La habitación de las mariposas

Lucinda Riley

Fragmento

Admiral House

Admiral House,

Southwold, Sufflolk

Junio de 1943

Recuerda, cariño, que eres un hada, y sobrevuelas con sigilo la hierba con tus finas alas, lista para atrapar a tu presa en tu red de seda. ¡Mira! —me susurró al oído—. Ahí la tienes, justo en el borde de la hoja. Ahora, ¡vuela!

Tal como me había enseñado, cerré los ojos unos segundos, me puse de puntillas e imaginé que mis piececitos se elevaban del suelo. Entonces noté que la palma de papá me daba un pequeño empujón hacia delante. Abrí los ojos, me concentré en las dos alas de color azul jacinto y volé los dos pasos que necesitaba para precipitar mi red sobre la frágil hoja de budelia en la que se había posado la hormiguera de lunares.

El aire que levantó la red al caer sobre el objetivo alertó a la hormiguera, que abrió las alas preparándose para huir. Pero fue demasiado tarde, porque yo, Posy, Princesa de las Hadas, la había capturado. No pensaba hacerle daño, por supuesto, solo me la llevaría para que Lawrence, Rey del Pueblo de los Magos —que era también mi padre—, la estudiara antes de liberarla después de que disfrutara de un enorme cuenco del mejor néctar.

—¡Qué niña más lista es mi Posy! —exclamó papá cuando regresé a través del follaje y le tendí orgullosa el cazamariposas.

Se puso en cuclillas para que nuestros ojos, que todo el mundo decía que se parecían tanto, compartieran una mirada de orgullo y regocijo.

Vi que inclinaba la cabeza para estudiar la mariposa, la cual permanecía completamente inmóvil, con las patitas enganchadas en su blanca prisión de malla. Papá tenía el pelo caoba oscuro, y la gomina que utilizaba para alisarlo hacía que, al sol, brillara como la superficie de la larga mesa del comedor después de que Daisy la encerara. Además, olía de maravilla —a él, a bienestar, porque papá era «el hogar»—, y yo le quería más que a nada en mis mundos, el humano y el de las hadas. También quería a maman, claro, pero, aunque ella estaba en casa la mayor parte del tiempo, no sentía que la conociera tan bien como a papá. Ella pasaba mucho tiempo en su habitación con algo llamado «migrañas» y, cuando salía, siempre parecía demasiado ocupada para pasar un rato conmigo.

—¡Es magnífica, cariño! —exclamó papá alzando la mirada—. Una auténtica rareza en estas costas, y de noble linaje, sin duda —añadió.

—¿Podría ser una mariposa princesa? —pregunté.

—Ya lo creo —aseguró papá—. Debemos tratarla con el máximo respeto, tal como exige su condición real.

—¡Lawrence, Posy… a comer! —llamó una voz desde el otro lado del follaje.

Papá se levantó, sobrepasando la budelia en altura, y saludó con la mano hacia la terraza de Admiral House.

—Ya vamos, mi amor —contestó bastante alto, pues estábamos a cierta distancia.

Observé que los ojos de papá sonreían al ver a su esposa: mi madre, y la Reina del Pueblo de los Magos, aunque ella no lo sabía. Era un juego que solo compartíamos papá y yo.

Cogidos de la mano, cruzamos el césped aspirando el olor a hierba recién cortada que yo asociaba a días felices en el jardín: los amigos de papá y maman, champán en una mano, el mazo de cróquet en la otra, la bola sobrevolando el campo de críquet que papá segaba para tales ocasiones…

Esos días felices eran menos frecuentes desde que había comenzado la guerra, lo que hacía aún más valioso el recuerdo de los mismos. La guerra también había dejado cojo a papá, de modo que teníamos que caminar muy despacio, lo cual no me molestaba lo más mínimo porque significaba que lo tenía más tiempo para mí sola. Papá estaba mucho mejor que cuando llegó del hospital. Entonces iba en silla de ruedas, como un anciano, y tenía la mirada gris. No obstante, con los cuidados de maman y Daisy, y los cuentos que yo le leía, se había recuperado deprisa. Ya ni siquiera necesitaba bastón para caminar, a menos que fuera más allá de los jardines.

—Ahora, Posy, entra a lavarte la cara y las manos. Dile a maman que voy a instalar a nuestra nueva invitada —me indicó papá con el cazamariposas cuando llegamos a los escalones de la terraza.

—Vale —respondí mientras se daba la vuelta para cruzar el césped y desaparecer por detrás del alto seto de boj.

Se dirigía al Torreón, el cual, con su torrecilla de ladrillo de color arena, constituía el castillo de cuento perfecto para la gente mágica y sus amigas las mariposas. Papá pasaba mucho tiempo allí. Solo. Yo únicamente tenía permitido asomarme al cuartito circular que había al otro lado de la puerta del Torreón —muy oscuro y con olor a calcetines mohosos— cuando maman me pedía que fuera a buscar a papá para comer.

El cuartito de abajo era donde papá guardaba su «material de exteriores», como él lo llamaba: raquetas de tenis mezcladas con palos de críquet y botas de agua salpicadas de barro. Nunca me había invitado a subir las escaleras que giraban una y otra vez hasta lo alto del Torreón (lo sé porque las subí en secreto un día que maman había avisado a papá de que tenía una llamada telefónica en la casa). Fue una gran decepción descubrir que papá había cerrado con llave la gran puerta de roble que me recibió al llegar arriba. Aunque giré el pomo con toda la fuerza que me permitían mis menudas manos, no cedió ni un milímetro. Sabía que en esa sala, a diferencia del cuarto de abajo, había muchas ventanas, porque se veían desde el jardín. El Torreón me recordaba un poco al faro de Southwold, con la diferencia de que en la cabeza lucía una corona dorada en lugar de una luz brillante.

Mientras subía los escalones de la terraza contemplé, suspirando de felicidad, los preciosos muros de ladrillo rojo de la casa principal y las hileras de altas ventanas de guillotina enmarcadas por zarcillos de glicinias verde lima. Vi que la vieja mesa de hierro forjado de la terraza, ya más verde que el negro original, estaba puesta para comer. Había tres salvamanteles y tres vasos, lo que significaba que íbamos a comer los tres solos, cosa que no sucedía a menudo. Pensé en lo fantástico que sería tener a maman y a papá para mí sola. Entré en la casa por las amplias puertaventanas del salón, rodeé los sofás de damasco dispuestos en torno a la enorme chimenea revestida de mármol —tan grande que el año anterior Papá Noel había conseguido meter una reluciente bicicleta roja por ella— y recorrí el laberinto de pasillos que conducían al cuarto de baño de la planta baja. Cerré la puerta, utilicé ambas manos para girar el enorme grifo de plata y me las lavé a conciencia. Me puse de puntillas para mirarme la cara en el espejo y comprobar si tenía manchurrones. Maman era muy exigente con la apariencia —papá decía que se debía a su origen francés—, y ay de nosotros como no llegáramos inmaculados a la mesa.

Aun así, ni siquiera ella era capaz de controlar los rizos castaños que se me escapaban continuamente de las apretadas trenzas a la altura del cogote y de los pasadores que se esforzaban por mantenerlos alejados de la frente. Una noche, papá acababa de arroparme y le pregunté si podía ponerme un poco de su gomina, porque creía que quizá ayudaría, pero se echó a reír y enroscó el dedo en uno de mis tirabuzones.

—No permitiré que hagas eso. Yo adoro tus rizos, cariño, y si de mí dependiera, volarían libres todos los días.

Cuando regresaba por el pasillo, deseé por enésima vez tener la melena rubia, lisa y brillante de maman. Era del color de los bombones de chocolate blanco que servía con el café después de cenar. Mi pelo era café con leche, o por lo menos así lo llamaba ella; yo lo llamaba marrón-ratón.

—Ya era hora, Posy —dijo maman cuando salí a la terraza—. ¿Y tu pamela?

—Me la habré dejado en el jardín mientras cazaba mariposas con papá.

—¿Cuántas veces te he dicho que se te quemará la cara y no tardarás en tenerla arrugada como una pasa? —me regañó mientras me sentaba—. A los cuarenta aparentarás sesenta.

—Sí, maman. —Asentí, pensando que de todos modos a los cuarenta ya sería tan vieja que no me importaría.

—¿Cómo está mi otra chica favorita este bonito día?

Papá apareció en la terraza y la rodeó por la cintura, de modo que la jarra de agua que mi madre sostenía salpicó el suelo de piedra gris.

—¡Cuidado, Lawrence! —protestó frunciendo el ceño antes de soltarse y dejar la jarra en la mesa.

—Un día maravilloso para estar vivos, ¿verdad? —Papá sonrió al tiempo que tomaba asiento frente a mí—. Y todo apunta a que también hará buen tiempo este fin de semana y en nuestra fiesta.

—¿Vamos a dar una fiesta? —pregunté cuando maman se sentó a su lado.

—Sí, cariño. Tu pater ha sido declarado apto para volver a sus obligaciones, de manera que maman y yo hemos decidido montar una última juerga ahora que podemos.

El corazón se me paró un instante mientras Daisy, nuestra criada para todo desde que los demás sirvientes se habían ido a la guerra, servía la carne y los rábanos. Yo odiaba los rábanos, pero era lo único que quedaba en el huerto esa semana, pues la mayoría de las cosas que cultivábamos también tenían que destinarse a la guerra.

—¿Cuánto tiempo estarás fuera, papá? —pregunté en voz baja y entrecortada, porque se me había formado un nudo enorme en la garganta. Sentía como si se me hubiese atascado un rábano, y supe que significaba que podía echarme a llorar en cualquier momento.

—No mucho. Todo el mundo sabe que los alemanes no tienen nada que hacer, pero he de ayudar con el último impulso. No puedo dejar solos a mis camaradas, ¿no?

—No, papá —acerté a balbucir—. No te harán daño otra vez, ¿verdad?

—Claro que no, chérie. Tu padre es indestructible, ¿a que sí, Lawrence?

Vi que mi madre lo miraba con una sonrisa tensa y pensé que debía de estar tan preocupada como yo.

—Sí, cielo —contestó papá. Posó una mano sobre la de maman y la apretó con fuerza—. Ya lo creo que sí.

—¿Papá? —pregunté al día siguiente durante el desayuno mientras mojaba un picatoste en el huevo—. Hoy hace mucho calor, ¿podemos ir a la playa? Hace un siglo que no vamos.

Vi que papá lanzaba una mirada a maman, pero ella estaba leyendo sus cartas frente a su café au lait y no pareció notarlo. Maman recibía muchas cartas de Francia, todas escritas en un papel muy fino, más fino incluso que un ala de mariposa, lo que iba muy bien con ella, porque todo en maman era grácil y delicado.

—¿Papá? La playa —insistí.

—Cariño, me temo que la playa no es un buen lugar para jugar en estos momentos. Está cubierta de minas y alambradas. ¿Recuerdas cuando te expliqué lo que sucedió en Southwold el mes pasado?

—Sí, papá.

Bajé la vista hasta mi huevo y me estremecí al rememorar el día que Daisy me llevó al refugio Anderson (yo pensaba que se llamaba así porque era nuestro apellido, y me quedé de piedra cuando Mabel me contó que su familia también tenía un refugio Anderson, pues ella se apellidaba Price). El cielo pareció llenarse de truenos y relámpagos, pero, en lugar de enviarlos Dios, papá dijo que los enviaba Hitler. Nos habíamos apiñado dentro del refugio, y papá dijo que debíamos jugar a que éramos una familia de erizos y que yo debía hacerme un ovillo como un ericito. Maman se enfadó con él por llamarme ericito, pero aun así jugué a serlo, escondida bajo la tierra mientras los humanos combatían por encima de nuestras cabezas. Finalmente, los espantosos ruidos cesaron. Papá dijo que ya podíamos volver a la cama, pero a mí me dio pena tener que irme sola a mi cama de humana en lugar de quedarnos todos juntos en nuestra madriguera.

Al día siguiente me encontré a Daisy llorando en la cocina, pero no quiso contarme qué le pasaba. El lechero no vino ese día, y luego maman dijo que no iría a la escuela porque ya no estaba.

—Pero ¿cómo puede ser que ya no esté, maman?

—Le cayó una bomba, chérie —respondió soltando el humo del cigarrillo por la boca.

Mama también había empezado a fumar, y a veces me preocupaba que prendiera fuego a sus cartas de tanto que se las acercaba a la cara para leerlas.

—Pero ¿y nuestra cabaña de la playa? —pregunté a papá.

Me encantaba nuestra pequeña cabaña. Pintada de amarillo crema, era la última de la hilera, de manera que si mirabas hacia el lado correcto podías imaginar que era la única cabaña de la playa en kilómetros, pero si te volvías hacia el otro lado no estabas demasiado lejos del simpático hombre de los helados que se encontraba junto al muelle. Papá y yo construíamos elaboradísimos castillos de arena, con fosos y torretas, lo bastante grandes para que todos los cangrejos pudieran vivir en ellos si decidían acercarse. Maman nunca quería ir a la playa, decía que era demasiado «arenosa», lo que a mi parecer era como decir que el mar estaba demasiado mojado.

Cada vez que íbamos, había un hombre mayor con un sombrero de ala ancha que se paseaba por la playa pinchando la arena con un palo largo, pero no como el que papá utilizaba para caminar. El hombre llevaba un saco grande en la mano y de vez en cuando se detenía y se ponía a cavar.

—¿Qué hace, papá? —pregunté yo.

—Es un raquero, cariño. Camina por la playa peinando la arena en busca de cosas que la marea haya podido arrastrar de barcos que están en alta mar y de otras costas.

—Ah, vale —dije, aunque el hombre no llevaba ningún tipo de peine, desde luego no como el que me pasaba Daisy por el pelo cada mañana—. ¿Crees que encontrará algún tesoro enterrado?

—Seguro que si pasa suficiente tiempo cavando, algún día encontrará algo.

Observé con curiosidad que el hombre sacaba algo del agujero y le quitaba la arena, pero no era más que una vieja tetera de esmalte.

—Qué decepción —resoplé.

—Recuerda, cariño, que por lo que uno tira otro suspira. Puede que en cierto modo todos seamos raqueros —dijo papá, entrecerrando los ojos por el sol—. Seguimos buscando con la esperanza de encontrar ese huidizo tesoro enterrado que enriquecerá nuestra vida y, cuando sacamos una tetera en lugar de una joya fulgurante, debemos seguir buscando.

—¿Tú sigues buscando algún tesoro, papá?

—No, mi Princesa de las Hadas, yo ya lo he encontrado. —Me sonrió y me plantó un beso en la coronilla.

Después de mucho insistirle, papá acabó accediendo a llevarme a nadar al río, de modo que Daisy me ayudó a ponerme el traje de baño y me encasquetó una pamela sobre los rizos. Luego me subí al coche con papá. Maman dijo que estaba demasiado ocupada preparando la fiesta del día siguiente, pero no me importó, porque así el Rey de las Hadas y yo podríamos invitar a todas las criaturas del río a nuestra corte.

—¿Habrá nutrias? —pregunté mientras papá conducía entre ondulantes prados verdes en dirección opuesta al mar.

—Tendrás que estar muy callada para verlas —dijo—. ¿Crees que serás capaz, Posy?

—¡Pues claro!

Condujimos un buen rato antes de vislumbrar la serpiente azul del río escondiéndose tras los juncos. Aparcamos y caminamos hasta la orilla, papá cargado con todo nuestro equipo científico: una cámara, cazamariposas, tarros de cristal, limonada y bocadillos de carne.

Las libélulas que sobrevolaban la superficie del río desaparecieron en el acto cuando entré chapoteando en el agua. Estaba deliciosamente fresca, pero la pamela me calentaba e irritaba la cabeza y la cara, de modo que la arrojé a la orilla, donde papá se había puesto también el bañador.

—Si había alguna nutria, con tanto ruido seguro que ha salido corriendo —dijo papá entrando en el agua. Era tan alto que solo le llegaba a la rodilla—. Mira cuánta col de vejigas. ¿Nos llevamos un poco para nuestra colección?

Juntos, metimos la mano en el agua y arrancamos una de las flores amarillas para desvelar sus raíces bulbosas. Muchos insectos pequeños vivían en ellas, así que llenamos un tarro con agua y guardamos dentro nuestro espécimen.

—¿Recuerdas el nombre en latín, cariño?

Utri-cu-la-ria! —respondí toda ufana. Salí del agua y me senté a su lado en la orilla herbosa.

—Qué chica más lista. Quiero que me prometas que seguirás ampliando nuestra colección. Si ves una planta interesante, prénsala como te enseñé. Después de todo, voy a necesitar ayuda con mi libro mientras estoy fuera, Posy.

Me tendió un bocadillo de la cesta de picnic y lo cogí mientras me esforzaba por dar una imagen muy seria y científica. Quería que papá supiera que podía confiarme su labor. Antes de la guerra, había sido algo llamado «botánico» y llevaba escribiendo su libro casi el mismo tiempo que yo llevaba en este mundo. Se encerraba en el Torreón a menudo para «pensar y escribir». A veces volvía a casa con el libro y me enseñaba algunos de los dibujos que había hecho.

Y eran maravillosos. Me explicaba cómo funcionaba el hábitat en el que vivíamos, y había hermosas ilustraciones de mariposas, insectos y plantas. Una calurosa noche de verano me dijo que, si una sola cosa cambiaba, podía desequilibrar todo lo demás.

—Mira estos mosquitos minúsculos, por ejemplo. —Había señalado una irritante nube de jejenes—. Son cruciales para el ecosistema.

—Pero nos pican —repliqué yo apartando uno de un manotazo.

—Sí, está en su naturaleza. —Rio—. Pero sin ellos muchas especies de pájaros no tendrían una fuerte regular de alimento y sus poblaciones caerían en picado. Y si las poblaciones de aves se ven afectadas, eso repercute en el resto de la cadena alimentaria. Sin pájaros, otros insectos como los saltamontes de repente tendrían menos depredadores y no pararían de multiplicarse y comerse todas las plantas. Y sin las plantas…

—Los herb… oros no tendrían comida.

—Los herbívoros, sí. ¿Lo ves? Todo pende de un equilibrio delicado. El pequeño aleteo de una mariposa puede tener un efecto en el resto del mundo.

Pensé en ello mientras me comía el bocadillo.

—Tengo algo especial para ti. —Papá alcanzó su mochila, sacó una lata brillante y me la entregó.

La abrí y encontré docenas de lápices de todos los colores del arcoíris, perfectamente afilados.

—Mientras esté fuera debes continuar haciendo tus dibujos para que, cuando vuelva, puedas enseñarme lo mucho que has mejorado.

Asentí, demasiado feliz con mi regalo para poder hablar.

—Cuando estaba en Cambridge, nos enseñaron a mirar de verdad el mundo —continuó papá—. Es tanta la gente que camina ajena a la belleza y la magia que la rodean. Pero tú no, Posy, tú ya te fijas más en las cosas que la mayoría. Cuando dibujamos la naturaleza empezamos a entenderla, podemos ver las diferentes partes y la manera en que encajan entre sí. Al dibujar y estudiar lo que ves, puedes ayudar a otras personas a entender también el milagro de la naturaleza.

Al llegar a casa, Daisy me riñó por haberme mojado el pelo y me metió en la bañera, lo cual pensé que no tenía mucho sentido porque me estaba mojando el pelo otra vez. Cuando Daisy me hubo acostado y cerró la puerta tras de sí, me levanté, saqué mis lápices de colores nuevos y acaricié las puntas, suaves pero afiladas. Pensé que si practicaba lo suficiente, para cuando papá regresara de la guerra podría enseñarle que yo también era lo bastante buena para ir a Cambridge, aunque fuera una chica.

A la mañana siguiente, desde la ventana de mi cuarto vi una hilera de coches que avanzaba por el camino de entrada a nuestra casa. Iban abarrotados de gente. Había oído decir a maman que todos sus amigos habían juntado sus cupones de gasolina para hacer el viaje desde Londres. En realidad los llamaba «émigrés», palabra que, como maman me hablaba en francés desde que era un bebé, sabía que significaba «emigrantes». El diccionario decía que un emigrante era una persona que se mudaba de su país natal a otro. Maman decía que parecía que todo París se hubiese mudado a Inglaterra para escapar de la guerra. Yo sabía que eso no era cierto, claro, pero sí que parecía que en las fiestas hubiera más amigos franceses de maman que amigos ingleses de papá. A mí no me importaba porque eran muy originales, los hombres con sus pañuelos alegres y sus batines de colores brillantes, y las damas con sus vestidos de raso y los labios pintados de rojo. Y, lo mejor de todo, siempre me traían regalos, así que era como si fuese Navidad.

Papá los llamaba los «bohemios de maman», quienes, según el diccionario, eran gente creativa, como artistas, músicos y pintores. En otros tiempos, maman había sido cantante en un famoso club nocturno de París, y a mí me encantaba escuchar su voz, que era grave y sedosa como el chocolate fundido. Ella no sabía que yo la oía cantar, claro, porque se suponía que estaba durmiendo, pero cuando había alguna fiesta en casa era imposible dormir de todos modos, así que bajaba a hurtadillas y me sentaba en las escaleras a escuchar la música y el parloteo. Era como si maman resucitara esas noches, como si entre fiesta y fiesta fingiera ser una muñeca inanimada. Yo adoraba oírla reír, porque cuando estábamos solos no lo hacía a menudo.

Los amigos de papá también eran simpáticos, aunque daba la impresión de que todos vestían igual, de azul y marrón, por lo que costaba distinguirlos. Mi padrino, Ralph, era el mejor amigo de papá, y mi favorito. Con el pelo oscuro y aquellos grandes ojos castaños, me parecía guapísimo. En uno de mis cuentos había un dibujo en el que el príncipe despertaba a Blancanieves con un beso. Ralph era igual que él. Además, tocaba muy bien el piano, porque antes de la guerra había sido concertista (antes de la guerra todos los adultos que conocía habían sido otra cosa, excepto Daisy, nuestra criada). El tío Ralph padecía una enfermedad que le impedía combatir o pilotar aviones. Tenía lo que los mayores llamaban un «trabajo de escritorio», aunque a mí me costaba imaginar qué otra cosa podías hacer con un escritorio aparte de sentarte detrás de él, que era probablemente lo que hacía mi tío. Cuando papá estaba fuera pilotando sus Spitfires, el tío Ralph venía a vernos a maman y a mí, y eso nos animaba mucho. Venía a comer el domingo y luego tocaba el piano para nosotras. Yo no hacía mucho que había caído en la cuenta de que papá había pasado en la guerra cuatro de mis siete años de vida en este planeta, lo cual debía de ser deprimente para maman, con Daisy y yo como única compañía.

Me instalé en el asiento de la ventana y asomé la cabeza para ver a maman dar la bienvenida a sus invitados desde la escalinata que conducía a la puerta principal, situada justo debajo de mí. Estaba guapísima, con un vestido azul oscuro a juego con sus preciosos ojos, y cuando papá se sumó a ella, pasándole una mano por la cintura, me sentí muy feliz. Daisy llegó entonces para ponerme el vestido nuevo que me había hecho a partir de unas cortinas viejas de color verde. Mientras me cepillaba el pelo y me recogía una parte con una cinta también verde, decidí que no pensaría en que papá iba a marcharse otra vez al día siguiente y un silencio como el que precede a una tormenta se instalaría de nuevo sobre Admiral House y sobre nosotras, sus residentes.

—¿Lista para bajar, Posy? —me preguntó Daisy.

Estaba roja y sudorosa, y parecía muy cansada, probablemente porque hacía mucho calor y tenía que cocinar para todas esas personas sin ninguna ayuda. Le ofrecí mi sonrisa más dulce.

—Sí, Daisy.

Mi verdadero nombre en realidad no era Posy. Me llamaba Adriana, igual que mi madre. No obstante, como era muy complicado tener a las dos respondiendo a la vez, se había decidido que yo empleara mi segundo nombre, Rose, por mi abuela inglesa. Daisy me había contado que papá empezó a llamarme «Rosy Posy» cuando era un bebé y que, con el tiempo, se impuso la segunda parte del nombre. Yo me alegraba, porque en mi opinión «Posy» iba mucho más conmigo que mis nombres verdaderos.

Algunos parientes de papá, los más mayores, todavía me llamaban «Rose» y yo, obviamente, contestaba porque me habían enseñado que siempre debía contestar de forma educada a los adultos, pero en la fiesta todos los invitados me conocían como «Posy». Me abrazaron y me besaron, y pusieron en mis manos paquetitos de dulces atados con cintas. Los amigos franceses de maman preferían las peladillas, que no me entusiasmaban, la verdad, pero sabía lo difícil que era encontrar chocolate debido a la guerra.

Sentada a la larga mesa de caballete que habían montado en la terraza para que cupiéramos todos deseé, mientras notaba el sol pegando fuerte en mi pamela (que solo conseguía darme más calor) y escuchaba las conversaciones, que todos los días en Admiral House fueran como ese. Con maman y papá sentados en el centro, como un rey y una reina que entretenían a sus súbditos, el brazo de papá alrededor de los hombros blancos de maman. Se los veía tan felices que me entraron ganas de llorar.

—¿Estás bien, Posy, cariño? —me preguntó el tío Ralph, sentado a mi lado—. Qué calor hace aquí —añadió al tiempo que se sacaba un pañuelo blanco impecable del bolsillo de la chaqueta y se enjugaba la frente.

—Sí, tío Ralph. Estaba pensando en los felices que parecen hoy maman y papá, y en la pena que me da que papá tenga que irse otra vez a la guerra.

—Sí. —Ralph observó a mis padres y tuve la sensación de que también él se ponía triste de repente—. Bueno, ahora, con el viento a favor, la guerra se acabará pronto —dijo al fin—. Y todos podremos continuar con nuestra vida.

Después de comer, me dejaron jugar al cróquet y lo hice sorprendentemente bien, es probable que porque los adultos, en su mayoría, habían bebido mucho vino y mandaban la pelota demasiado lejos. Había oído decir a papá que estaba vaciando lo que quedaba en la bodega para la ocasión, y para mí que casi todo se había vaciado ya dentro de los invitados. Yo no entendía muy bien por qué los adultos querían emborracharse; en mi opinión, eso los volvía tontos y escandalosos, aunque tal vez de mayor lo entendiera. Cuando me dirigía por el césped a la pista de tenis vi a un hombre tumbado bajo un árbol, abrazado a dos mujeres. Los tres dormían como troncos. Alguien estaba tocando el saxofón en la terraza, y me dije que era una suerte que no tuviéramos vecinos cerca.

Sabía que tenía mucha suerte de vivir en Admiral House. Cuando comencé en la escuela del pueblo y un día Mabel, una amiga que hice, me invitó a merendar, me sorprendió mucho que su familia viviera en una casa cuya puerta principal daba directamente a la sala de estar. Al fondo había una cocina diminuta, ¡y el baño estaba fuera! Mabel tenía cuatro hermanos, y los cinco dormían juntos arriba, en un cuarto pequeñísimo. Fue la primera vez que comprendí que yo venía de una familia rica y que no todo el mundo vivía en una casa grande con un parque como jardín, y eso me impresionó. Cuando Daisy fue a buscarme para llevarme a casa, le pregunté por qué.

—Es la suerte de los dados, Posy —respondió con su suave acento de Suffolk—. O te toca o no te toca.

Daisy era muy dada a los dichos; la mitad de las veces no la entendía, pero me alegré mucho de que los «dados» me hubieran metido en el saco de los afortunados y decidí que tenía que rezar más por los que se quedaban fuera.

Sospechaba que no le caía demasiado bien a mi maestra, la señorita Dansart. Aunque nos animaba a todos a levantar la mano cuando sabíamos la respuesta a sus preguntas, daba la impresión de que yo era siempre la primera en hacerlo. La señorita Dansart ponía los ojos en blanco y sus labios hacían una mueca extraña cuando decía «Sí, Posy» en un tono cansado. En una ocasión, la oí hablar con otra maestra en el patio mientras yo estaba dando a la comba.

—Hija única… criada entre adultos… precoz…

Busqué «precoz» en el diccionario. Y a partir de ese día dejé de levantar la mano, aunque la respuesta me quemara en la garganta.

A las seis se despertaron todos y fueron a cambiarse para la cena. Entré en la cocina, donde Daisy me señaló mi cena.

—Esta noche pan con mermelada, señorita Posy. Tengo que lidiar con dos salmones del señor Ralph y no les encuentro ni pies ni cabeza.

Daisy se rio de su propio chiste, y de pronto me dio mucha pena que tuviera que trabajar tanto.

—¿Quieres que te ayude?

—Las dos chicas de Marjory vendrán del pueblo para poner la mesa y servir la cena. Me las apañaré, pero gracias por preguntar —dijo con una sonrisa—. Es usted una buena chica, de verdad.

Cuando me hube terminado el té, me escabullí de la cocina antes de que Daisy pudiera ordenarme que subiera y me preparara para acostarme. Hacía una noche tan bonita que quería volver afuera y disfrutar de ella. Al salir a la terraza vi que el sol se cernía sobre los robles, proyectando rayos de luz amarillenta en la hierba. Los pájaros seguían cantando como si fuera mediodía, y todavía hacía calor para estar a gusto sin chaqueta. Me senté en los escalones, me alisé el vestido de algodón sobre las rodillas, estudié un almirante rojo que se había posado en una planta del inclinado parterre que descendía hasta el jardín. Yo siempre había pensado que Admiral House se llamaba así por las bellas mariposas almirante que sobrevolaban los arbustos. Me había llevado un disgusto terrible cuando maman me contó que el nombre se debía a mi trastatarabuelo, que había sido almirante de la marina, lo que era mucho menos romántico.

Aunque papá me había explicado que en la zona las mariposas almirante eran «corrientes» (que era como maman llamaba a algunos niños de mi clase), a mí me parecían las más bellas del mundo, con sus vibrantes alas rojas y negras y los puntos blancos en los extremos, un dibujo que me recordaba al de los Spitfires que pilotaba papá. Ese pensamiento, sin embargo, me puso triste, pues también me recordó que al día siguiente volvería a marcharse para pilotarlos.

—Hola, cariño, ¿qué haces aquí sola?

La voz de papá me sobresaltó, porque justo estaba pensando en él. Levanté la mirada y lo vi cruzar la terraza hacia mí fumando un cigarrillo, que arrojó al suelo y aplastó con el pie. Sabía que yo odiaba el olor.

—No le digas a Daisy que me has visto, papá, o me mandará a la cama —me apresuré a decir cuando se sentó a mi lado.

—Prometido. Además, nadie debería estar en la cama una noche tan mágica como esta. Creo que junio es el mejor mes que nos ofrece Inglaterra. Todo en la naturaleza se ha recuperado de su largo letargo invernal, se ha desperezado y ha bostezado, y ha abierto las hojas y las flores para deleite de los humanos. En agosto su energía se habrá quemado con el calor y todo se preparará para echarse otra vez a dormir.

—Como nosotros, papá. En invierno me gusta estar en la cama.

—Exacto, cariño. Nunca olvides que estamos conectados de manera inextricable con la naturaleza.

—La Biblia dice que Dios lo creó todo en la Tierra —dije con solemnidad, pues lo había aprendido en clase de religión.

—Así es, aunque me cuesta creer que consiguiera hacerlo en tan solo siete días. —Rio.

—Es mágico, ¿verdad? Como que Papá Noel pueda llevar regalos a todos los niños del mundo en una sola noche.

—Y que lo digas, Posy. El mundo es un lugar mágico, y todos debemos sentirnos afortunados por vivir en él. Nunca olvides eso.

—No, papá. ¿Papá?

—¿Qué, Posy?

—¿A qué hora te vas mañana?

—Debo coger el tren después de comer.

Clavé la vista en mis zapatos negros de charol.

—Me preocupa que te hagan daño otra vez.

—No tengas miedo, cariño. Como dice tu madre, soy indestructible —contestó con una sonrisa.

—¿Cuándo volverás a casa?

—En cuanto obtenga un permiso, que será pronto. Cuida de tu madre mientras estoy fuera, ¿de acuerdo? Sé que le pone muy triste quedarse aquí sola.

—Siempre intento cuidar de ella, papá. Se pone triste porque te quiere y te echa de menos, ¿verdad?

—Sí, Posy, y yo la quiero a ella. Pensar en tu madre, y en ti, es lo único que me ayuda a seguir adelante cuando estoy volando. Tu madre y yo llevábamos poco tiempo casados cuando estalló esta maldita guerra.

—Después de oírla cantar en el club de París, te enamoraste de ella al instante y te la trajiste a Inglaterra para convertirla en tu esposa antes de que pudiera cambiar de opinión —relaté con la mirada perdida. La historia de amor de mis padres era mucho mejor que las de los cuentos de mis libros.

—Sí. El amor es lo que hace que la vida sea mágica, Posy. Incluso en el día más gris del invierno, el amor puede hacer que el mundo se ilumine y nos parezca tan bello como ahora. —Suspiró hondo y tomó mis deditos entre sus grandes manos—. Prométeme que, cuando encuentres el amor, te aferrarás a él y no lo soltarás jamás.

—Te lo prometo, papá —dije muy seria.

—Buena chica. Ahora debo cambiarme para la cena. —Me plantó un beso en los rizos, se levantó y entró en casa.

Por supuesto que yo entonces no lo sabía, pero esa iba a ser la última conversación como es debido que tendría con mi padre.

Papá se marchó al día siguiente por la tarde, y también los invitados. Hacía mucho calor y se respiraba un aire denso y pesado, como si se hubiese quedado sin oxígeno. El silencio se apoderó de la casa. Daisy se había ido a tomar el té con su amiga Edith, como cada semana, de modo que ni siquiera se oían sus refunfuños o gorgoritos (de los dos, prefería los refunfuños) mientras fregaba los platos. Había una pila en la antecocina, amontonados en bandejas, a la espera de ser lavados. Me había ofrecido a ayudarla con las copas, pero Daisy me dijo que le daría más trabajo que otra cosa, lo que a mi parecer era bastante injusto.

Maman se había metido en la cama en cuanto el último coche hubo desaparecido tras los castaños. Por lo visto tenía una de sus migrañas, que según Daisy era una manera elegante de llamar a la resaca, que a saber lo que era. Me acurruqué en el asiento de la ventana de mi cuarto que quedaba justo encima del pórtico de Admiral House. Eso significaba que si esperábamos a alguien, yo era la primera en verlo llegar. Papá me llamaba «su pequeña centinela», y como Frederick, el mayordomo, se había ido a la guerra, yo era la que normalmente abría la puerta.

Desde allí tenía una vista perfecta del camino de entrada que transcurría entre hileras de castaños y robles viejísimos. Papá me había contado que algunos los habían plantado cerca de trescientos años atrás, cuando el primer almirante construyó la casa. (La idea me fascinaba, pues quería decir que los árboles vivían casi cinco veces más años que la gente, si la Encyclopaedia Britannica de la biblioteca estaba en lo cierto y la esperanza media de vida de los humanos era de sesenta y un años para los hombres y de sesenta y siete para las mujeres.) Si aguzaba la vista un día despejado podía divisar una delgada línea azul grisáceo por encima de las copas de los árboles y debajo del cielo. Era el mar del Norte, situado a solo ocho kilómetros de Admiral House. Me asustaba pensar que algún día no muy lejano papá podría estar sobrevolándolo en su pequeño avión.

—Vuelve a casa sano y salvo, vuelve a casa pronto —susurré a los nubarrones que presionaban el sol poniente, dispuestos a aplastarlo como una naranja jugosa (hacía mucho que no probaba una).

El aire estaba en calma, y por mi ventaba no entraba ni un soplo de brisa. Oí el retumbar de truenos a lo lejos y confié en que Daisy no tuviera razón y Dios no estuviera enfadado con nosotros. Nunca lograba discernir si era el Dios de la cruz de Daisy o el Dios del vicario. A lo mejor, como los padres, podía ser las dos cosas.

Cuando empezaron a caer las primeras gotas, que pronto se tornaron en un torrente mientras la ira de Dios iluminaba el cielo con sus rayos, confié en que papá hubiese llegado ya a su base, de lo contrario acabaría hecho una sopa o, peor aún, alcanzado por un rayo. Cerré la ventana porque el alféizar se estaba empapando, y en ese momento reparé en que mi barriga gruñía casi con tanta fuerza como la tormenta. Así pues, salí en busca del pan y la mermelada que Daisy me había dejado para cenar.

Mientras bajaba por la amplia escalera de roble en penumbra, pensé en lo silenciosa que estaba la casa comparada con el día anterior, como si un nido de abejas parlanchinas hubiera llegado y se hubiera marchado de golpe. Por encima de mi cabeza rugió otro rayo, lo que rompió el silencio, y me dije que era bueno que no me asustaran las tormentas, ni la oscuridad ni estar sola.

—Oooh, Posy, qué miedo da tu casa —había dicho Mabel una tarde que la invité a merendar—. ¡Mira todos esos cuadros de gente muerta con esos trajes del año catapún! Me ponen los pelos de punta —declaró con un escalofrío señalando los retratos de antepasados Anderson que flanqueaban la escalera—. Yo no me atrevería a salir de mi cuarto para ir al retrete por la noche por si me encontraba con un fantasma.

—Son parientes míos de hace mucho tiempo, y estoy segura de que serían muy simpáticos si volvieran para saludarnos —había respondido yo, molesta con Mabel por el hecho de que Admiral House no le hubiera gustado al instante como a mí.

En ese momento, mientras cruzaba el vestíbulo y recorría el retumbante pasillo que conducía a la cocina, no sentía miedo alguno pese a la oscuridad y pese a ser consciente de que maman, que probablemente seguiría durmiendo arriba, en su habitación, jamás me oiría si gritara.

Sabía que ahí estaba segura, que nada malo podía pasar dentro de los recios muros de esa casa.

Le di al interruptor de la cocina, pero, al parecer, no funcionaba, de manera que encendí una de las velas que había en un estante. Se me daba bien encender velas porque en Admiral House no podías fiarte de la electricidad, sobre todo desde que había empezado la guerra. Me encantaba la luz suave y parpadeante que no alumbraba más que la zona en la que estabas y hacía que hasta la persona más fea pareciera guapa. Cogí el pan que Daisy me había cortado —me dejaban encender velas, pero tenía prohibido tocar cuchillos afilados— y lo unté generosamente con mantequilla y mermelada. Luego, con un pedazo ya en la boca, agarré el plato y la vela, y subí a mi habitación para contemplar la tormenta.

Me instalé en el asiento de la ventana mordiendo el pan con mermelada y pensando en lo mucho que Daisy se preocupaba por mí cuando se marchaba en su tarde libre. Sobre todo cuando papá estaba fuera.

—No está bien que una niña pequeña esté sola en una casa tan grande —mascullaba.

Yo le explicaba que no estaba sola porque maman también estaba, y que además no era «pequeña» porque ya tenía siete años.

—¡Bah! —soltaba mientras se quitaba el delantal y lo colgaba detrás de la puerta de la cocina—. Diga lo que diga su madre, suba y despiértela si la necesita.

—Lo haré —respondía yo siempre, aunque nunca lo hacía, naturalmente, ni siquiera una vez que estuve revolcándome por el suelo porque me dolía mucho la barriga.

Sabía que maman se irritaría si la despertaba, porque necesitaba dormir. De todos modos, no me importaba estar sola porque, desde que papá se había marchado a la guerra, me había acostumbrado. Además, tenía la Encyclopaedia Britannica completa en la biblioteca para leer. Había terminado los dos primeros volúmenes, pero me quedaban otros veintidós, los cuales calculaba que me durarían hasta que me hiciera mayor.

Esa noche, sin electricidad y con la vela reducida a un cabo, no podía leer, así que me dediqué a contemplar el cielo tratando de no pensar en que papá se había ido, de lo contrario las lágrimas empezarían a brotar de mis ojos con tanta rapidez como las gotas de lluvia que azotaban la ventana.

Mientras miraba fuera, un repentino destello rojo en la esquina superior del cristal atrajo mi atención.

—¡Es una mariposa! ¡Un almirante rojo!

Me encaramé al asiento de la ventana y vi que la pobre criatura estaba intentando protegerse de la tormenta acurrucándose debajo del marco. Tenía que rescatarla, de modo que, muy despacio, abrí el pasador y saqué la mano. Aunque la mariposa no se movía, tardé bastante en cogerla entre el índice y el pulgar porque no quería dañarle las frágiles alas, que estaban cerradas con firmeza y muy mojadas y resbaladizas.

—Te tengo —susurré al tiempo que bajaba la mano empapada y cerraba la ventana con la mano seca—. Tranquila, pequeña. —Me la posé en la palma y la estudié—. ¿Cómo puedo secarte las alas?

Rumié sobre cómo debían de secarse ahí fuera, en la naturaleza, porque seguro que se mojaban todo el tiempo.

—Una brisa cálida —declaré, y comencé a soplar con suavidad sobre las alas.

Al principio la mariposa seguía sin moverse, pero finalmente, justo cuando pensaba que iba a desmayarme de tanto soplar, vi que las alas se agitaban y se abrían. Nunca había tenido una mariposa quieta en la palma de la mano, así que ladeé la cabeza y examiné el precioso color y el dibujo intrincado que la cubría.

—Eres bellísima —le dije—. Esta noche no puedes volver afuera porque te ahogarías. ¿Qué te parece si te dejo aquí, en la repisa de la ventana, para que puedas ver a tus amigas, y te dejo ir mañana por la mañana?

Con sumo cuidado, cogí la mariposa con las puntas de los dedos y la deposité en la repisa de la ventana. Me quedé un rato observándola y preguntándome si las mariposas dormían con las alas abiertas o cerradas. Para entonces, mis propios ojos empezaron a cerrarse, así que corrí las cortinas para que la diminuta criatura no tuviera la tentación de echar a volar por la habitación y posarse en el techo, que era altísimo. De hacerlo, me resultaría imposible bajarla de allí, y la criatura podría morir de hambre o de miedo.

—Buenas noches, mariposa, que descanses —susurré antes de apagar la vela y quedarme dormida.

Cuando me desperté, vi en el techo fragmentos de luz procedente de las rendijas de las cortinas. Eran dorados, lo que quería decir que había salido el sol. Acordándome de mi mariposa, me levanté de la cama y descorrí las cortinas con cuidado.

—¡Oh!

Ahogué un grito al ver que la mariposa tenía las alas cerradas y estaba tumbada de lado con los piececillos colgando. Como el envés de las alas era marrón oscuro, semejaba una palomilla grande y completamente muerta. Se me llenaron los ojos de lágrimas mientras la tocaba, pero no se movió, por lo que supe que su alma ya estaba en el cielo. A lo mejor la había matado por no haberla liberado por la noche. Papá siempre decía que tenías que soltarlas muy deprisa, y aunque la mariposa no había estado en un tarro de cristal, sí que estuvo encerrada en una habitación. O a lo mejor había muerto de una neumonía o una bronquitis por haberse mojado tanto.

Me quedé mirándola y en ese momento supe que era un augurio terrible.

Otoño de 1944

Me gustaba el momento en que el verano daba paso al largo invierno. La niebla empezaba a flotar entre las copas de los árboles cual enormes telas de araña, y el aire olía a leña y a fermentación (había aprendido esa palabra hacía poco, cuando fui de visita con el colegio a una fábrica cervecera local y vi cómo convertían el lúpulo en cerveza). Maman decía que el clima inglés era deprimente, que quería vivir en un lugar donde hiciera sol y calor todo el año. Personalmente, yo pensaba que eso sería muy aburrido. Observar el ciclo de la naturaleza, las mágicas manos invisibles que convertían las hojas verde esmeralda de las hayas en un dorado brillante, era fascinante. O a lo mejor tenía una vida muy aburrida sin más.

Y había sido aburrida desde la marcha de papá. No más fiestas ni visitas, salvo las del tío Ralph, que se presentaba en casa a menudo con flores y cigarrillos franceses para maman y, de vez en cuando, con chocolate para mí. Por lo menos, la monotonía se había roto con el acostumbrado viaje a Cornualles en agosto para ver a la abuela. Normalmente maman me acompañaba y papá se unía a nosotras unos días si conseguía un permiso, pero ese año maman anunció que yo ya era lo bastante mayor para ir sola.

—Es a ti a quien quiere ver, Posy, no a mí. A mí me odia, siempre me ha odiado.

Yo estaba segura de que eso no era verdad, porque nadie podía odiar a maman, con su belleza y esa voz adorable, pero el caso es que fui sola, con una malhumorada Daisy teniendo que acompañarme en el largo trayecto para volver luego a Admiral House.

La abuela vivía en las afueras de Blisland, un pueblecito enclavado en la linde occidental de Bodmin Moor. Aunque la casa era bastante grande y lujosa, sus paredes grises y sus pesados muebles oscuros siempre me parecían tristes después de las luminosas estancias de Admiral House. Los alrededores, al menos, eran divertidos de explorar. Cuando papá venía, caminábamos por el páramo y recogíamos muestras de brezo y de las bonitas flores silvestres que creían entre la aulaga.

Por desgracia, en esa visita papá no estaba y llovió cada día, lo que quería decir que salir al páramo quedaba descartado. Durante las largas tardes lluviosas, la abuela me enseñó a jugar al solitario y comimos mucha tarta, pero me alegré cuando llegó el momento de marcharme. Una vez en casa, Daisy y yo nos bajamos de la carreta de la que tiraba un poni que Benson, nuestro jardinero a media jornada (que debía de rondar los cien años), utilizaba a veces para recoger a la gente en la estación. Dejé que Benson y Daisy entraran las maletas e irrumpí en casa buscando a maman. Podía oír «Blue Moon» sonando en el gramófono del salón, donde encontré a maman y al tío Ralph bailando juntos.

—¡Posy! —exclamó maman, que abandonó los brazos del tío Ralph y se acercó para abrazarme—. No te oímos llegar.

—Habrá sido por la música —respondí, pensando en lo guapa que estaba y en lo feliz que parecía con las mejillas sonrosadas y la preciosa melena, liberada del pasador, dibujando una cascada dorada sobre su espalda.

—Estamos de celebración, Posy —dijo el tío Ralph—. Tenemos buenas noticas de Francia. Por lo visto los nazis están a punto de rendirse y la guerra terminará al fin.

—Qué bien —contesté—. Eso significa que papá volverá pronto.

—Sí.

Se hizo un silencio antes de que maman me dijera que subiera a lavarme y cambiarme después del largo viaje. Mientras obedecía, deseé con todas mis fuerzas que el tío Ralph estuviera en lo cierto y que papá volviera pronto a casa. Desde que los noticieros de la radio habían comenzado a hablar del triunfo del Día D, soñaba constantemente con verlo. Habían pasado tres meses ya y papá no había regresado aún, si bien maman fue a verlo cuando tuvo un permiso corto, porque era más fácil. Cuando le preguntaba por qué no había vuelto a casa todavía si casi habíamos ganado la guerra, se encogía de hombros.

—Está muy ocupado, Posy, volverá cuando pueda.

—Pero ¿cómo sabes que está bien? ¿Te ha escrito?

Oui, chérie, me ha escrito. Debes tener paciencia. Las guerras tardan mucho en terminarse.

La escasez de comida estaba empeorando y ya solo nos quedaban dos gallinas, las cuales conservaban el cuello intacto porque eran excelentes ponedoras. Hasta ellas parecían alicaídas, aunque yo iba a hablarles todos los días porque Benson decía que las gallinas felices ponían más huevos. Mi cháchara no estaba funcionando, pues tanto Ethel como Ruby llevaban cinco días sin poner un solo huevo.

—¿Dónde estás, papá? —pregunté al cielo, pensando en lo maravilloso que sería que de repente viera aparecer un Spitfire entre las nubes y que allí estuviera papá, bajando en picado para aterrizar en el jardín.

Llegó noviembre, y todas las tardes después del colegio las pasaba buscando leña en los matorrales empapados de escarcha para el fuego que maman y yo encendíamos en la salita de día por las noches, porque era mucho más pequeña y fácil de caldear que el gran salón.

—Posy, he estado pensando en la Navidad —dijo maman una noche.

—Puede que papá haya vuelto para entonces y podamos pasarla juntos.

—No, no habrá vuelto, y mis amigos me han invitado a Londres para celebrarla con ellos. Como es lógico, sería muy aburrido para ti estar con tantos adultos, así que he escrito a tu abuela y está dispuesta a acogerte por Navidad.

—Pero…

—Posy, por favor, tienes que entender que no podemos quedarnos aquí. La casa está helada, no hay carbón para los fogones…

—Pero tenemos troncos y…

—¡No tenemos comida en los platos, Posy! Hace poco tu abuela se quedó sin criada y está dispuesta a quedarse también con Daisy mientras busca una sustituta.

Al borde de las lágrimas, me mordí el labio.

—¿Y si vuelve papá y ve que no estamos?

—Le escribiré y se lo diré.

—Puede que no reciba la carta. Además, prefiero quedarme aquí y morir de hambre que pasar la Navidad en casa de la abuela. La quiero, pero es mayor, y esa casa no es mi hogar y…

—¡Se acabó! Está decidido, Posy. Recuerda que todos debemos hacer lo que podamos para sobrevivir los últimos meses de esta brutal guerra. Por lo menos, estarás caliente y segura, con comida en la barriga. Es mucho más de lo que tienen muchas personas en el mundo que están pasando hambre o incluso muriendo.

Nunca había visto a maman tan enfadada, de modo que, pese a tener un torrente de lágrimas agazapado detrás de los ojos, tragué saliva y asentí.

—Sí, maman.

Después de eso, al menos maman parecía más animada, a pesar de que Daisy y yo deambulábamos por la casa como almas en pena.

—Si pudiera elegir, no iría —rezongó Daisy mientras me ayudaba a hacer la maleta—. Pero la señora me ha dicho que no tiene dinero para pagarme aquí, así que ¿qué puedo hacer? No puedo vivir del aire, ¿no?

—Estoy segura de que las cosas mejorarán cuando la guerra termine y papá vuelva a casa —dije para consolarla a ella y, de paso, consolarme a mí.

—Las cosas no pueden empeorar más de lo que ya lo han hecho. ¡Hay que ver adónde hemos llegado! —respondió Daisy con aire sombrío—. Para mí que su madre quiere que nos quitemos de en medio para poder...

—¿Para poder qué? —la insté.

—Da igual, jovencita, pero cuanto antes vuelva su padre, mejor.

Dado que la casa iba a permanecer cerrada un mes, Daisy se dedicó a limpiar hasta el último rincón.

—¿Por qué limpias si no habrá nadie aquí? —le dije.

—No pregunte tanto, señorita Posy, y ayúdeme —replicó mientras cogía una sábana blanca de una pila y la sacudía como si fuera una gran vela de barco.

Juntas, extendimos sábanas por todas las camas y los muebles de las veintiséis estancias de la casa, hasta que dio la impresión de que había entrado a vivir una familia numerosa de fantasmas.

Cuando comenzaron las vacaciones escolares, saqué mis lápices de colores y mi libreta de hojas blancas para dibujar todo lo que encontraba en el jardín. No era una tarea fácil, porque estaba todo muerto. Una fría mañana de diciembre salí al jardín con mi lupa. Aunque no había nevado aún, una rutilante capa de escharcha blanca cubría los acebos y me quité los mitones para poder sostener la lupa y examinar los tallos como es debido. Papá me había enseñado dónde mirar exactamente para encontrar las crisálidas de la mariposa náyade.

En esas estaba cuando vi que la puerta del Torreón se abría y Daisy salía con la cara colorada y los brazos llenos de utensilios de limpieza.

—Señorita Posy, ¿qué hace aquí fuera sin los mitones puestos? —me regañó—. Póngaselos o los dedos se le congelarán y se le caerán.

Y dicho eso, puso rumbo a la casa y yo me volví hacia la puerta del Torreón, que no se había cerrado del todo. Sin pensármelo dos veces, entré y la puerta se cerró tras de mí con un chirrido.

Estaba muy oscuro, pero mis ojos enseguida se acostumbraron a la penumbra y adivinaron las siluetas de los palos de críquet y los aros de cróquet que papá guardaba allí, así como el armario de las armas, cerrado con llave, que me había dicho que no abriera nunca. Me volví hacia la escalera que conducía al cuarto de papá y me quedé ahí quieta, presa de la indecisión. Si Daisy había dejado la puerta de abajo abierta, puede que la del cuarto privado de papá también lo estuviera. Deseaba tanto ver el interior, tanto…

Finalmente ganó la curiosidad y, antes de que Daisy regresara, subí a toda prisa la escalera, que giraba una y otra vez. Cuando llegué arriba, coloqué la mano en el pomo de la gran puerta de roble y lo giré. Estaba claro que Daisy no había echado la llave, porque la puerta cedió y, con un paso más, me vi dentro del despacho secreto de papá.

Olía a cera para madera, y la luz iluminaba las paredes circulares que enmarcaban las ventanas que Daisy acababa de limpiar. De la pared que tenía justo delante, pendía lo que semejaba una familia entera de mariposas almirante rojo. Estaban dispuestas en hileras de cuatro detrás de un cristal con un marco dorado.

Desconcertada, me acerqué mientras me preguntaba cómo podían permanecer tan quietas y de qué se alimentaban dentro de esa cárcel de cristal.

Entonces vi las cabezas de los alfileres que las mantenían clavadas a la base. Paseé la mirada por las demás paredes y advertí que también estaban cubiertas con las mariposas que habíamos cazado a lo largo de los años.

Con un gemido de espanto, me di la vuelta, corrí escaleras abajo y salí al jardín. Al ver a Daisy aproximándose desde la casa rodeé el Torreón y me adentré en el bosque. Cuando estuve lo bastante lejos, me desplomé resoplando sobre las raíces de un gran roble.

—¡Están muertas! ¡Están muertas! ¡Están muertas! ¿Cómo ha podido mentirme? —grité entre sollozos.

Permanecí en el bosque mucho tiempo, hasta que oí que Daisy me llamaba. Deseé poder preguntar a papá por qué las había matado, con lo bellas que eran, y las había colgado como trofeos para levantar la vista y contemplar su falta de vida en las paredes.

No podía preguntárselo porque no estaba, pero tenía que confiar y creer que había una buena razón para los asesinatos perpetrados en nuestro reino de las mariposas.

Mientras me levantaba y regresaba despacio a casa, no se me ocurrió ninguna. Lo único que sabía era que no quería volver a poner los pies en el Torreón jamás.

Admiral House. Septiembre de 2006

Admiral House

Septiembre de 2006

Arbusto de la mariposa

(Buddleja davidii)

Capítulo 1

1

Posy estaba en el huerto recogiendo zanahorias cuando le sonó el móvil en las profundidades de su chaqueta Barbour.

—Hola, mamá. ¿Te he despertado?

—Qué va, y aunque lo hubieras hecho, me encanta que me llames. ¿Cómo estás, Nick?

—Bien, mamá.

—¿Qué tal en Perth? —preguntó Posy, que cruzó el huerto y entró en la cocina.

—Justo empieza a apretar el calor mientras en Inglaterra se acerca el frío. ¿Cómo estás tú?

—Bien. Ya sabes que por aquí las cosas nunca cambian mucho.

—Te he llamado para decirte que a finales de mes iré a Inglaterra.

—¡Oh, Nick, qué alegría, después de tantos años!

—Diez, para ser exactos —confirmó su hijo—. Ya es hora de que vaya a casa, ¿no te parece?

—Ya lo creo que sí. Estoy feliz, cariño, ya sabes lo mucho que te echo de menos.

—Y yo a ti, mamá.

—¿Cuánto piensas quedarte? ¿Lo bastante para que puedas ser mi invitado de honor en la fiesta que daré en junio por mi setenta cumpleaños? —Posy sonrió.

—Depende de cómo vayan las cosas, pero aunque decida regresar a Perth, me aseguraré de estar ahí para tu fiesta.

—¿Querrás que vaya a recogerte al aeropuerto?

—No te preocupes por eso. Primero pasaré unos días en Londres con mis amigos Paul y Jane, porque debo ocuparme de algunos asuntos, pero te llamaré cuando tenga claros mis planes y subiré a verte a Admiral House.

—Qué ganas tengo, cariño.

—Y yo, mamá. Ha pasado mucho tiempo. Ahora tengo que dejarte, pero te llamo pronto.

—Vale. Ah, Nick… no me puedo creer que vayas a venir.

Nick oyó que se le entrecortaba la voz.

—Yo tampoco. Te quiero mucho, mamá, y te llamaré en cuanto lo tenga todo organizado. Adiós.

—Adiós, cariño. —Temblando de emoción, Posy se dejó caer en la vieja silla de cuero que había junto al fogón.

De sus dos hijos, era de Nick de quien tenía los recuerdos de su infancia más vívidos. Quizá porque había nacido muy poco después de la trágica muerte de su padre, Posy siempre había sentido que Nick era suyo por completo.

Su llegada prematura —precipitada, casi con certeza, por el terrible shock de perder de manera trágica a Jonny, su marido desde hacía trece años— supuso que Posy, con su hijo Sam de tres años además del recién nacido, no dispusiera de tiempo para hundirse.

Se había encontrado con muchas cosas que resolver y muchas decisiones difíciles que tomar en el momento en que se hallaba en su punto más bajo. Tuvo que posponer todos los planes de futuro que había hecho con Jonny. Con dos niños pequeños que criar ella sola —niños que necesitarían más que nunca el amor y la atención de su madre—, Posy comprendió que sería imposible intentar dirigir Admiral House como el negocio que habían planeado.

Si existía un momento especialmente malo para perder a un marido, pensó Posy, en su caso había sido ese. Después de doce años siendo destinado a diferentes partes del mundo, Jonny había decidido dejar el ejército y cumplir el ansiado sueño de su esposa: regresar a Admiral House y proporcionar a su joven familia —y a ellos dos— un hogar de verdad.

Posy puso el hervidor al fuego pensando en el calor de aquel día de agosto, treinta y cuatro años atrás, en que Jonny los había llevado en coche entre los dorados campos de Suffolk hasta la casa. Ella acababa de quedarse embarazada de Nick y la mezcla de nervios y náuseas los había obligado a parar dos veces. Cuando por fin cruzaron las vetustas verjas de hierro, Posy contuvo la respiración.

Un torrente de recuerdos la inundó en cuanto Admiral House apareció ante sus ojos. Era tal como la recordaba, quizá un poco más vieja y cansada, pero lo mismo podía decir de sí misma. Jonny le abrió la portezuela del coche y la ayudó a bajar, y Sam le dio alcance y se cogi

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