Bajo el muérdago

Fragmento

Noviembre de 2022

Querido Lucas:

Tengo que confesarte algo que me pone un poco nerviosa, así que he decidido contártelo en la postal de Navidad. (Feliz ­Navidad, por cierto).

Cada vez que nos cruzamos en el hotel, me pasan cosas ­raras. Me entra calor. Me acelero. Digo chorradas como «¡Duenos bías!», pierdo el hilo de la conversación con los huéspedes y me fijo en ti en vez de en cualquier novedad del menú de Barty con la que Arjun no esté de acuerdo ese día.

No soy muy dada a los flechazos. Me va más cocinar las cosas a fuego lento, con ternura y romanticismo. Y NUNCA pierdo la cabeza por un chico, jamás lo he hecho. Pero, cuando te miro…, me aturullo.

Y, cuando tú me miras, me pregunto si sentirás lo mismo. La verdad es que estaba esperando a ver si me decías algo. Pero mi amiga Jem dice que a lo mejor crees que no estoy disponible, o que puede que no se te dé bien expresar tus sentimientos, o que tal vez deba armarme de valor y dar yo el primer paso.

Así que aquí estoy. Abriéndote mi tierno y romántico corazón para decirte que me gustas. Y mucho.

Si tú sientes lo mismo, reúnete conmigo bajo el muérdago a las ocho de la tarde. Me reconocerás por el vestido rosa. Y también porque soy Izzy la recepcionista. No sé por qué he dicho lo del vestido rosa.

Mejor dejo de escribir, porque… ya no me queda espacio.

Ni dignidad. ¿Nos vemos a las ocho?

Bss,

Izzy

Querida Izzy:

Feliz Navidad y próspero Año Nuevo.

Saludos,

Lucas

Noviembre de 2022

Izzy

Si Lucas hace algo, yo tengo que hacer lo mismo, pero mejor.

En general eso ha sido muy positivo para mi carrera laboral durante el último año, pero también es la razón por la que ahora mismo me estoy peleando con una rama de abeto que es como mínimo dos veces más alta y cuatro veces más ancha que yo.

—¿Necesitas ayuda? —me pregunta Lucas.

—En absoluto. ¿Y tú?

Pongo la rama en su sitio y evito por los pelos cargarme uno de los numerosos jarrones que hay en el vestíbulo. Siempre estoy esquivando esos chismes. Como gran parte del mobiliario del Hotel Spa Forest Manor, proceden de la familia Bartholomew, dueña de la propiedad. Morris Bartholomew (Barty) y su mujer, Uma Singh-Bartholomew (la señora S. B.), convirtieron la mansión en un hotel y suprarreciclaron tantos enseres antiguos de la familia como pudieron. No es que no esté a favor del reciclaje; de hecho, es lo mío, pero algunos de esos jarrones parecen urnas funerarias.

No dejo de pensar que dentro de alguno de ellos podría haber un antepasado de los Bartholomew.

—¿Eso tiene magia invernal? —me pregunta Lucas, haciendo una pausa para echar un vistazo a mi rama de abeto.

La estoy atando a la parte inferior de mi lado del pasamanos. La escalinata de Forest Manor es famosa: se trata de una de esas escaleras enormes y maravillosas que se dividen en dos a mitad de camino y piden a gritos que las bajes despacio vestida de novia o que coloques en ella a tus hijos para hacer una foto ideal en plan familia Von Trapp.

—¿Y eso? —replico, señalando un árbol en una maceta que Lucas ha traído del jardín y ha puesto al pie de su lado de la escalera.

—Pues claro —dice convencidísimo—. Es un olivo. Y los olivos son supermágicos.

Estamos adornando el vestíbulo para la boda de mañana. El tema elegido por la novia es «magia invernal» y ambos hemos decidido que la asimetría es mágica, así que estamos haciendo cada uno un lado de la escalera. El problema es que, si Lucas se viene arriba, yo tengo que venirme más arriba todavía, así que buena parte del jardín ha acabado en el vestíbulo.

—Además de mediterráneos —repongo. Él me mira fijamente, como diciendo: «¿Y qué?»—. Esto es New Forest. Y estamos en ­noviembre. —Frunce el ceño. Me rindo—. ¿Qué te parecen mis ­lucecitas plateadas? —le pregunto, señalando las guirnaldas que he entremezclado con la vegetación que ahora trepa por mi pasamanos—. ¿No crees que deberíamos poner también algunas en tu lado?

—No. Son una horterada.

Entorno los ojos. A Lucas todo lo que tenga que ver conmigo le parece una horterada. Odia mis mechas de clip, mis zapatillas rosa chicle y mi afición a los dramas de temática sobrenatural para adolescentes. No entiende que la vida es demasiado corta como para poner reglas sobre lo que mola y lo que no. La vida es para vivirla.

En alta definición. Y con zapatillas de color rosa chicle.

—¡Son ideales y dan un toque de brillo!

—Resplandecen demasiado. Parecen puñales pequeñitos. No.

Extiende los brazos antes de apoyar las manos en las caderas. A Lucas le gusta ocupar todo el espacio posible. Supongo que por eso está siempre en el gimnasio, para robarme centímetro a centímetro más espacio vital con esos hombros cada vez más anchos y esos bíceps abultados.

Respiro hondo para calmarme. Cuando acabe esta boda, volveremos a trabajar en turnos alternos en la medida de lo posible. Últimamente la cosa no va bien si pasamos demasiado tiempo juntos en el mostrador de recepción. La señora S. B. opina que no creamos «el ambiente adecuado». Como dice Arjun, el jefe de cocina: «Cuando Izzy y Lucas coinciden en el mismo turno, el hotel es tan aco­gedor como la casa de mi abuela». Y yo la he conocido, así que puedo decir con seguridad que se trata de un comentario muy grosero.

Pero él y yo somos los recepcionistas con más experiencia y nos encargamos de organizar las bodas, lo que significa que durante los dos próximos días Lucas va a estar hasta en la sopa.

—¡Sube al rellano! —grita—. ¡Ven a ver esto!

Qué mandón es. Cuando lo conocí, su acento brasileño me pareció tan sexy que le perdoné la bordería, achacándola a un problema de traducción, y decidí que tenía buenas intenciones aunque no acabara de acertar. Pero con el tiempo me he dado cuenta de que Lucas domina perfectamente el inglés; lo que pasa es que es gilipollas.

Subo sin ganas al rellano central, donde la escalera se divide en dos, y echo un vistazo. El vestíbulo es enorme, con un mostrador de ma­dera gigantesco a la izquierda y unas llaves antiguas colgadas ­detrás, en la pared. Hay una alfombra redonda desgastada sobre las baldosas originales de color marrón y crema, y una zona de sofás junto a los altos ventanales que dan al jardín. Es precioso. Y en los últimos ocho años se ha convertido en un hogar para mí, quizá incluso más que el pisito de tonos pastel de Fordingbridge en el que vivo de alquiler.

—Este es un hotel con clase. Las lucecitas parecen baratas —declara Lucas.

Es que lo son. ¿Qué espera? Nuestro presupuesto es, como siempre, inexistente.

—Este es un hotel familiar —digo justo cuando la familia Hedgers está entrando en el vestíbulo con sus tres hijos, que van todos de la mano. El más pequeño lleva puesto un mono de nieve y camina tambaleándose mientras su hermana le agarra sus dedos regordetes.

—¡Hala! —El mayor frena en seco y se queda mirando mi pasamanos iluminado. El más pequeño está a punto de caerse, pero su hermana lo sujeta—. ¡Qué pasada!

Le dedico a Lucas una sonrisa de suficiencia. Él sigue frunciendo el ceño. Los niños parecen un poco sorprendidos y luego intri­gados.

Ya había reparado en ese fenómeno antes. Lucas debería caerles fatal a los niños: es enorme, huraño y no sabe cómo hablarles. Pero a ellos siempre les resulta fascinante. Ayer le oí saludar a la Hedgers mediana (nombre real: Ruby Hedgers; seis años, aficiones favoritas: las artes marciales, los ponis y subirse a sitios peligrosos) diciendo: «Buenos días, ¿cómo ha dormido? Espero que bien». Exactamente lo que les dice a los huéspedes adultos, en el mismo tono. Pero a Ruby le encantó. «He dormido toda la noche —le respondió ella, dándose importancia—. Cuando he visto en el reloj que eran las siete, me he levantado y me he quedado de pie junto a la cama de papá y mamá hasta que ellos también se han despertado. Papá no se esperaba que estuviera allí y ha dado un grito, ha sido muy divertido». Lucas asintió, muy serio, y le contestó: «Parece una forma terrible de despertarse». Y Ruby se echó a reír a carcajadas.

Todo muy raro.

—A los niños les gustan las lucecitas —le digo a Lucas, abriendo las manos.

—También les gustan los zapatos con ruedas y las gominolas, y son capaces de hincharse de helados de Arjun hasta reventar —replica Lucas—. No puede uno fiarse de ellos.

Miro a los Hedgers adultos para asegurarme de que no les han ofendido los comentarios de Lucas, pero ya están metiendo a los niños a la habitación y no parecen haberse enterado. Se alojan en la Sweet Pea porque la señora Hedgers va en silla de ruedas; los ascensores llevan estropeados más de un mes y ha sido una pesadilla tener solo cinco habitaciones en la planta baja.

—Nada de lucecitas en mi lado. Y también deberíamos quitar esas.

—¡Venga ya! ¿No puedes ceder un poco? Podrías proponer poner menos o algo así.

—Me sangran los ojos. Me niego.

—Cuando trabajas en equipo, no puedes decir «Me niego» y ya está.

—¿Por qué no?

—Tenemos que llegar a un acuerdo.

—¿Por qué?

—¡Porque sí! Es lo más razonable.

—Ah, ¡razonable! ¿Como cambiar de sitio el material de oficina cada vez que te toca turno para que luego yo no encuentre las cosas?

—No lo hago por eso. Lo hago porque tu sistema es…

—¿Razonable?

—¡Una mierda! —exclamo, mirando demasiado tarde hacia la habitación Sweet Pea para ver si los Hedgers han cerrado la puerta después de hacer entrar a sus hijos—. ¡Tu forma de hacer las cosas es una mierda! ¡El cajón siempre se atasca porque pones la perforadora de lado y los pósits deberían estar delante porque los usamos constantemente, pero están al fondo, detrás de las tarjetas de agradecimiento, que nunca usamos, así que perdona que te ahorre tiempo!

—¿Es razonable cambiar los números de las habitaciones sin avisarme?

—¡Fue idea de la señora S. B.! ¡Yo solo hice lo que me mandó!

—¿Te mandó que no me lo dijeras?

De repente nos estamos encarando y, no sé cómo, yo también acabo con las manos en las caderas, una postura que solo adopto cuando finjo ser una superheroína (algo que haces con una frecuencia sorprendente si trabajas en un hotel familiar).

—Me olvidé. Soy humana. Denúnciame.

—Pues a la Pobre Mandy no te olvidaste de decírselo.

Mandy es el otro miembro permanente del equipo de recepción. No es que sea pobre económicamente hablando, pero aquí, en el Hotel Spa Forest Manor, todos la llamamos así porque siempre acaba atrapada entre Lucas y yo cuando discutimos por algo. A ella le da igual cómo esté ordenado el cajón del material de oficina. Lo único que quiere es un poco de paz y tranquilidad.

—La Pobre Mandy no me pidió expresamente que no le enviara mensajes fuera del horario laboral, así que seguro que le envié un mensaje para decírselo.

—Yo no te pedí que no me enviaras mensajes fuera del horario laboral. Solo te dije que bombardearme con asuntos del hotel un domingo a las once de la noche no era…

—Razonable —mascullo—. Ya, claro. Bueno, si tanto te gustan las cosas razonables, nos ceñiremos a los pasamanos razonablemente no iluminados con lucecitas, organizaremos una boda razonablemente buena, y Barty y la señora S. B. tomarán la razonable decisión de cerrar el hotel porque ya no es rentable. ¿Es eso lo que quieres?

—¿Crees que puedes salvar el Hotel Spa Forest Manor con un montón de lucecitas intermitentes?

—¡Sí! —grito—. ¡No! A ver, la cuestión no es la decoración en sí, sino esforzarse al máximo. Forest Manor es perfecto en esta época del año y, si la boda sale bien, los invitados se irán con la impresión de que el hotel es precioso y se plantearán hacer una escapadita aquí, o celebrar su fiesta de compromiso, y eso significará que estaremos un poquito más cerca de mantenernos a flote en 2023.

—Izzy, el hotel no puede salvarse con unas cuantas escapaditas y fiestas de compromiso. Necesitamos inversores.

Me niego a contestarle. No porque esté de acuerdo con él ni porque —Dios no lo quiera— vaya a permitir que Lucas tenga la última palabra, sino porque el techo se nos acaba de caer encima.

Lucas

Hace un momento Izzy me estaba mirando, furiosa e irritada, con las manos en las caderas y, de repente, tengo encima su cuerpo pequeño, suave y con olor a azúcar y canela junto con medio techo.

No entiendo cómo hemos llegado del punto A al punto B.

—¡Madre mía! —exclama Izzy, bajándose de encima de mí envuelta en una nube de yeso—. ¿Acabo de salvarte la vida?

—No —respondo. Cuando Izzy te hace una pregunta, lo mejor es decir que no—. ¿Qué?

—El techo se ha venido abajo —dice, señalando hacia arriba. Siempre tan servicial—. Y me he lanzado sobre ti para salvarte.

Me quedo tumbado a su lado. Estamos los dos boca arriba sobre el rellano. Justo encima de nosotros hay un boquete enorme en el techo. Veo las lámparas viejas del pasillo del primer piso.

Esto no pinta bien.

Giro la cabeza para mirar a Izzy. Tiene las mejillas coloradas y el pelo con mechas rosas desparramado por todas partes, pero parece que no le ha pasado nada. Por encima de su coronilla hay un trozo de yeso lo bastante grande como para habernos matado a alguno de los dos. De repente siento muchísimo frío.

—Pues gracias, supongo —digo.

Ella pone mala cara y se levanta, sacudiéndose el polvo de las piernas.

—De nada —replica. Cuando Izzy me dice eso, se traduce como «Vete a la mierda, capullo». Si se lo dijera a cualquier otra persona, sin duda estaría siendo cien por cien sincera. Pero, cuando se dirige a mí, diga lo que diga, básicamente la frase que hay entre líneas siempre es «Vai à merda, cuzão».

Nadie excepto yo parece darse cuenta de eso. Todos los demás creen que Izzy es «simpática», «divertida» y «encantadora». Hasta Arjun la trata como a una princesa, y eso que él suele tratar a nuestros clientes como haría un músico famoso con sus fans: con una especie de desdén afectuoso. Claro que a él no le gritó «¡Que sepas que no eres lo bastante bueno para ella, robot humano de corazón frío y zapatos brillantes!» las Navidades pasadas en el jardín del hotel.

Pero al parecer Izzy acaba de salvarme la vida, así que intento ser educado.

—Te estoy muy agradecido. Y te pido disculpas por no haberme lanzado yo antes sobre ti. He dado por hecho que eras capaz de cuidar de ti misma.

Eso no le sienta bien. Me mira con el ceño fruncido. Izzy cuenta con una amplia gama de miradas fulminantes y amenazadoras. Tiene los ojos verdes y grandes, las pestañas muy largas y siempre se pinta una rayita negra en el borde del párpado. Cuando pienso en ella, que es lo menos posible, veo esos ojos entrecerrados mirándome. Felinos y brillantes.

—Por supuesto que puedo cuidar de mí misma —replica.

—Ya lo sé, por eso no te he salvado.

—¿Hola? —grita alguien desde arriba.

—Mierda —murmura Izzy, estirando el cuello para mirar hacia el agujero del techo—. ¿Señora Muller?

A pesar de todos sus defectos, lo cierto es que tiene una memoria excepcional para los huéspedes. Aunque se hayan alojado con nosotros una sola vez, ella se sabe el nombre de sus hijos, lo que pidieron para desayunar y su signo del zodiaco. Pero hasta yo me acuerdo de la señora Muller: se hospeda aquí a menudo y trae por la calle de la amargura al equipo de limpieza porque lo llena todo de salpicaduras de pintura cuando trabaja en sus cuadros. Es medio alemana, medio jamaicana, tiene setenta y pico años, un acento tan complicado que me resulta frustrante y la costumbre de dar propinas al personal del hotel como si estuviéramos en Estados Unidos, lo cual no me molesta en absoluto.

—Llama a los bomberos —me susurra Izzy antes de volver a centrarse en la señora Muller—. ¡Señora Muller, tenga mucho cui­dado!

—Ha habido un pequeño… accidente —digo.

—Problema —me corrige Izzy—. ¡Ha habido un pequeño problema con el suelo! Pero vamos a solucionarlo enseguida.

Los dos intentamos mirar por el agujero. Tenemos que hacer algo antes de que alguno de los otros cincuenta huéspedes de Forest Manor salga de la habitación y se arriesgue a caer uno o dos pisos.

—¡Señora Muller, por favor, apártese! —le pido antes de bajar por la escalera al vestíbulo. Es tan peligroso para nosotros como para ella—. Tú también deberías moverte —le digo a Izzy, girando la cabeza hacia atrás.

Ella me ignora. Bueno, lo he intentado. Echo un vistazo a los daños de la escalera y saco el móvil para llamar al 190, hasta que recuerdo que en el Reino Unido ese no es el número, sino el…

—Nueve nueve nueve —dice Izzy.

—Ya lo sé —le suelto. Ya estoy llamando.

Una lluvia de yeso cae en cascada desde el agujero y la llena de polvo. Ella refunfuña, con la larga melena de color castaño y rosa cubierta de polvillo blanco.

—¡Hala! —exclama alguien con entusiasmo detrás de mí. Me giro y veo a Ruby Hedgers, de seis años, en la puerta de la habitación Sweet Pea—. ¿Está nevando?

—No, solo son unos daños estructurales —contesto—. Hola, sí, con los bomberos, por favor…

El hotel se ha llenado de bomberos. Izzy está coqueteando de forma muy poco profesional con uno de los más guapos. Estoy de muy mal humor.

Ha sido una mañana de lo más estresante. Lógicamente, los huéspedes están un poco alterados por todo esto. A algunos no les ha hecho gracia que los hayan sacado por las ventanas y les hayan hecho bajar por escalerillas de mano. Uno de los bomberos ha comentado que los daños del techo y de la escalera «no tienen arreglo rápido»; ha asegurado que va a ser «una obra importante» y, por si no había quedado lo bastante claro, se ha frotado el índice y el pulgar, un gesto que en Brasil significa lo mismo que aquí: un dineral.

Esa es la raíz de todos los problemas en el Hotel Spa Forest Manor. Según tengo entendido, el establecimiento funcionaba bien antes de la pandemia, pero el negocio sufrió mucho durante los confinamientos por la COVID, que coincidieron con la necesidad de cambiar todo el tejado. Y ahora vamos renqueando porque no podemos renovar el hotel como deberíamos. Cuando empecé a trabajar aquí hace dos años, Forest Manor ya estaba un poco destartalado. Y ahora ha perdido todavía más su suntuosidad, lo que significa que los precios han tenido que bajar, incluso los de nuestro galardonado restaurante.

Pero el alma de este lugar sigue siendo la misma. Estoy convencido de que no hay ningún hotel en Inglaterra tan especial como este. Me di cuenta en cuanto entré por primera vez en el vestíbulo y vi a los huéspedes leyendo el periódico en los sofás, con las zapatillas del hotel puestas, vigilando a los niños que jugaban en el jardín. Era la viva imagen del bienestar. Aquí apreciamos mucho a los huéspedes: en cuanto les entrego la llave, se convierten en parte de la familia.

—Lucas, ¿verdad? —pregunta alguien detrás de mí, dándome una palmada en el hombro.

Me armo de valor, dejando mi preciado tercer café del día sobre la mesa del vestíbulo. Obviamente, no siempre todos los miembros de la familia nos caen bien.

Louis Keele se va a alojar en la Wood Aster, una de las suites de la planta baja, durante los próximos dos meses, mientras está en la zona por motivos de trabajo. Es nuestra mejor habitación y a él le gusta tener lo mejor. «La gente ya no aprecia la calidad», le estaba diciendo a uno de mis compañeros el otro día mientras pasaban por el vestíbulo. Imagino que será mucho más fácil «apreciar» la calidad si tu padre ganó varios millones de libras en el mercado inmobiliario en los años noventa, pero qué sabré yo.

—Sí, señor Keele. Están evacuando el hotel —digo. Él lo sabe, obviamente. Hay bomberos por todas partes y una cinta cruzando la puerta bajo la que Louis acaba de pasar. Además, gran parte del techo está en la escalera—. Lo siento mucho, pero tendrá que desalojar su habitación durante un breve periodo de tiempo, mientras solucionamos todo esto.

Él mira «todo esto» con interés. Aprieto los puños. Louis me pone de los nervios. Bajo esa sonrisa afable hay un punto de ambición y frialdad. Estuvo aquí las Navidades pasadas y ya entonces le preguntó a la señora S. B. si consideraría la posibilidad de vender el hotel a la empresa de su padre, o, como él la llama, a «la empresa de la familia Keele». Ella se rio y le dijo que no, pero la situación es muy diferente ahora. Ya teníamos graves problemas financieros antes de que el techo se viniera abajo.

Louis silba lentamente y se mete las manos en los bolsillos del pantalón.

—Este tipo de daños, sumado al resto de las renovaciones importantes que habría que hacer aquí… —Pone cara de lástima—. Perdón por la grosería, pero estáis de mierda hasta el cuello, ¿no?

—¡Louis! —chilla Izzy, saliendo del comedor y lanzándome una mirada de advertencia que sugiere que mi expresión no es todo lo complaciente que debería—. Deja que te acompañe afuera. Vamos a hacer un pícnic de invierno improvisado bajo la pérgola, el cenador, la pagoda o como se llame; la verdad es que nunca he sabido cuál es la diferencia entre todos ellos, pero ya me entiendes.

Le pone la mano en el brazo. Izzy es muy dada al contacto físico para ser británica; con todos menos conmigo.

—Ha llamado la señora S. B. —me dice, mirando hacia atrás, mientras se lleva a Louis—. Alguien tiene que llamar a la novia que acaba de quedarse sin boda. Como si no estuviera ya lo suficientemente histérica. Le he contado lo emocionado que estabas con la decoración de la ceremonia de mañana y le he dicho que eras la persona perfecta para tranquilizarla. —Aprieto los dientes. Izzy sabe que no me gustan las conversaciones emotivas. Lo único que me consuela es que ya la he convencido para que ayude a Barty a rellenar un documento del seguro de cuarenta y cuatro páginas que está claro que ha descargado en el formato equivocado. Va a ser una tortura para ella—. Y quiere vernos a los dos en la oficina a las cinco —añade.

Hasta que Izzy y Louis cierran la puerta al salir, no caigo en la cuenta de lo que eso puede significar.

Aunque sea seguro usar la planta baja del hotel, nos vamos a quedar solo con cinco habitaciones en lugar de veinticinco. Al menos son de las más caras, pero, aun así, solo es una pequeña parte de lo que ganaríamos en circunstancias normales durante los meses de invierno y para eso no hace falta precisamente todo un equipo de recepción. En una semana normal, Izzy y yo compartimos turno con alguno de los extras de la agencia contratada por la señora S. B. y soportamos como podemos la única jornada en la que coincidimos (los lunes, el día más triste de todos). Mandy hace la mayoría de los turnos de noche, cuando solo se necesita un recepcionista.

Si yo fuera la señora S. B., me plantearía prescindir de un miembro del personal de recepción. Al avisar con tan poco tiempo de antelación, probablemente tendrá que pagar a los extras de la agencia aunque no vengan; y Mandy es amiga de toda la vida de la familia de Barty. Así que solo quedamos… Izzy y yo.

Izzy

Son las cinco en punto. Tengo el discurso preparado. He recibido algunos consejos útiles de Arjun, que me ha dicho que me estaba centrando demasiado en las razones por las que yo era mejor en mi trabajo que Lucas, algo que hacía que pareciera que no era buena trabajando en equipo. Como es obvio, no estoy de acuerdo; si a alguien no se le da bien trabajar en equipo es a él. Siempre le está tocando las narices al personal de limpieza y una vez hizo llorar a Ollie cuando se estropeó el lavavajillas. Aunque tal vez pueda prescindir de la presentación sobre por qué mi Registro de Reservas es mejor que su sistema de reservas online, literalmente en todos los sentidos.

Ahora que estamos los dos de pie el uno al lado del otro delante de Opal Cottage, la antigua casita del guardés donde viven actualmente los Singh-Bartholomew, siento un poco de lástima por Lucas. Parece tan nervioso como yo. Hace un frío que pela y la hierba aún está mojada por el aguanieve de esta mañana, pero él lleva la camisa remangada y está tirando de la tela del cuello como si tuviera demasiado calor. Me mira y me estoy planteando sonreírle cuando dice:

—Por cierto, he ordenado tu caja.

Cualquier intención de sonreír se esfuma.

—¿Mi Cajón de Sastre?

Lucas cambia su expresión tensa e implacable por una sutil que dice: «Estoy harto de tus tonterías».

—La caja que hay debajo del mostrador que está llena de cosas tuyas, sí.

—¿Quién te ha dado permiso para hurgar en mi Cajón de Sastre? ¡Lleva ahí ocho años!

—Claramente, a juzgar por el contenido —dice Lucas—. Ha sido fácil meterlo todo en una caja más pequeña y adecuada después de tirar todos los paquetes de caramelos caducados.

—¡Los caramelos nunca se tiran! Dime que no has tirado nada.

Él me mira sin expresión y dice:

—Me tropiezo con esa caja al menos dos veces al día. Te he pedido varias veces que la cambies de sitio. Reducir el contenido me ha parecido una cesión por mi parte. ¿No me dices siempre que tengo que ceder?

—¿Perdona? ¿Has estado dándole patadas a mi caja? Hay cosas dentro que se pueden romper, por si no lo sabías. —Bueno, solo mi taza de Teen Wolf. Pero es muy valiosa.

La señora S. B. abre la puerta y nos ponemos en estado de alerta. Es obvio que su día ha sido mucho más estresante que el mío, y eso que el mío ha sido un caos total. Lleva una chaqueta de punto, pero solo con una manga puesta. La otra le cuelga por la espalda como una cola rosa fucsia. Está sujetando un teléfono entre el hombro y la mejilla, y su sombra de ojos, habitualmente llamativa, es de un tono gris topo agorero y aburrido. Nos gesticula para que entremos, lo que hace que la manga suelta de la chaqueta se sacuda, mientras dice al teléfono con mala cara: «Por supuesto, no hay ningún problema».

Agita las manos señalando los sillones del vestíbulo donde parece haberse instalado, a juzgar por el cuenco de pasta a medio comer, la manta con capucha que hay sobre el brazo de una silla y el papeleo con pinta de importante que está esparcido por todas partes. Barty nos saluda con la mano desde la cocina sin levantar la vista; está literalmente hundido hasta los codos en carpetas de anillas, con las gafas en equilibrio sobre la punta de su larga y aristocrática nariz.

Lucas se sienta con recelo, como si todo ese desorden fuera contagioso. Yo me acomodo con la bolsa del portátil pegada al pecho, intentando recordar mis primeras frases: «En los ocho años que llevo en Forest Manor, me he convertido en un miembro valioso del equipo al coordinar todo tipo de eventos, desde grandes bodas hasta…».

—Hola —dice suspirando la señora S. B. una vez que ha colgado el teléfono—. Qué alivio veros aquí. ¿Aquello sigue pareciendo el escenario de un crimen?

Sacude las manos hacia la ventana que da al hotel. Lucas y yo intercambiamos una mirada rápida.

—Hay bastante lío —digo en tono desenfadado—. Pero la cosa está más tranquila, ahora que Barty ha encontrado alojamiento temporal para todos, y he hablado con cuatro albañiles que vendrán a darnos presupuesto…

—Yo me he puesto en contacto con tres ingenieros estructurales —interviene Lucas—. El proyecto es demasiado grande para un albañil normal y corriente.

La señora S. B. abre los ojos de par en par al oír «demasiado grande». Yo me quedo callada. A veces Lucas marca los goles por mí.

No conoce a la señora S. B. tan bien como yo. Ella y Barty abrieron este hotel recién casados, hace más de cuarenta años; el edificio no es solo su lugar de trabajo, sino el hijo que nunca tuvieron. Aman cada centímetro de este lugar, desde las pintorescas habitaciones de la buhardilla hasta la gran aldaba de latón de la puerta. Forest Manor se construyó para el lujo y el romanticismo, para cuartetos de cuerda, bailes lentos y cenas suntuosas a la luz de las velas. No soporto ver a la señora S. B. enfrentarse a la posibilidad de que, ­después de lo mal que lo hemos pasado, no puedan permitirse evitar que este lugar mágico se venga abajo.

—Vamos a seguir abiertos —dice la mujer con determinación—. La aseguradora ha dicho que podemos hacerlo, siempre y cuando la obra esté «debidamente balizada con cinta», así que voy a añadir que hay que comprar cinta de balizamiento a la lista de tareas pendientes. Después de buscar en Google qué es. Hemos tenido que cancelar todas las bodas de invierno, pero aún disponemos de cinco buenas suites y la cocina está intacta, diga lo que diga Arjun. —El cual está muy preocupado por el polvo del yeso. Esta tarde le he restado importancia, pero hay que ser muy cuidadoso con su ego. Luego enviaré a alguien para que limpie un poco alrededor del horno y le diré que ya está todo solucionado—. Pero cerrar las veinte habitaciones de arriba… y tener albañiles e ingenieros estructurales por todas partes… —La señora S. B. se frota la frente y se pone las gafas sobre la cabeza—. ¿Los Hedgers se van a quedar?

Asiento.

—Su seguro del hogar les cubre la estancia porque se les ha inundado la casa —respondo—. No tienen otro sitio a donde ir, la verdad.

—Bien —dice la mujer antes de hacer una mueca de autocensura—. Perdón. Ya sabéis lo que quiero decir. Y tenemos a la señora Muller, que estará aquí hasta enero. Deberíamos dar prioridad a los huéspedes de larga estancia, creo yo. La pareja de Nueva Orleans ha cancelado y se ha ido a The Pig, así que podemos subir de categoría a la señora Muller y darle su habitación. Louis Keele ha dejado claro que quiere quedarse…

Miro a Lucas con curiosidad. Ha hecho un ruidito cuando la señora S. B. ha mencionado a Louis. El típico resoplido de desagrado que suele soltar después de que yo diga algo, de hecho.

—¿A quién más tenemos de larga estancia? —pregunta la señora S. B.

—Al señor Townsend y a los Jacob —contestamos ambos a la vez.

—Los Jacob son una pareja belga joven con un hijo de cinco meses —digo—. Les encanta todo lo británico, toman el beicon muy pasado y están obsesionados con Fawlty Towers.

Todos conocemos al señor Townsend, así que no me molesto en compartir los datos que tengo sobre él. Viene todos los inviernos a pasar al menos tres meses e incluso hemos empezado a intercambiar algún que otro correo electrónico cuando no está en el hotel; ya se ha convertido en un amigo, como muchos de los huéspedes habituales. Sé que Barty y la señora S. B. opinan lo mismo.

—Bueno, que les guste Fawlty Towers es una buena señal —comenta la mujer, haciendo una mueca—. Vale. Y quieren…

—Quedarse —digo rápidamente—. Ya lo he comprobado.

—Bien. Buen trabajo, Izzy. En cuanto al resto… —dice la señora S. B., mirando el portátil que tiene abierto sobre las rodillas—, yo me ocuparé de ellos. Aunque no sé cómo. —Nos mira y sonríe consternada. Es la mejor jefa del mundo y no soporta defraudar a nadie, así que, si está disgustada, casi seguro que tiene malas noticias para nosotros—. Vale. Ahora lo vuestro —dice. Ay, Dios—. Tengo que ser sincera con vosotros. A partir del próximo año, no puedo garantizaros nada. Puede que… —Traga saliva—. Nos hemos quedado sin dinero, a decir verdad. Las próximas semanas van a ser decisivas. Pero sé lo importante que es para los dos trabajar en el hotel este invierno.

Más que verlo, siento a Lucas ponerse tenso al oír eso. Por primera vez, me pregunto por qué narices se ha quedado trabajando durante todo noviembre y diciembre, en vez de volver a Brasil para ver a su familia, como hizo el año pasado. Pero dejo de pensar en ello de inmediato, porque mi amiga Jem me ha prohibido estrictamente pensar en nada que tenga que ver con las Navidades pasadas y con Lucas.

—Con solo cinco habitaciones disponibles…, no puedo justificar contrataros a los dos para trabajar en recepción más un extra de la agencia.

Ahí viene. Jugueteo con la correa del bolso mientras el discurso que tenía preparado se me atraganta. ¿Qué era lo que iba a decir? ¿Algo sobre mi valor incalculable? ¿Que llevo ocho años trabajando en el hotel? ¿Que el cajón del material de oficina está mucho mejor cuando estoy yo?

—Señora S. B., entiendo su problema —dice Lucas—. Permítame recordarle el excelente sistema digital de reservas que introduje cuando…

—¡Las notas personalizadas! —grito. Los dos se vuelven para mirarme—. Fue idea mía poner mensajes de bienvenida en las habitaciones y muchas de las reseñas positivas las mencionan.

—Mencionan tu pésima letra —dice Lucas.

Me ruborizo. Qué mala es la gente en internet.

—Yo soy sumamente ahorrador —le dice Lucas a la señora S. B., que parece cada vez más cansada—. Cuando necesitamos papel nuevo para la impresora, siempre pido…

—El más pijo y caro —digo, acabando la frase por él.

—El papel de calidad, que necesita menos tinta —continúa Lucas—. A diferencia de Izzy, analizo con detenimiento las implicaciones económicas.

—¿A diferencia de Izzy? ¿Perdona? ¿Quién se ha quejado de mis guirnaldas de luces baratas esta mañana? Si por ti fuera, todo lo que hay en este hotel sería de oro puro.

—Qué tontería —dice Lucas, sin molestarse siquiera en mirarme—. Mi solución no son las guirnaldas de luces de oro puro, obviamente. Lo que yo propongo es eliminarlas en general.

—¿Y qué será lo siguiente? —le pregunto levantando la voz—. ¿Eliminar los sofás? ¿Las camas?

—Basta, por favor —dice la señora S. B., levantando ambas manos en señal de rendición—. No hace falta que os peleéis, os vais a quedar los dos hasta Año Nuevo. El director de la agencia ha tenido la amabilidad de anular nuestro contrato, dadas las circunstancias, y se limitará a proporcionarnos el personal básico para la recepción los martes y los miércoles si estáis dispuestos a trabajar solo cinco días.

—Sí —decimos los dos al unísono, tan alto que la señora S. B. se sobresalta un poco.

Normalmente, el quinto día tenemos turno partido para que uno de nosotros cubra la noche y Mandy pueda librar. Aunque tampoco es que lo vaya a echar de menos, porque los turnos de noche son mucho menos entretenidos. Para empezar, todos los niños del hotel están en la cama.

—Vale. Bien. Gracias a los dos. Necesito personal responsable y con experiencia. Sé que puedo confiar en vosotros y en Mandy para cualquier cosa. Y que arrimaréis el hombro en lo que haga falta. Voy a tener que despedir a la mitad de los camareros y a más gente aún del equipo de limpieza, y Arjun tendrá que arreglárselas solo con Ollie en la cocina.

—¿Solo le va a dejar al pinche? —exclamo, sin poder evitarlo. A él no le va a hacer ninguna gracia.

—Talento en bruto —dice la señora S. B. bruscamente—. Puede moldear al chico a su imagen y semejanza. Y ahora… —Inspira y extiende las manos. Soy la primera en agarrarle una; Lucas duda antes de cogerle la otra—. Ya está bien de hablar de trabajo —dice—. Permitidme recordaros que aquí somos una familia. Pase lo que pase, eso no va a cambiar. Si Forest Manor tiene que cerrar, haré todo lo posible por ayudaros. Lo que sea. Quiero que sepáis que siempre os tendré muchísimo cariño.

Se me saltan las lágrimas. La señora S. B. sabe perfectamente lo difícil que es para mí tener una conversación como esta y me estrecha la mano con fuerza. Por un instante, me permito pensar en cómo sería tomarme el último chocolate caliente con café con Arjun, guardar el Cajón de Sastre en el coche y darles un abrazo de despedida a Barty y a la señora S. B., las dos personas que me hicieron sentir como en casa cuando era lo más importante para mí.

—Lo sé —digo con una voz un poco chillona—. Y estoy aquí para lo que necesiten mientras puedan seguir contratándome. Díganme lo que quieren que haga y me pongo manos a la obra.

Lucas asiente una sola vez.

—Lo que necesiten —dice.

—Estupendo. Bueno… —La señora S. B. nos dedica una pequeña sonrisa cansada y nos suelta las manos—. Vamos a vender todo lo que podamos. Ese es el primer paso.

Abro los ojos de par en par.

—Y Barty… —digo.

—Está muy disgustado al respecto —responde la mujer bajando la voz y mirando hacia la cocina—. Pero, si no podemos recaudar fondos, perderemos el hotel. Así que debemos deshacernos de algunas de las antigüedades de los Bartholomew. ¿Puedo poneros a los dos a cargo de la sala de objetos perdidos?

—¿A cargo de venderlo todo, quiere decir? —le pregunto. La sala de objetos perdidos empezó siendo una caja, pero con los años fue creciendo y ahora hay cientos de cosas, si no miles. En Forest Manor no nos gusta tirar nada—. ¿Eso está permitido?

—Me he informado y las leyes son un poco imprecisas, pero creo que, si hemos intentado devolver los artículos, que es lo que siempre hacemos cuando aparece algo nuevo, y ha pasado un tiempo prudencial, tenemos derecho a considerarlos nuestros. Y, si son nuestros…, no veo por qué no van a poder proporcionarnos algo de dinero. Está todo un poco revuelto, pero nunca se sabe, podría haber algunas joyas. ¿Puedo contar con vosotros para venderlo todo? Seguro que la Pobre Mandy os ayuda.

—Por supuesto —dice Lucas—. Estoy deseando ponerme con ello.

Levanto una ceja. Lucas odia la sala de objetos perdidos. La llama «el basurero».

La señora S. B. se sienta exhalando un largo suspiro y se da cuenta de que solo lleva la chaqueta puesta a medias.

—¡Caray, vaya día! —dice—. Lo que sí voy a necesitar es que hagáis un esfuerzo. Supongo que os habréis dado cuenta de que esto significa que vais a trabajar juntos cinco días a la semana. —Se baja las gafas hasta el puente de la nariz y adopta su expresión más severa—. ¿Podréis hacerlo? —Ninguno de los dos establece contacto visual con el otro.

—Por supuesto —respondo alegremente.

—Sí, claro que puedo trabajar con Izzy —dice Lucas—. Ningún problema.

Al día siguiente, me doy cuenta de lo que quería decir la señora S. B. cuando hablaba de arrimar el hombro. Estamos en la cocina: de repente yo soy la sous-chef y Lucas acaba de ser reclutado para servir mesas durante el almuerzo. En recepción hay una notita con los bordes dorados, escrita con la letra ensortijada de Barty, que dice: «¡Por favor, toque el timbre si necesita ayuda y estaremos con usted en un periquete!». Sospecho que esa nota va a estar en el mostrador muchas veces durante las próximas semanas.

—No me va a valer —dice Lucas con voz ahogada desde dentro del polo que está intentando ponerse. El problema es que es enorme y los uniformes de los camareros no están diseñados para personas que sobresalen por encima del resto del mundo y tienen esos extraños músculos de más que les unen el cuello con los hombros.<

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