Las singularidades

John Banville

Fragmento

libro-4

 

Sí, ha puesto punto final a su sentencia, pero ¿significa eso que ya no tiene nada más que decir? No, ni mucho menos. Ahí lo tenemos, en el fresco esplendor de una mañana ventosa de abril, saliendo con paso firme al mundo como un hombre libre, más o menos. ¿De dónde ha sacado el estiloso atuendo? Debe de haber alguien que se preocupa por él, alguien que se haya preocupado. Observad el abrigo de piel de camello, elegante aunque pasado de moda, con el cinturón atado al desgaire en vez de abrochado, la chaqueta de tweed a medida y con doble abertura en la espalda, los zapatos lustrados, de cordones, el destello del oro en los puños de la camisa. Fijaos sobre todo en el sombrero alto de fieltro marrón oscuro, nuevo como el día e inclinado en un ángulo garboso sobre el ojo izquierdo. Lleva con soltura del asa un maletín, como de médico, baqueteado y arañado pero modestamente bueno. Ah, sí, es todo un caballero. El Señor era su sobrenombre, uno de ellos, allá dentro. Sobrenombre: qué acertado. Su nombre a la sombra. Las palabras son lo único que queda para mantener a raya la oscuridad. Porque esta mañana luminosa es mi brumoso crepúsculo.

¿Quién habla aquí? Yo, un diosecillo, pues los dioses grandes se han largado.

De hecho, ha decidido cambiar de nombre. A pocos engañará con esa artimaña; entonces, ¿por qué tomarse la molestia? Veréis, es que se propone nada menos que llevar a cabo una transformación total, y en semejante empresa el comienzo más radical consistía en borrar el sello de fábrica, por así decirlo, y sustituirlo por otro de invención propia. La idea de una identidad supuesta entusiasmó al pobre infeliz. Como si un nombre nuevo pudiera ocultar pecados pretéritos. Aun así, pasó una media hora exasperante sentado con las piernas cruzadas en la estrecha litera de su celda, con lápiz y papel, como un colegial rezagado que empollara la lección, con el cuello de la camisa torcido y el pelo de punta, intentando crear un anagrama convincente a partir de lo que ya consideraba su antiguo nombre; pero había demasiadas consonantes y pocas vocales, y además, no se le daban nada bien esos juegos con palabras, así que, frustrado y molesto, tiró la toalla y buscó uno que ya existiera. El surtido era increíblemente amplio, desde el corriente John Smith hasta Rudolf de Ruritania. Sin embargo, al final encontró el que considera el nombre ideal.

El simple placer de ser libre, o al menos de estar en libertad, se ve atenuado por una pizca de decepción. Siempre había imaginado una excarcelación con el glamour azabache y níquel propio de las películas de gánsteres de su juventud. Habría una enorme puerta de madera lisa en la que se abriría hacia dentro otra más pequeña, un portillo, y él saldría presuroso con un traje de franela cruzado y una corbata ancha, sus escasas pertenencias bajo el brazo envueltas en papel marrón y una sonrisa fría y tensa tallada en una comisura de la boca, y cruzaría una tierra de nadie hecha de adoquines y sombras oblicuas hasta llegar a un coche ostentoso que lo esperaría con un matón al volante mascando un mondadientes y, repantigada en el mullido asiento de atrás, una rubia platino con una estola de piel blanca y medias con costura fumando un cigarrillo insolente. O algo parecido, si es que puede decirse que algo se parece a otra cosa; la teoría Brahma, como bien sabemos, pone en duda incluso el sentido de identidad. Pero cualquier posibilidad de que ese día se desarrollara un drama pintoresco quedó disipada por el hecho de que el proceso de excarcelación se había puesto en marcha con sumo sigilo mucho antes de que desecharan los cerrojos, abrieran de par en par la puerta de la celda y se situaran a una distancia prudente, con látigos y escopetas de corredera en ristre. Exagero, claro. Lo que quiero decir es que hace unos años llegó de las alturas la orden de que se le permitiera salir algún que otro fin de semana y festivos seleccionados, a escondidas y en el entendido de que ello no sentara ningún precedente. Las salidas resultaron ser tan estresantes que más le hubiera valido quedarse tranquilamente dentro. Luego lo trasladaron de Anvil Hill, la «Colina del Yunque», donde el martillo de la ley cae con fuerza, a las boscosas latitudes de Hirnea House, un centro de reclusión más relajada designado con el oxímoron de «prisión abierta». No había sido feliz allí; prefería con mucho la vieja y buena Anvil, donde había pasado unos veinte años de cadena perpetua en un módulo espacioso aunque aislado, satisfecho entre sus compañeros, sus compadres, condenados a perpetuidad como él.

Como comprenderéis, la palabra «satisfecho» se emplea aquí en un sentido relativo; las penas largas son penas largas, por muchas ventajas que se ofrezcan.

Sea como fuere, ellos, nosotros, el nosotros colectivo, lo hemos soltado por fin y ahí lo tenemos, caminando presuroso por un sendero de grava hacia un taxi, un modelo grande, negro y bajo de estilo antiguo, de gasolina —hoy en día no veréis muchos como ese en las carreteras—, con un morro chato como el hocico de un dugongo y tapacubos cromados con abolladuras en los que se reflejan curvilíneos los bosques circundantes. Porque estamos en el campo, entre colinas de escasa altura salpicadas de ovejas, colinas que ellos tienen la desfachatez de llamar «montañas», y nuestro hombre saborea el canto de los pájaros y el viento, emblemas de la libertad. Hirnea House, una mole victoriana aislada de ladrillo rojo y múltiples chimeneas, no había parecido precisamente un talego debido en parte a que hasta hacía poco no era una cárcel, sino un apartado centro de detención para los locos normales y corrientes.

El taxista, un vejete de cara chupada con una palidez amarillenta de fumador, lo observa con atención a medida que él se acerca; sabe muy bien quién es, pues el coche se encargó a su nombre, o sea, a su nombre de antes, que aún arrastra los pingajos de la infamia.

Nombres, nombres. Podríamos llamarle Barrabás. Pero, en tal caso, ¿a quién crucifican en el Lugar de la Calavera?

Abre la portezuela de atrás, arroja el maletín al interior, se agacha para entrar y se desploma con un gruñido en el asiento gastado y brillante. Debería quitarse de encima todos esos michelines. Ninguna de las dos partes exige un saludo. Tampoco disculpas por el retraso, claro está. Conduce, mi buen hombre. Olores viciados a humo rancio de cigarrillos, sudor fétido, cuero grasiento, mezcla a la que supone que él añade el hedor fatigado y grisáceo de alguien con muchos años en la trena. El buen hombre lo mira por el retrovisor con sus ojos de ostra.

—Un día magnífico —dice con voz áspera.

Y yo, ¿dónde estoy? Encaramado tranquilamente como acostumbro entre las chimeneas, disfrutando de la visión panóptica. Ya nos conocemos, pues coincidimos en uno de los intervalos de mi intermitente infinitud. Sí, hola, ¡soy yo otra vez! Ved cómo mi casco alado refulge en el resplandor matinal.

Tiene un amigo, Billy, antiguo compañero de celda en Anvil. A decir verdad, algo más que un compañero cuando no quedaba otro remedio, pues en la aridez de aquellos confines solitarios había que alimentar los fuegos de la carne con el combustible que hubiera más a mano. Pero ni una palabra más a ese respecto: hace mucho que sofocó cualquier chispa persistente de semejante feu follet. El dulce Billy ahora se hace llamar William. Se volvió legal y abrió un pequeño negocio, porque siempre le han interesado los coches. Mirad, aquí delante tenemos su tarjeta:

Alquiler de Coches Hipwell

Don Wm. Hipwell, propietario

Automóviles para los Lanzados

Y debemos tener un coche: lugares a los que ir, visitas que hacer. El permiso de conducir le caducó hace mucho, pero eso le importa un pimiento. Su colega Wm. velará por él.

Sin embargo, resulta que su colega se ha rajado, de modo que no le recibe el propietario, sino su ayudante, una señorita de aire claramente juguetón con un aro en la nariz —las modas, observa él, se han vuelto salvajes durante su largo periodo de encarcelamiento—. La joven lo mide con la mirada desde detrás del mostrador metálico y con una gruesa lengua gris desplaza hábilmente el chicle hacia el hueco del carrillo izquierdo a fin de atender la educada pregunta que él ha formulado. No, responde, el jefe ha tenido que salir por cuestiones de trabajo. Es una mentira flagrante, pero la suelta con un aplomo tan descarado que no ofende. Esforzándose por adoptar una expresión cándida, dirige una mirada cautelosa al maletín de doctor Crippen, el famoso asesino, que él ha dejado en el suelo.

Hay un coche preparado para él, dice la joven, «y aquí tiene su permiso de conducir, señor Mordaunt, aunque la fotografía no se le parece en nada». Él se pone tan contento que le regala una de sus escasas sonrisas, torvas pero solo un poco: es la primera vez que oye pronunciar su nuevo nombre o, mejor dicho, su apellido, y le ha gustado. Tiene un sonido lúgubre muy apropiado. No estoy pensando en mort o en daunt,[1] en absoluto, nada tan cargado de alusiones elitistas. Digamos que veo un gran animal desmañado y apolillado, un ciervo o un venado (¿hay alguna diferencia?), de cabeza enorme y ancas cortas, destinado a acabar en una placa colgada en la pared del pasillo de un barroco pabellón de caza señorial situado en lo más profundo de un bosque olvidado de, de, ¡oh!, de yo qué sé dónde. Ya me entendéis.

Antes de guardarse el carnet de conducir en el bolsillo no puede por menos que echar un vistazo a la fotografía de la ficha policial. ¡Puaj! ¿Cuándo y dónde la hicieron? No lo recuerda. La chica se equivoca: sí se parece a él. La semejanza física es escasa, cierto, pero la despiadada cámara ha captado algo esencial de su persona en la línea amenazadora de la barbilla, en la expresión turbia de los ojos. Nos referimos a su esencia interior, porque el hombre exterior conserva su apostura musculosa y de mandíbula azulada por la barba, aunque ahora, en la primavera de su séptima década, se ha embrutecido de manera visible.

En la abarrotada oficina reina un desorden acogedor, como solía ocurrir en la parte de la celda de Billy. Aunque han pasado muchos años desde que vivían juntos, cree detectar en el aire un rastro del aroma, antaño familiar, de su compañero, un olor que misteriosamente recuerda la fragancia salobre de los veranos bronceados de la niñez.

Como es natural, le molesta que Billy —o sea, ¡ejem!, el señor Hipwell, como insiste en llamarlo la señorita del aro en la nariz, que lo corrige con firmeza al tiempo que se muerde el labio inferior para contener la risa— haya decidido ausentarse en vez de quedarse en la oficina para recibirlo en su primer día de libertad. Siente el escalofrío de una premonición. ¿Será esa la tónica general? Durante un cuarto de siglo ha estado aislado del mundo y muchas personas a las que conocía ya no existen, y sería un mal trago si los pocos que quedan de su círculo de antes rompieran con él de golpe y porrazo, por muy floja que fuera la unión de los eslabones de la cadena. No se da cuenta de que el universo estático en el que ha entrado, donde no existen propiamente el pasado, el presente y el futuro, sino tan solo una clase sosegada de no tiempo intemporal, está poblado por un nuevo elenco de personajes entre los que divertirse. Oh, sí, me froto las manos al pensar en el jolgorio de altura y las chanzas de baja estofa que nos esperan. Ya lo veréis.

Billy ha elegido para él un Sprite, un coche pequeño y veloz pintado de un llamativo color rojo, con asientos anatómicos tapizados en un material negro sintético mate tan suave como la piel de un bebé y tan nuevo que todavía resulta viscoso al tacto. Su pegajosa superficie gime con una exaltación minúscula cuando él desliza sobre ella sus posaderas cubiertas de tweed. Precedida de un leve tintineo metálico, la joven del aro aparece a su lado y su pelo brillante y lacado se sacude con el viento, que es fuertecillo.

—Aquí tiene la llave —dice haciéndola oscilar en un aro no mucho mayor que el de su nariz—. El depósito está lleno. Y no lo estrelle, o el señor Hipwell nos matará a usted y a mí.

Otra vez el tratamiento de «señor» y otra vez la sonrisita insolente mal reprimida. Se pregunta si esa gordita sonrosada y fragante honra con sus favores al jefe. Eso espera. Dentro, Billy suspiraba por la compañía femenina; siempre supo adaptarse, aunque prefería las chavalitas a los chicos, como se empeñaba en señalar. «A veces es como un dolor de muelas —decía mirando con añoranza aquel lejano serrallo empolvado y suave como la gasa que le estaría vedado una temporada tras las verjas neblinosamente doradas—, o una especie de dolor pulsátil en la parte más gruesa del final de la lengua». Así hablaban de ya sabéis qué, como colegialas enamoradas hasta los tuétanos; os sorprenderá saber que los condenados a cadena perpetua no suelen emplear expresiones obscenas.

La joven se queda ahí plantada mientras el imperioso señor Mordaunt mueve la palanca de cambios y se aclara la garganta con determinación. Quiere que la chica regrese a la oficina, pues teme hacer el ridículo ante ella porque no está seguro de saber manejar esos automóviles modernos. Además, le falta práctica. No conduce desde, ¡vaya!, desde aquella tarde de verano muy lejana pero imposible de olvidar en que llevó otro vehículo, también de alquiler pero mucho más grande y negro como un coche fúnebre, hasta un lugar pantanoso cercano a unas vías de tren, donde lo abandonó junto con la carga, que estaba toda ensangrentada y aún respiraba. Eso sucedió en otra vida, en otro mundo, y sí, la doncella está muerta. Sigamos. Meter la llave en la sugerente ranura, el brrrum, brrrum del motor, soltar el embrague y por fin rumbo a la carretera. Pero ocurrió que fue demasiado impetuoso con el embrague y el coche dio unas sacudidas, como un caballo espantado, y el motor bufó y se apagó entre inaudibles carcajadas celestiales. Una palabrota entre dientes, de nuevo la llave, de nuevo el embrague, esta vez doucement doucement, y en marcha.

Sin embargo, apenas se había alejado hacia la carretera cuando el pie flaqueó sobre el acelerador, de modo que el vehículo giró perezosamente hacia la izquierda y avanzó hasta detenerse con un suspiro junto al bordillo. Mordaunt se inclinó hacia el volante y, encorvado sobre él, miró sin ver a través del parabrisas con los ojos entornados. El coche deportivo, la ropa elegante, la oficinista con olor a laca y a algo dulzón y pegajoso, incluso los destellos de la inocente luz del sol en la luna de vidrio laminado que tenía delante: la cruda realidad de todo eso lo abrumó de repente. Es posible negar, sofocar e incluso olvidar casi todos los pecados, pero no el pecado imperdonable que por fuerza lleva en su interior como un feto marchito. ¿De qué sirven esa forma ampulosa de hablar, esa sorna rastrera que aspira a alcanzar el nivel del arte elevado? No le proporcionarán ni un minuto de alivio del espantoso brete de ser él mismo. Asesinó a un semejante mortal y, por tanto, dejó un minúsculo desgarrón en el mundo, una fisura diminuta que nada puede reparar ni llenar. Quitó una vida y lo encerraron de por vida.

¿Y si lloras un poquito mientras estás hundido en el lodazal de tu ser irredimible? ¿Tras unos cuantos sollozos te sentirás mejor? Ah, pero, como te dijiste hace tiempo, una vez que empieces no pararás. Así pues: mejor que no.

Sobreponiéndose con esfuerzo, endereza los hombros y agarra el volante con mayor firmeza entre sus puños peludos, y con un ímpetu varonil dirige el coche hacia delante. No hay vuelta atrás. Han liberado al pobre primate en la selva y el horrible estruendo de la puerta de la jaula al cerrarse tras él todavía resuena en sus oídos como el ruido de los portones del refugio. No, no hay vuelta atrás. Mirad cómo roza el suelo con los nudillos mientras se aleja farfullando, solo y con el trasero rojo, hacia la pavorosa maleza del mundo.

Aún siente el impulso de volver al hogar, así que se sorprende dirigiéndose hacia Coolgrange, la casa solariega, maryah, como decimos en gaélico, ignorante de los prodigiosos cambios con que se topará. Porque no podíamos permitir que dejaran las cosas como estaban. Una piedra arrojada sobre otra piedra, un par de manos de pintura, la modificación de esta o aquella perspectiva. Vamos, que apenas reconocerá el lugar ni se reconocerá a sí mismo en él.

Sentiréis curiosidad, aunque no una curiosidad insaciable, por saber cómo llenó los días, imposibles de llenar, de su estancia en chirona. Fue extraordinariamente larga, pues se negaron a dejarle salir, no por afán de venganza, que él mismo reconoce que habría estado de todo punto justificado, sino debido tan solo, según cree él, a la inercia burocrática. Esta mañana, mientras esperaba en la puerta principal la llegada del taxi, que acudió tarde —como soy un diosecillo travieso, me divirtió atormentarlo con un último breve retraso—, sumó el tiempo exacto que había pasado dentro y le desconcertó e incluso le ofendió un poco descubrir que, contando los años bisiestos y hasta la campanada de las doce de la noche anterior, el total ascendía a unos míseros ocho mil novecientos noventa y cuatro días, trece horas, veintisiete minutos y unos cuantos segundos. ¡Bah! Desglosado de ese modo, no era tanto tiempo, pese a que le había parecido el prototipo de la eternidad; ¿por qué había hecho tantos aspavientos durante todos esos años? ¡Cuánto tiene que aprender ahora que se aventura en este rincón de apariencia engañosamente conocida del multiverso! ¡Cuánto le queda por aprender sobre la verdadera naturaleza del tiempo!

Los primeros meses de condena, una época que ahora se antoja inmemorial, experimentó la duración en dos niveles. En primer lugar estaba el aspecto cósmico. Mientras el enorme arco de la existencia giraba a su alrededor con un movimiento apenas perceptible, él parecía una ardilla correteando desesperada por los peldaños de una noria que daba vueltas tan deprisa que sus radios semejaban una bruma destellante. Por las mañanas se despertaba en un estado de pánico, exhausto tras una noche de sueños turbulentos, y pasaba el día en una precipitación incesante, hasta que se apagaban las luces; entonces se sumía en algo que no era tanto el sueño como una parálisis provocada por la angustia. No obstante, pese a toda la aceleración e impetuosidad de su mente, el tiempo, en otro de sus aspectos, lo que podríamos denominar el tiempo individualizado, pendía grávido sobre él, una sustancia un tanto húmeda y pegajosa, como sábanas recién lavadas y colgadas en un tendedero que, cada vez que él se esforzaba por atravesarlas, lo envolvían por completo en cálidas marañas mojadas y asfixiantes. No había nada que hacer, y en consecuencia eso era lo que hacía, durante todo el día, todos los días, con febril aplicación.

Inevitablemente, en particular en las primeras etapas de reclusión, pensó en poner fin a todo aquello haciendo un nudo corredizo en una de aquellas sábanas húmedas y ahorcándose de uno de los tres cortos barrotes de hierro, gruesos como mancuernas, de la ventana alta y pequeña de la celda, en concreto del barrote del medio. La perspectiva de lo que entrañaría lo disuadió de dar ese paso desesperado. El dolor físico y el sufrimiento espiritual no serían, ni mucho menos, lo peor. Ante todo le resultaba intolerable pensar en la vulgaridad del espectáculo que ofrecería: los ojos desorbitados, la lengua fuera, hinchada y amoratada, las manchas en los bajos y el hedor. No, debía salir adelante, aguantar; no le quedaba otro remedio. Toda vida es una condena de por vida, se decía, pero no le servía de consuelo.

Por cierto, en aras de la precisión, o debería decir de la verosimilitud, la ventana de su celda de Anvil Hill no era alta, no era pequeña y no tenía barrotes. Vidrio reforzado con malla metálica, sí, y afuera una larga caída hasta la superficie inflexiblemente dura del patio de ejercicio. Tampoco las vistas eran nada del otro mundo. Al lado estaba el patio aquel, donde por las tardes los más correosos de los condenados a cadena perpetua jugaban lánguidos partidos de fútbol, y en un lateral había una franja de hierba de aspecto irreal —por lo que él sabía, tal vez fuera falsa, un felpudo de rejilla de plástico colocado para ahorrarse la necesidad de un cortador de césped y la máquina correspondiente—, y más abajo, en diagonal hacia la derecha, un árbol raquítico que ni crecía ni se moría, sino que, obstinado, continuaba allí, y un año tras otro, en primavera, echaba de mala gana unas cuantas hojas apáticas que parecían marchitarse con el simple roce del aire y que con el primer hálito fresco del otoño se caían sin contemplaciones, lacias y amarillentas. De la ciudad no atisbaba nada más que un chapitel lejano que emergía de la niebla tóxica como el dedo de su Dios de dioses apuntando admonitorio en la dirección equivocada.

¡Cómo agradecía la generosidad opulenta del cielo, el espectáculo espléndido y cambiante que le brindaba!

No nos detendremos en los pormenores de las estrategias de supervivencia y de mantenimiento de la semicordura que había logrado reunir con los escombros que le quedaban tras llegar, con sorprendente celeridad, al límite de la desesperación. Baste decir que metió la nariz en muchos libros —la biblioteca de la cárcel de Anvil estaba muy bien surtida, y lo estuvo aún más después de que él difamara y consiguiera la destitución del bibliotecario, un inofensivo corruptor de menores, y se instalara en la trona aún caliente del difunto delincuente sexual— y renunció a todas sus aficiones. De día compensaba la falta de sueño de la noche quedándose dormido a cualquier hora y en cualquier parte. Se sumía en ese estado con la suavidad de una hoja de árbol que surcara las aguas de la crecida del deshielo; el sueño diurno era un estado flotante de estupor, venturosamente exento de los terrores nocturnos.

Uno de sus primeros intentos de fuga de mentirijillas fue el siguiente: mientras estaba tumbado boca arriba en la litera con las manos entrelazadas en la nuca —¿a que os parece verlo?—, fantaseaba que se hallaba de cena en casa de unos amigos, y que, ahíto de la buena comida y los excelentes vinos de precio exorbitante, y fatigado por la brillantez de la compañía y demasiado deslumbrado por las estelas trazadoras del ingenio refulgente que cruzaban zumbando la mesa, se había escabullido a una estancia cercana y se había acomodado en un sofá tapizado de damasco para disfrutar de un poco de paz y tranquilidad. Imaginar que había otras personas cerca y en un ambiente festivo mientras él estaba recostado a solas le proporcionaba una pizca de consuelo solitario. No obstante, con el paso de los años la idea misma de estar a tiro de piedra de una alegre reunión social fue pareciéndole cada vez más inverosímil, un sueño insoportable de afabilidad y encanto propios de otro mundo.

En la olla sofocante de sus noches —según su experiencia, la cárcel está siempre demasiado caldeada—, una de sus formas de evasión más gratificantes consistía en revivir con minucioso detalle alguno de los paseos por los campos en torno a Coolgrange que solía dar con entusiasmo en los días arrebatados de su juventud. Porque de niño había sido un andarín incansable y había amado la naturaleza en todos sus aspectos, tanto la salvaje como la domesticada. Admiraba sobre todo los depredadores, el furtivo zorro, el halcón en descenso veloz, el gato doméstico. Así aprendió a tierna edad que la muerte violenta es una constante de la vida. Sin embargo, no era morboso, en absoluto. De hecho, lo que más le fascinaba era el florecimiento de las cosas. A sus ojos todo tenía vida, en especial los árboles, y a algunos de ellos les tenía más aprecio del que jamás habría sentido por un congénere humano. Percibía el puro ser en todo, tanto en las bufonadas de la locura como en las sutilezas más rigurosas de los ritos religiosos, y en las juergas más zafias de los hijos de los granjeros en la misma medida que en el efecto del más dulce soneto. Y en el ser del ser percibía su propio ser. Sí, sí, era un alma sensible, y siempre distinguía el destello del muslo bruñido del dios entre las hojas agitadas del laurel: et in Arcadia un servidor, como veis. ¿Por qué otro motivo nos habríamos molestado en sacarlo de su cautiverio, aunque fuese tarde? No tiene mucho sentido que sea libre si no es para aprovechar la abundancia de la libertad.

Con todo, no deseó ni nunca había deseado beber de la fuente de lo sublime. Se entregaba feliz a la anciana naturaleza en su forma más sencilla. Si le daban un modesto parque urbano en pleno abandono, con juguetonas ortigas y hierba cana y cabeceantes amapolas de color rosa carmín, estaba contento; si por él fuera, que los demás se quedaran con el abismo insondable y el peñasco eminente. Tampoco apreciaba demasiado los gorjeos histéricos del ruiseñor ni los tan ensalzados narcisos, cuyas flores, como todos saben pero les da vergüenza reconocer, no son doradas según se dice, sino de un intenso amarillo verdoso, el color de la bilis de un bebedor de absenta.

El cielo, como ya se ha dicho, era su vía más elevada de evasión; jamás se cansaba de las nubes, de la estupefacción que le provocaban con su satinado esplendor reconcentrado y cambiante.

Tenía un paseo preferido, o al menos debía de preferirlo a los demás porque lo daba a menudo. El inicio oficial, oficial para él, era un sendero corto que, por el motivo que fuera, siempre estaba embarrado. Arrancaba del patio trasero de Coolgrange House y, tras cruzar una verja, discurría hacia un pequeño robledo y luego seguía hacia el campo sin límites. La verja con sus cinco travesaños gastados por el viento y la lluvia convertida en una filigrana delicada, la herrumbre como una capa de canela molida toscamente: en este mismo instante la visualiza con toda claridad y experimenta una fugaz punzada de dulce pena inexplicable. Con las bisagras casi sueltas, la pobrecita da la impresión de encorvarse sobre sí misma hundida en el desaliento, exhausta y con los ojos llorosos, vencida por los años. Sí se abre, pero él prefiere encaramarse a ella y disfrutar viendo cómo la puerta se tambalea presa de un pánico geriátrico, oyendo su tintineo y su castañeteo. La acción de pasar una pierna por encima de la barra superior lo obliga a hacer un medio giro elegante al estilo de un sacacorchos, de modo que por fuerza acaba mirando hacia atrás, a la pared trasera de la casa de la que acaba de salir, con sus desordenadas hileras de ventanales deslumbrados por el sol que parecen mirarlo con vidriosa desaprobación. En lo alto de la puerta, imagina que es un intrépido lobo de mar feliz en la cofa bamboleante de un buque de guerra de velas cuadras que surca el vasto océano. Como veis, un niño es un niño, incluso este. Y es cierto: era un chiquillo normal, que no pensaba en actos malvados ni en asesinatos. Eso llegó más tarde, ¿y quién sabe por qué o de dónde salieron esas ideas?

Justo al otro lado de la verja se extendía un campo en pendiente atravesado por un terraplén ancho y plano cubierto de hierba y construido por la mano del hombre en tiempos inmemoriales, aunque sin un propósito conocido. En él se alzaban tres nobles hayas, creo que eran hayas, que son hayas, dispuestas en fila a intervalos idénticos, prueba una vez más de la intervención humana. Tal vez otrora se celebrara allí un ritual rústico, con cerveza y música, doncellas, flores de espino albar y alegres mozalbetes con cintas en el sombrero que brincaban dando los pasos torpes de una danza tradicional y entrechocaban con brío sus bastones de fresno. O, una opción menos imaginativa, quizá los hubiera plantado un granjero usurpador de tierras olvidado tiempo ha para crear un límite al que no tenía derecho.

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