EL PRINCIPIO
(Versión de Theo)
La primera vez que beso a Kit, sabe a jalapeños y albaricoques.
Las copas nos han animado a atrevernos. Unos colegas del restaurante han montado una fiesta en la casa que tienen alquilada en Cathedral City y hay un cubo de basura lleno de ponche misterioso, y tenemos veintidós años, la edad en la que el ponche en un cubo de basura suena genial en lugar de nefasto. Aunque reconozco que por lo menos le añadí unos chorritos de licor de albaricoque del mueble bar para que no estuviera tan fuerte.
Durante los últimos cuatro meses desde que Kit se marchó de Palm Springs para irse a vivir conmigo, no hemos parado de hablar de los disfraces de Halloween. Unos M&M’s cachondos. Ralph Macchio y el chulo de Karate Kid. A Kit se le ocurrió ir de Sonny y Cher: él es Cher, yo soy Sonny. Encontró en Los Ángeles el vestido de tubo perfecto, ajustado y de seda, y lo alquiló; incluso me pidió que le atara un corsé antes de ponerse el vestido, porque nunca puede resistirse a dar un bocado a lo que sea. Ni siquiera el ponche del cubo podría borrar el tacto de su piel de las yemas de mis dedos.
Después, mientras comemos pizza a domicilio en la mesita de centro, Kit decide que por fin ha llegado el momento de hablar de lo nuestro.
Nunca hemos sacado el tema, no desde que regresó a California para estudiar en la universidad y volvimos a ser uña y carne, como si nunca nos hubiésemos separado; éramos como los latidos de un mismo corazón, siempre en sincronía. Theo y Kit, Theo y Kit, Theo y Kit. Era tan fácil encontrar el ritmo de ese pulso que no hablábamos de adónde nos había llevado o por qué.
Kit me mira por encima del calzone crujiente con extra de jalapeños y pregunta:
—¿Por qué no has querido ir nunca a Oklahoma?
«Porque es Oklahoma», estoy a punto de contestar. Pero lo importante nunca fue el lugar; era la promesa. Cuando teníamos catorce años, un año después de que muriera la madre de Kit, su padre decidió mudarse con su familia a Nueva York. Kit y yo sacamos un mapa y averiguamos el punto intermedio entre Rancho Mirage, en California, y Brooklyn. Oklahoma City. Prometimos que quedaríamos allí todos los veranos, pero yo siempre ponía alguna excusa para no ir, y mis excusas nunca eran buenas.
Le brillan tanto los ojos castaños a la luz de la lámpara, enmarcados con esa ridícula peluca de Cher, que le digo la verdad, o al menos a medias: cuando se marchó, me di cuenta de que me había enamorado de mi mejor amigo sin saber cómo. Y de pronto lo tenía a ochocientos kilómetros y mis sentimientos daban igual; cuando Kit me hablaba por teléfono de sus primeras citas, me dolía en el alma. Oklahoma City me habría roto el corazón.
—Lo siento. Me porté fatal. Es verdad, me porté fatal contigo.
—Ah —es lo único que me contesta.
—Pero ya lo tengo superado del todo —añado, aunque es mentira. Cada vez lo tengo menos superado. Pensaba que vivir con Kit sería una estupenda terapia de choque, que nadie podría seguir enamorado de su mejor amigo después de ver cómo se rasca el culo por dentro del chándal. Pues ha pasado al revés, creo que todavía quiero más a Kit—. Así que no te preocupes. No voy a atacarte ni nada por el estilo.
Kit deja la comida en el plato y me analiza, con mi bigote de pega, el pelo trenzado y retirado para que quepa debajo de la peluca corta. Esboza una sonrisa, se coloca un mechón de la melena de Cher detrás de la oreja y contesta:
—Yo también estaba enamorado de ti.
—Tú… ¿qué?
—Me refiero a entonces.
Asiento con la cabeza e intento que no me tiemble la voz.
—Claro, claro. Entonces.
Y se ríe, conque yo me río y pongo una canción de Sonny y Cher para tapar lo rara que suena mi voz. Bailamos por la sala de estar con los labios aceitosos al ritmo de «I Got You Babe» hasta que rozo con la mano la cintura de Kit, enfundada en el corsé.
Sujeto las puntas del reluciente pelo sintético entre el pulgar y el índice, toco a Kit sin tocarlo. Levanta el brazo y me arranca el bigote.
—¿Y si lo probamos? —pregunta con cautela—. Solo una vez, para ver cómo es…
Y, de pronto, estoy en la cama de mi mejor amigo y lo beso hasta perder la cabeza. Solo para ver cómo es.
En las entrañas sé que esto va a cambiarme de forma definitiva. Puede que esté mal, puede que sea una mierda dejar que haga esto cuando yo sé lo que siento y lo que él no siente, pero es Kit. A Kit le encanta hacer que la gente se sienta bien, y cuando hunde la cara entre mis piernas, me siento bien. Me siento tan bien que es horrible.
Mañana se reirá de esto, y cualquier persona que me lleve a la cama a partir de ahora tendrá que competir con su fantasma para captar mi atención.
Por la mañana, la cocina huele a canela, mantequilla y levadura, y Kit está en el fregadero, lavando platos. Lleva el delantal que le compré cuando hicimos un viaje en coche hasta Santa Maria Valley para ver si la barbacoa era tan buena como decían. En el delantal pone: ESTE TÍO SE SAZONA LA CARNE SOLO.
Ha puesto dos platos en la mesa, el vapor sube creando espirales y la cobertura resbala por encima de la masa dorada. Kit prepara un postre casero todos los fines de semana, y lleva años detrás de la receta perfecta para los rollitos de canela.
Me hice muchas promesas mientras me quedaba roque a su lado. Que no me afectaría. Que solo había sido para echarnos unas risas. Que éramos colegas de toda la vida que se lían por los viejos tiempos, que se desfogan recordando el loco amor adolescente que un día vivieron.
Me sonríe desde el fregadero; todavía se le nota el chupetón que le he hecho en el cuello.
—Te he mentido. Nunca lo superé.
Kit suelta un largo suspiro. Cierra el grifo. Y entonces dice lo más increíble que podría decir.
—Yo tampoco.
EL FINAL
(Versión de Theo)
Hay un dildo en la cinta de recogida de equipajes.
Y no es mío. No es que no me haya traído ninguno, sino que Kit nunca guardaría el nuestro de forma tan descuidada que vaya a salirse de mi maleta a la primera de cambio y ponerse a dar vueltas en la cinta del equipaje. Estas cosas hay que hacerlas bien.
Estoy a solas en el aeropuerto de Heathrow, observando cómo da vueltas y vueltas el dildo. Es morado, más bien corto, pero de una anchura más que respetable. En su cuarta vuelta, por fin, doy un paso al frente y recojo mi bolsa de la cinta, pero no me dirijo a la salida.
No sé dónde está Kit.
Siete, ocho, nueve, diez veces rueda el dildo antes de que un empleado del aeropuerto con cara de pocos amigos se ponga unos guantes y lo saque de ahí para meterlo en una bolsa de plástico.
Miro la hora: han pasado treinta y cinco minutos desde que Kit se ha marchado. Llevo tal cabreo que no puedo llorar, pero me queda una media hora antes de poder desmoronarme por completo y montar un numerito. Luego escribiré un mail a la empresa que organizaba el tour para decirles que no hemos podido ir, a ver si me devuelven el dinero. Ahora mismo, lo único que quiero es volver a casa.
Desde la cola de facturación de British Airways veo a una pareja joven nerviosa que se acerca a objetos perdidos para recoger el dildo extraviado. Están en esa fase del amor que merece que la humillen en la cinta de recogida de equipajes. Se marchan juntes, con las mejillas coloradas y riéndose con la cara enterrada en el hombro de la otra persona. Joder, qué empalagoso.
Le pregunto a quien atiende detrás del mostrador:
—¿A qué hora sale el siguiente vuelo directo a Los Ángeles?
—Me da igual si me ofreces doscientas libras y una paja, Trevor, no te sirvo más. —Empujo hacia él los billetes arrugados que hay encima de la barra y sonrío con dulzura—. Vete a casa. Cuídate un poco. Das pena, y no lo digo en plan divertido.
Por fin, Trevor cede y deja que lo escolten hasta la salida del pub otros dos fans del West Ham, mientras la muchedumbre vitorea otro gol en la pantalla de televisión colgada en la pared. Uno de los fans del Spurs con los que se estaba metiendo levanta la cerveza en señal de gratitud. Niego con la cabeza y me echo el trapo encima del hombro, luego me agacho para acabar de sacar el barril vacío.
—Siempre pasa lo mismo con Trevor —suspira un camarero—. Es una puta esponja, te lo juro.
Suelto un bufido.
—En todos los bares hay alguien así.
El camarero me guiña el ojo con aire comprensivo y luego me mira mejor.
—Espera. ¿Tú quién eres?
—Soy… —Por fin consigo desenganchar el barril, lo arrastro y jadeando por el esfuerzo, digo—: Theo.
—¿Y cuándo te han contratado?
—Ah, me han dejado ponerme detrás de la barra porque sé cambiar el barril.
Señalo con la barbilla al encargado sudoroso que pierde el culo por acordarse de todo lo que le piden. No tardé mucho en convencerlo de que aceptase ayuda gratis.
—No trabajo aquí. Ni siquiera vivo aquí. Me he bajado de un avión hace dos horas. ¡Eh! —Azoto con el trapo a un fan de los Spurs al que se le ha ocurrido subirse al taburete—. Venga, tío, usa la cabeza.
El camarero frunce el ceño, con admiración.
—¿Ya habías estado en Londres?
Sonrío.
—No, pero he visto muchas pelis.
A decir verdad, no he estado en casi ningún sitio aparte de en California. Estuve a punto de hacer una escapada hace un par de veranos cuando Sloane se fue a rodar a Berlín y me invitó a vivir gratis en su suite del hotel, pero… no, no me veía en condiciones. No suelo confiar en mis reacciones cuando estoy en lugares o circunstancias que no conozco. He vivido en Coachella Valley la mayor parte de mis veintiocho años, porque tiene montañas y desierto y cielos inmensos y cuervos grandes como perros, y porque ya conozco todas las formas en las que puedo fracasar allí.
Pero ahora sí estoy en condiciones. Creo… No, sé que estoy en condiciones. Todos y cada uno de los músculos de mi cuerpo llevan semanas contraídos, conforme pasaban las casillas del calendario, preparándose para saltar, para averiguar de qué soy capaz. Me encanta saber de qué soy capaz.
Aparte de una catastrófica mañana en Heathrow, esta es la primera vez que voy al extranjero, lo cual probablemente explique por qué me he refugiado detrás de la barra en un pub abarrotado durante un partido de fútbol de alta tensión. Salí de un salto del tren del aeropuerto con todo Londres a mis pies y, en lugar de museos, palacios o la abadía de Westminster, fui en línea recta al pub más cercano y me abrí paso a codazos para volver a mi elemento. Soy capaz de esto, de mediar en peleas de bar y de cerrar válvulas y gritar insultos amistosos a tipos que se llaman Trevor, de aprenderme los hábitos de bebida de cada sitio, de probar los licores de la región. Estudio a la fauna en su abrevadero como si fuese el National Geographic. Soy Steve Irwin, el Cazador de Cocodrilos, pero para echar una pinta con los tíos.
El motivo inicial de este viaje, cuando Kit y yo lo reservamos, era exactamente este: aprender. Fantaseábamos con que algún día abriríamos un restaurante, y una noche, después del quinto episodio consecutivo de No Reservations, Kit tuvo la idea. Encontró un tour gastronómico guiado por Europa donde podríamos experimentar los mejores y más ricos sabores, las tradiciones más legendarias para amasar el pan, la perfecta inmersión sensorial que inspiraría nuestro trabajo. «Como hizo el chef Bourdain, versión 2.0», dijo, y con eso consiguió que volviera a enamorarme perdidamente de él.
Ahorramos durante un año para pagar el viaje y luego rompimos durante el vuelo, y Kit se marchó cagando leches a París y no volví a verlo. La reserva no admitía reembolso. Volví a casa con el corazón destrozado, una botella tamaño viaje de whisky de catorce años que pensábamos bebernos en la última parada, en Palermo, y un vale para un tour turístico válido durante cuarenta y ocho meses. Me dije que, en el mes cuarenta y siete, haría el viaje por mi cuenta, para darme un homenaje. Me plantaría en la playa y bebería nuestro whisky para brindar por lo lejos que había llegado. Para conmemorar que por fin había superado lo de Kit por completo.
Y aquí estoy, en un pub a cinco minutos de Trafalgar Square, metiendo otro barril en su sitio a fuerza de músculos, mostrando una valentía, una independencia y un atractivo alucinantes, porque quiero.
Puedo hacerlo. Soy el Cazador de Cocodrilos. Aprenderé, y me divertiré, ¡sí!, y aplicaré todos los conceptos en mi trabajo de sommelier y en la cocina de mi casa, donde se me ocurren las recetas novedosas. Seré la mejor versión de mi ser, la más confiada, la más competente. No embutiré mis cosas a toda prisa en la mochila hechas un lío por las mañanas ni tiraré sin querer el móvil en el Arno ni me dejaré el pasaporte encima del rollo de papel higiénico en los servicios del aeropuerto (otra vez). Y jamás, bajo ningún concepto, desearé estar haciendo este viaje con Kit.
Ya casi nunca pienso en él.
Le doy una patada al barril de cerveza para acabar de colocarlo en su sitio con la puntera de la bota, luego giro la válvula y bajo la palanca.
—¡Ya tenemos Guinness!
Cuando me incorporo, el encargado me observa con la cara colorada y divertida. Sirve media pinta del barril nuevo y me la ofrece.
—¿Trabajas en un pub? —me pregunta.
Doy un sorbo.
—Más o menos.
—Bueno, pues si quieres, puedes hacer todo el turno. El partido casi ha terminado, pero el del Liverpool empieza a las tres.
—¿A las… tres? —Se me hace un nudo en el estómago—. ¿Ya son…?
Por encima de un banco de piel destartalado que hay junto a la puerta, veo un reloj con forma de scottish terrier que marca que faltan dieciséis minutos para las tres.
Dieciséis minutos para que el autobús del tour salga rumbo a París. Dieciséis minutos para que pierda mi última oportunidad de hacer ese viaje y kilómetro y medio de calles londinenses desconocidas y sin pisar por mí entre este pub y el punto de encuentro.
Me quito el trapo del hombro y hago lo impensable: beberme la Guinness de un trago.
—Se su… aj. —Contengo un eructo que sabe a pura venganza irlandesa—. Se supone que tengo que estar en Russell Square dentro de un cuarto de hora.
El encargado y el camarero intercambian una mirada incrédula.
—Pues será mejor que te pongas las pilas —dice el encargado.
Le doy el vaso vacío y agarro la mochila.
—Caballeros. —Hago un saludo militar—. Ha sido un honor.
Y echo a correr.
Alguien tira de mí y me hace volver a la acera justo antes de que un taxi negro me atropelle.
—¡Mierda! —suelto, viendo la vida pasar ante mis ojos. Se reduce, sobre todo, a piscinas, cocteleras y sexo esporádico. No está mal. No es impresionante, pero no está mal. Miro a mi salvador, una torre de franela y pelo rubio—. No miraba por dónde iba. Prometo que estoy a punto de dejar el país y ninguno de vosotros volverá a verme nunca.
El hombre inclina la cabeza, como un pedrusco curioso.
—¿Tengo pinta de inglés? —pregunta con un acento que claramente no es inglés. Aunque tampoco es escocés ni irlandés, así que supongo que por lo menos no lo he insultado. ¿Finlandés? ¿Noruego?
—Pues no, la verdad.
El semáforo cambia y seguimos caminando en la misma dirección. Esto no es un flechazo. ¿O sí es un flechazo? No me van las barbas. Espero que no sea un flechazo.
—¿También estás en el tour gastronómico? —se aventura a preguntar el posible noruego.
Me fijo en la mochila que lleva en su ancha espalda. Es una mochila grande para viajes largos, como la mía, aunque la mía parece el doble de gigante puesta en mí. No me falta altura, pero no tengo el código genético necesario para desatracar barcos de guerra a pulso de las playas para meterlos en las olas nórdicas.
—¡Sí, has acertado! Ay, Dios, cuánto me alegro de no ser la única persona que llega tarde.
—Ya —dice el tipo—. Esta noche he dormido en la ladera de una colina. No pensaba que tardaría tanto en volver caminando.
—¿A Londres?
—Sí.
—¿Has…? Vale. —Tengo varias preguntas, pero no hay tiempo—. Soy Theo.
Sonríe.
—Stig.
Son las 15.04 cuando llegamos a Russell Square, donde una mujer mayor con un corte de pelo sin adornos y algunas canas está cargando la última maleta en el compartimento para el equipaje de lo que debe de ser nuestro bus.
—¿Te ayudo con las maletas, Orla? —pregunta una voz cantarina con un fuerte acento italiano. Una guapa cara bronceada aparece por la puerta del autobús.
—No te preocupes por mí, preciosidad —le contesta Orla, la conductora. Tiene acento irlandés.
—No flirtees conmigo salvo si va en serio —dice el hombre con picardía antes de vernos—. ¡Ay! ¡Los dos últimos! Meraviglioso!
Mientras baja los escalones dando botes, el gris de Londres choca con el humeante ámbar de Nápoles. Debe de ser Fabrizio, el hombre que, según el mail de la compañía de viajes en el que nos daban los últimos detalles, iba a ser nuestro guía. Es escandalosamente guapo, con el pelo moreno ondulado por encima de la nuca, una barba corta y rasposa que le cubre la mandíbula bien definida y que se funde con elegancia con el pelo que le sale del cuello desabrochado de la camisa. Parece inventado, como el tío que le proporciona a Kate Winslet su primer orgasmo en una peli sobre una divorciada en Sicilia.
Pasa la página del sujetapapeles mientras me mira.
—Supongo que tú eres Stig Henriksson.
—Eeeh…
Echa la preciosa cabeza hacia atrás y suelta una carcajada.
—¡Era broma! Ja, ja, ja. Ciao, Stig! —Da un paso hacia Stig y le da un beso en el pómulo—. ¡Y entonces tú eres Theodora!
Y antes de que me dé cuenta, se ha acercado a mí y me ha plantado los labios en la mejilla.
—Theo.
Apoyo la mano en su bíceps y también le doy un beso en la mejilla. Supongo que es lo que se espera que haga. Cuando se aparta, veo que sonríe.
—Ciao bella, Theodora.
Casi nadie me llama Theodora, pero me gusta cómo lo pronuncia él: «Teiodooorra», con la erre fuerte y la segunda o alargada y tierna, como si la invitara a tomar una copa. No me importaría si esto fuese un flechazo.
—Andiamo!
Orla cierra de golpe el maletero.
—Muy lleno este tour —nos dice Fabrizio, una vez arriba—. ¿Igual queda un asiento al fondo? ¡Y hay uno libre a mi lado!
De pie junto al asiento de la conductora, veo todas las filas llenas con quienes me acompañarán durante las próximas tres semanas. Echo un vistazo a Stig: parece que somos las únicas personas que van a hacer solas el tour.
Claro. Un viaje así está pensado para compartirse. Surcar el Sena como tortolitos, brindar con copas de champán, hacerse fotos mutuamente con el pelo al viento en un acantilado, comer del mismo plato y hablar durante el resto de tu vida sobre ese bocado incomparable. Son la clase de recuerdos pensados para vivirse en pareja, no en solitario.
Levanto la barbilla y camino por el pasillo. Le dejo el asiento delantero a Stig.
Paso por delante de dos tíos australianos que se ríen a carcajada limpia, un par de mujeres mayores con viseras a juego que hablan en japonés, unas cuantas parejas jubiladas, dos chicas con tops sin tirantes, varios packs de luna de miel, una madre del medio oeste con su hijo adulto con pinta de aburrido, hasta que por fin lo veo. El último asiento del pasillo está vacío.
No distingo bien a la persona acurrucada contra la ventana, pero no detecto ninguna señal de bandera roja. Lleva una camiseta que parece suave y unos vaqueros descoloridos, y el pelo le tapa la cara. Podría estar durmiendo. O, al menos, fingiendo dormir para que nadie se siente a su lado. Seguro que le apetece tanto como a mí tener compañía, es decir, nada.
Respiro hondo.
—¡Hola! —saludo con mi voz más simpática—. ¿Está libre?
Al oírme, se remueve, apartándose de la cara unos mechones ondulados de pelo castaño. La única advertencia que tengo antes de que vuelva la cara hacia mí es una mancha de pintura en su mano izquierda, entre el primer nudillo y el tercero.
Conozco esas manos. Siempre están manchadas así, ya sea de tinta, de colorante alimentario o de pigmento de acuarela.
Kit alza la mirada, arruga la elegante frente y pregunta:
—¿Theo?
Puede que sí me atropellara el taxi.
Puede que me haya desplomado en un paso de cebra en zigzag y, al salir de la oficina, la gente se haya arremolinado a mi alrededor y no pare de decir que es una pena que alguien tan joven y con tanta vida por delante haya tenido que engrosar las listas de víctimas de accidentes de tráfico junto a la puerta de un Boots. Alguien de The Sun redacta un titular: «¡BUENAS NOCHES, FLOWERDAY! Theo Flowerday, la hija mayor y más decepcionante de la triunfadora pareja de directores de cine de Hollywood, Ted y Gloria Flowerday, muere al tratar de cruzar la calzada sin mirar, algo que no ha sorprendido a nadie». Puede que todo lo que haya ocurrido desde entonces haya sido una febril ensoñación mientras agonizo y haya llegado al infierno, donde me obligarán a compartir tres semanas de las vistas y sabores más sensuales y románticos de Europa con un desconocido cuyo perineo podría describir de memoria.
Todo eso me parece más plausible que la realidad de que la persona sentada en la última fila sea de verdad Kit.
—Tú… —No dejo de mirarlo. Él no deja de estar ahí. De pronto me pitan los oídos. Me fallan las piernas—. No estás aquí.
Levanta una mano, como si quisiera demostrar que es corpóreo.
—Pues creo que sí.
—¿Por qué estás aquí?
—Tengo billete.
—Yo también. Me… me dieron un cupón, pero…
—A mí también, yo…
—… nunca llegué a…
—… no quería que se echara a perder, así que…
En algún rincón lleno de telarañas de la mente, supongo que sabía que teníamos los mismos vales con las mismas fechas de caducidad, pero nunca imaginé que, de algún modo, acabaríamos… acabaríamos…
—Por favor —le digo, cerrando los ojos—, dime que no hemos reservado el mismo puto tour.
El bus se pone en marcha con una sacudida y se me doblan las rodillas… la mitad de mi cuerpo aterriza en el asiento vacío y la otra mitad en el regazo de Kit. La mochila sale disparada y le da un golpetazo en toda la cara.
Entre el pelo de detrás de mi oreja, con voz grave y amortiguada, y algo divertida, oigo a Kit:
—Veo que no se te ha pasado el cabreo.
Suelto un taco y me recoloco en el asiento. Kit tiene los ojos cerrados como si le doliera algo y se ha tapado la nariz con la mano.
—Orla le pisa al pedal que no veas… ¿Te has…?
—Estoy bien —responde Kit—. Pero no te asustes cuando te lo enseñe.
—¿Qué me vas a ense…? —Aparta la mano y deja al descubierto la nariz, de la que sale sangre a chorro; es espectacular—. ¡Joder!
—¡No pasa nada! —La sangre le gotea por el orificio izquierdo, y ya ha empezado a acumulársele encima del marcado labio superior—. No es tan grave como parece.
—¡Joder, Kit, pues parece muy chungo!
—Bah, ahora me pasa esto en la nariz de vez en cuando. —Se seca unas cuantas burbujitas rojas—. Es un momento y ya está.
«Ahora». Ahora, como indicando que hubo un «antes», en el que nos amábamos con locura y yo sabía lo que le salía y no le salía de la nariz.
Cuando alguien es tu mejor amigo durante dieciséis años, luego tu novio durante dos, y tu primer y único amor, no es fácil borrarlo de tu vida, pero yo lo he conseguido. Todo lo que podía eliminarse, desactivarse o esfumarse, ha desaparecido: bloqueé todos los números, desterré en cajas de cartón todas las polaroids y las camisetas de recuerdo y las metí en uno de los armarios libres de Sloane. He dedicado mi vida a no saber nada de la suya, ni de su trabajo ni de su corte de pelo ni de si llegó a terminar su formación en la escuela de pastelería en París. Pongo la mano en el fuego a que sigue viviendo allí, pero hasta ahora mismo, podría haberse hecho marine y haber perdido un brazo entre las fauces de un tiburón y yo no habría tenido ni idea.
Si por lo que sea pienso en Kit, en la fantasía que no tengo, porque no pienso en él lo suficiente para tener un escenario de fantasía concreto, nos visualizo chocándonos en la puerta de un restaurante de Manhattan. Él ha quedado con alguien y yo estoy allí porque me han enviado a catar la lista de vinos, y da igual qué artista trágico lo acompañe, Kit se queda de piedra al verme junto a la puerta con el traje a medida, y sabe que al final lo he logrado, que tengo una carrera profesional que me llena y una retahíla de amantes esperando, que he sabido superar todas mis neuras de forma tan admirable que no volveré a necesitarlo a él ni a nadie. Y ni siquiera me fijo en él.
En la vida real, la gente se nos queda mirando.
—¡Estoy bien, Birgitte! —exclama Kit, y sacude la mano para indicar a las jubiladas del otro lado del pasillo que no se preocupen. Ya se ha hecho amigo de unos ancianos suecos.
En mi mente las cosas nunca van así, no soy el mismo caso perdido a quien él ya no podía aguantar más. Se supone que tiene que comprobar que ahora soy «alguien». Una especie totalmente nueva de Theo, al mando de cualquier situación. El maldito Cazador de Cocodrilos.
Me desato la bandana que llevo al cuello.
—Ven —le digo, y mojo la tela en el agua que tengo en la mochila.
—De verdad, estoy bien —insiste Kit—. Ya casi no me sale sangre.
—Entonces déjame que la limpie.
Noto la duda en la expresión de Kit, a caballo entre una cautelosa esperanza y el aspecto indefenso y atrapado de un hombre a punto de ser atacado por un oso pardo.
—Vale.
Me acerco a él por la derecha, pero vuelve la cara hacia la izquierda. Entonces alargo el brazo para acceder a él por la izquierda, pero rectifica a toda prisa y vuelve la cara hacia la derecha. Nos perseguimos así un par de veces más antes de que le agarre la barbilla con una mano y le haga volver la mandíbula directamente hacia mí.
Nos miramos a los ojos, con la misma sorpresa en la cara.
Mala jugada. A Steve Irwin nunca se le ocurrió atrapar a un cocodrilo agarrándolo por la preciosa mandíbula. Al menos, no a uno con el que se hubiera acostado.
—Estate quieto —digo. Mientras me niego a apartar la mirada en primer lugar.
Kit parpadea despacio y luego asiente.
Le limpio la sangre, consciente a cada segundo de que he cometido un error de cálculo gravísimo. Desde donde estoy, no me queda más remedio que analizar su cara y todos los rasgos que han cambiado y los que no entre los veinticuatro y los veintiocho años. En líneas generales está casi igual, solo un poco más maduro y definido. Tiene los mismos pómulos marcados y las cejas curiosas, la misma boca fina, los mismos ojos marrones de pestañas largas con ese brillo sincero tan familiar que ha tenido desde la infancia. La diferencia más llamativa es la ligera curva en esa nariz recta escultural que guardaba en la memoria, pero apostaría a que eso no ha sido culpa mía.
Kit también me mira y me pregunto si estará haciendo lo mismo. Yo he cambiado más que él. Ya no me maquillo, llevo las cejas más descuidadas, tengo más pecas. Hace unos años, dejé de intentar que todas las facciones disparatadas de mi rostro tuvieran la coherencia que yo creía que debían tener y empecé a valorar cada pieza por separado. Mi boca ancha con las comisuras hacia arriba, los ángulos de la mandíbula y los pómulos, la nariz un pelín demasiado grande. Me encanta mi aspecto actual, pero no sé si a Kit también le gustará. Aunque me da igual.
Lo suelto y meto la mano debajo de la pierna antes de tener tiempo de hacer alguna otra estupidez.
—Ajá, pues tenías razón —comento—. Ha parado. Y rápido.
—Me rompí la nariz hace un par de años —me cuenta Kit—. Ahora me sale sangre a la mínima, aunque solo un momento.
Noto un extraño fogonazo de pena, como cuando Kit y yo íbamos a ver un espectáculo y descubría que se había colado para ponerse delante sin mí. Como si, en cierto modo, yo tuviera que haberlo sabido.
No pregunto. Nos sentamos a un palmo, con una bandana empapada de sangre suya en la mano, mientras el bus pasa traqueteando por las hileras de casas de escayola blanca de Notting Hill Gate. Trato de recordar los destinos del tour que me parecían tan emocionantes por la mañana, Burdeos y Barcelona y Roma, pero el pelo de Kit no para de metérsele en los ojos.
—Llevas el pelo más corto —dice Kit con una voz extraña y monótona.
—Y tú más largo —comento.
—Casi tenemos…
—El pelo igual.
Kit emite un sonido a medio camino entre el suspiro y la risa, y tengo que apretar los dientes para contener un grito.
Se suponía que este iba a ser mi viaje de regreso de Saturno del autoconocimiento. Y ahora tendré a Kit en todos los encuadres, haciendo cosas nauseabundas típicas de Kit: ser simpático con los jubilados suecos, ponerse poético al hablar de la sfogliatella, acariciar los arbustos, subir las colinas de la Toscana a la luz dorada del atardecer, oler a… ¿es lavanda? ¿Todavía?
—Es increíble —dice Kit, y niega con la cabeza como si fuese alguien conocido con quien se ha topado en el súper y no el amor de su vida a quien abandonó en un aeropuerto de un país extranjero—. ¿Cómo estás?
—Bien. Sí, muy, muy bien, hasta, eh… bueno. —Compruebo la hora—. Hasta hace quince minutos.
Kit encaja bien el golpe.
—Claro. Me alegro por ti.
—¿Y tú? Pareces… sano.
—Sí, más o menos intacto —dice Kit con una sonrisa enigmática que hace que me arrepienta de no haberle dado más fuerte con la mochila—. Estoy…
La voz de novela romántica de Fabrizio canturrea por el sistema de megafonía del bus.
—Ciao a tutti ragazzi! ¿Qué tal estáis hoy? ¿Bien? ¡Sí, bien! Por si alguien no lo sabe, me llamo Fabrizio, y seré vuestro guía las próximas tres semanas, y estoy muy contento de poder compartir con vosotros los sabores de Francia, España e Italia… Y sí, ¡también los monumentos!
Y, entonces, Kit hace algo inimaginable: saca un libro de bolsillo de la mochila, lo abre por la página marcada y ¡se pone a leer! Como si no estuviéramos en nuestra primera conversación en cuatro años. Como si lo único destacado de un trayecto de dos horas entre Londres y Dover fuera que hay que entretenerse con un libro. Yo me siento como si acabaran de meterme a la fuerza en mi particular mansión encantada y llena de pesadillas, y Kit está leyendo Una habitación con vistas. Las páginas tienen los bordes amarillentos, como si hubiera estado tan preocupado con su chic vida parisina que se hubiera olvidado el libro en el alfeizar de la ventana unos cuantos meses. Le intereso menos que un libro que se había olvidado que tenía.
Fabrizio nos habla del restaurante que tenían sus padres en Nápoles cuando él era niño y aclara que nos hemos reunido en Londres porque es un tour en inglés, pero que el tour gastronómico no empezará oficialmente hasta mañana por la mañana en París. Haremos escala en Dover para ver los acantilados antes del atardecer y luego seguiremos hasta París; estaremos dos días en la Ciudad de la Luz.
De ahí pasa a contarnos la historia de su noche más memorable en Londres, cuando un camarero que blandía una botella lo echó a la fuerza de un pub por liarse con su novia («Mi chica favorita de Inglaterra, besaba tan bien… Pero no podíamos estar juntos. Alérgica al ajo»). El autobús entero come de la palma de su mano.
Apenas presto atención. Me agarro las rodillas con las manos y miro fijamente al asiento que tengo delante. No me pregunto qué hornos habrá utilizado Kit todo este tiempo, no noto su peso en el aire que desplaza, no espero a ver si pasa de página para saber si lee de verdad o solo finge ha