Vuela lejos

Kristin Hannah

Fragmento

Prólogo

Prólogo

Está desplomada en la cabina de un baño, con lágrimas secas en las mejillas que emborronan el rímel que tan meticulosamente se ha aplicado unas horas antes. Salta a la vista que ese no es su lugar, y, sin embargo, allí se encuentra.

El dolor es un ente furtivo, siempre yendo y viniendo como un invitado que no es bien recibido, pero al que tampoco puedes echar. A ella le gusta ese dolor, aunque nunca lo haya reconocido. Últimamente, es lo único que le parece real. Se sorprende pensando en su mejor amiga a propósito, incluso después de tanto tiempo, porque quiere llorar. Es como una niña que no puede evitar rascarse una costra, aunque sabe que le va a doler. Ha intentado seguir adelante sola. Lo ha intentado con todas sus fuerzas. Todavía lo sigue intentando, a su manera, pero a veces hay una persona que es la que te sostiene en la vida, la que te mantiene en pie, y, sin esa mano a la que agarrarte, puedes acabar cayendo en picado por muy fuerte que fueras antes, por mucho que trates de mantenerte a flote.

Una vez, hace mucho tiempo, ella caminaba sola por una calle oscura llamada Firefly Lane, en la peor noche de su vida, y se topó con un espíritu afín.

Así empezó nuestra historia. Hace más de treinta años.

Tully y Kate. Tú y yo contra el mundo. Mejores amigas para siempre. Pero todas las historias tienen un final, ¿no? Cuando pierdes a tus seres queridos, debes encontrar la manera de seguir adelante.

Tengo que pasar página. Despedirme con una sonrisa.

No va a ser fácil.

Ella todavía no sabe los engranajes que ha puesto en marcha. En unos instantes, todo cambiará.

Capítulo 1

1

2 de septiembre de 2010

22.14 horas

Se encontraba un poco atontada. Era agradable, como estar envuelta en una manta calentita, recién salida de la secadora. Pero al volver en sí y darse cuenta de dónde estaba, dejó de resultarle tan grato.

Se hallaba sentada en la cabina de un baño, desplomada hacia adelante, con lágrimas resecas en las mejillas. ¿Cuánto tiempo llevaba ahí? Se levantó lentamente y salió del aseo, abriéndose paso a través del abarrotado vestíbulo del cine, ignorando las miradas críticas que le dirigía la gente guapa que bebía champán bajo una reluciente lámpara de araña del siglo XIX. La película debía de haber terminado.

Una vez fuera, se adentró en las sombras con sus ridículos tacones de charol. Enfundada en aquellas carísimas medias negras, caminó bajo la llovizna por las sucias aceras de Seattle, en dirección a su casa. Eran solo unas diez manzanas. Podía hacerlo y, de todos modos, sería imposible encontrar un taxi a esas horas de la noche.

Mientras se acercaba a la calle Virginia, un llamativo letrero rosa con las palabras «martini bar» captó su atención. Unas cuantas personas se agolpaban delante de la puerta principal, fumando y hablando al resguardo de un voladizo.

Todavía se estaba prometiendo pasar de largo, cuando de repente giró, fue hacia la puerta y entró. Avanzó por el interior oscuro y abarrotado para ir directamente hacia la larga barra de caoba.

—¿Qué le pongo? —le preguntó un chico delgado con pinta de esnob, el pelo color mandarina y más herrajes en la cara que la sección de ferretería de unos grandes almacenes.

—Un chupito de tequila —respondió ella.

Se bebió el primero de un trago y pidió otro. La música alta la reconfortaba. Se tomó el chupito moviéndose al ritmo de la melodía. A su alrededor, la gente hablaba y se reía. Casi se sentía como si formara parte de toda aquella actividad.

Un hombre vestido con un traje caro italiano se acercó a ella. Era alto y saltaba a la vista que estaba en forma; tenía el cabello rubio pulcramente cortado y peinado. Probablemente sería un banquero, o un abogado de empresa. Demasiado joven para ella, por supuesto. No podía tener más de treinta y cinco años. ¿Cuánto tiempo llevaría allí, echando la caña, buscando a la mujer más guapa del local? ¿Una copa, dos?

Por fin, se volvió hacia ella. Vio en su mirada que la había reconocido y ese pequeño detalle la sedujo.

—¿Puedo invitarte a una copa?

—No lo sé. ¿Puedes? —¿Estaba arrastrando las palabras? Eso no era bueno. Y no conseguía pensar con claridad.

Él dejó de mirarla a la cara para bajar la vista hacia sus pechos, antes de volver de nuevo a la cara. Fue una mirada de lo más elocuente.

—Yo diría que a una copa como mínimo.

—No suelo ligar con desconocidos —mintió ella. Últimamente, solo había extraños en su vida. Todos los demás, todos los que importaban, se habían olvidado de ella. Sintió que el ansiolítico empezaba a hacerle efecto de verdad, ¿o era el tequila?

Él le acarició la barbilla, rozándole la mandíbula de una forma que la hizo estremecerse. Era muy osado al tocarla; ya nadie lo hacía.

—Soy Troy —dijo.

Ella alzó la vista hacia sus ojos azules y sintió el peso de su propia soledad. ¿Cuándo había sido la última vez que un hombre la había deseado?

—Tully Hart —repuso ella.

—Lo sé.

La besó. Tenía un sabor dulce, a algún tipo de licor y a tabaco. O tal vez a marihuana. Ella deseaba perderse en la pura sensación física, disolverse como un pedacito de caramelo.

Quería olvidar todo lo que le había salido mal en la vida y cómo era posible que hubiera acabado en un sitio como aquel, sola en un mar de extraños.

—Bésame otra vez —le pidió, con ese patético tono de súplica que tanto aborrecía. Así sonaba su voz de pequeña, cuando era una niña y esperaba con la nariz pegada a la ventana a que su madre volviera. «¿Qué tengo de malo?», le preguntaba aquella niña a cualquiera que quisiera escucharla, pero nunca había recibido una respuesta. Tully lo agarró y lo atrajo más hacia sí, pero mientras él la besaba y estrechaba su cuerpo contra el suyo, ella se dio cuenta de que estaba empezando a llorar y, cuando las lágrimas brotaban, ya no había forma de contenerlas.

3 de septiembre de 2010

02.01 horas

Tully fue la última persona en salir del bar. Las puertas se cerraron con fuerza tras ella; el letrero de neón se apagó con un silbido. Eran más de las dos de la madrugada; las calles de Seattle estaban vacías. Y silenciosas.

Avanzó por la acera resbaladiza, tambaleándose. Un hombre la había besado, un desconocido, y ella se había echado a llorar.

Qué patético. No era de extrañar que él se hubiera echado atrás.

La lluvia la golpeaba, casi aplastándola. Pensó en detenerse, inclinar la cabeza hacia atrás y bebérsela hasta ahogarse.

No estaría mal.

Le pareció que tardaba horas en llegar a casa. Cuando por fin se encontró ante su edificio, pasó por delante del portero sin establecer contacto visual.

Una vez en el ascensor, se miró en la pared de espejos.

«Dios santo».

Tenía un aspecto terrible. Su pelo de color caoba, que necesitaba un tinte urgente, parecía un nido de pájaros y el rímel le corría como pintura de guerra por las mejillas.

Las puertas del ascensor se abrieron y salió al pasillo. Su equilibrio era tan precario que tardó una eternidad en llegar a la puerta y necesitó cuatro intentos para introducir la llave en la cerradura. Cuando consiguió abrirla, estaba mareada y el dolor de cabeza había regresado.

En algún lugar entre el comedor y el salón, chocó contra una mesita auxiliar y estuvo a punto de caerse. Por suerte pudo apoyarse en el sofá en el último momento y eso la salvó. Se hundió en los mullidos cojines blancos rellenos de plumas, suspirando. El correo estaba amontonado sobre la mesa que tenía delante. Facturas y revistas.

Se recostó y cerró los ojos, pensando en el desastre en el que se había convertido su vida.

—Maldita seas, Katie Ryan —le susurró a su mejor amiga, que no estaba allí. Esa soledad era insoportable. Pero su mejor amiga se había ido. Estaba muerta. Eso era lo que lo había desencadenado todo. Perder a Kate. Aquello no podía ser más triste. Tully había empezado a caer en picado tras la muerte de su mejor amiga y no era capaz de salir a flote—. Te necesito —añadió—. ¡Te necesito! —repitió a gritos.

Silencio.

Dejó caer la cabeza hacia delante. ¿Se había quedado dormida? Quizá...

Cuando volvió a abrir los ojos, observó con mirada perdida el montón de cartas que había sobre la mesita de centro. La mayoría era correo basura; catálogos y revistas que ya no se molestaba en leer. Iba a mirar hacia otro lado, cuando una fotografía captó su atención.

Frunció el ceño y se inclinó hacia delante, apartando el correo para dejar al descubierto un ejemplar de la revista Star que yacía bajo todo aquel montón. Había una pequeña instantánea de su rostro en la esquina superior derecha. No era precisamente una buena fotografía. No era como para estar orgullosa. Debajo había escrita una única palabra terrible: «Adicta».

Cogió la revista con manos temblorosas y la abrió. Pasó las páginas una tras otra hasta que la vio: allí estaba de nuevo su foto.

Se trataba de un artículo breve, no llegaba a una página.

LO QUE REALMENTE SE ESCONDE DETRÁS DE LOS RUMORES

Envejecer no es fácil para ninguna famosa, pero parece que a Tully Hart, la antigua estrella del programa de entrevistas que en su día causó sensación, La hora de las chicas, le está resultando especialmente duro. La ahijada de Hart, Marah Ryan, ha hablado en exclusiva con Star. Ryan, de veinte años, confirma que Hart, ya en la cincuentena, ha estado luchando últimamente con los demonios que la han perseguido durante toda la vida. En los últimos meses, Hart «ha ganado una cantidad alarmante de peso» y ha estado abusando de las drogas y el alcohol, según Ryan...

—Dios mío...

Marah.

La traición le dolió tanto que se quedó sin respiración. Leyó el resto del artículo y dejó caer la revista.

El dolor que había estado manteniendo a raya durante meses, incluso años, cobró vida súbitamente, arrastrándola al lugar más sombrío y solitario en el que jamás había estado. Por primera vez, ni siquiera podía imaginarse saliendo de aquel pozo.

Se puso en pie, con la vista nublada por las lágrimas, y cogió las llaves del coche.

No podía seguir viviendo así.

Capítulo 2

2

3 de septiembre de 2010

04.16 horas

¿Dónde estoy?

¿Qué ha pasado?

Respiro de forma superficial y trato de moverme, pero no logro hacer que mi cuerpo funcione, ni mis dedos, ni mis manos.

Por fin abro los ojos. Los noto como arenosos. Tengo la garganta tan seca que no puedo ni tragar.

Está oscuro.

Hay alguien aquí conmigo. O algo. Emite un golpeteo, como de martillos contra acero. Las vibraciones me suben por la columna vertebral, se alojan en mis dientes, me levantan dolor de cabeza.

El sonido de metal crujiendo y rechinando está por todas partes; fuera de mí, en el aire, a mi lado, dentro de mí.

Pum, ras, pum, ras.

Dolor.

Me sobreviene todo de golpe.

Es intenso e insoportable. Una vez que soy consciente de él, de que lo estoy sintiendo, lo demás deja de existir.

El dolor me despierta: una agonía continua y lacerante en la cabeza, una palpitación en el brazo. Definitivamente, hay algo roto dentro de mí. Trato de moverme, pero me duele tanto que me desmayo. Cuando me despierto, vuelvo a intentarlo, respirando con fuerza, con el aire traqueteando en los pulmones. Huelo mi propia sangre, siento cómo me corre por el cuello.

Intento pedir ayuda, pero la oscuridad se traga mi débil tentativa.

ABRALOSOJOS.

Oigo la orden, una voz, y el alivio me invade. No estoy sola.

ABRALOSOJOS.

No puedo. Nada funciona.

ESTÁVIVA.

Más palabras, esta vez pronunciadas a gritos.

NOSEMUEVA.

La oscuridad se desplaza a mi alrededor, se transforma y el dolor estalla de nuevo. Un ruido me envuelve, en parte parecido al de una sierra circular sobre madera de cedro, en parte similar al grito de un niño. En la oscuridad, las luces brillan como luciérnagas y hay algo en esa imagen que me entristece. Y me deja exhausta.

UNDOSTRESARRIBA.

Noto cómo tiran de mí, cómo me levantan unas manos frías que no veo. Grito de dolor, pero el sonido se apaga al instante, o tal vez solo está en mi cabeza.

¿Dónde estoy?

Me golpeo con algo duro y grito.

TRANQUILA.

Me estoy muriendo.

De pronto caigo en la cuenta y mis pulmones se quedan sin aliento.

Me estoy muriendo.

3 de septiembre de 2010

04.39 horas

Johnny Ryan se despertó pensando que algo no iba bien. Se incorporó y miró a su alrededor.

No había nada que ver, nada fuera de lugar.

Estaba en su oficina, en Bainbridge Island. Una vez más, se había quedado dormido trabajando. La maldición del padre soltero que trabaja desde casa. El día no tenía horas suficientes para hacerlo todo, así que le robaba horas a la noche.

Se frotó los ojos cansados. A su lado, un monitor de ordenador mostraba una imagen congelada y pixelada de un niño de la calle de aspecto desaliñado, sentado bajo un cartel de neón que crepitaba y se apagaba, fumando un cigarrillo hasta el filtro. Johnny le dio al play.

En la pantalla, Kevin (conocido en la calle como «Frizz»), empezó a hablar de sus padres.

«A ellos les da igual», dijo el chico encogiéndose de hombros.

«¿Por qué estás tan seguro?», le preguntó Johnny en la locución.

La cámara captó la mirada de Frizz, el dolor descarnado y la violenta rebeldía de sus ojos cuando levantó la vista. «Sigo aquí, ¿no?».

Johnny había visto esas imágenes al menos cien veces. Había hablado con Frizz en varias ocasiones y seguía sin saber dónde se había criado aquel chaval, de dónde era o quién lo esperaba por las noches preocupado, escrutando la oscuridad.

Johnny sabía lo que era la preocupación de un padre, sabía que un niño podía sumirse en las sombras y desaparecer. Por eso estaba ahí, trabajando día y noche en un documental sobre los niños de la calle. Tal vez si buscaba lo suficiente, si hacía las suficientes preguntas, la encontraría.

Miró fijamente la imagen de la pantalla. Como estaba lloviendo, no había muchos niños en la calle la noche que había grabado esa secuencia. Sin embargo, cada vez que veía alguna figura de fondo, alguna silueta que pudiera pertenecer a una muchacha, entornaba los ojos y se ponía las gafas para observar más atentamente los detalles, pensando: «¿Marah?».

Pero ninguna de las chicas que había visto mientras rodaba ese documental era su hija. Marah se había escapado de casa y había desaparecido. Él ni siquiera sabía si seguía en Seattle.

Apagó las luces del despacho, que estaba en el piso de arriba, y recorrió el pasillo oscuro y silencioso. A su izquierda, decenas de fotografías familiares, enmarcadas en negro con paspartú blanco, colgaban de la pared. A veces se detenía y seguía el rastro de esas imágenes —su familia—, dejando que lo transportaran a una época más feliz. A veces se quedaba delante de la foto de su mujer y se perdía en la sonrisa que una vez había iluminado su mundo.

Esa noche, pasó de largo.

Paró en la habitación de sus hijos y abrió la puerta. Últimamente le había dado por controlar de forma obsesiva a sus gemelos de once años. Una vez que has aprendido hasta qué punto puede torcerse la vida y lo rápido que puede hacerlo, intentas proteger a los que quedan. Estaban allí, dormidos.

Soltó el aire, sin darse cuenta de que estaba conteniendo la respiración, y fue hacia la puerta cerrada del cuarto de Marah. En ese no se detuvo. Le dolía demasiado ver su habitación, contemplar aquel lugar deshabitado congelado en el tiempo —la habitación de una niña—, con todo tal y como lo había dejado.

Entró en su propio dormitorio y cerró la puerta tras de sí. Estaba abarrotado de ropa, papeles y libros que había empezado a leer y había abandonado, pero que pretendía retomar cuando la vida se ralentizara.

Fue al cuarto de baño, se quitó la camiseta y la tiró al cesto. Se miró en el espejo del lavabo. Algunos días, cuando se veía a sí mismo, pensaba: «No estás mal para tus cincuenta y cinco años». Y otras veces, como esa, pensaba: «¿En serio?».

Tenía un aspecto... triste. Sobre todo por la mirada. Llevaba el pelo más largo de lo que debería y un montón de finas canas se entretejían con su cabello negro. Siempre olvidaba cortárselo. Con un suspiro, abrió la ducha y se metió debajo para dejar que el agua hirviendo lo bañara y se llevara con ella sus pensamientos. Cuando salió, volvía a sentirse mejor, preparado para afrontar el día. No tenía sentido intentar dormir. Al menos en ese momento. Se secó el pelo con una toalla y se puso una camiseta vieja de Nirvana que encontró en el suelo del armario y unos vaqueros desgastados. Mientras regresaba al pasillo, sonó el teléfono.

Era el fijo.

Frunció el ceño. Estaban en 2010. En esa nueva era, raras veces lo llamaban al número viejo.

Y mucho menos a las 5.03 de la mañana. A esas horas solo se recibían malas noticias.

Marah.

Se abalanzó sobre el teléfono y contestó.

—¿Sí?

—¿Puedo hablar con Kathleen Ryan?

Malditos vendedores telefónicos. ¿Es que nunca actualizaban sus registros?

—Kathleen Ryan falleció hace casi cuatro años. Quítela de su lista de llamadas —dijo con firmeza, esperando un: «¿Es usted quien toma las decisiones en casa?». Se impacientó durante el silencio que siguió a sus palabras—. ¿Quién es? —preguntó.

—El agente Jerry Malone, de la policía de Seattle.

Johnny frunció el ceño.

—¿Y está llamando a Kate?

—Ha habido un accidente. La víctima tiene el nombre de Kathleen Ryan en su cartera como contacto de emergencia.

Johnny se sentó en el borde de la cama. Solo había una persona en el mundo que todavía tenía el nombre de Katie como contacto de emergencia. ¿Qué demonios había hecho ahora? ¿Y quién seguía llevando los contactos de emergencia en la cartera?

—Se trata de Tully Hart, ¿verdad? ¿Estaba conduciendo bajo los efectos del alcohol? Porque si...

—No dispongo de esa información. Ahora mismo están llevando a la señora Hart al Sagrado Corazón.

—¿Ha sido muy grave?

—No puedo responder a eso. Tendrá que hablar con alguien del Sagrado Corazón.

Johnny colgó el teléfono, buscó el número del hospital en Google y llamó. Estuvieron pasándose su llamada al menos diez minutos, hasta encontrar a alguien que pudiera responder a sus preguntas.

—¿Señor Ryan? —le dijo una mujer—. Entiendo que es usted familiar de la señora Hart, ¿cierto?

Él se estremeció ante aquella pregunta. ¿Cuánto tiempo hacía que no hablaba con Tully?

Qué mentira. Sabía exactamente cuánto.

—Sí —respondió—. ¿Qué ha sucedido?

—No dispongo de todos los datos, solo sé que la están trayendo hacia aquí.

Miró el reloj. Si se daba prisa, podría llegar al ferry de las 5.20 y estar en el hospital en poco más de una hora.

—Iré tan rápido como me sea posible.

No se dio cuenta de que no se había despedido hasta que el teléfono le zumbó en el oído. Colgó y tiró el auricular sobre la cama.

Cogió la cartera y fue de nuevo a por el teléfono. Mientras buscaba un jersey, marcó un número. Sonó las veces suficientes como para recordarle que era demasiado temprano.

—¿Sí?

—¿Corrin? Siento llamarte tan temprano, pero se trata de una emergencia. ¿Puedes recoger a los niños y llevarlos al colegio?

—¿Qué pasa?

—Debo ir al Sagrado Corazón. Ha habido un accidente. No quiero dejar a los niños solos, pero no me da tiempo a acercártelos.

—No te preocupes —lo tranquilizó ella—. Estaré ahí en quince minutos.

—Gracias, te debo una. —Cruzó a toda prisa el pasillo y abrió la puerta del dormitorio de sus hijos—. Tenéis que vestiros ahora mismo, chicos.

Estos se incorporaron lentamente.

—¿Qué? —dijo Wills.

—He de irme. Corrin os recogerá en quince minutos.

—Pero...

—Pero nada. Iréis a casa de Tommy. Puede que Corrin también tenga que recogeros al salir del entrenamiento de fútbol. No sé cuándo volveré a casa.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Lucas, con marcas de dormir en la cara y frunciendo el ceño preocupado. Esos niños sabían bien lo que era una emergencia y la rutina los reconfortaba. Sobre todo a Lucas. Era como su madre, una persona que cuidaba de los demás y se preocupaba por la gente.

—Nada —respondió Johnny con firmeza—. Debo ir a la ciudad.

—Cree que somos unos bebés —comentó Wills, apartando las mantas—. Vamos, Skywalker.

Johnny miró con impaciencia el reloj. Eran las 5.08. Tenía que salir ya para llegar al barco de las 5.20.

Lucas se levantó de la cama y se acercó a él, mirando a Johnny a través de una mata de pelo castaño.

—¿Es Marah?

Era normal que eso le preocupara. ¿Cuántas veces habían salido corriendo para ir a ver a su madre al hospital? Y quién sabía en qué líos estaría metida Marah actualmente. Todos estaban preocupados por ella.

Había olvidado lo recelosos que sus hijos eran a veces, incluso casi cuatro años después. La tragedia los había marcado a todos. Hacía lo que podía con los niños, pero su esfuerzo no era suficiente para compensar la pérdida de su madre.

—Marah está bien. Se trata de Tully.

—¿Qué le pasa a Tully? —preguntó Lucas, alarmado.

Ellos la adoraban. ¿Cuántas veces en el último año le habían suplicado verla? ¿Cuántas veces había puesto Johnny alguna excusa? Eso disparó su sentimiento de culpabilidad.

—Todavía no lo sé muy bien, pero os lo contaré en cuanto pueda —les prometió Johnny—. Estad listos para ir al colegio cuando llegue Corrin, ¿de acuerdo?

—No somos bebés, papá —replicó Wills.

—¿Nos llamarás después del fútbol? —le preguntó Lucas.

—Sí.

Les dio un beso de despedida y cogió las llaves del coche en la mesa de la entrada. Los miró por última vez: dos niños idénticos que necesitaban un corte de pelo, allí de pie en calzoncillos y con camisetas enormes, frunciendo el ceño con preocupación. Salió hacia el coche. Tenían once años; podían quedarse solos diez minutos.

Subió al vehículo, arrancó y condujo hasta el ferry. Una vez a bordo, se quedó en el coche, tamborileando impaciente con el dedo sobre el volante forrado de cuero durante los treinta y cinco minutos de travesía.

Exactamente a las 6.10, entró en el aparcamiento del hospital y estacionó bajo la luz artificial de una farola. Aún faltaba media hora para el amanecer, así que la ciudad estaba a oscuras.

Entró en aquel hospital que tan bien conocía y se dirigió al mostrador de información.

—Tallulah Hart —dijo con gravedad—. Soy familiar suyo.

—Oiga...

—Necesito saber ahora mismo cómo está Tully. —Lo dijo con tanta dureza que la mujer dio un bote en su asiento, como si una pequeña descarga eléctrica le hubiera recorrido todo el cuerpo.

—Ah. Vuelvo enseguida —repuso la mujer.

Johnny se alejó del mostrador de recepción y empezó a dar vueltas. Dios, odiaba ese lugar, con todos esos olores tan familiares.

Se hundió en una incómoda silla de plástico y se puso a golpear nervioso con el pie el suelo de linóleo. Los minutos pasaban y cada uno de ellos le hacía perder un poco más el control.

En los últimos cuatro años, había aprendido a seguir adelante sin su mujer, el amor de su vida, pero no había sido fácil. Había tenido que dejar de mirar atrás. Los recuerdos dolían demasiado.

Pero ¿cómo no iba a mirar atrás, estando precisamente allí? En ese hospital la habían operado, había recibido quimioterapia y radiación; habían pasado horas juntos allí, él y Kate, prometiéndose mutuamente que el cáncer no podría con su amor.

Mintiéndose.

Cuando finalmente se enfrentaron a la verdad, estaban allí, en una habitación. En 2006. Él se había acostado a su lado para abrazarla, tratando de pasar por alto lo delgada que se había quedado en el año que llevaba luchando por su vida. Junto a la cama, en el iPod de Kate sonaba Kelly Clarkson. «Some people wait a lifetime... for a moment like this»[1].

Recordó la expresión de Kate. El dolor era como fuego líquido en su cuerpo; le dolía todo. Los huesos, los músculos, la piel. No tomaba toda la morfina que habría debido, porque quería estar lo suficientemente despierta para que sus hijos no se asustaran.

—Quiero irme a casa —había dicho.

Cuando la miró, él solo era capaz de pensar: «Se está muriendo». La verdad le sobrevino con fuerza, haciendo que se le saltaran las lágrimas.

—Mis bebés —musitó ella. Luego se rio—. Bueno, ya no son ningunos bebés. Se les están cayendo los dientes. Es un dólar, por cierto. Para el Ratoncito Pérez. Y hazles siempre una foto. Y a Marah, dile que la entiendo. Yo también era cruel con mi madre a los dieciséis años.

—No estoy preparado para esta conversación —contestó él, maldiciéndose por su debilidad. Vio la decepción en su mirada.

—Necesito a Tully —le dijo ella entonces. Aquello le sorprendió. Su esposa y Tully Hart habían sido amigas íntimas casi toda la vida, hasta que una discusión las había separado. Llevaban dos años sin hablarse y, en esos años, Kate se había enfrentado al cáncer. Johnny no podía perdonar a Tully, ni por la pelea en sí (que, por supuesto, había sido culpa de ella), ni por su ausencia cuando Kate más la necesitaba.

—No. ¿Después de lo que te hizo? —repuso Johnny con amargura.

Kate se giró ligeramente hacia él. Vio cuánto le dolía hacerlo.

—Necesito a Tully —repitió ella, esa vez con más suavidad—. Ha sido mi mejor amiga desde los catorce años.

—Lo sé, pero...

—Tienes que perdonarla, Johnny. Si yo puedo, tú también.

—No es tan fácil. Te hizo daño.

—Y yo a ella. Los buenos amigos se pelean. Olvidan qué es lo importante. —Ella suspiró—. Créeme, ahora sé lo que es importante y la necesito.

—¿Qué te hace pensar que vendrá, si la llamas? Ha pasado mucho tiempo.

Kate sonrió a pesar del dolor.

—Vendrá. —Le acarició la cara, para hacer que la mirara—. Tendrás que ocuparte de ella... después.

—No digas eso —susurró él.

—No es tan fuerte como finge ser. Tú lo sabes. Prométemelo.

Johnny cerró los ojos. Se había esforzado mucho en los últimos años para superar el dolor y crear una nueva vida para su familia. No quería recordar aquel año terrible, pero ¿cómo no hacerlo, especialmente en esos momentos?

«Tully y Kate». Habían sido amigas del alma durante casi treinta años y, de no haber sido por Tully, Johnny no habría conocido al amor de su vida.

Desde el momento en el que Tully había entrado en su despacho cutre, Johnny se había sentido fascinado por ella. Tenía veinte años y desbordaba fuego y pasión. Se había empeñado en trabajar en el pequeño canal de televisión que él dirigía por aquel entonces. Él había pensado que estaba enamorado de ella, pero no era amor, sino algo más. Había caído bajo su hechizo. Ella era más enérgica y brillante que cualquier otra persona que hubiera conocido. Estar a su lado era como ponerse bajo la luz del sol después de meses viviendo entre las sombras. Tuvo claro de inmediato que se haría famosa.

Cuando esta le presentó a su mejor amiga, Kate Mularkey, que era algo más callada y tranquila que Tully, como un pecio flotando sobre la cresta de su ola, él apenas se había fijado en ella. No fue hasta años después, en el momento en que Katie se atrevió a besarlo, cuando Johnny vio su futuro reflejado en los ojos de aquella mujer. Recordó la primera vez que hicieron el amor. Eran jóvenes, él tenía treinta años y ella veinticinco, pero solo ella era ingenua. «¿Siempre es así?», le había preguntado en voz baja.

El amor le había llegado de repente, mucho antes de estar preparado. «No —le había respondido él, incapaz de mentirle incluso entonces—. No lo es».

Después de que él y Kate se casaran, fueron testigos a distancia del meteórico ascenso de Tully en el mundo del periodismo pero, por mucho que la vida de Kate se alejara de la de su amiga, ambas mujeres seguían estando más unidas que dos hermanas. Hablaban por teléfono casi a diario y Tully pasaba en su casa la mayoría de las vacaciones. Cuando renunció a las cadenas de televisión y a Nueva York y regresó a Seattle para crear su propio programa de entrevistas diurnas, Tully le rogó a Johnny que fuera su productor televisivo. Fueron buenos años. Unos años de éxito. Hasta que el cáncer y la muerte de Kate acabaron con todo.

En esos momentos, no pudo evitar recordarlo. Cerró los ojos y se recostó en la silla. Sabía perfectamente cuándo había empezado a desmoronarse todo.

En el funeral de Kate, hacía casi cuatro años. En octubre de 2006. Estaban todos apiñados en la primera fila de la iglesia de Santa Cecilia...

agarrotados y con mirada triste, muy conscientes de por qué estaban allí. Habían ido a esa iglesia muchas veces en los últimos años, para la misa del gallo en Navidad y para los servicios de Pascua, pero en esa ocasión era diferente. En lugar de adornos dorados y brillantes, había lirios blancos por todas partes. El aire de la iglesia resultaba empalagosamente dulzón.

Johnny estaba sentado recto como un marine, con los hombros hacia atrás. Se suponía que en esos momentos debía ser fuerte por sus hijos, por los hijos de ambos, por los hijos de ella. Era una promesa que le había hecho a Kate mientras agonizaba, pero ya le empezaba a resultar difícil de cumplir. Por dentro, se encontraba seco como la arena. Marah, de dieciséis años, estaba sentada igualmente rígida a su lado, con las manos cruzadas sobre el regazo. Llevaba horas sin mirarle, quizá días. Él sabía que debía salvar esa brecha, obligarla a conectar con él, pero, cuando la miró, se vino abajo. El dolor de ambos combinado era tan profundo y oscuro como el mar. Así que permaneció sentado con los ojos llenos de lágrimas, pensando: «No llores. Sé fuerte».

Cometió el error de mirar a su izquierda, donde un gran caballete sostenía una fotografía de Kate. En la imagen, ella era una joven madre, de pie en la playa frente a su casa de Bainbridge Island, con el pelo alborotado, la sonrisa tan deslumbrante como un faro en la noche y los brazos abiertos para recibir a los tres niños que corrían hacia ella. Le había pedido que buscara esa foto una noche en la que estaban juntos en la cama, abrazados. Él había escuchado su petición, consciente de lo que significaba. «Todavía no», le había murmurado al oído, acariciando su cabeza calva.

No se lo había vuelto a pedir.

Claro que no. Incluso al final, ella había sido la más fuerte, protegiéndolos a todos con su optimismo.

¿Cuántas palabras habría acumulado en su corazón para que su miedo no le hiciera daño? ¿Cómo de sola se habría sentido?

Dios. Solo hacía dos días que se había ido.

Dos días y él ya quería tener una segunda oportunidad. Ansiaba volver a abrazarla y decirle: «Cuéntame, cariño, ¿de qué tienes miedo?».

El padre Michael subió al púlpito y la congregación, que ya estaba en silencio, se quedó inmóvil.

—No me sorprende que haya venido tanta gente a despedirse de Kate. Era una persona importante para muchos de nosotros... —«Era»—. No os sorprenderá que me diera instrucciones estrictas para este servicio y no deseo decepcionarla. Ella quería que os dijera que os apoyarais los unos en los otros. Quería que cogierais vuestra pena y la transformarais en alegría de vivir. Quería que recordarais el sonido de su risa y el amor que sentía por su familia. Quería que vivierais. —Se le quebró la voz—. Así era Kathleen Mularkey Ryan. Ni al final dejó de pensar en los demás. —Marah gimió en voz baja.

Johnny intentó agarrarla de la mano. Ella se sobresaltó cuando la tocó y, mientras se apartaba mirándolo, él pudo ver aquella pena insondable.

La música empezó a sonar. Al principio muy lejana, o puede que fuera por el estruendo que Johnny tenía en la cabeza. Tardó un momento en reconocer el tema.

—Por favor, no —susurró, sintiendo que la emoción iba aumentando como el volumen de la música.

Se trataba de Crazy for You.

La canción que habían bailado en su boda. Cerró los ojos y la sintió a su lado, deslizándose entre sus brazos mientras la música los arrastraba. «Touch me once and you’ll know it’s true»[2].

Lucas —el dulce Lucas, de ocho años, que había empezado a tener pesadillas otra vez y en ocasiones se derrumbaba si no encontraba la mantita de bebé que había dejado de usar hacía años— le tiró de la manga.

—Mamá dijo que estaba bien llorar, papá. Nos hizo prometer a Wills y a mí que no nos daría miedo hacerlo.

Johnny no se había dado cuenta de que estaba llorando. Se enjugó las lágrimas y asintió bruscamente.

—Así es, pequeñajo —susurró, pero fue incapaz de mirar a su hijo. Ver aquellos ojos llenos de lágrimas acabaría con él. En lugar de ello, fijó la vista al frente y desconectó. Convirtió las palabras del sacerdote en cosas pequeñas y frágiles, en piedras lanzadas contra una pared de ladrillos. Se estrellaban y caían, mientras él se concentraba en su respiración y trataba de no recordar a su esposa. Ya lo haría en soledad, por la noche, cuando no hubiera nadie alrededor.

Finalmente, tras lo que le parecieron horas, el oficio terminó. Johnny reunió a su familia y bajaron para asistir a la recepción. Allí, mientras miraba a su alrededor, a la vez aturdido y destrozado, vio decenas de rostros desconocidos o que apenas le resultaban familiares y eso le hizo comprender que había partes de la vida de Kate que él ignoraba, algo que le provocó sentirse alejado de ella. En cierto modo, eso le dolió aún más. En cuanto tuvo oportunidad, sacó a sus hijos del sótano de la iglesia.

El aparcamiento de la parroquia estaba lleno de coches, pero eso no fue lo que le llamó la atención.

Tully estaba allí, alzando la vista hacia los últimos rayos de sol del día. Tenía los brazos abiertos y se movía meciendo las caderas, como si hubiera música en alguna parte.

Estaba bailando. Se encontraba en medio de la calle, delante de la iglesia, bailando.

Él pronunció su nombre con tal severidad que Marah se estremeció a su lado.

Tully se giró y los vio ir hacia el coche. Se quitó los auriculares de los oídos y se acercó a él.

—¿Cómo ha ido? —le preguntó en voz baja.

Johnny sintió un arrebato de rabia y se aferró a ella. Cualquier cosa era mejor que aquella tristeza infinita. Cómo no, Tully solo había pensado en sí misma. Le dolía ir al funeral de Kate, así que no lo hizo. Se quedó en el aparcamiento, bailando. «Bailando».

Menuda mejor amiga. Kate podría perdonar a Tully su egoísmo, pero para Johnny no era tan fácil.

Se volvió hacia su familia.

—Subid todos al coche.

—Johnny... —Tully se le acercó, pero él se apartó. No habría podido soportar que nadie lo tocara—. No me apetecía entrar —dijo.

—Ya. ¿Y a quién sí? —repuso él, con resquemor. Se dio cuenta al instante de que había sido un error mirarla. La ausencia de Kate se hacía aún más evidente al lado de Tully. Ellas siempre estaban juntas, riendo, hablando, cantando versiones inventadas de canciones discotequeras.

«Tully y Kate». Durante más de treinta años habían sido amigas íntimas y en esos momentos le dolía tanto mirar a Tully que no podía soportarlo. Era ella la que debería haber muerto. Kate valía quince Tullys.

—La gente va a venir a casa —comentó—. Es lo que ella quería. Espero que te apetezca hacerlo.

Oyó su brusca inspiración entrecortada y supo que la había herido.

—Eso no es justo —replicó ella.

Ignorando sus palabras, ignorándola a ella, Johnny metió a su familia en el SUV y se dirigieron a casa en un silencio lacerante.

La pálida luz del sol de media tarde brillaba sobre la vivienda de estilo rústico de color

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