
Aquel día no hubo manera de dar un paseo. Por la mañana habíamos pasado más de una hora deambulando entre los desolados arbustos, pero después de la comida (que solía servirse temprano, siempre que la señora Reed no tuviera invitados), el frío viento invernal trajo consigo unas nubes tan oscuras y una lluvia tan persistente que cualquier actividad al aire libre quedaba fuera de discusión.
Yo estaba encantada; nunca me habían gustado las excursiones y menos aún en tardes frescas; siempre volvía a casa en un estado terrible, con los dedos de las manos y los pies helados, el corazón encogido por los constantes gritos de Bessie, la niñera, y humillada por ese sentimiento de inferioridad física que me embargaba al compararme con Eliza, John y Georgiana Reed.
En esos momentos, los mencionados Eliza, John y Georgiana se hallaban en el salón, sentados alrededor de su madre. Esta se había tumbado en el sofá, al lado de la chimenea, y su aspecto al contemplar a sus retoños (que por una vez no lloraban ni andaban a la greña) era la viva estampa de la felicidad. En cuanto a mí, no me había autorizado a unirme al grupo: dijo que «lamentaba verse obligada a mantenerme a distancia; sin embargo, hasta que tanto Bessie como ella misma no observaran que hacía esfuerzos por mejorar de conducta y lograba que mis maneras ganaran en dulzura, suavidad y espontaneidad, quedaría excluida de los privilegios reservados a los niños alegres y agradecidos». —¿Qué he hecho, según Bessie? —pregunté. —Jane, las niñas preguntonas y quisquillosas no son de mi agrado; además, es de muy mala educación que un niño se dirija a los mayores en ese tono. Siéntate en cualquier sitio y permanece en silencio hasta que seas capaz de hablar con cortesía. Junto al salón había un pequeño comedor que se usaba solo a la hora del desayuno y que contenía una librería. Me deslicé en su interior y no tardé en coger uno de los libros de la estantería, no sin antes comprobar que estuviera lleno de ilustraciones. Fui hasta la ventana, me senté en el alféizar con las piernas dobladas bajo el cuerpo, como un turco, y corrí las cortinas de forma que ocultaran mi presencia y protegieran mi refugio de la curiosidad ajena. Los pliegues de tela escarlata me impedían ver nada por la derecha; a la izquierda tenía los cristales de la ventana, que no conseguían aislarme por completo del terrible día de noviembre. De vez en cuando, mientras pasaba las páginas del libro, contemplaba el paisaje en esa tarde invernal: a lo lejos distinguía la pálida mezcla de nubes y niebla; más cerca aparecía una escena formada por hierba húmeda, arbustos azotados por el viento y una lluvia incesante que lo asolaba todo. Volví a concentrarme en el libro Historia de las aves de Gran Bretaña, de Bewick, aunque lo cierto es que, por lo general, no me interesaba mucho lo que estaba escrito; sin embargo, pese a mi corta edad, algunas páginas de la introducción despertaron mi curiosidad. Describían las costumbres de caza de las aves marinas, y las «rocas y promontorios solitarios» que solo ellas habitaban; hablaban de la costa de Noruega, salpicada de islas desde Lindeness o Naze en el extremo sur, hasta el cabo Norte.

Donde el mar del Norte, en grandes remolinos,
bulle alrededor de las tristes y desnudas islas
de la lejana Thule; y el Atlántico, agitado,
rocía con sus olas las tormentosas Hébridas.
Tampoco podía evitar sentir cierta atracción por las desiertas orillas de Laponia, Siberia, Spitzberg, Nueva Zembla, Islandia y Groenlandia; «las vastas zonas que conforman el Ártico y otras regiones abandonadas, reservas perennes de nieve, donde los firmes campos de hielo, producto de siglos de temperaturas invernales, han ido creciendo hasta convertirse en montañas; ahora rodean el Polo Norte donde se concentran los rigores que provoca el frío más extremo». Yo me había formado una idea propia de esos reinos de blancura mortal; una imagen confusa, como suelen serlo las nociones solo entendidas a medias que flotan por el cerebro de los niños, pero singularmente impresionante. Las palabras de estas páginas introductorias concordaban con las ilustraciones y daban sentido a esa roca que se alzaba sola en un mar de olas y espuma, a los restos de una barca varada en una costa solitaria, a esa luna fría y cruel que observaba entre las nubes los despojos del naufragio.
No puedo explicar el sentimiento que despertaba en mí la imagen del cementerio abandonado, con su lápida inscrita; la puerta, los dos árboles; el horizonte bajo, rodeado por un muro roto e iluminado por una luna en cuarto creciente que atestiguaba la hora de la marea.
Imaginaba que los dos barcos detenidos en un mar tranquilo eran fantasmas marinos. El miedo me hizo pasar rápidamente la página en la que aparecía un diablo cargado con el botín de un robo, así como aquella que mostraba a un ser negro y provisto de cuernos, sentado en una roca y vigilando a la multitud que se había congregado alrededor de un patíbulo. Cada dibujo explicaba una historia, a menudo enigmática dada mi limitada capacidad de comprensión y mis infundados temores, aunque siempre de gran interés; tan emocionante como los relatos que Bessie explicaba a veces en las tardes de invierno, cuando estaba de buen humor y nos permitía sentarnos a observarla mientras planchaba los encajes de la señora Reed y rizaba los gorros de dormir. Alimentaba nuestra ávida imaginación con historias de amor y aventuras sacados de los antiguos cuentos de hadas y de viejas baladas, o (como descubriría más adelante) de las páginas de «Pamela» y de «Henry, conde de Moreland».
Con Bewick sobre las rodillas, yo me sentía feliz —a mi manera, por supuesto— y lo único que temía era que alguien pusiera fin a esos momentos de tranquilidad, algo que no tardó en suceder. La puerta del comedor se abrió de repente dando paso a John Reed.
—¡Eh! ¡Doña Fregona! —gritó. Se quedó en silencio al creer que la habitación estaba vacía.
»¿Dónde demonios se ha metido? —continuó—. ¡Lizzy! ¡Georgy! Jane no está aquí; decidle a mamá que ese mal bicho ha salido al jardín con esta lluvia.
«Suerte que he corrido la cortina», pensé, mientras deseaba con todas mis fuerzas que no descubriera mi escondite. Y me habría salido con la mía, ya que John no destacaba precisamente por su buen ojo ni por una excesiva inteligencia, de no haber sido porque Eliza asomó la cabeza por la puerta y dijo:
—Seguro que está escondida en la ventana, Jack.
Salí de mi refugio al instante, aterrada ante la idea de que Jack me sacara de allí a la fuerza.
—¿Qué quieres? —balbuceé.
—Debes decir: «¿Qué desea, señor Reed?» —respondió—.
Lo que quiero es que vengas aquí —continuó, mientras se dejaba caer en un sillón y me indicaba con un gesto significativo que me acercara hasta él. John Reed era un chico de catorce años, cuatro más que yo (que entonces tenía solo diez), grande y fuerte para su edad. Su piel carecía de brillo y había tomado un tono enfermizo, sus rasgos eran toscos y tenía las piernas y los brazos muy fuertes. Solía comer hasta hartarse, con lo que sufría de frecuentes ataques hepáticos que habían acabado reflejándose en sus ojos, de mirada turbia y legañosa, y en sus flácidas mejillas. Lo cierto es que esos días debería haber estado en el internado, pero su madre lo había traído a casa por un par de meses debido a «problemas de salud». Las palabras del señor Miles, el director del colegio, cuando afirmó que una reducción en el número de pasteles y dulces que llegaban desde casa le haría mucho bien, chocaron de pleno contra el corazón de la madre, que se inclinaba por creer que el color amarillo que presentaba el rostro de John se debía al exceso de aplicación en sus estudios y, tal vez, a la añoranza del hogar.
John no sentía mucho afecto por su madre ni sus hermanas, pero a mí me profesaba una aversión absoluta. Me hostigaba y castigaba, no dos o tres veces a la semana ni un par de veces al día, sino a todas horas. Yo le temía con todo mi ser, cada partícula de mi cuerpo temblaba de miedo cuando él estaba cerca y había veces en que el terror ante su presencia me paralizaba. No tenía a quien acudir a quejarme de sus amenazas o de sus ataques: los criados no querían indisponerse con el señorito poniéndose de mi parte, y la señora Reed parecía ciega y sorda ante el tema. Daba la impresión de no ver los golpes ni oír los insultos, aunque en más de una ocasión John me dirigió ambas cosas en su presencia. Lo habitual, debo reconocerlo, era que lo hiciera a sus espaldas.
Acostumbrada a obedecer las órdenes de John, fui hasta su silla. Él dedicó unos tres minutos a sacarme la lengua con el máximo descaro; yo sabía que el golpe no tardaría en llegar y, mientras lo esperaba, me quedé absorta contemplando su aspecto feo y desagradable. Me pregunto si mi rostro debió de expresar ese desprecio porque, de repente y sin mediar palabra, me pegó con tanta fuerza que me hizo retroceder un par de pasos y estuve a punto de caerme.
—Te lo has ganado por contestar a mamá con esa falta de educación, por esconderte como una serpiente detrás de la ventana y por mirarme como lo hacías hace unos minutos. ¡Rata!
Estaba tan acostumbrada a su modo de tratarme que ni siquiera se me ocurrió replicar; toda mi atención se concentraba en encajar el golpe que con toda seguridad seguiría a los insultos.
—¿Qué hacías detrás de la cortina? —preguntó.
—Estaba leyendo.
—¡Enséñame el libro!
Me acerqué a la ventana, cogí el libro y se lo di.
—Tú no tienes ningún derecho a leer nuestros libros. Mamá dice que dependes de nosotros porque no tienes dinero: tu padre no te dejó ni una libra. Deberías estar mendigando en lugar de vivir aquí, en el hogar de los hijos de un caballero, comiendo lo mismo que nosotros y vistiéndote a expensas de mamá. Pero ahora aprenderás a no enredar en los estantes. Los libros son míos; toda la casa me pertenece, o me pertenecerá dentro de unos años. Ve y quédate de pie junto a la puerta, y procura no ponerte delante de ningún espejo ni de las ventanas.
Hice lo que me decía, sin entender al principio cuál era su intención; sin embargo, cuando le vi levantarse y balancear el libro en el aire como si se tratara de un objeto arrojadizo, me aparté instintivamente con un grito de alarma. Sin embargo, no fui lo bastante ágil: el tomo voló hacia mí y me derribó, caí de cabeza contra la puerta y me hice un corte. La herida sangraba y sentía un agudo dolor en la cara, pero al mismo tiempo mi pánico se había evaporado para dar paso a otros sentimientos.
—¡Chico malvado y cruel! —grité—. Eres igual que un asesino, te comportas como un tratante de esclavos, como un emperador romano…
Yo había leído la Historia de Roma de Goldsmith, y me había formado una opinión sobre Nerón, Calígula y otros personajes parecidos. También había establecido comparaciones que nunca pensé que pronunciaría en voz alta.
—¿Qué? —exclamó John—. ¿Estás hablando de mí? Eliza, Georgiana, ¿habéis oído lo que me ha dicho? Voy a contárselo a mamá, pero antes verás…
Se abalanzó sobre mí; noté cómo se aferraba a mi hombro con una mano y me cogía del pelo con la otra, impulsado por una furia desesperada. Su imagen era la de un tirano, la de un criminal.
Sentí el rastro de una gota de sangre que me resbalaba por el cuello y experimenté un intenso dolor; ambas sensaciones pudieron más que el miedo y devolví su ataque con parecida ira. No sé muy bien lo que le hice, pero sus gritos llamándome «¡Rata! ¡Rata!» llegaron hasta el exterior. La ayuda no tardó en acudir: Eliza y Georgiana habían ido a buscar a la señora Reed, quien irrumpió en la escena seguida de Bessie y de Abbot, la doncella. Nos separaron entre grandes exclamaciones de sorpresa:
—¡Pobrecito! ¡Pobrecito! ¡Con qué ira ha atacado ese monstruo al señorito John!
—¡Habrase visto alguna vez rabia semejante!
—Llevadla a la habitación roja y encerradla allí —sentenció la señora Reed.
Cuatro manos cayeron al instante sobre mí y me arrastraron escaleras arriba.

No paré de resistirme en todo el camino, algo que nunca había hecho antes y que reforzó la mala opinión que de mí querían formarse Bessie y la señorita Abbot. Lo cierto es que me sentía incapaz de dominarme; era consciente de que un solo momento de desobediencia me había reportado un injusto castigo y, como cualquier otro esclavo rebelde, estaba tan desesperada que habría hecho lo que fuera para escapar.
—¡Cójala por los brazos, señorita Abbot! ¡Parece un gato salvaje!
—¡Qué vergüenza! ¡Qué vergüenza! —exclamaba la doncella de la señora—. ¿Cómo se ha atrevido a golpear al joven señorito? ¡Al hijo de su benefactora! ¡A su señor!
—¡Mi señor! ¿Cómo va a ser él mi señor? ¿Acaso soy una criada?
—No. Usted es menos que una criada, porque no hace nada para ganarse el sustento. Ea, siéntese ahí y reflexione sobre su perversa conducta.
Ya habíamos llegado a la habitación indicada por la señora Reed, y acababan de arrojarme sobre un taburete. Mi primer impulso fue saltar, como si un muelle me empujara, pero dos pares de manos me detuvieron al instante. —Si no se queda sentada, tendremos que atarla —dijo Bessie—. ¡Señorita Abbot, sus ligas! Las mías no son lo bastante resistentes y las rompería.
La señorita Abbot se volvió para despojar a sus gordas pantorrillas de la prenda en cuestión. Segura de que cumplirían su amenaza, y de que eso supondría un agravio añadido al castigo, opté por calmarme un poco.
—¡No hace falta que se las quite! ¡No me moveré más! —grité.
Y para confirmar mis palabras me aferré al taburete con ambas manos.
—Espero por su propio bien que lo haga —dijo Bessie.
Después de asegurarse de que no mentía, aflojó un poco la fuerza de sus manos. Ella y la señorita Abbot me miraron fijamente, con los brazos cruzados, como si dudaran de mi salud mental.
—Nunca había hecho nada semejante —dijo Bessie al fin, volviéndose hacia la dama de compañía.
—Pero ese instinto siempre anidó en ella —contestó esta al momento—. A menudo he comentado con la señora la opinión que me merece esta niña y ella siempre se ha mostrado de acuerdo. Es una criatura malvada. Nunca vi que una cría de su edad fuera tan retorcida.
Bessie no contestó, pero luego, dirigiéndose a mí, afirmó:
—Señorita, debería recordar que usted está en deuda con la señora Reed: ella la mantiene. Si la echara de aquí, usted acabaría en el asilo para niñas pobres.
Yo no tenía nada que decir a esas palabras; las había oído demasiadas veces: formaban parte de los primeros recuerdos de mi existencia. Esta forma de reprocharme mi dependencia se había convertido en un sonsonete familiar, triste y doloroso, aunque de significado más bien difuso.
La señorita Abbot prosiguió:
—Y usted no debería considerarse igual a los chicos Reed solo porque viva con ellos gracias a la benevolencia de la señora.
Ellos heredarán mucho dinero y usted no tendrá ni una libra; por lo tanto, su obligación es mostrarse muy humilde e intentar que su presencia les sea lo más agradable posible.
—Es por su bien que le decimos esto —añadió Bessie con voz suave—; debería esforzarse por ser útil y servicial. Tal vez así pueda quedarse aquí para siempre. Ahora bien, si se deja llevar por el orgullo y el mal genio, la señora acabará echándola, estoy segura.
—Además —continuó la señorita Abbot—, Dios la castigará, fulminándola durante uno de estos arrebatos de rabia, y entonces ¿qué será de ella? Vamos, Bessie, dejémosla sola. Por nada del mundo me gustaría tener su mal corazón. Aproveche este rato de soledad para rezar sus oraciones y arrepentirse, si no quiere que el mismo diablo entre por la chimenea y se la lleve de cabeza al infierno.
Y se marcharon, cerrando la puerta con llave.
La habitación roja no se usaba muy a menudo, por no decir nunca, a no ser que el número de invitados de Gateshead Hall hiciera necesario disponer de todos los cuartos de la casa. Sin embargo, era una de las estancias más grandes y mejor amuebladas de la mansión. En el centro se elevaba, cual tabernáculo, un magnífico lecho sujeto por cuatro pilares de caoba de los que caían pesados cortinajes de damasco rojo, a juego con las cortinas de los dos grandes ventanales cuyas persianas no se subían jamás; la alfombra era roja y una tela del mismo color cubría la mesilla que había a los pies de la cama. Las paredes estaban pintadas de un suave tono crema con un toque rosáceo, y tanto el armario como el tocador eran de caoba, oscuros y brillantes. Por encima de esas sombras oscuras destacaba la pila de colchones y almohadas que vestían la cama, cubierta por una nívea colcha de algodón; junto a la cabecera, un amplio y cómodo sillón blanco provisto de un reposapiés aparecía a mis ojos como si fuera un trono de nieve.
Hacía frío porque el fuego no solía encenderse. Era una habitación silenciosa, ya que quedaba muy lejos del cuarto de los niños y de la cocina, e imponente, puesto que casi nunca entraba nadie en ella. Solo la doncella venía cada sábado a quitar el polvo de los muebles y del espejo; de vez en cuando también acudía la señora Reed para revisar los objetos que guardaba en un cajón secreto del armario: el joyero y un retrato en miniatura de su difunto marido. En estas últimas palabras subyace el secreto de la habitación roja, el hechizo que la mantenía tan abandonada pese a su lujosa decoración.
Nueve años antes el señor Reed había muerto en esta habitación. Aquí exhaló su último suspiro, aquí se celebró el velatorio, y aquí estuvo metido en el ataúd hasta el momento de su entierro. Desde ese día, un aire de triste consagración había invadido la estancia y la había condenado a la soledad.
El asiento en el que las muchachas me habían colocado era una otomana que no se hallaba muy lejos de la chimenea de mármol, de modo que frente a mí tenía el lecho; a la derecha estaba el alto y oscuro armario, cuyos tenues reflejos intensificaban o reducían el brillo de los paneles; a mi izquierda quedaban las ventanas enfundadas en tela y, entre ellas, un enorme espejo reflejaba la suntuosidad de la alcoba y del lecho. No sabía si creerme del todo que hubieran cumplido su amenaza de cerrar la puerta con llave, así que, cuando me atreví a moverme, fui a comprobarlo. ¡No hubo nunca cárcel más segura! Al regresar a mi asiento tuve que cruzar por delante del gran espejo, y sin querer exploré con la mirada las profundidades del cristal. En ese hueco todo tomaba un aspecto más frío y más oscuro que en la realidad: la pequeña figurita que me observaba, pálida y con el miedo dibujado en los ojos, agitando la oscuridad con sus brazos, daba la impresión de ser uno de esos espíritus que aparecían en los relatos de Bessie, uno de esos seres mitad hadas, mitad duendes, que acechaban a los atónitos viajeros nocturnos desde los solitarios helechos de los páramos. Volví a mi taburete.
Aunque en ese momento empezó a invadirme un cierto temor, hice esfuerzos por controlarlo. La sangre aún me hervía de ira y la fuerza de la rebelión me llenaba de un vigor amargo. Antes de dejarme vencer por el presente me sumergí en la rabia que los recuerdos traían a mi mente.
La violenta tiranía de John Reed, la orgullosa indiferencia de sus hermanas, la antipatía de su madre, la parcialidad de los criados, todo se revolvía en el fondo de mi cerebro como si fueran los sedimentos de un pozo turbio. ¿Por qué siempre tenía que sufrir yo? ¿Estar siempre vigilada, siempre acusada y condenada sin remisión? ¿Por qué nunca hacía nada bien a sus ojos? ¿Por qué resultaban inútiles todos mis esfuerzos por ganarme su favor? En cambio, todos respetaban a Eliza pese a su tozudez y su egoísmo, y perdonaban la conducta insolente, rencorosa y consentida de Georgiana; su rostro, de mejillas sonrosadas enmarcadas por rizos de oro, parecía complacer a todo el mundo y garantizarle la disculpa de todas sus faltas. Nadie osaba oponerse a John, y mucho menos a castigarle: aunque se dedicara a retorcer el pescuezo de las palomas, a matar a los pollitos, a azuzar a los perros contra las ovejas, a arrancar los frutos y destrozar las mejores flores del invernadero; aunque se dirigiera a su madre llamándola «vieja» y a veces se burlara de ella por el tono moreno de su piel (por otra parte muy parecido al suyo), aunque la desobedeciera de forma ostensible y a menudo se dedicara a romper y estropear sus vestidos de seda, seguía siendo «su niño querido». En cambio, yo, que intentaba no cometer ningún error y me esforzaba por cumplir con todas mis obligaciones, debía cargar a todas horas con el sambenito de ser mala, fastidiosa, estúpida y falsa.
Todavía me dolía la cabeza debido al golpe y a la caída; la herida aún sangraba. Pero a nadie se le había ocurrido regañar a John por pegarme a propósito. Era yo, solo por haber osado defenderme de su violencia irracional, quien recibía el desprecio de todos.
«¡Es injusto! ¡Injusto!», repetía la Razón, estimulada por la fuerza precoz pero transitoria de una rabia cada vez más débil, que buscaba una alianza con la Voluntad para lograr una vía de escape a esa opresión insoportable, ya fuera la huida o, en caso de que esta fuera imposible, la decisión de no volver a comer ni a beber hasta que la inanición acabara conmigo.
¡Qué tristeza inundó mi espíritu aquella tarde atroz! Las ideas daban vueltas por mi cerebro, y el corazón se sublevaba ante tanta injusticia… Sin embargo, ¡en qué oscuridad, en qué densa ignorancia se desarrollaba esta batalla mental! Era incapaz de responder a la pregunta que me atormentaba: ¿por qué tenía yo que pasar por todo esto? Es ahora cuando, con la distancia que proporcionan los años (y no pienso decir cuántos), consigo entenderlo con absoluta claridad.
Yo era la nota discordante en Gateshead Hall, no me parecía a nadie de allí. No tenía nada en común con la señora Reed ni con sus hijos, ni tampoco con el servicio. Y claro está, si ellos no me querían, poco iba yo a corresponderles. No podían mirar con afecto a alguien incapaz de simpatizar con uno solo de ellos, alguien distinto, opuesto a esa familia en temperamento, capacidad y tendencias; un ser sin gracia, carente a sus ojos de cualquier atractivo o interés; un ser nocivo que se indignaba ante su trato y despreciaba sus opiniones. Si yo hubiera sido una niña optimista, brillante, indolente, caprichosa, bonita y juguetona, aunque igualmente dependiente y carente de amigos, la señora Reed habría soportado mejor mi presencia, sus hijos habrían sentido un mayor compañerismo hacia mí y los criados habrían evitado convertirme en la cabeza de turco del cuarto de juegos.
La luz del día comenzó a desaparecer de la habitación roja. Eran más de las cuatro y las nubes de la tarde habían dado paso a un oscuro crepúsculo. Oía el ruido incesante de la lluvia contra los cristales y los aullidos del viento procedentes del salón. El frío fue penetrando en mi cuerpo, y con él se mitigó el valor. Volví a caer en mi talante habitual: humilde, inseguro y triste, mientras se apagaba en mí todo signo de enojo. Si todos decían que era mala, tal vez tuvieran razón. ¿O no era perverso el pensamiento de ayunar hasta la muerte? Eso era un crimen. ¿Estaba preparada para morir? ¿O quizá el panteón que había bajo la cancela de la iglesia de Gateshead me resultaba acogedor? Me habían contado que el señor Reed yacía enterrado en ese panteón, y esa idea me llevó a pensar en él con creciente pavor. No podía recordarle, pero sabía que era mi tío carnal, el hermano de mi madre, que me había llevado a su hogar cuando me quedé huérfana y había hecho prometer a su esposa que se ocuparía de mí como si fuera su propia hija. Es probable que la señora Reed creyera que había mantenido su palabra, y me atrevo a decir que lo había hecho hasta donde se lo permitía su naturaleza. ¿Cómo iba a ver con agrado la presencia de una intrusa que no llevaba su sangre y a la que no la ataba lazo alguno después de la muerte de su marido? Debía de haber sido muy molesto sentirse obligada a ocupar el lugar de la madre de una niña extraña a la que no podía amar, y soportar que esta criatura ajena y antipática se instalara de forma permanente en el seno de su familia.
Una súbita idea me asaltó. No tenía ninguna duda, nunca la había tenido, de que si el señor Reed viviera, el trato que yo recibiría en la casa sería muy distinto. Ahora, sentada frente a la blanca cama y rodeada por las sombras que crecían por las paredes, sin perder de vista el débil brillo del espejo, empecé a recordar lo que me habían dicho acerca de los muertos que se removían en sus tumbas por no ver cumplidos sus últimos deseos y volvían a la tierra para castigar a los perjuros y vengar a los oprimidos. Pensé que el espíritu del señor Reed, acosado por las afrentas cometidas a la hija de su hermana, podía optar por abandonar su lugar de reposo, ya fuera el panteón o el mundo desconocido en el que moran las almas, y aparecer en esta habitación. Me enjugué las lágrimas y contuve los suspiros, temerosa de que cualquier señal de pena acabara logrando que una voz sobrenatural despertara y me hablara para consolarme, o provocara que un rostro surgiera en la oscuridad y se inclinara hacia mí, ofreciéndome su compasión. Esta idea, que en principio parecía consoladora, me aterraba más que cualquier otro castigo. Me esforcé con todo mi ser para sofocar el llanto: estaba decidida a calmarme. Apartándome el cabello de los ojos, levanté la cabeza e intenté mostrar una energía que estaba lejos de sentir. Justo en ese momento, el destello de una luz brilló en la pared. ¿Acaso se trataba de un rayo de luna que penetraba por alguna rendija de la persiana? No, la luz de la luna permanecía inmóvil y en cambio esta parpadeaba: mientras la seguía con la mirada, se deslizó hasta el techo temblando sobre mi cabeza. Ahora supongo que esta luz procedía de una linterna que alguien llevaba en el jardín, pero entonces, con la mente dispuesta a ver fantasmas por todas partes y con los nervios a flor de piel, pensé que ese rayo inquieto era el anuncio de una visión procedente del otro mundo. Aumentó la velocidad de los latidos de mi corazón; la frente me ardía y un sonido que tomé por el rugir del viento me llenó los oídos. Parecía que algo estaba cerca de mí. Me sentía agobiada, casi ahogada… La resistencia cedió y proferí un grito salvaje e involuntario. Corrí hacia la puerta y la golpeé en un desesperado esfuerzo por hacerme oír. Unos pasos recorrieron el pasillo, en la cerradura giró una llave… Bessie y Abbot entraron.
—Señorita Eyre, ¿está enferma? —preguntó Bessie.
—¡Qué horrible alarido! ¡Me ha asustado de verdad! —exclamó Abbot.
—¡Sacadme de aquí! ¡Dejadme ir al cuarto de juegos! —grité.
—¿Por qué? ¿Está herida? ¿Ha visto algo? —preguntó Bessie de nuevo.
—Vi una luz y pensé que era un fantasma.
Tomé a Bessie de la mano, y ella no me soltó.
—Ha gritado a propósito —afirmó Abbot contrariada—. ¡Y menudo alarido! Una la disculparía si lo hubiera causado un gran dolor, pero lo único que pretendía era hacernos venir. Ya conozco sus trucos.
—¿Qué está pasando aquí? —exclamó otra voz en tono de mando. La señora Reed avanzaba por el pasillo con el sombrero volando a su espalda y los pliegues del vestido crujiendo amenazadores—. Abbot, Bessie, creo que di órdenes precisas de que Jane Eyre debía permanecer encerrada en la habitación roja hasta que yo en persona viniera a sacarla.
—Señora, es que la señorita Jane gritó con tanta fuerza… —suplicó Bessie.
—¡Suéltala! —fue la única respuesta—. Suelta la mano de Bessie. No lograrás salir por estos medios. Aborrezco el fingimiento, y más aún en los niños. Es mi obligación enseñarte que ese tipo de trucos no da resultado: ahora te quedarás aquí dentro durante una hora más, y solo te dejaré salir si pasas este tiempo en el más absoluto de los silencios.
—¡Tía, tenga piedad! ¡Perdóneme! No puedo soportarlo. Castígueme de cualquier otro modo. Prefiero morir antes de…
—¡Cállate! Tus palabras me provocan náuseas.
Y no hay duda de que sentía lo que decía. A sus ojos yo no era más que una actriz precoz. Me miró como si mi corazón fuera un foso agitado por pasiones turbulentas, poseído por un espíritu falso y despreciable.
Una vez se hubieron retirado Bessie y Abbot, la señora Reed, impaciente ante las muestras de angustia y los temblores que me sacudían, me empujó al interior y cerró la puerta sin más comentarios. Oí cómo sus pasos se alejaban, y creo que poco después tuve una especie de ataque. La inconsciencia puso fin a la escena.

Lo siguiente que recuerdo es que desperté con la sensación de haber sufrido una espantosa pesadilla y vi una intensa luz roja que centelleaba tras unas gruesas barras negras. También oía un retumbar de voces, como si llegaran hasta mí sofocadas por el viento o el agua. El nerviosismo, la incertidumbre y un absoluto sentimiento de pánico confundían mis sentidos. Entonces me di cuenta de que alguien me cogía en brazos y me incorporaba con gran ternura. Apoyé la cabeza sobre algo blando, un brazo o una almohada, y me quedé dormida.
Cinco minutos más tarde la nube de dudas se disipó: supe que estaba en mi propia cama y que la luz roja no era más que el fuego de la chimenea. Era de noche y había una vela encendida sobre la mesa. Bessie se hallaba a los pies del lecho con una palangana en las manos, y un caballero sentado a la cabecera se inclinaba hacia mí.
La presencia de ese extraño en la habitación, alguien que no pertenecía a Gateshead y no tenía relación alguna con la señora Reed, me provocó un alivio indescriptible, esa tranquilizadora sensación que te invade al sentirte protegida. Aparté la mirada de Bessie (aunque su presencia me resultaba menos molesta que la de Abbot, por ejemplo) y posé los ojos en el rostro del caballero. No se trataba de un desconocido: era el señor Lloyd, el farmacéutico que acudía a la casa cuando los criados estaban enfermos. Para la señora y sus hijos se requerían siempre los servicios de un médico.
—Bueno, ¿quién soy yo? —preguntó el señor Lloyd.
Pronuncié su nombre al mismo tiempo que le tendía la mano. Él la estrechó y me sonrió.
—Veo que ya estamos mejor —añadió antes de señalarme con un gesto que volviera a tumbarme.
Dirigiéndose a Bessie, ordenó que nadie me molestase durante la noche y se marchó después de dar varias instrucciones más e insinuar que volvería al día siguiente. Su partida volvió a despojarme del sentimiento de protección que me había animado mientras lo tuve sentado junto a la cama. Cuando la puerta se cerró tras él, toda la habitación se oscureció y mi corazón se hundió de nuevo en un abismo de profunda tristeza.
—¿Tiene ganas de dormir un poco, señorita? —preguntó Bessie, solícita.
Apenas me atreví a responder, pues temía que recuperara su áspero tono habitual.
—Lo intentaré.
—¿Le apetece tomar algo, una bebida…?
—No, gracias, Bessie.
Tanta amabilidad me dio valor para preguntar:
—Bessie, ¿qué me pasa? ¿Estoy enferma?
—Supongo que cayó enferma en la habitación roja de tanto llorar. Pero no se preocupe, pronto se pondrá bien.
Bessie se marchó al cuarto de las criadas.
—Sarah —oí que decía desde allí—, ven al cuarto de los niños a dormir conmigo. Por nada del mundo quisiera pasar la noche a solas con esa pobre niña. Es capaz de morirse. ¡Ha sufrido un desmayo tan extraño! Me pregunto si vio algo raro… La señora ha sido demasiado dura con ella. Sarah volvió con ella y ambas se acostaron. Estuvieron hablando en voz baja durante más de media hora; hasta mí llegaban frases sueltas que solo me permitían captar la idea general de la conversación.
«Algo pasó ante ella, vestido enteramente de blanco, y se desvaneció.» «Le seguía un gran perro negro.» «Alguien golpeó tres veces la puerta de la habitación del señor.» «Había una luz en el cementerio, sobre la tumba del señor»… etcétera, etcétera.
Por fin ambas se durmieron; se apagó el fuego y se extinguió la vela. Yo no logré conciliar el sueño en toda la noche: ese miedo que solo los niños pueden sentir puso en alerta todos mis sentidos y me impidió descansar.
Lo cierto es que el incidente de la habitación roja no tuvo más consecuencias, aparte del ataque de pánico, cuyo recuerdo aún me atormenta a día de hoy. Sí, señora Reed, a usted le debo unos momentos de atroz sufrimiento mental. Sin embargo, debería perdonarla: en realidad no era consciente de sus actos. Creía estar corrigiendo mis peores instintos cuando lo que hacía era desgarrarme el corazón.
Al mediodía siguiente estaba ya vestida y sentada en el cuarto de los niños, con los hombros envueltos en un chal. Físicamente me sentía débil y desanimada, pero lo peor de todo era el garfio de la tristeza que me atenazaba el alma y que me provocaba un llanto silencioso. Aún no me había secado unas lágrimas cuando otras gotas saladas descendían por mis mejillas sin que pudiera hacer nada por evitarlo. Y, por otro lado, no podía dejar de pensar que debía sentirme feliz por la ausencia de los Reed: habían salido todos de paseo en el coche. Incluso Abbot estaba cosiendo en otra habitación, y Bessie, que no paraba de ir de un lado a otro guardando juguetes y ordenando cajones, se dirigía a mí de vez en cuando en un tono insólitamente amable. Todo ello debería haber supuesto para mí un paraíso de paz, acostumbrada como estaba a una vida repleta de reprimendas y tareas desagradables, pero mis pobres nervios estaban en tal estado que no había calma que pudiera suavizarlos, ni placer que pudieran apreciar.
Bessie vino de la cocina provista de un pedazo de tarta servido en un plato de porcelana china de brillantes colores, que formaban la imagen del ave del paraíso anidando en un lecho de flores y hojarasca. Este plato siempre había despertado en mí una gran admiración y unos enormes deseos de examinarlo de cerca, pero nunca había sido considerada digna de semejante privilegio. Ahora tenía ese hermoso recipiente en las rodillas y se me invitaba con afecto a comer el dulce manjar que contenía. Sin embargo, este favor llegaba, como la mayoría de los anhelos largo tiempo ansiados, demasiado tarde. Era incapaz de tragar la tarta, y tanto el plumaje del ave como los matices de las flores parecían haber perdido brillo, así que retiré ambas cosas de mi vista. Bessie me ofreció la posibilidad de traerme un libro, y esa palabra se convirtió en un súbito estímulo. Le pedí que me dejara Los viajes de Gulliver. Era un libro que había examinado una y otra vez con sumo placer, porque lo consideraba una historia real que suscitaba en mí mayor interés que los cuentos de hadas. Después de pasar años buscándolos detrás de las hojas y de las campanillas, debajo de los champiñones y entre la hiedra que cubría las paredes, había llegado a la triste conclusión de que los duendes habían huido de Inglaterra a otro lugar menos poblado, cuyos bosques fueran más densos y frondosos. En cambio, en mi imaginación, los reinos de Lilliput y Brobdignag eran lugares auténticos, y no tenía ninguna duda de que algún día emprendería un largo viaje que me llevaría a ver esos pequeños campos, las diminutas casas, los menudos árboles y todos los animales en miniatura que habitaban en uno de esos reinos; así como los gigantescos cultivos de maíz, los poderosos mastines, los monstruosos gatos y los hombres y mujeres altos como torres que vivían en el otro. No obstante, aunque intenté evocar en el libro aquel encanto que siempre había hallado en él, y me detuve a observar todas y cada una de las ilustraciones, ese día todo me pareció feo y horrible: los gigantes no eran más que trasgos desvaídos y los enanos me parecían diablos violentos; Gulliver era un simple vagabundo perdido en las partes más inhóspitas y peligrosas de la tierra. Cerré el libro y lo puse sobre la mesa, junto a la tarta intacta.
Bessie había terminado de limpiar y ordenar la habitación, y, después de lavarse las manos, abrió un cajoncito repleto de recortes de seda y satén con la intención de hacer un sombrero nuevo para la muñeca de Georgiana. Mientras cosía, se puso a cantar:
Hace mucho tiempo, cuando pasábamos los días
recorriendo el mundo, viajando como gitanos…
Era una canción que yo había oído a menudo, y siempre me había provocado una gran alegría. Bessie tenía una voz dulce, o al menos eso creía yo. Pero aquel día, aunque su voz seguía siendo la misma, la melodía me pareció cargada de una melancolía indescriptible. A veces, distraída por su tarea, Bessie cantaba más despacio, pronunciando el estribillo con la cadencia de un himno funerario. Después cambió de canción y entonó una balada cuya letra era realmente triste.
Tengo los pies doloridos y los labios agrietados;
largo es el camino, y arduas las montañas
pronto la noche, triste y tenebrosa,
invadirá el sendero de la pobre niña sola.
¿Por qué me enviaron tan lejos, sin nadie,
hasta donde yacen los páramos y crecen las rocas?
En un mundo sin corazón, son los ángeles del cielo
los únicos que cuidan de la pobre niña sola.
Distante y suave, sopla la brisa nocturna,
ni una nube oculta el brillo de las estrellas;
Dios, compasivo, ofrece protección,
amor y esperanza a la pobre niña sola.
Aunque cayera al cruzar el puente, o me hundiera
en la ciénaga, engañada por un falso resplandor,
el Padre me colmaría de bendiciones,
y llevaría a su seno a la pobre niña sola.
Aunque carezca de refugio y de familia
hay un pensamiento que me llena de fuerza:
el cielo es mi hogar y no me faltará el reposo;
Dios es amigo de la pobre niña sola.
—¡Vamos, señorita Jane! No llore —exclamó Bessie al finalizar la canción.
Pero era como decirle al fuego que dejara de arder. ¿Cómo podía ella imaginar el peso de la pena que me embargaba?
A lo largo de la mañana, el señor Lloyd volvió a verme.
—¡Vaya! Veo que ya estamos levantados —dijo desde la puerta del cuarto de los niños—. Bueno, enfermera, ¿cómo está la paciente?
Bessie respondió que me encontraba mucho mejor.
—Entonces debería tener un aspecto más alegre. Venga aquí, señorita Jane, porque su nombre es Jane, ¿verdad?
—Sí, señor, Jane Eyre.
—Veo rastros de lágrimas. ¿Puede decirme por qué lloraba? ¿Le duele algo?
—No, señor.
—¡Oh! Yo diría que lloraba porque no pudo salir con la señora en el coche —intervino Bessie.
—¡No puedo creerlo! Es demasiado mayor para llorar por esas tonterías.
Lo mismo pensaba yo, y esa falsa acusación me ofendió tanto que respondí con presteza:
—En mi vida lloraría por semejante cosa: odio ir en coche. Lloro porque soy desgraciada.
—¡Oh, vamos, señorita! —exclamó Bessie.
El buen farmacéutico pareció perplejo ante mi respuesta. Fijó en mí sus pequeños ojos grises, sin brillo pero bastante sagaces. Su rostro era serio pero denotaba amabilidad.
—¿Qué la puso enferma ayer? —preguntó después de observarme con atención.
—Se cayó —intervino Bessie de nuevo.
—¡Se cayó! ¿Qué es esta niña, un bebé? ¿Es que no puede andar a su edad? Debe de rondar los ocho o nueve años.
—Me dieron un golpe que me hizo caer —contesté de nuevo, herida en mi amor propio.
Y, mientras el señor Lloyd se servía una pizca de rapé, añadí:
—Pero no fue eso lo que me enfermó.
Justo cuando él devolvía la caja a su bolsillo, sonó la campana que llamaba a los criados a comer.
—La llaman, niñera —dijo el farmacéutico—. Baje a comer. Yo hablaré con la señorita Jane hasta que usted vuelva.
Bessie habría preferido quedarse, pero la puntualidad en las comidas era una de las normas más inquebrantables de Gateshead Hall.
—Si no fue la caída lo que la puso enferma, ¿qué fue, entonces? —prosiguió el señor Lloyd una vez Bessie hubo salido.
—Me encerraron en una habitación en la que hay un fantasma hasta bien entrada la noche.
El señor Lloyd sonrió y frunció el ceño a la vez.
—¡Un fantasma! ¡Al final resultará ser una niña pequeña de verdad! ¿Le dan miedo los fantasmas?
—El del señor Reed, sí: murió en ese cuarto y su cadáver se veló allí. Ni Bessie ni nadie de la casa se atreven a entrar en esa habitación de noche si pueden evitarlo. Fue una crueldad encerrarme allí sola y sin una vela… Fue tan cruel que creo que no podré olvidarlo nunca.
—¡Tonterías! ¿Y es eso lo que la hace sentir desgraciada? ¿Sigue teniendo miedo ahora que es de día?
—No, pero la noche no tardará en caer de nuevo… Además, hay otras cosas que me hacen ser muy infeliz.
—¿Qué otras cosas? ¿Puede usted contármelas?
¡Cuánto deseaba contestar con todo detalle a esta pregunta! ¡Pero era tan difícil construir una respuesta coherente! Los niños sienten, pero les cuesta mucho analizar sus sentimientos, y aun en el caso de que logren hacer un análisis parcial, son incapaces de traducir el resultado en palabras. Sin embargo, por miedo a perder la primera oportunidad que tenía de compartir mi pena, me tomé mi tiempo e, inquieta, me esforcé por dar una respuesta sincera aunque incompleta.
—No tengo padre, ni madre, ni tampoco hermanos.
—Pero tiene una tía amable y tres primos.
Hice una nueva pausa antes de armarme de valor para continuar.
—Pero John Reed me pegó y luego mi tía me encerró en la habitación roja.
El señor Lloyd volvió a sacar su caja de rapé.
—¿No cree que Gateshead Hall es una casa preciosa? —preguntó—. ¿No está usted agradecida por vivir en un lugar tan hermoso?
—No es mi casa, señor, y Abbot dice que yo tengo menos derecho a estar aquí que uno de los criados.
—¡Bah! No puede ser tan tonta como para desear abandonar un hogar tan espléndido.
—Estaría encantada de marcharme si tuviera algún sitio adonde ir, pero no podré abandonar Gateshead Hall hasta que sea mayor.
—Tal vez pueda. ¿Quién sabe? ¿Tiene usted otros parientes al margen de la señora Reed?
—Creo que no, señor.
—¿Ningún familiar por parte de padre?
—Lo ignoro. Una vez le hice esta pregunta a la señora Reed, y ella respondió que era probable que tuviera algunos parientes pobres, pero que no disponía de la menor información sobre ellos.
—Si los tuviera, ¿le gustaría vivir con ellos?
Me detuve a reflexionar. Si la pobreza repele a los mayores, aún asusta más a los niños: ellos no piensan en la falta de medios que acompaña a ciertas personas que trabajan honradamente, en esa pobreza digna y respetable, sino que la asocian a ropas raídas, escasez de comida, chimeneas sin leña, malas costumbres y vicios inconfesables. Para mí, la pobreza era sinónimo de degradación.
—No, no creo que me gustara vivir con gente pobre —respondí al fin.
—¿Aunque estas personas la trataran con cariño?
Negué con la cabeza. Para mí, cariño y pobreza eran conceptos incompatibles. Aprendería a hablar como ellos, adoptaría sus rudas maneras, me convertiría en una ignorante y crecería como una de las desgraciadas mujeres que veía a veces alimentando a sus hijos o lavando la ropa a las puertas de Gateshead… No. No era lo bastante valiente como para comprar la libertad a ese precio.
—¿Tan pobres son sus parientes? ¿No tienen trabajo?
—No lo sé. Mi tía siempre dice que deben de ser mendigos. No quiero verme obligada a pedir limosna.
—¿Preferiría ir al colegio?
Otra vez me detuve a reflexionar. Apenas sabía lo que era la escuela. Bessie a menudo hablaba de ella como un lugar en el que las niñas se sentaban en largos bancos, escribían en pizarrines y eran obligadas a comportarse de forma educada y gentil;
John Reed odiaba el colegio y se reía de sus maestros, pero los gustos de John Reed no coincidían en absoluto con los míos. Y aunque los relatos de Bessie sobre la excesiva disciplina de las escuelas (deducidos de lo que le habían contado unas niñas a las que sirvió antes de entrar en Gateshead) no resultaban muy agradables, los detalles que explicaba acerca de los logros de esas mismas niñas tenían la virtud de llamar mi atención. Alababa los hermosos paisajes que pintaban, las canciones que aprendían, las labores que podían realizar y los libros en francés que eran capaces de traducir. Además, la escuela significaría un cambio radical: implicaba un largo viaje y la separación absoluta de Gateshead. En definitiva, la puerta hacia una nueva vida.
—Creo que me gustaría ir a al colegio —fue mi conclusión final.
—Bueno, bueno, ¿quién sabe qué le depara el futuro? —dijo el señor Lloyd mientras se ponía en pie—. Esta niña necesita un cambio de aires —añadió, hablando para sí—. No está bien de los nervios.
El regreso de Bessie fue seguido por el sonido de las ruedas del coche al acercarse a la casa.
—¿Es la señora que vuelve? —preguntó a Bessie el señor Lloyd—. Me gustaría hablar con ella antes de irme.
Bessie le acompañó al saloncito del desayuno. Supongo que durante la entrevista que mantuvo con la señora Reed, el farmacéutico sugirió la posibilidad de enviarme al colegio. Y por lo que Abbot dijo a Bessie una noche, creyendo que yo dormía, mientras cosían en el cuarto de juegos, mi tía aceptó la idea sin reservas.
—La señora se mostró encantada de librarse de esta niña insoportable, que siempre da la impresión de estar vigilando a todo el mundo y tramando maldades en silencio. —Creo que para Abbot yo era algo parecido a un Guy Fawkes infantil.
Fue en esa ocasión cuando supe por las palabras de Abbot que mi padre había sido un clérigo sin fortuna con quien mi madre se casó contra la opinión de toda su familia, y que el abuelo Reed, enojado por su desobediencia, la dejó sin un chelín. Y que cuando llevaban un año casados, mi padre cayó víctima del tifus que contrajo por visitar a una familia de su parroquia, situada en uno de los barrios obreros de la ciudad donde abundaba la enfermedad. Mi madre se contagió y ambos murieron con un mes de diferencia. Al oír esta historia, Bessie suspiró. —La pobre señorita Jane es digna de lástima, Abbot.
—En efecto —respondió la otra—, si se tratara de una niña alegre y bonita, uno podría compadecerse de su desgracia, pero es difícil sentir pena por un pequeño sapo como ese.
—Tiene parte de razón —acordó Bessie—. Estoy segura de que en las mismas circunstancias la señorita Georgiana nos haría saltar las lágrimas.
—¡Por supuesto! La señorita Georgiana es una criatura adorable —gritó Abbot—. ¡Mi querida niña! Con esos rizos rubios y esos magníficos ojos azules, y el tono suave de su piel… ¡Una diría que es la estampa de una santa! Bessie, tengo hambre. Me apetece tomar un poco de estofado de conejo para cenar.
—No le diré que no…, vamos a la cocina. ¿Qué le parece si hago un sofrito de cebolla?

De la conversación mantenida con el señor Lloyd y de la citada charla que oí entre las muchachas, reuní la suficiente esperanza como para desear reponerme cuanto antes: el cambio parecía inminente, y yo lo esperaba y deseaba en silencio. Sin embargo, los días se convirtieron en semanas, y, aunque yo había recobrado mi estado normal, nadie volvió a mencionar ese tema que tanto me inquietaba. La señora Reed solía mirarme con expresión severa, pero raras veces se dirigía a mí. Desde el episodio de la habitación roja, la línea que me separaba de ella y los suyos se había hecho más profunda. Yo dormía en uno de los cuartos del servicio, estaba condenada a comer sola y pasaba todo el día en el cuarto de juegos, mientras que mis primos estaban siempre en el salón. Tampoco hizo nada que revelara sus intenciones de enviarme al colegio, y, sin embargo, yo tenía la sensación de que convivir conmigo bajo el mismo techo se le hacía cada vez más cuesta arriba: cuando me miraba sus ojos reflejaban la intensa e insuperable aversión que le provocaba mi mera presencia.
Eliza y Georgiana, siguiendo sin duda las órdenes de su madre, me hablaban lo menos posible; John chasqueaba la lengua en son de burla siempre que me veía y en una ocasión intentó pegarme, pero como me defendí igual que la última vez, poseída por el mismo sentimiento de rabia y desesperación, se lo pensó dos veces y corrió a los brazos de su madre insultándome y gritando que le había golpeado en la nariz. Es cierto que había levantado el puño contra ese apéndice prominente y, al ver que el gesto o el brillo amenazador de mis ojos le acobardaban, tuve unas enormes ganas de asestarle el golpe prometido, pero cuando me decidí él ya estaba a salvo tras las faldas de mamá. Cuando empezó a gimotear diciendo que «esa horrible Jane Eyre le había atacado igual que lo haría un gato salvaje», su madre le cortó bruscamente.
—No menciones su nombre, John. Te dije que ni la miraras: esa niña no merece que nadie la tenga en cuenta. No quiero que ni tú ni tus hermanas os acerquéis a ella.
En ese momento, no pude evitar la tentación de responder a sus palabras en voz alta y grité desde la barandilla:
—¡Son ellos los que no merecen mi compañía!
La señora Reed era una mujer más bien corpulenta, pero al oír esta extraña y atrevida declaración, corrió escaleras arriba y me arrastró del brazo hasta el cuarto de los niños con la velocidad de un rayo. Una vez dentro me ordenó que no volviera a salir de allí ni hiciera el menor ruido en lo que quedaba de día.
—¿Qué diría el señor Reed si aún viviera? —pregunté, casi sin ser consciente del significado de mis palabras.
Parecía que algo se había apoderado de mi lengua y la obligaba a hablar sin que mi voluntad interviniera en ello.
—¿Qué has dicho? —dijo la señora Reed con la voz ronca por la ira.
Una sombra de temor ensombreció sus ojos grises, ya fríos habitualmente, y me soltó el brazo, incapaz de decidir si lo que tenía ante sí era una niña o un demonio. Yo no pude detenerme.
—Mi tío, el señor Reed, está en el cielo y desde allí ve todo lo que usted hace o piensa, y también lo ven papá y mamá. Ellos saben que usted me tiene encerrada todo el día y han descubierto su deseo de verme muerta.
La señora Reed no tardó en recobrar la calma: me sacudió con más fuerza, me propinó un buen par de bofetones y me dejó encerrada sin decir una sola palabra más. Bessie me dirigió un sermón de más de una hora en el que demostró que yo era la niña más perversa y desagradecida que jamás había existido. Los malos sentimientos que sentía brotar de mi pecho casi lograron convencerme de que tenía razón.
Transcurrieron los meses de noviembre, diciembre y la mitad de enero. Como de costumbre se celebraron las fiestas de Navidad y de Año Nuevo con la alegría que caracteriza esos días: se intercambiaron regalos y se organizaron fiestas y banquetes. Huelga decir que a mí se me excluyó de toda diversión: mi parte se limitaba a presenciar cómo Eliza y Georgiana se arreglaban para cenar y luego verlas descender en dirección al salón, ataviadas con vestidos de delicada muselina, adornados con fajas de color escarlata y el cabello rizado con esmero; más tarde, podía distraerme con el sonido del piano o del arpa que llegaba desde abajo, o el continuo ir y venir de los criados y del mayordomo, con el tintineo de las copas y el súbito rumor de conversaciones que se escapaba cuando se abrían las puertas del salón. Cuando me cansaba de esta ocupación, abandonaba la escalera y me retiraba al silencio y la soledad que imperaban en el cuarto de los niños. Por lo menos allí me sentía triste, pero no sufría ningún desprecio. Para ser sincera, no tenía el menor deseo de estar acompañada, ya que nadie parecía nunca darse cuenta de mi presencia. Si Bessie se hubiera mostrado un poco más amable conmigo, habría preferido pasar las tardes a su lado que bajo la solemne mirada de la señora Reed en una sala repleta de damas y caballeros. Pero Bessie, tan pronto como acababa de vestir a las señoritas, solía marcharse a la cocina en busca del bullicio y la animación que allí reinaban, llevándose consigo la única vela. Entonces yo me sentaba frente al fuego hasta que este se consumía, con mi muñeca sobre las rodillas, dirigiendo de vez en cuando cautas miradas a mi alrededor para asegurarme de estar sola en la penumbra. Y, cuando las ascuas del fuego cobraban un rojo intenso, me desnudaba lo más deprisa posible, tirando de cintas y nudos como mejor sabía, y buscaba refugio en el lecho del frío y de la oscuridad. Siempre me acostaba con la muñeca: todos los seres humanos necesitan amar a alguien, y a falta de un objeto más valioso yo me complacía en querer a aquel juguete marchito y raído, una especie de espantapájaros en miniatura. Ahora me sorprende recordar la intensidad de mis sentimientos hacia ese ser inanimado: casi llegaba a creer que estaba viva y que era capaz de sentir. No me dormía hasta que la acurrucaba bajo las sábanas, no me quedaba tranquila hasta tener la absoluta certeza de que estaba cómoda y a salvo. Solo entonces, creyéndola feliz, era capaz de compartir con ella parte de ese sentimiento.
Las horas se hacían eternas mientras esperaba que los invitados se marcharan y distinguía el conocido rumor de los pasos de Bessie en la escalera. A veces entraba en mi habitación para coger las tijeras o el dedal, o con el fin de traerme algo de cena, un bollo o un pedazo de pastel de queso. En esas ocasiones solía sentarse a mi lado hasta que yo terminaba de comer y entonces me arropaba, y un par de veces incluso me dio un beso de buenas noches antes de irse. Cuando estaba de ese humor, Bessie era para mí la persona más hermosa y amable del mundo y yo ansiaba verla siempre así, en lugar de la Bessie habitual, que no paraba de regañarme y encargarme tareas desagradables. Creo que Bessie Lee debía de ser una joven bastante perspicaz y estaba dotada de un don para narrar historias, o al menos eso creía yo al escuchar sus cuentos. También era bonita, si los recuerdos no me fallan. Era una chica delgada, de pelo negro, ojos oscuros y agraciados rasgos, con una piel tersa y pálida. De hecho, a pesar de su temperamento caprichoso y a la absoluta falta de justicia que la caracterizaba, yo la prefería a cualquier otro habitante de Gateshead Hall.
Eran las nueve de la mañana del 15 de enero. Bessie había bajado a desayunar, mis primos aún no habían sido llamados por su madre. Eliza se estaba poniendo el sombrero y el grueso abrigo para ir a dar de comer a las gallinas, una de sus actividades preferidas junto con vender los huevos al ama de llaves y, sobre todo, contar después el dinero que obtenía. Su propensión natural para el comercio y su gran tendencia al ahorro quedaban patentes no solo en la venta de huevos ya mencionada, sino también en los tratos que hacía con el jardinero al que vendía los esquejes y semillas que ella misma cultivaba en su parterre. El jardinero tenía órdenes directas de la señora Reed de comprar todo aquello que la niña deseara vender y lo cierto es que Eliza habría vendido su cabellera si esto le hubiera reportado algún beneficio. Solía esconder el dinero en los rincones más extraños, envuelto en tela o en trozos de papel, pero al saber que las criadas habían llegado a descubrir alguno de sus escondrijos, Eliza, temerosa de perderlo, consintió en confiárselo a su madre. Eso sí, como si de un usurero se tratara, le cobraba intereses de hasta un cincuenta o sesenta por ciento y anotaba con rigor todas sus cuentas en un pequeño cuaderno.
Georgiana estaba sentada en un taburete alto, peinándose y adornándose el cabello con flores artificiales y plumas viejas que había encontrado en un cajón del desván. Mientras, y obedeciendo a las estrictas órdenes de Bessie de tener la habitación arreglada antes de que ella regresara, yo me hacía la cama (lo cierto es que Bessie solía emplearme como ayudante para tareas como barrer los cuartos o quitar el polvo a los muebles). Después de extender bien la colcha y doblar el camisón, me dirigí a la ventana para poner en orden algunos libros y piezas de la casa de muñecas que había esparcidos por allí, cuando un agudo grito de Georgiana ordenándome que dejara en paz sus cosas (los espejos y las sillas en miniatura, al igual que los pequeños platos y tazas eran propiedad suya), detuvo mis movimientos; y, a falta de una ocupación mejor, me dediqué a lanzar el aliento sobre las flores que la escarcha formaba en los cristales, dibujando así un espacio por el que observar el paisaje exterior, petrificado bajo la intensa helada.
Desde esa ventana podía verse la vivienda del portero y el camino que usaban los carruajes para acercarse a la casa, y, como había logrado hacer un hueco bastante grande, pude divisar que la verja se abría para que un coche avanzara por el sendero. No despertó en mí el menor interés: las visitas a Gateshead eran frecuentes, pero jamás tenían nada que ver conmigo. El coche se detuvo frente a la casa, resonó con fuerza el timbre y alguien abrió la puerta. Yo me distraje enseguida observando a un pequeño gorrión hambriento que había volado hasta las desnudas ramas de un cerezo que crecía junto a la ventana en busca de comida. Sobre la mesa estaban los restos de mi desayuno; hice migas un pedazo de pan, y estaba abriendo la ventana para depositar en el alféizar el alimento del ave cuando Bessie entró corriendo en el cuarto de los niños.
—Señorita Jane, quítese el delantal. ¿Qué está haciendo ahí? ¿Se ha lavado las manos y la cara esta mañana?
Antes de contestar abrí la ventana de un último tirón, ya que quería asegurarme de que el pájaro no se quedara sin comer; cedió el pestillo y esparcí las migas. Algunas cayeron sobre el alféizar y otras sobre el cerezo. Después cerré la ventana de nuevo y repliqué:
—No, Bessie. Acabo de terminar de quitar el polvo.
—¡Qué niña más vaga y fastidiosa! ¿Y ahora qué está haciendo? Está arrebolada, con aspecto de andar metida en alguna travesura. ¿Para qué abría la ventana?
Me ahorré la respuesta porque Bessie no parecía tener tiempo para explicaciones. Me llevó al aseo, me restregó rápidamente las manos y la cara con agua y jabón y me secó con una áspera toalla; luego intentó domar mis revueltos cabellos con la ayuda de un cepillo de cerdas, arrancó el delantal que yo llevaba puesto y me ordenó que bajara a toda prisa al saloncito de los desayunos.
Deseé preguntar por qué; deseé preguntar si la señora Reed me esperaba allí, pero Bessie desapareció al instante cerrando tras de sí la puerta del cuarto de los niños, así que descendí despacio las escaleras. Habían pasado casi tres meses desde que la señora Reed me llamara por última vez: llevaba tanto tiempo encerrada en el cuarto de juegos que los salones se habían convertido para mí en regiones inhóspitas que temía recorrer.
De pie en el vacío recibidor, temblaba ante la perspectiva de entrar en el salón de desayunos. Los castigos injustos habían logrado convertirme en el ser más cobarde de la tierra. Temía retroceder hasta el cuarto de los niños y temía seguir adelante. Tras diez minutos de angustiosas dudas, el exigente sonido de la campana me decidió a entrar.
«¿Qué querrán de mí?», me preguntaba para mis adentros, mientras giraba el pomo de la cerradura que, durante un par de segundos, se resistió a mis esfuerzos. «¿Quién habría con la señora Reed: un hombre o una mujer?» El pomo cedió por fin y se abrió la puerta. Crucé el umbral, cabizbaja, y al levantar la vista me topé con… ¡una columna negra! O al menos eso fue lo que me pareció en un primer momento la figura delgada y erguida, vestida de negro, cuyo rostro amarillento era como una máscara esculpida, que había sido colocada en las alturas a modo de capitel.
La señora Reed estaba sentada junto al fuego, en su sillón, y me indicó con un gesto que me acercara a ella. Obedecí y ella me presentó al desconocido con estas palabras:
—Esta es la niña de la que le he hablado.
Y él, ya que el visitante se trataba de un hombre, se volvió despacio hacia mí y me examinó con sus pequeños ojos grises que relucían debajo de las pobladas cejas. Después dijo en tono solemne y con una voz muy grave:
—Es muy pequeña. ¿Cuántos años tiene?
—Diez.
—¿Tantos? —preguntó dubitativo. Siguió mirándome durante unos minutos antes de dirigirse a mí—: ¿Cómo te llamas, niña?
—Jane Eyre, señor.
Al decir mi nombre alcé la vista: él me dio la impresión de ser un caballero de gran altura, pero entonces yo era muy pequeña. Sus rasgos eran grandes y severos.
—Y bien, Jane Eyre, ¿eres una niña buena?
Como era imposible dar una respuesta afirmativa a la pregunta cuando todos los que me rodeaban pensaban lo contrario, opté por el silencio. La señora Reed contestó por mí con un expresivo ademán, seguido de estas palabras.
—Señor Brocklehurst, cuanto menos hablemos de eso, mejor.
—¡Me disgusta oír esto! Ella y yo debemos mantener una pequeña charla. —Y, mientras pronunciaba estas palabras, se dejó caer en el sillón situado frente al de mi tía e inclinó su cuerpo en dirección a mí—. Acércate, niña.
Crucé la alfombra y me coloqué frente a él. Ahora que podía verle bien, observé con atención su rostro. ¡Qué nariz tenía! ¡Qué boca tan grande y qué dientes tan prominentes!
—No hay visión más triste que la de un niño malo —comenzó—, especialmente si se trata de una niña pequeña. ¿Sabes adónde van los malvados después de morir?
—Van al infierno —respondí, deprisa y sin pensarlo dos veces.
—¿Y qué es el infierno? ¿Puedes explicármelo?
—Un abismo lleno de fuego.
—¿Y te gustaría caer en ese abismo y arder en él por toda la eternidad?
—No, señor. —¿Qué debes hacer para evitarlo?
Reflexioné durante un momento y al final me decidí a dar una respuesta poco convencional.
—Procurar estar bien de salud y no morirme.
—¿Cómo puedes mantenerte en buena salud? Todos los días mueren niños más pequeños que tú. Hace solo un par de días enterré a un niño de cinco años, un niño bueno cuya alma está hoy en el cielo. Me temo que ese no sería tu caso en las mismas circunstancias.
Incapaz de resolver sus dudas, me limité a fijar los ojos en sus grandes pies situados sobre la alfombra y a exhalar un suspiro, deseando hallarme muy lejos de allí.
—Espero que ese suspiro proceda del corazón, y sea una muestra del arrepentimiento que sientes por haber disgustado a tu excelente bienhechora.
«¡Bienhechora! ¡Bienhechora! —me dije para mis adentros—, todos la llaman mi bienhechora. Si eso es verdad, ser bienhechora debe de ser algo muy desagradable.»
—¿Rezas tus oraciones por la mañana y por la noche? —continuó mi interlocutor.
—Sí, señor.
—¿Lees la Biblia?
—A veces.
—¿Te gusta? ¿Te divierte hacerlo?
—Me gustan las Revelaciones y también el Libro de Daniel, el Génesis, el Libro de Samuel, parte del Éxodo, y algunos fragmentos de los Reyes y las Crónicas, así como la historia de Job y la de Jonás.
—¿Y los salmos? Supongo que te gustarán…
—No, señor.
—¿No? ¡Qué curioso! Conozco a un niño más pequeño que tú que ya se sabe de memoria seis salmos; y cuando le preguntas si prefiere comer un dulce de jengibre o aprenderse los versos de un nuevo salmo, él contesta sin dudarlo: «¡Los versos del salmo! Los ángeles cantan salmos y yo quiero ser un pequeño ángel aquí en la tierra». Así obtiene dos dulces como respuesta a su piedad infantil.
—Los salmos me aburren —señalé.
—Eso prueba que tienes un corazón perverso. Debes rezar a Dios para que te lo cambie y te proporcione uno nuevo y puro: un corazón de carne en lugar de ese corazón de piedra que posees.
Estaba a punto de formular una pregunta acerca de cómo iba a realizarse la operación que cambiaría mi corazón cuando intervino la señora Reed y me ordenó que tomara asiento.
—Señor Brocklehurst, creo que en la carta que le escribí hace tres semanas ya le advertía de que esta niña carece del carácter y la disposición que yo desearía. Si la admitiera en la escuela Lowood, yo estaría encantada de que la supervisora y las demás maestras la vigilaran estrechamente y prestaran una especial atención al peor de sus defectos: la tendencia al engaño. Lo menciono en tu presencia, Jane, para que no creas que podrás fingir delante del señor Brocklehurst.
Hacía bien en temer a mi tía, hacía bien en no fiarme de ella. Su instinto la llevaba a zaherirme con crueldad. Nunca me sentí feliz en su presencia: no importaba que atendiera escrupulosamente a todos sus deseos, no importaba cuánto me esforzara por complacerla, lo único que obtenía a cambio eran frases como las que acababa de pronunciar. Dichas delante de un extraño, sus acusaciones me desgarraron el corazón. En esa nueva vida a la que me condenaba, sus comentarios iban encaminados a despojarme de toda esperanza; supe, sin poder entender el porqué, que ella estaba sembrando la aversión y la desconfianza en mi camino. Delante del señor Brocklehurst, me había descrito como una criatura falsa e hipócrita, y ¿qué podía hacer yo para evitarlo?
«Nada», pensé mientras luchaba por no romper a llorar, tragándome las ardientes lágrimas que pugnaban por salir de mis ojos, prueba evidente de la impotencia que me embargaba.
—El engaño es un triste defecto en un niño —sentenció el señor Brocklehurst—. Va parejo a la hipocresía, y todos los mentirosos tienen reservado un lugar en ese lago de pez hirviente. No se preocupe, señora Reed: la vigilaremos de cerca. Yo mismo hablaré con la señorita Temple y con las demás profesoras.
—Desearía que fuera criada de acuerdo con sus perspectivas de futuro —prosiguió mi bienhechora—, que se convierta en un ser útil y humilde. En lo que respecta a las vacaciones, si usted lo permite, preferiría que las pasara siempre en Lowood.
—Sus decisiones son de lo más razonable, señora —respondió el señor Brocklehurst—. La humildad es una de las gracias cristianas, y una especialmente apropiada para las alumnas de Lowood. Yo mismo me ocupo de que cultiven dicha virtud. He estudiado las mejores maneras de mortificar el mundanal defecto del orgullo, y puedo decir que el otro día pude ver que mis esfuerzos daban resultados satisfactorios. Mi segunda hija, Augusta, fue de visita a la escuela con su madre y al volver a casa exclamó: «¡Oh, papá! ¡Qué aspecto tan sencillo y humilde tienen todas las niñas de Lowood! El pelo peinado detrás de las orejas, las batas largas y esos pequeños bolsillos que sobresalen de sus delantales… ¡Parecen niñas pobres! Miraban mi vestido y el de mamá como si nunca hubieran visto un traje de seda».
—Eso es exactamente lo que buscaba para Jane Eyre —replicó mi tía—. En toda Inglaterra no habría encontrado un sitio más a propósito para una niña como ella. Resignación, señor Brocklehurst, soy una firme defensora de la resignación en todos los aspectos de la vida.
—La resignación, señora, es la primera obligación de un cristiano, y en Lowood se fomenta desde el más nimio de los detalles: una comida frugal, un atuendo sencillo, un alojamiento sin lujos de ningún tipo y la obligación de enfrentarse a duras tareas. Ese es el pan de cada día de las moradoras de Lowood. —Me parece perfecto, señor. ¿Puedo confiar entonces en que esta niña será admitida en Lowood y educada conforme a su posición social y sus perspectivas de futuro?
—Por supuesto, señora. Estará en ese jardín de flores escogidas y espero que sabrá mostrarle su gratitud por el inestimable privilegio que le concede.
—La enviaré tan pronto como sea posible, señor Brocklehurst. Le aseguro que no veo el momento de verme libre de tan pesada carga.
—No lo dudo, señora, no lo dudo. Ahora debo desearle buenos días. Tardaré un par de semanas en volver a Brocklehurst Hall, ya que debo visitar a mi buen amigo, el archidiácono, y me temo que este me retendrá durante ese tiempo. Avisaré a la señorita Temple de la llegada de una niña nueva y así evitaremos cualquier posible contratiempo. Adiós.
—Adiós, señor Brocklehurst. Salude de mi parte a la señora y a la señorita Brocklehurst, así como a Augusta, a Theodora y al señorito Broughton.
—Así lo haré, señora. Querida niña, aquí tienes un libro titulado La guía de la infancia; léelo con atención, especialmente la parte que relata la súbita muerte de Martha G., una malvada niña adicta al engaño y a contar todo tipo de mentiras.
Con estas palabras el señor Brocklehurst puso en mis manos un delgado folleto cosido a una cubierta y, después de llamar a su cochero, abandonó la casa.
La señora Reed y yo nos quedamos solas. Pasaron unos minutos en el más absoluto silencio: ella cosía y yo la observaba. En esa época mi tía debía de rondar los treinta y seis o treinta y siete años. Era una mujer robusta, ancha de hombros y provista de gruesos brazos; no era alta, pero tampoco se la podía describir como obesa. Tenía los rasgos grandes, la mandíbula fuerte y sólida, la frente baja y la barbilla grande y prominente; en cambio, la nariz y la boca eran de proporciones agradables. Bajo sus perfiladas cejas brillaban unos ojos incapaces de traslucir la menor compasión; la piel, morena y opaca, contrastaba con su cabello casi rubio. Por otro lado, poseía una salud de hierro: jamás la aquejó enfermedad alguna. Lo controlaba todo con mano de hierro y eran sus hijos los únicos que, en contadas ocasiones, se atrevían a reírse de ella y a desafiar su autoridad. Solía vestir con elegancia y se movía con la seguridad de una dama consciente de su atractivo.
Examiné su figura desde el taburete en que me hallaba, a escasos centímetros de ella, mientras estudiaba de cerca todos y cada uno de sus rasgos. En mis manos sostenía el relato de la repentina muerte de la niña mentirosa que debía leer con especial atención. Mi mente seguía dando vueltas a lo que acababa de acontecer en esa habitación: a lo que mi tía había dicho de mí al señor Brocklehurst, al contenido general de la conversación. Volví a sentir el efecto de sus palabras, clavadas en mi recuerdo como aguijones, y me invadió un intenso sentimiento de odio.
La señora Reed levantó la vista de su costura; sus ojos se posaron en los míos mientras los dedos detenían sus cuidadosos movimientos.
—Sal de la habitación y vuelve al cuarto de los niños —ordenó.
Algo en mi mirada había debido de ofenderla porque el tono en que me habló demostraba una reprimida irritación. Me levanté y dirigí los pasos hacia la puerta, pero antes de salir di media vuelta y me encaminé hacia mi tía con la cabeza alta y la mirada desafiante.
Debía hablar. Me habían herido y buscaba venganza, pero ¿cómo? ¿Cuáles podrían ser mis bazas contra el enemigo? Hice acopio de toda mi energía y la invertí en una sola frase:
—Yo no soy mentirosa. Si lo fuera, podría decir que la quiero. En cambio, declaro que no solo no siento amor por usted, sino que la aborrezco más que a nadie en el mundo, con la sola excepción de su hijo John. Y en cuanto a este libro sobre niñas mentirosas, haría mejor en dárselo a Georgiana, ya que es ella la que miente y no yo.
Las manos de la señora Reed permanecieron inactivas y sus ojos de hielo continuaron perforando los míos.
—¿Has dicho cuanto tenías que decir? —preguntó, en el mismo tono que usaría para hablar con un adulto en lugar del que suele emplearse con los niños.
Su mirada y su voz despertaron en mí todos los sentimientos de antipatía. Seguí hablando mientras temblaba de la cabeza a los pies, incapaz de controlar mis impulsos.
—Estoy contenta de que no nos una parentesco alguno: no volveré a llamarla tía en lo que me quede de vida. Nunca vendré a verla cuando sea una mujer, y si alguien me pide mi opinión sobre usted y sobre cómo me trató, responderé que el simple recuerdo de su existencia me pone enferma, y que su conducta hacia mí fue mezquina y cruel.
—¿Cómo te atreves a decir eso, Jane Eyre?
—¿Qué cómo me atrevo, señora Reed? ¿Cómo me atrevo? Porque es la verdad. Usted cree que yo no tengo sentimientos, que puedo vivir sin una pizca de amor o de amabilidad, pero no puedo. Usted ignora el significado de la palabra piedad. Siempre recordaré que me empujó hacia el interior de la habitación roja (sí, me empujó con todas sus fuerzas y me encerró allí), desoyendo mis súplicas de compasión. Yo no paraba de gritar: «¡Tenga piedad! ¡Tenga piedad!». Y todo ese castigo simplemente porque su malvado hijo me pegó y me tiró al suelo sin ningún motivo. Esto es lo que explicaré a todos los que me pregunten. La gente cree que es usted una buena mujer, pero se equivocan: usted tiene mal corazón. ¡Usted es la mentirosa!
Al terminar mi discurso sentí que mi alma quedaba invadida por una intensa sensación de triunfo, una vigorosa bocanada de aire fresco, como si hubiera roto todas las barreras y me estuviera lanzando de cabeza hacia la ansiada libertad. La expresión de temor de la señora Reed confirmaba este sentimiento: la labor se le había escapado de las manos, y las manos no paraban de temblar mientras sus ojos parecían estar al borde de las lágrimas.
—Jane, te equivocas. ¿Se puede saber qué es lo que te sucede? ¿A qué vienen esos violentos temblores? ¿Quieres beber un vaso de agua?
—No, señora Reed.
—¿Deseas algo más, Jane? Te aseguro que desearía que fuéramos amigas.
—No. Usted le dijo al señor Brocklehurst que yo era mala, que tenía tendencia al engaño, y yo me encargaré de que todos en Lowood sepan cómo es usted en realidad y qué es lo que me ha hecho.
—Jane, tú no puedes entender estas cosas: los defectos de los niños deben ser corregidos.
—¡Yo no soy una mentirosa! —grité sin poder reprimirme, poseída por la rabia.
—Pero debes admitir que eres demasiado apasionada, Jane. Ahora querida, vuelve a la habitación de juegos y descansa un rato.
—No me llame querida. No quiero descansar: envíeme al colegio cuanto antes, señora Reed, porque odio vivir en esta casa.
—Por eso no te preocupes —murmuró entre dientes la señora Reed, antes de recoger su labor y abandonar bruscamente la habitación.
Yo me quedé sola. Había ganado la partida: era la batalla más dura que jamás había disputado y también mi primera victoria. De pie en el mismo lugar que había ocupado el señor Brocklehurst, disfruté de la soledad que acompaña al conquistador. Al principio sonreí encantada, pero este placer se esfumó con la misma velocidad con que se redujo la aceleración del pulso. Una niña no podía enfrentarse a sus mayores, ni dar rienda suelta a su furia como había hecho yo, sin experimentar después el dolor del remordimiento y el miedo a las consecuencias. La imagen del fuego devorando unas montañas, vivo, vigilante y absorbente, habría sido una buena representación del estado de mi mente mientras acusaba y amenazaba a la señora Reed; las mismas montañas, ennegrecidas y devastadas tras las llamas, serían el reflejo perfecto de mi ánimo media hora después, cuando la reflexión se encargó de mostrarme la locura de mis actos y la profunda tristeza que subyacía bajo tanto odio.
Había degustado por primera vez la venganza: al principio me había parecido un buen vino, cálido y reconfortante; y sin embargo el sabor de boca que dejaba a su paso, metálico y corrosivo, me hizo pensar en un veneno. De buena gana habría corrido a pedir perdón a la señora Reed, pero la experiencia y el instinto me decían que eso solo conseguiría doblar su aborrecimiento hacia mí y alimentar los turbulentos impulsos de mi incontrolada naturaleza.
Decidí ejercitar alguna facultad distinta a la de hablar con pasión, buscar alimento para borrar de mí esa sombría indignación. Cogí un libro de cuentos árabes, me senté y comencé a leer. Sin embargo, era incapaz de concentrarme en el texto: mis propios pensamientos flotaban entre las palabras escritas que otras veces me habían fascinado. Abrí el ventanal del comedor pequeño. Los arbustos permanecían inmóviles;