1
SIGO INTENTÁNDOLO
Joey
—Joey, hijo, estás muy callado.
—Todo va genial, Tony.
—¿Seguro? Estás pálido como un fantasma y casi no has abierto la boca en toda la semana.
—Estoy bien.
—¿Tú y Aoife no habréis…? —Dejó que sus palabras se fueran apagando, pero no despegó los ojos de mí, a la espera de una explicación.
—Nos va genial, Tony. —Le ofrecí la mentira que quería oír antes de volver a centrarme en la llave de carraca que tenía en la mano—. Todo va genial.
—Gracias a Dios. —El alivio se reflejaba en su mirada—. Entonces ¿no sabrás por casualidad qué bicho le ha picado? Anda por casa con cara de pocos amigos.
—Ni idea.
«Vaya trola».
—¿En serio? —Confuso, se rascó el mentón—. Normalmente eres el primero en saber cuándo hay drama.
—Creo que se peleó con Casey durante las vacaciones de Navidad.
—¿Ah, sí?
No sabría explicar por qué las palabras «Hemos roto» se negaron a salir de mi boca. Ni, lo que es peor, por qué mentí y le eché la culpa a su mejor amiga. Pero así fue.
—Sí. —Asentí con la cabeza, siguiendo con la mentira—. Algo de eso he oído.
—Joooder, pues la pelea debe de haber sido tremenda —afirmó mirándome desde el otro lado del coche en el que trabajábamos—. Lleva días histérica. Casi todas las noches se queda dormida llorando.
«Mierda».
—¿De verdad?
Su padre dijo que sí con la cabeza.
El corazón se me cayó a los pies.
—Madre mía.
—Deberías hablar con ella —añadió centrándose de nuevo en la tarea que tenía entre manos—. A ti te escucha. Intenta que arregle las cosas con Casey antes de que me inunde la casa de lágrimas.
—Sí, yo…, eh…, la llamaré después del trabajo —logré balbucear, a pesar de lo difícil que me resultaba respirar, cuánto más hablar.
Porque era culpa mía.
Yo era el culpable de las lágrimas de Molloy.
Todo ese puto lío se debía a que era incapaz de reprimir los impulsos de mi ADN de mierda.
Con el corazón tan oprimido que pensé que me iba a explotar, dejé la llave de carraca en el suelo y me dirigí hacia la puerta de atrás.
—Vuelvo en cinco minutos.
—¡Guarda esos putos cigarrillos hasta el próximo Año Nuevo! —gritó tras de mí, por suerte en un tono bastante jovial.
En cualquier caso, los dos sabíamos que no iba a dejar de fumar.
Ya había renunciado a demasiadas cosas.
Escabulléndome hacia la parte de atrás, me pasé el cigarrillo que llevaba en la oreja a los labios y saqué un mechero del bolsillo del mono. Lo encendí, le di una profunda calada y me dejé caer contra la pared, sintiendo cómo me atravesaban un millón de emociones diferentes.
Mientras exhalaba una nube de humo, en mi interior libraba una batalla para no tirar la toalla y hacer justo lo que sabía que haría. Al final, apenas tardé unos minutos en coger el teléfono, el mismo que le había arrancado de entre los dedos a mi hermano por la mañana.
Lancé un suspiro de frustración y desbloqueé la pantalla. Rechacé otra llamada de Shane, busqué el nombre «Molloy» en mis contactos y le di a llamar.
Lo cogió al cuarto tono, pero no me saludó. No la culpo. No merecía que me saludara. En todo caso, merecía que me colgara.
—Soy yo —dije en voz baja dándole otra calada al cigarro—. ¿Puedes hablar?
El bullicio que oía de fondo me dio a entender que estaba en el trabajo. Cuando el ruido se atenuó al otro lado de la línea, supe que se había ido a algún lugar más tranquilo.
—Vale —contestó por fin a través del aparato—. Te escucho.
—¿Estás trabajando?
—No —soltó en un tono cargado de venenoso sarcasmo—. He salido por la ciudad con mi nuevo novio.
Encajando su mala leche sin decir ni pío, le di otra calada al cigarro antes de preguntarle:
—¿Y cómo te trata?
—Mucho mejor que el último gilipollas del que cometí el error de enamorarme —fue su respuesta de listilla—. ¿Qué quieres, Joe?
—Yo solo… —Moví la cabeza hacia los lados y lancé un agónico suspiro antes de decirle—: Quería saber cómo estabas.
—¿Por qué?
—Ya sabes por qué, Molloy. —Encogiéndome de hombros con impotencia, me concentré en una mancha de suciedad que había en el suelo—. No le he dado a un interruptor y he apagado mis sentimientos…
—No vayas por ahí —dijo con voz ahogada—. Aún me quedan por delante tres horas de trabajo.
Reprimí un gruñido de dolor y cambié de tema.
—Tony me ha dicho que has estado llorando.
—¿Y?
—¿Cómo que «y»? —Volví a mover la cabeza hacia los lados—. Pues que me parte el puto corazón oír eso. No quiero que llores, Molloy.
—Bueno, por desgracia es lo que suele hacer una chica cuando su novio la deja.
—Para ya. —Me estremecí; no podía soportar ni sus palabras ni el dolor que transmitía su voz—. Yo no te he dejado.
—Cortaste conmigo, Joey —repuso con tono áspero—. Puedes adornarlo tanto como quieras, pero al final eso fue exactamente lo que hiciste.
—Te sigo queriendo.
La oí inhalar con brusquedad, pero no dijo nada hasta pasados unos instantes.
—No hagas eso.
—Joder, te quiero, Aoife Molloy —repetí mirando fijamente una mancha de aceite que había en la pared de atrás del taller—. Siempre te querré.
—Pues retira lo que dijiste.
—No puedo. —Negué con la cabeza; parecía que el corazón se me iba a partir en dos—. No te hago ningún bien.
Lo único que deseaba era ir corriendo hasta el Dinniman y envolverla entre mis brazos, pero no podía permitirme cometer otro error con ella. Bastante la había machacado ya.
—¿Estás limpio?
Cerré los ojos y asentí ligeramente con la cabeza.
—Sí.
—¿Desde cuándo?
—No he tocado nada desde aquella noche.
—¿Porque estás pasando página?
—Porque me avergüenzo de mí mismo —admití sin rodeos—. Por las cosas a las que te expuse. Por cómo te traté.
Se hizo un largo silencio, durante el que juro que oía mis propios latidos retumbándome en los oídos, y luego ella habló de nuevo.
—Así que dos semanas sin meterte nada, ¿eh?
Volví a asentir.
—Sí.
—Vale, dame cinco minutos —la oí decir—. Voy a hacer la pausa para el cigarro… Sí, Julie, ya sé que no fumo, pero yo a ti te cubro como mínimo siete veces al día cuando haces la tuya, así que me voy a tomar un descanso. —La línea quedó amortiguada unos segundos hasta que ella volvió—. Vale, aquí estoy. Es que Julie se está comportando como una zorra egoísta.
—¿De bronca con los compañeros de trabajo, Molloy?
—No más de lo habitual. —Tenía un tono cortante que no trataba de ocultar—. ¿Y Shane Holland? ¿Cuántas semanas llevas limpio de él?
—Las mismas.
—¿Cómo puedo saber que dices la verdad?
—No lo sé. —Exhalé un intenso suspiro—. Lo único que tengo es mi palabra.
—Quiero creerte, Joe —susurró al otro lado del teléfono—. Desesperadamente.
«Pero no puedes».
—Lo entiendo —respondí aclarándome con fuerza la garganta—. Ambos sabemos que no he sido el tipo de tío en quien se puede confiar.
—No me has llamado. —En su voz resonaba un tono acusador—. Ni una sola vez.
—No he podido. —Con una mueca que reflejaba dolor físico, me obligué a decirle mi verdad—. He recuperado el teléfono esta mañana.
—¿Quién lo tenía?
—Tadhg.
Hizo una pausa.
—¿Por qué tenía Tadhg tu teléfono?
—Porque necesitaba no tenerlo yo.
—¿Por qué?
Hice una mueca.
—Ya sabes por qué.
—Joe. —Respiró con agitación al otro lado del teléfono, y no me hacía falta estar allí para saber que un temblor le atravesaba el cuerpo. Lo sabía porque también atravesaba el mío—. ¿De verdad estás limpio?
—Sí, Molloy. —«Por ti»—. De verdad que sí.
—Entonces ¿qué estamos haciendo? ¿Por qué yo estoy aquí y tú no?
—Necesito más tiempo.
—¿Para qué? —espetó—. ¿Para irte a follar por ahí?
—Para reformarme —la corregí con firmeza entrecerrando los ojos—. No sé cómo puedes decir eso cuando sabes que ni siquiera miro a nadie más.
—Pero, si estás limpio, ¿por qué no podemos…? —Se calló de golpe, exhaló de forma entrecortada y continuó—: ¿Sabes qué? Olvídalo. No voy a volver a suplicarte. Si no me has llamado para que volvamos a estar juntos, entonces ya puedes colgar el teléfono.
—Molloy.
—Lo digo en serio, Joe. No vuelvas a llamarme. A menos que cambies de idea.
La línea se cortó, y yo dejé caer la cabeza contra el muro de hormigón.
«Mierda».
Respiraba de forma rápida y trabajosa, pero me resistí a volver a marcar su número y darle lo que quería. La única forma de evitarlo fue siendo consciente de que, aunque puede que me deseara, desde luego no me necesitaba.
En ese momento no.
Todavía no.
Nunca, si era capaz de controlarme.
2
SIRVIENDO PINTAS A CAPULLOS
Aoife
Finalicé la llamada, me metí el teléfono en el bolsillo del delantal negro y sacudí las manos en un intento desesperado por frenar mis emociones antes de que se apoderaran de mí.
Había pasado una semana entera desde que puse un pie en la puerta de Joey en Nochevieja, y seguía siendo un desastre con patas porque no había cambiado nada en absoluto.
Seguíamos sin estar juntos.
Él seguía desaparecido.
Yo seguía destrozada.
«Mantén la calma, Aoife».
«Estás en el trabajo».
«Ya llorarás cuando llegues a casa».
«¡No te atrevas a ponerte en evidencia!».
Negándome a ceder ante la acuciante necesidad de dejarme caer en el rincón de la zona de fumadores y mecerme sobre mí misma, eché los hombros hacia atrás, levanté la barbilla y volví a entrar en el bar con paso tranquilo. Puede que me estuviera desmoronando por dentro, pero iba a hacerlo con dignidad, joder.
«No es más que un chico».
«Solo un chico».
«Puedes sobrevivir a esto».
—Vigila la barra —murmuró Julie pasando discretamente por mi lado cuando volvía a mi puesto—. Voy a echarme un piti.
Desde que cumplí los dieciocho el pasado septiembre, había pasado mucho tiempo detrás de la barra y había tirado las pintas suficientes como para desenvolverme bien con el tirador. Cuando empezaron a llegar las comandas, las atendí fácilmente mientras coqueteaba, sonreía y sacaba pecho, como la profesional que era.
Por desgracia, una de esas comandas la hizo un hombre que me ponía los pelos de punta.
—Un Jameson solo, sin hielo —pidió el padre de Joey desde su asiento en la barra.
Obligándome a mantener la sonrisa, me puse de inmediato manos a la obra para prepararle su bebida mientras trataba de reprimir el escalofrío que me provocaba sentir sus ojos en mi espalda.
—¿Qué? —se burló Teddy cuando dejé su bebida sobre el posavasos que tenía delante—. ¿A mí no me das palique?
—Serán tres euros, por favor —repuse con la mandíbula dolorida del esfuerzo que estaba haciendo por conservar la sonrisa.
Se metió la mano en el bolsillo del vaquero, sacó un puñado de monedas y las estampó frente a mí contra la barra desparramándolas por todas partes.
—Chavala, sabes contar, ¿no?
—Por supuesto —contesté sin intención de dejar que me arrastrara a una discusión mientras deslizaba las monedas hacia mí con el dedo—. Disfruta tu bebida.
—La disfrutaría mucho más si te desabrocharas algún botón de la blusa.
En ese momento sí que me entraron escalofríos.
—Teddy, ¿no tienes una mujer en casa a la que cuidar? —Me desplacé hasta la caja registradora, hice la cuenta de la consumición y dejé caer las monedas en el cajón antes de cerrarlo con estrépito—. Una mujer embarazada.
Estaba acostumbrada a que los clientes me hicieran proposiciones; iba de la mano con el trabajo. Pero ese era el padre de Joey. Hasta donde él sabía, yo era la novia de su hijo.
No era la primera vez que intentaba persuadirme para que saliera a echar un polvo rápido con él, pero eso no lo hacía menos inquietante. Resuelta a hacer caso omiso de sus comentarios, recogí algunos vasos y me puse a limpiar la barra. Lo que fuera con tal de alejarme de él.
—Dime una cosa. —Recolocándose en el taburete, se cruzó de brazos y me echó una tórrida mirada—. ¿Qué haces con él?
—Supongo que te refieres a Joey —especulé, consciente de que no iba a dejarme en paz hasta que le respondiera.
Asintió fríamente con la cabeza sin apartar en ningún momento sus despiadados ojos marrones de mí.
Yo tenía clarísimo que abrirle mi corazón a ese hombre era perder el tiempo, así que, como no estaba dispuesta a quedarme sin trabajo por su culpa, esbocé una sonrisa y dije:
—Ya te lo he dicho. Tu hijo es más que capaz de tenerme satisfecha.
—Es un crío.
—¿Y yo qué soy? —fue mi cortante respuesta—. ¿Una mujer de mediana edad?
—Si yo fuera tu padre, no estarías trabajando detrás de una barra.
—La verdad es que tienes edad suficiente para ser mi padre.
Se le dilataron las fosas nasales.
—No sabes lo que te pierdes.
—Vale, para ya. —Mi sonrisa se desvaneció y lo miré con aplomo—. Si Joey supiera que me hablas así, te…
—¿Qué? —Me cortó con tono amenazante—. ¿Qué iba a hacerme, chica?
—Te rompería el puto cuello —escupí con voz grave—. Así que ya está bien.
—Bueno, no veo a mi chavalín por aquí, ¿no? —Apoyó los codos en la barra y se inclinó hacia mí—. ¿A qué hora sales del trabajo?
—A las carne y hueso.
—¿Eso qué quiere decir?
—Quiere decir que nunca —le espeté—. Es como decir «ni de coña». «Ni en tus mejores sueños». Así que ¿por qué no te acabas esa copa y te largas a uno de los pubes de enfrente? Porque lo que sea que estés buscando, yo no te lo voy a dar.
—Calientapollas.
Superada por el asco, me fui hasta el otro extremo de la barra para dejar el máximo de espacio posible entre nosotros. Ese hombre me ponía la piel de gallina, así que, cuanto antes volviera Julie, mejor.
Unos minutos después, vi que curvaba el dedo para señalar su vaso vacío. Conteniendo las ganas de gritar, volví de mala gana al extremo de la barra en el que se encontraba y lo miré con expresión ausente.
Teddy estrelló de nuevo un puñado de monedas sobre la barra.
—Otro.
Me dirigí hacia la caja contando el dinero y lo eché dentro antes de servirle otro vaso del veneno que había elegido.
«Whisky».
—Sabes que es un desastre, ¿verdad? —farfulló Teddy rodeando con las manos el vaso que le había plantado delante—. No puede evitarlo. Lo lleva en la sangre.
Sabía que hablaba de Joey, pero me negué a seguirle el juego. Independientemente del estado en el que se encontrara nuestra relación o del daño que me hubiera hecho Joey al marcharse, yo estaba dispuesta a defender mi inquebrantable lealtad hacia él con uñas y dientes.
—El chaval está mal de la cabeza —prosiguió antes de darle un sorbo al vaso—. Siempre ha sido así. Desde el primer día, con él todo han sido problemas.
—Por qué será.
Se me quedó mirando con esos ojos vacíos que tenía.
—Te crees que lo sabes todo, ¿eh?
—Sé lo suficiente —repuse manteniéndome firme.
—Tú no sabes una mierda. —Se le dibujó una sonrisa llena de crueldad—. Va a acabar matándose o matando a alguien.
—Esperemos que sea a ti.
Mi respuesta le sorprendió, y levantó una ceja.
—No me tienes miedo, ¿verdad?
—Los hombres no me asustan —repliqué devolviéndole la mirada—. Porque el hombre con el que estoy sabe tratar a una mujer.
—Ya te he dicho que mi chaval no es más que un crío.
—Es más hombre que su padre.
Al darse cuenta de que yo no tenía ninguna intención de dejarme intimidar por él, Teddy hizo un giro de muñeca para indicarme que me fuera mientras murmuraba algo ininteligible entre dientes.
Más aliviada que molesta, me dirigí de nuevo al otro extremo de la barra y me acabé de tranquilizar cuando vi que Julie volvía de la pausa para fumar.
—Ay, qué bien que ese aún esté aquí. —Dejó el paquete de tabaco debajo de la barra, se ahuecó el pelo y sonrió—. Algo a lo que mirar esta noche.
Sabía que se refería a Teddy, y la idea hizo que me entraran ganas de vomitar el almuerzo.
Para el ojo inexperto, supongo que se lo podría considerar un hombre guapo. Era alto y rubio, de piel dorada y complexión fuerte y musculosa, pero cuando lo conocías un poco, cuando vislumbrabas el mal que acechaba bajo la superficie, ya no volvías a confundir su aspecto con la belleza.
No sé cómo logró engendrar a cinco seres tan memorables, pero así fue, y sus cuatro hijos varones se parecían asombrosamente a él. Shannon era la excepción a su conjunto de genes, ya que de aspecto era clavada a Marie.
Mi mente volvió a centrarse en Joey, y buena parte del rencor que pesaba sobre mis hombros se aligeró. Tener delante a su padre, un hombre al que Joey había tenido que soportar toda la vida, hizo que se me erizara la piel y debilitó mi determinación.
¿Cómo iba a enfadarme con él cuando estaba luchando por evitar convertirse en ese trozo de mierda que ahora mismo empinaba el codo en la barra? Tenía miedo de que acabáramos como sus padres y había tomado medidas drásticas para evitarlo.
«Para protegerme».
No estuvo bien que antes me dijera por teléfono que me quería, esas mierdas debería guardárselas para él, pero mentiría si afirmara que no mitigó el dolor que sentía en el pecho.
«Solo un poquitín».
—¿Estás embarazada? —Esa fue la primera pregunta que me hizo mi madre cuando entré por la puerta el viernes por la noche después de trabajar.
—¿Que si estoy qué? —dije yo dejando el bolso sobre la mesa de la cocina y girándome para mirar a mi madre, boquiabierta.
—Embarazada —repitió apoyando a un lado la plancha—. Me lo puedes decir, Aoife. —Se limpió las manos en los pantalones, dio la vuelta alrededor de la tabla de planchar y se acercó a mí—. No voy a gritarte, cariño, te lo juro. Pero prefiero enterarme ahora que más adelante.
—No, no estoy embarazada —me apresuré a asegurar con gesto confuso mientras colgaba el abrigo en el respaldo de la silla de la cocina.
—Pero eres sexualmente activa.
—¡Por Dios! —gruñí quitándome los tacones—. ¿Qué intentas decir, mamá?
—Tienes relaciones sexuales.
Le eché una mirada que decía: «¿Cómo te atreves a sugerir algo así?» y luego añadí:
—Y, aunque así fuera, que para nada, tomo la píldora, ¿te acuerdas? Me llevaste al médico para que me la dieran a los catorce años.
—Pero para mejorar tus reglas, que eran muy abundantes —me recordó—, no porque te estuviera dando luz verde para acostarte con Paul.
—Y no lo hice. —Me encogí de hombros con aire tímido—. Con Paul.
—Pero ahora sí lo estás haciendo. —Me ofreció una sonrisa de comprensión—. Con Joey.
Resoplé.
—No.
Mamá arqueó una ceja.
—¿Te crees que nací ayer? No estás hablando con tu padre. Deja de intentar engañarme, jovencita. Sé muy bien lo que pasa cuando ese chico se queda a dormir.
—Dios mío.
—Si eres sexualmente activa con Joey, no tienes por qué ocultármelo —siguió diciendo—. Ya lleváis juntos un tiempo. No estoy enfadada, mi amor. Tan solo me preocupo.
—¿Y qué pasa si me estoy acostando con él? —repuse sofocada ruborizándome—. Ya no tengo catorce años, mamá. Tengo dieciocho, no sé si lo sabes.
—De acuerdo —contestó ella forzando la voz—. Gracias por contármelo.
—¿De… nada?
—¿Y estáis teniendo precauciones?
—Tomo la píldora —repetí lentamente—. ¿Qué otras precauciones quieres que tenga?
—Condones.
Arrugué la nariz con embarazosa incomodidad.
Mamá abrió los ojos de par en par.
—Aoife…
—¿Qué? —Levanté las manos—. Tenemos precauciones.
—Entonces ¿te has estado tomando la píldora cada día a la misma hora? —insistió con tono preocupado—. ¿Religiosamente?
Me resistí a contestar.
—No entiendo por qué me preguntas todo esto.
—Porque estás de mal humor, te pasas el día encerrada en tu cuarto, comes como un caballo y parece que estás a punto de romper a llorar en cualquier momento.
—¿Y por eso crees que estoy preñada? —exigí saber con los brazos en jarras—. ¿Qué será lo siguiente? ¿También me vas a decir que he engordado?
—Aoife.
—No, mamá. No estoy embarazada, por Dios. —Moviendo la cabeza hacia los lados, me acerqué a la nevera y la abrí de golpe, ofendida—. Me vino la regla antes de Navidad.
—¿Sí?
—Sí.
—¿Estás segura?
—Sí, mamá. —Puse los ojos en blanco—. Me acuerdo perfectamente porque esa semana había ido de compras con Casey y no me compré una falda blanca preciosa de The Modern que me quería poner para el cumpleaños de Katie, aunque costaba diez euros y era una ganga total, porque sabía que no me podía arriesgar a llevarla.
Los ojos de mi madre reflejaban alivio.
—Ay, gracias a Dios.
—Por cierto, te agradezco el voto de confianza. De verdad que me alegra saber que tienes tanta fe en que no voy a arruinar mi vida. —Agité una mano en el aire—. Espero que a Kev le des el mismo discursito, porque él también es un cabrón malhumorado que apenas sale de su habitación.
—No seas tonta. —Mamá dio un golpe en el aire con la mano como si fuera la cosa más ridícula que había oído en su vida—. Tu hermano no me puede traer un nieto a casa en la barriga.
—¿Y crees que Joey y yo somos tan imbéciles como para hacerlo?
—Creo que vosotros os habéis visto arrastrados por la fuerza del primer amor. —Sus ojos y su voz se suavizaron cuando agregó—: Y creo que se pueden cometer muchos errores cuando los sentimientos pasan por encima de la lógica.
—Pues eso demuestra lo poco que sabes —respondí cerrando con fuerza la nevera—. Porque ahora mismo Joey y yo ni siquiera estamos juntos.
—¿Ah, no? —Los ojos se le abrieron como platos—. Ay, cariño, no lo sabía.
—Pues ya lo sabes —repuse con frialdad encaminándome hacia la puerta—. Lo que tengo es el corazón roto, mamá, no a tu nieto en la barriga.
—Aoife —dijo mientras me iba—. Espera, cielo, podemos hablarlo si quieres. Aquí me tienes para lo que necesites, mi amor.
—No quiero hablar de ello —le solté por encima del hombro mientras subía la escalera estrepitosamente.
«No puedo».
3
DISPUTA TERRITORIAL
Joey
—¿De qué coño vas puesto? —quiso saber Podge mientras me perseguía por el campo del pabellón de la asociación de hurling y fútbol gaélico el sábado por la tarde con su hurley en la mano—. No te veía tan entusiasmado desde que ganamos la final del condado en tercero.
—De nada —contesté jadeante pasándole muy cerca para atrapar la sliotar con mi hurley y devolvérsela con un toque. Tony había cerrado temprano, y yo no tenía nada que hacer, así que les había enviado un mensaje a los chicos para quedar y hacernos unos pases—. Es que no salgo desde Navidad.
—¿Y qué cojones te ha dejado Papá Noel en el calcetín? —resolló Alec cortando el lanzamiento y robándole la pelota a Podge—. ¿Speed?
Menudo baño de realidad.
—Nada.
Podge entornó los ojos con incredulidad.
—Entonces ¿qué coño te pasa?
—Nada. —Me encogí de hombros, respirando de forma agitada—. Que ya me he cansado de gilipolleces.
—¿Qué quieres decir?
—Que voy a dejar de hacer el imbécil.
—Lo que quiere decir es que está demasiado ocupado metiéndosela a Piernas Sexis como para siquiera pensar en colocarse —puntualizó Alec con una risita—. Madre mía, su coño debe de saber a ambrosía o lo que sea que comen los dioses… Joder, me cago en la leche, no me pegues con eso. —Agarrándose un lado de la cabeza, gimoteó—: Mierda, Joe, tienes suerte de que lleve casco. Podrías haberme causado daños cerebrales.
—No, tú tienes suerte de llevar casco —argumenté todavía sujetando la pala de mi hurley peligrosamente cerca de su cuello—. La próxima vez que se te ocurra pensar en el coño de mi chica, te arranco la cabeza de cuajo, ¿me oyes?
—Déjalo ya, Al —terció Podge haciendo que volviera a centrar la atención en él—. ¿Eso qué significa, Joe? —Me miraba de frente, a la cara—. Cuando dices que vas a dejar de hacer el imbécil, ¿te refieres a Holland y a esa peña?
Asentí con frialdad.
—Me refiero a todo.
—¿Sí?
—Sí. —Con gesto incómodo, atrapé la sliotar con la parte plana del hurley y me desmarqué en una solitaria carrera antes de lanzar hábilmente la pelota por encima del travesaño de la portería que estaba al otro extremo del campo.
Con el sudor resbalándome por la nuca, recuperé la sliotar de detrás de la portería y salí corriendo de nuevo, desesperado por consumir la tensión que atenazaba mi cuerpo. No recordaba la última vez que había estado tanto tiempo sin nada en el organismo. Pero ahí seguía, intentándolo, resistiendo.
«Por ella».
—¿Cuánto hace? —preguntó Podge cuando volví con la pelota.
—¿De qué? —se inmiscuyó Alec.
—Unas semanas —respondí mientras me secaba el sudor que me goteaba de la frente con la parte baja de la camiseta—. Aún no es como para dar palmas, pero algo es algo.
Me recorría un horrible temblor de ansiedad que no podía calmar por mucho ejercicio que hiciera. Sabía por qué, claro. Lo que le apetecía a mi cuerpo no era hacer ejercicio. No quería comida ni agua, ni se conformaba con fumar. Quería más.
Tenía un apetito voraz.
Pero, tras pasar dos semanas infernales para llegar hasta donde estaba, era lo suficientemente fuerte como para dejarlo morir de hambre un poco más. Una hora. Y después otra.
«Sigue adelante, tío».
—Bien, joder. —Sorprendido, Podge levantó las cejas y golpeó la sliotar hacia el campo a toda velocidad antes de decirle a Alec que se fuera a buscarla—. ¿Me equivoco al pensar que Aoife tiene bastante que ver con este repentino cambio en tu estilo de vida? —preguntó cuando Alec ya no podía oírnos—. Tío, es una buena influencia para ti.
—Nos hemos dado un tiempo —me obligué a admitir en voz alta ante quizá la única persona en quien confiaba, aparte de las dos chicas de mi vida.
Me las había arreglado para trabajar toda una semana con Tony sin revelarle ni lo más mínimo sobre mi relación con su hija. No había sido fácil lidiar con él, tampoco con lo desconocido, pero debo decir que el tipo me trató igual que siempre.
—¿Aoife y tú? —preguntó Podge con los ojos abiertos de par en par… Enseguida me di cuenta de que él no iba a hacer lo mismo—. ¿Desde cuándo?
—Desde que saqué la cabeza del culo el tiempo suficiente para ver lo que le estaba haciendo.
—¿En serio?
—Venga, Podge. —Me encogí de hombros y decidí ir con la verdad por delante—. Es bastante obvio que he estado yendo por un camino que no tiene mucho que ver con el que sigue Aoife, tío.
—¿Y eso te importa?
—Me importa ella.
—¿Habéis roto para siempre?
Su pregunta hizo que mi corazón diera un vuelco y mi mente se pusiera a gritar: «Joder, espero que no».
—Depende.
—¿De qué?
—De si soy capaz de aclarar mis ideas.
—Parece que ya lo has hecho.
—Pues ahora tengo que ver si soy capaz de mantenerme así —me obligué a añadir—. Lo cual, seamos sinceros, hasta ahora no se me ha dado demasiado bien.
—Entonces ¿fue ella la que propuso dejarlo un tiempo?
—No. —Negué con la cabeza—. La idea fue mía.
—Y, en este tiempo que os habéis dado, ¿podéis ver a otras personas?
—No —dije sintiendo náuseas ante la idea—. Tío, ni siquiera quiero pensar en otras chicas.
—¿Y ella? —insistió—. ¿Piensa en otros tíos?
—Debería —mascullé—. Pero no, no lo creo.
—¿Y si lo hace?
Reprimí el impulso de gruñir.
—No la retendría.
—Joder, sí que la quieres, ¿no?
«Más que a mi vida».
—¿Y qué pasa si es así? —escupí de inmediato poniéndome a la defensiva.
—Nada, tío, nada —se apresuró a decir en tono conciliador—. Es que te conozco desde que teníamos cuatro años e íbamos a la guardería y nunca te había oído reconocer tus sentimientos hacia nadie.
Encogí los hombros; su línea de interrogación me hacía sentir incómodo.
—Obviamente, me di cuenta de esa extraña química que tenéis en cuanto empezamos primero, pero no sabía que era algo tan profundo. —Sacudió la cabeza antes de hacer una confesión—: Siempre creí que te habías encaprichado de ella más por joder a Ricey que por otra cosa.
—Ah, bueno. —Sonreí con suficiencia al pensar la de veces que, durante los últimos años, Ricey nos había pillado charlando y se había puesto como una fiera—. Eso era un incentivo extra.
—No podías haber lanzado la sliotar más lejos, ¿eh? —jadeó Alec volviendo al trote hacia nosotros con la pelota en la mano—. He tenido que meterme entre los arbustos para recuperarla.
—Perdona, Al —se disculpó Podge riendo entre dientes; luego se giró y me guiñó un ojo—. Sigue con las ideas tan claras, Joe.
—Ese es el plan.
—¿«Sigue con las ideas tan claras»? ¿«El plan»? —Alec movió la cabeza de un lado a otro y refunfuñó—: ¿Por qué siempre tengo la sensación de que habláis en clave cuando estoy delante?
—Porque eres perspicaz —repuso Podge con una sonrisilla.
—No, yo no soy eso —se quejó Alec—. Sé lo que estáis haciendo, cabrones. No lo neguéis.
—Al, te ha dicho que eres perspicaz —me reí y le lancé la pelota—. ¿Sabes lo que significa esa palabra?
—Pues claro que sí —resopló Alec atrapando la sliotar al vuelo—. Es cuando dudas de todo y no te crees nada de lo que dicen los demás.
Podge echó la cabeza hacia atrás y se partió de risa mientras yo me pasaba una mano por la cara para luego murmurar:
—Al, a eso se le llama paranoia.
—¿Ah, sí?
Podge soltó una risita.
—Claro, tío. Tanto la palabra como su significado son totalmente diferentes.
—Puede que antes te haya arreado demasiado fuerte —planteé con sequedad.
—Paranoia… —Alec frunció el ceño—. Entonces ¿«perspicaz» qué es?
—Algo que nunca te volveremos a llamar —dijo Podge entre risas.
—Bueno, tíos, vamos a separarnos y nos lanzamos unos pases otra vez antes de que anochezca —propuse mientras corría hacia atrás—. La semana que viene jugamos contra el St. Fintan’s y no pienso dejar que esos cabrones nos eliminen en la fase final.
—Entonces ¿la junta escolar ya te ha dicho qué ha decidido? —preguntó Alec con tono esperanzado.
—Sí, anteayer llamaron a mi madre —contesté al tiempo que saltaba para coger la sliotar en el aire—. Parece que esta es la última de mis siete vidas.
—¿Así que al final no te van a expulsar?
Hice una mueca.
—Al menos no esta semana.
Eran cerca de las cinco de la tarde cuando Podge me dio un codazo en el brazo para advertirme de que teníamos compañía. Entrecerrando los ojos hacia la penumbra, traté inútilmente de ponerles nombre a las caras que nos contemplaban desde el otro extremo del campo, mientras se me erizaba el vello y mi cuerpo se tensaba ante la amenaza desconocida.
—No hay duda de que nos observan —murmuró Podge.
—Creo que son del Tommen —apuntó Alec frotándose la barbilla—. A ese tío grandullón lo he visto en el periódico local; juega al rugby.
—Sí, beben en el Biddies.
—¿Qué coño hacen aquí? —espeté.
—Se han equivocado de campo.
—Más bien se han equivocado de barrio.
Continuamos pasándonos la sliotar durante otros cinco minutos hasta que quedó claro que no se iban a ir.
—Ahora vuelvo —solté quitándome el casco—. Voy a solucionar esto.
Cabreado, me dirigí con paso firme hacia el grupo de niños pijos que se arremolinaba en las bandas de mi puto campo.
—No te calientes, Joe —me avisó Podge mientras corría detrás de mí.
—Eso, tío —convino Alec con un susurro—. Son seis.
—¿Tenemos monos en la cara, gilipollas?
—Ay, Dios —gruñó Alec agarrándome por la parte de atrás de la camiseta—. Vamos a morir.
—¿Estáis sordos? —pregunté sacudiéndomelo de encima, centrado por completo en los tíos que me miraban—. ¡Os he hecho una puta pregunta!
—Sí, es ese —dijo uno de los chicos antes de situarse estratégicamente detrás de un chaval aún más grande que él—. Gibs, habla tú.
Me sonaba de algo. Tenía el pelo rubio y una sonrisa de bobo de la hostia.
—Hola, amigo.
—No soy amigo tuyo —le solté acercándome a él con el hurley en la mano—. Y, que yo sepa, el club de rugby está al otro lado de la ciudad —les recordé—. Aquí no se os ha perdido nada.
—Ay, madre. —Los ojos del chico rubio, de color gris plateado, se iluminaron con un brillo que solo podría describir como travieso cuando, sonriente, preguntó—: ¿Vamos a tener una disputa territorial?
Levanté una ceja.
—¿El qué?
—Sí —asintió vivamente con la cabeza—. Como los T-Birds y los Scorpions en Grease.
—¿Grease? —Me lo quedé mirando boquiabierto—. ¿De qué coño estás hablando?
—No hagas caso a Gibsie —intervino otro de ellos. Este me resultaba muy familiar—. Es bastante disfuncional.
—¿De qué te conozco? —pregunté mirándolo con recelo.
—Soy Hughie Biggs —dijo enseguida con los brazos levantados, el símbolo universal de la paz—. Nuestras hermanas son amigas.
—Sí —añadió el grandote sonriendo mientras agitaba un pañuelo delante de él—. Venimos en son de paz.
—Cállate, Gibs —murmuró Hughie moviendo de un lado a otro la cabeza—. Joder, tío.
Atónito, aflojé los puños y me obligué a calmarme. Ahí no había ninguna amenaza. Tenía que conseguir que mi cuerpo se diera cuenta.
—¿Qué haces aquí, Biggs? —pregunté dirigiéndome a Hughie e ignorando al musculado gorila que estaba plantado a su lado—. ¿Qué quieres?
—La verdad es que te estaba buscando.
Eso hizo que volviera a ponerme en estado de alerta.
—¿Por qué?
—Necesito que me hagas un favor.
—No hago favores a desconocidos.
—Nuestras hermanas son amigas —repitió en tono optimista—. Así que podría decirse que nosotros también somos amigos… o conocidos, quizá…, ¿no? Bueno, vale.
—No soy de hacer amigos —dije fríamente estudiando a todos esos cabrones enormes, con su ropa de diseño y sus cortes de pelo caros—. Ni tampoco favores.
—¡Oye! —resopló Alec cruzando los brazos sobre el pecho en señal de indignación—. Muchas gracias, amigo. ¿Y yo qué soy? ¿Mierda de perro?
—Calla, idiota —refunfuñó Podge—. Deja que Lynchy se encargue de esto.
—De acuerdo —replicó Hughie moviendo la cabeza—. Está claro que venir aquí no ha sido buena idea.
—Clarísimo —le espeté mirándolo con desdén hasta que apartó la vista—. Nos vemos.
—¿Cómo? —exigió el grandullón—. No, no, ha sido una ideal genial, y yo no me pienso ir hasta que consiga lo que he venido a buscar.
—¿Y qué es exactamente?
—Queremos hacer una excursión a los acanutilados de Moher… No sé si me entiendes… —se rio mientras subía y bajaba las cejas.
Me lo quedé mirando.
—Necesitamos drogas.
—Hostia, Gibs —farfulló Hughie dejando caer la cabeza entre las manos—. Un poco de tacto, tío.
—¿Drogas? —Levanté una ceja—. ¿Y por qué habéis acudido a mí?
—Hemos oído rumores —dijo otro.
Arqueé una ceja.
—¿Rumores?
—De Hughie —señaló el armario empotrado.
Hughie gruñó en alto.
—Madre mía, Gibs.
—Dice que te flipan las drogas y necesito pillar algunas, en serio.
—Muchas putas gracias, Gibs —murmuró Hughie dando un paso hacia atrás, por si acaso.
Le clavé la mirada al gorila.
—¿Y pensaste que yo te podría ayudar?
Asintió alegremente con la cabeza.
—Mírame, gilipollas. —Señalé mi equipo de entrenamiento—. ¿A ti te parece que tengo pinta de camello? —Como no respondió que no de inmediato, entorné los ojos—. No soy un puto camello.
—Pero tienes contactos, ¿verdad? —repuso con tono persuasivo—. Ya sabes, amigos en los bajos fondos y todo eso. Eres de la urbanización Elk, ¿no?
—Uno: no soy amigo tuyo. Dos: el hecho de que me insultes en mi propia cara insinuando que soy de un barrio más bajo que el tuyo se merece una buena hostia. Y tres: no voy a hacer una mierda por ti. Así que pírate.
—Acepto esas tres razones como justas y ciertas —repuso el grandullón—. Y, sinceramente, te haría el favor de pirarme, pero de verdad que necesito esas drogas; son para mi capitán.
—Tu capitán.
—Sí, para mi capitán. —Asintió con ganas—. Lo está pasando mal ahora mismo…, pero mal de la hostia. Tuvieron que operarlo antes de Navidad, ¿sabes?, y el pobre se ha quedado tieso como una estatua. Solo busco algo que lo ayude a relajarse.
—Gus, ¿no? —pregunté con tranquilidad—. ¿Te llamas así?
—Gibsie —me corrigió con una tímida sonrisa—. Pero mi madre me llama Gerard…
—Me importa una mierda cómo te llama tu madre —lo interrumpí dirigiéndole una mirada de advertencia—. Y en cuanto a la intervención de tu capitán… Dile que vaya al médico y consiga una receta como hace todo el mundo. —Luego me giré de nuevo hacia Hughie y añadí—: No volváis por aquí, Biggs. —Señalé al inmenso gorila que tenía al lado y dije—: Y menos aún con él.
—¡Pero el médico no me puede recetar maría! —se quejó el mastodonte—. Por favor… Venga, tío. Es solo un poco de hierba.
—¿Qué parte de «no soy un camello» es la que no entiendes?
—Que sí, que sí. Que no eres un camello y bla, bla, bla. Ya te he oído —soltó—. Pero si pudieras hacer una excepción, solo por hoy, de verdad que te debería una.
—Ya me debes una —mascullé—. Por los últimos cinco minutos de mi vida que nunca voy a recuperar.
—Vente esta noche a nuestra fiesta —ofreció—. Es en casa de Hughie. Con temática de los noventa…
—No es verdad, Gibs.
—Sí que lo es —contrapuso el tiarrón antes de girarse otra vez hacia mí—. Sus viejos están en Portugal. Bebida gratis toda la noche. ¡Ah, y rollitos de salchicha!
—¿¿¿Rollitos de salchicha??? —Fingí estar entusiasmado—. ¡Haberlo dicho antes! ¡Contad conmigo!
Abrió los ojos de la emoción.
—¿¿¿En serio???
Puse los ojos en blanco.
—No, claro que no, idiota.
—Podemos pagar —dijo otro de pelo oscuro—. Tenemos dinero —añadió desde atrás del todo—. Lo que quieras. Por eso no te preocupes.
—Joder, Feely, tío, no digas eso —gruñó Hughie—. Solo tenemos doscientos.
De repente les presté atención.
—¿Doscientos?
—Sí —contestó sacándose un fajo de billetes de veinte del bolsillo de los vaqueros—. ¿Es suficiente?
Miré a Alec, que intentaba con todas sus fuerzas no partirse de risa. Puede que fuera un memo integral, pero tenía calle suficiente como para saber que con ese dinero sobraba para abastecer no solo a su equipo de rugby, sino también al nuestro de hurling.
—¿Cuánto quieres? —me oí preguntar.
—Lynchy, ¿podemos hablar un segundo? —interrumpió Podge antes de arrastrarme lejos de ellos.
—¿Qué haces? —protesté mientras me zafaba de su brazo.
—¿Yo? ¿Qué haces tú? —exigió cuando ya no podían escucharnos—. Creía que pasabas de Shane Holland y de toda esa mierda.
—Y así es —solté con los ojos clavados en él—. No necesito acercarme a Holland para esto.
—¿Entonces?
Me encogí de hombros.
—Tengo unos gramos en casa.
—Pero ¿no decías que querías dejar eso atrás?
—Y es verdad —repetí ya cabreado—. No me he metido nada.
Se quedó ojiplático.
—Fumar maría es meterse.
Le respondí entrecerrando los ojos.
—No es verdad.
—Sí lo es.
—No lo es.
—El cannabis es una droga.
—El cannabis es una planta.
—En este país es ilegal.
—Igual que mear en la calle —contraargumenté—. Las leyes son estúpidas. ¿Adónde quieres ir a parar?
—Joder, Joey —masculló Podge frotándose la cara con la mano—. Das dos pasos hacia delante y diez hacia atrás.
—Gilipolleces. Lo prescriben médicos de medio mundo para el dolor.
—Ya, y la oxicodona y las decenas de fármacos con receta que te he visto tragarte desde primaria. También son para el dolor, Joe, pero tú sabes bien lo que pasa cuando caen en malas manos.
—Ya te he dicho que llevo semanas sin probar nada.
—Excepto hierba —me recordó con tono exasperado.
—No te pases de listo —dije poniéndome a la defensiva—. Tú también has tenido tu época de fumeta.
—Hay una gran diferencia entre fumarse un peta y desplumar a un puñado de ricachones ingenuos.
—Joder, ni se te ocurra juzgarme —le advertí entornando los ojos—. Son doscientos pavos, Podge. ¡Doscientos! Los van aireando por ahí como si fueran billetes del Monopoly. Para ellos es una miseria, pero para alguien como yo es un pastizal. —Levanté las manos con gesto de frustración y solté—: Igual tú eres lo suficientemente privilegiado como para darle la espalda a algo así, pero te aseguro que yo no puedo permitírmelo. ¿Tienes idea de lo que ese dinero podría hacer por mí?
Por mi madre.
Por mis hermanos.
Marcaría la diferencia entre que la semana que viene mis hermanos se alimentaran a base de alubias con tomate y sándwiches de mantequilla mientras se pelaban de frío en invierno, hasta que nos pagaran a mamá o a mí, y que tuvieran una comida caliente en el estómago y un fuego que los calentara antes de irse a la cama.
Esta vez no tenía elección.
—¿Y qué me dices de Aoife? —inquirió dándome donde más dolía: justo en el corazón—. ¿Crees que se va a alegrar cuando se entere…?
—A ella no la metas en esto —le advertí—. No te atrevas a echarme eso en cara. —Negando con la cabeza en señal de aviso, levanté una mano y di un paso atrás, arrepintiéndome incluso de haber confiado en él. No podía fiarme de nadie—. Sabes perfectamente por qué no puedo rechazar esto, joder, Podge; tú lo sabes, así que deja de meter el dedo en la llaga.
La culpa se reflejó en sus ojos y movió la cabeza hacia los lados.
—Si necesitas dinero para tu familia, yo puedo…
—No quiero limosnas —le espeté temblando debido a lo terriblemente expuesto que me sentía—. Me las puedo arreglar solo.
Se me quedó mirando durante mucho tiempo antes de rendirse.
—Como quieras. —Alzó las manos en señal de derrota—. No pienso decir nada más, salvo que creo que es mala idea.
—Eso te lo acepto —repuse asintiendo con frialdad—. Y ahora puedes quedarte aquí juzgándome desde tu atalaya o venirte conmigo a esa lujosa fiesta de los cojones y comerte tu peso en rollitos de salchicha. —Me di la vuelta y, dando zancadas, fui hacia los chicos del Tommen—. Sea o no una mala idea, voy a hacerlo.
4
AL BORDE DE LA LOCURA
Aoife
—Esto es una intervención —anunció Casey algo más tarde esa misma noche abriendo la puerta de mi habitación y entrando tranquilamente como si estuviera practicando para desfilar por una pasarela. Vestida para matar con unos minishorts vaqueros, tacones de aguja y una preciosa blusa blanca de hombros descubiertos que le había regalado por Navidad, puso las manos en jarras y me fulminó con la mirada—. ¡Ese cabrón te deja el día de Navidad y ni siquiera me llamas!
—Frena, Casey —intervino Katie más apocada siguiéndola hacia el interior de mi cuarto—. Tu madre nos ha llamado —se apresuró a aclarar en tono compasivo—. Está muy preocupada por ti, Aoife.
—Todos lo estamos.
—Ufff… —protesté mientras me dejaba caer sobre la espalda y abría los brazos y las piernas en la cama como si fuera una estrella de mar, tirando con ello al suelo innumerables envoltorios de dulces vacíos.
—Vale, tienes que quitar esa canción —ordenó Casey dirigiéndose hacia mi equipo de música—. Y dejar de amargarte.
—No, esta es la mejor parte —dije con voz ahogada ululando la letra de «The Closest Thing to Crazy», de Katie Melua—. Estoy bien —sollocé—. De verdad.
—Sí, seguro —repuso Casey arqueando una ceja—. Por eso tienes la barbilla embadurnada de chocolate.
—Es mi manera de intentar procesarlo —balbuceé patéticamente con la boca llena de M&M’s—. Por Dios, ¿tan terrible es?
—Pues procésalo cabreándote —ordenó mientras se acercaba para arrancarme de las manos el paquete medio vacío—. Joder, véngate. Pero no te pongas como una vaca.
—Casey —murmuró Katie—. Esas cosas no se dicen.
—Bueno, pues ya me puedes demandar, porque lo he dicho —repuso Case sin complejos—. Y no voy a quedarme sentada viendo cómo mi mejor amiga se autodestruye porque el gilipollas de su ex la dejó en Navidad. ¡En Navidad! —Su tono era de incredulidad—. ¡Después de un año juntos! ¿Quién coño hace eso?
—Por favor, Casey —le espetó Katie—. Baja el tono.
—Vales diez veces más que ese imbécil —siguió refunfuñando Casey mientras colocaba su bolsa de deporte sobre la cama y abría la cremallera—. Y me voy a encargar de recordártelo.
Miré la bolsa con recelo.
—¿Qué haces?
—Pregunta más bien qué hacemos —respondió sacando una montaña de ropa, maquillaje, CD y una botella de ese prosecco barato que tanto nos gustaba a las dos—. Y lo que hacemos, mi más querida, antigua y maravillosa amiga del mundo mundial, es ir a una fiesta en una casa.
—No, no, no. —Negué con la cabeza—. Tú vas a una fiesta. Yo no voy a ninguna parte.
—Claro que sí —dijo en tono cantarín ignorando mis protestas—. El churri de Katie tiene la casa libre y da un fiestón antes de que vuelva a empezar el instituto. Va a pinchar un DJ de verdad y habrá toneladas de priva gratis. Estará lleno hasta los topes de esos amigos suyos del equipo de rugby, y tú te vienes con nosotras.
—No —protesté con vehemencia—. Ni de coña.
—¿Es que no me has oído? —Me miró como si yo hubiera perdido la cabeza—. Aoife, he dicho que estará lleno de jugadores de rugby. Grandes, buenorros, sudorosos y sexis.
—Me da igual.
—Y lo mejor de todo es que la fiesta es del Tommen, así que no tienes que preocuparte por encontrarte con nadie del instituto público de Ballylaggin —prosiguió rápidamente obviando por completo mis deseos—. Y cuando digo nadie me refiero al puto inútil ese.
—Casey, no iría ni aunque me dijeras que va a estar presente todo el equipo de rugby irlandés. —Alcancé una almohada, la estreché contra mi pecho y suspiré hondo—. ¿Te acuerdas de aquel anuncio de Cadbury que ponían por la tele cuando éramos pequeñas? ¿El de la mujer que devoraba una onza de Dairy Milk mientras de fondo sonaba «Show Me Heaven»?
—Sí, ¿y qué?
—Pues que yo soy la mujer del anuncio y Joey es la tableta de chocolate.
—¿Me estás diciendo que no quieres probar otro sabor, además de él? —Hizo un gesto de negación con la cabeza—. Vaya estupidez, porque él ha sido el único sabor que has probado. Rompió contigo, Aoife. Te cortó el suministro de chocolate. Así que arriba ese culo y vente conmigo a probar un menú de lujo.
—No me interesa.
—Levántate.
—Estoy demasiado triste.
—Por eso mismo no pienso salir de este cuarto sin ti. Venga, Katie, ve a encender la ducha para nuestra amiga —indicó—. Y pon esto —añadió lanzando a las manos de Katie el disco Stripped de Christina Aguilera—. La segunda canción.
—¿Así que es ese tipo de intervención? —preguntó Katie apresurándose a poner el CD en el equipo—. ¿Vas a sacar la artillería pesada?
—Creo que debería cortarme el pelo —musité tirando de mi larguísima trenza—. Necesito un cambio.
—Ay, Dios, sí que lo es —aulló Katie cambiando los discos a toda velocidad.
—Ya lo puedes jurar —replicó Casey. El «Can’t Hold Us Down» de Christina retumbó en los altavoces un segundo después, y Casey asintió dando su aprobación antes de volver a centrar su atención en mí—. Si te cortas ese pelazo, te estrangulo con tus propios mechones. Venga, levántate ya.
Moví la cabeza hacia los lados.
—No.
Entrecerró los ojos.
—Molloy, levanta ese culo.
—Nunca.
—No me hagas ir a cogerte.
—No serías capaz.
—Ponme a prueba.
Tras mirarnos fijamente durante diez segundos, ambas nos lanzamos a por el edredón a la vez, agitando los brazos y las piernas.
—Si no estás preparada para superar lo de tu ex abriéndote de piernas con uno de esos sofisticados jugadores de rugby, ya me sacrificaré yo por el bien común y lo haré por ti —gruñó Casey arrebatándome la manta de las manos mientras se ponía a horcajadas sobre mí—. Pero aun así te vas a venir conmigo a hacerme de ayudante.
—Ni lo sueñes —protesté tratando en vano de quitármela de encima moviendo las caderas—. ¿Cómo es que tus muslos son tan anormalmente fuertes?
—Porque uso el ThighMaster de mi madre, cabrona —contestó sujetándome los brazos contra el colchón—. ¿Te rindes ya o voy a tener que patearte el culo un rato más?
—Case…
—¿Te rindes?
—Vale. —Derrotada, solté un amargo gemido y dejé de oponer resistencia contra ella—. Me rindo.
5
VIDA DE LA OTRA MITAD
Joey
Nunca se me habría ocurrido que iba a pasar una noche de sábado dentro de un casoplón en el que fácilmente podrían caber tres cuchitriles como el que me había visto crecer, y además rodeado de un montón de gente del Tommen College.
Lo más cerca que había estado de su elitista colegio privado era cuando pasaba por delante de las enormes puertas de hierro de camino a un partido. Pero, por alguna razón, en ese momento me encontraba en el puto medio de su círculo más íntimo, viendo cómo un grupo de niñatos privilegiados se colocaba con una hierba de primera.
Esa noche, el capitán al que esos chavales se habían empeñado en relajar no se había molestado en aparecer, pero los ojos rojos de sus amigos y sus expresiones aleladas dejaban claro que cualquier pensamiento sobre él se había desvanecido hacía rato.
Era evidente que estaba dispuesto a rebajarme hasta límites insospechados por un par de cientos de pavos.
«Ya me vale».
Me costaba encajar especialmente el hecho de que mi hermana tuviera que empezar a ir al instituto con esa gente el lunes por la mañana. Sobre todo por ese enorme rubio cabrón aficionado a la droga, el libertinaje y la hermanita de su amigo.
—¡Gerard Gibson, suéltala ahora mismo! —le ordenó Claire Biggs, la amiga de pelo rizado de Shannon, mientras se colocaba en el último peldaño de su impresionante escalera, disfrazada de la rubia de las Spice Girls, y señalaba con un dedo al gigantesco tonto del culo que intentaba que un gato con pinta de consentido bailara al ritmo de «¡Boom, Boom, Boom, Boom!», de los Vengaboys—. Como le hagas daño a mi…
—¿Cosita? —propuso justo antes de hacer un ridículo ronroneo con la lengua—. Muñequita, ya sabes que nunca le haría daño a tu cosita.
Sí, le faltaban un par de hervores.
—Te tengo dicho que no me llames así en público —protestó ella resoplando.
—Y yo te tengo dicho que no te pongas ese vestido rosa —repuso el grandullón con una sonrisa maliciosa mientras dejaba a la gata en el sofá y se acercaba a ella como si acechara a una presa—. Pero me alegro un huevo de que no me hayas hecho caso.
—Deja de mirar a mi hermana, cabronazo —le advirtió Hughie, que había aparecido como de la nada para interceptar a su amigo antes de que llegara a la escalera—. ¿Qué habíamos hablado sobre lo de dejar la polla al otro lado de la calle?
—Tío, a pesar de los muchos rumores que circulan por ahí sobre la magia de mi polla, todavía no puede desengancharse del resto de mi cuerpo —señaló moviendo las cejas mientras se agitaba y se balanceaba en unos pantaloncitos rosas y una camisa de flores hawaiana—. Así que, si yo estoy aquí, mi polla también.
—Entonces pírate a tu casa.
—Ni de coña. —Se partió de risa—. Esta fiesta de los noventa para mí es como un hijo muy deseado.
—No tiene nada que ver con los noventa, Gibs. Es solo una fiesta, así que dile al gilipollas de los platos que ponga algo decente.
—No, es mi fiesta y tocará lo que yo quiera.
—Pero la casa es mía.
—Pero la lista de reproducción es mía.
—Al menos vete a casa y cámbiate de ropa. Pareces idiota.
—Pero ¿qué dices? Mírame. Estoy guapísimo de Ken.
—Guapísimamente trastornado, diría yo. Tronco, nadie más va disfrazado.
—Mi amorcito sí.
—¿Tu amorcito? ¿Te encuentras bien? Es mi hermana, no tu amorcito, gañán.
—Retiro lo dicho —balbuceó Podge distrayéndome de las payasadas de aquellos chicos. Se apoyó contra mi hombro, le dio otro trago a su Jameson y sonrió—. Ha sido una idea cojonuda.
—¿Dónde está Alec? —pregunté quitándomelo de encima con un movimiento de hombro.
Odiaba que me tocaran y ese gilipollas cocido lo sabía. También detestaba el olor a whisky. Hacía que la cabeza me jugara malas pasadas. Me llevaba al límite.
—Se ha ido arriba con una pija que tenía unos melones enormes —contestó Podge con una amplia sonrisa todavía reclinándose pesadamente contra mí—. Tío, estos obsesos del rugby sí que saben dar fiestas. —Hizo un gesto con la mano hacia la multitud de cuerpos que nos rodeaba—. Es como un sueño, Joe. —Señaló a un chico algo mayor que, en la esquina más alejada de la sala, entre altavoces y platos, había cambiado la canción a «Changes», de 2Pac—. Nunca había visto tanta comida y bebida junta en toda mi vida.
—Para ellos es fácil tener todo esto —repuse con amargura sujetando la misma botella de cerveza que me habían dado al entrar por la puerta—. Lo pagan con la cartera de sus padres.
—Joe, afloja un poco. No es culpa de ellos que estén forrados. —Podge soltó una risita; parecía salido de una película de Drácula de Christopher Lee, con unos ojos enormes inyectados en sangre—. Lo que has hecho esta noche ha estado guay.
No, he hecho lo que tenía que hacer para alimentar a mi familia.
—Fúmate un canuto y relájate —me animó a que hiciera mientras me pasaba otra botella de cerveza de una mesa cercana—. Unas copas y un peta no le hacen daño a nadie.
Arqueé una ceja y volví a dejar la botella en el suelo.
—Y me lo dice el tío que casi se mea encima cuando le dije que todavía fumaba.
—Ya, bueno. —Me sonrió y se encogió de hombros—. He recordado las ventajas de ser tu mejor amigo.
—Ya. —Hice un gesto de suficiencia—. Pues eso, gilipollas.
—Pero no te acerques al botiquín de esta gente, ¿eh? —me advirtió con un dedo en alto—. Y que no se te vaya la flapa. —Se acercó a mí y me dio una palmada en el pecho—. Si te entran ganas de mojar el churro, tan solo piensa en la chica cuyo nombre llevas tatuado sobre el corazón…
—Me da igual que seas mi mejor amigo. Si me vuelves a poner las manos encima, te arranco el brazo —le advertí apartándole la mano—. Y, si quisiera estar a tono, eso es justo lo que estaría haciendo, pero no es el caso. Así que no necesito que me des ni sermones ni consejos, ni tampoco que me recuerdes lo que está en juego. Ya soy mayorcito, Podge. Puedo encargarme de mis propias mierdas. Lo llevo haciendo toda la vida, así que no vayas de madre conmigo, ¿vale?
—De acuerdo, Joe —se rio de forma amistosa y retrocedió con las manos levantadas—. Lo entiendo, tío.
Apretando la mandíbula, lo observé mientras desaparecía entre la muchedumbre.
La situación no era fácil para mí, y necesitaba que él me lo recordara tanto como que me abrieran la cabeza.
«Joder».
Me acabé la botella y la dejé a un lado, sin intención de hacerme con otra. No quería enfrentarme a las complicaciones que sabía que eso me iba a traer.
—Porque solo te está usando —le oí decir a alguien, y presté atención hacia el lugar en el que Hughie discutía acaloradamente con otra rubia que me resultaba familiar.
No era su hermana Claire.
Se trataba de la otra amiguita de Shannon.
No recordaba su nombre, pero tenía la sensación de que era Lilly.
O quizá Izzy.
En cualquier caso, la chica estaba junto a la puerta, con los brazos cruzados sobre el pecho y la mirada clavada en Hughie Biggs, que también la miraba fijamente mientras agitaba los brazos con evidente desespero.
—No puedes estar considerando en serio subir ahí con él.
—Como si te importara una mierda —dijo ella—. Al menos Pierce no actúa como si yo fuera invisible cuando está con sus amigos.
—Sabes que sí me importa —contraatacó al instante—. Si no fuera así, yo no…
—¿Tú no qué, Hugh? —soltó ella cortándolo—. ¿No me tratarías como si fuera el segundo plato? Porque, entérate, gilipollas, eso es exactamente lo que has estado haciendo.
Viéndolo todo desde la sobriedad, durante un segundo barajé la posibilidad de decirles que, si intentaban disimular que tenían un rollo, lo estaban haciendo fatal, pero entonces recordé que nadie me había dado vela en ese entierro.
Moviendo la cabeza hacia los lados, los esquivé y crucé la impresionante cocina hasta encontrar la puerta trasera.
Cuando salí, ignoré al resto de los gilipollas que había en el jardín de atrás y me dirigí hacia el otro extremo del patio, encendiendo un cigarrillo mientras caminaba. La tentación estaba por todas partes y necesitaba mantener la calma.
—¿Me das uno de esos? —preguntó una voz de chica. Al girarme descubrí que era la amiga de Shannon que hacía un momento se estaba peleando con Biggs—. ¿Te acuerdas de mí?
—Más o menos —contesté frotándome el mentón—. Lilly Young, ¿no?
—Lizzie —me corrigió sin pestañear—. ¿Qué, me das uno?
—¿Un qué?
—Un cigarro.
—No.
Sus ojos azules se entrecerraron.
—¿Por qué no?
—Porque tú no fumas —repuse con frialdad—. Y yo no comparto.
Me miró con severidad, y yo le respondí haciendo lo mismo hasta que cedió con un intenso suspiro.
—Odio las fiestas.
—¿Y por qué has venido?
—Es difícil de explicar.
—Ya veo.
—¿Eso es todo? —Me echó una mirada llena de curiosidad—. ¿No vas a preguntarme por qué?
—No.
—¿Y eso?
Me encogí de hombros.
—Porque no me importa tu respuesta.
—Hum… —Inclinó la cabeza hacia un lado, estudiándome con sus ojos azules—. Tú tampoco perteneces a esto.
—No me digas, Sherlock.
—Entonces ¿por qué has venido?
Sonreí con satisfacción.
—Es difícil de explicar.
De mala gana, sus labios conformaron una sonrisa.
—¿Sabes qué? Cuando era pequeña me gustabas muchísimo. —Lo dijo sin sonrojarse ni empalidecer. La tía los tenía bien puestos—. A mí y a todas las chicas de clase. Durante un tiempo casi estabas por encima de Leo DiCaprio, y te estoy hablando de la época de Titanic, cuando era una superestrella. —Negando con la cabeza, dejó ir otro suspiro antes de añadir—: Pero eso solo prueba que siempre me he sentido atraída por los que menos me convienen.
Frunciendo el ceño, di una buena calada, retuve el humo lo suficiente como para acabar con los aguijones de dolor que sentía en el pecho y luego exhalé lentamente mientras pensaba qué decirle a esa chica, porque, a pesar de su evidente lengua afilada, no parecía capaz de encajar otro golpe.
—Eres muy cínica para ser tan cría.
Entornó los ojos.
—No soy ninguna cría.
—Puede que no. —Hice un gesto de indiferencia y di otra calada—. Pero eres amiga de mi hermana pequeña, así que para mí seguirías siendo una cría aunque tuvieras cuarenta años.
—Si intentas darme calabazas con delicadeza, te lo puedes ahorrar —contrapuso enseguida—. He dicho que me gustabas, en pasado, no actualmente.
—Sabia decisión —dije con una risita—. Mejor quédate con Leo.
—Muy gracioso. —Puso los ojos en blanco; el tono de su voz era apagado—. Además, sé que juegas al hurling para el Cork, y a mí ya no me gustan los deportistas.
—Y aun así vas a una fiesta organizada por el equipo de rugby de tu instituto. —Asentí con la cabeza—. Tiene todo el sentido del mundo.
—Estoy aquí por Claire.
—Y una mierda —la corregí con un bufido—. Estás aquí por su hermano.
Se quedó ojiplática.
—Pero ¿qué…?
—A ver si lo adivino —la interrumpí con tono chistoso—. Te estás follando a Biggs, y él no quiere comprometerse, así que te has ido con uno de los tíos de su equipo para vengarte de él.
—Yo no… No es… —Con la boca abierta, me contemplaba horrorizada.
—Tienes que mejorar esa cara de póquer.
—No has acertado en nada.
—Yo creo que sí.
—Joey, por favor…
—No te preocupes —la interrumpí guiñándole un ojo—. No soy de los que se van de la lengua.
—No hay nada sobre lo que irse de la lengua. —Ahora parecía aterrorizada de verdad—. Porque, como he dicho, no has acertado en nada.
—Ya, claro.
—Ay, Dios. No digas nada, Joey, por favor. —Tragando saliva con ansiedad, se puso una mano en la frente y gimoteó—: Él tiene novia, y yo tengo…
—Vamos a hacer una cosa, Lilly.
—Lizzie.
—Eso, Lizzie. —Apiadándome de ella, saqué un cigarrillo del paquete, me lo puse en los labios y lo encendí antes de ofrecérselo—. Tú le echas un ojo a Shannon cuando empiece en tu instituto la semana que viene, le cubres las espaldas y mantienes a raya a los que quieran meterse con ella, y yo me olvido de todo eso que dices que no he acertado.
—Tenía pensado vigilar a Shannon igualmente —repuso cogiendo el cigarrillo y llevándoselo a los labios.
—Y yo tenía pensando mantener la boca cerrada igualmente —dije con serenidad—. Así que parece que los dos salimos ganando.
—No soy mala persona —se apresuró a puntualizar en tono defensivo—. Ni tampoco una zorra.
—En ningún momento he dicho eso.
—Ya, pero sé lo que piensas.
Levanté una ceja.
—Lo dudo mucho.
—Piensas que soy una víbora horrible por siquiera plantearme hacer eso con el novio de otra, pero no tienes ni idea de lo que pasa en realidad —murmuró con la cara roja—. Es muy muy complicado. Y confuso. —Lanzó una agitada exhalación antes de musitar—: Y un millón de cosas más.
Encogí los hombros.
—No es cosa mía.
—¿Eso es todo? —Me miró desconfiada—. ¿No vas a decir nada más?
—¿Qué más quieres que diga? —repliqué con indiferencia—. A mi modo de ver, no eres la primera ni la última que se mete en ese lío. De todas formas, tampoco es que yo sea un cura, así que no hace falta que te confieses conmigo. Más que nada porque yo he hecho cosas mucho peores.
Arqueó una ceja, intrigada sin querer estarlo.
—Cuando dices que has hecho cosas peores…
Sonreí.
—Solo se lo confesaría a un obispo.
6
UNA RUBIA SIN MIEDO A MORIR
Aoife
Acicalada hasta decir basta y con tres cuartos de botella de prosecco en el cuerpo, me recosté en el sofá del salón del novio de Katie con la sensación de haber viajado hacia atrás en el tiempo.
No sé quién estaba pinchando, pero era evidente que le flipaba la música de los noventa, porque «The Bad Touch», de Bloodhound Gang, era solo la última canción que sonaba de una larga lista de hits de la década anterior.
Mareada, observé cómo Casey apoyaba el culo contra un chico moreno del Tommen y fingía que se iba hacia los lados.
No pude más que voltear las pupilas cuando vi que él la agarraba por las caderas para estabilizarla, tal como ella quería.
Mi amiga era muy predecible.
—Gracias —dijo Casey con su mejor sonrisa.
—No hay de qué.
—¿Cómo te llamas? —preguntó acercándose a él.
—Patrick —contestó él sonriendo tímidamente—. ¿Y tú?
«¡Corre, Patrick, corre! —quería gritar—, se te va a comer vivo, pobre idiota inocentón».
—Soy Casey. —Con una mano enroscada a su cuello y agarrándolo por la camisa con la otra, atrajo su enorme cuerpo hacia ella—. Dime, Patrick. —Deslizó la mano del cuello a la mejilla, acercó la cara del chico a la suya y le sonrió—. ¿En qué curso estás?
—En quinto, ¿y tú?
—En sexto.
—¿En el Ballylaggin?
—Ajá. ¿Juegas al rugby, Patrick?
Dijo que sí con la cabeza.
—Soy centro.
—Fantástico.
Sí, mi mejor amiga era la personificación del dicho «pequeña pero matona».
Necesitaba ayudante lo mismo que un pez patines en línea.
—Ese es Patrick Feely —me dijo Katie al oído—. Es muy amigo de Hugh.
—Y esa es la hermana pequeña de Hugh, ¿verdad? —pregunté señalando a la impresionante rubia con unos rizos para morirse que estaba sentada al otro lado del sofá vestida como la Baby Spice.
Me la quedé mirando, absorta por completo en la animada conversación que mantenía con un rubio igual de guapo que ella disfrazado del muñeco Ken Malibú que yo tenía de niña. Ambos eran todo sonrisas y manos que se agitaban mientras hablaban, se reían y se tocaban.
—Sí, esa es Claire —respondió Katie—. Probablemente una de las chicas más majas que existen.
Entrecerré los ojos en cuanto supe quién era el chico.
—Espera un momento. Creo que conozco al tío con el que habla.
—Todo el mundo conoce a Gerard Gibson —se rio Katie entre dientes.
—Una vez le ofreció un condón a Joey en el Biddies.
—No me extraña nada viniendo de él… —Katie intentó no partirse de risa—. Digamos… Bueno… Digamos simplemente que es único. Vive en su mundo.
Comenzó a sonar «C’est la Vie», de B*Witched, y juro por Dios que al tal Gibsie le faltó levitar del sofá de la emoción, arrastrando a Claire con él.
—Está claro que ella también vive en ese mundo —reflexioné sintiendo cómo se me dibujaba una sonrisa por primera vez en semanas mientras los contemplaba.
Saltando y moviéndose como si nadie los estuviera mirando, Gibsie y Claire bailaban por todo el salón al ritmo de la que sin duda era una de sus canciones favoritas; él la hacía girar y luego tiraba de ella hacia su pecho mientras se meneaban a trompicones al ritmo de la música.
—Supongo que llevan juntos desde siempre, ¿no?
—En realidad no son pareja.
—Anda ya. —Señalé hacia el espacio que ocupaban en medio de la improvisada pista de baile—. Mira a ese chico. Es evidente que está coladito por ella, y ella no deja de hacerle ojitos como si él fuera el no va más. —Moví la cabeza hacia los lados—. No, K, se tienen que estar liando seguro.
—¡Te juro que no! —se rio Katie—. De verdad.
Incrédula, levanté una ceja al ver cómo se lanzaban a bailar una impactante danza irlandesa. Con sus cuerpos en total sincronía y centrados completamente el uno en el otro, se reían y bailaban al compás, indiferentes al hecho de que gran parte de sus compañeros de clase los estuvieran mirando.
—No puede ser. —Ahogué una carcajada—. El tío se mueve como los de Lord of the Dance.
—Seguro que su madre lo apuntó a clases de baile irlandés en primaria. —Katie soltó una risilla—. Hay un montón de medallas expuestas en una vitrina en la habitación que está frente a la de Hugh de todos los festivales en los que han competido.
—¿Quién? ¿Gibsie y Claire?
Hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—Ufff, ¿bailaban juntos?
—Ajá —dijo Katie riéndose—. Hasta que él cambió los zapatos de baile por las botas de rugby.
—¿De verdad intentas hacerme creer que esos dos no están enamorados?
—Yo nunca he dicho que no estén enamorados. —Soltó una risita y agregó—: Lo que he dicho es que no son pareja.
—Hum… —Dirigí la vista hacia ellos, plenamente convencida de que lo estaban—. Pues harían una pareja monísima. Y me encanta el color de pelo de esa chica —añadí ocultando mi envidia—. Tiene unos rizos espectaculares.
—Tanto el color como los rizos son naturales —apuntó Katie, que parecía tan nostálgica como yo—. El pelo de Hugh es igual.
—Joey también tiene rizos, pero no se los deja crecer. Siempre lleva los lados y la parte de atrás de la cabeza bien afeitados, y mantiene un poco más de pelo por arriba, pero, si no se lo corta durante unas semanas, le crece salvaje y rizado en la parte superior, como al pequeño Seany. Es adorable —me oí decir a mí misma antes de arrugar la nariz con desesperación—. Lo siento.
—No lo sientas, Aoife —contestó con dulzura—. La verdad es que me sorprende que hayas venido esta noche. Ya sé que Casey prácticamente ha tenido que traerte a rastras, pero no te hubiera culpado si no hubieras salido. —Lanzó un intenso suspiro, engarzó su brazo con el mío y dijo—: Sé que siempre has estado enamorada de él, y los sentimientos no cambian de un día para otro, así que, si esto se te hace demasiado cuesta arriba o quieres volver a casa en algún momento, no tienes más que decírmelo y haré que uno de los amigos de Hugh te lleve en coche.
—Gracias, Katie —contesté apoyando la mejilla en su hombro—. Entonces ¿de veras no son pareja? —pregunté señalando con la barbilla a Gibsie y a Claire, que ahora parecían salidos de un tributo a Gene Simmons mientras improvisaban al ritmo de «Kids», de Robbie Williams y Kylie Minogue.
Él estaba tumbado de espaldas, cantando a voz en grito con su micrófono imaginario, y ella, sentada a horcajadas sobre sus caderas, cantaba con él.
—Oh-oh —bromeó Katie viendo cómo su novio se dirigía hacia ellos como una bala—. Hughie se va a rayar.
Tras alzar una mano para evitar que su hermano se acercara, Claire siguió sacudiendo la cabeza y marcando el ritmo de la música con la mano que le quedaba libre, mientras Gibsie cruzaba los brazos detrás de la cabeza y le sonreía a Hughie como un corderito.
—Ay, mierda —gimoteó Katie entonces atrayendo de nuevo mi atención hacia ella.
—¿Qué pasa? —le pregunté—. No creo que pierda los nervios porque su hermana baile con un colega.
—No lo digo por él —declaró Katie sofocada señalando hacia la puerta que daba a la cocina—. Sino por él.
Girando el cuello, fui recorriendo su línea visual hasta que todos y cada uno de los músculos de mi cuerpo se tensaron con fuerza cuando mis ojos se posaron sobre Joey.
—Dios mío… —Me quedé sin aire en los pulmones tras una brusca exhalación y enseguida aparté la vista—. ¿Qué está haciendo aquí? —Presa del pánico, miré a mi amiga en busca de ayuda—. Katie, ¿qué hace él aquí?
—No lo sé —contestó agobiada moviendo la cabeza hacia los lados—. No tengo ni idea.
—Ay, Señor… —Dejé caer la cabeza entre las manos y gimoteé en voz alta, mientras el estómago se me hacía un nudo y las rodillas me rebotaban nerviosamente—. Dijiste que él no iba a estar.
—No debería —protestó—. Sabía que Claire era amiga de su hermana, pero no me imaginaba que él y Hugh fueran amigos.
—Por Dios… —Se me revolvió el estómago y sentí que me desmayaba—. Tengo que salir de aquí.
—No tienes por qué hacer eso —dijo enseguida pasándome un brazo por los hombros—. Todo va bien. Tú cálmate y respira hondo.
Justo en ese momento, Casey salió de entre la multitud chillando:
—¡Está aquí! ¡Está aquí! ¡Dios mío! ¡Está aquí!
—¿Tiene buen aspecto? —me oí decir con un hilo de voz mirando a mis amigas por entre los dedos de las manos—. ¿Se está peleando? —El corazón me dio un vuelco y logré pronunciar las siguientes palabras—: ¿Va colocado?
—No estoy segura —repuso Casey con voz entrecortada—. Desde luego no se está peleando, pero está demasiado lejos como para saber si va puesto o no. —Estiró el cuello para ver mejor y unos segundos después soltó un gruñido de cabreo—. Pues parece que Dolly Parton se equivocaba cuando dijo que Jolene era pelirroja. —Inclinando la cabeza sobre la cocina, espetó—: Resulta que más bien es una rubia sin miedo a morir.
—Ay, mierda —gimoteó Katie con tono descompuesto—. Por favor, dime que no están…
El corazón me martilleaba con violencia en el pecho, así que me obligué a inhalar unas cuantas bocanadas de aire para tranquilizarme y ser capaz de mirarlo de nuevo.
Ataviado con unos vaqueros oscuros y una camisa azul marino entallada con las mangas remangadas hasta los codos, Joey se apoyaba contra la isla de la cocina. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho y miraba hacia el suelo con aire más o menos divertido mientras la rubia, que estaba sentada a su lado sobre la isla, balanceaba los pies de un lado a otro y hablaba con él.
Dolor.
Me pegó con tanta fuerza y velocidad que, sinceramente, pensé que iba a partirme en dos.
—Ah, tranquilas, chicas, es Lizzie —se apresuró a señalar Katie—. Va al Tommen, a tercero. Es la mejor amiga de Claire.
—Hasta ahora, al menos —la corrigió Casey con desbordante pasión—. Porque pronto se la conocerá como la chica por cuya muerte me metieron en la cárcel.
—Vas pedo, Casey. Guarda esas uñas —le soltó Katie antes de centrarse de nuevo en mí—. Seguramente también es amiga de la hermana de Joey y por eso él está hablando con ella —sugirió con calma—. Solo están charlando, Aoife. Parece del todo inocente.
—Ay, por favor —balbuceó Casey abofeteando al aire como si este la hubiera ofendido—. No seas tan ingenua, Katie. No hay nada inocente en esa aspirante a Mischa Barton.
—Sé que tus intenciones son buenas, pero ahora mismo estás haciendo más daño que otra cosa —farfulló Katie—. Aoife no necesita esto. No le hace falta oír tu incesante monólogo interno, Case.
—Tal vez a ella no —declaró Casey antes de salir corriendo hacia la cocina—. Pero él me va a oír.
—Ufff, Katie, de aquí no va a salir nada bueno. —Me puse de pie tambaleándome, me presioné las sienes con los dedos y vi horrorizada cómo Casey acorralaba a Joey en la cocina—. Ya sabes cómo se pone. Con suerte, no pasará de ser una borracha desagradable.
—Entonces tienes que ir.
—No puedo —dije ahogada sintiendo que me faltaba el oxígeno ante la sola idea de tener que hacerle frente de nuevo—. Ni de lejos voy lo suficientemente taja como para volver a saltar al cuadrilátero con él.
—Pues debes hacerlo —insistió mientras me empujaba hacia la puerta—. Están discutiendo sobre ti. Tienes que entrar ahí y poner paz.
—No.
—Ve y tráete a Casey; yo voy a buscar a Patrick Feely. Esta noche no ha bebido y os llevará a casa.
—No puedo entrar ahí.
—No te queda otra.
—No.
—Sí, Aoife.
—¡Vale, vale, de acuerdo!
Después de lanzar un trémulo suspiro, sacudí las manos y tomé una profunda y calmante bocanada de aire antes de obligarme a entrar en la cocina para enfrentarme a él.
7
EL INFIERNO ESTÁ EMPEDRADO DE BUENAS INTENCIONES
Joey
—Y luego está Ronan McGarry. Es un mierdecilla, pero relativamente inofensivo —dijo Lizzie recitando el último nombre de la lista de tocapelotas con los que Shannon podría toparse en su nuevo instituto—. Sin embargo, la verdad es que, aparte de algún que otro cotilla o de la típica abeja reina, el Tommen es bastante apacible. Bueno, hay que lidiar con Bella Wilkinson.
—¿Quién es? —pregunté de pie a su lado en la cocina mientras iba tomando notas mentales—. ¿La conozco?
—No creo —respondió—. Estás bueno, pero te falta pedigrí para que te tenga fichado.
Alcé una ceja.
—Vaya, gracias.
—Lo siento, es así. —Se encogió de hombros de forma poco entusiasta—. Vas al instituto público de Ballylaggin y vives en un barrio marginal, y ella es una zorra sedienta de dinero y fama —me explicó arrugando la nariz, asqueada—. Puede que seas la gran esperanza de la asociación de hurling, pero, si no vienes con el resto de los accesorios (me refiero a dinero, un cochazo de escándalo y un futuro como jugador profesional de rugby), ella ni te mirará al pasar junto a ti.
—Estoy consternado.
—Ya me lo parecía —se rio Lizzie dándome un manotazo en el brazo—. Digamos que esa chica se subiría a una cuchilla de afeitar si esa cuchilla tuviera la forma de alguno de los chicos de la Academia. Pero está en sexto y en realidad pasa de la gente de tercero, así que Shan no debería tener ningún problema con ella. Además, los chicos de nuestro curso no son tan espectaculares como para que ella les preste atención. Le interesan más los tíos mayores, los grandes jugadores de rugby con estatus de dioses.
—¿Como Johnny Kavanagh?
—Exacto. —Lizzie asintió con la cabeza—. O Cormac Ryan. Los dos están en la Academia.
—Los he visto jugar —comencé a reflexionar frotándome la mandíbula—. Kavanagh es un fuera de serie, pero ese chaval, Ryan, ha tocado techo con la Academia.
—¿Quieres oír un chisme gracioso que circula por el mundillo del rugby?
—La verdad es que no.
—Bueno, yo tuve que oírlo, así que tú también.
—No, por favor.
—Al parecer, Bella se acuesta con Cormac desde antes de Navidad, pese a que debería estar con Johnny Kavanagh, que se encuentra lesionado.
—Ufff, escandaloso —repuse sin emoción—. He recibido una información vital sobre unas personas que me importan tres pares de cojones. No sé si podré contener el entusiasmo.
—Eres sarcástico y directo hasta el punto de la crueldad. —Echó la cabeza hacia atrás y se rio—. Me encanta.
—Vaya, qué poco has tardado en volver a las andadas —dijo en tono burlón una voz familiar. Cuando giré la cabeza, vi a Casey Lordan fulminándome con la mirada—. ¿Te lo estás pasando bien con tu nueva chica, gilipollas?
Entorné los ojos.
—¿De qué coño hablas?
—De ti —espetó Casey señalando con un dedo entre los dos— y de esta putita.
—¿En serio me acabas de llamar «putita»? —intervino Lizzie—. ¿Se te ha ido la olla?
—Cariño, dicen que si hay pelito… —se burló Casey lanzándole a la amiguita de Shannon una de sus miradas asesinas y derramando parte de su copa de vino—. Y desde luego diría que en tu caso lo hay.
—No me llames «cariño», zorra —le advirtió Lizzie bajándose de la isla de un salto—. Porque no sabes con quién coño estás hablando.
—Quieta parada —intervine mientras me situaba entre la amiga de mi hermana y la de mi novia—. No sé qué crees saber, pero te equivocas —afirmé dirigiéndome a Casey—. Es una amiga de mi hermana.
—Ya, seguro.
—Ya, pues es verdad —alegó Lizzie detrás de mí.
—Tú —ordené dándome la vuelta para mirar a Lizzie—. Lárgate.
—Pero…
—¡Que te largues! —grité a la espera de que Lizzie se fuera a paso ligero antes de centrarme de nuevo en Casey—. En cuanto a ti, Case —solté con cierta repulsión—, no sé qué te ha dado, pero no puedes tener la mente tan calenturienta.
—¡Estabas ahí dale que te pego con ella!
—Es una cría —le espeté—. Ten dos dedos de frente, ¿vale? ¡Joder! Y ya de paso deja de meterte en mis asuntos.
Haciendo justo lo contrario, levantó una mano y me dio una bofetada en la mejilla que me escoció de cojones.
—O si no qué, ¿eh? —Me empujó el pecho con una fuerza sorprendente teniendo en cuenta que apenas me llegaba hasta ahí—. ¿Qué vas a hacer si no lo hago, imbécil?
—Casey —le advertí retrocediendo unos pasos, los mismos que ella volvió a avanzar hacia mí—. Basta.
—¿Por qué lo hiciste, Joey? —exigió dándome empujones en el pecho hasta que me tuvo acorralado sin posibilidad de escape—. Podrías haberla dejado en paz —dijo arrastrando las palabras, tambaleándose sobre los tacones; y yo, por algún motivo que desconozco, extendí una mano para sujetarla.
En efecto, fui ese tipo de idiota que evita que la chica que le está atacando se caiga. Para agradecérmelo, ella me abofeteó de nuevo.
«Todo un encanto».
—Mira, buenorro hijo de puta —balbuceó mientras me clavaba un dedo en el pecho—. Me la pela lo hábil que seas moviendo las caderas en el campo (o en la cama, por lo que a mí respecta); ambos sabemos que mi chica juega en una liga muy superior a la tuya.
—¿De qué cojones hablas? —pregunté sintiendo cómo me iba calentando—. Pareces una chiflada.
—Hablo de romperle el corazón a mi mejor amiga —me soltó hincándome de nuevo el dedo—. Aoife vale diez veces más que cualquiera de las chicas que hay en esta fiesta y si no lo ves es que eres imbécil.
—¿Crees que he venido a pillar cacho? —La miré boquiabierto—. ¿Estás mal de la cabeza?
—Sé que has venido a eso. Te acabo de pillar in fraganti.
—Sí, hablando —contrapuse—. Me has pillado in fraganti hablando con la amiga de la infancia de mi hermana.
—Puedes negarlo todo lo que quieras. Sé lo que he visto.
—No inventes.
—No seas gilipollas —continuó despotricando—. Aoife estaba bien con Paul. No tenía problemas. Su vida era estable. Coherente. Él era bueno para ella. Pero tú no podías dejarla en paz, ¿verdad? No, tenías que seguir desmenuzándole el corazón hasta conseguir que lo mandara todo a la mierda por ti. Y ya ves cómo le ha ido.
—Ahora me vas a escuchar tú a mí —repuse furibundo—. Si se te ocurre intentar clavarle tus tóxicas garras a Aoife y convertir esto en algo que no es, Case, te juro por Dios que no respondo de mis actos.
—Eso fue lo que hiciste cuando decidiste romperle el corazón a mi mejor amiga —espetó—. Aoife Molloy es lo mejor que te ha pasado en la vida, Joey Lynch, y todo el mundo lo sabe. Ella te quiere, gilipollas, a pesar de tu reputación y de todas las cosas horribles que has hecho, y, en vez de tratarla con el amor y el respeto que se merece, le tiras encima toda tu mierda.
—Qué coño sabrás tú —gruñí furioso—. No tienes ni idea de lo que pasa entre nosotros, así que no empieces a darme la vara con temas que no te incumben.
—Sé que le soltaste no sé qué rollo de que necesitabas espacio y luego te fuiste de rositas sin mirar atrás —contestó con una furia similar.
—¡Casey, déjalo ya! —La voz dolorosamente familiar de Molloy resonó en mi cabeza haciendo que se me erizaran todos los pelos del cuerpo—. Para ahora mismo —ordenó arrastrando a su amiga lejos de mí—. No lo hagas.
—Se lo merece.
—No sabes de qué va esta historia. Así que para ya.
—Te ha hecho daño, eso es lo que sé.
—¡Casey! Lo digo en serio. Vámonos.
Me quedé sin palabras al ver a Molloy con un vestido rojo ceñido y sin espalda, y no pude más que contemplarla mientras me ignoraba por completo y se centraba en su amiga.
—Pero te ha hecho daño —seguía balbuceando Casey señalando hacia donde yo me encontraba—. Estás muy triste y comes muchísimo chocolate, y todo es culpa de él.
—Eso no importa —le dijo Molloy pasándole un brazo a Casey por la cintura y conduciéndola hacia la puerta, sin mirarme en ningún momento—. Venga —prosiguió mientras persuadía a la bruja de su amiga—. Haré que nos lleven a casa.
—¿Molloy?
—Ahora no, Joe.
El corazón me dio un vuelco en señal de protesta.
—Molloy.
—No —sentenció con voz ahogada saliendo a toda prisa de la cocina con Casey abrazada a ella—. No puedo hacer esto ahora, ¿vale?
Claro que no me valía. No me valía en absoluto.
Mis piernas se movieron tras ella antes de que mi cerebro llegara siquiera a procesarlo.
—Patrick Feely está fuera con el coche —le dijo su vecina mientras rodeaba a Casey con un brazo y ayudaba a Molloy a llevarla hasta un coche en marcha que estaba cerca—. Se asegurará de que lleguéis bien a casa. Es buen chico, Aoife. Puedes confiar en él.
—Gracias, Katie —le oí responder a Molloy mientras abría la puerta de atrás y se las arreglaba para meter a Casey—. Siento lo que ha pasado.
—Tranquila, nena —contestó Katie dándole un abrazo de lado—. No has hecho nada malo.
—No me quiero ir a casa —farfulló Casey dejándose caer en el asiento de atrás—. Me lo estoy pasando bien.
—Sí —refunfuñó Molloy—. Jodiéndome la vida.
—No te enfades conmigo —lloriqueó su amiga—. Solo intento cuidarte.
—Puedo cuidar de mí misma, Case.
—Pero ha hecho que estés muy triste.
—Hazte a un lado y déjame entrar. Ya hablaremos de esto.
—Molloy —interrumpí agarrando la puerta cuando ella trataba de subir al coche junto a su amiga—. No te vayas todavía.
—Debo hacerlo.
—¿Por qué?
—Intento jugar según tus reglas, Joe —dijo con un hilo de voz aún evitando mirarme—. Tú te centras en lo tuyo y yo en lo mío, ¿recuerdas?
—Eso —farfulló Casey desde el asiento de atrás—. Déjala en paz, gilipollas.
—Casey, todo está bien, para ya —murmuró Molloy con rubor en las mejillas—. Cállate, ¿vale?
—No te vayas —repetí haciendo caso omiso de la mirada asesina que me estaba echando su amiga—. No te marches, Aoife.
—Debo hacerlo —repuso con tranquilidad—. Está borracha y debo asegurarme de que llegue bien a casa.
—Ya la llevo yo, Aoife —ofreció Katie haciéndome saber de inmediato a cuál de sus amigas prefería—. Si te quieres quedar y…, no sé…, hablar las cosas o lo que sea, estaré encantada de acompañar a Patrick y dejarla en su casa.
—Gracias, Katie, pero entonces tendrías que irte de la fiesta.
—No me importa —repuso Katie enseguida—. Creo que deberías quedarte y hablar con él. —Me dedicó una sonrisa… de advertencia—. Pero de buen rollo.
—Claro —dije alzando las manos para que supiera que estaba más que dispuesto a cumplir sus deseos.
—No… —gimoteó Casey—. No lo hagas, Aoife. Te va a meter un montón de mierda en la cabeza.
—¡Tú cállate! —soltó Katie subiéndose rápidamente al asiento de atrás con Casey antes de cerrar la puerta a toda velocidad.
El coche no tardó en alejarse por la carretera, dejándonos en un silencio forzado y tenso.
—¿Así que ibas a irte sin hablar conmigo?
—No quiero peleas, Joe —susurró Aoife envolviéndose la cintura con los brazos en gesto protector—. Estoy demasiado cansada.
—Yo tampoco quiero eso.
Asintió rígidamente con la cabeza sin apartar la vista de sus pies, realzados por unos tacones de aguja.
—¿Vas a mirarme?
—Ahora mismo no.
—¿Por qué?
—Porque duele demasiado.
Se me encogió el corazón.
—Nena…
Cambió de tema de inmediato y preguntó:
—¿Y qué haces en una fiesta del Tommen, Joey Lynch?
—No te lo vas a creer, pero me han invitado.
—¿Quién?
—Hugh Biggs —contesté antes de darle un rápido giro a la conversación—. ¿Qué haces tú en una fiesta del Tommen, Aoife Molloy?
—Me han invitado.
—¿Quién?
—Katie Wilmot.
Tuve que pensarlo un momento antes de darme cuenta.
—Espera, ¿Katie, tu vecina de al lado, está con Hugh Biggs?
—Sí —murmuró—. Ya te lo había dicho.
Recordaba vagamente a Molloy contándome que su amiga tenía un novio en el equipo de rugby del Tommen, pero en aquel momento estaba demasiado colgado como para prestarle mucha atención a lo que me explicaba.
—No, no, no, tú me dijiste que se llamaba Katie Horgan.
De eso me acordaba.
—Se llama Katie Horgan-Wilmot —contestó Molloy—. Sus padres no están casados, ¿te acuerdas? Su madre se apellida Horgan, y su padre, Wilmot. Tiene un apellido doble, aunque suele usar más el de su padre.
—Así que Katie está con Hugh.
—Sí, hace ya algún tiempo.
—Vale, entiendo.
Se me vino a la cabeza la charla que había tenido con Lizzie y una punzada de compasión me atravesó el pecho antes de deshacerme abruptamente de cualquier recuerdo que mi mente conservara al respecto.
«Nadie me ha dado vela en ese entierro».
—¿Y por qué decías que iba al Tommen? —pregunté buscando en mi cabeza y yéndome de vacío—. Es de Rosewood. Tampoco es que a sus padres les sobre el dinero. —Intentando no sonar demasiado como un imbécil, dije—: ¿No debería ir con nosotros al Ballylaggin?
—Joe, sabes por qué va al Tommen —musitó dándole una patada a una piedra con el pie—. Ya te lo he contado, ¿no te acuerdas?
«Sí, pero yo estaba en otro planeta y no podía oírte».
—Ah, sí —mentí sintiendo asco de mí mismo por la cantidad de formas que había encontrado de defraudar a esa chica—. Ya me acuerdo.
—¿Has bebido?
—Solo una copa en toda la noche.
—Vaya —dijo con suavidad—. Debe de ser todo un récord para ti.
«Esa ha dolido».
—Me lo merezco.
—No lo he dicho para hacerte daño —repuso moviendo la cabeza hacia los lados.
—Tampoco es que fuera a culparte si lo hicieras.
—Ya.
Se hizo otro tirante silencio entre nosotros y me sentí incómodo.
—Sabes que Casey se ha pasado como siete pueblos, ¿no? La chica con la que hablaba es una amiga de Shannon —me apresuré a explicarle mientras el corazón se me aceleraba—. Eso ha quedado claro, ¿verdad?
—Sí. —Su voz era apenas un susurro cuando dijo—: Katie mencionó algo de eso.
—Entonces ¿estás bien? —insistí con delicadeza—. Ya sabes que no estaba pasando nada.
—No, no estoy bien —contestó sofocada con la voz cargada de emoción—. Llevo semanas sin estar bien. —Esta vez sí que me miró, y el dolor que sentí al ver sus ojos llenos de lágrimas me atravesó como un cuchillo—. Pero parece que tú estás mucho mejor que antes, así que está claro que a uno de los dos le está funcionando esta ruptura.
—¿Lo dices en serio? —Di un paso atrás; sentía como si acabara de clavarme un puñal en las tripas—. ¿Crees que yo no estoy sufriendo?
—Yo ya no sé lo que sientes.
—Amor —reconocí—. Hacia ti.
—No…
—Para mí no ha cambiado nada, Molloy —la interrumpí desesperado por que lo supiera—. Nada.
—No puedo hacerlo —admitió con la voz rota—. No puedo.
—¿Hacer el qué? —pregunté presa del pánico—. ¿Hablar conmigo?
—Estar aquí contigo, pero sin estar contigo —dijo emocionada llevándose una mano a la frente—. Es demasiado. Demasiado duro. —Negando con la cabeza, se giró para irse—. No puedo.
—Aoife. —Una combinación jodidísima de culpa y miedo recorrió mi cuerpo mientras la veía marcharse—. Tan solo intento protegerte.
—No… —Se dio la vuelta y vino hacia mí como una loca—. No —repitió con los dientes apretados señalándome con el dedo—. Esto no es protegerme, Joey. Largarte no es protegerme. ¡Joder, dejarme no es protegerme! —Furiosa, parpadeó para deshacerse de las lágrimas y me fulminó con la mirada—. Así no se trata a la persona a la que amas, lo que demuestra que nunca me has querido como yo te he querido a ti.
—¿Que nunca te he querido? —La miré boquiabierto—. ¿Cómo coño puedes decir eso? ¡Eres la única persona del planeta a la que quiero!
—No —respondió sacudiendo la cabeza—. No puedes hacer eso. No puedes volver y destrozarme. —Me puso las manos en el pecho y me empujó cuando intenté atraerla hacia mí—. ¡No puedes decirme que me quieres y luego volver a romperme el corazón! —Lanzó otro angustioso gemido cuando tomé sus mejillas entre mis manos—. Tú no me quieres, Joey. —Agitando los párpados, se inclinó hacia mí y empezó a sollozar—. Tú no sabes querer a nadie.
—Tal vez no lo haga bien —dije con voz ahogada mientras se me hacía pedazos el corazón—. Pero sí que te quiero.
—Eres un cabrón.
—Ya lo sé.
—No puedo vivir así.
—Ya lo sé.
—No, Joey, de verdad. —Dejó escapar un suspiro y se apartó de mí con un escalofrío—. No aguanto ni un segundo más.
Acto seguido, giró sobre sus vertiginosos tacones y se dirigió hacia el interior de la casa murmurando las palabras «Duele demasiado» por encima del hombro mientras se iba.
Sabía que debía girar en dirección opuesta y alejarme de ella, pero no fue eso lo que hice.
No, lo que hice, como el cabrón enfermo y masoquista que era, fue seguirla hasta la casa de los Biggs, consciente de que Molloy no era de las que se quedaban de brazos cruzados cuando la menospreciaban.
No me cabía la menor duda de que su intención era hacérmelas pagar por no darle lo que quería, que casualmente era justo lo mismo que quería yo.
«Puta mierda de vida».
8
NO TE ENFADES, VÉNGATE
Aoife
Algunas rondas de chupitos más tarde, había dejado rápidamente de ir achispada y me tambaleaba más bien al borde de la embriaguez.
Meneando el culo con Katie, que había vuelto de acompañar a Casey, las dos bailábamos en la improvisada pista de baile con Ken y la Baby Spice mientras yo ignoraba con diligencia al gilipollas que pasaba un porro en la cocina.
Menos mal que estaba limpio.
«Gilipollas».
—Gibs, sabes que Hughie te va a matar, ¿verdad? —preguntó Katie devolviéndome al presente, en el que Gibsie Gibberson, o como se llamara, se había quedado en gayumbos al ritmo de «Barbie Girl», de Aqua.
Sin ningún tipo de vergüenza en su desenfreno, se había echado a su pareja al hombro y usaba su culo a modo de batería.
Chillando de puro gozo mientras él danzaba por la pista haciendo rebotar su cuerpo colgante en el aire, Claire se aferraba a sus bíceps como si le fuera la vida en ello.
Tras lanzarle a Katie una sonrisa traviesa, el grandullón siguió bailando con su amiguita, ajeno o quizá totalmente indiferente a las numerosas miradas de deseo que estaba recibiendo.
A ver, no hacía falta ser un genio para imaginarse por qué las chicas de su instituto lo miraban. El chaval era un armario empotrado, tenía los dos pezones agujereados y más músculos en el cuerpo que sentido común en la cabeza.
Con sentido común o sin él, desde luego ese tiarrón parecía tener claras sus prioridades, y había puesto a su reina de cabello rizado en una sólida primera posición. Mientras que el resto de sus amigos habían abandonado hacía rato a sus novias y a sus citas, Gibsie no se había alejado a más de tres pasos de Claire en toda la noche.
—En serio, no se están acostando —apuntó Katie, que pareció leerme el pensamiento mientras ponía los ojos en blanco—. Siempre están igual. Son como dos extraños imanes de unicornio que se atraen el uno al otro.
Entre risas, le di un codazo y dije:
—Pues verás cuando follen; habrá fuegos artificiales.
—Si eso llega a pasar, será en el lecho nupcial —soltó Katie con una risita—. Porque Claire Biggs no va a abrir las piernas sin un diamante bien gordo y la promesa de eternidad de por medio.
—Hace bien —repuse, y luego le ofrecí una sonrisa burlona—. Parece que sigue el ejemplo de su futura cuñada.
—¡Oye! —El rostro de Katie ardía de rubor—. No hay nada malo en querer ser buena.
—Eso es verdad —razoné pasándole un brazo por encima del hombro—. Pero ser mala es mucho más divertido.
—Hablando de ser mala… —Agarrándome por el brazo, se inclinó hacia mí y preguntó—: ¿Vas a ir allí a hablar con Joey?
—No.
—Ay, déjalo ya —regruñó—. Estás dolida, lo pillo, pero hacer ver que no quieres acercarte a él es absurdo.
—En realidad no lo es —mentí—. Me siento genial aquí contigo.
—Dios, no podéis ser más cabezones ninguno de los dos.
—No, el cabezón es él —contesté—. Yo solo me protejo a mí misma.
—Venga ya, Aoife, no tires piedras contra tu propio tejado —suspiró profundamente—. Está claro por qué se ha quedado en la fiesta.
—¿Ah, sí? Si está tan claro, ¿por qué no ha venido hasta aquí?
—Porque él ya ha intentado hablar contigo —me recordó—. Has sido tú la que te has alejado.
—Porque fue él quien rompió conmigo, Katie. —Noté que se me hacía un nudo en la garganta y me obligué a tragarlo enseguida antes de decir entre dientes—: Me abandonó. ¿Qué se supone que debo hacer? ¿Quedarme a oír la cantinela del «no eres tú, soy yo»?
—Bueno, hayáis roto o no, es evidente que no está buscando a otra —replicó señalando hacia la cocina—. Gretta Burchill es la sexta chica a la que he visto salir escaldada después de ir a hablar con él esta noche.
A desgana, me giré y me asomé por el arco, y vi a Joey reclinado sobre la isla de mármol de la cocina, con un cigarro de liar en la mano, hablando con un grupo formado por Alec, Podge, Hugh, Patrick, el conductor designado de la noche, Lizzie y otros a los que no conocía.
Una abrasadora furia me quemó por dentro cuando la morena de las piernas largas que estaba sentada en la isla junto a él se le acercó y le susurró algo al oído.
Ella era todo sonrisas coquetas y caricias nada inocentes mientras enganchaba a mi gilipollas por el cuello y lo arrastraba hacia atrás para que se colocara entre sus piernas. Sin retirarle la mano del pecho, le puso la barbilla sobre el hombro y le volvió a susurrar algo al oído.
«Y una mierda como un piano».
—Quieta ahí, Harley Quinn —dijo Katie cogiéndome de la muñeca cuando vio que me lanzaba a rajar a esa guarra—. Espera y verás.
En un abrir y cerrar de ojos, Joey cogió la mano de la chica y se escabulló hábilmente por debajo de su brazo, negando con la cabeza cuando ella trató de atraerlo de nuevo hacia sí.
—¿Lo ves? —gritó Katie por encima de la música—. No le interesan otras chicas, Aoife.
Yo estaba muy lejos como para oír lo que decían, pero la mano que alzó para advertirle a la morena de que no se acercara, por no mencionar su expresión de desconcierto, consiguió ablandarme por un momento y saciar mi sed de sangre.
La chica elevó las manos y le dijo algo a Joey, y no sé qué le respondió él, pero ambos miraron hacia mí. Ella tuvo la decencia de ruborizarse cuando nuestros ojos se encontraron. Entretanto, Joey la miraba con suficiencia como diciendo: «¿Ves? Te lo dije».
Entorné los ojos y la miré fijamente hasta que se bajó como pudo de la encimera y se alejó de mi hombre, saliendo de la cocina con el rabo entre las piernas.
Mi mirada se encontró con la de Joey, verde sobre verde, que me guiñó un ojo desde la otra habitación.
Y así, sin más, me quebré.
—¡Acércate! —insistió Katie dándome un empujoncito en dirección a la cocina—. Eres Aoife Molloy. ¿Desde cuándo dejas que sea un chico quien tome las decisiones en tu vida?
—Yo no hago eso —murmuré antes de volver a centrarme en mi amiga—. Nunca.
—Exacto. —Sonrió—. Así que vete para allí y recupera a ese novio tan increíblemente sexy y escalofriante que tienes antes de que venga otra a intentar levantártelo.
—Joder, vaya si lo voy a hacer. —Entrecerré los ojos, me di la vuelta y me fui directa hacia el apuesto fumeta, pero me giré de nuevo en el último segundo para coger a Katie de la mano—. Aunque será mejor que sigas tu propio consejo y vengas conmigo porque parece que esa amiguita de Shannon con gesto enfurruñado quiere comerse al pijo de tu chico.
—¿Quién, Lizzie? —se rio Katie mientras caminaba detrás de mí—. Qué va. Pertenece a su superelitista círculo íntimo del instituto. No es más que una amiga.
—Ya, claro —entoné volteando las pupilas—. Regla número uno, mi inocente vecinita. Nunca confíes en una chica con ese aspecto cuando esté cerca de un chico con ese aspecto.
—Uooo, hey, Piernas Sexis —jaleó Alec cuando Kate y yo nos unimos al pequeño círculo de humo que tenían montado en la cocina—. ¿Quién es mi chica favorita?
—Tío, no tientes a la suerte —señaló Podge riéndose entre dientes mientras le daba un codazo a Al en las costillas—. Tienes buen aspecto, Aoife.
—Gracias, Podge —respondí sintiéndome incómoda cuando Katie se fue directa hacia Hugh y me dejó sola frente a un grupo de chicos con los que normalmente no me hubiera costado el más mínimo esfuerzo charlar.
«Pero esto es diferente».
—Molloy.
En cuanto dijo mi nombre, un calor abrasador me inundó el vientre, y tuve que esforzarme para mirarlo.
—Joe. —Alcé una ceja y observé cómo expulsaba una nube de humo—. O sea que por el buen camino, ¿no? —Puse los ojos en blanco—. Ya, gilipollas, por eso huele así.
Frunció el ceño confundido mientras Podge dejó escapar un «ja» en voz muy alta.
—Molloy, un porro no cuenta.
—Claro que sí.
—¿Desde cuándo?
—Desde siempre. —Frustrada y harta, hice un gesto de desaprobación y le di la espalda, determinada a no pelearme con él por eso—. Hola —dije centrándome en la rubia malhumorada—. Soy Aoife.
—Lizzie —contestó brindándome una sonrisa poco entusiasta y negando con la cabeza cuando Alec le ofreció el canuto—. Tu amiga se equivocaba, que lo sepas. Yo no estaba intentando pillar cacho con tu novio.
—No es asunto mío con quién se líe Joey —contesté dolorosamente consciente de lo cerca que estaba de mi espalda—. Es libre de hacer lo que quiera, igual que yo.
—Y una polla. —Me pasó la mano por la cintura y me apretó los dedos contra la piel mientras me arrastraba hacia atrás para abrazarme—. No te pases.
—¡Hala! —farfulló Alec a través de una nube de humo—. ¿Estoy percibiendo problemas en el paraíso?
—¿Qué pasa, Joe? —me burlé reprimiendo la necesidad de estremecerme y hundirme contra él—. Si quieres que lo dejemos, tienes que enfrentarte a las consecuencias.
—Molloy.
—Calla. —Con el culo pegado a la parte delantera de sus vaqueros, me eché un largo mechón de pelo hacia atrás y le sonreí al extraño que le daba una calada al porro—. ¿Vas a compartir eso o qué, ojos azules?
El chico me guiñó un ojo y me tendió el canuto.
—¿Qué haces? —El tono de Joey era serio. Lanzando un gruñido de frustración, me extendió su enorme mano por el vientre—. Joder, deja eso, Molloy. Ahora mismo.
Sin tener ni idea de lo que estaba haciendo, me lo puse entre los dedos, lo apreté contra mis labios y le di una buena calada, intentando no echar los higadillos mientras se me iba la cabeza y los ojos me ardían.
—Molloy. —Joey me dio la vuelta entre sus brazos y me miró amenazante—. Te lo digo en serio.
Me esforcé en exhalar lentamente y le sonreí.
—¿Cómo es el dicho, Joe? Si no puedes con ellos…
—¡Únete! —jaleó Alec tamborileando con las manos sobre la encimera que tenía detrás antes de detenerse de golpe al ver la mortífera mirada que le estaba echando Joey—. O no.
—¿Cuál es el problema, Joe? ¿Tú te puedes divertir, pero yo no? —dije con tono burlón llevándome de nuevo el porro entre los labios y aspirando hasta que los ojos se me pusieron llorosos.
—¡Molloy!
—Lynchy, relájate.
—Tío, solo se está divirtiendo un poco.
—He dicho que no —me espetó arrancándome el canuto de la mano y dándoselo al desconocido que tenía detrás—. No, Aoife.
—No puedes decirme lo que tengo que hacer, Joe —gruñí entre borracha y mareada—. No te pertenezco.
—¡Pues vaya puta mala suerte por mi parte, porque te aseguro que yo sí te pertenezco a ti!
Borracha o no, sus palabras me golpearon en el pecho como una bola de demolición. Sentí cómo el aire salía de mis pulmones con un z