Etéreo (Bilogía Extraños 1)

Joana Marcús

Fragmento

cap

 

 

 

 

Victoria

 

Observó su reflejo una última vez. Pese a conocer cada detalle, consiguió encontrarse un nuevo defecto.

 

 

Caleb

 

Observó su reflejo una última vez. No le dio demasiada importancia.

 

 

Victoria

 

Tras un suspiro, rebuscó en su montón de ropa para encontrar su camiseta blanca.

 

 

Caleb

 

Tras un suspiro, alcanzó una camiseta negra perfectamente doblada.

 

 

Victoria

 

También rebuscó en los cajones de su mesita de noche hasta encontrar una goma de pelo.

 

 

Caleb

 

También abrió el primer cajón de su mesita de noche y cogió la pistola.

 

Victoria

 

Con apuro, se ató los tres botones del cuello de la camiseta. Al ver el logo del bar, no pudo evitar una mueca de desagrado.

 

 

Caleb

 

Con paciencia, se subió la cremallera de la chaqueta. Al notar que la pistola se le clavaba en las costillas, no pudo evitar una mueca de hastío.

 

 

Victoria

 

Salió de la habitación con las manos en las caderas —una postura que había adoptado mucho tiempo atrás como su favorita— y entró en el ya bautizado salón-comedor-cocina-estudio de su diminuto piso. El sospechoso principal no estaba en el sillón. Probó en el cuarto de baño, pero en la cajita de arena tampoco había señales de vida.

Tan solo quedaba una alternativa.

Y, por supuesto, estaba tumbado en su almohada.

—Joder, Bigotitos…, ¿te gustaría que yo mordiera tus cosas?

A modo de respuesta, recibió un bufido gatuno.

Enfadarse requería tiempo y no iba sobrada, así que recuperó la reliquia perdida —las zapatillas—, se las puso a toda velocidad y corrió hacia la puerta.

Iba tan despistada que tuvo que volver a entrar, solo para apagar la luz.

 

 

Caleb

 

Contempló la habitación con los brazos cruzados —una postura que había adoptado mucho tiempo atrás como su favorita— y se acercó a la cristalera, pensativo, para observar el bosque desierto que se extendía ante él.

Tras unos instantes, volvió a acercarse a la cama para recoger las botas y ponérselas. Estaban impolutas, tal como le gustaba.

Abandonó el dormitorio sin mirar atrás.

 

 

Victoria

 

En cuanto salió del edificio, empezaron a castañearle los dientes. El frío y la humedad eran muy malos compañeros; por muchas capas de ropa que usara, nunca parecían suficientes. Además, era de noche. Odiaba salir de noche.

Victoria trató de meterse las llaves en el bolsillo de la chaqueta, pero estaba tan distraída que se le cayeron al suelo y tuvo que agacharse para recogerlas.

 

 

Caleb

 

En cuanto salió de casa, calculó la temperatura de forma un poco ausente. Ni siquiera podía afectarle, así que no era muy relevante. Además, era de noche. Le encantaba salir de noche.

Mientras entraba en su coche, dio la vuelta a las llaves con un dedo. Condujo con una mano en el volante y la mirada clavada en la carretera.

 

 

Victoria

 

Se preguntó qué le tocaba esa noche. Una bronca del jefe, seguro. Qué pereza.

 

 

Caleb

 

Se preguntó qué le tocaba esa noche. Un interrogatorio, seguro. Qué desidia.

 

 

Victoria

 

Qué frío, por Dios. Trató de buscar calorcito con las manos en los bolsillos, pero era inútil.

 

Caleb

 

Aparcó con un solo movimiento. Mientras salía, se ajustó la chaqueta y, con tranquilidad, se colocó un cigarrillo entre los labios.

 

 

Victoria

 

Mientras tanto, giró a la derecha.

 

 

Caleb

 

Mientras tanto, giró a la izquierda.

 

 

Victoria

 

Al escapársele un vaho de aire frío, no pudo evitar una sonrisa.

 

 

Caleb

 

Al soltar el humo entre los labios, advirtió que la chica que pasaba por su lado estaba sonriendo.

 

 

Victoria

 

El chico que pasaba por su lado la había visto. Dejó de sonreír, avergonzada.

 

 

Caleb

 

La chica se había dado cuenta. Dejó de mirarla, incómodo.

 

 

Victoria

 

No pudo diferenciar muchos detalles; estaba a contraluz y su rostro quedaba completamente sumergido entre las sombras.

 

 

Caleb

 

La vio perfectamente. La luz le daba de frente e iluminaba cada uno de sus rasgos.

 

 

Victoria

 

Como él apartó la mirada, decidió imitarlo y centrarse en sus propios pasos.

 

 

Caleb

 

Como ella apartó la mirada, aprovechó para echarle una última ojeada. Se alargó más de lo que esperaba, hasta que estuvieron a varios pasos de distancia. Y, entonces, volvió a centrarse en el frente.

 

 

Victoria

 

Cuando estuvieron a unos pasos de distancia, se volvió solo para comprobar si seguía observándola.

Pero él ya no la miraba.

 

 

Caleb

 

Cuando llegó al final de la calle, por impulso, se volvió una última vez.

Pero ella ya no estaba.

1

 

 

Unas semanas más tarde

 

Victoria

 

—¿Estás sorda, niña?

No, pero sí que estaba hasta las narices de aguantar idioteces.

Victoria intentó no perder la paciencia. De verdad que lo intentó. De no conseguirlo, terminaría estampándole una bandeja contra la cabeza al puñetero cliente, y su puñetero jefe observaba la situación desde la puñetera barra.

Eso de mantener la sonrisa en situaciones de tensión… nunca había sido su punto fuerte, la verdad. ¿No decían los psicólogos que ignorar los problemas los empeoraba? ¿Quién era ella para contradecirlos?

Ojalá pudiera aplicar esa filosofía a los clientes cabrones que no sabían ni lo que pedían. El que tenía delante era el perfecto ejemplo; chasqueaba los dedos para llamarla, le hablaba como si tuviera cinco años y una gominola pegada al bulbo raquídeo… Un perfecto ejemplar de todo lo que estaba mal en la sociedad. Al menos, cuando se trabajaba de camarera en el bar decadente del final de la avenida.

Pero quería su sueldo, así que contuvo la retahíla de insultos y apretó la bandeja con más fuerza.

—Señor —dijo con dulzura, aunque sospechó que debía de parecer una asesina sonriente—, ha pedido un manhattan y es lo que…

—Si quisiera esta mierda, me quedaría en mi casa.

Ojalá.

En realidad, quien había pedido el cóctel era la esposa del idiota. Estaba sentada delante de él con las mejillas teñidas de un rojo muy intenso. La pequeña copa roja permanecía en el centro de la mesa, como si quien la tocara primero fuera a tener la culpa del malentendido.

—Ha pedido un manhattan y es lo que he traído, señor —repuso Victoria sin inmutarse—. Whisky con vermut rojo.

—Si te pido una cerveza, ¿también me la traerás en este vasito de mierda?

—Las cervezas pueden ir en vasos o jarras. Al tratarse de un trago fuerte, el manhattan se recom…

—¿Un trago fuerte? —repitió en un tono burlón que resquebrajó la expresión neutral de Victoria—. ¿Y tú qué sabrás? ¿Alguna vez lo has probado? Seguro que no eres ni mayor de edad.

¿La estaba llamando niñata? Porque ella podía llamarlo viejo idiota.

A esas alturas, sus nudillos se habían teñido de blanco y sus dedos de rojo. No soportaba que la trataran como a una niña pequeña. ¡Tenía veinte años!

Mientras el conflicto se alargaba, otras mesas habían empezado a impacientarse. Victoria sabía que una mujer del fondo le hacía gestos para pedir la cuenta, y que otros cuantos la seguían con la mirada intentando entablar contacto visual. ¡Como si ella tuviera la culpa de no poder largarse! Miró atrás con la esperanza de que Daniela o Margo, sus compañeras, pudieran ayudarla. No fue el caso. Estaban tan ocupadas como ella.

—Es el tamaño estándar —insistió en tono paciente—. Si lo prefiere, puedo traerle otra bebida que se sirva en un vaso más grande.

—He pedido esto.

—¿Qué le gustaría que hiciera, entonces?

—Me encantaría que te callaras de una vez. No sirves para nada.

—Cariño… —susurró su esposa, avergonzada.

—No te pongas de su parte solo porque es una niña, ¡tiene que aprender a trabajar!

Paciencia. Un bandejazo parecía divertido, pero un calabozo no tanto.

—Puedo ofrecerle una bebida más grande, señor —repitió Victoria—. En el menú encontrará una amplia variedad de opciones.

—Entonces ¿no tendré que pagar por esto?

—Bueno…, no puedo devolverlo. Es lo que ha pedido.

—Pero ¿qué clase de trato al cliente es este? —saltó, furioso—. ¿También vas a cobrarme por respirar el aire de este puto antro?

—Por favor, no alce la voz. Hay fotos en el menú, señor. Si no le gustaba la copa, puede pedir otra cosa.

En su cabeza, todos y cada uno de esos «señor» eran un «puñetero amargado».

Él dio un respingo, como si acabara de electrocutarse con su puñetera amargura.

—¿Ahora es culpa mía por no mirar el menú?

Sí, puñetero amargado.

—No, señor.

—¿A ti te pagan por opinar o por servir bebidas?

A Victoria empezó a hinchársele una vena del cuello. Estaba casi segura de que, si seguía aguantándolo, iba a explotarle. Su único consuelo era que, por lo menos, le explotaría en la cara al amargado.

—Desde luego —masculló— no me pagan por discutir sobre el tamaño de un vaso.

—¿Cómo te atreves?

—¿Quiere cambiar la bebida o no?

—Mírate, ¡eres una maleducada! No me extraña que este sitio esté medio vacío.

—Mejor vacío que lleno de clientes que no saben lo que piden.

—¿Perdona?

—Hay fotitos para la gente que no ha pedido un cóctel en su vida, señor.

Debió de entender que esa última palabrita estaba pronunciada como un insulto, porque enrojeció en tiempo récord. Si a Victoria no le explotaba la vena, a él le estallaría la cabeza.

—¿Dónde está el encargado? —exigió, furioso.

—Cariño… —volvió a intervenir la esposa.

—¡Tráeme ahora mismo al encargado!

Victoria quiso pedirle que bajara la voz, pero entonces un brazo le envolvió los hombros. Se quedó muy quieta. Andrew, su jefe y dueño del local, la atrajo contra sí. Había esbozado una sonrisa, pero era muy tensa.

Mierda.

—¿Hay algún problema? —preguntó con su habitual tono empalagoso.

La tenía tan sujeta que Victoria no veía más que el Rolex dorado que le había plantado frente a la cara. Se preguntó si solo tenía ese y lo lucía todos los días. Ni siquiera funcionaba, lo usaba para presumir. ¿A quién intentaba engañar?

Victoria también se preguntaba dónde lo habría robado.

—Sí —espetó el cliente, devolviéndola a la realidad—, claro que hay un problema. Tu camarera está faltándome al respeto.

—¿Mi Vicky faltando al respeto a un cliente? Imposible.

Lo dijo en un tono tan sinceramente sorprendido que Victoria casi se dejó engañar. Luego recordó que la había vuelto a llamar Vicky, apodo que detestaba, y torció el gesto.

—Pues tu Vicky nos ha traído esta porquería cuando le hemos pedido un manhattan.

Andrew lo contempló con una ceja enarcada.

—Sí, veo que lo ha traído.

—¿Has visto el tamaño de este vaso?

—El mismo que pone en la carta, sí.

—Entonces ¿es culpa nuestra por pedirlo?

—Me alegra que se responda a sí mismo, señor. Hace que la conversación sea mucho más fluida.

El cliente abrió la boca de par en par, ofendidísimo. Acto seguido, soltó un improperio y se puso en pie. Su esposa lo siguió rápidamente, aunque susurró una disculpa al pasar junto a ellos. Y, por supuesto, nadie pagó nada.

En cuanto desaparecieron, Andrew chasqueó la lengua con desaprobación y la soltó.

—He intentado manejarlo sola —aseguró Victoria en voz baja.

—Ay, Vicky, Vicky, Vicky…, ¿qué voy a hacer contigo?

Quiso decirle que no era culpa suya, pero no valía la pena.

—A mi despacho —ordenó él en un tono menos simpático—. Primero limpia la mesa, eso sí. Y tráete el cóctel.

Dicho eso, fue directo a la puerta que había al otro extremo de la barra. Victoria sacó el trapo de su delantal, frustrada, y empezó a limpiar la superficie manchada de líquido rojo. Con la otra mano, tuvo que sujetar el dichoso manhattan.

 

 

Caleb

 

Con tantas opciones en la familia…, ¿de verdad tenía que trabajar con Axel?

Estaba sentado a su lado, en el asiento del copiloto. Su ruidosa forma de respirar le estaba volviendo loco, por no hablar del ruido que emergía del bar que tenían al lado. Los estímulos de los clientes eran tantos y tan ruidosos que necesitaba un respiro. Bajó la ventanilla, impasible ante el aire frío de la noche, se encendió un cigarrillo y soltó el humo hacia el exterior.

—¿Se puede saber qué hacemos aquí? —preguntó Axel con impaciencia.

Caleb, que seguía observando el local, no le respondió. Se trataba de un bar pequeño y bastante destartalado. Unos cuarenta años, por lo menos. Había visto tiempos mejores. Las mesas de madera estaban agrietadas; las botellas del fondo, llenas de polvo —y de agua—; las luces parpadeaban y las camareras se paseaban con expresión de abatimiento.

—¿Desde cuándo nos dedicamos a mirar fijamente por la ventanilla? —insistió Axel.

Caleb observó a las dos camareras. Una pelirroja hablaba con unos clientes, otra rubia estaba agachada junto a la barra. Podía oler a una tercera, pero había desaparecido tras la puerta que apestaba a tabaco y a sustancias psicotrópicas. Distraído, exhaló lentamente otra bocanada de humo.

—¿Hola? —El cansino de Axel no se daba por vencido—. ¿Sabes mantener una conversación, al menos?

—Sí.

—¿Y me puedes explicar qué hacemos aquí?

Caleb ni siquiera lo miró.

—Estás trabajando, así que céntrate.

—Pues no me parece…

—Lo que me parece a mí es que te pagan por esto, así que limítate a trabajar en silencio. Si tienes que contemplar un bar, lo haces y cierras la boca.

No estaba pendiente de su reacción, pero dedujo que Axel había esbozado una sonrisa. Siempre lo hacía. Tenía un extraño sentido del humor suicida que Caleb no entendía. Aunque, pensándolo bien, no entendía casi ningún sentido del humor.

—Solo decía —insistió su compañero— que podrían aprovechar mejor nuestras habilidades.

—Limítate a hacer lo que nos han dicho.

—Pero dime qué hacemos delante de un bar, por lo menos.

—Esperar a que se vacíe.

Siguió observando a la gente. La camarera pelirroja se había acercado a la barra y, tras intercambiar una mirada con la rubia, pareció que iba a entrar en la puerta por la que había desaparecido la tercera. Acabó por sacudir la cabeza y seguir trabajando.

—Oye —protestó Axel entonces—, no te comportes como si Sawyer te hubiera puesto al mando. Aquí estamos en igualdad de condiciones.

—¿Qué estarán haciendo ahí dentro? —murmuro Caleb.

—¿Estás pasando de mí?

—Cállate.

—¿O qué?

—O rodearé el coche, sacaré lo que tenía preparado para el objetivo y lo usaré contigo.

Ni siquiera tuvo que levantar la voz. Axel permaneció unos segundos en silencio, como si no supiera qué decir, y entonces se rio entre dientes.

—No te atreverías.

Caleb soltó el humo, cerró los ojos un momento y finalmente volvió a centrarse en el bar. Pese a hacerse el duro, Axel no volvió a abrir la boca.

 

 

Victoria

 

El despacho de Andrew era una especie de cueva de olores asquerosos y ventanas siempre cerradas. Victoria se sentó en la única silla disponible aparte de la suya y reprimió las ganas de toser.

Su jefe estaba ya sentado al otro lado de la mesa, revisando unos papeles. Cogió el cóctel sin apenas mirarla y se lo engulló de un solo trago. Victoria respiró hondo. Tratar con Andrew en un día normal ya era difícil, pero cuando se emborrachaba resultaba imposible.

Contempló alrededor para distraerse. Las cortinas estaban cerradas, las estanterías llenas de polvo y la alfombra del suelo acumulaba años de suciedad. No dejaba de encontrar ceniceros llenos de colillas. Ah, y unos horribles trofeos de bolos que Andrew había ganado unos años atrás. Una vez, borracho perdido, los había llenado de alcohol y se había emborrachado con ellos. Tuvieron que sacarlo al callejón trasero antes de que empezara una pelea con varios clientes.

Tras casi cinco minutos de silencio, su jefe se recostó sobre el respaldo del asiento. Con los brazos cruzados, le dedicó una sonrisa.

—¿Piensas contarme qué ha pasado?

Victoria se lo explicó tal como había ocurrido, ¿qué sentido tenía mentirle? Él escuchó en silencio, mirándola fijamente.

—… entonces, has aparecido tú —finalizó—. Pero de verdad que he intentado solucionarlo yo sola.

—Ajá.

No era una reacción muy esperanzadora. Victoria se apretó las rodillas por debajo de la mesa.

—Puedo pagar su bebida —ofreció torpemente.

—Ay, dulzura… ¿Qué voy a hacer contigo? La semana pasada se te cayó un vaso, unos clientes se quejaron porque te habías negado a servirles… Últimamente me das más problemas que soluciones.

Lo del vaso lo había provocado el propio Andrew al darle una palmada en el culo, pero no podía decirlo. Y ¿lo de los clientes? Iban tan borrachos que Victoria les dijo que no deberían seguir bebiendo. Se lo tomaron francamente mal.

Aun así, llevaba las de perder. Lo vio en la expresión de fastidio de Andrew.

—No te daré más problemas —aseguró en voz baja.

—¿Y por qué debería creerte?

—Porque… te lo prometo.

—Ah, ¡me lo prometes! ¿De qué me vale tu palabra si eres una inútil?

—He intentado que cambiara el pedido —insistió ella, testaruda—. ¡Es lo que nos dijiste que hiciéramos en casos así!

—Pero no lo has conseguido, y ahora tengo un cliente menos por tu culpa.

Por su forma de suspirar, cualquiera habría dicho que Andrew se aburría. Rebuscó en el bolsillo y, al ver que ella no reaccionaba, soltó un gruñido de impaciencia. Victoria se apresuró a ir a por un mechero. Al volver, le encendió lo que fuera que quería fumar. Tenía la otra mano escondida tras su espalda en forma de puño.

—Y luego te atreves a pedirme contratos —murmuró Andrew tras la primera calada.

El humo se le escapó entre las fosas nasales.

—Ya me he cansado de verte —informó entonces—. Venga, vete.

—Pero… dijiste que el contrato…

—Cuando mejores, ya hablaremos de firmar. Y hoy te quedas tú sola a limpiar las mesas, dulzura. Es lo mínimo que puedes hacer.

Victoria bajó lentamente el brazo del mechero.

—¿Algo que decir? —insistió Andrew.

—… No.

—Buena chica.

Victoria dejó el mechero sobre la mesa con un poquito más de fuerza de la necesaria. Apenas había alcanzado la puerta cuando oyó el carraspeo.

—No te olvides de limpiar esto.

Sin siquiera prevenirla, Andrew le lanzó el vaso vacío del manhattan. Victoria lo atrapó como pudo y, furiosa, abandonó el despacho.

 

 

Caleb

 

—¿Conoces a la chica?

La pregunta de Caleb hizo que su compañero volviera a concentrarse. Se había entretenido un rato con un juego molesto y ruidoso del móvil.

Siguió la dirección de su mirada. Quedaba muy poca gente, así que resultaba fácil identificarla. Era la única que permanecía tras la barra, y frotaba un vaso como si intentara despedazarlo.

—No —dijo un muy confuso Axel—. ¿Debería?

—No.

—Entonces ¿por qué preguntas?

Caleb desvió el tema con rapidez.

—El objetivo está dentro del local. Tras esa puerta.

—¿Estás seguro?

—Sí.

—Así que la ratita está escondida… No le servirá de nada.

—Las camareras empiezan a irse —observó Caleb.

—¿Entramos por detrás?

No necesitó responder, porque ambos ya salían del coche. Cruzaron la calle por la zona más alejada posible y, sin ninguna prisa, entraron en el callejón que bordeaba el local. Una vez ocultos en la oscuridad, Caleb se centró en oír. Oír y saber cuánta gente quedaba. Mientras tanto, Axel se sacó la pistola de la chaqueta. Ya sonreía otra vez.

 

 

Victoria

 

Si a ella le molestaba tener que quedarse, a Margo parecía joderle el triple. En cuanto lo oyó, estampó el trapo sobre la barra.

—Y una mierda. Me quedo contigo.

—Andrew se enfadaría todavía más con ella —señaló Daniela—. Aunque podríamos intentar…

—Mejor que no intentéis nada —intervino Victoria, que era la única que todavía llevaba puesto el delantal—. Id a casa, que no pasa nada.

Margo se cruzó de brazos. Dani siguió mirándola con poca convicción.

—Bueno —dijo la primera—, pues manda un mensaje por el grupo cuando salgas de aquí y otro cuando llegues a casa.

—Vale, mamá.

—Qué graciosa, la niña. —Margo hizo un gesto a Daniela, que finalmente se separó de la barra—. Nos vemos mañana, Vic.

—¡Hasta mañana! —deseó la segunda—. Avísanos si necesitas alguna cosa, ¿vale?

Victoria las observó con impotencia. Una vez que desaparecieron, suspiró y empezó a poner las sillas sobre las mesas.

 

 

Caleb

 

Abrió los ojos. Las voces de las camareras empezaban a desaparecer calle abajo. Dentro del local, solo había el movimiento de una persona.

—Se han ido —informó en voz baja.

Axel sonrió ampliamente.

—¿Está dentro?

—Sí. Moviendo… muebles.

—Pues vayamos a echarle una mano.

 

 

Victoria

 

Después de quedarse hasta la medianoche, a Victoria no le apetecía despedirse de su jefe. Terminó de barrer tras la barra, vació la pala en la basura y luego preparó las bolsas para, ya de camino a casa, sacarlas al callejón. Se quitó el delantal, comprobó que nadie le había hablado por el móvil y mandó un mensaje a las chicas.

 

 

Grupo: las tres mosqueteras

 

Vic: Ya salgo, mamis

 

Margo: mamis, q porno

 

Dani: No empecéis, por favor

 

 

Dejó el móvil y el delantal sobre la barra. Mientras iba a por la chaqueta, se preguntó por qué siempre le tocaban los peores clientes. Daniela tenía a los adolescentes, que, vale, eran un poco insoportables, ¡pero nunca se le encaraban de esa forma! Margo se encargaba de los grupos grandes y a veces la molestaban, pero sabía hacerse respetar.

Y luego estaba Victoria, que tenía al resto: solitarios, malhumorados, parejas a las que debía esperar hasta que se despegaran para poderles preguntar… Los que habían entrado por casualidad y pasaban de todo.

Había pedido a Andrew que redistribuyera las mesas o que, por lo menos, fueran rotatorias. Está claro que no obtuvo el resultado que buscaba. Andrew apreciaba a Margo por su capacidad con los números y porque solía ayudarlo con las cuentas, y tenía una pequeña predilección por Daniela, así que no la pondría con los babosos.

Traducción rápida: los olvidados se iban con la olvidada.

Más de una vez había vuelto llorando a casa —más por la rabia que por otra cosa—, pero tampoco tenía más ofertas de trabajo. Ahí dentro estaba relativamente segura, y Andrew, aunque era un idiota, no iba a echarla a la calle. Además, las propinas estaban bien.

Justo cuando se ajustaba la chaqueta, le pareció oír un ruido en la parte de atrás del local. Juraría que se trataba de la puerta, pero era imposible; la había cerrado con llave.

Espera… ¡¿Otro robo?! ¡Ya los habían atracado dos veces en un mismo mes!

Más irritada que asustada, se agachó para meterse bajo una de las mesas que tenía junto a ella. Si habían entrado a robar, no se jugaría el cuello por cien dólares que ni siquiera eran para ella. Anda y que se arreglara su puñetero jefe.

Ahí escondida, escuchó atentamente para determinar si estaba siendo una paranoica o hacía falta ocultarse todavía mejor. Pasados unos segundos, se decantó por la primera opción.

Sin embargo, un ruido seco y repentino la paralizó en el sitio. Alguien acababa de abrir el despacho de Andrew de una patada, una tan fuerte que la manija de la puerta salió volando al otro lado del local. Mientras la puerta resonaba contra la pared, Victoria contempló cómo la manija se deslizaba hasta quedar junto a su mesa.

Se tapó la boca por instinto, perpleja y asustada. ¿Qué…?

—¡No! ¡Espera!

La voz de Andrew hizo que se cubriera también con la otra mano.

—Cállate.

Esa voz era nueva, baja y tenebrosa. Victoria se encogió, se llevó las rodillas al pecho y recordó que había dejado el móvil sobre la barra. No podía salir a buscarlo.

Justo en ese momento, dos figuras pasaron frente a ella. Sin demasiado esfuerzo, terminaron estampando a una tercera —su jefe— contra una de las mesas que había junto a la barra.

La superficie de su escondite cubría la mitad de la imagen, así que solo alcanzó a ver a las figuras de cintura para abajo. Ambas vestían pantalones y botas de color negro. Una de ellas tenía una pistola en la mano. Un escalofrío empezó a crepitarle por la espina dorsal, y tuvo que luchar contra las ganas de emitir algún ruido.

 

 

Caleb

 

El objetivo estaba llorando y ni siquiera lo habían tocado.

Iba a ser una de esas noches. Qué agotamiento.

Tras poner los ojos en blanco, le agarró el cuello de la camiseta y lo retuvo contra la superficie de la mesa. No necesitó más que una mano. El tipo en cuestión era poca cosa; unos cuarenta años, complexión anormalmente delgada, ropa vieja, mejillas hundidas, yemas de los dedos amarillentas, ojos inyectados en sangre… y el olor, claro. Un perfil muy común entre la gente que pedía dinero a su jefe y no lo devolvía a tiempo.

Miró de reojo a Axel. A él no le interesaba analizar a los objetivos, tan solo asegurarse de que nadie los viera. Su compañero cerró los ojos con fuerza y, al abrirlos, Caleb vio que se habían vuelto de color negro. Axel asintió una sola vez.

Bien. Desde ese momento, si alguien paseaba fuera del local, vería una sala vacía.

—Sabes quiénes somos, ¿verdad? —le preguntó Caleb al objetivo.

El hombre se limitó a gimotear, cosa que encantó a Axel. Caleb apartó la mirada, bastante más aburrido, y recorrió el bar con la vista. No tenía nada especial, pero un olor poco habitu…

—Te hemos hecho una pregunta —insistió Axel—. ¿Sabes a quién le debes dinero?

—¡No… n-no tengo…!

—¿No lo tienes? Oooh, qué pena más grande.

—Sawyer necesita su dinero de vuelta —resumió Caleb.

—¡No lo tengo aquí! —insistió el objetivo—. ¡Lo…, eh…, lo invertí y estoy esperando los beneficios! Si me dejáis unos días…

De forma automática, Caleb le cogió un brazo y se lo retorció en un ángulo muy concreto. El hombre gritó con desesperación, pero él ni siquiera parpadeó.

—P-por favor… —Al tipo le caían lágrimas gruesas por la cara—. Solo… solo necesito unos días…

—¿Unos días? —repitió Axel con una risa cruel—. Ya te dimos días de sobra y mi jefe sigue sin su dinero.

—Por favor, ¡tengo familia! —insistió el objetivo, con desesperación. Su corazón acababa de dar un tumbo—. ¡Tengo que mantener…!

Su frase se vio interrumpida por el tirón de Caleb. No usó la fuerza suficiente como para rompérselo, pero tuvo que doler. El chillido fue un buen indicativo de ello.

—No mientas —lo advirtió en voz baja.

—¡N-no miento!

El nuevo tirón fue más brusco. De nuevo, se balanceaba sobre la delgada línea de la rotura. El objetivo chilló de nuevo.

—Yo no intentaría mentir delante del perrito —advirtió Axel con diversión—. Te va a pillar enseguida.

—Necesitamos el dinero —insistió Caleb con calma.

—Si no nos vamos de aquí con el dinero, tendremos que irnos con otra cosa que te gustará mucho menos. Pero somos tan buena gente que te dejaremos elegir.

El tipo sacudió la cabeza, y Caleb se apartó justo a tiempo para que Axel interviniera.

Mientras este cumplía con su parte, Caleb se dio la vuelta y, todavía pendiente de los latidos por si el objetivo mentía, revisó el local con la mirada.

Había un olor que no le encajaba.

Había un móvil y un delantal en la barra. Recogió el primero con curiosidad. El olor no era desagradable, como el del objetivo. Inhaló el delantal con curiosidad. Le resultaba familiar. Y aún estaba cálido. Alguien lo había usado, como mucho, cinco minutos antes. Las camareras se habían ido, así que solo podía elaborar teorías.

Entonces reconoció el olor. Una especie de jabón de lavanda. Ya lo había olido antes, solo que no recordaba cuándo.

Cerró los ojos con fuerza y trató de concentrarse. La risa maníaca de Axel y los gritos del objetivo le causaban distracción, pero acabó por ignorarlos. Y, finalmente, el olor vino a él.

Al abrir los ojos, los clavó en una mesa del fondo del local.

 

 

Victoria

 

Una violenta náusea se apoderó de ella, pero no podía vomitar. Estaba aterrorizada. Los gritos de Andrew, cada vez más desesperados e inhumanos, le llenaron los ojos de lágrimas. Apartó las manos y se abrazó a sí misma con todas sus fuerzas. Tenía los dientes tan apretados que empezaron a dolerle.

A cada alarido, un escalofrío le recorría el cuerpo y le entraban ganas de sollozar. Nunca había oído a una persona tan desesperada. Era… inhumano. Se clavó las uñas en las rodillas, angustiada por encontrar algo de consuelo hasta que aquello terminara, y cerró los ojos.

¿Quiénes eran esos dos? ¿Cuánto dinero querían? Margo había mencionado una vez a un prestamista, pero Victoria no se lo había tomado en serio. Quizá Andrew… Oh, no. Por favor, que no fuera eso. No adoraba a su jefe, pero no quería ver el final de aquella triste historia.

Otro grito llenó la habitación, y ella se encogió bruscamente sobre sí misma. Estuvo a punto de acurrucarse todavía más, pero entonces alguien se acercó a su escondite.

Ni siquiera estaba segura de cómo la había encontrado, pero ahí estaba uno de los delincuentes. Aterrada, retrocedió hasta que tocó con la espalda el soporte de la mesa.

Unas piernas enfundadas en pantalones oscuros, unas botas pesadas…, una mano sosteniendo una pistola. Y todo, delante de su cara.

Con la vista borrosa por las lágrimas, luchó contra la desesperación de una forma muy distinta a la de Andrew. La mano de la pistola ascendió y el sonido le indicó que la habían dejado sobre la mesa. Acto seguido, volvió a aparecer, esta vez vacía. El chico tensó y destensó los dedos con tranquilidad. A cada segundo que pasaba, ella se angustiaba todavía más.

Fue entonces cuando él empezó a empujar la mesa sin hacer ruido.

Victoria se quedó ahí, llorando y abrazándose las rodillas, mientras que él iba desvelándose poco a poco. La camiseta era del mismo color que los pantalones, y la chaqueta abierta, también. Tenía una capucha, pero no la llevaba puesta. Vio la piel bronceada, el cabello oscuro, la mandíbula tensa, los labios apretados, la nariz recta… y los ojos negros. No opacos; negros.

Durante unos segundos, fue incapaz de reaccionar. Estaba paralizada. De no haber sido por el grito de Andrew, probablemente habría permanecido así durante mucho más tiempo.

Por suerte, el instinto de supervivencia la hizo volver a centrarse. Esperó y esperó, aterrorizada y sin dejar de llorar. El chico la observó sin prisa ni reacción. Su mirada no parecía hostil, pero la mente de ella divagaba por el terror. ¿La matarían?, ¿la torturarían como a Andrew?

Había permanecido en silencio tanto tiempo que, sin darse cuenta, dejó de respirar. Estaba a punto de rendirse y pedirle que no le hiciera daño, cuando el chico por fin reaccionó.

Cuando movió el brazo, ella estuvo a punto de echarse hacia atrás. Pero no. Él no hizo el mínimo ademán de causarle daño. Se llevó un dedo a los labios y le indicó, sin emitir un solo ruido, que se mantuviera en silencio.

Victoria parpadeó entre las lágrimas y perpleja al ver que él recolocaba la mesa, recogía la pistola y, acto seguido, daba media vuelta para regresar hacia su compañero.

Estaba tan pasmada que se permitió respirar y, por fin, secarse las lágrimas con las manos.

Error. Horrible error.

Su mano chocó contra una pata de la mesa.

Y…, joder, no podía creerse que fuera a morir en ese puñetero bar.

 

 

Caleb

 

En cuanto oyó el golpe, se quedó muy quieto. Axel se había vuelto con los ojos muy abiertos, y los clavó en la mesa donde la chica permanecía escondida.

Bueno, lo había intentado.

Retrocedió, apartó la mesa de golpe e ignoró el gimoteo desesperado de la chica. La agarró del brazo y, de un tirón, hizo que se incorporara a su lado.

No sentía especial interés en hacerle daño. Después de todo, no tenía nada que ver con el objetivo. Y, sin embargo…, ¿qué remedio le quedaba, ahora que Axel la había visto?

—Por favor… —suplicaba ella, sacudiendo el brazo de forma inútil—. Por favor, no he visto nada, ¡lo prometo!

Ese último grito se acompañó de un fuerte tirón. Un muy desprevenido Caleb estuvo a punto de soltarla. Sorprendido, hizo lo mismo que siempre cuando alguien intentaba escaparse: tiró de su codo con fuerza, le dio la vuelta y pegó la espalda de la chica contra su pecho. Con el otro brazo, le rodeó el cuello y la mantuvo clavada en su lugar. Ella trató de forcejear, pero resultó inútil. La tenía bien sujeta. Con la otra mano ya liberada, todavía sujetaba la pistola. La chica debió de darse cuenta en ese momento, porque se quedó congelada.

En cuanto notó que había dejado de forcejear, él aflojó un poco el agarre, pero no dijo nada. No parecía necesario. Miró abajo. Su pelo castaño olía a lavanda. Otro misterio resuelto.

Empezó a caminar y la chica obedeció, temblando de pies a cabeza. Tenía ambas manos bien sujetas en el brazo que le rodeaba el cuello, pero no trataba de apartarlo. Ni siquiera le clavó las uñas o intentó morderle, cosa muy habitual.

Si tan solo se hubiera quedado quieta…

Axel se separó del objetivo. Ahora, quien le interesaba era ella.

—Mira lo que tenemos aquí —comentó con una gran sonrisa.

El jefe se quedó tumbado, medio inerte. Axel, con salpicaduras de sangre y un cuchillo en la mano, era una imagen que difícilmente olvidaría cualquiera de los presentes.

—¿Dónde te habías metido? —le regañó a la chica, como si hablara con una niña pequeña—. A alguien se le da muy bien el escondite, porque ni siquiera mi colega te había oído.

Puede que la chica no supiera nada de ellos, pero su instinto acertó; en cuanto Axel se le acercó, ella se pegó todavía más a Caleb. Lo hizo con tanto ímpetu que él tuvo que fijar los pies en el suelo para no moverse.

Tras eso, se escondió la pistola en uno de los bolsillos. Axel frunció el ceño.

—¿Qué haces?

—No se moverá.

Lo dijo con tanta convicción que no necesitó que la chica lo secundara. Aun así, ella asintió con desesperación. Supuso que, comparado con Axel, apostar por él parecía sensato.

—Más te vale —le advirtió Axel, y luego pareció acordarse de por qué estaban allí—. He encontrado un regalito para Sawyer, por cierto. ¿Crees que le gustan los Rolex?

Caleb enarcó una ceja. El objetivo gimoteaba. Tenía un brazo lleno de cortes y magulladuras, y su compañero sostenía el reloj de oro que acababa de quitarle.

—Es oro —confirmó Caleb—. Viejo. Mínimo, veinte años. No cubre la deuda.

—Ah, bueno —comentó Axel con ironía—. Por lo menos, hoy le sirve para salvarse. Solo queda una duda…, ¿qué hacemos con nuestra amiguita llorona?

La chica se encogió contra Caleb, que ni se inmutó.

—Sin muertos —recordó.

—Qué tontería.

—Órdenes de Sawyer.

—Pero ¡nos han visto las caras! El gilipollas de la mesa no dirá nada, pero ¿qué hay de ella?

—Tampoco lo hará.

—¿Eres su abogado? Además, ¿quién coño es? ¿Su novia?

Axel se volvió hacia el objetivo y le dio una palmadita en la espalda, a lo que este sollozó en voz baja.

—¿No crees que deberíamos darle una lección a tu novia, para que mantenga la boquita cerrada?

—Es una camarera —replicó Caleb con calma—. Obviamente.

—¿Alguna vez has hecho gritar a una camarera?

—No.

—Pues hoy vamos a descubrir…

—He dicho que no.

Axel podía ser muchas cosas, pero ninguna lo definía como obediente. O sensato. Siempre había sido un celópata ambicioso, y Caleb supo que, al darle una orden, estaba arriesgándose mucho.

Su compañero, ahora sin sonrisa, empezó a abrir y cerrar los puños.

—No estás al mando —le recordó.

—Tú tampoco.

—Por cada vez que te niegues, añadiré un poco de diversión a lo que haré con ella.

Caleb había salido muy pocas veces con Axel, pero sabía qué clase de persona era. Y había límites que ni siquiera él iba a cruzar. No quería empezar un conflicto en medio del bar del objetivo, pero tampoco toleraría ese comportamiento.

—Cuidado —advirtió, todavía en tono calmado.

Axel sospesó sus posibilidades durante unos segundos. Caleb podía oír su corazón acelerado. En cuanto se saltó un latido e hizo un movimiento por acercarse, no dudó un instante. Volvió a sacar la pistola y, en un movimiento igual de rápido que el de su compañero, lo apuntó en el centro del pecho.

 

 

Victoria

 

Contempló la escena con perplejidad. No entendía nada. El chico que la sujetaba estaba apuntando al del pelo blanco. Este último se había quedado muy quieto, y dejó de parecer tan amenazador. Incluso levantó ligeramente las manos.

—¿Qué haces? —preguntó, perplejo.

—Puede que no esté al mando de esta operación, pero tengo más potestad que tú. La próxima vez que reniegues de una orden, será la última.

Pese a la amenaza, Victoria sentía que el brazo que la aprisionaba estaba relajado. Incluso su pulso parecía calmado. La pistola estaba congelada en su mano. Ni un solo temblor. Era… antinatural.

El del pelo blanco, por cierto, soltó una risotada y bajó las manos.

—Solo quería darle una lección. ¿Vas a bajar la pistola de una puta vez?

A Victoria le sorprendió que el chico de pelo blanco no se defendiera. Quizá el que la sujetaba lo intimidaba un poquito. Eso la alivió bastante. Era un desconocido, sí, pero no parecía tener intención de hacerle daño. No tanto como el otro, por lo menos. Dentro de sus posibilidades, era lo mejor a lo que podía aspirar.

—Da dos pasos atrás —indicó el chico de pelo negro.

Tenía una de esas voces graves y roncas, de esas que seguramente nunca han subido un solo decibelio pero que logran acallar a una sala entera.

Desde luego, consiguió acallar al otro chico, que hizo lo que se le ordenaba.

Y, entonces, el que la sujetaba empezó a hablar en el idioma más extraño que había oído en su vida. El otro le dirigió una mirada odiosa a Victoria antes de responder en la misma lengua. Intercambiaron unas cuantas palabras, y el del pelo blanco volvió a mirarla. Esta vez, con aspecto de querer golpearla. Pero no lo hizo. Simplemente se pasó una mano por el cabello y se dirigió a la salida.

El otro, que seguía sujetándola, la soltó y dio la vuelta para plantarse ante ella. Victoria tuvo que echar la cabeza hacia atrás para poder verlo. Esos ojos extrañamente negros encontraron los suyos al instante.

—Una sola palabra de esto, a quien sea —advirtió en apenas un susurro—, y te encontraré.

Ella no respondió. Era incapaz. Él tampoco esperó una respuesta, sino que fue directamente tras su amigo y, justo antes de abandonar el local, la miró por encima del hombro. Fue una especie de advertencia. Y, en cuanto salieron, Victoria tuvo la vaga sensación de que no era la primera vez que la miraba.

2

 

 

Caleb

 

Hora de enfrentarse a las consecuencias del día anterior.

Llamó a la puerta de su jefe y esperó. Podía oír su voz dentro del despacho, por lo que supuso que se encontraba en mitad de una llamada. Si quisiera, podría incluso oír la voz del interlocutor.

En aquella vieja fábrica remodelada, nada era lo que parecía. El exterior ofrecía un aspecto abandonado, con una valla de alambre, paredes caídas, ventanas rotas, olor a basura…, pero el interior no tenía nada que ver: techos altos, columnas, paredes recién pintadas, suelos de piedra lisa, puertas robustas para mantener cierta intimidad…

Se suponía que las paredes eran gruesas para que gente como Caleb no pudiera oír lo que sucedía en el interior. Menuda inutilidad.

Los dos guardias de seguridad lo observaban con intensidad, pero nadie le dirigió la palabra. Lo mismo había sucedido con los otros seis que se había cruzado por el edificio. Todos sabían lo sucedido y no les hacía demasiada gracia. Por suerte, la única opinión que importaba estaba tras esa puerta.

Como si lo hubiera oído, Sawyer aprovechó el momento para abrir de un tirón. Lo miró con el ceño fruncido y Caleb entró en silencio. Su jefe, todavía en medio de la llamada, cerró de un portazo y se acercó a la ventana para darle la espalda.

El despacho de Sawyer era una antigua sala de empleados reconvertida de arriba abajo. Cuadros caros, muebles de lujo, altas estanterías…, el ventanal que daba a las afueras de la ciudad, la lámpara colgando con incrustaciones de oro… Era demasiado ostentoso, pero a Sawyer le gustaba. Solía decir que las visitas debían saber de qué pie calzabas, y aquello les daba una idea de con quién iban a enfrentarse.

Caleb tomó asiento en la silla que había junto al escritorio. Esperó pacientemente a que Sawyer dejara de hablar en inglés por el móvil, claramente irritado. Tardó cuatro minutos más, y entonces colgó sin despedirse, se acercó al escritorio y ocupó el sillón negro tachonado.

—¿Y bien? —Fue lo primero que espetó.

Oh, estaba enfadado. Era de esperar.

Sin dejar de mirarlo, abrió un cajón y sacó un puro. Caleb trató de no torcer el gesto mientras se lo encendía. Sabía que el olor a puro afectaba profundamente a sus sentidos y le hacía sentir incómodo, así que solo recurría a ello cuando estaba especialmente enfadado.

Caleb, pese a la incomodidad, se mantuvo quieto como una estatua.

—¿Qué te ha contado Axel? —preguntó.

—Oh, ¿te crees que tienes algún derecho a hacer tú las preguntas?

—No.

—Perfecto. Dime qué pasó.

Caleb no sabía demasiado de la vida de Sawyer antes de aquel trabajo. Había nacido en algún pueblo de la frontera entre Rusia y Finlandia, hablaba más de seis idiomas, era un genio con los números y controlaba a todo el mundo con una facilidad impresionante. Pero… todo aquello no se lo había dado su pequeño pueblo, sino su padre al mudarse a la ciudad en la que vivían ahora. O eso le había contado, fragmento a fragmento. Ahora su padre estaba muerto, y Sawyer se encargaba del negocio. Siempre decía que era mejor así, porque su padre había sido un hombre demasiado sentimental. Pero Sawyer no, eso estaba claro.

Al haberse pasado toda la vida en esa ciudad, su acento ruso no tenía mucho sentido. Caleb pensó, durante muchos años, que lo forzaba para hacerse el interesante. Sawyer era un hombre muy listo, pero lo perdían las ganas que tenía por llamar la atención. Como si la ropa cara y el pelo rubio engominado no lo hicieran destacar de sobra.

Además, el ojo humano lo consideraba atractivo. Alguna vez, en alguna celebración, se había llevado a Caleb a algún antro en el que todo el mundo se volvía para mirarlo. No debía de tener ni treinta años, pero se comportaba como si llevara cincuenta en el negocio. Según él, al principio no se lo tomaban en serio, y no podía permitirse que lo cuestionaran nunca más.

En ese momento, mientras fumaba el dichoso puro y lo miraba fijamente, parecía mucho mayor.

—No pasó nada grave —dijo Caleb finalmente.

—Explícate.

—Nos ocupamos del objetivo principal, tal como pediste.

Sawyer esbozó una sonrisa cruel e irónica.

—¿Se supone que eso tiene que consolarme?

—No lo sé.

—Os vieron.

—Sí.

—Y no hiciste nada al respecto.

—Era una camarera aterrorizada. No dirá nada.

—¿Y en qué momento traicionaste a tu compañero y lo apuntaste con una pistola?

Así que aquella había sido la explicación de Axel… Caleb trató de no toser cuando el humo del puro le llegó a la cara. Sus fosas nasales ardían como si estuviera inhalando fuego. Qué insoportable.

—No lo traicioné —aseguró.

—¿Entonces?

—¿Te ha contado qué pretendía?

—No puede importarme menos. ¿Y si la pistola se hubiera disparado?

—Esperaría un gracias y volvería a casa.

—¿Tengo cara de estar de humor para bromas?

No, no la tenía. Tampoco era una broma. Caleb consideró si decírselo o no, y, al final, decidió que debía de ser una de esas preguntas retóricas que no necesitaban una respuesta. Algunas veces, distinguirlas era complicado.

—Dijiste que nada de muertos —justificó al final.

Sawyer puso los ojos en blanco.

—Me refería al imbécil que me debía dinero, no a una camarera a la que nadie echaría de menos. ¿Dejaste que se marchara?

—Sí.

Sawyer no se sorprendió por su respuesta directa. Estaba más que acostumbrado a tratar con él. Aun así, su enfado pareció aumentar.

—Le di una advertencia —añadió Caleb.

—Oh, perfecto. ¿Y un chocolate caliente antes de mandarla a la cama?, ¿eso también?

—Mmm…, no.

—¿Se puede saber qué haremos si habla con la policía?

—No lo hará.

—No lo sabes.

—Estaba aterrada —insistió Caleb—. No dirá nada.

—¿Y si le preguntan? Llevó a su jefe al hospital; debió dar una explicación.

—La seguí para comprobarlo, y dijo que se había caído por las escaleras. Como dio positivo en alcohol, se lo creyeron.

Por lo menos, aquella explicación pareció calmar a su jefe, que se inclinó y dejó el puro a medio consumir sobre el cenicero. No lo había apagado, así que el humo siguió flotando entre ellos.

Sawyer no solía estar así de alterado, especialmente con él. Sabía que siempre cumplía con lo que le mandaba, aunque para lograrlo diera alguna que otra vuelta.

Sí que era cierto, sin embargo, que últimamente había estado más alterado de lo normal. Se pasaba el día metido en la fábrica, había reforzado la seguridad, y las llamadas nunca cesaban. Caleb controlaba lo más básico de los idiomas que Sawyer dominaba, así que no estaba muy seguro de qué conversaciones mantenía. Aun así, por el tono, se imaginaba que no era nada bueno.

—¿Cómo podemos estar seguros de que no cambiará de opinión? —preguntó Sawyer entonces—. Matarla sin levantar sospechas sería complicado. Podríamos visitarla.

Caleb se sintió muy ofendido.

—No soy Axel —le recordó—. No me mandes a torturar a nadie.

—Como si nunca lo hubieras hecho. ¿Ahora te crees más que tus compañeros?

—No lo haré.

—¿Porque es una chica?

—Porque no se lo merece.

—Ah, ¿tú decides quién se lo merece? No sabía que tuvieras ese poder.

Sus palabras, teñidas de crueldad, hicieron que Caleb bajara la mirada al escritorio.

—No me digas que te da miedo hacerle daño a una niña —continuó Sawyer.

—No es una niña. Tendrá… veinte años.

—Menos cargo de conciencia para ti, entonces.

—Tiene que haber otra forma.

Pese a que no le veía la cara, supo que estaba mirándolo fijamente. Caleb hizo un esfuerzo por mantener una postura y expresión neutrales, como tantas otras veces, y esperó con paciencia.

Transcurridos unos instantes, Sawyer suspiró.

—Te veo muy convencido —murmuró, ya cansado de la conversación—. Si tan empeñado estás…, habrá que confiar en ti.

Aquello sí que le hizo levantar la cabeza.

—¿Confiar? —preguntó, no muy seguro de aquella conclusión.

—Nunca me has fallado. Si dices que no hará nada, habrá que confiar en ti.

La conversación no estaba yendo como Caleb había planeado. Aquella facilidad para ceder no era habitual y, la simpatía…, mucho menos. Un poco desconfiado, se echó hacia atrás en el asiento.

—Eso sí —comentó Sawyer entonces—, hay que asegurarse de que no dice nada. Síguela, descubre si tiene algún trapo sucio que podamos echarle en cara en caso de emergencia… Ya sabes cómo funciona eso. Y que no te descubra, claro.

—¿Y si lo hace?

—Entonces, gánate su confianza para que no diga nada. —Sawyer se encogió de hombros—. O mátala, que es más rápido.

Caleb se contuvo para no fruncir el ceño. No era la primera vez que le asignaba algo de ese estilo, pero nunca había sido tan ambiguo con las indicaciones. Normalmente buscaba algo muy específico o le daba un plazo máximo para terminar con la misión y pasar a la siguiente.

—¿Durante cuánto tiempo? —preguntó.

—No lo sé, ¿un mes?

—¿Un… mes?

—Debería ser más que suficiente, y no demasiado complicado.

—La queja no es por la dificultad. Pasarme un mes tras ella me parece absurdo.

—Esas son mis condiciones. Si quieres traérmela aquí y que me ocupe yo del problema, también puedes hacerlo.

Extrañado, Caleb frunció el ceño.

—¿Qué soy ahora? —murmuró—, ¿su niñera?

—Quizá descubras que tu vocación siempre ha sido esa, ¿quién sabe?

Sawyer soltó una risotada divertida y luego señaló la puerta.

—Puedes empezar hoy mismo. Y no te atrevas a volver sin resultados, Kéléb.

 

 

Victoria

 

Grupo: las tres mosqueteras

 

Dani: Oye, Vic, ¿estás bien?

 

Margo: eso

 

Dani: Llevas varias horas sin responder a los mensajes… No quiero ser paranoica, pero…

 

Margo: contesta jdrrrrr

 

Dani: Con que mandes un emoji está bien

 

Margo: tambn puedes mandar un sticker gracioso xro el emoji nos vale

 

Dani: Tómatelo en serio

 

Margo: seguro que esta dormida, dejala

 

 

Sin embargo, Victoria no estaba dormida. Estaba aterrorizada.

Escondida bajo cuarenta mantas en el sofá del salón-cocina-comedor de Hobbit, era incapaz de pensar en otra cosa que no fuera lo que había sucedido la noche anterior. Sentía que, en cualquier momento, un matón vestido de negro aparecería por la puerta y la torturaría hasta la muerte.

No iba a salir de casa en su puñetera vida.

Pensó que un buen consuelo sería Bigotitos, el gato rojizo con bigotes blancos que había adoptado dos años atrás. Pero no. Tan solo se le acercaba para reclamarle comida, el muy desagradecido.

Como si se hubiera sentido invocado, subió de un salto al respaldo del sofá y se quedó mirándola con sus grandes ojos dorados. Al ver que no reaccionaba, le dio con una patita en el hombro. Una muy frustrada Victoria lo apartó de un manotazo.

—¡Déjame, estoy teniendo una crisis existencial!

Miau.

—¿Quieres que venga yo a molestarte cuando tú tengas alguna?

Miau, miau.

—Pues eso, ¡déjame en paz! Ya sé que tengo que ir a trabajar. Lo sé.

Oh, no, ¿qué iba a hacer? No quería salir de casa. No quería hacer otra cosa que ir a la policía a pedir ayuda, pero…, a la vez, no se atrevía. La última amenaza del matón todavía retumbaba en su cabeza.

¿Qué le daba más miedo?, ¿pedir ayuda y que la persiguieran?, ¿no pedir ayuda y que quizá no la persiguieran?

Joder, ¿por qué tuvo que pedir un manhattan ese señor pesado? ¿Por qué tuvo que ser su cliente? ¿Por qué no podían quedarse Margo y Daniela a cerrar con ella? Así habría terminado antes y no habría visto nada.

Qué mala suerte había tenido siempre, joder.

Con resignación y las manos temblorosas, se incorporó y fue a ponerse el uniforme. Estaba aterrorizada, sí, pero no sabía cómo se comportaría Andrew. Y si estaba alterado y se enfadaba con ella por no ir a trabajar, era capaz de echarla.

Era triste, pero no podía arriesgarse.

—Otra victoria para la clase trabajadora —ironizó.

Bigotitos se lamió una pata a modo de respuesta.

 

 

Caleb

 

Se recostó en la pared con el hombro. Ya iba por el tercer cigarrillo y todavía no había logrado que el olor a puro desapareciera.

Tuvo que esperar una hora, pero finalmente la chica salió del edificio. Lo cierto es que lo sorprendió; ir a trabajar después de lo de la noche anterior conllevaba muchas agallas. O mucha inconsciencia.

Caleb la observó alejándose y, una vez la hubo perdido de vista, se aproximó al edificio.

Encontrar su dirección no había resultado difícil; para la cantidad de gente que había en ese bar, su olor era el único mínimamente agradable. Siguió el rastro por la calle, y acabó llegando a un bloque de cuatro pisos, cada uno más destartalado que el anterior. No le parecía una zona muy segura para vivir solo, pero tampoco era su problema.

Una vez en su calle, tan solo tuvo que distinguir su voz. También resultaba bastante característica, porque todos sus vecinos se dedicaban a gritar o hablar a voces, y ella se había pasado el día gimoteando y quejándose en susurros. Vivía en un tercer piso.

Se acercó al portal y, tras asegurarse de que nadie le prestaba atención, llamó a uno de los timbres, al del hombre mayor que había pedido una pizza unos diez minutos antes. Le abrió sin demasiadas preguntas de por medio, y Caleb subió las escaleras con tranquilidad; no había visto cámaras de seguridad.

El rellano del tercer piso tenía un total de cuatro puertas, cero decoración y una cantidad sorprendente

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos