habría que ir a rescatarla.
—Es... ¿puedes venir, por favor? No tengo dinero.
—¿No te habías llevado dinero para el taxi? —pregunté, incrédula, abriendo mi cartera.
—Sí, pero... —Sorbió la nariz—. Es una larga historia. Estoy junto al puente. Bueno, junto a... un edificio amarillo muy feo.
—¿El puente?
Eso era casi media hora de coche. Iba a ser caro. Me puse de pie y dudé. Tenía el dinero justo para ir a buscarla, pero no para volver.
Pero no podía dejarla tirada.
¿Quizá Will...?
—No le digas nada a Will, por favor —gimoteó, casi como si pudiera leerme la mente—. No quiero que se preocupe.
—Naya, tengo que...
—Por favor, Jenna. Ni a Ross. Ni a nadie.
Cerré los ojos un instante.
Esperaba haber mejorado mintiendo.
—No diré nada.
—Oh, gracias... de verdad, Jenna. Gracias.
—No te muevas. Ahora llamaré a un taxi e iré.
—Vale. No me muevo.
—Llámame si pasa algo más.
—Está bien.
Sin dudarlo un solo momento, busqué a Ross en mi lista de contactos —el idiota se había guardado como «chico de los recados»— y lo llamé. Todavía no había usado su número. Esperaba que me respondiera, porque, si no, mi única alternativa era Will.
—Seas quien seas..., ¿sabes qué hora es? —preguntó al segundo pitido con voz adormilada.
—Necesito tu ayuda —dije con urgencia.
Tardó unos segundos en responder. Llegué a creer que me había colgado, pero entonces volvió a hablar.
—¿Jenna?
—Sí. Soy yo. ¿Puedes hacerme un favor?
—¿Qué pasa? —preguntó, bastante más sereno.
—Naya me ha llamado llorando para que fuera a buscarla, pero... eh... mira, no puedo explicártelo todo, pero ¿crees que podrías acompañarme a recogerla?
—¿Por qué no ha llamado a Will?
—Ha dicho que no quería que le dijéramos nada.
—¿Sabes lo que me hará si se entera de que no le he avisado?
—Lo mismo que me hará Naya a mí si Will se entera de algo.
Él suspiró.
—Deberíamos avisarlo.
—Ella me ha dicho que no.
—Bueno, pero una cosa es lo que diga ella y otra muy distinta es lo mej...
—Ross —lo corté—. Por favor.
Él estuvo un momento en silencio antes de suspirar.
—En cinco minutos delante de tu residencia.
—Gracias, gracias, gracias. Eres el mejor. —Solté todo el aire de mis pulmones.
—Bueno, eso ya lo sabíamos.
Sonreí y colgamos los dos a la vez.
Estuve esperando cinco minutos exactos en la puerta de la residencia hasta que vi que un coche negro se detenía delante de mí. Ross tenía cara de sueño cuando me subí a su lado.
—¿Ha pedido un taxi, señorita?
—Gracias por venir.
—No tenía nada mejor que hacer. —Se encogió de hombros—. Bueno, dormir era una opción, pero ¿quién quiere dormir pudiendo ir a rescatar a Naya?
—Los rescatadores —murmuré, divertida.
Se me había olvidado que conducía como si no le importara morir. Aunque en esa ocasión era lo mejor, porque así llegaríamos antes con Naya.
—¿Qué ha pasado? —me preguntó, curioso, a los pocos minutos.
—No me lo ha dicho. Pero sonaba bastante mal.
—¿Y por qué no quiere que Will se entere?
—La conoces más que yo, deberías decírmelo tú.
Me miró un momento con ironía aprovechando un semáforo en rojo. Vi que sus ojos iban de arriba abajo de mi atuendo. Luego esbozó una sonrisa burlona.
—Interesante elección de ropa.
Me miré a mí misma y noté que me ponía roja al darme cuenta de que todavía iba en pijama... y, por consiguiente, seguía llevando su sudadera.
Empezamos bien.
—Es... es que... no sabía qué ponerme —dije torpemente—. Pero... t-te la lavaré y... y te la devolveré, de verdad.
—Me fío de ti. —Sonrió.
—Es que...
—Puedes quedártela —me interrumpió.
Parpadeé, sorprendida.
—¿Eh?
—A mí me va pequeña. Y a ti te queda bien.
Dudaba mucho que le fuera pequeña. Solo lo decía para que la aceptara.
—Pero... es tuya.
—Ya no. Ahora es tuya. Acabo de dártela. Es tu responsabilidad, así que cuídala bien.
No pareció querer seguir discutiéndolo, así que desistí, un poco confusa. Pasamos un rato en silencio y él bostezó varias veces. Yo no tenía sueño. En absoluto. Miré por la ventanilla, nerviosa, y me puse aún peor cuando vi el puente del que hablaba Naya. Ross aparcó el coche a un lado de la carretera y los dos nos bajamos mientras yo buscaba el edificio amarillo y él me seguía, metiéndose las manos en los bolsillos.
—Creo que es un buen momento para decirme qué buscamos exactamente, querida Jennifer —murmuró, mirando de reojo a un grupo de chicos más jóvenes que nosotros que nos observaban desde el otro lado de la carretera.
De hecho, estaba lleno de grupos de gente bebiendo. Era una calle larga y con casas grandes. Había coches caros mal aparcados y se oía el murmullo de música no muy lejana.
En conclusión, una fiesta de pijos.
—Un edificio amarillo muy feo —le dije, mirando a mi alrededor.
Él también miró a su alrededor, pero nada por ahí parecía amarillo y feo.
Avancé con Ross detrás de mí. Estaba empezando a ponerme muy nerviosa. Y, para añadir tensión a la situación, cuando pasamos al lado de un grupo de chicos, uno se quedó mirándome.
—Bonitos calcetines —me dijo con una ceja enarcada.
Lo ignoré completamente.
Ross no.
—Bonita cara. Cierra la boca si quieres conservarla.
El chico se quedó mirándolo con el ceño fruncido, pero no dijo nada más. Ross se situó a mi lado y yo lo miré, sorprendida.
—No me digas que eres un chico malo.
—¿Yo? Sí, malísimo. Soy un peligro andante. —Me sonrió, burlón.
—Pues has sonado amenazador de verdad. Me has dado miedo incluso a mí.
—Genial, ahora ya conoces mi lado oscuro.
Sacudí la cabeza, divertida. Dudaba mucho que lo tuviera.
Seguimos nuestro camino y tuvimos que andar unos segundos más antes de que, por fin, viera un edificio visiblemente más viejo que los demás de color amarillo azafrán. Aceleré el paso y Ross me puso una mano en el hombro, señalando a Naya.
Estaba sentada en la acera de ese edificio, abrazándose las rodillas, completamente sola. Estaba empapada, como si hubiera estado esperando bajo la lluvia, pese a que no había llovido. En consecuencia, tenía el maquillaje que tanto trabajo le había costado ponerse completamente corrido por las mejillas. Al notar que nos acercábamos, se puso de pie.
—¿Ross? —preguntó ella, mirándome con la palabra «traición» escrita en los ojos—. ¿No habrás...?
—Me ha hecho jurar que no le diré nada a Will —aseguró él.
Naya me miró durante unos segundos antes de lanzarse sobre mí y abrazarme con fuerza. Me daba la sensación de que hacía un buen rato que necesitaba un abrazo, así que se lo devolví enseguida.
—¿Qué te ha...? —intenté preguntar.
—No debí haber venido —dijo, separándose y negando con la cabeza—. Se han burlado de mí, me ha pedido mi collar para mirarlo... No sabía qué decir y se lo he dejado..., pero no me lo ha devuelto... Se... se lo ha quedado.
—¿Y por qué estás empapada? —le preguntó Ross, confuso.
—Cuando intentaba quitárselo, me han tirado a la piscina. Llevaba el bolso encima y... me he quedado sin dinero y ni siquiera sé si mi móvil funciona. No me he detenido a asegurarme. He tenido que pedirle a una chica que me prestara el suyo y... menos mal que me acordaba de tu número, Jenna...
Se quedó callada y vi que estaba a punto de volver a llorar.
—Oh, Naya...
No sabía qué decirle. Yo había sido una de las que la habían convencido para asistir a esa fiesta. Además, debía de estar congelada. Yo tenía las piernas heladas y hacía solo cinco minutos que estaba ahí.
—¿Quieres mi chaqueta? —le ofrecí.
—En mi coche hay una de sobra —me dijo Ross—. Vamos, Naya.
—Sí —murmuró ella—. No quiero seguir aquí ni un segundo más.
Ross le pasó un brazo por encima de los hombros y ella sonrió, agradecida. Hicieron un ademán de irse, pero al ver que no me movía se quedaron mirándome.
—¿Y por qué lo ha hecho? —pregunté.
—Le gusta reírse de los demás —murmuró Naya—. Supongo que hace que se sienta mejor consigo misma.
—¿Y te has quedado sin nada? ¿Sin móvil, sin dinero...?
—Todo ha quedado inservible cuando me han tirado a la piscina.
Negué con la cabeza, mirando la casa que ella señalaba. La que estaba justo delante de nosotros y de donde provenía la música.
Ross me miraba con el ceño fruncido, como si supiera que estaba pensando en algo. Algo poco apropiado, concretamente.
—Eso no es justo —dije, enfadada.
—Lo sé —me aseguró.
—¿Y tu collar? ¿Era especial o...?
Ella agachó la cabeza y respiró hondo.
—Fue el primer regalo que me hizo Will. Por mi cumpleaños.
—¿Te lo ha roto?
—No. Se lo ha puesto.
—¿Y no le has dicho nada? —pregunté, incrédula.
—No es tan fácil —me dijo Ross.
—Sí lo es —protesté.
—No, no lo es, Jenna —me aseguró Naya—. Después de todo lo que pasó en el instituto... Me he acordado de lo insignificante que me sentía en aquella época. Me... me he bloqueado.
La miré, pensativa.
Recordaba perfectamente una vez que uno de mis hermanos, Sonny, había vuelto a casa con un ojo morado. Nos dijo que se lo había hecho jugando al fútbol y nos lo creímos todos, menos mi hermano mayor, Spencer. Él insistió hasta que Sonny se puso a llorar y confesó que había sido un compañero de su clase que no dejaba de meterse con él. Ese día había intentado encararlo y se había llevado un ojo morado de recuerdo.
En ese momento, Spencer no necesitó los detalles. Ni siquiera necesitó saber si Sonny había hecho algo a ese chico para ganarse el puñetazo. Se limitó a salir de casa, subirse a su moto e ir a por él. No sé qué le hizo, pero jamás volvió a molestar a nuestro hermano. Y, aunque Sonny nunca volvió a mencionar el tema, supe que siempre se lo había agradecido inmensamente.
Lo más curioso es que, después de eso, Sonny empezó sus clases de boxeo, y probablemente podría darle una paliza a Spencer si quisiera.
Y ahora, mirando a Naya llorando, sentí lo mismo que Spencer había sentido ese día. No necesitaba saber si esa chica tenía una razón para actuar como lo hacía. No necesitaba saber el contexto. No me gustaban las injusticias y, aunque no fuera una heroína —ni de lejos, especialmente con mi atuendo—, alguien tenía que hacer algo. Naya no se merecía eso. Ni ella ni nadie.
Me giré hacia la casa.
—Esperad aquí un momento —les dije.
—¿Que esperemos? —repitió Naya, confusa.
—Voy a entrar a por tus cosas. Ahora vuelvo.
—Te acompaño —me dijo Ross al instante.
—No. Quédate con Naya. No tardaré.
—De eso nada. —Él negó con la cabeza—. Tú ahí no entras sola.
Los dos miramos a Naya.
Ella dudó un instante antes de asentir con la cabeza y guiarnos. Sus nervios fueron aumentando visiblemente a medida que nos acercábamos a la casa. Abrió la puerta sin llamar al timbre, aunque eso no pareció extrañar a nadie. Naya no se detuvo hasta llegar al jardín trasero, donde vi su bolso mojado en el suelo y a una chica alta, con el pelo rizado, riendo con sus amigos mientras sostenía un cigarrillo y una copa. Llevaba un collar que reconocí al instante.
—Es ella —me dijo Naya—. Pero no...
—Espera aquí —le dije.
Me acerqué a la chica como si fuera Thor meneando su martillo y, cuando estuve junto a su grupo, todos se giraron hacia mí, mirando la forma en que iba vestida. Ross estaba justo a mi lado.
—¿Te he invitado? —me preguntó la chica solo a mí, mirando los calcetines de arcoíris que asomaban por encima de mis botas marrones.
—No —le dije, cruzándome de brazos—. Has invitado a una amiga mía. Se llama Naya. Quizá te suene, teniendo en cuenta que llevas puesto su collar.
La chica miró por encima de mi hombro a Naya, que parecía entre avergonzada y asustada.
—¿Y qué eres? ¿Su guardaespaldas? —Me dedicó una sonrisa burlona—. No intimidas mucho.
—¿Por qué no devuelves el collar y terminamos con esto? —le preguntó Ross.
En ese momento, un amigo suyo intervino. Era más bajo que Ross, pero lo miraba como si fuera a aplastarlo de un soplido.
—Será mejor que os vayáis —le dijo a Ross.
Él no respondió, pero enarcó una ceja sin moverse de su lugar. No parecía muy impresionado.
La chica tampoco se movió, sonriéndome.
—¿Y por qué iba a dártelo?
—Porque no es tuyo. —Fruncí el ceño.
—Ahora lo es. Me lo he ganado.
—No, lo has robado.
—Estoy en mi casa, puedo hacer lo que quiera.
—¡De eso nada!
—Mira, esta conversación se me está haciendo muy pesada, ¿vale? Te recuerdo que estás en mi casa. Y no eres bienvenida, así que te recomiendo que te vayas.
—No sin el collar —le dije.
—No lo repetiré —me advirtió.
—No nos iremos sin el collar —reiteró Ross.
—¿Por qué os la jugáis por ella? —preguntó el chico, acercándose a él—. Decidle a la zorra de vuestra amiga que venga ella misma a por su collar, si tanto lo quiere.
Eso fue suficiente para agotar mi paciencia. Aparté a Ross empujándolo suavemente por el hombro. Él me miró, sorprendido, pero se dejó apartar. Me acerqué al chico, que se quedó mirándome con gesto burlón.
—Qué mied...
No lo pensé. Me acordé de las lecciones de Sonny. Pies bien plantados, puños apretados y giro de cintura. Oh, y sacar el pulgar del puño. Sí, era eso.
Y el puñetazo le dio directamente en la nariz.
Él retrocedió del susto, sujetándose la nariz. Le había dado con fuerza. Tanta que me dolía toda la mano, pero disimulé para hacerme la dura. Él soltó una palabrota.
—¡Me has dado un puñetazo, psicópata! —me gritó.
—¡Un psicópata no te golpearía, convencería a alguien para que lo hiciera por él, inculto! —le grité a mi vez.
Me miró, incrédulo, pero yo ya estaba centrada en su amiga.
—¿Me puedes dar el collar de mi amiga Naya? —le pregunté.
Ella había dejado de sonreír. Dudó un momento antes de quitárselo y lanzármelo. Al darme la vuelta, vi que Ross y Naya me miraban con la boca abierta.
—¿Nos vamos? —pregunté.
Ellos dos me siguieron cuando recorrí el camino de nuevo hacia la salida. En realidad, me daba miedo que sus amigos se animaran a perseguirme, así que lo recorrí a toda velocidad. Menos mal que no lo hicieron.
En el mismo instante en que estuvimos en el exterior, los dos volvieron a girarse hacia mí.
—Le has dado un puñetazo —me dijo Ross, como si no pudiera creérselo, a punto de reírse—. En toda la nariz.
—No ha sido para tanto —le aseguré—. Deberías ver a mi hermano Sonny. Era boxeador. Me enseñó a golpear, pero nunca había tenido que ponerlo en práctica. Tengo que contárselo.
Levanté la mano. Tenía los nudillos y la muñeca rojos.
—¡Ha sido increíble! —Por fin reaccionó Naya—. ¡No me puedo creer que hayas hecho eso... por mí!
Sonreí un poco. Ross se había acercado, menos divertido.
—¿Te has hecho daño? —preguntó.
—Un poco.
—Con el puñetazo que le has metido, no me extraña —murmuró, mirando mi mano—. No parece nada grave.
—Podríamos pedirle hielo a Chris en la residencia para que no se hinche —sugirió Naya—. Es lo mínimo que puedo hacer.
—Vamos, os llevaré —se ofreció Ross, sonriendo.
Ninguno de los tres dijo gran cosa en todo el camino. Mi mano dejó de doler y Naya se puso su collar. Ross se limitó a conducir canturreando en voz baja la canción que sonaba por la radio.
Cuando llegamos, Naya le dio las gracias a Ross y bajó del coche. Solo por su forma decidida de andar, supe que iba a ir a molestar a Chris con el hielo, pese a haberle dicho diez veces que no era necesario.
Yo me quedé con Ross un momento más.
—Gracias por haber venido —le dije.
—No querría meterme contigo, Jen. He visto los puñetazos que das.
Sonreí.
—¿Desde cuándo me llamas Jen?
—Desde hace cinco segundos.
—Creo que nunca me habían llamado así.
—Si prefieres «pequeño saltamontes», puedo adaptarme.
—Jen está bien. —Puse los ojos en blanco y bajé del coche—. Buenas noches, Ross.
Él sonrió.
—Buenas noches, Jen.
4
La monja loca
Después de un año de hacer el vago y no salir a correr por las mañanas, aproveché que era viernes y decidí volver a intentarlo. Cuando salí de la residencia, saludé a Chris con toda mi motivación reunida.
Y... me arrepentí de haber salido a correr a los cinco minutos.
Justo cuando estuve a punto de escupir un pulmón por el esfuerzo.
De pequeña había hecho atletismo, e ir a correr por las mañanas era, prácticamente, una actividad obligatoria, así que lo hacía cada día antes de ir a clase. Ahora me resultaba complicado levantarme de la cama sin sentir pereza.
De todos modos, me forcé a seguir un rato más. El corazón me iba a toda velocidad a la media hora, cuando volví a detenerme, apoyándome en las rodillas. Definitivamente, necesitaba entrenar más. Podía imaginarme la cara de decepción de mi antiguo entrenador. Bueno, o la de Spencer, mi hermano mayor, que era profesor de gimnasia y me había estado ayudando a entrenar durante mucho tiempo. Si él llegara a ver cómo estaba solo por correr durante media hora...
Volví a la residencia hiperventilando y con las mejillas rojas. Chris sonrió nada más verme.
—¿Qué tal el ejercicio?
—Fatal. Estaba mejor en la cama.
Él se rio y yo subí las escaleras, yendo directa a la habitación. Naya seguía durmiendo —y roncando, por cierto— y, como no se despertaba ni con una granada explotando a su lado, pude hacer todo el ruido que quise a la hora de ir a la ducha.
—Buenos días —le dije al salir y ver que se estiraba perezosamente en su cama.
—¿Qué hora es? —preguntó, bostezando.
—Las once.
—¿Tan pronto?
—¿Las once es pronto?
—¿En un día sin clases? Claro que es pronto.
—¿No habías quedado en ir a desayunar a casa de Will? —pregunté, secándome el pelo.
Ella resopló y se incorporó perezosamente.
—Es verdad. —Suspiró, y lo pensó un momento—. Ya me ducharé en su casa. Si tengo la mitad de mi armario allí...
Parecía que hablaba más para sí misma que para mí, así que me centré en buscar algo que ponerme.
—¿Te vienes? —me preguntó, poniéndose las zapatillas.
—A mí no me ha invitado, Naya.
—¿Y qué? —Puso los ojos en blanco—. Vamos, ven. Si Sue se queda sola con nosotros, se pone de mal humor. Bueno, de peor humor. Y seguro que Ross va a preguntar por ti.
Me detuve y la miré con curiosidad.
—¿Tú crees?
Enarcó una ceja y se puso de pie.
—Anda, ponte una camiseta y nos vamos.
Ya en el metro, ella no dejaba de bostezar y de ajustarse las gafas de sol como si viniera de la mejor fiesta de su vida. Seguía teniendo la misma expresión de dormida cuando llamamos a la puerta de casa de Will.
Sue abrió y suspiró al vernos.
—¿Otra vez aquí?
—Yo también me alegro de verte —le dijo Naya, pasando por su lado.
Sue volvió a entrar sin decir nada más, así que me tocó a mí cerrar la puerta. Cuando entré, Will y Naya ya estaban besuqueándose en la cocina mientras Sue los miraba con mala cara.
—Buenos días, Will. —Sonreí.
—Oh, buenos días —me saludó, separándose de Naya.
—¿Y Ross? —pregunté, mirando a mi alrededor. Era extraño no verlo revoloteando por ahí.
—Durmiendo.
—¿Todavía?
—Se nota que no vives con él —murmuró Sue.
—¿Puedo ir a despertarlo? —Naya sonrió malévolamente y se marchó sin esperar respuesta.
Will suspiró mientras ella abría la habitación de Ross de un portazo y empezaba a gritarle que se despertara. Vi una almohada volando y, diez segundos después, apareció Ross frotándose la cara, claramente de mal humor.
—¿Quién la ha dejado suelta por la casa? —protestó, sentándose a mi lado en la barra.
—Oye, que no soy un perro.
—No; eres mucho peor. Un mosquito molesto.
Naya le sacó el dedo corazón y él la ignoró.
—¿No hay nada para desayunar? —pregunté.
—Claro que hay algo. —Ross me sonrió—. Pizza fría, agua tibia y cervezas. Un desayuno rico en proteínas para afrontar el día con energía.
—¿Solo tenéis eso? —pregunté, confusa.
—Bueno, creo que también hay helado, pero es de Sue. No te recomiendo tocarlo a no ser que tengas instintos suicidas.
—Ross, ve a comprar algo —le pidió Will.
—¿Y por qué tengo que ir yo? —Le puso mala cara.
—Porque siempre lo hago yo.
—¿Y por qué no lo hace Sue?
—Yo desayuno mi helado —dijo ella, abriendo el congelador.
—¿Desayunas helado? —Arrugué la nariz.
Ella se quedó mirándome fijamente y me puse roja.
—Ya voy. —Ross suspiró y se puso de pie.
No tardó en vestirse e irse de casa quejándose de que abusaban de él. Will y Naya estaban ocupados dándose amor junto a mí. Sue, mientras, miraba la televisión comiendo helado.
Casi estaba durmiéndome otra vez cuando Naya me miró.
—¿Era tu móvil el que sonaba anoche?
—¿Mi móvil? —pregunté, confusa.
—Sí. Quería avisarte, pero estabas dormida y no quise molestar.
Hurgué en mi bolsillo y saqué el móvil, extrañada. Casi se me paró el corazón cuando vi que Monty me había llamado doce veces.
—Mierda —solté.
—¿Qué pasa? —me preguntó ella, sorprendida.
—Era... mi novio. Se habrá enfadado por no responderle. —Miré a Will—. ¿Puedo llamar en la habitación o...?
—Solo hay cobertura aquí, lo siento.
La cosa mejoraba por momentos.
Ellos me miraron mientras marcaba su número y me llevaba el móvil a la oreja. Admito que estaba un poco nerviosa.
Monty respondió al primer tono.
—Mira quién sigue viva —espetó.
Conocía ese tono demasiado bien. Apreté los labios, intentando no enfadarme también porque sabía que eso solo empeoraría la situación.
—Lo siento. No oí el móvil.
—No sabía que tu habitación fuera tan grande como para no oír un móvil que está al lado de tu cabeza, Jenny.
—¿Y tú cómo sabes que está al lado de mi cabeza? —intenté bromear, nerviosa.
—¿Sueno como si estuviera de buen humor? —me soltó, enfadado—. Porque te aseguro que no lo estoy.
—Cariño —por algún motivo, solo utilizaba esos términos cuando estaba muy enfadada con él—, cuenta hasta diez. Relájate. No es para tanto.
—Estaba preocupado.
—Estoy bien, ¿no?
—Sí, pero sigues comportándote como siempre.
—¿Como siempre? —repetí—. ¿Y eso qué significa?
Esa vez ya no pude evitar sonar irritada. Me molestaba que siempre insinuara que me portaba como una niña pequeña.
Justo en ese momento, Ross abrió la puerta y levantó dos bolsas de comida con una gran sonrisa.
—Queredme —anunció alegremente, dejándolas sobre la barra.
Naya y Will me miraron sin disimular mientras las abrían y empezaban a comer.
—Sabes perfectamente a lo que me refiero —me soltó Monty a través del móvil—. Sabía que me harías esto.
—¿Qué...? ¿Se puede saber qué he hecho? —pregunté, confusa.
Ross me miró con curiosidad, mordisqueando una tostada.
—Pasar de mí. Sabía que lo harías.
—Yo no estoy... —Intentaba parecer tranquila para que los demás no pensaran que estaba loca, pero por dentro ya había matado a Monty tres veces—. ¿Podemos hablar de esto más tarde?
—No.
—Es que ahora no es un buen...
—Ni siquiera me has llamado en una semana.
—¿Y tú a mí? —Ya no lo aguanté—. ¿Por qué siempre tengo que hacerlo yo?
—¡Tú eres la que decidió irse!
—¡A estudiar, no a recorrer el mundo en canoa! ¿Puedes relajarte?
—Me da igual, tú te fuiste. Deberías ser la que llame, no yo.
—Te recuerdo que tú estabas de acuerdo, ¿o te has olvidado de esa pequeña parte?
—¡No pensé que me ignorarías a las tres semanas de irte!
—Tú lo has dicho. Llevo tres semanas aquí. ¿Qué harás cuando lleve un mes? ¿Venir a secuestrarme o qué?
—Pues no sería tan mala idea. —Hizo una pausa, molesto—. ¿Qué hiciste anoche?
—Nada.
Y era cierto. Había mirado películas de superhéroes y había leído un cómic.
Bueno..., y había ido a rescatar a Naya con Ross. Y había dado un puñetazo a un chico. Pero eso no le incumbía.
—Mentira. Hiciste algo.
—¡Que no!
—Y no me digas que no oíste el móvil. No es cierto.
—Monty, estaba durmiendo. —Fruncí el ceño.
—Muy bien. Sigue poniendo excusas. Y no te molestes en llamarme.
—Pero...
Me quedé mirando el móvil cuando me colgó sin decir nada más. Le tenía mucho cariño, pero podía ser tan imbécil cuando quería... Ni siquiera sabía a qué venía ese enfado tan repentino. No había hecho nada malo. A no ser que fantasear con Thor fuera algo malo, pero lo dudaba mucho.
Cuando levanté la cabeza, vi que los demás me estaban mirando fijamente. Al instante, disimularon hablando de la comida. Al menos, iban a fingir que no habían oído nada.
Ross me pasó una de las bolsas que había estado protegiendo para que los demás no robaran. Estaba intacta.
—Gracias, pero no desayuno nunca —le dije, devolviéndosela.
—¿Y no comes nada hasta la hora del almuerzo?
—No. —Intenté no sonar antipática.
De todas formas, soné muy antipática. Demasiado. Me sentí mal al instante. Él no tenía la culpa de que mi novio fuera un idiota.
Le sonreí y agarré la bolsa.
—Pero haré una excepción —añadí.
—Bueno. —Will nos miró, rompiendo el silencio—. ¿Y qué hacemos esta noche?
—A mí no me apetece salir, la verdad —dijo Naya.
—Ni a mí —coincidí.
Monty me quitaba las ganas de todo cuando se enfadaba.
—Podríamos ir al cine —propuso Will.
—Nunca diré que no a ir al cine. —Ross asintió con la cabeza.
Hice una mueca, incómoda, y los tres me miraron.
—¿Qué? —me preguntó Naya, curiosa.
—Es que... no quiero que os penséis que soy muy rara.
—Dime que has ido alguna vez al cine. —Ross empezó a reírse de mí antes de que lo confirmara—. Dios, es como si viniera de un universo paralelo.
—¿Puedes dejar de decir lo del universo paralelo, pesado? Lo has dicho más de diez veces desde que nos conocemos.
—Es que es verdad. ¿Se puede saber cómo has pasado por la vida sin llegar a ir al cine?
—No sé... A mis hermanos no les gustaba, y supongo que yo nunca le di una oportunidad.
Dicho así, sonaba como si no tuviera opinión propia. De hecho, lo había pensado unas cuantas veces desde que había llegado allí. No sabía cómo sentirme al respecto.
El silencio se había hecho algo incómodo cuando Naya habló para salvarme de él.
—Pues hoy será tu primera vez. —Me sonrió.
—Qué mal ha sonado eso —murmuró Sue desde el sofá.
Naya la ignoró completamente y siguió hablando.
—Pero será por la noche. Tengo un montón de trabajo acumulado.
—La verdad es que yo también —asentí.
—Y yo tengo que irme. —Ross miró el móvil—. Soy un hombre muy ocupado. Nos vemos esta noche. Ya me diréis la hora.
Se puso de pie sin decir nada más y desapareció por la puerta de la entrada.
Chris estaba en el mostrador cuando llegué a las cinco después de haber estado haciendo un trabajo con unos compañeros. Me saludó sin levantar la mirada de su juego.
—¿Qué tal, Jenna?
—Bien. —Le sonreí—. Me da un poco de miedo que me reconozcas sin levantar la cabeza.
—Me paso horas aquí. Es un don.
—¿Ya tienes vidas? —Señalé el juego.
—Sí. Me las pasó mi madre. —Sonrió orgulloso.
Yo también sonreí y negué con la cabeza. Él pausó el juego y me miró.
—Naya me ha dicho que te llevas bien con sus amigos. Me alegro por ti. Nunca es fácil empezar de cero.
—Sí, la verdad es que son muy simpáticos. He tenido suerte.
—Sí... —Él puso mala cara—. Bueno, Ross no hace mucho caso a mis normas..., pero, por lo demás, no está mal.
—¿Por qué será que no me extraña? —pregunté, divertida.
—Pues imagínate cuando Lana vivía aquí...
Me quedé mirándolo un momento mientras él volvía a coger su móvil tan tranquilo.
—¿Tiene... novia? —pregunté, sorprendida.
No recordaba que lo hubiera mencionado. ¿Lo había dicho en algún momento? No, ¿no? No.
No. Definitivamente no.
—Hasta donde yo sé, ya no la tiene.
Eso no debería haberme aliviado tanto como lo hizo.
—Y..., ejem..., ¿quién es Lana?
—Una chica con la que salía, pero ya ni siquiera vive aquí. Creo que se fue a Francia. O no. Vete tú a saber dónde está ahora. Seguro que en una buena universidad. Era muy lista. De las más listas de su clase.
—Parece una chica interesante —observé, repiqueteando los dedos en el mostrador.
—No estaba mal. —Se encogió de hombros—. Pero no me saludaba al pasar por aquí.
—Qué antipática.
—Si nos pusiéramos así, la mitad de la residencia sería antipática. Eres de las pocas que se molestan en detenerse a hablar conmigo.
Me sonrió ampliamente antes de volver a sus cosas. Yo me quedé mirándolo un momento, considerando la posibilidad de seguir preguntando, pero me dije a mí misma que no sería apropiado y desistí.
Como tenía ganas de hablar con alguien y Nel, mi mejor amiga, seguía sin responderme —como había hecho desde que me había ido, por otro lado—, decidí llamar a mi única hermana y mi mejor consejera, Shanon.
Me respondió enseguida, como de costumbre.
—Hola, desconocida —me saludó—. ¿Qué tal todo?
—Bien. Estaba aburrida y he pensado en llamarte —dije, sentándome en la cama.
—Qué bonito por tu parte que solo pienses en mí cuando te aburres.
—No quería decir eso.
—Lo sé, lo sé. Oye, deberías ver a mamá. Está como loca. Tengo que ir a verla casi cada día porque dice que te echa de menos.
—¿En serio? —No pude evitar sonreír.
—Sí. Y papá también. Y hace muy poco que te fuiste. No sé qué harán en noviembre.
—Espero haber podido ir a veros para entonces.
—Jenny, sabes que no pueden gastarse mucho dinero en eso —me dijo ella tras una pausa—. Creo que lo mejor es que no vengas a no ser que sea una fecha importante.
—Vale, sí..., tienes razón.
Solía tenerla.
—Ahora que hemos hablado de familia y dinero y nos hemos deprimido un poco..., pasemos a temas interesantes. —Casi pude ver su sonrisa—. ¿Ya has encontrado a un chico guapo con el que besuquearte por ahí?
—Shanon...
—O a una chica. Yo no te juzgo.
—No es...
—Aquí cada una es libre de elegir.
—Shanon, ninguno de los dos.
—Venga ya.
—¿Te acuerdas de que sigo teniendo novio?
—Ah, sí. El idiota.
—¡No es idiota!
—Lo es, querida. Demasiado.
Suspiré.
—Esta mañana hemos discutido.
—Qué novedad...
—¡Shanon!
—Vale, perdón. Cuéntame.
—Se ha vuelto loco por una tontería.
—Pues como siempre... —Cuando notó que me quedaba en silencio, casi pude visualizarla poniendo los ojos en blanco—. Ay, lo siento, no puedo evitarlo. Bueno, sigue contando.
—Es que siempre consigue que me sienta mal sin siquiera saber por qué.
—Qué mal me cae ese chico.
—Siempre te ha caído mal, pero nunca te ha hecho nada malo.
—No es que me haya hecho nada malo, es que... lo veo muy poca cosa para ti.
—¿Y qué quieres? ¿Que me case con Brad Pitt?
—Pues no estaría mal. Aunque intentaría robártelo. Lo siento.
—Violarías el código de hermanas.
—En el amor y en la guerra, todo vale.
Me reí y seguí hablando con ella durante casi una hora, hasta que empezó a anochecer y me dijo que tenía que ir a buscar a Owen, su hijo, a natación. Apenas hube colgado, Naya apareció con cara de aburrimiento por haber estado todo el día en la biblioteca estudiando.
—Feliz de estar en la universidad, ¿no? —Sonreí, divertida.
—Oh, sí, chorreo felicidad —ironizó—. Esto es un sueño hecho realidad. He estado toda la tarde estudiando y ya no me acuerdo de nada. Odio mi vida.
—Seguro que sacas una buena nota, Naya.
—Eso espero.
Me giré y miré el reloj en mi móvil.
—¿No tenemos que ir al cine con esos dos?
—Sí, pero todavía tenemos media hora... —hizo una pausa y me miró con una sonrisita— antes de la cita doble.
—Qué graciosa eres.
Ella sonrió, divertida.
—Venga, me pido ducharme la primera.
En cuanto ella salió del cuarto de baño, me duché rápidamente y me cubrí con el albornoz de Dory que mi padre me había regalado hacía unos años. Me miré en el espejo y puse mala cara cuando vi que tenía ojeras. Quizá debería haber echado una siesta esa tarde. Después de todo, ver películas, leer cómics y rescatar a amigas durante una sola noche podía ser muy agotador.
Cuando abrí la puerta, me quedé mirando mi cama, donde Ross estaba tumbado y, con toda la confianza del mundo, miraba mi álbum de fotos. Por un momento, no reaccioné. Después vi que Will y Naya se estaban besando en la cama de ella.
Estuve a punto de poner los ojos en blanco, pero me contuve.
—Hola, ¿eh? —dije.
Ellos no respondieron. Ross me miró por encima del álbum.
—Empezaba a sentir que me estaba fundiendo con el entorno y haciéndome invisible —dijo, suspirando—. Estoy cansado de oír succiones y lametazos.
Will le lanzó un cojín sin separarse de su novia.
—Bonito albornoz. —Ross me sonrió ampliamente—. Se nota que hasta hace poco solo habías visto Buscando a Nemo.
—No tengo otro —dije, a la defensiva, acercándome—. ¿Se puede saber qué haces con mi álbum?
—Me aburría.
—¿Y no tienes móvil?
—Sí. Pero me gusta más el drama realista.
Le quité el álbum y miré la foto. Estábamos Monty, un amigo suyo, Nel y yo sonriendo a la cámara.
—¿Quiénes son?
Me senté a su lado y empecé a señalar caras.
—Mi novio, Monty...
—¿Monty? —Puso cara de horror—. Por Dios, ¿qué les hizo a sus padres para que lo odiaran nada más nacer?
—Viene de Montgomery.
—No sé si hace que sea peor.
Sonreí y pasé a la siguiente.
—Ella es Nel, una amiga... Bueno, ahora no tan amiga.
—¿Te dijo que le gustaban los superhéroes y la despreciaste?
—No. Es una larga historia. Y aburrida. Este es un amigo de Monty. Ese día ganaron uno de sus primeros partidos de baloncesto.
—¿Tu novio juega al baloncesto?
Asentí y Ross pareció algo pensativo por unos segundos, hasta que de pronto sonrió de nuevo.
—Pues la verdad es que tienen pinta de ser malísimos.
—Lo eran. Ahora no tanto. Han entrenado bastante.
Dejé el álbum en la cama y cogí ropa del armario.
—Cinco minutos y estoy lista —les dije a todos, aunque solo me estaba prestando atención Ross.
—Si quieres venir así, por mí no hay problema —aclaró.
—Gracias por la sugerencia, pero voy a vestirme.
—Pues yo voy a ponerme unos malditos tapones en las orejas —murmuró, volviendo a tumbarse.
Me encerré en el cuarto de baño, me vestí y salí tan rápido como pude. En esta ocasión, Will estaba de pie, estirándose la ropa arrugada por la acción anterior. Naya hacía lo mismo. Ross los miraba con gesto aburrido.
—¿Lista? —me preguntó Naya.
—¿No quieres peinarte antes de irnos? —le pregunté, divertida, al ver su pelo enmarañado.
Ella se miró en el espejo de mi armario y se retocó el pelo rápidamente.
El coche era el de Ross, así que Will se quedó en la parte de delante con él, y Naya y yo en la de atrás. Tuve que apartar dos chaquetas para sentarme.
—¿Dónde íbamos? —preguntó Ross, girando sin poner el intermitente.
—Centro comercial. Cine —le informó Naya, asomándose entre los dos asientos—. ¿Podemos ir a ver la película esa de guerra?
—¿Guerra? —suspiré—. No me apetece llorar.
—Me uno a Jenna —coincidió Will.
Intenté no entrar en pánico cuando vi que Ross se encendía un cigarrillo con toda la tranquilidad del mundo mientras conducía.
—¿Y cuál es la alternativa? —preguntó Naya, desanimada.
—La de miedo —dijo Ross—. La de la monja esa.
—Sí, esa parece una buena opción —accedió Will.
—No sé... —intenté decir.
—Ni de coña —interrumpió Naya.
—¿De quién es el coche? —preguntó Ross.
—Tuyo, pero...
—Entonces, la de la monja.
—Eso no es justo, Ross —protestó Naya.
—La vida es injusta.
—No tiene por qué serlo.
—El coche es mío, ¿recuerdas?
—Sí, pero el cine no es tuyo —le dije, asomándome.
Will y Naya sonrieron al ver la cara de fastidio de Ross.
—Deberías venir más veces, Jenna —me dijo Will—. No mucha gente sabe hacer que se calle.
—Yo confiaba en ti —me dijo Ross, mirándome como si le hubiera traicionado.
—¡Mira al frente! —protesté, girándole la cara.
—¡Pero si estoy en una carretera recta!
—¡Anda que no ha muerto gente en carreteras rectas!
—Bueno... —Will nos centró de nuevo—. ¿Qué película vamos a ver?
—La de terror —dijo Ross.
—Yo también quiero ir a verla —me dijo Will.
Hubo un momento de silencio en el que tanto él como Naya me miraron fijamente, esperando que eligiera un bando.
—Pues la de terror, supongo.
Ross y Will sonrieron ampliamente, mientras que Naya me puso los ojos en blanco. Después de eso, cada uno se quedó en silencio escuchando la música de la radio.
Decidí centrar la vista en el frente, donde tenía a Ross realizando más imprudencias al volante de las que me gustaría. Iba vestido con una sudadera, así que tenía la nuca casi descubierta. Me quedé mirando un rastro negro de lo que parecía un tatuaje. Yo también llevaba uno pequeñito ahí —del cual seguía arrepintiéndome—. El suyo parecía más grande. Me pregunté qué sería.
—¿Sue no viene? —pregunté, intentando distraerme.
—Sue se fusionó con el sillón de casa hace ya tiempo —murmuró Ross, soltando el humo por la ventanilla.
—No le gusta salir con nosotros —me dijo Will—. Ni con nadie.
—A veces, me da la sensación de que no le caigo bien —confesé.
Para mi sorpresa, los tres se rieron casi simultáneamente.
—Lo raro sería que le cayeras bien —me aseguró Naya.
—¿Por qué?
—No le gusta la gente —dijo Will—. Es un poco rara. Pero te terminas acostumbrando a ella.
—O no —dijo Ross—. Yo llevo casi dos años viviendo con ella y no me he acostumbrado.
En ese momento, entró en el aparcamiento y aparcó con un movimiento donde pudo, que fue considerablemente lejos de la puerta. Cuando bajé del coche, me alegré de haber seguido el consejo de mamá y haberme puesto abrigo. Hacía muchísimo frío.
Will y Naya lideraron el grupo dándose abracitos, como de costumbre. Ross suspiró.
—Son tan empalagosos que tengo subidones de azúcar cada vez que los veo.
—Vamos, tú harías lo mismo si tuvieras novia.
Me miró con una ceja enarcada y sonreí, enganchando su brazo con el mío. Cuando llegamos a la sala de cine, Ross decidió invitarnos y entramos con los demás espectadores.
Nada más hacerlo, me quedé mirando la enorme pantalla con la boca abierta, sorprendida.
—¡Es gigante! —le dije a Ross, señalándola.
Algunos que pasaban por nuestro lado me miraron como si me hubiera crecido otra cabeza. Él se limitó a sonreírme, negando con la cabeza.
La sala estaba prácticamente llena, así que tuvimos que apañarnos en la cuarta fila. Will y Naya no quisieron separarse, por lo que yo me quedé entre Will y Ross, que empezó a comer palomitas como si no hubiera probado nada en años.
—¿Siempre tienes tanta hambre? —le pregunté mientras todavía ponían publicidad.
—Siempre.
—¿Y no engordas?
—Nunca.
—Creo que te odio.
Empezó a reírse.
—No, yo no lo creo.
—Vale, no te odio. Pero me caes peor.
—¿Te caería mejor si te regalara palomitas?
Lo pensé un momento y me miró.
—Quizá —dije finalmente.
Sonrió y me ofreció las que quisiera, por lo que robé un puñado y empecé a comer. Mientras lo hacía, él se inclinó hacia mí.
—Oye.
—¿Qué pasa?
—¿Alguna vez has visto una película de terror?
—Eh..., no. ¿Por qué?
Él pareció divertido, pero no dijo nada. Fruncí el ceño.
—¿Qué?
—Creo que esta noche te arrepentirás de haber venido.
No entendí de qué me hablaba hasta que, media hora más tarde, empezó a hacerse de noche en la dichosa película y, cada cinco minutos, había un salto de la música que hacía que me agarrara con fuerza a lo primero que pillaba. Con suerte, me agarraba al asiento, pero podía ser también al brazo de Ross. Él parecía pasárselo en grande mientras comía y miraba mis sustos. Empecé a pasarlo mal de verdad cuando la estúpida protagonista siguió haciendo cosas estúpidas, como si quisiera que la estúpida monja loca la persiguiera y la matara por estúpida.
—¿Cómo se mete ahí? —susurré, irritada.
—Si no lo hiciera, no habría película —me dijo Ross en voz baja.
—Lo sé, pero es tan estúpida...
Por fin terminó la tortura —también conocida como película— y solté el brazo de Ross, que seguro que estaba rojo por los apretones que le había dado, sin que él hubiera protestado en ningún momento. Admito que, cuando salimos de la sala, tuve que contenerme para no girarme y asegurarme de que no había una monja loca persiguiéndome.
—¿Ya nos vamos? —preguntó Naya.
—Podéis venir a casa —sugirió Will, aunque me pareció más una propuesta dirigida en exclusiva a Naya.
—Yo debería irme a la residencia, la verdad... —dije.
—No seas así. —Ella me puso un puchero—. Vamos, por fa, por fa...
—Luego te puedo llevar a la residencia —me dijo Ross—. Estoy empezando a asumir que soy el chico de los recados.
Así que terminé aceptando sin saber muy bien por qué. O sabiéndolo demasiado bien.
El camino de vuelta se me hizo un poco más largo, especialmente porque esta vez me senté delante y me tocó escuchar los arrumacos de esos dos detrás de mí. Ross parecía estar cansado también, porque puso los ojos en blanco varias veces, cosa que me resultó divertida.
—¿Crees que si freno en seco saldrán volando? —preguntó en voz baja.
—No lo sé, pero intentarlo vale la pena.
Empezó a reírse, y noté que Naya me daba un manotazo en el brazo.
—Lo he oído, idiotas.
Ya en el piso, pedimos pizzas y Will se ofreció a pagar mi parte mientras mirábamos un programa de reformas en la tele. Sue no hizo acto de presencia. Después fui a ver películas con Ross en su habitación.
Sin embargo, no pude prestarle mucha atención a la pantalla porque no dejaba de mirar el rincón oscuro del cuarto.
—¿Qué haces? —preguntó él.
Entonces me di cuenta de que había estado mirándome unos segundos con la película pausada y ni siquiera me había dado cuenta.
—¿Yo? Nada —murmuré, avergonzada.
—¿Estabas mirando el rincón? —preguntó, divertido.
—No.
—Sí lo hacías.
—¡Que no!
—¿Tienes miedo?
—¡No!
—No pasa nada si lo tienes.
—¡He dicho que no tengo miedo!
—Jen, tener miedo de una película de miedo es... casi obligatorio. En serio, no pasa nada.
—Pues a ti no te veo muy asustado.
—Porque ya he visto muchas. —Sonrió—. Y en todos estos años no me ha atacado una monja asesina, así que puedes estar tranquila.
Me quedé mirando el rincón con mala cara.
—¿Qué? —preguntó.
—Es de noche.
—Gracias por avisarme. No me había dado cuenta.
Suspiré.
—Es que está oscuro —insistí.
—Sí, la noche suele implicar oscuridad. —Enarcó una ceja, intrigado.
Me mordisqueé el labio, nerviosa.
—¿Puedes... acompañarme al baño?
Él se quedó mirándome un momento y luego, claro, se echó a reír a carcajadas.
Puse mala cara.
—Sabía que no tendría que habértelo pedido.
Estaba tan ocupado riéndose de mí que no respondió.
—¡Ross! —Le di con una almohada en el estómago, pero siguió ignorándome—. ¡Eres un idiota!
Me puse de pie, enfadada, y fui directa a la puerta.
—No, espera. —Continuaba riéndose, pero me siguió—. Vamos, te acompaño.
—No, ahora ya no quiero.
Sonrió ampliamente y me pasó un brazo por encima de los hombros.
—Pues yo sí quiero. Te cubro las espaldas.
El cuarto de baño era la primera puerta del pasillo a la izquierda, así que había unos cuantos metros hasta la habitación de Ross. De pronto, el recorrido se me hizo largo, oscuro y tenebroso. Él seguía con su sonrisa burlona, así que lo aparté y abrí la puerta, señalándolo.
—Espera aquí.
—¿No quieres que entre contigo?
—¿Ahí? ¿Por qué?
—¿Y si hay un fantasma en la ducha?
—Creo que me las apañaré, Ross.
Se encogió de hombros.
—A tus órdenes.
Cerré la puerta y me apresuré a hacer pis. Mientras me lavaba las manos, escuché que llamaba a la puerta.
—Oye, ¿sigues viva?
—Eso creo. —Puse los ojos en blanco.
—¿Y cómo sé que eres tú y no te está obligando a decir eso una monja loca?
—Porque te lo digo yo.
—Pero ¿cómo sé que eres tú y no...?
Abrí la puerta, interrumpiéndole. Estaba riéndose abiertamente. Yo le puse mala cara.
—No tiene gracia. Estoy asustada.
—Sí que tiene gracia. Admítelo.
—¡No!
—¿Quieres un abracito para que se te pase el mal rato?
—Que te den.
Fui directa a su habitación y él se apresuró a seguirme, cerrando la puerta. Se dejó caer en la cama, haciendo que el portátil rebotara y tuviera que sujetarlo yo para que no se cayera de la cama.
—¿Nunca has tenido miedo de una película de terror? —le pregunté.
—Bueno..., de pequeño vi una escena de El exorcista. La de las escaleras. Estuve unas cuantas noches asustado.
—¡Y te ríes de mí!
—¡Yo tenía ocho años, tú tienes diecinueve!
—Dieciocho —me defendí.
Hubo un momento de silencio cuando empecé a escuchar sonidos para mayores de dieciocho años en la habitación de Will. Me puse roja como un tomate, pero él no pareció muy sorprendido.
—Ya empieza la fiesta —murmuró.
Abrí la boca para decir algo cuando Naya emitió un sonidito muy poco apropiado. Me puse todavía más roja.
—¿Siempre son así de...?
—¿... pesados?
—Iba a decir cariñosos.
—Sí, siempre son unos pesados muy cariñosos —me dijo—. Pero no te preocupes, Sue no tardará en cortarles el rollo.
—¿Qué quieres decir?
Él se señaló las orejas y esperó. Fruncí el ceño, confusa.
Y, de pronto, escuché a alguien recorriendo el pasillo y aporreando la puerta de la habitación de al lado.
—¡Tengo que despertarme a las seis! —les gritó Sue—. ¡Si queréis gritar, id a la calle, pesados!
Al instante, los ruidos cesaron y Sue volvió a su habitación. Ross sonrió.
—Siempre me quejo de Sue, pero la verdad es que ayuda bastante en ese sentido. Además...
Se interrumpió a sí mismo cuando un móvil empezó a sonar. Él miró su pantalla y no pude evitar hacer lo mismo. Vi la imagen de una chica con flequillo rubio, muy mona, sonriéndole a la cámara.
—¿Te importa...?
—Estás en tu casa —le dije.
Él se puso de pie y fue al salón, respondiendo por el camino. No alcancé a escuchar nada, así que me quedé mirando la película pausada, repiqueteando los dedos en mi estómago. Por algún motivo, tenía mucha curiosidad por saber de qué estaba hablando, pero me contuve.
Aburrida, fui a la cocina. Él hablaba en voz baja con la chica al otro lado del salón, dándome la espalda. Mientras me servía un vaso de agua, vi que Will aparecía con solo unos pantalones.
—¿Necesitas recuperar fuerzas? —le pregunté, divertida, pasándole un vaso.
—Quizá lo necesitaría más si Sue no hubiera aparecido. —Suspiró—. Naya se ha quedado dormida.
—Pues igual debería irme a la residencia —dije, mirando a Ross.
—Puedes quedarte aquí a dormir siempre que quieras —me aseguró.
—Pero... no tenéis habitación de invitados.
—Pues en el sofá, o con Ross, si es como un osito de peluche. ¿Con quién habla?
—Ni idea —mentí. Mejor fingir que no había mirado la foto de la chica.
Él se terminó el vaso de agua y lo dejó en la encimera, mirándome.
—¿Quieres que te lleve a la residencia en un momento?
—Tienes a Naya en la habitación...
—... durmiendo, sí. Dame cinco minutos y me visto.
En efecto, cinco minutos después apareció completamente vestido y con las llaves del coche.
—¿Vamos?
Ross colgó en ese instante y se quedó mirándonos.
—¿Ya te vas? —me preguntó con cierto tono recriminatorio—. Solo estábamos a mitad de la película.
—Es que tengo sueño. La puedo terminar en mi habitación. —Me encogí de hombros.
—Eso está al nivel de traición de alguien que empieza una serie con otra persona y la termina solo.
—¿Qué pasa? —le preguntó Will—. ¿Quieres venir?
Ross sonrió ampliamente y se adelantó.
—Si insistís, no puedo negarme.
—Nadie ha insistido. —Will frunció el ceño, pero después sonrió y siguió a su amigo hacia el garaje.
El coche de Will era un poco más grande que el de Ross, así que me sentí increíblemente pequeña estando sola en la parte de atrás, asomándome entre los dos asientos.
—¿Y esa radio? —Ross la encendió—. No me dijiste que ibas a cambiarla.
—Naya me la regaló ayer —comentó Will, sacando el coche del aparcamiento con mucha más suavidad que Ross.
—¿Por qué?
—No lo sé. Porque quería, supongo.
Ross y yo intercambiamos una mirada.
—¿Qué? —preguntó Will.
—¿Tiene que darte una mala noticia pronto? —preguntó Ross, burlón.
—No tiene nada que ver con eso.
—Incluso yo sé que tiene algo que ver con eso —dije.
Will frunció el ceño.
—¿No puede regalarme algo simplemente porque me quiere?
—No —dijimos los dos a la vez.
—Los dos sois igual de insufribles —masculló, poniendo los ojos en blanco.
Sinceramente, seguro que se la había regalado para compensarlo por si llegaba a enterarse de que no había querido avisarlo la noche de la fiesta.
El agua repiqueteaba en el parabrisas cuando llegamos a la calle. Will continuaba murmurando que éramos muy molestos mientras yo seguía con los ojos las gotas de lluvia que resbalaban por la ventanilla.
—¿... verdad, Jen? —me preguntó Ross.
Volví a la realidad al instante.
—¿Eh?
—Batman es mejor que Superman —me dijo—. ¿Verdad?
—¿Por qué todas tus conversaciones derivan en superhéroes? —le preguntó Will.
—Porque hablar del medioambiente es bastante aburrido. Bueno, Jen, ¿cuál es mejor?
—Mmm..., supongo que los dos tienen algo bueno y algo malo.
—Eso lo dice porque no quiere ofenderte. —Will empezó a reírse.
Ross le puso mala cara.
—Lo dice porque es más lista que tú.
—Batman no tiene poderes —recalcó Will.
—¡Pero es millonario! —dijo Ross, ofendido.
—Superman podría matar a Batman de un soplido.
—A mí me gusta la Mujer Maravilla —comenté, sonriendo.
Los dos se quedaron en silencio con mala cara.
—La Mujer Maravilla es un aburrimiento —me dijo Will.
—¡Es la mejor! —protesté.
—El otro día le puse la película —explicó Ross—. Quizá la he introducido en el feminismo de superhéroes muy pronto. No estaba preparada para ello.
—También me leí un cómic de la Liga de la Justicia —le recordé.
—Esos cómics son basura —protestó Will.
—¡Tú sí que eres basura! —me ofendí.
—Mírate. —Ross sonrió, orgulloso—. Cuando llegaste, no sabías ni quién era Batman y ahora defiendes a los superhéroes como si fueran tus hijos. Qué rápido crecen, ¿verdad, Will?
—¿Y qué tiene de malo la Mujer Maravilla? —protesté, siguiendo con el tema anterior—. Es la única a la que se le ocurre formar la Liga de la Justicia.
—Pero...
Will interrumpió a Ross dándole un manotazo en el brazo. Los dos lo miramos, confusos.
—¿Ese no es Mike? —preguntó.
Efectivamente, Mike, el hermano de Ross, estaba fuera de un local. Parecía que acababan de echarlo. Le estaba gritando algo a la puerta de cristal mientras la camarera le sacaba el dedo corazón.
—Deberíamos parar —dije—. No parece que tenga forma de volver a casa.
—Quizá por eso no deberíamos parar —sugirió Ross—. A ver si se pierde por el monte.
—¿Qué monte? —Will frunció el ceño—. Esto es una ciudad.
—Pues por un callejón. Mientras se pierda por algún lado...
—No seas así, es tu hermano —le dije.
—Y por eso paso de recogerlo.
—¿Y vas a dormir tranquilo sabiendo que podría estar solo por aquí de noche?
—Muy muy tranquilo.
—Oh, venga... —Le toqué el hombro—. No hace falta ser tan malo.
—Con Mike no es ser malo, solo justo.
Le puse mala cara.
—¿Qué? —protestó de mala gana.
—Ya sabes qué.
Me miró un momento antes de suspirar y asentir con la cabeza a Will, que giró el volante para entrar en el aparcamiento del bar. Cuando el coche se detuvo delante de Mike, él se acercó y miró por la ventanilla, empapado por la lluvia.
—¡Hermanito! —lo saludó con una sonrisa de oreja a oreja.
—Sube y calla —dijo Ross sin tanto entusiasmo.
—¿Habéis venido a rescatarme? —preguntó antes de mirarme—. Hola, Jennifer.
—Hola, Mike. Puedes llamarme Jenna, ¿sabes? Como el otro día.
—Genial. Jenna es más... personal.
Subió al coche, sentándose a mi lado. Me sonrió ampliamente mientras su hermano pequeño lo fulminaba con la mirada desde el asiento delantero.
—¿Dónde ibais? —preguntó Mike.
—Me acompañaban a la residencia —le dije.
—¿Ya? Pero si es viernes. Hoy toca salir.
—No me gusta mucho salir.
—Si salieras una noche conmigo, lo amarías.
—No la molestes, Mike —le dijo Ross secamente.
—No la molestes, Mike —lo imitó, y se echó a reír.
Vi que Will reprimía una sonrisa cuando Ross soltó algo parecido a un bufido de exasperación.
—¿Por qué siempre que te veo hay una chica echándote de alguna parte? —le pregunté a Mike, rompiendo el silencio.
—Se me da bien cabrear a la gente. —Sonrió—. Como habrás podido comprobar con mi querido hermanito.
—Después de casi veinte años contigo, por fin has dicho algo coherente —murmuró Ross.
—Gracias. —Mike sonrió, sin importarle el tono irónico de su hermano—. Bueno, ¿no vais a poner música?
Will lo hizo, y probablemente fue para que los dos hermanos no discutieran. Mike empezó a cantar todas las canciones a todo pulmón mientras Will sonreía y Ross clavaba la mirada al frente con clara incomodidad. Sí, el viaje fue largo.
Finalmente, llegamos a mi residencia y yo me puse la chaqueta, aliviada por salir de ese coche y dejar de escuchar los berridos de Mike.
—Gracias por traerme, Will —dije, apretándole el hombro.
—¿Gracias por traerme, Will? —repitió Ross, mirándome—. ¿Y yo qué soy? ¿Un adorno?
—Gracias por traerme, Ross —corregí.
—Eso está mejor.
—¿Gracias por traerme, Ross? —repitió Mike, mirándome—. ¿Y yo...?
—Tú, cállate —le cortó Ross.
Él hizo como si se cerrara los labios con una cremallera y yo bajé del coche, divertida.
5
Un paso más allá
Estaba terminando un proyecto para clase cuando me apareció en la pantalla del portátil una videollamada entrante. ¿Monty? Mmm..., sinceramente, después de lo que había pasado el día anterior, lo último que me apetecía era hablar con él.
Sin embargo, no quería ser infantil. Lo pensé un momento y, al final, respondí. Su cara apareció en mi pantalla al instante.
—Hola, Jenny —me saludó con una pequeña sonrisa inocente.
—Veo que ya no te apetece gritar.
Él estaba en su habitación. Solo estaba iluminado por una pequeña lámpara que tenía al lado. Parecía algo cansado. Seguramente había tenido entrenamiento.
Monty era bastante guapo, aunque esa sonrisa no le favoreciera. Tenía el pelo rubio muy corto, casi rapado, y llevaba un pequeño pendiente en la oreja que siempre me había parecido muy sexi. Ah, y sus ojos eran pequeños y marrones. Una vez le dije que eran de color caca y se pasó sin hablarme dos días enteros.
—¿Cómo estás? —Ignoró lo que había dicho.
—Bien —murmuré. Tampoco quería estar enfadada con él más tiempo del necesario, así que cambié de tema—. Aunque la carrera sigue sin gustarme.
—¿No?
—No. No me gustan los libros que tengo que leer.
—Si te consuela, últimamente los entrenamientos no me van muy bien —me dijo—. El entrenador está como loco para que ganemos el próximo partido. Nos hace entrenar el doble.
—¿Cuándo es el partido?
—El sábado que viene.
—Me gustaría tanto ir y verte...
—Lo sé. —Me sonrió—. Pero ya te contaré cómo va.
Me miré las uñas, algo incómoda.
—Oye, Monty..., ¿has hablado con Nel?
—¿Con Nel? —Frunció el ceño—. No mucho, la verdad. ¿Por qué?
—Es que no me responde a los mensajes ni a las llamadas. Estoy empezando a pensar que está enfadada conmigo.
—Cuando te marchaste, parecía bastante triste.
—¿Y eso justifica que no me hable? —Hice una mueca—. Menos mal que he encontrado a Naya y a los demás por aquí. Si no, me sentiría muy sola.
—Me tienes a mí. Eso ya lo sabes.
¿Por qué no podía ser así siempre? ¿Por qué se transformaba en un imbécil a la primera de cambio?
—Ojalá pudiera estar ahí contigo —añadió.
—Bueno... —Suspiré—. No tendremos que esperar mucho. Dentro de unos meses nos volveremos a ver.
—Esos meses sin ti se me harán eternos.
Le sonreí, algo desanimada.
—Pero —suspiró— me alegro de que hayas encontrado algún amigo, cariño.
Me dio la sensación de que quería decir algo más y no lo hacía.
—¿Y...? —pregunté, enarcando una ceja.
—¿Y has conocido a alguien...? Ya sabes. A alguien.
—No llevo aquí ni un mes, Monty. No me ha dado tiempo.
—Pero podrías haberlo hecho... ¿Nadie?
—Nadie —le aseguré—. ¿Qué hay de ti? ¿Algo que..., ejem..., contar?
Qué raro era preguntarle eso.
—Pues... la verdad es que hay una chica que me llama la atención, pero no ha pasado nada.
—Oh... —No sabía qué decirle—. ¿Y cómo es?
—Creía que habíamos quedado en que no nos contaríamos los detalles —me dijo, algo incómodo.
—¿Sí?
—Sí..., ¿no?
Sí, era mejor de esa forma. Ya era complicado tener la imagen de mi novio acostándose con otra chica. Con detalles sería mucho peor.
Me encogí de hombros.
—Bueno..., hablemos de otra cosa.
—¿De qué quieres hablar?
—Mmm... —Intenté buscar una manera de plantear el tema sin que fuera extremadamente incómodo—. Había pensado que quizá podríamos intentar algo más... interesante... que hablar.
—¿Como qué?
—Ya sabes..., algo interesante...
Mi tono había intentado ser seductor, pero había sonado bastante ridículo.
—¿Como qué? —repitió, todavía más confuso.
—¿Y tú qué crees, Monty?
—No lo sé, ¿y si me lo dices de una maldita vez?
—Mira, déjalo. No importa.
—Si pudiera estar contigo, igual te entendería mejor.
—Ya lo sé, pero a no ser que tengas gasolina para venir a verme, lo veo complicado.
—¿Y tú no tienes dinero ahorrado?
Me quedé mirando el móvil. Mi madre me había mandado un mensaje esta mañana y, aunque podía imaginarme lo que ponía, había preferido no leerlo. Como si eso fuera a solucionar algo.
—Sabes que no puedo estar yendo y viniendo continuamente —le dije.
—O no quieres —murmuró.
—No empieces, Monty.
—Lo siento, Jenny. Es que... estoy muy cansado. No quiero pagar mi mal humor contigo.
—Lo sé. No te preocupes.
Él me sonrió.
—Debería irme a dormir, cariño. Mañana te llamaré, ¿vale?
—Vale.
—Buenas noches. Te quiero.
—Buenas noches, Monty.
Le mandé un beso con la mano y cerré el portátil. Seguía teniendo el móvil al lado. Un mensaje de mi madre iluminó la pequeña pantalla.
Llámame YA, Jennifer Michelle Brown.
Ni siquiera me dio tiempo a suspirar antes de que llegara otro.
O afronta las consecuencias de no hacerlo.
Mi madre, a veces, podía llegar a parecer una mafiosa.
Era mejor no prolongar la espera de lo inevitable. Marqué su número y me puse de pie, mirando por la ventana. Ya eran casi las nueve de la noche.
Y, como seguro que había estado esperando una respuesta, apenas tardó dos segundos en responder.
—¡Jennifer! —chilló—. ¡He estado todo el día esperando que me llamaras!
—Lo siento, mamá. No he encontrado un hueco hasta ahora.
Era mentira, claro, pero eso no iba a decírselo. Simplemente, no había querido oír lo que tenía que decirme.
—No pasa nada —me dijo, aunque era obvio que no se lo había creído, y luego suspiró—. Cielo, tenemos que hablar de...
—Dinero —finalicé por ella.
—Sí..., sabes que..., bueno..., tu padre y yo no estamos atravesando un buen momento.
—Lo sé, mamá.
—Hemos tenido que prestar dinero a Shanon para el material escolar del pequeño Owen, y tus hermanos..., bueno, también han necesitado dinero para su taller. Ahora mismo..., bueno, no sé cómo decirte esto, pero...
—No tenéis dinero para pagarme la residencia.
Intenté con todas mis fuerzas no sonar enfadada. ¿Por qué sí había dinero para dárselo a mis hermanos, aunque no tuvieran ni idea de coches, pero no para mi educación?
Pero nunca se lo diría a mi madre. Sabía que ella intentaba tenernos siempre a todos contentos. No quería que se sintiera mal. Aunque, a veces, podía hacer que yo me sintiera así.
—Lo siento, cielo —me dijo, y sonó sinceramente triste—. He intentado hacer cuentas, pero de verdad que no tenemos dinero suficiente. No para este mes, al menos.
—Lo entiendo, mamá.
—Eres un cielo —me dijo, y casi podía ver que se ponía en modo drama—. Teníamos que ingresar el dinero ayer y...
—Lo sé —repetí—. Buscaré la manera de... no sé... de seguir viviendo aquí.
—Oh, sí, claro...
Esperé a que terminara, pero no lo hizo.
—¿Pero...? —Enarqué una ceja.
—Pero... podrías volver a casa, Jennifer —me sugirió—. Un mes ha estado bien para pasarlo fuera, pero... quizá podrías pensar en volver con nosotros, ¿no? ¿Dónde vas a estar mejor que en casita con tu familia, que te quiere más que nadie en el mundo?
—Mamá, ya hemos hablado de esto antes.
—Y sigues insistiendo en quedarte ahí, sola, sin nosotros.
—No estoy sola, he hecho amigos.
—¡Aquí también tienes amigos!
—Oh, sí, esa gran amiga que no me ha hablado en un mes. Estoy encantada con ella.
—Bueno, yo soy tu amiga, ¿no?
—Mamá... —Suspiré.
—Vale, ¡pero quiero que vuelvas igual!
—Quiero quedarme —insistí—. Además, me habéis pagado las asignaturas del semestre. No quiero tirar ese dinero a la basura.
—Tu bienestar es más importante que ese dinero, Jennifer, ya lo sabes. Además, hicimos un trato.
—Ese trato era hasta diciembre —le recordé—. Y me dijiste que sería entonces cuando tendría que decidir si quería seguir aquí o volver a casa. Estamos en octubre. A principios de octubre.
—Pero si quieres volver antes, nadie te juzgará por ello.
—Mamá, quiero quedarme —repetí.
Ella suspiró.
—Mira, no tienes por qué buscar trabajo. Bastante tendrás con estudiar.
—No es para tanto —le aseguré—. No hacemos gran cosa.
Al menos, yo no hacía gran cosa. Quizá mis compañeros sí.
—De todas formas, no quiero obligarte a trabajar. Intenta encontrar alguna forma de pasar este mes o... No sé, Jennifer... El mes que viene no tendremos que pagarles nada a tus hermanos y tendremos suficiente para darte el dinero. Ya te lo devolveremos. Solo... búscate la vida por este mes, ¿vale?
—Está bien —suspiré.
—Aunque, si para entonces ya has cambiado de opinión...
—Mamá —la corté, entornando los ojos—, esto no será una estrategia para que quiera volver a casa, ¿no?
—¿Cómo puedes pensar eso de mí? —preguntó ella con voz chillona.
—Porque te conozco. Y se te pone la voz aguda cuando mientes.
—No es verdad —me dijo, otra vez con voz chillona.
—¡Mamá, podría dormir en la calle!
—O podrías volver a casa.
—Vale —le dije, respirando hondo—. Mira, mejor lo dejamos aquí. Ya me las apañaré yo sola por un mes. Buenas noches.
—No te enfades, cariño...
—No me enfado.
—No mientas a tu madre.
—¡Acabas de mentirme tú a mí!
—¡Y no me respondas mal!
Suspiré.
—Buenas noches, mamá.
—Buenas noches, Jennifer, cariño, te quiero, abrígate y come bien, ¿me oyes?
—Sí, mamá.
—¡Y no estés enfadada conmigo!
Colgué el teléfono y me quedé mirando mi pequeña ventana atascada con expresión triste. Sabía que esto iba a pasar, pero una parte de mí esperaba que fuera más tarde, no tan pronto.
Sabía que la razón principal de esa falta de dinero podía ser que mamá quisiera que volviera a casa, pero también era cierto que no estábamos bien de ingresos. Nunca lo habíamos estado. Y no quería abusar de mis padres. Quizá sí que debería conseguir trabajo. Algo provisional para pagarme yo sola la residencia y que pudieran olvidarse de mí por un tiempo.
Oh, y debía pensar rápidamente en un lugar en el que pasar las siguientes cuatro semanas. Fundamental si no quería quedarme en la calle en caso de no encontrar trabajo.
Como no sabía qué hacer, miré mi móvil un momento y me encontré a mí misma buscando el número de Ross.
Me llevé el móvil a la oreja, un poco más nerviosa de lo que debería solo por una llamada. Él respondió casi al instante.
—Si es mi pequeño saltamontes.
—Hola, Ross. —Sonreí.
—¿A qué debo el placer de esta llamada?
—Pues... a nada en concreto, la verdad.
Casi pude visualizar su sonrisa.
—¿Has llamado solo porque querías oír mi voz, Jen? Te estás volviendo muy romántica.
—No es eso, idiota. —Me puse roja—. ¿Estás...? ¿Estás haciendo algo interesante?
—Depende. ¿Ver a Will y Naya succionarse el uno al otro mientras Sue come helado se considera interesante?
—Más o menos. —Me reí.
—Pues más o menos. ¿Por qué? ¿Quieres venir?
—Bueno, tampoco quiero obli...
—Voy a buscarte.
—Oye, Ross, no...
Pero ya había colgado. Sacudí la cabeza y me escondí el móvil en el bolsillo, un poco más animada. Al menos, Ross me alegraba la basura de noche.
Me quité el pijama y me puse ropa cómoda, mirándome en el espejo. Estuve pendiente unos instantes de esconder el mechón de pelo que siempre se me escapaba de detrás de la oreja y me detuve en seco. ¿Por qué me estaba preocupando tanto de cómo me veía? Solo iba a casa de Will.
Chris estaba jugando con el móvil cuando bajé las escaleras.
—Hola, Chris —lo saludé al pasar.
Él levantó la cabeza tan rápido que pensé que se habría hecho daño.
—¡Jenna! —me llamó, dejando el móvil a un lado—. Tengo que hablar contigo, ha habido un problema con...
—El pago mensual, lo sé... —Asentí con la cabeza—. Estoy pensando en cómo solucionarlo. Te prometo que, si no consigo el dinero en dos días, me iré a otra parte a dormir y no te molestaré.
—Jenna..., si tienes problemas financieros...
—Voy a conseguir el dinero —repetí.
—¿Y dónde vas a dormir hasta entonces?
—No..., no lo sé.
No pareció gustarle demasiado. Hizo una mueca.
—Mira, si estás mal de dinero, puedo intentar atrasarlo una semana más para que encuentres la forma de pagarlo —me dijo—. Pero ese es el máximo antes de que mi jefe se entere de que no has pagado.
—Chris, muchas gracias. —Suspiré.
—No quiero tener cargo de conciencia porque duermas en la calle.
—¿No... no puedo pagarte el mes que viene? Te pagaría los dos meses juntos. Es que ahora mismo no...
—Si fuera por mí, te prometo que te dejaría. Pero no puedo.
Chris podía ser rarito y pesado con las normas de la residencia, pero lo cierto es que era muy buena persona. Casi me entraron ganas de llorar. Hacía mucho tiempo que nadie se ofrecía a hacer algo bueno por mí.
—No te imaginas lo que necesito un abrazo ahora mismo —le dije en voz baja.
Chris hizo un ademán de inclinarse por encima del mostrador, pero en ese momento alguien me abrazó por la espalda y me apretujó. Levanté la cabeza y me encontré con la sonrisa de Ross.
—¿Y por qué no me lo pides a mí? No te diré que no. —Levantó la mirada—. Hola, Chrissy.
—Quedamos en que no volverías a llamarme así, ¿recuerdas? —Él puso mala cara—. Haces que pierda autoridad.
—Vale, Chrissy. —Ross sonrió y me miró—. Bueno, ¿de qué hablabais? ¿De los condones de sabor a mora?
—¡Eso son secretos de la residencia! —Chris frunció el ceño.
—No puedes pretender dar condones de sabores por el campus sin que se entere todo el mundo.
—Eres un chismoso —le dijo a Ross, indignado—. Hablábamos de los problemas financieros de Jennifer.
Lo miré con los ojos muy abiertos.
—Gracias por la discreción, Chris.
—Ups... —Él sonrió, incómodo—. Hablábamos de... sí, de condones con sabor a mora.
Suspiré.
—Muy hábil.
—¿Estás mal de dinero? —me preguntó Ross, soltándome.
No supe por qué, pero me resultaba muy vergonzoso hablar de eso con Ross, que me miraba con curiosidad, como si tener problemas de dinero fuera lo más anormal del mundo.
—No —dije torpemente—. Bueno... sí, pero no pasa...
—¿No puedes pagar este mes? ¿Es eso?
—Eso es privado. —Miré a Chris con rencor.
Él fingió jugar al Candy Crush, pero en realidad estaba escuchando cada palabra que decíamos.
—Vamos, puedes decírmelo. —Ross atrajo mi atención.
—Sí —dije finalmente—. No tendré el dinero hasta el mes que viene. Si sabes de alguien que ofrezca trabajo de... algo..., lo que sea, sería útil.
Él lo pensó un momento.
—No, no conozco a nadie.
—Vaya. —Suspiré.
—Pero tengo algo mejor. —Me sonrió, entusiasmado—. ¡Podrías venirte a vivir con nosotros!
Me quedé mirándolo, pasmada.
—¿Eh?
—¡Ya me has oído!
—Sí, pero creo que no lo he entendido bien. Es decir..., ¿qué?
—Vamos, ya eres parte de nuestro selecto grupo de amigos.
—No hace ni un mes que me conoces, Ross. Podría ser una asesina.
—Estoy dispuesto a arriesgarme.
—¡Y tendrías que aguantarme todo el día!
—Oye, yo ya estoy convencido, no necesitas seguir intentándolo.
Puse los ojos en blanco cuando me sonrió.
—No creo que pueda aceptar.
—Pero si ya prácticamente vives con nosotros. Solo es cuestión de transportar tus cosas.
—Ross, no tengo dinero —recalqué.
—Pero es temporal, ¿no? Has dicho que el mes que viene tendrás dinero de nuevo, así que podrás volver aquí.
—Sí, pero tendré que pagar algo si voy a vivir con vosotros.
—¿Qué? —casi pareció ofendido—. Déjate de tonterías. Si no tienes dinero, no vamos a obligarte a pagar.
—Y, mientras, ¿cómo me gano mi lugar en el piso? ¿Con amor?
—Es una opción a la que no me negaré.
—¡Ross, lo digo en serio! No tengo cómo pagarte.
—Mira que eres pesada, ¿cuándo he dicho yo que tuvieras que pagarme nada?
Me quedé mirándolo, confusa.
—No puedo meterme en vuestra casa, así... porque sí.
—Claro que puedes, te estoy invitando a hacerlo.
—Will y Sue podrían enfadarse.
—Will no se enfadaría nunca contigo. Además, probablemente Naya venga más por casa para verte, y estará más contento. No será muy agradable para los demás por los gritos, pero estoy dispuesto a sacrificarme a cambio de tu compañía.
—¿Y Sue?
—Vamos, Jen, Sue nos detesta a todos, ¿qué más da lo que piense? Si lo raro es que todavía no nos haya matado mientras dormíamos.
—No sé qué decirte, Ross...
—Entonces, di que sí.
Chris ya no disimulaba, nos miraba con curiosidad.
—No puedo marcar tu habitación como ocupada si no la pagas. En caso de que alguien la quisiera, tendría que dársela.
—Pero si nadie la quiere..., Jen podrá volver dentro de dos meses, como si no hubiera pasado nada. —Ross sonrió.
—¿No era un mes? —Fruncí el ceño.
Ambos me ignoraron.
—Muy bien, pero si en dos meses nadie la quiere, será un milagro. Puedes dejar algunas cosas ahí, pero en caso de que alguien la alquile...
—Ya vendremos a recogerlas —añadió Ross.
Mientras, yo estaba entrando en cortocircuito, intentando seguir su conversación.
—E-espera, ¿dos meses? Yo hablaba de solo un...
—Tres meses me parece bien —interrumpió Ross.
—¡¿Tres?! ¿Qué...?
—Bien, entonces, solo tienes que firmar aquí como si abandonaras la residencia. —Chris me pasó una hoja—. Intentaré ofrecer cualquier otra habitación si viene alguna chica nueva. Eso servirá para distraer a mi jefe.
Miré a Chris y luego a Ross. Uno parecía pensativo, el otro entusiasmado.
—Pero... —Finalmente mis ojos se detuvieron en Ross—. ¿Estás seguro de esto? ¿Tienes sitio para mí?
—Yo siempre tengo sitio para ti.
—Ross, estoy hablando en serio.
—Queee sííí, que lo tengo.
—¿De verdad? ¿Y dónde se supone que voy a dormir? ¿En el sofá?
—Claro que no.
—¿Entonces?
—Conmigo, obviamente.
Chris empezó a atragantarse con el agua que estaba bebiendo, y tuvo que llevarse una mano al corazón. Yo abrí la boca y volví a cerrarla, notando que se me calentaban las mejillas.
Ross debió de vernos las caras, porque al instante levantó las manos en señal de rendición.
—Oye, que soy inofensivo —me aseguró—. No te haré nada.
—Me lo imaginaba. —Solté una risita nerviosa.
—A no ser que me lo pidas, claro.
Idiota. Ya estaba enrojeciendo por segunda vez en menos de diez segundos.
—No te lo pediré —mascullé.
Él sonrió ampliamente y me puso una mano en la nuca.
—Eso está por ver.
Le sostuve la mirada y vi que la suya brillaba. Sacudí la cabeza, divertida, haciendo que su sonrisa se ensanchara. Me quité su mano de encima.
Y, mientras tanto, Chris nos miraba, claramente incómodo.
—Ejem..., todavía tienes que firmar, Jennifer.
Leí la hoja, pensativa, antes de mirar a Ross.
—¿Y a ti no te importa tener que compartir la cama?
—¿Contigo? No.
—¿Puedes hablar en serio por un momento?
—¿Qué te hace pensar que no lo digo en serio?
—¡Ross!
—Vamos, mi cama es enorme. Yo no uso ni la mitad. Y es mejor que nada.
—No sé...
—¿Cuál es tu otra opción? ¿Dormir en un banco del parque?
—Los bancos son interesantes, ¿vale? Y tienen vistas bonitas...
—... y son considerablemente incómodos, sí.
Lo pensé un momento.
—Ross..., no quiero deberte...
—Olvídate ya de deberme nada. —Me cogió de la mano y me llevó hacia las escaleras con una sonrisa de oreja a oreja—. Venga, vamos a buscar tus cosas.
—¿Ya? —pregunté—. P-pero... tengo... tengo que avisar a mi... a mi madre y...
—¡Y tienes que firmar! —me chilló Chris, agitando el papel.
Ross lo ignoró y siguió guiándome hacia las escaleras.
—¿No deberías avisar a Will? —pregunté.
—¿A Will?
—Bueno, es su piso. Creo que lo agradecerá.
—Pero si es mío.
Me detuve y lo miré, sorprendida.
—¿Es tuyo?
Él enarcó una ceja.
—Intentaré ignorar el tono de sorpresa, jovencita.
—Es que... siempre he creído que era de Will. No sé por qué.
—Pues es mío. Te estoy abriendo las puertas de mi humilde morada. Puedes sentirte afortunada.
—Sí, y las de tu cama —bromeé.
—Esas han estado abiertas para ti desde hace ya un tiempo.
—Venga, ven a ayudarme y déjate de tonterías.
Durante la siguiente media hora, él estuvo sentado en mi cama viendo cómo yo iba de un lado a otro lanzando cosas a una maleta y colocándolas más o menos bien. Me pareció más pequeña que la última vez que la había usado.
De vez en cuando, se agachaba y miraba con curiosidad alguna prenda para volver a dejarla en su lugar.
—¿Por qué tienes tantas cosas? —preguntó, confuso—. Si siempre vas con lo mismo.
—Eso no es cierto —le dije, ofendida, mirándome a mí misma.
—No me malinterpretes, me encanta lo que llevas siempre. Ojalá ni siquiera lo llevaras.
Le lancé unos pantalones a la cara y él los dejó en la maleta, riendo.
—Hoy te has levantado inspirado, ¿no?
—Yo siempre estoy inspirado. Pero lo disimulo para no asustarte.
—¿Te crees que soy tan fácil de asustar?
—¿Te recuerdo lo de la monja loca?
—¡Eso es diferente!
—Sí, sí. Muy diferente.
Hizo una pausa para colocar mejor unos pantalones que yo había tirado de mala manera.
—¿Y cómo es que no tienes dinero para pagar este mes? —me preguntó con curiosidad—. ¿En qué te lo has gastado?
—En nada. Mis padres se lo han dejado todo a mis hermanos mayores. —Lancé unos calcetines a la maleta con más fuerza de la necesaria—. Creen que es mejor invertir en un taller de coches que en mis estudios.
—¿Cuántos hermanos tienes?
—Cuatro.
Él levantó las cejas.
—Todos mayores que yo.
—¿Todos chicos?
—Todos, menos la mayor, Shanon. Pero ella vive con su hijo Owen y su novio intermitente.
—¿Intermitente? —Sonrió.
—No es el padre de Owen. Es un chico que conoció hace unos meses. Se pasan el día discutiendo y volviendo. Seguro que el pobre niño está cansado de ellos. —Me quedé mirándolo—. ¿A qué vienen las preguntas?
—Es que nunca me hablas de tu familia.
Me quedé pensándolo un momento. Después seguí doblando ropa.
—Tampoco hay mucho que contar, la verdad.
—A mí me parece interesante.
—Sí, es fascinante... —ironicé.
—Lo es. —Él alcanzó unas bragas grandes y viejas que solía usar cuando me venía la regla y levantó las cejas—. Preciosas.
Se las quité de la mano y las hundí en la maleta, avergonzada.
—No toques mi ropa interior —le advertí.
—Sí, señora.
Cuando por fin pude cerrar la maleta, él se ofreció a cargarla hasta abajo, donde encontramos a Chris plantado delante de la puerta como si fuera un policía.
—De aquí no sale nadie hasta que firmes esto —me dijo.
—Quita, Chrissy —le dijo Ross, pasando por su lado con mi maleta.
—¡He dicho que de aquí no sale nadie! —chilló él—. ¡Y no me llames así!
—Vive un poco —le dijo Ross, suspirando.
—¡Yo tengo una vida muy plena! —le gritó Chris antes de mirarme—. La firma, Jenna.
Firmé su hoja de papel y se la devolví. Él me sonrió, satisfecho.
—Pórtate bien —me dijo—. Aunque, si le das un puñetazo de mi parte, mejor.
—Lo tendré en cuenta —le sonreí—. Nos vemos, Chris.
Salí del edificio y vi a Ross cargando mi maleta en el coche. En cuanto estuvimos sentados, me puse el cinturón enseguida —la precaución era importante—, aunque lo cierto es que me estaba acostumbrando a su manera de conducir. De hecho, me estaba acostumbrando tanto que los demás me parecían muy lentos en comparación con él.
—Will estará muy contento cuando te vea —me dijo—. Y Naya también.
—Naya va a estar sola en su habitación —le dije, confusa—. No creo que esto la haga muy feliz.
—Ya te lo he dicho antes, prácticamente vive con nosotros. Os veréis más así.
Lo miré con los ojos entornados.
—¿Por qué estás tan contento con la situación, Ross?
Él se encogió de hombros, sonriente.
—No lo sé.
Le pinché la mejilla con un dedo y él sonrió todavía más.
—Sí lo sab...
—¿Escuchamos música? —me interrumpió, subiendo el volumen.
El trayecto transcurrió muy tranquilo, con la música de fondo, y llegamos a su aparcamiento rápidamente. Bajó mi maleta, resoplando.
—Parece que llevas piedras aquí dentro.
—Pues pesa lo mismo que el primer día.
—No lo creo. Seguro que has metido más cosas para que me resulte difícil cargar con ella. Tienes una mente perversa.
—O eso —le sonreí malévolamente— o es que eres un debilucho.
Él estaba ocupado peleándose con el mango de la maleta para sacarlo, pero se detuvo para entornar los ojos en mi dirección.
—¿Eso es un reto?
Dejé de sonreír, confusa.
—¿Eh?
—¿Lo es, pequeño saltamontes?
—N-no... no es...
—Ya lo creo que lo es —me interrumpió.
Y, antes de poder reaccionar, noté que me agarraba por las rodillas y me levantaba del suelo. Me quedé mirando el aparcamiento al revés un momento antes de darme cuenta de que me tenía colgada de su hombro.
—¡Ross, bájame!
—No haberme provocado.
—¡¡¡Ross!!!
Me ignoró completamente y levantó la maleta con la otra mano, llevándonos a ambas al ascensor, como si nada. Yo intenté retorcerme un poco, pero no sirvió de mucho, así que me crucé de brazos boca abajo, enfurruñada.
—Me está subiendo la sangre al cerebro —protesté.
—¿Qué cerebro?
Abrí los labios, ofendida, y le di un golpe con la mano en la espalda que hizo que diera un respingo.
—¡Oye! —protestó—. Ten cuidado o nos mataremos los dos.
—¡Si me bajaras, no correrías peligro!
—Es que me gusta estar así —dijo, entrando en el ascensor.
—¿Y eso por qué?
—Mi mano está más cerca de tu culo de lo que me dejarías ponerla si estuvieras en el suelo. Es un gran incentivo.
Mi cara se puso del color de la sangre cuando de pronto noté todos y cada uno de sus dedos justo debajo de mi culo. No estaba tan cerca como él insinuaba, pero ahora todo mi cuerpo era demasiado consciente de ese contacto.
—Se acabó, pervertido, ¡bájame!
—¿Puedo tocarte el culo antes de hacerlo?
—¡Ross!
—¡Es solo para llevarme un buen recuerdo!
—¡No!
—Como quieras, aburrida.
Me dejó en el suelo y yo me coloqué el pelo y la ropa, malhumorada y roja. Él me observaba con una sonrisita.
—¿Qué? —pregunté.
—Nada. Ha sido un placer tocarte el culo.
—No me lo has tocado, idiota.
—Pues casi tocarte el culo. He estado a punto de saborear la gloria.
—Nunca saborearás la gloria.
—¿Estás volviendo a retarme? Porque yo siempre gano un reto, pequeño salt...
—¡No te estoy retando! —le dije enseguida.
Su sonrisa se volvió todavía más divertida y yo fruncí el ceño, desconfiada.
—¿Y ahora qué te hace tanta gracia?
—Si alguien abriera las puertas y nos viera..., contigo tan roja, despeinada y con la ropa arrugada..., ¿qué crees que pensaría?
—Que eres un idiota. —Le clavé un dedo en el pecho—. Eso pensaría.
Él se rio a carcajadas, poco afectado.
Abrió la puerta del piso y me dejó pasar. Sin embargo, fue él quien llegó primero al salón con una sonrisa de oreja a oreja. Casi parecía que iba a anunciar la noticia de nuestras vidas.
—¡Me he ido con las manos vacías y vuelvo con una nueva inquilina!
Entré en el salón con la maleta.
—Hola —los saludé con una pequeña sonrisa avergonzada.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Will, mirándonos con confusión.
—Vengo a vivir con vosotros. —Soné un poco más entusiasmada de lo que me hubiera gustado.
—Así es. —Ross sonrió ampliamente.
—¿Qué? —chilló Naya.
—Bueno, de forma temporal —aclaré.
—De eso nada —dijo él—. Hemos decidido llevar nuestra relación un paso más allá. —Ross me pasó un brazo por encima de los hombros—. Os pedimos un poco de privacidad y respeto en estos momentos de felicidad extrema y apoteósica.
—¡¿Qué?! —Naya abrió los ojos como platos.
—Que no es verdad, Naya. —Me separé de él, que se estaba riendo—. Voy a pasar una temporada aquí. Si no os importa.
—Por mí, perfecto —me dijo Will con una sonrisa amable—. Seguro que eres mucho mejor compañía que estos dos.
Sue me analizó un momento y, cuando parecía que iba a hablar, Will la interrumpió:
—¿Sabes cocinar?
—Un poco, sí. —Me encogí de hombros.
—¡Por fin alguien que sabe co