La última carta

Cecelia Ahern

Fragmento

Prólogo

Prólogo

APUNTA A LA LUNA E INCLUSO SI FALLAS ATERRIZARÁS ENTRE LAS ESTRELLAS.

Está grabado en la lápida de mi marido en el cementerio. Es una frase que decía a menudo. Su talante optimista y alegre formulaba frases de autoayuda como si fuesen combustible para la vida. Ese tipo de palabras positivas de aliento no surtía efecto sobre mí; no hasta que murió. Fue cuando me las dijo desde la tumba cuando realmente las oí, las sentí, las creí. Cuando me aferré a ellas.

A lo largo de un año entero después de su muerte, mi marido Gerry continuó viviendo, dándome el regalo de sus palabras en notas sorpresa que recibía cada mes. Sus palabras eran lo único que yo tenía; ya no palabras pronunciadas sino palabras escritas, surgidas de sus pensamientos, de su mente, de un cerebro que controlaba un cuerpo con un corazón palpitante. Sus palabras significaban vida. Y las agarré, apretando con fuerza sus cartas hasta que los nudillos se me ponían blancos y las uñas se me clavaban en las palmas. Me aferré a ellas como si fuesen mi tabla de salvación.

Son las siete de la mañana del 1 de abril, y esta tonta se está deleitando con la nueva luminosidad del cielo. Los atardeceres se prolongan y la primavera empieza a curar el bofetón seco, contundente e impactante del invierno. Antes me daba pavor esta estación del año; prefería el invierno, cuando cualquier lugar servía de escondite. La oscuridad me daba la sensación de estar oculta detrás de una gasa, de estar desenfocada, de ser casi invisible. Me recreaba en ella y celebraba la brevedad del día, la duración de la noche; el oscurecimiento del cielo era mi cuenta atrás hacia una hibernación aceptable. Ahora que me enfrento a la luz, tengo que impedir que las tinieblas me absorban de nuevo.

Mi metamorfosis fue semejante al choque repentino que experimenta el cuerpo cuando se sumerge en agua fría. Tras el impacto se siente la necesidad incontenible de chillar y salir de un salto, pero cuanto más tiempo permanece uno sumergido, más se aclimata. El frío, igual que la oscuridad, puede convertirse en un engañoso solaz que no se desea abandonar nunca. Pero yo lo hice; con patadas y brazadas me remonté hasta la superficie. Emergí con los labios amoratados y los dientes castañeteando, me descongelé y volví a entrar en el mundo.

Transitando del día a la noche, en la transición del invierno a la primavera, en un lugar transitorio. La tumba, considerada el lugar del descanso final, está menos tranquila bajo la superficie que arriba. Bajo tierra, abrazados por ataúdes de madera, los cuerpos cambian mientras la naturaleza descompone a conciencia los restos. Incluso mientras descansa, el cuerpo se transforma continuamente. La risa atolondrada de los niños que juegan en las inmediaciones rompe el silencio, sin que los afecte el mundo en el que están ni tengan consciencia de él, de los muertos de abajo y los afligidos que los rodean. La pena crea una capa que nos nubla los ojos y ralentiza nuestro paso, nos separa del resto del mundo; y si bien los dolientes quizá sean silenciosos, su dolor no lo es. La herida tal vez sea interna, pero puedes oírla, puedes verla, puedes sentirla.

En los días y meses que siguieron a la muerte de mi marido busqué alguna imprecisa conexión trascendental con él, desesperada por volver a sentirme entera. Fue como una sed insufrible que había que saciar. Los días en que estaba activa, su presencia se acercaba sin hacer ruido y me daba un toque en el hombro, y de repente sentía una soledad insoportable. Un corazón agostado. La pena es perpetuamente incontrolable.

Optó por la cremación. Sus cenizas están en una urna encajada en un nicho en la pared de un columbario. Sus padres habían reservado el espacio contiguo. El nicho vacío que hay en la pared al lado de su urna es para mí. Me siento como si estuviese mirando a la muerte a la cara, cosa que habría aceptado con gusto cuando él murió. Cualquier cosa con tal de estar a su lado. Habría trepado de buena gana hasta ese nicho y me habría retorcido como una contorsionista para acurrucar mi cuerpo en torno a sus cenizas.

Él está en la pared. Pero no está ahí, no está ahí. Se ha ido. Es energía en otro lugar. Partículas de materia disgregada esparcidas por doquier. Si pudiera, desplegaría un ejército para capturar cada átomo suyo y volver a juntarlo, pero todos los caballos y todos los hombres del rey...[1] Lo sabemos desde el principio, solo nos damos cuenta de lo que significa al final.

Tuvimos el privilegio de no tener solo uno sino dos adioses; una larga enfermedad de cáncer seguida por un año de sus cartas. Se despidió en secreto, sabiendo que habría más cosas suyas a las que podría aferrarme, algo más que recuerdos; incluso después de su muerte encontró una manera para que creáramos juntos nuevos recuerdos. Magia. Adiós, amor mío, adiós otra vez. Tendrían que haber sido suficientes. Pensaba que lo eran. Quizá por eso la gente acude a los cementerios. En busca de más adioses. Quizá no tenga nada en absoluto que ver con decir hola; es el consuelo del adiós, una serena y plácida despedida exenta de culpa. No siempre recordamos cómo nos conocimos, pero a menudo recordamos cómo nos separamos.

Me resulta sorprendente volver a estar aquí, tanto en este lugar como con este estado de ánimo. Siete años después de su muerte. Seis años después de su última carta. Había..., mejor dicho, he salido adelante, pero acontecimientos recientes lo han perturbado todo, me han sacudido el alma. Debería seguir adelante, pero existe una hipnótica marea rítmica, como si su mano tratara de alcanzarme para tirar de mí hacia atrás.

Observo la lápida y leo su frase otra vez.

APUNTA A LA LUNA E INCLUSO SI FALLAS ATERRIZARÁS ENTRE LAS ESTRELLAS.

De modo que así es como tiene que ser. Porque lo hicimos, él y yo. Apuntamos derecho a la luna. Fallamos. Este lugar, todo lo que tengo y todo lo que soy, esta nueva vida que he construido a lo largo de los últimos siete años sin Gerry, tiene que ser lo mismo que aterrizar entre las estrellas.

Capítulo 1. Tres meses antes

1

Tres meses antes

—La paciente Penélope. La esposa de Ulises, rey de Ítaca. Un personaje serio y diligente, devota esposa y madre. Hay críticos que la desdeñan como mero símbolo de la fidelidad conyugal, pero Penélope es una mujer compleja que teje sus tramas con tanta destreza como teje una prenda de ropa.

El guía turístico hace una pausa misteriosa y sus ojos escrutan a su intrigado público.

Gabriel y yo estamos viendo una exposición en el National Museum. Estamos en la última fila de la multitud reunida, manteniéndonos un poco aparte de los demás como si no tuviéramos nada que ver con ellos o no quisiéramos formar parte de su grupo, pero no somos tan guais como para arriesgarnos a perdernos algo de lo que nos están contando. Escucho al guía turístico mientras Gabriel hojea el folleto a mi lado. Después será capaz de repetirme literalmente lo que haya explicado el guía. Le gustan estas cosas. A mí me gusta que le gusten estas cosas más que las cosas en sí. Sabe cómo ocupar el tiempo y, cuando lo conocí, ese fue uno de sus rasgos más convenientes porque yo tenía una cita con el destino. Al cabo de sesenta años, como máximo, tenía una cita con alguien en el otro lado.

—Ulises, el marido de Penélope, parte a luchar en la guerra de Troya, que se prolonga diez años, a los que hay que sumar los otros diez que tarda en regresar. Penélope se ve en una situación muy peligrosa cuando ciento ocho pretendientes en total empiezan a pedirle la mano en matrimonio. Penélope es ingeniosa e inventa maneras de dar largas a sus pretendientes, manejando a cada uno de ellos con la promesa de una posibilidad pero sin someterse a ninguno.

De pronto me siento cohibida. El brazo de Gabriel sobre mis hombros resulta demasiado pesado.

—La historia del telar de Penélope que vemos aquí simboliza uno de los astutos trucos de la reina. Penélope se dedicaba a tejer una mortaja para el futuro funeral de su suegro, Laertes, y afirmaba que escogería marido en cuanto la mortaja estuviera terminada. De día trabajaba con un gran telar en los salones reales, y de noche destejía lo que había tejido. Perseveró durante tres años, aguardando a que su marido regresara y engañando así a sus pretendientes hasta que Ulises se reunió con ella.

Esto me crispa.

—¿Él la esperó a ella? —pregunto, levantando la voz.

—¿Disculpe? —pregunta el guía, buscando con los ojos muy abiertos a la dueña de la voz. El grupo se abre y todos me miran.

—Penélope es el arquetipo de la fidelidad conyugal, pero ¿qué hay de su marido? ¿Se reservó para ella, allí en la guerra, durante veinte años?

Gabriel se ríe por lo bajini.

El guía turístico sonríe y habla brevemente sobre los nueve hijos que Ulises tuvo con otras cinco mujeres en su largo viaje de regreso a Ítaca tras la guerra de Troya.

—O sea, que no —digo entre dientes a Gabriel mientras el grupo reanuda la marcha—. Qué tonta, Penélope.

—Ha sido una pregunta muy apropiada —responde Gabriel, y percibo su tono divertido.

Me vuelvo de nuevo hacia el cuadro de Penélope mientras Gabriel sigue hojeando el folleto. ¿Soy la paciente Penélope? ¿Estoy tejiendo de día y destejiendo de noche, engañando a este leal y guapo pretendiente mientras aguardo a reunirme con mi marido? Levanto la vista hacia Gabriel. Sus ojos azules reflejan regocijo, no me están leyendo el pensamiento. Increíblemente iluso.

—Podría haberse acostado con todos ellos mientras aguardaba —dice—. No se divirtió mucho, la mojigata Penélope.

Me río, apoyo la cabeza en su pecho. Me envuelve con un brazo, me estrecha y me da un beso en lo alto de la cabeza. Es sólido como una casa y yo podría vivir dentro de su abrazo; alto, ancho y fuerte, pasa los días al aire libre, trepando a los árboles como jardinero podador; arboricultor, para usar el título que él prefiere. Está acostumbrado a las alturas, le encantan el viento y la lluvia, todos los elementos, es un aventurero, un explorador, y si no es en lo alto de un árbol, puedes encontrarlo debajo, con la cabeza inclinada sobre un libro. Por la tarde, después del trabajo, huele a berros picantes.

Nos conocimos hace dos años en el Chicken Wings Festival de Bray;[2] estaba junto a mí ante el mostrador, haciendo esperar a la cola mientras pedía una hamburguesa con queso. Me pilló en un buen momento; me gustó su humor, cosa que era su intención, había estado tratando de llamar mi atención. Su manera de flirtear, supongo.

«Mi amigo quiere saber si saldrás con él.»

«Tomaré una hamburguesa con queso, por favor.»

Me pierden los flirteos malos, pero tengo buen gusto para los hombres. Hombres buenos, hombres maravillosos.

Comienza a irse en una dirección y tiro de él en la opuesta, lejos de la mirada de la paciente Penélope. Ha estado observándome y cree que reconoce a las de su tipo cuando las ve. Pero yo no soy de su tipo; no soy ella y no quiero ser ella. No voy a pausar mi vida como hizo ella a la espera de un futuro incierto.

—Gabriel.

—Holly —responde, imitando mi tono serio.

—Sobre tu proposición...

—¿Manifestarnos ante el gobierno contra las decoraciones navideñas anticipadas?

Tengo que arquear la espalda y alargar el cuello para mirarlo a la cara, de tan alto como es. Sus ojos sonríen.

—No, la otra. La de que vivamos juntos.

—Ah.

—Hagámoslo.

Levanta el puño y da un grito ahogado de alegría, digno de un estadio a rebosar.

—Si me prometes que compraremos una tele y que cada día, cuando me despierte, estarás tan guapa como ahora.

Me pongo de puntillas para acercarme a su rostro. Pongo las manos en sus mejillas, noto su sonrisa bajo la barba de perilla que se deja crecer, recorta y mantiene como un profesional; el hombre que cultiva su propio rostro.

—Es un requisito previo para ser mi compañera de piso.

—Compañera de fornicio —digo, y nos reímos como críos.

—¿Siempre has sido tan romántica? —pregunta, envolviéndome con sus brazos.

Lo fui. Antes era muy distinta. Ingenua, tal vez. Pero ya no lo soy. Lo abrazo con fuerza y apoyo la cabeza en su pecho. Pesco la mirada crítica de Penélope. Levanto el mentón con altivez. Cree que me conoce. Se equivoca.

Capítulo 2

2

—¿Estás lista? —me pregunta mi hermana Ciara en voz baja cuando ocupamos nuestros sitios en unos pufs en un extremo de la tienda; la gente murmura, aguardando que comience el espectáculo.

Estamos en el escaparate de su tienda de antigüedades y artículos de segunda mano, Magpie,[3] donde he trabajado con Ciara durante los últimos tres años. Una vez más, hemos transformado la tienda en un pequeño auditorio donde su podcast «Cómo hablar sobre...» se grabará con público. Esta noche, sin embargo, no estoy a resguardo en mi sitio habitual, detrás de la mesa del vino y las magdalenas. El caso es que he cedido a las persistentes solicitudes de mi insistente aunque aventurera e intrépida hermana pequeña para ser la invitada del episodio de esta semana, «Cómo hablar sobre la muerte». Me arrepentí de acceder en cuanto dije que sí, y ese arrepentimiento ha alcanzado dimensiones astronómicas cuando me siento de cara a nuestro escaso público.

Hemos arrimado a las paredes los colgadores y expositores de ropa y accesorios, y cinco filas de seis sillas plegables llenan el suelo de la tienda. Hemos despejado el escaparate para que Ciara y yo podamos sentarnos a cierta altura mientras, fuera, la gente que regresa apresurada del trabajo a casa lanza miradas a las maniquíes en movimiento que están sentadas en los pufs.

—Gracias por hacer esto.

Ciara alarga el brazo y toma mi mano sudorosa.

Esbozo una sonrisa mientras evalúo el control de daños si me echara para atrás en este momento, pero sé que no merece la pena. Debo hacer honor a mi compromiso.

Se quita los zapatos y sube los pies descalzos al puf, está perfectamente como en casa en este lugar. Carraspeo y el sonido reverbera a través de los altavoces por toda la tienda, donde treinta rostros curiosos y expectantes me miran fijamente.

Me froto las manos sudorosas y bajo la vista a las notas que he ido compilando frenéticamente, como un estudiante exhausto antes de un examen, desde que Ciara me pidió que hiciera esto. Pensamientos fragmentarios garabateados cuando me sentía inspirada, pero ninguno de ellos tiene sentido en estos momentos. Soy incapaz de ver dónde comienza una frase y termina otra.

Mamá está sentada en la primera fila, a varios asientos de mi amiga Sharon, que ocupa la silla del pasillo, donde dispone de más espacio para su cochecito doble. Un par de piececillos: un calcetín colgando por los pelos, otro calcetín ya caído que asoma bajo la manta del cochecito, y Sharon con su bebé de seis meses en brazos. Gerard, su hijo de seis años, está sentado a un lado de ella sin apartar los ojos del iPad y con auriculares cubriéndole las orejas, y su hijo de cuatro años está declarando histriónicamente que se aburre, tan despatarrado en la silla que tiene la cabeza apoyada contra la base del respaldo. Cuatro chicos en seis años; le agradezco que hoy haya venido. Me consta que lleva en pie desde el alba. Sé cuánto le habrá costado salir de casa, antes de volver a entrar otras tres veces para recoger cosas que había olvidado. Aquí está, mi amiga guerrera. Me sonríe, su rostro, la viva imagen del agotamiento, pero siempre mi amiga complaciente.

—Bienvenidos al cuarto episodio del podcast de Magpie —comienza Ciara—. Algunos sois habituales; Betty, gracias por traernos tus deliciosas magdalenas, y gracias, Christian, por el queso y el vino.

Busco a Gabriel entre la concurrencia. Estoy casi segura de que no está aquí, le ordené específicamente que no acudiera, aunque no era necesario. Siendo un hombre muy reservado con su vida privada y que ejerce un firme control sobre sus sentimientos, la idea de verme hablar de mi vida privada con desconocidos lo dejó atónito. Puede que lo hayamos debatido acaloradamente, pero ahora mismo no podría estar más de acuerdo con él.

—Soy Ciara Kennedy, la propietaria de Magpie, y hace poco me pareció que sería una buena idea realizar una serie de podcasts titulados «Cómo hablar sobre...» junto con las organizaciones benéficas que reciben un porcentaje de los beneficios de este negocio. Esta semana vamos a hablar sobre la muerte, en concreto sobre la aflicción y el duelo, y tenemos con nosotros a Claire Byrne, de Bereave Ireland, así como a algunas personas que se benefician de la maravillosa labor que lleva a cabo Bereave. Los ingresos de la venta de entradas y vuestras generosas donaciones irán directamente a Bereave. Después hablaremos con Claire sobre el importante y diligente trabajo que hacen, ofreciendo asistencia a quienes han perdido a sus seres queridos, pero antes me gustaría presentaros a nuestra invitada de hoy, Holly Kennedy, que resulta que es mi hermana. ¡Por fin estás aquí! —exclama Ciara con entusiasmo, y el público aplaude.

—Aquí estoy. —Me río, un poco nerviosa.

—Desde que empecé los podcasts el año pasado, he estado persiguiendo a mi hermana para que participara. Estoy muy contenta de tenerte aquí. —Alarga el brazo, me coge la mano y la retiene—. Tu historia me ha conmovido profundamente, y estoy segura de que a muchas personas les será de provecho conocer tu andadura.

—Gracias. Eso espero.

Me doy cuenta de que las notas me tiemblan en la mano y suelto la de Ciara para sujetarlas con firmeza.

—«Cómo hablar sobre la muerte» no es un tema sencillo. Estamos tan cómodos hablando sobre nuestras vidas, sobre cómo estamos viviendo, sobre cómo vivir mejor que a menudo la conversación sobre la muerte resulta embarazosa y no la abordamos a fondo. No se me ocurre otra persona mejor con quien mantener esta conversación. Holly, por favor, cuéntanos cómo te afectó la muerte.

Carraspeo para aclararme la voz.

—Hace siete años perdí a mi marido, Gerry, por un cáncer. Tenía un tumor cerebral. Tenía treinta años.

Por más veces que lo cuente, siempre se me hace un nudo en la garganta. Esa parte de la historia todavía es real, todavía arde en mi interior al rojo vivo. Miro un momento a Sharon en busca de apoyo; pone los ojos en blanco exageradamente y bosteza. Sonrío. Puedo hacerlo.

—Estamos aquí para hablar de la pena, así que... ¿qué puedo deciros? No soy única, la muerte nos afecta a todos, y como bien sabéis muchos de quienes estáis hoy aquí, el duelo es un viaje complejo. No puedes controlar tu aflicción, la mayor parte del tiempo es como si ella te controlara a ti. Lo único que puedes controlar es la manera en que lidias con ella.

—Dices que no eres única —interviene Ciara—, pero la experiencia personal de cada uno es única y podemos aprender unos de otros. Ninguna pérdida es más llevadera que otra. Ahora bien, ¿crees que porque tú y Gerry crecisteis juntos la sensación de pérdida fue más intensa? Desde que yo era niña, no había Holly sin Gerry.

Asiento con la cabeza y explico cómo nos conocimos Gerry y yo; evito mirar al público para que me resulte más fácil, como si estuviera hablando conmigo misma exactamente igual que cuando ensayaba en la ducha.

—Lo conocí en el colegio, cuando tenía catorce años. A partir de ese día fuimos Gerry y Holly. La novia de Gerry. La esposa de Gerry. Crecimos juntos, aprendimos el uno del otro. Tenía veintinueve años cuando lo perdí y me convertí en la viuda de Gerry. No solo lo perdí a él y no solo perdí una parte de mí, realmente sentía que me había perdido yo misma. No sabía quién era. Y tuve que reconstruirme.

Unas cuantas cabezas asienten. Lo saben. Todos lo saben, y si todavía no lo saben, están a punto de saberlo.

—Popó —dice una voz en el cochecito, antes de echarse a reír. Sharon hace callar al niño. Mete la mano en una bolsa gigantesca y saca un pastelito de arroz cubierto de yogur de fresa. El pastelito de arroz desaparece en el cochecito. Las risas cesan.

—¿Cómo te reconstruiste? —pregunta Ciara.

Se me hace raro explicar a Ciara una cosa por la que ha pasado conmigo, de modo que me vuelvo y me concentro en el público, en la gente que no lo vivió. Y cuando veo sus rostros, un interruptor se acciona en mi interior. Esto no va sobre mí. Gerry hizo una cosa especial y voy a intentar compartirla en su nombre con personas que están ansiosas por saber.

—Gerry me ayudó. Antes de morir trazó un plan secreto.

—Ay, ay, ay... —anuncia Ciara. Sonrío y miro a los rostros expectantes.

Siento emoción ante la inminente revelación, un nuevo recordatorio de lo absolutamente único que fue el año después de su muerte, si bien con el tiempo su importancia se ha ido desdibujando en mi memoria.

—Me dejó diez cartas que debían abrirse en los meses posteriores a su fallecimiento, y terminaba cada nota poniendo: «Posdata: te quiero».

El público está visiblemente conmovido y sorprendido. Se miran unos a otros y hablan en susurros, se ha roto el silencio. El bebé de Sharon rompe a llorar. Sharon intenta acallarlo acunándolo, dándole golpecitos con el chupete, con la mirada ausente.

Ciara levanta la voz por encima de las quejas del bebé.

—Cuando te pedí que participaras en este podcast, fuiste muy concreta sobre el hecho de que no querías abundar en la enfermedad de Gerry. Lo que querías era hablar del regalo que te había hecho.

Niego firmemente con la cabeza.

—No. No quiero hablar sobre su cáncer, sobre lo que tuvimos que pasar. Mi consejo, si os interesa, es que hay que intentar no obsesionarse con lo oscuro. De eso hay más que suficiente. Preferiría hablar a la gente sobre la esperanza.

Ciara me mira orgullosa con los ojos brillantes. Mamá junta las manos con fuerza.

—El camino que tomé fue centrarme en el regalo que Gerry me hizo, y ese fue el regalo que me dio al perderlo: encontrarme a mí misma. No me siento menos persona, como tampoco me avergüenza decir que la muerte de Gerry me partió el corazón. Sus cartas me ayudaron a encontrarme a mí misma de nuevo. Tuve que perder a Gerry para descubrir una parte de mí que ni siquiera sabía que existía. —Estoy enfrascada en mi discurso y no puedo parar. Necesito que lo sepan. Si yo hubiese estado sentada entre el público hace siete años, habría necesitado escuchar—. Encontré una fortaleza nueva y sorprendente dentro de mí, la hallé en el fondo de un lugar sombrío y solitario, pero lo hice. Pues, lamentablemente, ahí es donde encontramos la mayoría de los tesoros de la vida. Después de mucho cavar en la tierra, esforzándonos a oscuras, finalmente topamos con algo sólido. Aprendí que ese tocar fondo en realidad puede ser un trampolín.

Alentado por una entusiasta Ciara, el público aplaude.

Los quejidos del bebé de Sharon se convierten en chillidos, un sonido agudo y desgarrador como si le estuvieran cortando las piernas. El pequeño le tira el pastelito de arroz al bebé. Sharon se levanta y nos dirige una mirada de disculpa antes de enfilar el pasillo conduciendo el cochecito doble con una mano mientras con la otra lleva al bebé lloroso, dejando a los dos mayores con mi madre. Mientras maniobra torpemente con el cochecito hacia la salida, choca con una silla, arrasa con los bolsos que sobresalen hacia el pasillo, las asas y correas se enredan con las ruedas, y va murmurando disculpas a su paso.

Ciara retrasa su siguiente pregunta mientras espera a que Sharon se haya ido.

Sharon estampa el cochecito contra la puerta de salida con intención de abrirla. Mathew, el marido de Ciara, corre en su ayuda y le sostiene la puerta abierta, pero el cochecito doble es demasiado ancho. Presa del pánico, Sharon choca una y otra vez contra el marco de la puerta. El bebé berrea, el cochecito da golpes y Mathew le dice que pare mientras abre la parte lateral de la puerta. Sharon levanta la vista hacia nosotras muerta de vergüenza. Imito su expresión de antes y pongo los ojos en blanco y bostezo. Sonríe agradecida antes de irse pitando.

—Podemos editar esta parte —bromea Ciara—. Holly, aparte de las cartas que Gerry te dejó al morir, ¿sentiste su presencia de alguna otra manera?

—¿Te refieres a si vi su fantasma?

Algunos asistentes se ríen, otros aguardan desesperados un sí.

—Su energía —dice Ciara—. Como quieras llamarlo.

Hago una pausa para pensar, para evocar la sensación.

—La muerte, curiosamente, es una presencia física; la muerte puede hacerte sentir que hay otra persona en la habitación. El hueco que dejan los seres queridos, el no estar ahí, es visible, de modo que a veces había momentos en los que sentía a Gerry más vivo que la gente que me rodeaba. —Rememoro aquellos días y noches solitarios en los que estaba atrapada entre el mundo real y el de mi mente—. Los recuerdos pueden ser muy poderosos. Pueden ser la escapatoria más dichosa, y un lugar que explorar, porque evocaban a Gerry una y otra vez. Pero ojo, también pueden ser una prisión. Agradezco que Gerry me dejara sus cartas porque me sacó de esos agujeros negros y volví a la vida; me permitió que creásemos juntos nuevos recuerdos.

—¿Y ahora? ¿Transcurridos siete años? ¿Gerry sigue estando contigo?

Me quedo helada. Miro a Ciara con los ojos muy abiertos, como un conejo inmovilizado ante los faros de un coche. Titubeo. No sé qué decir. ¿Lo está?

—Seguro que Gerry siempre será una parte de ti —dice Ciara con gentileza, percibiendo mi desconcierto—. Siempre estará contigo —añade, como para tranquilizarme, como si lo hubiese olvidado.

Del polvo venimos y en polvo nos convertiremos. Partículas disueltas de materia esparcidas a mi alrededor.

—Por supuesto. —Sonrío forzadamente—. Gerry estará siempre conmigo.

El cuerpo muere; el alma, el espíritu, permanece. En el año siguiente a la muerte de Gerry, algunos días sentía como si su energía estuviera en mi interior, reconstruyéndome, haciéndome más dura, convirtiéndome en una fortaleza. Podía hacerlo todo. Era intocable. Otros días sentía su energía y me rompía en un millón de pedazos, me recordaba lo que había perdido. No podía. No quería. El universo se llevó la mayor parte de mi vida y por ello tenía miedo de que se llevase todo lo demás. Y me doy cuenta de que aquellos días fueron preciosos porque, siete años después, ya no sentía a Gerry conmigo en absoluto.

Perdida en la mentira que acababa de decir, me pregunté si sonaba tan vacua como la sentía. En cualquier caso, casi he terminado. Ciara invita al público a que haga preguntas y me relajo un poco, notando el fin a la vista. Tercera fila, quinto asiento, un pañuelo de papel aplastado en la mano, el maquillaje corrido alrededor de los ojos.

—Hola, Holly, me llamo Joanna. Perdí a mi marido hace pocos meses y desearía que me hubiera dejado cartas como hizo el tuyo. ¿Puedes decirnos qué ponía en la última?

—Yo quiero saber qué ponía en todas —dice alguien, y suenan murmullos de asentimiento.

—Tenemos tiempo de escucharlas todas, si a Holly le parece bien —dice Ciara, consultando conmigo.

Respiro profundamente y suelto el aire despacio. Hacía mucho tiempo que no pensaba en las cartas. Como concepto, sí, pero no individualmente, no en orden, no con detenimiento. Por dónde empezar. Una lámpara nueva para la mesilla de noche, un vestido nuevo, una noche de karaoke, pipas de girasol, un viaje de cumpleaños con amigos... ¿Cómo van a comprender lo importantes que fueron para mí estas cosas aparentemente tan insignificantes? Pero la última carta... Sonrío. Esta es fácil.

—La última carta decía: «No tengas miedo de enamorarte otra vez».

Se aferran a esta, una bien bonita, un precioso y valiente final por parte de Gerry. Joanna no está tan conmovida como los demás. Veo en sus ojos su decepción y su confusión. Su desesperación. Está tan sumida en su aflicción que eso no es lo que quiere oír. Sigue aferrándose a su marido, ¿por qué iba a plantearse olvidarlo?

Sé lo que está pensando. Nunca será capaz de volver a amar. No de esa manera.

Capítulo 3

3

Sharon reaparece en la tienda cuando el público ya se está marchando, aturullada, con el bebé dormido en el cochecito y Alex, el siguiente en edad, cogiéndole de la mano, rojo como un tomate.

Me inclino hacia él.

—Hola, machote.

Me ignora.

—Di hola a Holly —le pide Sharon con ternura.

La ignora.

—Alex, di hola a Holly —gruñe Sharon, canalizando la voz de Satanás tan de repente que tanto Alex como yo nos asustamos.

—Hola —dice Alex.

—Buen chico —añade Sharon con suma dulzura.

La miro con los ojos como platos, siempre me asombra y perturba la doble personalidad que su papel de madre le confiere.

—Estoy muy avergonzada —dice en voz baja—. Perdona. Soy un desastre.

—No hay nada que perdonar. Me alegra mucho que hayas venido. Y eres increíble. Siempre dices que el primer año es el más duro. Dentro de unos meses este muchachito será todo un hombre. Ya casi lo has conseguido.

—Hay otro en camino.

—¿Qué?

Levanta la vista, con los ojos arrasados en lágrimas.

—Vuelvo a estar embarazada. Ya lo sé, soy una idiota.

Se yergue cuan alta es, procurando ser fuerte, pero veo que está destrozada. Está desanimada, agotada. No siento más que compasión por ella, sentimiento que ha ido en aumento con cada descubrimiento de un nuevo embarazo, puesto que los niveles de celebración se han reducido.

Abrazadas, decimos al unísono:

—No se lo digas a Denise.

Me quedo preocupada mientras Sharon se va con los cuatro niños. También estoy agotada después de la tensión nerviosa de hoy, la falta de sueño anoche y una hora hablando en profundidad sobre un tema tan personal. Todo ello me ha dejado exhausta, pero Ciara y yo tenemos que aguardar hasta que todo el mundo se haya ido para volver a poner orden en la tienda y cerrar.

—Ha sido maravilloso —dice Angela Carberry, interrumpiendo mis pensamientos. Angela, una gran defensora de la tienda que dona su ropa, bolsos y joyas de diseño, es una de las razones principales que permiten a Ciara salir adelante con Magpie. Ciara bromea diciendo que Angela compra cosas con el único propósito de donarlas. Va vestida con tanta elegancia como siempre, tiene una melena corta negro azabache con flequillo y la constitución de un pajarito, y lleva una vuelta de perlas en el cuello sobre el corbatín de su vestido de seda.

—Angela, qué bien que hayas venido.

Me quedo pasmada cuando se acerca y me abraza.

Por encima de su hombro, Ciara abre los ojos como platos ante la sorprendente muestra de intimidad de esta mujer por lo general tan austera. Noto los huesos de Angela cuando me estrecha en su abrazo. Poco dada a comportamientos impulsivos o al contacto físico, siempre me ha parecido bastante inaccesible en las ocasiones en que ella misma ha traído cosas a la tienda, los zapatos en sus cajas originales, los bolsos en sus fundas originales, diciéndonos con toda exactitud dónde deberíamos exponerlos y por cuánto deberíamos venderlos, sin esperar un solo céntimo a cambio.

Tiene los ojos humedecidos cuando se separa de mí.

—Tienes que hacerlo más a menudo, tienes que contar esta historia a más gente.

—Oh, no. —Me río—. Lo de hoy ha sido una excepción, más para acallar a mi hermana que por cualquier otra cosa.

—No te das cuenta, ¿no?

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos