I
Cuando llegó la carta yo estaba fuera, en el campo, atando la última gavilla de trigo. Las manos me temblaban tanto que casi no podía ni hacer el nudo. Aunque era culpa mía que tuviéramos que hacerlo a la vieja usanza, ni por asomo pensaba rendirme a estas alturas; había soportado el bochorno de la tarde, parpadeando para deshacerme de las motas negras que aparecían en mi visión periférica, y ahora que se hacía de noche casi había terminado. Los demás se habían marchado al ponerse el sol despidiéndose por encima del hombro, y me alegraba de ello. Al menos ahora, que estaba solo, no tenía que fingir que podía trabajar al mismo ritmo que ellos. Seguí con lo mío, procurando no pensar en lo fácil que habría sido realizar la tarea con la cosechadora. Había estado demasiado enfermo para revisar la maquinaria... —tampoco recordaba mucho, pues entre los fugaces destellos de lucidez, el verano no era más que ecos, sombras y dolorosas lagunas— y a nadie se le había ocurrido hacerlo. Todos los días me topaba con alguna tarea pendiente; mi padre se había esforzado al máximo, pero no llegaba a todo. Por mi culpa íbamos a ir con retraso el resto del año.
Ceñí bien los tallos en la zona central de la gavilla y la amontoné con las demás. Hecho. Ya podía irme a casa. Pero de pronto las sombras se cernían y daban vueltas a mi alrededor, más oscuras que el violáceo crepúsculo, y me temblaban las rodillas. Me puse en cuclillas, conteniendo la respiración al sentir el dolor en los huesos. No estaba tan fuerte como antes —no era tan malo como los agudos y dolorosos espasmos que durante meses había sufrido de manera impredecible—, pero aun así me sentía igual de frágil que un anciano. Apreté los dientes. Estaba tan débil que tenía ganas de llorar; pero no iba a hacerlo. Incluso si el único ojo que me contemplaba era la redonda luna llena, antes prefería morir.
—¿Emmett? ¡Emmett!
Era Alta, que se abría paso entre las garberas hacia mí, pero me levanté y traté de disipar el mareo parpadeando. Las escasas estrellas que asomaban en el cielo se deslizaban de un lado a otro. Me aclaré la garganta.
—Aquí.
—¿Por qué no le has pedido a uno de los peones que terminara? Mamá se ha preocupado cuando regresaban por el camino y tú no ibas con...
—No tiene de qué preocuparse; no soy un niño. —Me sangraba el pulgar, pues un afilado tallo me había perforado la piel. La sangre sabía a polvo y a fiebre.
Alta vaciló. Un año atrás yo era tan fuerte como cualquiera de ellos. Ahora me miraba con la cabeza ladeada, como si fuera más pequeño que ella.
—No, pero...
—Quería ver salir la luna.
—Cómo no. —La luz del anochecer suavizaba sus facciones, pero aún podía ver la astucia en su mirada—. No podemos obligarte a descansar. Si no te preocupa ponerte bien...
—Hablas como ella. Como mamá.
—¡Porque tiene razón! Con lo enfermo que has estado, no puedes esperar recuperarte rápidamente, como si nada hubiera pasado.
«Enfermo.» Como si hubiera estado languideciendo en la cama con tos, vomitando o cubierto de pústulas. Aun en medio del aturdimiento de las pesadillas, recordaba más de lo que ellos se imaginaban; sabía lo de los gritos y las alucinaciones, los días en los que no podía parar de llorar o los que no conocía a nadie, la noche que rompí la ventana con las manos. Ojalá me hubiera pasado los días vaciando todo el contenido de mis intestinos en un orinal; habría sido mejor que seguir teniendo marcas en las muñecas por las ataduras. Le di la espalda y me dediqué a chuparme el corte en la base del pulgar, toqueteándolo con la lengua hasta que dejé de notar el sabor de la sangre.
—Por favor, Emmett —dijo Alta, y me rozó el cuello de la camisa con los dedos—. Has cumplido con el trabajo de la jornada tan bien como cualquiera. ¿Vienes ya a casa?
—De acuerdo. —La brisa me erizó el vello de la nuca. Alta me vio tiritar y bajó la mirada—. Bueno, ¿qué hay para cenar?
Esbozó una sonrisa que me mostró sus dientes separados.
—Como no te des prisa, nada.
—Vale. Te echo una carrera.
—Vuelve a retarme cuando no lleve corsé.
Su polvorienta falda se arremolinó en torno a sus tobillos al dar media vuelta. Cuando se reía podía parecer una niña, pero los peones habían empezado a rondarla; según cómo le diera la luz, se asemejaba a una mujer.
Le seguí el paso a duras penas, tan agotado que me sentía ebrio. La oscuridad avanzó, congregándose bajo los árboles y los setos, mientras la luz de la luna bañaba con su blancura las estrellas del cielo. Pensé en el agua fría del pozo, cristalina como el vidrio, con minúsculas motas verdes acumulándose en el fondo; o, no, en cerveza amarga y de color ámbar, aromatizada con la mezcla de hierbas especial de mi padre. Eso haría que me durmiera de inmediato, pero era algo bueno; lo único que quería era apagarme como una vela, sumirme en la inconsciencia, sin soñar. Sin pesadillas ni terrores nocturnos, y despertar bajo la límpida luz del sol por la mañana.
El reloj del pueblo dio las nueve cuando abrimos la puerta del patio.
—Estoy famélica —dijo Alta—. Me mandaron a buscarte antes de que pudiera...
La voz de mi madre la interrumpió. Estaba gritando.
Alta se detuvo mientras la puerta se cerraba a nuestra espalda. Nos miramos. Nos llegaron algunas frases sueltas. «¿Cómo puedes decir que...» «No podemos, sencillamente no podemos...»
Me temblaban los músculos de las piernas por mantenerme inmóvil. Extendí el brazo y me apoyé en la pared, deseando que el corazón no me latiera tan deprisa. Un resquicio de luz se filtraba a través de una rendija de las cortinas de la cocina; mientras observaba, una sombra pasó por delante y volvió a pasar. Era mi padre, paseándose de un lado a otro.
—No podemos quedarnos aquí fuera toda la noche —dijo Alta casi en un susurro.
—Seguro que no es nada.
Habían estado discutiendo a lo largo de la semana por la cosechadora y porque nadie la había revisado. Ninguno mencionó que esa tarea era mi responsabilidad.
Un golpe seco; puñetazos en la mesa de la cocina. Mi padre levantó la voz.
—¿Qué esperas que haga?, ¿decir que no? La puñetera bruja nos echará una maldición en cuanto...
—¡Ya lo ha hecho! Míralo, Robert... ¿Y si no mejora nunca? Es culpa de ella...
—La culpa es de él, quieres decir. Si no...
Un agudo pitido me resonó en los oídos durante un segundo, ahogando la voz de mi padre. El mundo resbaló y se enderezó, como si se hubiera sacudido sobre su eje. Me tragué una arcada. Cuando conseguí concentrarme de nuevo, todo estaba en silencio.
—Eso no lo sabemos —dijo mi padre al fin, lo bastante fuerte como para que lo oyéramos—. Puede que lo ayude. Ha estado escribiendo todas las semanas para interesarse por su salud.
—¡Porque lo quería! No, Robert, no, no lo consentiré; su lugar está aquí, con nosotros. Da igual lo que haya hecho, sigue siendo nuestro hijo. Y ella me da escalofríos...
—No la conoces. No fuiste tú quien tuvo que ir allí y...
—¡No me importa! Ya ha hecho suficiente. No puede tenerlo.
Alta me miró. Algo cambió en su rostro; me agarró la muñeca y tiró.
—Vamos dentro —dijo con el tono agudo y cohibido que empleaba para llamar a las gallinas—. Ha sido un día largo y debes de estar hambriento; desde luego, yo lo estoy. Más vale que quede algo de pastel, o tendré que matar a alguien. Le clavaré un tenedor en el corazón. Y me lo comeré. —Se detuvo frente a la puerta y agregó—: Con mostaza. —Acto seguido, abrió de par en par.
Mis padres estaban de pie, cada uno en un extremo de la cocina. Mi padre junto a la ventana, de espaldas a nosotros, y mi madre junto a la chimenea, con las mejillas sonrosadas, como si llevara colorete. En la mesa situada entre ambos había una hoja de papel grueso de color crema y un sobre abierto. Mi madre desvió rápidamente la mirada de Alta hacia mí y se acercó medio paso a la carta.
—La cena —dijo Alta—. Emmett, siéntate; parece que estés a punto de desfallecer. Madre mía, ni siquiera está la mesa puesta. Espero que el pastel esté en el horno. —Dejó una pila de platos a mi lado—. ¿Pan? ¿Cerveza? La verdad, bien podría ser una criada... —Desapareció en el interior de la despensa.
—Emmett —dijo mi padre sin darse la vuelta—. Hay una carta en la mesa. Será mejor que la leas.
Deslicé la carta hacia mí. El escrito se tornó borroso y se convirtió en una mancha deforme sobre el papel.
—Tengo demasiado polvo en los ojos. Dime qué pone.
Mi padre agachó la cabeza; los músculos del cuello se le tensaron como si arrastrara algo pesado.
—La encuadernadora quiere un aprendiz.
Mi madre hizo un sonido, como si balbuciera.
—¿Un aprendiz? —pregunté.
Se hizo el silencio. Por la abertura de las cortinas se veía brillar una tajada de luna, cuya luz plateada lo cubría todo a su paso. Hacía que el pelo de mi padre pareciera grasiento y grisáceo.
—Tú —respondió.
Alta estaba en la entrada de la despensa, con un tarro de pepinillos en las manos. Por un instante pensé que se le iba a caer, pero lo dejó con cuidado sobre el aparador. El golpe del cristal sobre la madera resonó con más fuerza que si se hubiera hecho añicos.
—Soy demasiado mayor para ser aprendiz.
—No según ella.
—Creía que... —Posé la mano sobre la mesa; una mano delgada y pálida que me costó reconocer; una mano que no podía soportar una jornada de trabajo habitual—. Estoy mejorando. Pronto... —Paré, pues mi voz me era tan desconocida como mis dedos.
—No es eso, hijo.
—Sé que ahora no soy de utilidad...
—Bueno, cariño —empezó a decir mi madre—. No tienes la culpa; no es porque hayas estado enfermo. Pronto volverás a ser tú. Si eso fuera lo único... Sabes que siempre hemos pensado que dirigirías la granja con tu padre. Y podrías haberlo hecho, aún puedes, pero... —Sus ojos se desviaron hacia los de mi padre—. No somos nosotros los que te mandamos. Es ella quien te reclama.
—No sé quién es ella.
—Ser encuadernador... es un buen oficio. Un oficio honrado. No debes tener miedo. —Alta golpeó el aparador y mi madre la miró por encima del hombro mientras alargaba el brazo con rapidez para impedir que un plato resbalara y cayera al suelo—. Alta, ten cuidado.
El corazón me dio un vuelco y palpitó con fuerza.
—Pero odiáis los libros. Decís que se equivocan. Siempre me habéis dicho... Cuando traje ese libro a casa de la feria de Wakening...
Mis padres intercambiaron una mirada, demasiado rápida como para interpretarla.
—Eso ya no importa —adujo mi padre.
—Pero... —Me volví hacia mi madre. No sabría expresar con palabras cómo la gente cambiaba rápidamente de tema cuando alguien mencionaba siquiera un libro; ese estremecimiento de desprecio al oír esa palabra; la expresión de sus caras... La manera en que mi madre tiró de mí con determinación al pasar por delante de un sórdido escaparate (A. Fogatini, prestamista y librero autorizado), un día que nos perdimos en Castleford cuando era pequeño—. ¿A qué te refieres con que es un «buen oficio»?
—No es... —Mi madre tomó aire—. Puede que no sea lo que yo hubiera deseado antes...
—Hilda. —Mi padre se presionó el cuello con los dedos, masajeándose los músculos como si le dolieran—. No tienes elección, muchacho. Tendrás estabilidad. Está lejos de todo, pero eso no es malo. Es tranquilo. No es un trabajo duro y nadie te tentará para que te desvíes del buen camino... —Se aclaró la garganta—. Y no todos son como ella. Instálate, aprende el oficio y luego... Bueno. Hay encuadernadores en la ciudad que tienen carruaje propio.
Hubo un breve silencio. Alta dio un golpecito con una uña en la tapa del tarro y me miró.
—Pero yo no... Yo nunca... ¿Qué le hace pensar que yo...? —Ninguno me miraba a los ojos—. ¿Qué quieres decir con que no tengo otra opción?
Nadie respondió.
Al final, Alta cruzó la habitación y cogió la carta.
—«En cuanto pueda viajar» —leyó—. «El taller de encuadernación puede ser muy frío en invierno. Por favor, asegúrense de que lleve ropa de abrigo.» ¿Por qué os escribe a vosotros y no a Emmett? ¿Acaso ignora que sabe leer?
—Es así como lo hacen —adujo mi padre—. Les piden a los padres un aprendiz; así funciona.
Qué más daba. Tenía las manos apoyadas en la mesa, todo tendones y huesos. Hacía un año las tenía bronceadas y musculosas, eran casi de hombre; ahora no eran nada. No servían para nada, salvo para un oficio que mis padres despreciaban. Pero ¿por qué me habría escogido a mí, a menos que ellos se lo hubieran pedido? Separé los dedos y presioné, como si pudiera absorber la fuerza de la madera a través de la piel de las palmas.
—¿Y si digo que no?
Mi padre fue hasta la despensa con paso firme, se agachó y sacó una botella de aguardiente de mora. Era un licor potente y dulce que mi madre reservaba para las fiestas o con fines medicinales, pero él se sirvió media taza y ella no dijo ni una palabra.
—Aquí no hay sitio para ti. Deberías estar agradecido. Es algo que podrás hacer. —Apuró la mitad del aguardiente y tosió.
Yo contuve la respiración, determinado a no dejar que se me quebrara la voz.
—Cuando esté mejor seré igual de fuerte...
—Aprovéchalo —dijo.
—Pero yo no...
—Emmett —dijo mi madre—, por favor..., es lo correcto. Ella sabrá qué hacer contigo.
—¿Qué hacer conmigo?
—Me refiero a que... Si enfermas de nuevo, ella te...
—¿Como un manicomio? ¿Es eso? ¿Me mandáis a un lugar alejado de todo porque puede que en cualquier momento pierda de nuevo la cabeza?
—Ella te quiere a ti —replicó mi madre agarrándose la falda como si estuviera mojada e intentara escurrir el agua—. Ojalá no tuvieras que ir.
—¡Pues no iré!
—Irás, muchacho —aseveró mi padre—. Bien sabe Dios que ya has causado demasiados problemas en esta casa.
—Robert, no...
—Irás. Aunque tenga que atarte y dejarte en su puerta. Estate listo mañana.
—¿Mañana? —Alta se giró tan deprisa que su trenza se agitó como una soga—. No puede irse mañana, necesita tiempo para preparar sus cosas... Y está la cosecha, la cena del festival de la cosecha... Por favor, papá.
—¡A callar!
Se hizo el silencio.
—¿Mañana? —El rubor en las mejillas de mi madre se oscureció hasta adquirir un tono escarlata—. En ningún momento hemos dicho que... —Su voz se fue apagando.
Mi padre se terminó el aguardiente de un trago con una mueca, como si tuviera la boca llena de piedras.
Yo abrí la mía para decirle a mi madre que no pasaba nada, que iría, que ya no tendrían que preocuparse por mí, pero tenía la garganta demasiado seca por haber estado cosechando.
—Unos días más, Robert. Los demás aprendices no irán hasta después de la recolección, y Emmett aún no está bien. Un par de días...
—Ellos son más jóvenes. Y si ha trabajado una jornada en el campo, está bien para viajar.
—Sí, pero... —Se acercó y le agarró del brazo para que no pudiera alejarse—. Un poco más de tiempo.
—¡Por el amor de Dios, Hilda! —Dejó escapar un sonido estrangulado y trató de zafarse—. No lo hagas más difícil. ¿Crees que quiero que se vaya? ¿Eso crees, después de esforzarnos tanto, de luchar por mantener el honor de la casa? ¿Crees que me enorgullece, cuando mi propio padre perdió un ojo marchando en la Cruzada?
Mi madre nos miró a Alta y a mí.
—No delante de...
—¿Qué importa ya?
Se pasó el antebrazo por la cara; después, con un gesto de impotencia, arrojó la taza al suelo. No se rompió. Alta la vio rodar hacia ella y la paró. Mi padre nos dio la espalda y se inclinó sobre el aparador, como si estuviera intentando recobrar el aliento. Imperó el silencio.
—Iré —dije—. Me iré mañana.
No podía mirar a nadie. Me levanté y me di un golpe en la rodilla contra la esquina de la mesa al retirar la silla. Llegué a la puerta con dificultad. El pestillo parecía más pequeño y duro de lo normal y el ruido al abrirse reverberó en las paredes.
Afuera, la luna dividía el mundo en azul marino y plateado. El aire era cálido y tan suave como la nata, y lo impregnaba todo de olor a heno y a polvo de verano. Un búho ululó en un campo cercano.
Fui tambaleándome hasta el final del patio y me apoyé en la pared. Me costaba respirar. La voz de mi padre resonaba en mis oídos: «La puñetera bruja nos echará una maldición». Y la de mi madre, respondiendo: «¡Ya lo ha hecho!».
Tenían razón; no valía para nada. Me invadió una profunda tristeza, tan intensa como el punzante dolor que tenía en las piernas. Antes de esto no había estado enfermo en mi vida. No sabía que mi cuerpo podía traicionarme, que mi mente podía apagarse como una lámpara y no dejar más que oscuridad. No recordaba haber enfermado; si me esforzaba, solo veía caóticos fragmentos de terribles pesadillas. Incluso los recuerdos de mi vida previa —de la primavera pasada, del invierno anterior— estaban teñidos por la misma sombra gangrenosa, como si ya nada gozara de buena salud. Sabía que me había desplomado en pleno verano porque mi madre me lo había dicho, cuando volvía a casa de Castleford; pero nadie me había explicado dónde había estado ni qué había pasado. Debía de ir conduciendo el carro, seguramente sin sombrero y bajo un sol abrasador, pero, cuando intentaba recordarlo, no había nada más que un espejismo ondulante, un último y vertiginoso atisbo de sol antes de que la negrura me tragara. Durante semanas, después de aquel incidente, solo me despertaba para gritar, forcejear y suplicarles que me desataran. No era de extrañar que quisieran deshacerse de mí.
Cerré los ojos. Aún podía verlos a los tres abrazándose. Algo susurró detrás de mí, un ruido seco de arañazos de garras en la pared. No era real, pero se impuso al ulular del búho y al murmullo de los árboles. Apoyé la cabeza en los brazos y fingí que no lo oía.
Debí de retroceder de forma instintiva hacia el rincón más oscuro, pues al abrir los ojos Alta estaba en medio del patio, llamándome sin mirar hacia donde yo estaba. La luna se había desplazado y ahora se encontraba sobre el tejado a dos aguas de la casa, proyectando sombras cortas y achaparradas.
—¿Emmett?
—Sí —respondí.
Alta se sobresaltó y dio un paso adelante para mirarme con atención.
—¿Qué haces aquí? ¿Estás dormido?
—No.
Ella vaciló. A su espalda, la luz de una lámpara pasó por delante de la ventana de arriba; alguien se iba a acostar. Me dispuse a levantarme y me detuve; hice una mueca cuando el dolor se apoderó de mis articulaciones.
Ella me miró mientras me levantaba, sin ofrecerme su ayuda.
—¿Lo decías en serio? ¿Lo de irte mañana?
—Papá ha dicho en serio que no tenía otra opción.
Esperé a que ella disintiera. Alta era así de ingeniosa; encontraba nuevas maneras o formas distintas de hacer las cosas, forzaba cerraduras. Pero se limitó a alzar la cabeza, como si quisiera que la luna le blanqueara la piel. Tragué saliva. El maldito mareo había vuelto, arrastrándome de repente de un lado a otro; me tambaleé contra la pared y traté de recuperar el aliento.
—¿Emmett? ¿Estás bien? —Se mordió el labio—. No, claro que no. Siéntate.
No quería obedecerla, pero mis rodillas cedieron por propia voluntad. Cerré los ojos y aspiré los olores de la noche, a heno y a tierra fría, al aroma dulzón y podrido de las malas hierbas aplastadas y un toque apestoso de estiércol. La falda de Alta se infló y susurró cuando se sentó a mi lado.
—Ojalá no tuvieras que irte.
Encogí un hombro sin mirarla y lo dejé caer de nuevo.
—Pero quizá sea lo mejor...
—¿Cómo va a serlo? —Tragué saliva, tratando de que la voz no se me quebrara—. Vale, lo entiendo. Aquí no soy útil. Todos estaréis mejor cuando esté... dondequiera que esté ella, la encuadernadora esa.
—En las marismas, en la carretera hacia Castleford.
—Cierto. —¿A qué olerán las marismas? A agua estancada, a juncos podridos, a fango... A fango que te traga vivo si te alejas demasiado del camino y que no te escupe jamás...—. ¿Cómo sabes tanto?
—Mamá y papá solo piensan en tu bien. Después de todo lo que ha pasado... Allí estarás seguro.
—Eso es lo que ha dicho mamá.
Hizo una pausa. Alta comenzó a mordisquearse la uña del pulgar. En el huerto de árboles frutales, más abajo de los establos, un ruiseñor gorjeó y después cesó.
—Tú no sabes lo que ha sido esto para ellos, Emmett. Siempre con miedo. Les debes un poco de paz.
—¡Yo no tengo la culpa de que me pusiera enfermo!
—Tú tienes la culpa de que... —Exhaló una bocanada de aire—. No, lo sé, no quería decir que... Lo que pasa es que todos necesitamos... Por favor, no te enfades. Es algo bueno. Aprenderás una profesión.
—Sí. Hacer libros.
Alta se estremeció.
—Ella te ha elegido. Eso debe de significar...
—¿Qué? ¿Cómo puede haberme elegido si nunca me ha visto?
Pensé que Alta había empezado a hablar, pero cuando volví la cabeza estaba contemplando la luna, con el rostro inexpresivo. Tenía las mejillas más delgadas que antes de que yo enfermara y parecía que tenía la piel de debajo de los ojos manchada de ceniza. Era una desconocida, inalcanzable.
—Iré a verte siempre que pueda —dijo, como si eso fuera una respuesta.
Incliné la cabeza hacia atrás, hasta que sentí la pared de piedra contra el cráneo.
—Te han convencido, ¿verdad?
—Nunca había visto a papá así —repuso—, tan furioso.
—Yo sí —dije—. Una vez me pegó.
—Sí, bueno, supongo que tú... —Se calló.
—Cuando era pequeño —proseguí—. Tú eras muy niña para acordarte. Fue el día de la feria de Wakening.
—Ah. —Ella apartó la mirada cuando levanté la vista—. No. No lo recuerdo.
—Compré... Había un hombre vendiendo libros. —Recordaba el tintineo del dinero de los recados de ese día en mi bolsillo (seis peniques en monedas de un cuarto, tantas que me abultaban en los pantalones) y la embriagadora y despreocupada sensación de ir a la feria de Wakening y escabullirme de los demás, preguntándome qué iba a comprarme. Pasé de largo la carne y los pollos, el pescado de Coldwater y las telas de algodón estampado de Castleford; me paré en un puesto de dulces y después giré hacia otro un poco más alejado, donde vislumbré tonos dorados y colores vivos. Apenas era un puesto, solo una mesa de caballete vigilada por un hombre de ojos inquietos, con altas pilas de libros—. Era la primera vez que los veía. No sabía lo que eran.
En el rostro de Alta apareció aquella expresión de curiosidad y cautela.
—¿Quieres decir...?
—Olvídalo.
No sabía por qué se lo estaba contando; yo no quería evocarlo. Pero ahora no podía impedir que el recuerdo se desplegara poco a poco. Pensé que eran cajas, pequeños cofres de cuero y oro para guardar cosas, como la mejor cubertería de plata de mi madre o las piezas de ajedrez de mi padre. Me acerqué despacio y las monedas tintineaban; el hombre miró por encima de ambos hombros antes de brindarme una amplia sonrisa.
—Ah, qué principito de dorados cabellos. ¿Viene a por una historia, señorito? ¿Un relato de asesinatos o de incesto, de pena o de esplendor?, ¿un amor tan desgarrador que es mejor olvidar o un acto de maldad? Ha acudido al hombre adecuado, señorito, estos son la flor y nata, estos le contarán cuentos verdaderos y horripilantes, violentos, apasionados y excitantes... O si es comedia lo que busca, también tengo algunos, los más extraordinarios, ¡las cosas de las que se deshace la gente! Eche un vistazo, señorito, mire este, encuadernado hace años por un maestro en Castleford.
Odiaba que me llamara «señorito», pero el libro se abrió cuando me lo pasó y no pude devolverlo. Tan pronto vi la escritura en las páginas lo comprendí; eran montones de hojas apiñadas —como cartas, muchas cartas, solo que en un estuche mejor— y una historia sin fin.
—¿Cuánto cuesta?
—Ah, ese, señorito. Tiene un gusto exquisito para ser tan joven, ese es especial. Es la historia de una aventura real que le dejará sin aire, como si le embistiera la caballería. Nueve peniques. O dos por un chelín.
Lo quería. No sabía por qué, pero sentía un cosquilleo en las yemas de los dedos.
—Solo tengo seis.
—Acepto —dijo chasqueando los dedos hacia mí. Su amplia sonrisa había desaparecido y, cuando seguí su mirada, vi a un grupo de hombres reuniéndose a un lado, hablando entre susurros.
—Tome. —Vacié en su mano las monedas de un cuarto de penique de mi bolsillo. Se le cayó una, pero todavía estaba mirando a los hombres y no se agachó a recogerla—. Gracias.
Cogí el libro y me marché con celeridad, con una sensación de victoria e inquietud. Paré al llegar al bullicio del mercado principal, me detuve y me volví para mirar; el grupo se acercaba al puesto del hombre mientras él metía los libros de manera frenética en el maltrecho carro situado detrás.
Algo me advirtió que no me quedara mirando. Corrí a casa, sujetando el libro con el puño de la camisa para no manchar las tapas con los dedos sudados. Me senté al sol en los escalones del granero —nadie me vería, pues todavía estaban en la feria— y lo examiné. No se parecía a nada que hubiera visto antes. Era de un rojo fuerte e intenso, con un dibujo dorado, y tan suave como la piel. Cuando abrí la tapa, desprendió un olor a moho y a madera, como si no lo hubieran abierto en años.
Me dejó absorto.
Estaba ambientado en un campamento militar de un país extranjero y al principio era confuso: lleno de capitanes, mayores y coroneles, discusiones sobre táctica militar y amenazas de consejos de guerra. Pero algo me impelió a continuar leyendo; veía cada detalle, oía los caballos y el viento azotando las tiendas, sentía mi corazón acelerarse con el olor de la pólvora... Continué, atrapado a mi pesar, y poco a poco comprendí que estaban en la víspera de una batalla, que el hombre del libro era un héroe. Cuando el sol saliera, iba a guiarlos hacia una gloriosa victoria; y sentí su excitación, su impaciencia. Yo mismo sentía...
—¿Se puede saber qué estás haciendo?
Eso rompió el hechizo. Me levanté de golpe por instinto, parpadeando para aclararme la vista. Mi padre, y los demás detrás de él; mi madre con Alta en brazos. Todo el mundo había vuelto ya de la feria. Tan pronto..., aunque estaba oscureciendo.
—¡Emmett, te he preguntado qué estás haciendo! —Pero no esperó una respuesta y me arrebató el libro. Cuando vio lo que era, su rostro se endureció—. ¿De dónde has sacado esto?
Quise decir que un hombre en la feria tenía docenas y parecían joyeros de cuero y de oro, pero cuando vi la expresión de mi padre se me secó la garganta y no pude hablar.
—Robert, ¿qué...? —Mi madre intentó agarrarlo y acto seguido apartó la mano, como si le hubiera mordido.
—Voy a quemarlo.
—¡No! —Mi madre dejó que Alta se deslizara hasta el suelo y se acercó a trompicones para agarrar el brazo de mi padre—. No, ¿cómo vas a hacer eso? ¡Entiérralo!
—Es antiguo, Hilda. Están todos muertos desde hace años.
—No lo hagas. Por si acaso. Líbrate de él. Tíralo bien lejos.
—¿Para que otro lo encuentre?
—Sabes que no puedes quemarlo. —Se miraron durante un momento, con la cara en tensión—. Entiérralo. En algún lugar seguro.
Al final, mi padre asintió de manera breve y concisa. A Alta le entró hipo y empezó a gimotear. Mi padre le puso el libro en la mano a uno de los peones de la granja.
—Toma. Envuélvelo. Se lo daré al enterrador. —Después se volvió de nuevo hacia mí—: Emmett, no quiero volver a verte con un libro. ¿Lo entiendes?
No lo entendía. ¿Qué había pasado? Lo había comprado, no lo había robado, pero de algún modo había hecho algo imperdonable. Asentí, aturdido aún por todas las imágenes que había visto. Había estado en otro lugar, en otro mundo.
—Bien. No lo olvides —dijo mi padre.
Entonces me pegó.
«No quiero volver a verte con un libro.»
Pero ahora me mandaban con la encuadernadora, como si el peligro contra el que mi padre me había advertido hubiera sido reemplazado por algo peor. Como si ahora el peligro fuera yo.
Miré de reojo. Alta se estaba mirando los pies. No, ella no se acordaba de ese día. Nadie había vuelto a mencionarlo. Nadie me había explicado jamás por qué los libros eran algo deshonroso. Una vez en la escuela alguien comentó por lo bajo que el viejo lord Kent poseía una biblioteca, pero cuando todos se rieron con disimulo y pusieron los ojos en blanco, yo no pregunté qué tenía de malo. Yo mismo había leído un libro; lo que sea que le pasara también me pasaba a mí. En el fondo, en lo más profundo de mi ser, la deshonra seguía ahí.
Y tenía miedo. Era un miedo soterrado, indefinido, como la bruma que llega del río. Me rodeaba con sus gélidos dedos y se me colaba en los pulmones. No quería estar cerca de ningún encuadernador, pero no tenía más remedio.
—Alta...
—Tengo que entrar —dijo, y se levantó de un salto—. Será mejor que tú también, Em. Tienes que hacer la maleta y mañana te espera un largo camino, ¿no? Buenas noches. —Atravesó el patio a toda prisa, jugueteando en todo momento con su trenza para que no pudiera vislumbrar su rostro. Al llegar a la puerta me habló de nuevo, sin volverse para mirarme—: Te veo mañana.
Tal vez la razón de que sonara tan falso fue que reverberó en la pared del establo.
Mañana.
Contemplé la luna hasta que el miedo se apoderó de mí. Entonces me fui a mi cuarto y preparé mis cosas.
II
Desde la carretera, el taller de encuadernación parecía que estuviera en llamas. El sol se ponía a nuestra espalda y el rojizo y dorado resplandor de sus últimos rayos se reflejaba en las ventanas. Bajo la techumbre de paja, cada cristal daba la impresión de ser un rectángulo flamante, demasiado estático para ser fuego, pero tan brillante que me parecía sentir el calor en la palma de las manos. Todo mi ser se estremeció, como si lo hubiera visto en un sueño.
Me aferré a la vieja bolsa que llevaba en el regazo y aparté la mirada. Las llanas e interminables marismas se extendían al otro lado, bajo el sol poniente; verdes, salpicadas de tonalidades broncíneas y marrones, entreveradas de agua reluciente. Olía a hierba empapada y al calor del día evaporándose. Se percibía un toque fétido a descomposición en el olor a humedad, y el inmenso cielo crepuscular era más pálido de lo normal. Me dolían los ojos y mi cuerpo era un mapa de molestos arañazos después de haber trabajado en el campo el día anterior. Ahora debería estar allí, ayudando a cosechar, pero en vez de eso mi padre y yo íbamos recorriendo en silencio la traqueteante y bochornosa carretera. No habíamos cruzado ni una palabra desde que emprendimos la marcha antes de que amaneciera y seguíamos sin tener nada que decirnos. Las palabras ascendían por mi garganta, pero estallaban como las burbujas de las marismas y me dejaban en la lengua un leve regusto a podredumbre.
Mientras recorríamos el último tramo del camino hasta la alta hierba frente a la casa donde finalizaba, le eché una mirada furtiva a mi padre. La incipiente barba que le cubría la barbilla estaba salpicada de blanco y tenía los ojos más hundidos que la primavera pasada. Todos habían envejecido mientras estuve enfermo, como si al despertar hubiera descubierto que había estado durmiendo durante años.
Nos detuvimos.
—Hemos llegado.
Un estremecimiento me recorrió el cuerpo: o vomitaba o le suplicaba a mi padre que me llevara a casa. Cogí la bolsa de mi regazo y me apeé de un salto, de tal modo que mis rodillas casi cedieron cuando los pies tocaron el suelo. Había un sendero muy trillado entre las matas de hierba que conducía hasta la puerta principal de la casa. No había estado allí antes, pero el desafinado tintineo de la campana me resultó tan familiar como un sueño. Aguardé, tan decidido a no volver la cabeza para mirar de nuevo a mi padre que la puerta pareció vibrar y oscilar.
—Emmett. —La puerta se abrió de repente. Durante un instante lo único que capté fueron un par de ojos castaño claro, tan pálidos que las negras pupilas destacaban de manera extraordinaria—. Bienvenido.
Tragué saliva. Era una anciana escuálida con el cabello blanco, el rostro arrugado como un pergamino y los labios casi del mismo color que las mejillas; pero era tan alta como yo y sus ojos eran tan claros como los de Alta. Llevaba un delantal de cuero y vestía camisa y pantalones, como un hombre. Me indicó que entrara con un gesto de la mano, fina pero musculosa, cuyas venas se entrelazaban con los tendones como cuerdas azules.
—Seredith —dijo—. Entra.
Yo vacilé. Tardé un par de segundos en comprender que me había dicho su nombre.
—Entra —añadió dirigiendo la mirada más allá de mí—. Gracias, Robert.
No había oído apearse a mi padre, pero cuando me volví estaba a mi lado. Carraspeó y me dijo entre dientes:
—Te veremos pronto, Emmett, ¿de acuerdo?
—Papá...
Él ni siquiera me miró. Contempló a la encuadernadora un largo rato con impotencia y acto seguido se llevó la mano al flequillo, como si no supiera qué hacer, y regresó al carro. Yo me dispuse a llamarlo, pero una ráfaga de viento se llevó mis palabras y él no se giró. Le vi encaramarse a su asiento y azuzar a la yegua.
—Emmett. —La voz de la mujer atrajo mi atención de nuevo hacia ella—. Entra.
Me di cuenta de que no estaba acostumbrada a repetir las cosas tres veces.
—Sí.
Estaba sujetando la bolsa con mis pertenencias con tanta fuerza que me dolían los dedos. La mujer había llamado «Robert» a mi padre, como si lo conociera. Di un paso y después otro. Había traspasado el umbral y me encontraba en un vestíbulo recubierto de madera oscura con una escalera que se alzaba delante de mí. Un reloj de pie marcaba las horas. A la izquierda había una puerta entreabierta que dejaba vislumbrar la cocina que había al otro lado; a la derecha, otra puerta llevaba a...
Mis rodillas cedieron, como si me hubieran cercenado los tendones a la altura de las corvas. Las náuseas fueron a más y me carcomían las entrañas. Tenía fiebre y estaba congelado a la vez, y me esforzaba por mantener el equilibrio mientras el mundo me daba vueltas. Había estado allí antes, pero no había estado...
—Vaya por Dios —dijo la encuadernadora, y trató de sujetarme—. No pasa nada, muchacho, respira.
—Estoy bien —repuse, y me enorgullecí de la firmeza con que había pronunciado las consonantes.
Acto seguido todo se volvió negro.
La luz del sol danzaba en el techo cuando me desperté, formando una sinuosa red, un mar ondulado que se superponía al angosto haz rectangular que se derramaba entre las cortinas. Las paredes encaladas parecían de un claro color verde, como la pulpa de una manzana, con alguna que otra mancha de humedad. Afuera, un pájaro trinaba sin cesar, como si estuviera llamando a alguien.
Era la casa de la encuadernadora. Me incorporé con el corazón desbocado de repente. Pero no había nada que temer, todavía no; ahí no había nada salvo la habitación, el reflejo del sol y yo mismo. Me sorprendí aguzando el oído para captar los sonidos de los animales, el constante ajetreo del patio de una granja, pero lo único que oía eran el pájaro y el suave susurro del viento en el tejado de paja. Las descoloridas cortinas se inflaron y la franja de luz del techo se agrandó. Las almohadas olían a lavanda.
La noche anterior...
Posé la mirada en la pared de enfrente y seguí una grieta abultada y curva que había en el yeso. Después del desmayo, lo único que recordaba era la oscuridad y el miedo. Pesadillas. A la clara luz del día parecían muy lejanas, pero habían sido horribles y me habían arrastrado y sumido en un sueño profundo. Una o dos veces estuve a punto de librarme de ellas, pero el peso de mis propias extremidades me hundió de nuevo y me sumergió en una asfixiante ceguera, negra como el alquitrán. En la boca aún tenía un ligero regusto a aceite quemado. Hacía días que las pesadillas no eran tan terribles. La corriente de aire hizo que se me pusiera la carne de gallina. Desmayarme de aquella forma, en brazos de Seredith... Tuvo que ser la fatiga del viaje, el dolor de cabeza, el sol en los ojos y ver a mi padre marcharse sin volver la vista atrás ni una sola vez.
Tenía los pantalones y la camisa colgados en el respaldo de una silla. Me levanté y me los puse con torpeza, tratando de no imaginarme a Seredith desvistiéndome. Al menos aún llevaba puesta la ropa interior. Aparte de la silla y de la cama, la habitación estaba casi vacía: un baúl a los pies de la cama, una mesa junto a la ventana, y las pálidas y ondeantes cortinas. No había cuadros ni espejos. Eso no me molestaba. En casa apartaba la mirada cuando pasaba por delante del espejo del pasillo. Aquí era invisible, era parte del vacío.
El silencio reinaba en toda la casa. Cuando salí al rellano oí a los pájaros cantando en algún lugar de la marisma, el tictac del reloj en el vestíbulo de abajo y un sordo golpeteo en otra parte; pero más allá de todo aquello imperaba un silencio tan profundo que los sonidos se deslizaban por encima como guijarros sobre el hielo. La brisa me acarició la nuca y volví la cabeza para mirar por encima del hombro, como si hubiera alguien ahí. La habitación vacía se sumió en la penumbra durante un segundo cuando una nube tapó el sol; a continuación, brilló con más fuerza que nunca y la esquina de una cortina se agitó como una bandera al viento.
Estuve a punto de darme la vuelta y meterme de nuevo en la cama, igual que un niño. Pero ahora vivía en esa casa. No podía quedarme en mi cuarto durante el resto de mi vida.
La escalera crujía bajo mis pies. El pasamanos estaba pulido por los años de uso, pero el denso polvo se arremolinaba a la luz del sol y el yeso encalado se levantaba, formando burbujas en las paredes. Era más vieja que nuestra granja, más vieja que nuestro pueblo. ¿Cuántos encuadernadores habían vivido aquí? Y cuando esta encuadernadora, Seredith, falleciera, ¿sería mía la casa algún día? Bajé la escalera despacio, como si temiera que fuera a venirse abajo.
El golpeteo cesó y oí pasos. Seredith abrió una de las puertas que daban al vestíbulo.
—Ah, Emmett. —No me preguntó si había dormido bien—. Ven al taller.
La seguí. Algo en la forma en que pronunció mi nombre hizo que apretara los dientes, si bien ahora era mi maestro... —no mi maestra, no; mi maestro— y tenía que obedecerla.
Se detuvo en la puerta del taller. Durante un instante pensé que iba a retroceder para dejar que pasara yo primero, pero cruzó la estancia y envolvió con rapidez algo en un paño antes de que yo pudiera verlo.
—Entra, muchacho.
Así lo hice. Era una habitación alargada y de techo bajo, bien iluminada por el sol de la mañana, que entraba por la hilera de altas ventanas. Mesas de trabajo recorrían ambos lados del cuarto y entremedias había otras cosas, cuyos nombres aún desconocía. Contemplé el ajado lustre de la madera vieja, el intenso destello de una cuchilla, mangos metálicos oscurecidos con grasa, pero había demasiadas cosas y mis ojos eran incapaces de quedarse fijos en una sola. Había una estufa al fondo, revestida de azulejos en tonos rojizos, ocres y verdes. Papeles repletos de vivos colores lisos colgaban de un alambre por encima de mi cabeza, intercalados con páginas estampadas que imitaban piedras, plumas y hojas. Me sorprendí levantando la mano para tocar la que estaba más cerca; aquellas vívidas láminas de color azul turquesa que colgaban sobre mi cabeza tenían algo que...
La encuadernadora dejó lo que había envuelto en el paño y se acercó a mí, señalando cosas.
—Prensa de dos husillos. Prensa maneral. Prensa de acabado. El archivador para planos..., detrás de ti, muchacho; hay herramientas en ese armario y en el siguiente, y cuero y tela en el que sigue a ese. Recortes de papel en esa cesta, listos para utilizarlos. Brochas en ese estante; la cola, ahí...
No podía retenerlo todo. Después del primer intento de no olvidarme de nada, me rendí y esperé a que ella terminara. Por fin me miró con los ojos entrecerrados.
—Siéntate —dijo.
Me sentía raro, pero no exactamente enfermo ni asustado. Parecía que algo en mi interior estuviera despertando y poniéndose en movimiento. El dibujo del veteado de la mesa de trabajo que tenía ante mí era como un mapa de un lugar conocido.
—Es una sensación rara, ¿no, muchacho?
—¿Qué?
El sol bañaba un lado de su rostro, tiñendo casi de blanco uno de sus ojos de color té con leche y haciendo que los entrecerrarse al mirarme.
—Todo esto se te mete dentro cuando eres un encuadernador nato. Y tú lo eres, muchacho.
No sabía qué quería decir. Aquella habitación al menos desprendía una sensación agradable, algo que, por inesperado que fuera, me alegraba el corazón. Era como si después de una ola de calor oliera la llegada de la lluvia, o como si vislumbrara mi antiguo ser antes de que cayera enfermo. Hacía mucho tiempo que no pertenecía a ninguna parte y ahora este cuarto, con su olor a cuero y a cola, me recibía con los brazos abiertos.
—No sabes mucho de libros, ¿verdad? —inquirió Seredith.
—No.
—¿Crees que soy una bruja?
—¿Qué? —tartamudeé—. Por supuesto que n...
Pero ella me silenció con un gesto al tiempo que una sonrisa le afloraba en una comisura de la boca.
—No pasa nada. ¿Crees que he llegado a vieja sin saber qué dice la gente de mí? ¿De nosotros? —Aparté la mirada, pero ella prosiguió como si no lo hubiera notado—: Tus padres te mantuvieron alejado de los libros, ¿no es cierto? Y ahora no sabes qué haces aquí.
—Usted me solicitó. ¿No fue así?
Seredith pareció no oírme.
—No te preocupes, muchacho. Es un oficio como otro cualquiera. Y un buen oficio. Encuadernar es algo tan antiguo como el alfabeto..., más incluso. La gente no lo entiende, pero ¿por qué deberían? —Hizo una mueca—. Al menos la Cruzada terminó. Eres demasiado joven para acordarte de eso. Tienes suerte. —Se hizo el silencio. No comprendía que encuadernar pudiera ser más antiguo que los libros, pero ella tenía la mirada perdida, como si yo no estuviera ahí. La brisa meneó el alambre y los papeles de colores aletearon. Ella parpadeó, se rascó la barbilla y clavó los ojos de nuevo en los míos—. Mañana te iniciaré en algunas tareas. Ordenar, limpiar las brochas..., esa clase de cosas. Puede que te ponga a chiflar cuero.
Yo asentí. Quería estar allí a solas. Quería examinar con detenimiento los colores, revisar los armarios y sopesar las herramientas. El cuarto me atraía, me invitaba.
—Echa un vistazo si lo deseas. —Pero cuando me dispuse a levantarme, ella hizo un gesto, como si la hubiera desobedecido—. Ahora no. Más tarde. —Cogió el paquete que había dejado y se volvió hacia una pequeña puerta situada en un rincón en la que no había reparado. Para abrirla había que introducir tres llaves en tres cerraduras. Atisbé una escalera que descendía hacia la oscuridad antes de que ella dejara el paquete en un estante justo al otro lado de la entrada, volviera al cuarto y cerrara la puerta. Echó los cerrojos sin mirarme, ocultando las llaves con el cuerpo—. No bajarás ahí hasta dentro de bastante tiempo, muchacho —dijo. Yo no sabía si me estaba advirtiendo o tratando de reconfortarme—. No te acerques a nada que esté cerrado con llave y todo irá bien.
Inspiré hondo. La habitación seguía atrayéndome, pero ese encanto tenía ahora un matiz amargo. Aquella escalera se internaba en la oscuridad debajo del ordenado y soleado taller. Sentía ese vacío bajo mis pies, como si el suelo empezara a ceder. Un instante antes me sentía seguro. No, me sentía... atraído. Esa sensación se había agriado al vislumbrar la oscuridad; como ese momento en que un sueño se torna en una pesadilla.
—No te resistas, muchacho.
Así pues, ella lo sabía. Era real. No eran imaginaciones mías. Levanté la vista, con cierto temor a cruzarme con su mirada, pero Seredith estaba contemplando las marismas con los ojos entrecerrados para protegerse del resplandor. Era la persona más anciana que había visto en mi vida.
Me puse en pie. El sol brillaba aún, pero la claridad de la habitación parecía enturbiada. Ya no deseaba mirar en los armarios ni sacar los rollos de tela a la luz. Pero me obligué a pasar por delante de los armarios, fijarme en las etiquetas, en los deslustrados pomos metálicos y en un trozo de cuero que asomaba por el borde de una puerta igual que si fuera una lengua verde. Me di la vuelta y recorrí el espacio intermedio, donde el suelo estaba liso a causa de años de trasiego, del ir y venir de las personas.
Llegué a otra puerta. Era idéntica a la primera y estaba encastrada en la pared al otro lado de la estufa de azulejos. También contaba con tres cerraduras, pero de ella entraba y sal