1
ÉL O NOSOTROS
Shannon
—Decídete, mamá —dijo Joey—. ¿Él o nosotros?
Entumecida hasta los huesos, me quedé sentada en la desvencijada silla de la mesa de la cocina, con un paño pegado a la mejilla, y contuve la respiración por dos razones.
Primero, mi padre estaba a un metro de mí, y ese conocimiento en particular me anulaba por completo.
Segundo, me dolía respirar.
Dejé caer el paño, que estaba empapado de sangre, sobre la mesa y me giré para intentar apoyarme de lado contra el respaldo de la silla, solo para gemir cuando me atravesó una oleada de dolor.
Me sentía como si me hubieran rociado con gasolina y me hubiesen prendido fuego.
Me ardía cada centímetro del cuerpo, que se desgañitaba cada vez que respiraba demasiado hondo. Comprendí que la cosa no iba bien. Algo iba muy muy mal y, aun así, me quedé exactamente donde estaba, exactamente donde Joey me había dejado, sin la más mínima fuerza dentro de mí.
«Esto es grave».
«Esto es realmente grave, Shannon».
Apenas podía soportar los sollozos y moqueos de mis hermanos pequeños, apiñados detrás de Joey.
Sin embargo, no podía mirarlos.
Si lo hacía, sabía que me rompería.
En cambio, centré mi atención en Joey, sacando fuerzas de su valentía mientras él miraba a nuestros padres exhortante.
Mientras trataba de salvarnos de una vida de la que ninguno de nosotros escaparía.
—Joey, si te calmas un momento… —comenzó a decir mi madre, pero mi hermano no la dejó terminar.
Hecho una furia, Joey estalló como un volcán allí mismo, en medio de nuestra destartalada cocina.
—¡No te atrevas a venirme con palabrería! —Señalando a nuestra madre acusadoramente, gruñó—: Haz lo correcto por una vez en tu puta vida y échalo.
Podía escuchar la desesperación en su voz, las últimas chispas de su fe en ella desvaneciéndose rápidamente, mientras le imploraba.
Mi madre se limitó a quedarse en el suelo de la cocina, paseando la mirada entre cada uno de nosotros, pero sin acercarse lo más mínimo.
No, se quedó exactamente donde estaba.
Al lado de mi padre.
Sabía que le tenía miedo, entendía lo que era sentirse petrificada por el hombre en nuestra cocina, pero ella era la adulta. Se suponía que ella era la adulta, la madre, la protectora, no el chico de dieciocho años sobre cuyos hombros había recaído ese papel.
—Joey —susurró ella, con una mirada suplicante—. ¿No podríamos simplemente…?
—Él o nosotros —repitió mi hermano, la misma pregunta una y otra vez, en un tono cada vez más frío—. ¿Él o nosotros, mamá?
Él o nosotros.
Tres palabras que deberían haber tenido más significado e importancia que cualquier otra pregunta que hubiese escuchado jamás. El problema era que sabía bien que respondiera lo que respondiese, cualquier mentira que se dijera a sí misma, y a nosotros, el resultado final sería el mismo.
Siempre era lo mismo.
Creo que en ese momento mis hermanos también se dieron cuenta de eso.
Joey sin duda.
Parecía muy decepcionado consigo mismo allí de pie frente a nuestra madre, esperando una respuesta que no significaría nada, porque las acciones hablaban más que las palabras y ella era un títere cuyas cuerdas controlaba nuestro padre.
No podía tomar una decisión.
No sin su permiso primero.
Sabía que aunque mis hermanos menores estaban rezando por que se solucionara aquello, esto iba a ser un desengaño.
Nada cambiaría.
No se arreglaría nada.
Sacarían el botiquín, fregarían la sangre, se secarían las lágrimas, se inventarían la historia para encubrirlo, nuestro padre desaparecería durante un par de días y luego todo volvería a la normalidad.
Una promesa en boca es una promesa rota, ese era el lema de la familia Lynch.
Estábamos todos atados a esta casa como un gran roble a sus raíces. No había escapatoria. No hasta que todos cumpliéramos la mayoría de edad y nos largáramos.
Demasiado agotada para pensar en ello, me desplomé en la silla, absorbiendo todo y nada en absoluto. Era casi como ser condenada a prisión sin libertad condicional.
Me incliné hacia delante, me abracé las costillas y esperé a que terminara. La adrenalina en mi interior se estaba disipando con rapidez para ser reemplazada por más dolor del que podía soportar estando consciente. El sabor de la sangre en mi boca era sofocante e intenso, y la falta de aire en los pulmones me hacía sentir aturdida y mareada. Sentía las yemas de los dedos entre entumecidas y hormigueantes.
Me dolía todo y ya no podía más.
Estaba completamente harta del dolor y la mierda.
No quería esta vida que me había tocado.
No quería esta familia.
No quería esta ciudad ni sus gentes.
No quería nada de esto.
—Quiero que sepas algo —soltó Joey finalmente cuando mi madre no respondió. Su tono era frío como hielo cuando escupió el veneno que sabía lo consumía por dentro y necesitaba arrancarse de lo más profundo de su destrozado corazón. Lo sabía porque yo me sentía igual—. Quiero que sepas que en este momento te odio más de lo que nunca lo he odiado a él. —Temblaba de los pies a la cabeza, con los puños apretados a los lados—. Quiero que sepas que ya no eres mi madre, aunque tampoco es que haya tenido ninguna jamás —apuntó, y apretó la mandíbula, esforzándose por contener el dolor en su interior. El orgullo no le permitía mostrar emoción alguna frente a esas personas—. A partir de ahora, estás muerta para mí. Tú te gestionas tu mierda. La próxima vez que te pegue no estaré aquí para protegerte. La próxima vez que se gaste todo el dinero en priva y no puedas alimentar a los niños o pagar la luz, encuentra otro gilipollas a quien sacarle pasta. La próxima vez que te tire por las escaleras o te rompa un puto brazo en uno de sus rebotes de borracho, me haré el loco como tú lo has hecho aquí mismo, en esta cocina. A partir de hoy, no estaré aquí para protegerte de él, al igual que tú no has estado aquí para protegernos a nosotros.
Me encogí con cada palabra que salió de sus labios, pues sentía su dolor mezclarse con el mío en lo más profundo de mi alma.
—No le hables así a tu madre —gruñó nuestro padre, en tono amenazante, mientras se ponía de pie con su metro ochenta de altura y noventa kilos de peso—. Eres un desagradecido, pedazo de…
—Ni se te ocurra hablarme, pedazo de mierda asqueroso —le advirtió Joey, fulminándolo con la mirada—. Puede que comparta tu sangre, pero eso es todo. Tú y yo hemos terminado, viejo. Por mí, puedes arder en el infierno. De hecho, espero sinceramente que lo hagáis los dos.
Entonces sentí una mano posarse suavemente sobre mi hombro, lo que me sobresaltó y me hizo gemir de dolor.
—No pasa nada —susurró Tadhg, sin soltarme el hombro—. Estoy aquí.
Cerré los ojos mientras las lágrimas me resbalaban por las mejillas.
—¿Crees que puedes hablarme así? —Mi padre se limpió la cara con el dorso de la mano y, al hacerlo, se dejó un rastro de sangre en el brazo—. Relájate de una puta vez, niñato…
—¿A mí me llamas niñato? —Joey echó la cabeza hacia atrás y se rio con sorna—. ¿A mí? ¿Al que se ha pasado media vida criando a tus jodidos hijos? ¿Al que ha estado arreglando vuestros problemas, cumpliendo con vuestras responsabilidades, sustituyendo a dos padres que no valen para una mierda? —Joey levantó las manos indignado—. ¡Puede que solo tenga dieciocho años, pero soy más hombre de lo que tú serás jamás!
—No te pases —gruñó mi padre, con los ojos enrojecidos y espabilándose rápidamente—. Te lo adviert…
—¿O qué, joder? —lo desafió Joey, encogiéndose de hombros impasible—. ¿Me vas a pegar? ¿Darme de puñetazos? ¿Patadas? ¿Sacar el cinturón? ¿Partirme las piernas con el hurley? ¿Reventarme una botella en la cabeza? ¿Acojonarme? —Negó con la cabeza y dijo con desprecio—: Adivina. Ya no soy un niño asustado, viejo. No soy un crío indefenso, no soy una adolescente aterrorizada ni soy tu mujer maltratada. —Entrecerrando los ojos, añadió—: Así que, me hagas lo que me hagas, te aseguro que te la devolveré multiplicado por diez.
—Fuera de mi casa —siseó mi padre con una calma mortal—. Ahora, niñato.
—¡Teddy, para! —gimió mi madre, corriendo hacia él—. No puedes…
—¡Cierra la puta boca, mujer! —rugió mi padre, volviendo su furia hacia nuestra madre—. ¡O te parto la cara! ¿Me escuchas?
Intimidada, mi madre miró a Joey con impotencia.
Este permaneció inamovible, claramente librando una batalla interna, pero no fue hacia ella.
—No puedes echarlo… —Las palabras de mi madre se desvanecieron mientras miraba con auténtico terror al hombre con el que se había casado—. Por favor. —Las lágrimas caían por sus pálidas mejillas—. Es mi hijo…
—Ah, ¿así que ahora soy tu hijo? —Joey echó la cabeza hacia atrás y se rio—. No me vengas con favores.
—Esto es culpa tuya, niña —ladró mi padre entonces, girándose para mirarme—. ¡Zorreando por toda la puta ciudad y trayéndole problemas a esta familia! Tú eres el problema aquí…
—Ni te atrevas —le advirtió Joey, alzando la voz—. Que no la mires, joder.
—Es la verdad —gruñó mi padre, observándome fijamente con esos ojos marrones—. No eres más que una inútil y siempre lo has sido. —Con la crueldad grabada en el rostro, añadió—: Le conté a tu madre lo que haces y ella no quiso escucharme. Pero yo lo sabía. Te calé incluso cuando eras pequeña. Eres una maldita enclenque. —Mirándome con el ceño fruncido, escupió—: No sé de dónde has salido.
Le devolví la mirada al hombre que se había pasado la vida aterrorizándome. Estaba de pie en medio de la cocina, un energúmeno de brazos fuertes cuyos puños le habían causado más daño a mi cuerpo del que podía recordar. Pero fueron sus palabras lo que más me dolió.
—¡Eso es mentira, Teddy! —exclamó mi madre ahogadamente—. Shannon, cariño, eso no es…
—Nunca te hemos querido —continuó atormentándome mi padre con su lengua—. ¿Lo sabías? Tu madre te dejó una semana en el hospital, pensando si abandonarte o no, hasta que la culpa pudo más que ella. Pero yo nunca cambié de opinión. Ni siquiera soportaba mirarte, y mucho menos iba a quererte.
—Shannon, no le hagas caso —me dijo Joey, ahora en un tono lleno de emoción—. No es verdad. Es un hijo de puta desquiciado. Ignóralo. ¿Me oyes, Shan? Ignóralo.
—Tampoco te quería a ti —gruñó mi padre, dirigiendo la mirada hacia Joey.
—Me rompes el corazón —replicó este burlonamente.
—Bueno, nosotros sentimos lo mismo por ti —masculló Tadhg, con una mano temblorosa en mi hombro mientras miraba a nuestro padre—. ¡Ninguno de nosotros te quiere!
—Tadhg —advirtió Joey con voz grave y el pánico centellando en sus ojos—. Cállate. Yo me encargo de esto.
—No, no me quedaré callado, Joe —graznó Tadhg, con más rabia de la que cualquier niño de once años debería sentir—. Él es el puto problema de esta familia y alguien tiene que decírselo.
—¡Sácalo de mi vista! —rugió mi padre, dirigiéndose a mi madre, que estaba ligeramente separada de ambos—. ¡Ahora, Marie! —gritó, señalándola con el dedo—. Llévatelo antes de que acabe con este pequeño hijo de puta.
—Me gustaría verte intentarlo —lo desafió Joey, moviendo a Ollie y Sean, que estaban agarrados a sus costados, detrás de él.
—¡No! —Sollozando, mi madre se colocó entre nuestro padre y Joey—. Tú eres quien se va.
Mi padre dio un paso hacia ella y mi madre se encogió automáticamente, tapándose la cara con las manos.
Era el epítome de lo patético.
Ninguno de nosotros tuvo jamás ninguna oportunidad con esta gente.
¿Cómo podían coincidir el amor y el miedo en un corazón humano?
¿Cómo podía quererlo cuando le tenía tanto miedo?
—¿Qué has dicho? —siseó, volviendo su furia hacia nuestra madre—. ¡¿Qué coño has dicho?!
—Vete —graznó mi madre, temblando de pies a cabeza, mientras retrocedía un par de pasos—. Se acabó, Teddy. Estoy harta, hemos terminado. No puedo… ¡Necesito que te vayas!
—¿Estás harta? —se burló mi padre, mirándola—. ¿Crees que me vas a dejar? —se rio con crueldad—. Eres mía, Marie. ¿Me oyes? Eres mía, joder. —Dio otro paso hacia mi madre—. ¿Crees que puedes echarme? ¿Alejarte de mí?
—Que te vayas —alcanzó a decir ella—. ¡Quiero que te vayas, Teddy! Sal de nuestras vidas.
—¿Crees que tienes vida sin mí? ¡No eres nada sin mí, perra! —rugió mi padre, con los ojos desorbitados, llenos de locura desenfrenada—. ¡La única forma en que me vas a dejar es en una caja, niña! Te mataré antes de permitir que me dejes. ¿Me oyes? Quemaré esta puta casa contigo y tus retoños dentro antes de dejarte ir.
—Para. —Un pequeño grito salió de la garganta de Ollie mientras se agarraba de la pierna de Joey—. Haz que pare —sollozó, aferrándose a nuestro hermano como si tuviera todas las respuestas—. Por favor.
—¿Eres una niña ahora? —preguntó mi padre con cara de asco—. ¡Échale huevos, Ollie, hostia ya!
—¡Ya basta, Teddy! —gritó mi madre, agarrándose del pecho—. ¡Vete!
—Esta es mi puta casa —rugió mi padre en respuesta—. ¡No voy a ir a ninguna parte!
—Muy bien —dijo Joey con calma antes de girarse para mirar a nuestros hermanos—. Ollie, sal fuera y llévate a Sean contigo. —Se metió una mano en el bolsillo de los tejanos para sacar el móvil y se lo dio—. Toma, coge esto y llama a Aoife, ¿vale? Llámala y vendrá a buscarnos.
—¡No, no, no! —Mi madre empezó a entrar en pánico—. Joey, por favor, no me los quites.
Asintiendo con la cabeza una vez, Ollie cogió a Sean de la mano y salió corriendo de la cocina, ignorando sin dudarlo los brazos extendidos de nuestra madre.
Tenían nueve y tres años, y no confiaban en ella. Porque sabían, incluso a su tierna edad, tanto si le gustaba como si no, que su madre los decepcionaría siempre.
—Le he pedido que se vaya, se lo he pedido, Joey. Por favor, os elijo a vosotros. ¡Por supuesto, por supuesto que os elijo a vosotros! —Apresurándose hacia mi hermano, mi madre lo cogió de la sudadera con sus frágiles manos y lo miró—. Por favor, no hagas esto…, por favor, Joey. No te lleves a mis hijos.
—¿De qué les sirves si no puedes mantenerlos a salvo? —inquirió Joey, inmóvil. Sin embargo, le temblaba voz cuando nuestra madre se aferró a él, rogándole que le diera otra oportunidad para defraudarnos—. Eres como un puto fantasma en esta casa —soltó—. No pintas nada, mamá. Tan pasiva. —Le pasó una mano temblorosa por el pelo rubio y siseó—: ¡No nos haces ningún bien!
—¡Joey, espera, espera! Por favor, no hagas esto. —Cogió a mi hermano de las manos y se puso a rogarle de rodillas—. No me los quites.
—No puedo dejarlos aquí —graznó Joey, con el pecho agitado—. Y tú has tomado una decisión.
—No lo entiendes —gritó ella, sacudiendo la cabeza—. Tú no lo comprendes.
—Entonces levántate, mamá —suplicó Joey apenas sin voz—. Levántate y sal de esta casa conmigo.
—No puedo. —Sacudiendo la cabeza, mi madre soltó un sollozo entrecortado—. Me matará.
—Entonces muérete —fue todo lo que respondió Joey, sin la menor emoción.
—Deja que se vaya, Marie —ladró mi padre, en un tono lleno de malicia—. Volverá con el rabo entre las piernas. El cabrón es un inútil. No aguantará un día por su cuenta…
—¡Cállate! —gritó mi madre, más fuerte de lo que nunca la había oído gritar. Sollozando, se puso de pie como pudo y se dio la vuelta para mirar a mi padre—. ¡Cállate ya! Esto es culpa tuya. Me has destrozado la vida. Has destrozado a mis hijos. Eres un maldito loco…
Zas.
Las palabras de nuestra madre se convirtieron en un gemido cuando nuestro padre le dio un puñetazo con todas sus fuerza en la cara. Cayó al suelo como un saco de piedras.
—¿Crees que puedes hablarme así? —gruñó mi padre, mirando a mi madre con furia—. ¡Tú eres la peor de todas, puta asquerosa!
Joey tardó dos segundos en retractarse de todo lo que acababa de decir, porque corrió a alejar bruscamente a mi padre de ella.
—Quítale las manos de encima a mi madre, joder. —Lo empujó con fuerza otra vez—. ¡No la toques! —Joey se agachó y trató de ponerla de pie—. Mamá, por favor… —Se le quebró la voz cuando se arrodilló en el suelo y le apartó el pelo de la cara—. Déjalo. —Le cogió la cara entre sus ensangrentadas manos—. Ya se nos ocurrirá algo, ¿vale? Lo arreglaremos, pero no podemos quedarnos aquí. Yo cuidaré de ti…
—¿Quién coño te crees que eres? —lo amenazó mi padre, arremetiendo contra Joey—. ¿Crees que lo sabes todo, niñato? ¿Crees que eres mejor que yo? —Le pasó una enorme mano alrededor de la nuca y lo obligó a ponerse de rodillas—. ¿Crees que puedes apartarla de mí? ¡No se va a ir a ninguna parte! —Mi padre hizo más fuerza, pegando la frente de Joey contra las baldosas del suelo—. Te he dicho que te enseñaría modales, puto desagradecido de mierda. —Le plantó una rodilla en la parte baja de la espalda para inmovilizarlo—. ¿Todavía crees que eres un hombre, niñato? Enséñale a tu madre la clase de hombre que eres, llorando de rodillas como una pequeña perra.
—¡Para! —gritó mi madre, y tiró de los hombros de mi padre—. Quítate de encima, Teddy.
—Soy más hombre que tú —siseó Joey, con la voz apagada por la fuerza que tenía que hacer para no ceder al peso de nuestro padre.
—Oh, ¿tú crees? —dijo este, levantándolo del pelo para luego estamparle la cara contra las baldosas—. Eres un pedazo de mierda, chaval.
Escupiendo una bocanada de sangre, Joey plantó las manos en el suelo una vez más y se irguió, tratando desesperadamente de liberarse de nuestro padre, sin éxito, mientras este seguía golpeando las baldosas con su cara. Oí huesos crujir y se me revolvió el estómago, pero Joey se negó a ceder.
—¿Eso es todo lo que tienes? —Le enseñó los dientes, la sangre brillaba sobre el blanco, mientras gruñía y luchaba salvajemente contra mi padre—. ¡Ya no eres como antes, viejo!
—¡Suéltalo! —siguió gritando mi madre mientras tiraba de los hombros de mi padre—. ¡Teddy, lo vas a matar!
—¡Mejor! —rugió mi padre, echando un brazo hacia atrás y golpeando a mi madre una vez más—. ¡Y tú eres la siguiente, puta traidora!
Temblando violentamente, traté de hacer algo, pero no pude.
No lograba mover las extremidades.
No me quedaban fuerzas para volver a levantarme.
Años de maltrato, sumados a la paliza que acababa de recibir, me habían llevado al punto de no poder valerme por mí misma a los dieciséis años.
Patética, permanecí desplomada en la silla donde Joey me había dejado, con la sangre corriéndome por la cara y el corazón latiéndome cada vez más despacio.
Me di cuenta de que me estaba muriendo. Eso o tenía el cuerpo paralizado. De cualquier manera, me pasaba algo muy grave y no podía ayudar a la única persona que no me había fallado jamás.
Con la cabeza dándome vueltas salvajemente, observé con ojos vidriosos cómo Joey lograba retorcerse hacia un lado, solo para terminar ambos enzarzados en el suelo.
Se me cayó el alma a los pies cuando mi padre se puso sobre él una vez más. Con una mano en la garganta de Joey, se lio a darle un puñetazo tras otro en la cara. Joey se sacudía como un saco debajo de él, tratando desesperadamente de liberarse, pero fue en vano. Nuestro padre tenía al menos veinte kilos encima de él.
«Va a morir», me gritaba el corazón con furia, «sálvalo».
Lo intenté.
Presa del pánico, traté de llegar a Joey, pero no podía moverme.
Me sentía como si estuviera paralizada.
—Ayúdala —escuché que jadeaba Joey, tosiendo y farfullando—. ¡Ayúdala, joder!
¿Ayudar a quién?
¿Ayudar a quién, Joe?
Cada pocos segundos lo veía todo negro y supe que era porque perdía y recuperaba la conciencia. También sabía que era una mala señal, alertándome del hecho de que mi padre me había provocado un daño mayor que nunca antes.
Mucho mayor.
Con el rabillo del ojo, vi que Tadhg se dirigía hacia el armario. Abrió uno de los cajones de un tirón, sacó un cuchillo y, sin dudarlo, arremetió.
«Hazlo», supliqué a los cielos en silencio para que le dieran a mi hermano el coraje para hacerlo de una vez.
—¡Deja a mi hermano! —gritó Tadhg mientras sostenía la punta del cuchillo contra la garganta de nuestro padre, con la mano firme como una roca y la mirada fija en él.
—Tadhg, baja el cuchillo —chilló mi madre, acercándose lentamente hacia él—. Por favor, cariño.
—Vete a la mierda —replicó Tadhg, sin apartar la mirada de nuestro padre—. Deja. A. Mi. Hermano.
«Hazlo, Tadhg —recé en silencio— haz que pare para siempre».
—No seas estúpido, muchacho —se rio mi padre, pero ya no había sarcasmo en su voz, solo temor.
Bien.
Que tenga miedo.
—No soy estúpido —respondió Tadhg, mortalmente impasible—. Y yo no soy Joey. —Se acercó más para empujar la punta del cuchillo—. No pararé porque Shannon lo diga.
Se me rompió el corazón.
Tenía once años y lo habían convertido en eso.
Yo rezaba para que matara a nuestro padre, para que acabara con todo.
¿En qué demonios me convertía eso?
Una parte de mí quería suplicarle a mi hermano que me atravesara con ese cuchillo para poder terminar con todo.
Todos eran fuertes, mientras que yo era débil.
—Tadhg —jadeó Joey desde el suelo, con el pecho subiendo y bajando rápidamente mientras trataba de llenar los pulmones de aire con desesperación, pues nuestro padre todavía tenía una mano alrededor de su garganta—. No pasa nada. —Tenía la cara cubierta de sangre, sin duda porque le había vuelto a romper la nariz. Cogía con ambas manos la que mi padre tenía alrededor de su garganta—. Tranquilo…
—Sí que pasa, Joe —respondió Tadhg, con la voz desprovista de toda emoción—. Pasa, y mucho.
—¿Qué vas a hacer, muchacho? —se burló mi padre, que todavía estaba sentado a horcajadas sobre Joey, pero tenía los ojos inyectados en sangre y llenos de pavor mientras miraba fijamente a mi hermano pequeño—. ¿Apuñalarme?
—Sí.
Tomándolo como un farol, mi padre levantó una mano para quitarle el cuchillo, pero enseguida se estremeció cuando un hilo de sangre le corrió por un lado del cuello.
—¡Hostia puta, Tadhg! —gritó, y tragó con nerviosismo—. Me has cortado.
—Se acabó —respondió Tadhg, dando otro paso adelante—. Quítate de encima de mi hermano y sal de esta casa para siempre, o te corto la garganta.
No estaba segura de si lo que sentí fue un alivio inmenso o el amargo arrepentimiento cuando vi a mi padre soltar a Joey y ponerse de pie.
Una mezcla de ambos, supongo, aunque apenas podía ya pensar con claridad, así que no habría sabido decirlo.
Demasiado cansada para aguantar mi propio peso, me incliné hacia delante y apoyé la mejilla en la mesa. Con respiraciones rápidas y cortas, traté de quedarme quieta, de no mover los huesos.
Me dolía todo tanto.
El sabor de la sangre me bajó por la parte posterior de la garganta y me provocó arcadas.
Temblando, gemí por mi reflejo y dejé de moverme por completo.
Mareada y desorientada, dejé que se me cerraran los párpados, dejando atrás sus voces mientras se gritaban unos a otros y concentrándome en los erráticos latidos de mi corazón, que me retumbaba en los oídos.
—¡Joder, ayúdala!
Bum, bum, bum.
—Te voy a matar, Marie.
B-bum…, bum, bum, bum.
—¡Que te largues, joder!
Bum…, bum…, bu…, bum…
—Estás muerta.
Bum……, bum…, bu…, bum…
Portazos.
Buuuuuum…, bu…, bu…, bum…
«Te quiero, Shannon como el río…».
Bum, bum, bum, bum…
Sentí una oleada de devastación inundarme, unida a un profundo arrepentimiento. El rostro de Johnny era un rayo de esperanza que se apagaba tras mis párpados mientras me dejaba ir.
Cálidas lágrimas de amargura y arrepentimiento me atravesaban las pestañas, me salpicaban las mejillas y se mezclaban con la sangre seca.
Me sentía muy triste, como si me hubieran robado.
Tal vez en otra vida las cosas habrían sido diferentes.
Habría sido feliz.
«Creo que te necesito para siempre…».
—¿Qué le pasa? —escuché a alguien preguntar entonces, una voz que se parecía muchísimo a la de la novia de Joey, Aoife—. ¿Por qué está sangrando por la boca?
«Puedes confiar en mí, no te haré daño…».
—¡Shannon! ¡Shannon! ¡Joder, haz algo!
«Dime quién te ha puesto las manos encima y lo arreglaré…».
—¡Mira lo que has hecho! —escuché a mi madre gritar.
«Yo te cuidaré…».
—Llama a una ambulancia.
«Estás a salvo conmigo…».
—Se está muriendo. Ha matado a mi hermana. ¡Y no estás haciendo nada!
«No dejaré que te caigas… No pasa nada, te tengo…».
—¡Llama a la puta ambulancia!
«Quédate conmigo…».
Sentí el calor de dos manos en la cara y me deleité con su dulzura.
—¿Puedes oírme? —oí que me decía Joey—. Voy a sacarte de aquí, ¿vale?
«No pares de besarme…».
—Shannon, ¿puedes oírme?
«Te quiero, Shannon como el río…».
—¿Shan? —Entonces sentí que algo me tocaba un ojo, supuse que los dedos de Joey, mientras me levantaba los párpados—. Shannon, vamos, háblame.
Parpadeando, me obligué a concentrarme en su cara, que tenía una expresión de terror, mientras Joey me miraba fijamente.
—Voy a conseguir ayuda, ¿vale? —Soltó un suspiro entrecortado—. La ambulancia está en camino.
Abrí la boca para responder, pero no salió nada.
Mis labios no podían formar las palabras que necesitaba.
—Shannon, respira. —Entonces mi madre se agachó frente a mí, arrodillándose junto a los pies de Joey y tocándome la cara con una mano mientras sostenía una bolsa de guisantes congelados contra mi pecho con la otra—. Respira, Shannon —seguía repitiendo—. Respira, cariño.
¿Ayudaba eso?
¿Lo estaba empeorando?
No lo sabía.
Solo sabía que no podía respirar.
Lo más aterrador era que no me importaba.
No había entrado en pánico.
No estaba asustada.
Ya no podía más…
—Shan —repitió Joey, elevando la voz mientras el miedo le cubría el rostro—. Shannon, por favor. —Se agachó frente a mí, me colocó ambas manos sobre los hombros y me sacudió suavemente—. ¡Joder, Shannon, háblame!
Lo intenté, pero no salió nada.
Al toser, me dieron arcadas cuando sentí el extraño sabor metálico que se me derramaba en la boca a borbotones espesos.
Me cayó la cabeza hacia un lado, pero Joey volvió a enderezármela con sus manos.
—Aoife, dame tus llaves —soltó, sin dejar de mirarme con esos ojos verdes. Me soltó la cara y lo perdí de vista—. Me la llevaré yo mismo.
—Joey, no la muevas. Podría tener daños intern…
—¡Dame las putas llaves, nena!
Sin la fuerza de sus manos sosteniéndome, me desplomé automáticamente hacia delante, solo para hundirme con pesadez contra mi madre.
—No pasa nada —susurró, estrechándome entre sus brazos y pasándome los dedos por el pelo—. Todo va a ir bien.
Deseaba poder aguantar mi propio peso y no apoyarme en mi madre. No quería que me tocara, pero no quedaba nada dentro de mí.
Lo último que recordé antes de que la oscuridad me envolviera fue el abrazo de mi hermano, seguido por el sonido de su voz mientras susurraba las palabras «no me dejes» al oído.
2
PUESTO HASTA LAS CEJAS
Johnny
«Nada de rugby durante al menos seis semanas».
Mi padre.
«Reposo en cama de siete a diez días».
Mi padre.
«No volverás a pisar la hierba hasta mayo».
Mi padre.
«Aductor desgarrado, adherencias y pubalgia atlética».
Mi padre.
«Rehabilitación».
—¡Mierda!
Agarrando las sábanas, eché la cabeza hacia atrás y ahogué un grito, porque sabía que si tenía otro rebote, volverían a sedarme. Pisaba terreno pantanoso con las enfermeras apostadas en el pasillo que daba a mi habitación. Salir de la cama para mear y desplomarme en el suelo junto a ella me había puesto en la lista negra. Me echaron una bronca de la hostia por no pedir ayuda, me recordaron que tenía un catéter puesto y luego me pusieron otra inyección de lo que sea que seguían metiéndome por la vía. Me dijeron que era para el dolor, pero no me fiaba. Iba puesto hasta las cejas. Nadie necesitaba tal cantidad de medicación en su organismo. Ni siquiera yo, el gilipollas con el autoproclamado rabo destrozado.
—¡Hostia puta, joder!
Parpadeando para aclarar la vista, traté de concentrarme en la pared opuesta a mi cama, donde estaba el televisor y Pat Kenny presentaba The Late Late Show, pero fue inútil. Seguía en babia y mis pensamientos me llevaban de vuelta a esa única palabra que se repetía en mi cabeza como un disco rayado.
Padre.
Padre.
Padre.
—¡Ya vale! —gruñí enfadado, a pesar de que estaba solo en la habitación—. Cállate ya, joder.
Mi mente me estaba jugando una mala pasada, lo que me ponía nervioso y me inquietaba, y tenía una mala sensación en la boca del estómago.
Tenía tanta ansiedad que podía saborearla.
Analgésicos, y una mierda.
Esto era algo que me trastornaba.
Nadie me hacía caso.
No paraba de decirle a todo el mundo que pasaba algo, pero ellos me respondían que todo iba bien y luego me inyectaban más de lo que fuese que me corría por las venas.
Sabía que estaban equivocados, pero no podía pensar con claridad, y mucho menos encontrarle sentido a mi inquietud.
Cuanto menos caso me hacían, más nervioso me ponía yo, hasta que me ahogaba la preocupación por algo que no lograba identificar.
Era una sensación de mierda.
Mi mente le daba vueltas a lo mismo; una sola palabra dentro de mi cabeza sonando como un disco rayado.
Padre.
Y una única voz repitiendo esas mismas palabras una y otra vez.
Shannon.
No tenía idea de por qué estaba reaccionando así, pero el corazón me iba a mil por hora. Lo sabía porque cada vez que pensaba en ella, la máquina a la que estaba conectado empezaba a emitir pitidos y parpadear.
No sabía gestionar la ansiedad. Sin más. La adrenalina, sin duda, pero ¿el miedo? No, no llevaba bien el miedo. Sobre todo cuando lo sentía en lo más hondo y era por otra persona.
Recostándome en el colchón, parpadeé para espabilarme y traté de pensar con claridad.
Furioso, giré la cabeza de un lado a otro, esforzándome más.
Pasaba algo.
En mi cabeza.
En mi cuerpo.
Me sentía como si estuviera atrapado en esta maldita cama, y me tocaba los cojones.
Cabreado con el mundo y todos sus habitantes, tamborileé con los dedos sobre el colchón e hice un recuento de las placas del techo.
Ciento treinta y nueve.
Joder, necesitaba salir de esta habitación.
Quería irme a casa.
A Cork.
Sí, estaba tan jodidamente desesperado que no quería estar más en Dublín. Estaba pasando una crisis existencial y solo quería volver a casa, en Ballylaggin, y estar rodeado de todo lo que me era familiar.
Volver a casa con Shannon.
Joder, la había cagado muchísimo con ella.
Reaccioné fatal.
Era un idiota.
La ira volvió a embargarme, sumada a la depresión y la devastación que la seguían cada vez que pensaba en lo que me deparaba el futuro, lo cual hacía cada minuto del día.
¿Dolor? Tenía muchísimo dolor, pero mi cuerpo era la menor de mis preocupaciones en este momento. Porque había perdido el control de mis jodidos sentidos. Se me iba la cabeza, del todo, a una maldita chica en Cork.
Aburrido e inquieto, miré por la ventana del hospital al cielo oscurecido y luego otra vez a la pantalla del televisor.
A la mierda todo.
Cogí el móvil y me desplacé temblorosamente por mis contactos, esforzándome por distinguir los nombres a través de la neblina en mis ojos, hasta que encontré el número que había marcado al menos doce veces en las últimas vete tú a saber cuántas horas o días, y le di a llamar.
Con mucho esfuerzo, me las arreglé para mantener el teléfono pegado a la oreja y esperé aguantando la respiración, escuchando el desesperante tono de llamada, hasta que me respondió el monótono buzón de voz.
—Joey —dije y salté hacia delante, tratando de ponerme derecho, solo para terminar tirando de algunos cables conectados a mi cuerpo que no tenían por qué estar allí—. Llámame. —Dejé escapar un gruñido de dolor cuando sentí una punzada en la piernas y me concentré en pronunciar la siguiente frase sin arrastrar las palabras—. Necesito hablar con ella. —Estaba bastante seguro de haber arrastrado las palabras de todos modos, teniendo en cuenta que hasta a mí me sonaba extraña mi voz—. No sé lo que está pasando, Joey. Tal vez estoy trastornado, porque voy puesto hasta las cejas, pero estoy preocupado. Tengo un mal presentimiento de la hosti…
Bip.
—Mierda.
Completamente derrotado, colgué y dejé caer el móvil a mi lado antes de desplomarme sobre las almohadas.
¿Estaba alucinando todo esto?
No, sabía que estaba en el hospital.
Sabía que ella había venido a verme.
Pero tal vez me estaba obsesionando con la palabra «padre» porque me sorprendió mucho ver al mío aquí cuando abrí los ojos.
Apretando los labios, ignoré la sensación de hormigueo y entumecimiento y traté de pensar con claridad.
Me estaba perdiendo algo.
Cuando se trataba de Shannon Lynch, siempre tenía la sensación de que iba tres pasos por detrás.
Somnoliento, traté de mantener la cabeza despejada, pero fue imposible con el cálido hormigueo en mi interior que me forzaba a cerrar los ojos y sumergirme en la sensación de vacío.
«… si quieres saber qué pasa dentro de esa cabeza suya, entonces gánatelo…».
—Que te den, Joey el hurler —balbuceé, apartándome las sábanas de encima—. Me lo he ganado.
Dejé caer los pies al suelo y me agarré del gotero para ponerme de pie. Cada músculo de mi cuerpo se quejó dolorosamente por el movimiento, pero me obligué a bajar y me tambaleé hacia la puerta.
—¡Johnny! —exclamó mi madre cuando me encontró en el pasillo unos minutos más tarde. Llevaba dos vasos de plástico en las manos y me miraba con horror—. ¿Qué haces fuera de la cama, cariño?
—Necesito irme a casa —gruñí, arrastrando el gotero conmigo, mientras le enseñaba al mundo el culo por la bata de hospital, que solo llevaba sujeta por mis anchos hombros—. Ahora mismo, mamá —añadí, impulsándome contra la pared en la que me había parado a descansar un momento, e ignorando el dolor punzante que me recorría de arriba abajo, me tambaleé torpemente por el pasillo—. Tengo que irme.
—¿Irte? —preguntó mi madre—. Te acaban de operar. —Apresurándose a interceptarme, me puso las manos sobre el pecho y me miró con dureza—. No vas a ninguna parte.
—Ya lo creo. —Negué con la cabeza y traté de rodearla—. Me vuelvo a Cork.
—¿Por qué? —quiso saber ella, mientras me interceptaba una vez más y me bloqueaba el camino—. ¿Qué pasa?
—Algo va mal —dije entre dientes, con una sensación de mareo y aturdimiento—. Shannon.
—¿Qué? —La preocupación destelló en los ojos de mi madre—. ¿Qué le pasa a Shannon?
—No lo sé —espeté, agitado e impotente—. Pero sé que algo va mal. —Con el ceño fruncido, traté de seguir el hilo de mis pensamientos, de dar sentido a lo que estaba sintiendo, pero solo logré decir—: Tengo que ayudarla.
—Cariño, son los medicamentos —respondió mi madre, mirándome con esa jodida cara de lástima—. No eres tú mismo.
Negué con la cabeza, completamente impotente.
—Mamá —dije con voz ronca—, te digo que algo va mal.
—¿Qué te hace estar tan seguro?
—Que… —Suspirando pesadamente, me desplomé contra la pared y me encogí de hombros sin poder hacer nada— puedo sentirlo.
—Johnny, mi amor, necesitas acostarte y descansar.
—No me estás escuchando —gruñí—. Lo sé, mamá. Lo sé, joder, ¿vale?
—¿Qué sabes?
Me derrumbé derrotado.
—¡No sé lo que sé, pero sé que debería saberlo! —Frustrado y confundido, solté—: Pero ella lo sabe, y yo lo sé, y no me lo cuenta, pero ¡te juro que todo el mundo lo sabe, mamá!
—Vale, cariño —respondió mi madre sin hacerme caso, pasándome un brazo alrededor—. Te creo.
—¿Sí? —farfullé, somnoliento pero ligeramente satisfecho—. Buah, menos mal, porque nadie me hace caso por aquí.
—Por supuesto que te creo —respondió ella, dándome unas palmaditas en el pecho mientras me llevaba de vuelta a la habitación—. Y siempre te hago caso, corazón.
—¿Sí?
—Ajá.
—Odio que me mientan, mamá —añadí, apoyándome demasiado sobre su delgado cuerpo—. Y ella siempre me miente. —Arrugué la nariz y apreté los labios, tratando de deshacerme del entumecimiento en la cara mientras un olor familiar me llenaba las fosas nasales—. Me gusta cómo hueles, mamá. —Olí de nuevo, absorbiendo su aroma—. Hueles a casa.
—Me alegro de que lo apruebes —se rio ella.
—¿Qué se supone que debo hacer ahora? —Fruncí el ceño hacia la cama, mirando a través de una neblina borrosa mientras mi madre retiraba las sábanas y palmeaba el colchón—. ¿Dormir?
—Sí, se supone que debes irte a dormir, mi amor —me persuadió—. Lo verás todo mucho más claro por la mañana.
Arrugué la nariz.
—Tengo hambre.
—Ve a dormir, Johnathon.
—Ya no me gusta Dublín —me quejé, dejándome caer de nuevo en la cama—. Me están matando de hambre aquí. —Cerré los ojos y dejé que mi cuerpo se hundiera profundamente en el colchón—. Y toda esa maldita medicación.
Sentí que las sábanas me cubrían una vez más y luego un suave beso en la frente.
—Duerme, mi amor.
—Padre —musité, quedándome dormido—. Odio esa palabra.
3
SIGUE RESPIRANDO
Shannon
—Shan, ¿me oyes?
«¿Joey?».
—Estoy aquí.
«No te veo».
Sentí una mano deslizarse en la mía.
—Quédate conmigo, ¿vale?
«Tengo miedo».
—Por favor, no me abandones.
«No quiero hacerlo».
—Ya casi hemos llegado, Shan.
«¿Adónde?».
—Tú sigue respirando, ¿vale?
«No me dejes morir aquí, Joey».
—¿Está respirando? Aoife, ¿está respirando, nena?
«Por favor…».
—No lo sé, Joe…, hay mucha sangre.
«¡Ayúdame!».
—Ayúdala…
Sollozos.
—¡Haz que respire, joder!
«No quiero morir…».
4
ENCAJANDO LAS PIEZAS DEL PUZLE
Johnny
Cuando me desperté el lunes por la mañana, fue con la mente clara y asfixiado por el dolor.
Independientemente de cuánto me doliera, no tenía intención de quejarme. No cuando había una gran posibilidad de que me inyectaran algo de nuevo.
Los analgésicos que me pinchaban en vena eran una mala idea.
Va en serio, desde la operación me habían tenido la mayor parte del tiempo puesto hasta el culo, drogado hasta las jodidas cejas, porque cada vez que un maldito médico o una enfermera venía a verme consideraban necesario darle al dichoso botón conectado a la vía en mi mano y meterme más mierda en el organismo.
Según el equipo médico que había conocido esa mañana, aparte de los boquetes que tenía en el cuerpo por la operación, el sábado había estado tan inquieto y poco cooperativo, tirando de mis cables e intentando irme del hospital, que lo más seguro había sido mantenerme parcialmente sedado para que pudiera descansar y curarme.
Mis padres y Gibsie habían estado yendo y viniendo todo el fin de semana, visitándome todo loco, pero yo había estado completamente fuera de mí, despotricando y delirando como un demente, gritando sobre padres y pelotas de rugby.
Sí, fue humillante de la hostia.
Me alegraba de no recordarlo.
Consciente por primera vez en más de cuarenta y ocho horas, me puse derecho ignorando la punzada de dolor en los muslos y cogí mi móvil de la mesita de noche. Por suerte, alguien tuvo el tino de ponérmelo a cargar.
Ignorando el plato de comida que las enfermeras me habían dejado en la bandeja de la cama, parpadeé para espabilarme y me desplacé por el millón de llamadas perdidas y mensajes que había recibido desde el viernes por la noche, cuando mi vida se había venido abajo.
Cuatro llamadas perdidas y un mensaje de voz del entrenador Dennehy.
Joder…
Me estremecí al pensar en lo que tenía que decirme.
Decidí no ser masoquista y pasé rápidamente a revisar todo lo demás en su lugar.
Tres mensajes de Feely. Cinco llamadas de Hughie. Un par de docenas de mensajes en el chat grupal con los muchachos de la Academia. Un millón más de los colegas de clase. Mi fisioterapeuta. Uno de Scott Hogan, un amigo de Royce. Mi entrenador personal. Varios más de chavales con los que jugaba en el club de Ballylaggin. Muchos más de números desconocidos o que no tenía guardados en mi lista de contactos. Dos del señor Twomey, el director de Tommen. Uno del entrenador Mulcahy. Siete mensajes y doce llamadas perdidas de Bella.
—Maldita Bella.
Frustrado, ignoré los mensajes de voz y leí los innumerables mensajes que me deseaban que me mejorara pronto, borrando cada uno a medida que avanzaba hasta que se quedó la pantalla en blanco.
Nada de Shannon.
Ni un miserable mensaje.
Vale, no tenía teléfono en ese momento, pero Joey sí y tenía mi número.
Cabreado, busqué entre mis contactos hasta encontrar el del hurler y llamé. La ira dentro de mí aumentaba con cada tono sin respuesta. Cuando me saltó el buzón de voz, estuve a punto de explotar.
Drogado o no, sabía que lo había llamado al menos una docena de veces durante el fin de semana, lo recordaba sin problema, y no me sentaba bien que me ignoraran.
—Joey. —Cogiendo el teléfono con más fuerza de la necesaria, me esforcé por mantener un tono neutro a pesar de que echaba chispas—. Necesito hablar con ella.
Me importaba una mierda cómo se lo tomara. Ya no me importaba un carajo lo que pensaran los demás. Me molestaba la preocupación que sentía en la boca del estómago y que no lograba disipar por mucho que durmiera o me tomara los medicamentos del hospital.
—Oye… —Cerrando los ojos con fuerza, intenté ser cordial, pero fracasé estrepitosamente—. Sé que está pasando algo muy chungo.
«Buena, Johnny».
—Sueno como un loco. Lo sé. Lo sé, ¿vale? Pero tengo un presentimiento terrible. —Joder, estaba pirado—. Shannon me dijo algo, o soñé que me decía algo, pero se me ha atascado en la cabeza y no puedo… Mira, ya ni siquiera estoy seguro, pero necesito hablar con ella. Necesito aclarar un par de cosas, ¿vale? Así que contesta mis putas llamadas…
Oí un pitido que me hizo saber que se me había acabado el tiempo.
—Imbécil —me quejé, y luego dejé caer el móvil en mi regazo solo para estremecerme de dolor por el contacto. Con cuidado, recogí el aparato y lo volví a colocar en la mesita de noche antes de levantar las sábanas, retirarme la bata de hospital y echar un primer vistazo estando lúcido al daño.
«Mmm. —Incliné la cabeza hacia un lado, estudiándome a mí mismo—. Nada mal».
Tenía las caderas, ambos muslos y la ingle hinchados, feos y magullados, con vendajes que cubrían las partes que me habían abierto, pero mis tres partes favoritas del cuerpo todavía estaban de una sola pieza, por así decirlo. Mi rabo estaba allí y mis pelotas le hacían compañía.
Me estudié con el ceño fruncido, sintiéndome extrañamente violado al ver que alguien me había afeitado las pelotas sin permiso, pero decidí no enfadarme por eso. Tenía una semiempalmada impresionante, probablemente debido a la emoción de estar todavía de una sola pieza, así que lo tomé como una victoria.
Joder, menos mal.
Cubriéndome de nuevo, solté un suspiro de alivio y tiré de la bandeja cargada de comida hacia mí al sentir que me volvía todo el apetito.
«Estás bien —continué canturreándome mentalmente mientras devoraba una loncha de beicon—, te curarás, volverás a la cancha y todo irá bien».
«Pero ella no lo estará —susurró una pequeña voz en mi cabeza—, y sabes por qué».
Desgarrando brutalmente otra loncha de beicon, continué dándole vueltas a cada segundo que había pasado con Shannon Lynch desde el día en que la noqueé con la pelota hasta el momento en que la eché de esta habitación.
Supuse que era un mecanismo de defensa. Evitar lo que sentía respecto a la terapia que me esperaba y la posibilidad de perder la sub-20. No podía pensar en el rugby en este momento. Si lo hacía, había muchas posibilidades de que me derrumbara, así que me centré en Shannon Lynch, obsesionándome con cada pequeño, diminuto e insignificante detalle hasta que estuve seguro de que explotaría.
«Algo va mal».
«Algo va mal y lo sabes».
«¡Abre la puta mente y piensa!».
Dejé caer el tenedor y el cuchillo, aparté la bandeja y volví a coger el móvil. Marqué el número de Joey otra vez y, cogiendo el teléfono con fuerza, recé por que contestara. La ansiedad me consumía por dentro hasta tal punto que no podía pensar en nada más que en ella. Cuando me saltó el buzón de voz nuevamente, se me fue la pinza.
—Mira, cabronazo, sé que recibes mis mensajes, así que contesta al puto móvil o envíame un mensaje. No voy a parar hasta que hable con ella. ¿Me escuchas? No me voy a parar, jod…
—Buenos días, mi amor —canturreó mi madre mientras entraba a la habitación de hospital, interrumpiendo el monólogo que estaba teniendo con el buzón de voz de Joey Lynch—. ¿Cómo tienes el pene hoy?
Qué paciencia…
—Llámame —murmuré antes de colgar y mirar boquiabierto a mi madre.
—Te he traído flores —continuó, sin esperar respuesta, colocando en la bandeja de mi cama un ramo de como fuese que se llamaran—. Has estado tan disgustado… —Sonriendo, se acercó a mi cama y me arregló las sábanas—. He pensado que esto podría animarte.
—¿Cómo tengo el pene? —Cogí las sábanas con fuerza y me las subí hasta el pecho, por si me las apartaba para echar un vistazo—. ¿Crees que es normal preguntarle eso a tu hijo?
Mi madre se encogió de hombros.
—¿Preferirías que lo llamara colita, cariño?
La hostia.
—Bueno, no tengo seis años, mamá, así que no, no lo preferiría —mascullé, mirándola con recelo mientras rondaba junto a mi cama—. Y está bien.
Mi madre se mordió el labio.
—¿Estás segu…
—¡Estoy seguro! —la interrumpí, apartándole la mano cuando, como había predicho, trató de destaparme—. Caray, mamá, ya hemos hablado de esto. ¡Tienes que empezar a respetar mis límites!
Resoplando, mi madre se sentó en el borde de la cama y me dio unas palmaditas en la mejilla.
—¿Se lo enseñarás al menos a tu padre? —Me echó una de sus miraditas—. Estoy tan preocupada.
—No hay nada de qué preocuparse —refunfuñé—. Está bien. Estoy bien. Los dos estamos de puta madre, mamá. Estoy en un hospital, ¿sabes?
—Sí, pero…
—Confía en mí, estoy bien. —Levanté el pulgar—. Todo va bien, mamá.
Mi madre suspiró pesadamente.
—Para ser sincera, no sé si volveré a creerme alguna vez otra palabra que salga de tu boca. —Se mordió el labio y me miró con esa cara horrible de madre herida, la que me destrozaba siempre y está diseñada para hacer que un hijo se sienta como un pedazo de mierda—. Me has decepcionado de veras, Johnny.
Sí, mete el dedo en la llaga, ¿por qué no…?
—Lo sé, mamá, caray —le aseguré con toda sinceridad—. Lo siento mucho. —Sabiendo que no lo dejaría correr hasta que se lo prometiera, me obligué a decir—: Así que, si te hace sentir mejor, se lo enseñaré a papá cuando se pase por aquí.
Mi madre sonrió, satisfecha, y yo me desplomé sobre las almohadas, agradecido de haber esquivado esa bala en particular.
—¿Han pasado los médicos esta mañana?
Asentí.
—Sí, a primera hora.
Ella me miró expectante.
—¿Y?
—Me van a dejar volver a casa por la mañana.
—¿Tan pronto?
Puse los ojos en blanco.
—Han pasado tres días, y no me han operado del corazón.
—Ya lo sé, pero… —La preocupación asomó en su rostro—. Creo que deberías quedarte unos días más, mi amor. Descansar te hará mucho bien. —Se inclinó y me acarició la mejilla—. Pareces mucho más descansado tal como estás. Imagina lo que podrían hacer por ti unos días más.
—Todo irá bien —le dije, sintiéndome como una mierda por preocuparla innecesariamente—. Conozco las reglas.
—Pero ¿las cumplirás? —murmuró.
—No la cagaré con esto —le dije, mirándola directamente a los ojos—. No lo haré, mamá. Haré reposo en cama. Haré rehabilitación. Pero luego volveré.
Se le descompuso el rostro.
Me puse firme, porque no podía ceder ante esa cara de cordero degollado.
—Creo que no deberías jugar más, Johnny.
—Voy a jugar, mamá —respondí en voz baja.
—No puedo soportar la idea de que te vuelvan a hacer daño.
—Mamá, esto es lo que voy a hacer —expliqué, tratando de mantener un tono suave—. Sé que no es lo que habrías elegido para mí, pero es lo que yo elegí para mí, ¿vale? Estoy bien, mamá. Estoy mejor que bien. Esto es lo que estaba destinado a hacer en la vida. No puedo dejar de jugar porque tú tengas miedo de que me hagan daño. —Me encogí de hombros—. Eso podría pasar al cruzar la calle.
—Pero no ha pasado al cruzar la calle —replicó mi madre—. Cada cama de hospital que has ocupado, y han sido más de las que puedo contar con dos manos, ha sido el resultado directo de jugar al rugby. —Sacudió la cabeza—. No entiendo por qué estás tan empeñado en hacerte daño.
—No tienes que entenderlo —respondí, pues sabía que no tenía sentido tratar de explicárselo cuando estaba empeñada en que no jugara—. Solo tienes que apoyarme.
—Oh, Johnny…
—Apóyame y ya, mamá —le dije bruscamente. Me senté recto y la acerqué hacia mí para darle un incómodo abrazo de lado—. Y te prometo que te haré sentir orgullosa.
—Ya estoy orgullosa de ti, pedazo de capullo —sollozó, secándose las lágrimas—. Y eso no tiene nada que ver con el maldito rugby.
—Es bueno saberlo —murmuré—. Supongo.
—Ya basta de hacer llorar a tu madre —dijo mientras forzaba una sonrisa y se ponía de pie—. Dime cómo estás.
—Estoy bien —respondí, receloso de nuevo—. Acabo de decírtelo.
—Emocionalmente —apuntó ella, empujando la bandeja de comida hacia mí—. Quiero saber cómo te sientes. —Abrió una servilleta, me la puso sobre el regazo y sirvió una taza de té de la tetera.
—Apaleado —grazné, cogiendo el tenedor—. Me siento apaleado de la hostia emocionalmente, mamá.
—Esa boca —me regañó, dándome una colleja con la misma mano izquierda que me había pasado esquivando a lo Matrix la mayor parte de mi vida—. No te han criado los salvajes.
Mordiéndome la lengua, me metí un trozo de beicon frío como un témpano en la boca y mastiqué con ganas.
—Buen chico —me elogió mi madre, alborotándome el pelo.
Qué paciencia.
Qué paciencia con esta dichosa mujer…
—¿Cómo está el hombre del momento? —oí la familiar voz de Gibsie, dándome un muy necesario respiro de la mujer que me rondaba como un maldito helicóptero.
—Bien, tío —le respondí, mirando fijamente al imbécil rubio que había sido mi mejor amigo y compinche desde la infancia, mientras estaba de pie en la puerta de mi habitación de hospital.
—Buenos días, Gerard —lo saludó mi madre alegremente—. ¿Has dormido bien, cariño? Te he dejado una muda de ropa limpia frente a la puerta esta mañana… —Entonces hizo una pausa y le echó un repaso rápido a Gibsie antes de sonreír con aprobación—. Ah, bien, la has encontrado. El beige te sienta de maravilla, corazón.
—La he visto, mami K —respondió con una sonrisa de mosquita muerta—. Eres demasiado buena conmigo.
Puse los ojos en blanco.
—Bueno, chicos, os dejo solos para que os pongáis al día. —Mi madre me plantó un beso en la coronilla y se dirigió hacia la puerta, donde Gibsie le dio un beso en la mejilla—. Estaré en la cafetería, por si me necesitáis.
—Adoro a esta mujer —anunció Gibsie cuando mi madre se fue.
Entrecerré los ojos.
—Los tenedores son una buena arma, ¿sabes?
Gibsie se rio entre dientes.
—¿Cómo estás?
—Como si me hubiese atropellado un camión el viernes por la noche —gruñí, bajando el tenedor.
—Así de bien, ¿eh?
—No empieces, Gibs. —Relajando los hombros, pinché una salchicha y le di un mordisco—. Me duele un montón y tengo la sensación de que no he dormido en un mes. Hoy no estoy para bromas.
—Bueno, al menos tu apetito sigue intacto —observó, mirando el enorme plato de beicon, salchichas y tostadas que estaba engullendo.
—No me juzgues —refunfuñé—. Me ha costado un tajo en las pelotas. —Tragándome un trozo de embutido, cogí una loncha de beicon—. Me merezco la grasa.
Hizo una mueca.
—Tienes razón.
—Sí —dije inexpresivamente—. Lo sé.
—¿Y bien? —preguntó, mirándome con entusiasmo apenas contenido—. ¿Dirías que ya has recuperado todos tus sentidos?
Me encogí de hombros.
—Por desgracia.
Gibsie asintió.
—¿Y tu corazón?
Entrecerré los ojos.
—¿Qué pasa con él?
—¿Hoy no hace bum, bum y pumba?
—No —respondí lentamente, sabiendo que me estaba metiendo de alguna manera en la boca del lobo, pero no tenía ni idea de cómo—. Está bien.
—Excelente —respondió—. Porque he estado ocultando más material del que puedo gestionar y me está quemando por dentro, tío. En serio, no puedo dormir por la noche de la emoción. Esperar a que se te pasara el colocón ha sido como esperar a la mañana de Navidad, y sabes cuánto me gusta la Navidad, capi.
Hay que joderse.
—Venga. —Agitando una mano, le hice un gesto para que empezara—. Termina con esto.
Claramente encantado de la vida, Gibsie entró arrasando en la habitación, sin detenerse hasta que estuvo sentado a los pies de mi cama. Aclarándose la garganta, dijo:
—Antes de empezar, necesito preguntarte dónde prefieres celebrar tu despedida de soltero.
Lo miré boquiabierto.
—¿Qué?
—He pensado en Kilkenny —explicó, con un tono ligero y lleno de humor—. Pero podríamos ir a Killarney si prefieres estar más cerca de casa.
—¿De qué coño estás hablando?
—Bueno, es gracioso que me lo preguntes. —Sonriendo, se acomodó en la cama y comenzó con una diarrea verbal que apenas podía asimilar—. Estás comprometido, o tal vez prometido, no estoy seguro de la terminología. Aunque, según tú, ya estás casado.
Me lo quedé mirando sin comprender.
—¿Cómo?
—Ay, chaval. —Echó la cabeza hacia atrás y se rio—. ¿De verdad no te acuerdas?
—Mírame —le dije, dejando caer el tenedor en el plato para señalarme a mí mismo—. ¿Te parece esta la cara de una persona que sabe lo que está pasando?
Mi respuesta solo hizo que se riera más fuerte.
—Me encanta —se carcajeó, disfrutando al máximo de mi incomodidad—. La espera ha valido la pena. Este es el mejor día de mi vida.
—Explícate, Gibs —le pedí, nervioso—. Ya. Antes de que te pinche con una de las jodidas agujas que tengo en el brazo.
—Shannon —se rio—. Vino conmigo a verte el viernes de madrugada.
—Sí, lo sé —gruñí, frotándome la frente—. Lo recuerdo bien.
—Y ¿recuerdas la conversación que tuviste con ella? —contraatacó, con los ojos llenos de picardía—. A la vista de todos.
—No —mascullé—. Todo lo de ese día está borroso.
Solo recordaba pequeños momentos del sábado por la mañana. Aquellos en los que me comporté como un completo capullo con Shannon. Dejé que mi orgullo me dominara y la eché. Después de eso, se me fue la pinza, entré en pánico y exigí que me llevaran a casa. Tenía tantísimo dolor que me habían dado suficientes medicamentos para noquearme.
—¿Qué hice?
—No es lo que hiciste —se rio—. Es lo que dijiste.
—Gibs, te juro que si no me cuentas de qué va esto…
—Tío, le dijiste que estabas enamorado de ella —se carcajeó, dándose golpes en el muslo—. Justo antes de que le pidieras ser la madre de tus hijos.
Abrí los ojos como platos.
—¡No!
Su sonrisa se ensanchó.
—¡Sí!
—Joder, Gibs —exclamé, elevando la voz más de lo normal—. ¿Por qué no me paraste?
—Porque fue la leche. —Riendo, añadió—: Pensé que ibas a hacerle firmar algo de lo emperrado que estabas.
Dejé caer la cabeza entre mis manos.
—¿Qué cojones me pasa?
—Ni papa —se rio Gibs—. Pero si tuviera que jugármela, diría que estabas expresando tus verdaderos sentimientos.
—¿De qué estás hablando? —Lo miré boquiabierto, horrorizado—. No quiero ningún puto hijo.
Gibsie me guiñó un ojo.
—A mí no me engañas.
—Para —gruñí, reprimiendo un escalofrío—. Sabes que es verdad.
—Le suplicaste.
Abrí la boca de par en par.
—No te creo.
—¡Shannon, por favor, sé la madre de mis hijos! —me imitó—. Te lo suplico, Shannon. Lleva mi prole y tócame el rabo…
—Para —le supliqué—. Por favor. No me cuentes nada más.
—Le dijiste a la enfermera que Shannon era tu esposa —añadió, echándome sal en la herida—. Le contaste a tu madre lo bonitas que tiene las tetas y que te morías de ganas de fo…
—Ay, la hostia —dije ahogadamente, interrumpiéndolo antes de que pudiera arruinar mi vida aún más—. Por eso me está evitando, ¿no? —pregunté, horrorizado—. Seguro que piensa que voy a intentar preñarla a la primera oportunidad.
—Bueno, la chorra ya te funciona —apuntó Gibsie, disfrutando como un crío de mi tormento—. Un pequeño fragmento de información que decidiste compartir con ella, semental.
Con razón Joey no contestaba mis llamadas.
Si Shannon le había contado a su hermano la mitad de lo que al parecer le había dicho yo, no cabía duda de que me estaría esperando en Ballylaggin con una jodida escopeta recortada para vengarse.
—Estoy tan jodido —dije con voz ronca, dejando caer la cabeza.
—Qué va. —Con una palmada en el hombro, Gibsie dijo—: La chica también te quiere. Te lo dijo el viernes de madrugada.
Gemí en voz alta, avergonzado hasta lo más profundo de mi alma.
—Porque la obligué.
—No, porque te quiere y ya está —me corrigió.
—Lo dudo —gruñí—. Lo dudo mucho, joder, tío.
—Mira, Johnny, voy a ser claro contigo, tío —añadió Gibsie, en un tono un poco más serio ahora—. Has pasado meses mintiéndote a ti mismo y a todos los demás sobre tus sentimientos. Ha sido demasiado. Tenías que sacar toda esa frustración reprimida tarde o temprano. —Encogiéndose de hombros, sentenció—: La anestesia y la morfina simplemente facilitaron el proceso sacándote la verdad a la fuerza.
—No es verdad —negué, aunque sabía que no tenía sentido hacerlo, pero necesitaba algo a lo que aferrarme—. No quise decir nada de eso.
Gibsie arqueó una ceja.
—¿Te crees que me chupo el dedo?
Hundí los hombros en señal de derrota.
—Sí, vale, lo dije en serio. ¿Feliz?
—¿Y tú? —preguntó, sin pestañear.
—¿Yo qué?
—Si eres feliz.
—No, no soy feliz, Gibs. —Lo fulminé con la mirada—. Mírame —le dije, golpeándome el pecho para enfatizar—. ¡Estoy aterrorizado, joder!
—¿Por el rabo?
—El rabo, las pelotas, la chavala, el rugby… —Hice una pausa y dejé escapar el aire temblorosamente—. Se me está yendo la puta cabeza. —Aparté la bandeja y me desplomé sobre las almohadas con un suspiro—. Y estoy preocupado.
—Es comprensible —asintió—. Pero vas a ponerte bien…
—Por ella —apunté con un gruñido de dolor—. Estoy preocupado por ella, Gibs.
—¿Por qué?
—Me dijo algo la otra noche —admití, totalmente perdido—. Y no logro recordarlo. —Me pasé una mano por el pelo antes de confiarle a mi mejor amigo las dudas que tenía—. Era algo sobre su padre, tío. —Haciendo una mueca, traté de sacar el recuerdo, pero seguía pululando fuera de mi alcance. Frustrado, dejé escapar un suspiro—. Creo… —Me callé de repente y me pellizqué el puente de la nariz, porque sabía que una vez que lo dijera, no podría retractarme.
—¿Crees…? —insistió Gibsie.
—Esto queda entre nosotros —le advertí.
Él asintió.
—Siempre, tío.
Soltando otro suspiro, me senté e, inquieto y agitado, me eché el pelo hacia atrás con ambas manos.
—He estado viendo cosas —comencé lentamente, mirándolo con cautela para medir su lealtad, aunque sabía que no tenía que hacerlo.
—¿Muertos?
—¡Vete a la mierda!
—Vale, vale, lo siento —me aseguró, poniéndose serio—. Cuéntamelo.
Lo miré fijamente, esperando hasta que no quedó ni rastro de diversión en su cara antes de continuar.
—Sobre ella.
Frunció el ceño.
—¿Sobre ella?
Dejé caer las manos en el regazo y me removí inquieto.
—Sobre su cuerpo. —Sintiéndome culpable, lo miré y solté—: Demasiadas cosas que han pasado demasiadas veces y son demasiadas coincidencias para que un accidente las explique.
Gibsie entrecerró los ojos cuando lo pilló.
—¿Cosas como moretones?
Asentí lentamente.
—¿Dónde?
—En todas partes. —Solté un suspiro de dolor—. Por todo el cuerpo, Gibs.
—Mierda.
—Al principio, pensé que la estaban acosando de nuevo… —Hice una pausa y arrugué la nariz, porque me sentía como un pedazo de mierda por romper su confianza, pero esto me estaba consumiendo—. Lo pasó mal en el instituto de Ballylaggin, Gibs. Muy mal, joder. Entonces me encargué de ello, o al menos pensaba que lo había hecho, pero…
—¿Pero?
—Pero sé que hay algo más que eso, Gibs. Sé que sueno como un loco, pero esto es real para mí. Sé que está pasando algo. Recuerdo que me dijo algo la otra noche —gruñí, furioso conmigo mismo por no retener la pieza crucial del rompecabezas. Porque sabía en lo más profundo de mi ser que me estaba perdiendo algo de vital importancia—. Y ahora creo que lo he descubierto.
—Ah, ¿sí? —preguntó Gibsie, más serio de lo que jamás lo había escuchado hablar—. ¿Tienes un nombre?
Asintiendo lentamente, lo miré a los ojos, rogándole que no me juzgara por lo que estaba a punto de decir. Existía la posibilidad de que me equivocara; una posibilidad enorme, colosal, del tamaño del Gran Cañón, pero no creía que anduviera por el mal camino, y valía la pena correr el riesgo por su seguridad.
—Creo que es su padre, Gibs. —Tragándome mi inseguridad, miré a mi mejor amigo directamente a los ojos y le dije—: Creo que el padre de Shannon está abusando de ella.
Yo tenía una inclinación natural por las matemáticas, y el denominador común en todos los problemas que intentaba resolver con respecto a Shannon Lynch era su padre.
Ella dijo «mi padre».
Eso fue lo que me dijo.
Sabía que lo había hecho.
Me contó algo sobre su jodido padre.
Simplemente no estaba seguro.
Llevaba días dándole vueltas en la cabeza, repasando cada conversación que había tenido con ella, tratando de encontrar algo que sabía que me perdía.
No importaba lo que hiciera, o lo mucho que pensara en ello, mi mente seguía volviendo a ese primer día, a la conversación que tuvimos cuando era apenas consciente de lo que decía:
—Aquí. —Recorrí la vieja marca con un dedo—. ¿De qué es esto?
—Mi padre —respondió ella, soltando un profundo suspiro.
—Mi padre me va a matar —continuó balbuceando y agarrándose la falda, que estaba rota—. Tengo el uniforme destrozado.
—Johnny. —Gimió y luego hizo una mueca—. Johnny. Johnny. Johnny. Esto es malo…
—¿El qué? —la insté—. ¿Qué es malo?
—Mi padre —susurró ella.
Si me equivocaba, y había una gran posibilidad de que así fuera, ella nunca me lo perdonaría. Suponía que ya estaba condenado por la forma en que me había comportado, pero acusar a su padre de abusar de ella sería una sentencia de muerte para nosotros.
«Probablemente ya la hayas cagado en eso también, chaval…».
Mierda.
Se me estaba yendo la maldita cabeza mientras a mi cerebro se le ocurrían los pensamientos más depravados, repugnantes, inhumanos y alucinantes.
¿El padre de Shannon le estaba haciendo daño?
¿Estaba yo diciendo tonterías?
Me avergonzaban estos pensamientos que tenía, pero estaban allí, en mi cabeza, altos y claros, y me volvían loco de ansiedad.
¿Estaba abusando de ella?
¿Era eso lo que estaba pasando?
No conocía al tipo, pero seguramente su hermano o su madre habrían intervenido.
Conocí a la madre de Shannon una vez y admito que no fue un encuentro muy amistoso, pero la mujer parecía querer a su hija de verdad.
Tenía buen aspecto.
Parecía saludable y estaba embarazada.
Su hermano era fuerte y estaba en forma.
Sus otros hermanos eran prácticamente bebés.
Así que solo quedaba el padre.
—Mierda. —Gibsie negó con la cabeza—. Es una acusación grave, Johnny.
—Lo sé —gemí, completamente asqueado—. Y sé que si me equivoco, la voy a liar pardísima, pero es que… —Negué con la cabeza y apreté los puños—. No puedo sacármelo de la cabeza. Creo que eso es lo que me pasó —añadí—. ¿Por qué se me ha estado yendo la pinza todo el fin de semana? Quería irme a casa con ella, Gibs. Porque tengo miedo por ella. —Me encogí de hombros, impotente—. Sé que solo es una corazonada, pero no puedo quedarme de brazos cruzados, Gibs. No puedo ignorarlo ni fingir que no está ahí. Algo le está pasando y no estoy preparado para quedarme aquí sin hacer nada. —Solté un suspiro entrecortado—. Ella significa demasiado para mí como para esconder esto debajo de la alfombra. Incluso si me equivoco, vale la pena asegurarse, ¿no? Eso es lo que hay que hacer en este caso, ¿no?
—Dame un minuto para procesar esto —me pidió Gibsie inclinándose hacia delante, y se presionó las sienes con los dedos—. Esto es mucho para asimilar, tío.
No me digas.
Mientras tanto, no podía quedarme quieto. El dolor me consumía, pero mis pensamientos eran peores; me atormentaban hasta tal punto que me había convertido en un manojo de nervios y ansiedad.
Algo iba mal.
Podía sentirlo.
—Tengo que irme —anuncié, sin querer esperar a que asimilara una mierda—. Lo digo en serio, Gibs. Tienes que sacarme de aquí, tío. Tengo que ir a casa y comprobarlo.
—No puedes salir del hospital por una corazonada —respondió Gibsie, mirándome muy serio—. Joder, Johnny, ni siquiera puedes caminar sin ayuda. ¿Cómo quieres que te esconda hasta Cork, tontaco? ¿Debajo del puto jersey?
—Algo le está pasando, Gibs —dije ahogadamente, con el corazón martilleándome en el pecho—. Lo presiento.
—Espera un segundo, tengo una idea.
Haciendo una pausa, Gibsie se sacó el móvil del bolsillo y apretó algunos botones antes de poner el altavoz y dejar el aparato sobre la cama entre nosotros.
—¿Hola? —La voz de Claire rompió el silencio después de tres breves tonos.
—Muñequita —respondió Gibsie, extendiendo una mano hacia mí para que me quedara callado cuando abrí la boca para preguntarle qué demonios pensaba que estaba haciendo.
—Gerard. —Su tono de voz se llenó de alivio—. ¿Estás bien? ¿Cómo está Johnny?
Sin dejar de mirarme, Gibs ignoró sus preguntas y le dijo:
—¿Por qué no me lo contaste?
—¿C-contarte qué? —preguntó Claire, que sonaba preocupada.
—Lo del padre de Shannon.
—¡Qué cojones! —mascullé en silencio, listo para matarlo.
—Espera —me respondió del mismo modo, levantando una mano para callarme—. Confía en mí.
—¿D-de qué estás hablando? —vaciló Claire.
—Sabes exactamente a lo que me refiero —fanfarroneó, poniéndome una mano sobre la boca.
—Se lo contó a Johnny, ¿no? —sollozó Claire—. Ay, madre, y él te lo ha contado a ti.
Se me paró el corazón.
Todo mi mundo se derrumbó.
Tenía razón.
¡Tenía razón, joder!
—Sí, se lo contó —dijo Gibsie, que sonaba furioso—. Lo que quiero saber es por qué no se lo dijiste tú a nadie, Claire.
—No estaba segura —se apresuró a decir, destrozada—. Ella nunca me ha confirmado nada, pero todos los moretones… Sabía que le estaba haciendo algo. Tenía miedo, Gerard. Estaba asustada, ¿vale?
Y luego el recuerdo me golpeó como un maldito tren de carga.
—¿Quién te está haciendo daño, nena? Me encargaré de ello.
—Es un secreto.
—No lo contaré.
—Mi padre.
Como por instinto, cogí mi móvil de la mesita de noche y me arranqué las sábanas. Me bajé de la cama y cojeé hasta la puerta del baño con el 112 ya marcado.
—Johnny, ¿qué estás haciendo, tío? —gritó Gibsie.
—Lo correcto —siseé, furioso.
—¿No deberíamos hablar primero con tu padre? —preguntó. Se bajó de la cama y vino hacia mí—. Es abogado, colega, y no sabemos qué está…
Levantando una mano para mantener a Gibs lejos, me llevé el teléfono a la oreja y me concentré en la voz de la operadora.
—Ciento doce, ¿cuál es su emergencia?
—Mi novia está en peligro —solté, perdiendo el control de mis emociones—. Solo tiene dieciséis años. Es menor de edad y necesita su ayuda. Vive en la urbanización Elk, número 95, Ballylaggin, en el condado de Cork, ¿vale? ¿Lo ha apuntado? 95 de Elk. Ella es muy menuda, ¿vale? Jodidamente diminuta. No puede defenderse y yo no puedo llegar hasta ella… —Temblando de la cabeza a los pies, apoyé la frente contra los fríos azulejos del baño, apreté la mandíbula y gruñí—: Necesito que envíe a alguien a la casa de inmediato, porque el cabrón de su padre le ha estado dando palizas.
—Bueno —dijo Gibsie sombríamente desde la puerta del baño cuando colgué. Cruzando los brazos sobre el pecho, asintió en un gesto de aprobación—. Tú sí que sabes alborotar el avispero.
—Joder, Gibs. —Con un suspiro entrecortado, me llevé la palma de la mano a la frente y susurré—: ¿Cómo no vi esto?
—Para ser justos, tío, ¿cómo ibas a hacerlo? —resopló Gibsie—. Mira a tus padres, Johnny. Joder, apuesto a que John nunca te había levantado la mano.
Cierto.
—Exacto —dijo Gibsie, leyéndome el pensamiento—. Cuesta imaginar que pase algo así cuando sobrepasa lo que es normal para ti a niveles prácticamente inconcebibles.
—No encajé las piezas —grazné, luchando contra el enorme tsunami de culpa que crecía en mi interior—. Es que… no lo vi venir.
—Oye, le he enviado un mensaje a tu padre —respondió—. Está de camino, tío. Él nos ayudará.
—Bien —asentí entrecortadamente, mientras trataba de recuperar el aliento y procesar esto—. Voy a necesitar que se encargue de mi caso cuando me acusen de asesinato.
—¿Crees que también me representará a mí? —preguntó Gibsie. Y encogiéndose de hombros, añadió—: Cuando te adentras en el infierno, siempre es bueno tener a un amigo cerca.
5
TAMBIÉN SOY TU HERMANO
Shannon
Cuando abrí los ojos nuevamente, lo primero que sentí fue la luz del sol que entraba por la ventana y se mezclaba con los pitidos de los monitores, provocándome palpitaciones en el cerebro.
Pum. Pum. Pum.
Confundida, busqué a Johnny, pero no lo encontré.
No estaba allí.
Presa del pánico, di unas palmaditas en el colchón, girando la cabeza de un lado a otro mientras buscaba al señor y la señora Kavanagh o Gibsie.
—Hey, hey, no pasa nada. —Una mano grande envolvió la mía—. Estoy aquí.
—¿Joe? —grazné agitada, con el corazón a mil por hora, mientras lo buscaba desesperadamente—. ¿Joe?
—Chisss, tranquila —respondió una voz masculina vagamente familiar—. Estoy justo aquí, Shannon.
Rechazando la voz del extraño, negué con la cabeza y me toqué los cables de la nariz.
—¿Joey? —grazné, la voz apenas un susurro ronco.
Me arranqué los cables y respiré hondo, aunque con dificultad, inhalando ese precioso aire que me pedía el cerebro. En el momento en que lo hice, el dolor me abrasó todo el pecho y chillé, llevándome las manos automáticamente a un lado.
¿Estaba vendado?
Sorprendida al tocarlo, tiré de la bata que llevaba puesta para revelar un vendaje blanco que me cubría desde el lado izquierdo de la caja torácica hasta el pecho. ¿Qué demonios me estaba pasando?
—Oh, no, Joey…
—Tranquilízate.
Una mano me cogió de la barbilla y cerré los ojos con fuerza, poniéndome rígida como una piedra sobre la cama, mientras el miedo se arremolinaba dentro de mí.
—Coge aire poco a poco, con calma.
«Tranquila, es una caricia», me dije lentamente, pero ya no podía estar segura de nada.
Luchando por mantener el control y no dejar que el pánico me consumiera, fui cogiendo aire poco a poco, estremeciéndome cuando el pecho me ardía en protesta. La cabeza me palpitaba tan fuerte que parecía que iba a estallar. Me llevé la mano libre a la frente, pero me quedé inmóvil cuando rocé con los dedos lo que parecía una gasa en mi mejilla.
Y entonces me acordé.
Mi padre.
El temor se apoderó de mi corazón y el pulso se me aceleró sin control, mientras los recuerdos de mi padre pegándome, pegando a Joey, pegando a Tadhg e hiriendo a mi madre irrumpían en mi mente de una sola vez.
¿Estaba él aquí?
¿Estaba cerca?
¿Me había metido en problemas?
—No pasa nada —continuó diciendo la voz, en tono suave y persuasivo—. Estás en el hospital, pero ahora estás a salvo, ¿vale? Nadie va a hacerte daño.
A salvo ahora.
Sentí ganas de reírme ante la promesa vacía.
Palabras.
Solo palabras.
A regañadientes, abrí los ojos con dificultad y me quedé allí, helada y con el corazón congelado, mientras observaba al hombre que me miraba.
—Hey, peque —dijo, con una voz familiar y cálida como una mañana de Navidad—. Cuánto tiempo.
No respondí.
No pude.
Tan solo lo miré fijamente.
Con un suspiro tembloroso, me soltó la barbilla y me cogió de la mano de nuevo.
La retiré rápidamente para que no me tocara.
No quería que me tocara.
—¿Dónde está Joey? —pregunté cuando finalmente recuperé la voz de nuevo. No parecía la mía. Sonaba rota y ronca, pero las palabras salían de mis labios, así que seguí adelante—. Tengo que hablar con Joey. —Necesitaba saber qué se suponía que debía decir si alguien me preguntaba qué había pasado. Yo no conocía la historia—. ¿Está aquí? —Pateé las sábanas que me sujetaban a la cama, me arrastré por el colchón hasta que pegué la espalda a la cabecera de metal y respiré con dolor. Ignorando el fuego en el pecho, miré alrededor de la habitación iluminada, cautelosa y temerosa—. De veras que necesito a Joey, por favor.
—Shannon, tienes que calmarte…
—Necesito a Joey —dije con voz ronca, estremeciéndome cuando trató de tocarme.
—Estoy aquí, Shannon. —Unos ojos azules muy parecidos a los míos me imploraban que entendiera algo que nunca pude comprender—. He vuelto. Para quedarme.
—Me da igual —dije, sin una pizca de emoción en la voz, mientras luchaba contra la ansiedad—. Necesito a mi hermano.
—Yo también soy tu hermano —respondió con tristeza.
—No —le increpé, negando con la cabeza—. Nos dejaste allí. No eres mi…
—¡Shan! —La voz de Joey resonó en mis oídos, seguida por el sonido de una puerta que se cerraba con fuerza—. Te he dicho que no te acercaras a ella, joder. —Joey cruzó la habitación como un cohete de la NASA, apartó a Darren de un empujón y se hundió en el borde de mi cama—. Se acaba de despertar, imbécil —añadió, agitando nervioso las rodillas mientras me recolocaba las sábanas alrededor de los pies y me cubría las piernas desnudas—. Lo último que necesita es otro puto drama.
—Joe. —Mis manos salieron disparadas por voluntad propia para sujetarle el brazo, que le temblaba—. ¿Qué está pasando?
En cuanto lo miré a la cara, dejé escapar un sollozo de dolor. Tenía la piel bajo los ojos oscurecida y amoratada, la nariz claramente rota de nuevo y el labio inferior partido e hinchado.
—Ay, Joe. —Levanté una mano y le aparté el pelo de la cara para revelar dos ojos inyectados en sangre y con las pupilas tan dilatadas que casi no había verde en ellos. El miedo me envolvió. Sabía lo que representaban esos ojos inyectados en sangre y oscurecidos, y no era una de las palizas de nuestro padre. Representaban algo mucho peor, algo que pensaba que había superado el año anterior—. Dime que no has…
—No te preocupes por eso —se apresuró a decir, en tono áspero, mientras me cogía de la mano y la volvía a colocar en mi regazo—. Estoy bien.
No, no estaba bien.
Estaba colocado.
—Estoy bien, Shannon —repitió Joey, con una mirada que me decía que lo dejara estar.
Junté las manos y permanecí en silencio, tragándome un millón de palabras que se unieron a las otras que guardaba dentro de mí sin pronunciar.
—¿Qué está pasando?
—Estás bien —dijo Joey, girándose para mirarme y prestarme toda su atención—. Llevas dos días medio inconsciente. El médico te dio algo para que pudieran ponerte el… —Sus palabras se interrumpieron y agitó las manos, temblando de la cabeza a los pies—. El… —Tocándose el pelo, sacudió la cabeza y chasqueó los dedos—. Joder, no recuerdo las palabras.
—Te trajeron al hospital el sábado por la noche —explicó Darren en un tono mucho más tranquilo—. Hoy es martes, Shannon. Llevas unos días semiinconsciente.
—Sí, fui yo —gruñó Joey, con los hombros rígidos—. Yo la traje aquí. ¿Dónde coño estabas tú, lumbrera?
—Te han tratado por una conmoción cerebral grave y un neumotórax por traumatismo —continuó explicando Darren, ignorando los comentarios de Joey—. Estabas bastante mal cuando llegaste aquí. Te han dado algunos puntos por el corte en la mejilla y tienes varias costillas magulladas.
—Costillas magulladas —se burló Joey—. Abre los ojos, Darren. ¡Está magullada por todas partes!
—¿Qué narices te pasa, Joey? —preguntó Darren, mirando a mi hermano con los ojos entrecerrados—. ¿Estás colocado? ¿Es eso? ¿Te han dado algo?
—Sí, me han dado algo —replicó Joey, volcando su ira en Darren—. Me han dado la hostia de palizas. Eso es lo que me han dado, imbécil.
—Joe, relájate. —Preocupada, puse una mano sobre la de Joey para calmarlo y miré a Darren—. ¿Qué significa un neumotórax por traumatismo?
—Significa que ese hijo de puta te pateó tan fuerte que te colapsó los pulmones —respondió Joey, temblando de ira—. Significa que tuvieron que meterte un puto tubo por el cuerpo para ayudarte a respirar.
—Ay, madre. —Presa del pánico, me miré y gemí—. ¿Estoy bien? —pregunté, llevándome una mano temblorosa a la herida—. ¿Es malo?
—No es grave —se apresuró a tranquilizarme Darren—. No tuvieron que operarte; pudieron aliviar la presión y ayudarte a respirar insertándote un pequeño tubo en…
—¿No es grave? —soltó Joey—. ¿Estás de puta coña?
—Joey —gruñó Darren—. Cálmate.
—¿Tengo un agujero? —grazné, echando un vistazo debajo de la bata—. ¿Todavía lo tengo dentro?
—No, Shannon —me tranquilizó Darren—. Te lo sacaron ayer por la mañana. Te han hecho radiografías del tórax y algunos TAC. Todo está genial, ¿vale?
Asentí, sintiéndome entumecida.
—Pero estarás dolorida durante un par de semanas —añadió con una mueca—. Y te están tratando con antibióticos para prevenir infecciones. —Sacudiendo la cabeza, dijo—: Las enfermeras te lo explicarán todo mejor que yo.
—¿En serio? —escupió Joey—. Pensaba que todo se te daba genial.
—Lo que sea que te hayan recetado para el dolor, considéralo prohibido para ti —gruñó Darren, mirando a Joey—. Te voy a cortar el grifo.
Joe se rio.
—¿El paracetamol?
—No engañas a nadie —replicó Darren, en el mismo tono.
—¿Por qué has venido? —grazné, con el pánico inundándome el pecho.
—He venido a ayudar, Shannon —respondió Darren—. He venido para cuidaros, a todos. —Miró en dirección a Joey y suspiró—. Incluso a ti.
—No me vengas con favores —escupió Joey.
—¿Por qué? —Juntando las manos, solté aire lentamente y pregunté—: ¿Cómo supiste lo que había pasado?
—Mamá lo llamó —respondió Joey, lanzando otra mirada amenazadora en dirección a Darren—. Al parecer, la perra ha tenido el número del muy cabrón todo este tiempo. —Su tono estaba lleno de un venenoso sarcasmo—. Nos mintieron, Shan. ¿Te lo puedes imaginar?
Darren soltó un gemido de dolor.
—Vamos, Joey, no digas eso. —Pellizcándose el puente de la nariz, añadió—: Estás hablando de nuestra madre…
—¿Nuestra madre? —se rio Joey con sorna, moviendo los pies inquieto—. ¿Acaso tenemos una? Joder, y yo pensando que las madres eran criaturas míticas como los unicornios, porque te aseguro que no he visto a ninguna en persona jamás.
—¿Estuviste en contacto con mamá todo el tiempo? —grazné, turbada—. ¿Durante cinco años y medio?
—Claro que sí —respondió Joey antes de que Darren pudiera hacerlo—. No podía coger el teléfono para ver cómo estábamos, pero mantenía una estrecha relación con su querida mami.
Darren negó con la cabeza.
—Tienes que rebajar la angustia, Joe. No te va bien.
—Y tú no tienes que volver a entrar en nuestras vidas y pensar que puedes dirigir el cotarro —replicó Joey, temblando con lo que sabía era una ira apenas contenida—. No es así como funcionan las cosas. No puedes, Darren, ¡no puedes entrar y salir de nuestras vidas!
¿Dirigir el cotarro?
—¿De qué hablas?
—Tú querido hermano cree que está al mando ahora. —Joey se puso en pie bruscamente y se paseó por la pequeña habitación, como un animal salvaje enjaulado—. Cree que puede salir por la puerta, abandonarnos durante media década y luego volver con su cochazo y la cartera llena e imponer la ley.
Darren lo fulminó con la mirada.
—Eso no es justo, Joey.
—¿Qué esperabas, Darren? —replicó Joey, devolviéndole la mirada—. ¿Una fiesta de bienvenida? ¿Algunos globos y pastel? ¿Vuelves a la ciudad pensando que vamos a caer a tus pies porque has venido a salvarnos? —Sacudió la cabeza y bufó—: Te olvidaste de nosotros. Te largaste, joder. Nos dejaste con ellos. Por lo que a mí respecta, puedes quedarte donde estabas. Yo me encargo de esto.
—No te encargas de una mierda, Joey —espetó Darren—. Mírala.
—Mírate a ti —escupió él, furioso. Aplaudiendo, añadió—: Un traje de la hostia, Darren. Tienes buen aspecto. Arreglado y bien alimentado. Me alegro por ti. —Echando chispas, levantó una mano para señalarse a sí mismo y luego a mí—. Felicidades por el éxito, hermano mayor.
—Tenía dieciocho años —susurró Darren, pasándose una mano por la mata de pelo oscuro—. No pude gestionarlo.
—Sí, bueno, yo también tengo dieciocho años, imbécil —escupió Joey sin la menor lástima—. Y adivina qué: hice por gestionarlo. ¡Me quedé!
—Pues eres un hombre más fuerte que yo.
—No soy más fuerte que tú —alcanzó a decir Joey, con la voz entrecortada—. Simplemente tengo conciencia.
—Parad —supliqué, agarrándome la cabeza con las manos—. Por favor, dejad de pelear. No puedo con esto.
—Lo siento. —Darren se pasó una mano por el pelo, claramente exasperado—. ¿Puedes bajar el tono por su bien, Joey? Tenemos que explicarle esto y pelearnos no ayuda.
Joey mostró los dientes y le hizo la peineta, pero se las arregló para guardarse su opinión.
—Papá se ha ido, Shannon —explicó Darren en un tono tranquilo.
Me invadió una emoción sospechosamente parecida a la esperanza.
—¿Sí?
—No se ha ido —intervino Joey—. Se está escondiendo. Hay una gran diferencia.
Y ahí se fue mi esperanza.
—¿Puedes darle un respiro? —gruñó Darren.
—¿Puedes no darle falsas esperanzas? —respondió Joey acaloradamente—. No le hará ningún bien a largo plazo, joder.
—Por ahora —se apresuró a apuntar Darren, lanzando una mirada de advertencia en dirección a Joey—. La Gardaí lo encontrará y lo encerrarán por esto, chicos. Me aseguraré de ello.
—Seguro que sí —se burló Joey—. El santo de Darren al rescate. —Estirándose el cuello de lado a lado, tamborileó con los dedos sobre el colchón, claramente frustrado—. El sistema judicial es una puta broma en este país y todos lo sabemos. Aunque lo encuentren, lo más probable es que le concedan la libertad condicional y le den un tirón de orejas y una botella de whisky, cortesía de la Seguridad Social, por dar problemas. Te estás mintiendo a ti mismo si crees que será diferente.
—Ayer fui al juzgado con mamá —insistió Darren, ignorando los comentarios de Joey—. Solicitamos una orden de alejamiento en su contra. Se celebrará una vista dentro de tres semanas, a la que deberá asistir, pero nos concedieron la orden de alejamiento temporal. Papá tiene prohibido entrar a casa y contactar con cualquiera de vosotros.
—Deberían encerrarlo por intento de asesinato, joder —escupió Joey.
—Estoy de acuerdo —respondió Darren—. Yo también quiero eso, Joe. Lo odio tanto como tú.
—Lo dudo —masculló Joey—. Lo dudo mucho.
Darren suspiró pesadamente.
—¿Quieres hacer esto, Joe? ¿Pelearnos por ver para quién fue más duro? ¿O quieres que volvamos a ser una familia?
—No hay familia —respondió Joey acaloradamente—. Eso es lo que no pillas.
—Todavía somos una familia —dijo Darren en voz baja—. Y seremos más fuertes si estamos unidos.
—Con ella —graznó Joey, que parecía verdaderamente angustiado—. Termina la frase —le exigió—. Seremos más fuertes con ella. —Joey negó con la cabeza y se rio con sorna—. Es que me parto, joder.
—¿Dónde está? —pregunté nerviosa.
—En casa, con la tata Murphy y tus hermanos.
Se me hundió el corazón.
—¿Por qué? —exclamé.
—¿Por qué? —Darren frunció el ceño—. ¿A qué te refieres con por qué?
—Quiero decir que por qué sigue allí —alcancé a decir, apretando la sábana bajera con el puño.
—¡Por fin! —bramó Joey, levantando las manos en el aire—. ¡Por fin, alguien lo pilla!
—Ella es una víctima como cualquiera de nosotros —dijo Darren lentamente—. Sé que no lo veis así en este momento, y lo entiendo a la perfección, pero tenéis que comprender que ha pasado por…
—Gilipolleces —soltó Joey con desprecio—. ¡Putas gilipolleces, Darren! Ella no es ninguna víctima. Es cómplice. Ella le permitió que hiciera esto. —Señaló donde yo estaba sentada—. Ella tiene tanta culpa de que Shannon esté aquí como él.
—Joey, venga ya.
—No —dijo, sacudiendo la cabeza—. Tal vez fue una víctima la primera vez que le puso las manos encima. Qué narices, tal vez las primeras diez. No lo niego. Era joven y tonta. Pero ¿veinticuatro años? —Negó con la cabeza—. No, ella nos hizo esto, Darren. Ella está metida en esto.
—¿Alguna vez habéis pensado por qué somos tantos? ¿Por qué seguía teniendo hijos con ese hombre? ¿Por qué no se iba? —espetó Darren, mirándonos a los dos—. ¿O por qué está tan perturbada como lo está? ¿Alguna vez se os ha ocurrido que tal vez se quedó porque le aterrorizaba que cumpliera sus amenazas? Todos hemos escuchado eso de «Te mataré a ti y a los niños si me dejas» que lleva soltándole ¡desde que tenía quince años! ¡Por el amor de Dios, ese hombre se ha pasado dos décadas hundiéndola y amenazándola con matarla si se iba! ¿No creéis que eso podría haberla trastornado? ¿Alguna vez se os ha pasado por la cabeza que estaba allí en contra de su voluntad? ¿Que tenía hijos en contra de su voluntad? ¿Que estaba siendo violada, apaleada y maltratada emocionalmente hasta el punto de perder el contacto con la realidad? Tenía quince años cuando me tuvo a mí, ¡se quedó embarazada a los catorce! —añadió—. Pensad en eso por un minuto. Pensad en lo acojonada que debió de estar cuando se vio metida en una vida con ese monstruo. Ella no tiene una madre o un padre que le muestre el camino. Lo único que tenía en todo el puto mundo era a él. ¡Era una cría teniendo críos y eso la destrozó!
—No quiero oírlo —ladró Joey—. No voy a escuchar más excusas.
—¿Alguno de los dos ha pensado alguna vez por qué nos puso voluntariamente bajo tutela? —insistió Darren, en tono duro—. ¿Lo habéis hecho?
—Estaba enferma —dijo Joey con desdén.
—No estaba enferma —gruñó Darren—. Estaba tratando de alejarnos de él. Estaba intentando salvarnos de algo de lo que no podía salvarse a sí misma.
—Entonces ¿por qué no nos dejó allí? —rugió Joey—. Tal vez hubiéramos tenido una puta oportunidad.
—Ya sabes por qué —replicó Darren, temblando ahora—. ¡Lo sabes! —Cogió aire varias veces para tranquilizarse antes de continuar—. Tenía miedo de que os pasara lo mismo a vosotros. Estaba asustada y embarazada de Tadhg…
—Así que, como a ti te violaron, ¿nos llevaron a casa para que nos torturaran? —preguntó Joey—. ¿Es eso? ¿Dos errores hacen un acierto? Porque a mí me parece una lógica de mierda.
—¡Joey! —exclamé ahogadamente—. ¡No!
—Siento lo que le pasó —replicó Joey, temblando—. Siento muchísimo lo que te pasó, Darren, joder, de verdad que lo siento. Pero a mí me castigaron por eso. —Agitó una mano entre nosotros dos—. A todos.
—Ya está, Joe —lo persuadí, desesperada por consolarlo—. No te enfades.
—¡No está! —graznó—. Joder, debería haberos sacado a todos de esa casa hace años. Debería haberlo denunciado. Sabía que esto pasaría… —Se le quebró la voz y respiró hondo—. Pero me asustaron, ¡me hicieron dudar de mí mismo! —Fulminó a Darren con la mirada—. Me aterrorizaste haciéndome creer que vivir con él era mejor que lo que había ahí fuera. —Las lágrimas asomaron a sus ojos verdes, pero parpadeó para alejarlas—. Pasé los mejores seis meses de mi vida con aquella familia. Y ella también… —dijo, señalándome con un dedo—. Éramos felices con ellos. ¡Estábamos a salvo! Pero tú y mamá me convencisteis de que era peligroso, de que era más seguro estar en casa. —Golpeándose la frente con la palma de la mano, siseó—: Tenía seis años y me comiste tanto la cabeza que ya no me creo nada. Ni siquiera puedo confiar en mi propio instinto, joder.
—Tenía miedo de que os pasara a vosotros también —dijo Darren ahogadamente—. Pensé que estaba haciendo lo correcto. Estaba tratando de manteneros a salvo…
—¡Sí, y siento haberte creído! —Temblando con fuerza, Joey siseó—: No cometeré el mismo error dos veces.
Hubo un largo silencio antes de que Darren volviera a hablar.
—Mira —dijo bruscamente—. No tengo todas las respuestas, pero sé que no puedo darle la espalda a nuestra madre.
—Yo sí —sentenció Joey—. No tengo problema.
—Por primera vez en su vida, se está defendiendo —dijo Darren—. Está tratando de hacer lo correcto por nosotros. No es una mala persona y lo sabéis. Es una mujer asustada que deja que el miedo sea quien tome esas terribles decisiones por ella.
—Sus malas decisiones casi nos matan —replicó Joey—. Han puesto a mi hermana en una cama de hospital.
—Nuestro padre ha puesto a nuestra hermana en una cama de hospital —lo corrigió Darren—. No dejes que el enfado te nuble el juicio, Joey.
—No voy a seguir con esto —gruñó este, levantando las manos—. Me niego. No voy a escucharte justificar sus razones para dejar que ese hijo de puta nos hiciera esto.
—Solo digo que no todo es blanco y negro —respondió Darren antes de volverse hacia mí—. La Gardaí vendrá más tarde hoy para tomarte declaración. Mamá o yo tenemos que estar presentes cuando eso ocurra.
—No. —La ansiedad se arremolinó dentro de mí, devorando todo lo que era bueno y puro hasta que no fui más que un manojo de nervios—. No quiero hacerlo.
—No pasa nada —dijo Darren suavemente—. Lo hablaremos y no tendrás que preocuparte de nada.
—Puedo estar yo si quieres, Shan —intervino Joey—. No tienen que ser ellos.
—Lo último que necesitas es estar cerca de la Gardaí en tu estado —gruñó Darren—. ¿Qué es esta vez? ¿Has vuelto con la…
—Me alegra saber que en tus llamadas secretas con mamá te mantuviste al tanto de los rollos familiares —escupió Joey—. Lástima que no te contara los problemas reales que estábamos teniendo. Oh, espera, probablemente lo hizo, pero tú te limitaste a ignorarlos. Debe de ser agradable poder desconectar la conciencia. La audición selectiva debe de ser la hostia.
—Para —gemí—. Por favor.