Tal como soy (Tal como era 2)

Amber Smith

Fragmento

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Nota de la autora

Querido lector:

Cuando escribí Tal como era hace más de una década, no tenía previsto que nadie lo leyera jamás. No estaba segura de poder compartir algo tan personal con el mundo. Lo escribí para mí misma, para gestionar mis propios pensamientos y sentimientos como superviviente, así como alguien que ha conocido a muchos otros supervivientes de la violencia y los abusos. Pero cuando empecé a mostrar tímidamente lo que había escrito a algunas amigas cercanas, quedó claro que esta historia era más grande que yo. Y comencé a albergar la esperanza de que pudiera aportar algo significativo a una conversación más amplia.

Siempre he tenido mis propias ideas sobre lo que le ocurriría a Eden después de la historia, pero cuando terminé el borrador definitivo a principios de 2015, no me atreví a escribir un final que no creía de corazón que pudiera suceder realmente. Y tampoco podía darle a Eden un desenlace que fuera menos del que ella merecía. Así que acabé la historia con una esperanza, con un deseo.

La historia de Eden es muchas cosas, pero en el fondo trata sobre encontrar tu propia voz, y yo encontré la mía al escribirla. En los años transcurridos desde entonces, he visto el coraje y la valentía de muchas personas durante el movimiento #MeToo, que se niegan a ser silenciadas y luchan por conseguir aunque sea un mínimo de justicia. También me han tendido la mano innumerables lectores, para contarme el consuelo que hallaron al ver sus historias reflejadas en la de Eden. Fortalecida por sus voces, seguí trabajando en mis siguientes libros con los temas del amor y del odio, de la violencia y la justicia. Sin embargo, Eden siempre ha estado en el fondo de mi mente. Las ideas aparecían cuando menos lo esperaba y me daban golpecitos en el hombro, susurrándome al oído, negándose a desaparecer. Y ahora, empoderada con vuestra fuerza y vulnerabilidad, el siguiente capítulo de la historia de Eden, un nuevo comienzo, parece por fin posible.

Con amor, Amber

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PARTE I

Abril

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Eden

Vuelvo a desaparecer. Empieza por los bordes, mis extremidades se desdibujan. Los dedos de manos y pies se quedan estáticos y entumecidos sin previo aviso. Me agarro al borde del lavabo e intento sostenerme, pero las manos no me obedecen. Los brazos me flaquean. Y ahora también quieren doblarse mis rodillas.

Después es mi corazón, latiendo rápido y entrecortado.

Intento respirar.

Mis pulmones son de cemento, pesados y rígidos.

No debería haber accedido a esto. Todavía no. Es demasiado pronto.

Paso la mano por el espejo húmedo y mi reflejo se empaña al instante. Me atraganto con una carcajada o un sollozo, no sé qué es, porque estoy desapareciendo de verdad. Literal, figuradamente y de todas las formas posibles. Casi he desaparecido. Cierro los ojos con fuerza e intento localizar un pensamiento, solo uno, como me dijo ella que hiciera cuando me pasara esto.

«Cuenta cinco cosas que puedas ver». Abro los ojos. Cepillos de dientes en el soporte de cerámica. Uno. Vale, está bien. Dos: mi móvil, ahí sobre la encimera, iluminándose con una serie de mensajes. Tres: un vaso de agua, cubierto de gotitas por la condensación. Cuatro: el frasco amarillento lleno de pastillas que me esfuerzo por no necesitar. Me miro las manos, que siguen sin responder. Ya van cinco.

«Cuatro cosas que puedas sentir». El agua que gotea de mi pelo y baja por mi espalda, sobre mis hombros. Los azulejos lisos y resbaladizos bajo mis pies. La toalla almidonada que envuelve mi cuerpo húmedo. El lavabo de porcelana, frío y duro contra las palmas de mis manos hormigueantes.

«Tres sonidos». El zumbido del extractor, el jadeo superficial de mi respiración cada vez más rápida y un golpe en la puerta del cuarto de baño.

«Dos olores». Champú de melocotón y nata. Gel de ducha de eucalipto.

«Un sabor». Enjuague bucal de menta fuerte con notas de vómito persistente por debajo, que me producen arcadas de nuevo. Trago saliva.

—Joder —susurro, volviendo a frotar el espejo. Esta vez con ambas manos, una sobre la otra, restregando el cristal. Me niego a rendirme a esto. Esta noche no. Aprieto los dedos hasta que noto que los nudillos me crujen. Inhalo demasiado fuerte y por fin consigo que me entre aire en el cuerpo.

—Estás bien —exhalo—. Estoy bien —miento.

Miro fijamente el círculo negro del desagüe, pero mis ojos se desvían hacia el frasco. De acuerdo. Giro el tapón entre mis manos inútiles y dejo que una pastilla blanquecina caiga en mi palma. Me la trago, me la trago bien. Y luego me bebo todo el vaso de agua, dejando que salgan riachuelos de las comisuras de mi boca, que bajen por mi cuello, sin molestarme siquiera en limpiarlos.

—¿Edy? —Es mi madre, llamando a la puerta otra vez—. ¿Va todo bien? Mara ha llegado para recogerte.

—Sí, voy… —Se me corta la respiración al intentar hablar—. Ya casi estoy.

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Josh

Han pasado cuatro meses desde la última vez que estuve aquí. Cuatro meses desde que vi a mis padres. Cuatro meses desde la pelea con mi padre. Cuatro meses desde que estuve en mi habitación. Solo llevo en casa un par de horas, aún no he visto a mi padre, y ya siento que me asfixio.

Me tumbo, dejo que mi cabeza se hunda en las almohadas y, al cerrar los ojos, juraría que puedo olerla durante un instante. Porque la última vez que estuve aquí, ella estaba a mi lado, en mi cama, sin más secretos entre nosotros. Y cuando giro la cabeza, acerco la cara a la almohada y aspiro más profundamente.

Me vibra el móvil en la mano. Es Dominic, mi compañero de piso, que prácticamente me hizo la maleta, me sacó a rastras del apartamento y me metió en su coche para llevarme a casa esta semana. En algún momento tenía que hacerlo.

Su mensaje dice:

Va en serio. Estate listo en 10 minutos…
Y ni se te ocurra rajarte

Empiezo a responder, pero ahora que tengo el móvil en la mano, vuelvo a pensar en Eden y busco nuestros mensajes, los tres últimos sin contestar. Hacía tiempo que no los miraba, pero los releo una y otra vez, intentando averiguar qué fue lo que hice mal. Había leído el artículo sobre la detención. Le pregunté cómo lo estaba llevando todo. Le recordé que era su amigo. Le dije que contara conmigo si necesitaba algo. Lo volví a intentar un par de días después, y de nuevo la semana siguiente. Incluso la llamé y le dejé un mensaje de voz.

Lo último que le escribí fue:

Debería preocuparme?

No me respondió y no quise presionarla. Han pasado meses y aquí estamos. Escribo un simple Hola y me quedo mirando la palabra, esas cuatro letras que me retan a pulsar el botón de enviar.

La puerta de mi habitación se abre con dos golpes secos, seguidos de una pausa y uno más. Mi padre.

—¿Josh? —me dice—. Estás en casa.

—Sí. —Borro la palabra rápidamente y dejo el teléfono boca abajo sobre la cama—. ¿Qué pasa?

—Nada, solo quería saludarte. —Mete las manos en los bolsillos de sus vaqueros y me mira con ojos claros y centrados—. No he visto tu coche fuera.

—No, he venido con Dominic —le explico, y noto que bajo la guardia, lo suficiente para que la ira comience a bullir en mi interior.

—Ah —dice, asintiendo con la cabeza.

Vuelvo a coger el teléfono; espero que capte la indirecta.

—En realidad, si tienes un momento, hace tiempo que quería hablar contigo. Sobre la última vez que estuviste en casa. Mira, sé que no estuve a tu lado cuando pasaste por lo de… —Hace una pausa, buscando el resto de una frase que sospecho que tampoco está ahí.

Lo observo atentamente, esperando a ver si de verdad recuerda lo que pasó la última vez que estuve en casa. Hago una apuesta conmigo mismo mientras espero: si recuerda aunque sea un fragmento de lo que ocurrió hace cuatro meses, me quedaré en casa esta noche. Tendremos la conversación que él quiere. Le diré que lo perdono, ya hasta puede que lo diga en serio.

—Ya sabes —empieza de nuevo—, cuando pasaste por todo eso.

—¿Qué toca ahora, hacer las paces? —le pregunto—. ¿Ya estás en el paso nueve? Otra vez —murmuro entre dientes.

—No. —Hace una leve mueca de dolor—. No es eso, Josh.

Suspiro y vuelvo a dejar el teléfono en el suelo.

—Perdona, papá —le digo, aunque no lo siento. Pero tampoco quiero que vuelva a recaer porque la vida me haya dado un golpe bajo—. Joder, es que…

—No pasa nada, Joshie. —Extiende las manos frente a su pecho y niega con la cabeza, aceptándolo sin más—. Está bien. Me lo merecía. —Retrocede un par de pasos hasta que puede agarrarse al marco de mi puerta, como si necesitara un sitio en el que apoyarse. Abre la boca para decir algo más, pero el timbre le interrumpe. Ahora también oigo a mi madre abajo, hablando con Dominic.

—No sé por qué he dicho eso —intento disculparme de nuevo—. Lo siento.

—Está bien —me dice. Luego se vuelve hacia el pasillo, saludando a Dominic como el padre perfecto que es a veces—. ¡Dominic DiCarlo en persona! He oído que lo estás petando esta temporada. —Se abstiene de mencionar que yo lo estoy haciendo de pena esta temporada; no hace falta que lo haga, todos lo sabemos—. Supongo que estarás manteniendo a raya a este chico —añade con tono campechano.

—Pues claro —bromea Dominic, estrechando la mano extendida de mi padre—. Alguien tiene que hacerlo. —Parece tan contento hasta que me ve, quitándome la gorra y tratando de alisar las arrugas de mi camisa—. Pero, tío, si no estás preparado.

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Eden

Por fin tengo las manos firmes cuando agarro el tirador de la puerta. Firmes cuando bajo la visera del coche de Mara y me paso el rímel por las pestañas. Firmes cuando Steve se sienta a mi lado y entrelaza sus dedos con los míos, sonriendo con ternura mientras dice:

—Hola, te he echado de menos.

Ahora que la pastilla ha llegado a mi torrente sanguíneo, mi corazón se ha calmado. Aunque sé que no es una calma real, supongo que merece la pena hacerlo por mis amigos. Salir y actuar con normalidad una última noche antes de soltarles otra bomba. Así que miento y digo:

—Yo también.

Cameron, el novio de Mara, da un portazo al subir. La besa, me mira y dice:

—Nos vamos a perder a los teloneros.

—No vamos a perdernos nada —responde Steve en mi lugar. Luego se inclina hacia mí y me besa el hombro desnudo—. Me alegro de que te hayas animado a venir.

—Sí, yo también —repito, pensando que debería decirlo en serio.

—Ya era hora de que volvieras a salir —añade.

—Eso le he dicho yo, Steve —interviene Mara, sonriente.

—Piensa en esta noche como un nuevo comienzo —continúa él—. Volverás a clase el lunes, y luego podremos disfrutar los dos últimos meses de nuestro último curso. Por fin. ¡Nos lo hemos ganado!

—Ya te digo, tío —afirma Cameron.

Se comportan como si me estuviera recuperando de un gripazo o algo por el estilo. Como si ahora que no guardo ningún secreto, las cosas pudieran volver a la normalidad por arte de magia, sea lo que sea la normalidad. Como si terminar el último curso del instituto no fuera lo último en lo que pienso en este momento. O quizá tengan razón, y deba intentar olvidar toda esa mierda y ser una adolescente normal durante los próximos dos meses mientras pueda.

—Cameron —me oigo decir por encima de la música, y todos giran la cabeza para mirarme—. Hemos comprado las entradas para ver a los cabezas de cartel, ¿no? Así que, si llegamos tarde, tampoco pasa nada.

No es que me importe mucho ninguno de los dos grupos, pero les debo un poco de entusiasmo.

Cameron pone los ojos en blanco y se da la vuelta, murmurando:

—Querrás decir que yo compré las entradas. —Cameron es el único que no finge, que no se hace el amable conmigo de repente por todo lo que ha pasado, y me siento extrañamente agradecida por ello—. Por cierto, puedes devolverme el dinero cuando quieras.

Nuestra discusión hace sonreír a Mara y Steve me coge de la mano con demasiada fuerza. Ambos se lo toman como una buena señal, una indicación de que todavía puedo luchar. Me aclaro la garganta, preparándome para darles el aviso que me ayudó a preparar mi psicóloga durante la sesión de esta semana.

—Bueno, chicos, pues… —empiezo—. Solo quería deciros que… Ya sabéis que hace tiempo que no me rodeo de mucha gente, y no sé, es posible que me ponga nerviosa o…

—Está bien —me interrumpe Steve, acercándome más hacia sí—. No te preocupes, estaremos contigo.

—Vale, es que puede que necesite hacer una pausa y tomar el aire en algún momento. Pero si lo hago, no pasará nada y estaré bien, así que no quiero que nadie se preocupe ni que penséis que tenemos que irnos ni nada de eso. —No me sale tan bien como cuando lo ensayé, pero he dicho lo que tenía que decir. Poner límites.

Steve vuelve a mirarme con ojos de cachorrito herido. Y Mara lo hace por el espejo retrovisor.

—Es decir, es posible que no pase. No lo sé —añado enseguida para que dejen de mirarme así—. También podría emborracharme de verdad y entonces lo pasaríamos todos de puta madre.

—Edy —me regaña Mara.

—¡No! —exclama Steve al mismo tiempo.

—Era una broma —les digo con una sonrisa. También han pasado cuatro meses desde la última vez que hice algo malo, aunque mi psicóloga me diría que sustituya la palabra «malo» por «poco saludable». No he bebido, no me he liado con desconocidos ni fumado ninguna sustancia en absoluto. Sin embargo, todavía no entiendo en qué se diferencia tomar pastillas cuando me da el agobio de las otras cosas poco saludables. No estoy segura de quién decide lo que es bueno y lo que es malo. Pero lo hago de todos modos, sigo las reglas, porque quiero mejorar, ser mejor persona. De verdad que quiero.

Después de dejar el coche en el aparcamiento, pasamos junto a un grupo de universitarios con vasos en la mano, reunidos en torno a una vieja mesa de pícnic de madera que parece sostenida en parte por las paredes de hormigón del edificio. El humo de sus cigarrillos me llama, y veo cómo se ríen derramando sus bebidas. Si Steve no me estuviera agarrando la mano con tanta fuerza, si las cosas no fueran distintas ahora, me vería a mí misma vagando hacia ellos, encontrando con facilidad el que sería mi sitio durante el resto de la noche.

Pero las cosas han cambiado. Ya nada me resulta tan fácil.

Cuando llegamos a la puerta nos dan a cada uno una pulsera de color rosa fluorescente en la que pone -21. El tío que me la pone me roza el interior de la muñeca al ajustarla. Aunque sé que no es nada, ese pequeño contacto hace que me sienta violada, a la vez que extrañamente indiferente.

La pulsera me aprieta demasiado. Intento tirar de ella para ver si cede, pero es de esas de papel que no se pueden quitar ni ensanchar.

A Mara no parece molestarle en absoluto, así que procuro olvidarlo.

La música retumba en los altavoces. Allá por donde miro, la gente bebe, se ríe, grita. Alguien se choca conmigo, y en ese momento me doy cuenta de que mi cuerpo debería estar reaccionando a todo esto. Esa antigua descarga de adrenalina, el corazón acelerado, la respiración agitada. Pero no siento nada. Únicamente esta sensación de desaparecer de nuevo, aunque ahora no me provoca pánico. Solo me hace sentir como si una parte de mí no estuviera aquí realmente. Y con esa parte dormida, ya no sé si puedo confiar en mí misma, saber si estoy a salvo o no.

Agarro la mano de Steve con más fuerza mientras nos acercamos al escenario. Mara me coge de la otra mano, y cuando veo a Cameron cogido de la suya, pienso en los recreos de la guardería, en los niños pequeños que forman una cadena humana para cruzar la calle y llegar al parque. Odio tener que necesitar esto.

—¿Estás bien? —me pregunta Mara al oído cuando los cuerpos empiezan a amontonarse a nuestro alrededor.

Asiento con la cabeza.

Y estoy bien. Más o menos. Mientras tocan los teloneros, estoy bien. Incluso me relajo lo suficiente para contonearme un poco. No bailo, ni salto, ni muevo las caderas, ni cierro los ojos y toco a mi novio como Mara, que hace que parezca tan fácil. La falta de alcohol me produce una sensación química diferente, en combinación con las pastillas que me nublan la cabeza en su lugar.

Cuando suben al escenario los cabezas de cartel, el grupo favorito de Steve, a los que hemos venido a ver, siento que emerjo de nuevo. Al principio, poco a poco. Se me acelera el corazón en el pecho, mi respiración se vuelve rápida y entrecortada, los bajos reverberan en mi cráneo.

—No pasa nada —susurro, incapaz de oír mi propia voz por la música. Suelto la mano de Steve. Me sudan las palmas. Y ahora soy muy consciente de cada parte de mi cuerpo que toca los cuerpos de los demás al chocarse conmigo.

Miro a mi alrededor, demasiado rápido, asimilando los detalles que me perdí al llegar, todo al mismo tiempo. Veo los colores de nuestro instituto. Una chaqueta del equipo de baloncesto refleja las luces del escenario. De repente se me cae el alma a los pies; no sé por qué no me había imaginado que vería a alguien esta noche. Al fin y al cabo estamos aquí. Pero entonces lo veo por partes, en ráfagas, echando la cabeza hacia atrás, riéndose. Deportista. Uno de los viejos amigos de Josh.

No. Me estoy imaginando cosas. Cierro los ojos un segundo. Reinicio.

Pero cuando los abro, él todavía sigue ahí. No hay duda de que es Deportista. El que me encontró en mi taquilla aquel día después de clase. El que me persiguió por el pasillo. El que quería asustarme, hacerme pagar por la paliza que le dio mi hermano a Josh. Miro al frente, al escenario. Esto es ahora. No es entonces. Pero no puedo evitarlo y vuelvo a mirar. Vuelvo a cerrar los ojos. Vuelvo a escuchar su voz en mi cabeza: «He oído que eres muy guarra».

De repente me entra una jaqueca terrible.

Me aclaro la garganta, o al menos lo intento.

—¡Steve! —lo llamo, pero no me oye. Le toco el hombro y me mira. Ahueco las manos alrededor de la boca y él se inclina hacia mí. Prácticamente le chillo en la oreja—. ¡Voy a salir!

—¿Qué? —grita.

Señalo la salida.

—¿Estás bien? —vuelve a gritar.

Afirmo con la cabeza.

—Sí, es solo que me siento rara.

—¿Qué? —grita otra vez.

—Me duele de cabeza —grito yo también.

—¿Quieres que te acompañe?

Niego con la cabeza.

—No, tú quédate aquí, de verdad.

Me mira a mí y después al grupo.

—¿Estás segura?

—Sí, es solo que me duele la cabeza. —Pero no estoy segura de que me oiga.

Mara se da cuenta de que me voy y me agarra del brazo. Dice algo que no logro entender.

—Es solo que me duele la cabeza —repito—. Ahora vuelvo.

Ella abre la boca para discutir y me coge el otro brazo, de modo que nos quedamos frente a frente, aunque inesperadamente, por suerte, es Cameron quien le toca la muñeca con suavidad, haciendo que me suelte. Luego me mira asintiendo con la cabeza y sigue reteniendo a Mara.

Me deslizo entre la aglomeración de cuerpos, aguantando la respiración mientras lucho contra la corriente. La jaqueca ha ido a peor, siguiendo el ritmo de la música, pero desincronizada con mis pasos, haciendo que pierda el equilibrio a la vez que me vibra el pecho. Por fin llego a la peor parte, rebotando como una bola de pinball contra la marea de gente que aún espera para entrar.

Me parece oír mi nombre, por encima de todas las voces y de la música que se escapa por las puertas.

Cuando consigo salir, me voy directa al aparcamiento, y ahora estoy segura de que alguien me llama por mi nombre. Steve siempre ha querido ser una especie de príncipe azul, pero si él es el príncipe, yo no soy más que una triste Cenicienta, mis pastillas mágicas se han gastado, el hechizo se ha roto. Me quedo en harapos, el baile continúa sin mí. Y este ya no es mi sitio; nunca lo fue. Mientras intento recuperar el aliento, sudorosa, el aire frío me azota la cara y el cuello, y sé que no podré entrar ahí otra vez.

Alzo la cabeza hacia el cielo, inhalo hondo y cierro los ojos exhalando lentamente. Inhalo y exhalo. Dentro y fuera, como me enseñó mi psicóloga. Siento un golpecito en la parte posterior del brazo.

—En serio, Steve, ya te he dicho que estoy bien. —Me doy la vuelta—. Es solo que… me duele la cabeza.

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Josh

Dominic no para de quejarse de lo mucho que tardamos en entrar, y de lo que nos hemos perdido del concierto. Se manda mensajes con los colegas que ya están dentro, y que últimamente son casi siempre amigos suyos.

—Nos están guardando sitio al fondo —me dice. Al ver que no respondo, añade—: Déjalo de una vez.

—¿Que deje el qué?

—Ese rollo melancólico que te traes. —Levanta la vista de su teléfono y me mira, apenas un segundo—. Déjalo ya.

—Lo siento, pero no entiendo qué le ves a este grupo —le digo, fingiendo que mi mal humor se debe al concierto y no a mi padre—. Solo son unos tíos que se hicieron famosillos a principios de los ochenta, pues vaya cosa. —Me encojo de hombros.

—Y que son de nuestra ciudad —replica—. Enorgullécete un poco de tus paisanos, pedazo de ingrato.

Niego con la cabeza porque sé que a él tampoco le importa. Ese no es el motivo por el que estamos aquí, en este concierto, ni aquí, de vuelta en nuestra ciudad. Lo que pasa es que ha quedado con alguien, la misma persona con la que ha estado escribiéndose todo el rato, aunque no quiera decirme que esa es la verdadera razón por la que quería que viniera.

—A este paso nos vamos a perder todo el concierto —murmura—. Estarás contento.

—Bueno, no habríamos llegado tan tarde si no me hubieras obligado a cambiarme de ropa.

—De nada por no dejarte salir de casa con esas pintas. —Suelta una risa burlona, me mira y por fin se guarda el móvil en el bolsillo—. A veces eres tan hetero que ni siquiera te das cuenta de la suerte que tienes de que sea tu amigo.

Alarga el brazo para intentar peinarme con la mano, pero se la aparto.

—¿En serio?

—¡Tienes el pelo chafado del gorro, tío! —Se ríe mientras lo intenta de nuevo. Lo esquivo y me choco con una persona.

—Lo siento, perdona —digo, girándome a tiempo para verla pasar a toda velocidad. Me vuelvo hacia Dominic.

—¿Esa era…?

—¿Quién? —me pregunta él.

La miro otra vez. Se está yendo al aparcamiento. Lleva el pelo de otra manera, pero sin duda camina como ella, con los brazos cruzados sobre el pecho.

—¿Eden? —la llamo, pero es imposible que me oiga entre la multitud—. Enseguida vuelvo —le digo a Dominic.

—No, Josh, ni de coña. —Me agarra del hombro, y ya no hay alegría en su voz—. Venga, si ya estamos casi…

—Sí, lo sé —le digo, saliendo de la fila—. Pero dame un momento, ¿vale?

—¡Josh! —lo oigo gritar detrás de mí.

El corazón me late con fuerza mientras corro detrás de esa chica que podría ser ella o no serlo. Ella camina muy rápido hasta que se detiene bruscamente.

Por fin la alcanzo, inmóvil en mitad del aparcamiento.

—¿Eden? —la llamo, ahora más bajo. Alargo la mano y mis dedos tocan su brazo. Y sé que es ella incluso antes de que se dé la vuelta, porque hace mucho tiempo que mi cuerpo memorizó el suyo en relación con el mío.

Responde algo de que le duele la cabeza mientras se vuelve para mirarme.

—Eres tú —le digo como un idiota.

Abre la boca, pero se queda callada unos segundos antes de sonreír. Ni siquiera dice nada; tan solo da un paso adelante y me abraza, con la cabeza perfectamente acunada bajo mi barbilla, como siempre. No sé por qué me sorprende tanto que me resulte tan natural, como si agarrarnos el uno al otro fuera lo más normal del mundo. Sus pulmones se expanden como si me aspirara y yo entierro la cara en su pelo, pero solo un momento, me digo. Su olor es dulce y limpio, como alguna especie de fruta. Murmura sobre mi camisa y me doy cuenta de que había olvidado lo bien que sienta oírla pronunciar mi nombre. Cuando la rodeo con los brazos, mis dedos tocan la piel desnuda de sus brazos. Es tan familiar, tan reconfortante, que podría quedarme así para siempre. Pero ella se separa un poco, apoya las manos en mi cintura y me mira.

—Eres literalmente la última persona que esperaba ver esta noche —me dice, sonriendo todavía.

Por mucho que me haya preocupado, disgustado y deprimido todo lo ocurrido, no puedo evitar devolverle la sonrisa.

—¿Literalmente? —repito—. Pues vaya.

Entonces se ríe, y es el mejor sonido del mundo.

—Bueno, ya sabes lo que quiero decir.

—Claro. —Me suelta y vuelve a cruzarse de brazos mientras se aparta. Me meto las manos en los bolsillos—. No soy tan guay como tú. Lo entiendo.

—¿Tan guay como yo? —repite, con un ligero matiz en la voz—. Sí, claro. No, me refería a qué haces aquí. ¿No deberías estar en la universidad?

—Son las vacaciones de primavera.

—Ah. —Mira a su alrededor e inclina la cabeza en dirección a la cola—. ¿Tienes que volver o…?

—No —respondo demasiado rápido.

—Oye, que si quieres… —me dice.

—Podríamos… —le digo yo al mismo tiempo.

—Perdona —decimos los dos a la vez, interrumpiéndonos mutuamente.

Señala una mesa de madera de pícnic que hay a la vuelta del edificio. La sigo y la observo mejor. Puede que haya engordado un poco desde la última vez, un poco más blanda, más fuerte, y, madre mía, está impresionante a la luz de las farolas. Su cara, su pelo, todo. Me doy cuenta de que nunca la había visto así desde que la conozco, con una camiseta de tirantes, unos vaqueros cortos y sandalias en los pies. Siempre la había visto durante los meses fríos, en otoño o invierno. Sus brazos y piernas desnudos, sus uñas pintadas (partes de ella que solo había conocido dentro de mi dormitorio) me hacen añorar el frío de nuevo. Intento que no me pille mirándola. Pero me pilla de pleno.

Sin embargo, en lugar de echarme la bronca, se limita a mirarse los pies y dice:

—O sea, que estás de vacaciones de primavera, y no se te ocurre otra cosa que venir aquí, a Villa Aburrida, Estados Unidos.

—Ya te dije que soy un tío bastante aburrido, Eden.

Me da un empujoncito en el hombro y siento el deseo de volver a abrazarla.

Llegamos a la mesa y, cuando me siento en el banco, ella se sube al tablero, con las piernas muy cerca de mí. Me entran unas ganas tremendas de inclinarme y besarle las rodillas, de acariciarle los muslos, de apoyar la cabeza en su regazo.

Uf, no puedo dejar que mi cerebro vaya por ahí. Pero ¿qué es lo que me pasa? Tengo que parar ahora mismo. Así que me levanto rápidamente y me coloco en la mesa junto a ella.

—¿Estás incómodo? —me pregunta.

—No —miento—. Para nada.

—¿En serio? Pues es raro, porque yo me he puesto nerviosa al verte. Me alegro mucho —añade, jugueteando con el dobladillo de su camiseta—, pero estoy nerviosa.

—No lo estés —le digo, aunque apenas me salen las palabras, con el corazón latiéndome así en la garganta. Yo no es que esté nervioso; es más bien que cada una de las terminaciones nerviosas de mi cuerpo parecen cobrar vida en su presencia, todas al mismo tiempo. Me mira como siempre lo ha hecho, como si me viera de verdad y, por primera vez desde el último día que estuvimos juntos, me doy cuenta de que ya no me siento tan perdido. Y como siempre me resulta tan fácil hablar con ella, contarle mis pensamientos tal cual los pienso, sin filtros, obligo a mi boca a decir algo distinto, y callarme estas otras cosas.

—Te has cortado el pelo.

Se pasa la mano por el cabello, y se lo aparta de la cara.

—Sí, me estoy reinventando. —Hace un ruido entre una tos y una risa y pone los ojos en blanco—. O algo de eso.

—Me gusta. —Inclina la cabeza hacia delante y sonríe con esa timidez que solo deja ver cuando intento decirle un piropo. Alargo la mano y le recojo un mechón detrás de la oreja, como he hecho tantas veces, rozándole la mejilla con los dedos. Y no es hasta que levanta la vista cuando recuerdo que ya no puedo hacerlo—. Perdona. Supongo que ha sido un acto reflejo. Perdona —repito.

—No pasa nada. Puedes tocarme —me dice ella, y los latidos de mi corazón vuelven a impedirme hablar—. Ahora somos amigos, ¿no?

Afirmo con la cabeza, porque sigo mudo. Es mucho más fácil ser su amigo cuando no estamos sentados uno al lado del otro.

Se aclara la garganta, gira todo el cuerpo hacia mí y me mira fijamente. Alarga el brazo y apenas me roza el pelo de la frente antes de pasar el dorso de la mano por mi mejilla. Hay una parte de mí que desea dejarse tocar por ella.

—Tienes el pelo más largo —observa—. Y te está creciendo la barba.

Ahora soy yo el que sonríe, tímido e incómodo.

—Bueno, en realidad no me estoy dejando crecer la barba, es pelusilla.

—Vale, pues pelusilla. —Sonríe mientras parece pensar algo—. Me gusta. Sí. Es muy… Josh universitario —añade con la voz más grave.

Me río, y ella también, y toda la tensión que había entre nosotros se desvanece. Sé que vuelvo a mirarla durante demasiado tiempo, pero no puedo evitarlo. Todo esto me está matando. De la mejor manera posible.

—¿Qué? —me pregunta ella.

Tengo que obligarme a apartar la mirada y niego con la cabeza.

—Nada.

—Entonces ¿a qué vienen esas sonrisas y esos suspiros? —insiste, dibujando un círculo en el aire mientras me señala con el dedo.

—No, nada. Es solo que, cuando pienso en ti, por algún motivo siempre se me olvida lo graciosa que puedes llegar a ser. —Normalmente, cuando pienso en ella, solo pienso en lo triste que estará y en lo mucho que me preocupa. Pero cuando estoy cerca de ella, recuerdo casi al instante que, a pesar de su oscuridad, también puede ser igual de brillante. Me muerdo el labio para no decir todo eso en voz alta. Porque eso no se le dice a la chica de la que estabas enamorado, mientras te sientas en una vieja mesa de pícnic detrás de un edificio lleno de grafitis, por donde pasa gente borracha y hay un penoso concierto de rock sonando de fondo.

—¿Piensas en mí? —me pregunta, seria de repente.

—Sabes que sí.

Hay un silencio, y dejo que se interponga entre nosotros porque tiene que saber que es cierto. ¿Cómo es capaz de preguntarme eso?

Por una vez es ella la que rompe el silencio.

—Quería responderte al mensaje —dice, como si me leyera la mente—. Debería haberlo hecho.

—¿Por qué no lo hiciste?

—Sentí que había muchas cosas que decir, o… —se calla un segundo— demasiadas cosas para decirlas en un mensaje.

—Siempre podías haberme llamado.

—Huy, definitivamente eran demasiadas cosas para decirlas por teléfono —me explica, y aunque no estoy muy seguro de lo que significa, en el fondo creo que lo entiendo.

—Pensaba que estabas enfadada conmigo —confieso.

—¿Qué? ¿Por qué? —exclama ella en voz alta—. ¿Cómo iba a estar enfadada contigo? Si eres…

—¿Qué?

—Eres… —empieza de nuevo, pero vuelve a detenerse y toma aire—. Eres la mejor persona que conozco. Sería imposible enfadarse contigo, sobre todo porque no has hecho nada malo.

Pero esa es la cuestión, yo ya no estoy tan seguro de no haber hecho nada malo.

—Bueno, no solo me preocupaba que pudieras estar enfadada conmigo, sino también triste o, no sé, decepcionada conmigo.

—¿De qué estás hablando?

—Ya sabes, por la última vez que nos vimos.

Menea la cabeza lentamente como si de verdad no lo supiera. Me va a obligar a decirlo.

—Cuando te besé —respondo por fin—. He pensado mucho en ello desde entonces. Y en esas circunstancias, con todo lo que estaba pasando, seguramente era lo último que necesitabas. Además de todo lo que te dije luego. Fue una cagada, dada la situación, y en el peor momento posible. Por eso supuse que te había hecho sentir incómoda…

—Espera, espera, para un momento —me corta—. Pensaba que te había besado yo.

No sé qué decir. Vuelvo a acordarme de cuando estuvimos en mi habitación, hace cuatro meses, y de repente es un borrón de manos y bocas y cansancio y desesperación y emociones a flor de piel, más que nunca, y ya no estoy seguro de quién besó a quién, quién dio el primer paso.

Pero su risa interrumpe mis pensamientos. Es fuerte, aguda y clara.

—Pues yo pensaba que la había cagado yo.

—¿Tú? —Yo también me río—. ¿Por qué?

—Por besarte después de que me dijeras claramente que tenías novia, una novia con la que ibas en serio —remata, utilizando mis palabras contra mí—. Si hubiera sabido que tú tenías la culpa, podría haberme ahorrado la vergüenza todo este tiempo.

Está de broma, lo sé, pero esa palabra… «Vergüenza». Su voz se desgarra al pronunciarla, como si fuera una espina. No es una palabra que se suelte a la ligera, a menos que esté ahí, bajo la superficie. Por eso sé que no es el momento de confesar toda la verdad sobre mi novia (ahora exnovia), ni que rompimos aquella noche, a causa de aquella noche.

—Todo es culpa mía —le digo en vez de eso, riéndome con ella—. Asumo toda la responsabilidad.

La multitud suelta una ovación al otro lado del muro, pero allí no puede haber nada más emocionante que lo que está pasando aquí fuera en este momento.

—Ay, Josh. —Eden levanta las manos—. Esto es tan típico de nosotros, ¿verdad? Otra vez más.

«Típico de nosotros». Odio que me encante cómo suena.

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Eden

Todas estas sensaciones me parecen tan ajenas a mi cuerpo, la risa, la ligereza. Me pone nerviosa, pero de un modo agradable, como una pequeña sobredosis de cafeína. Estar con él otra vez, aquí sentados, hablando, es como si me lo estuviera inventando, como si lo estuviera inventando a él, en un sueño o una alucinación. Porque esta noche no hay nada que necesite más que esto, que estar con Josh. Y, madre mía, qué poco acostumbrada es­toy a conseguir lo que necesito.

—Te veo bien, Eden —me dice, pero su sonrisa se desvanece.

—Sí. —Asiento con la cabeza, aunque no me atrevo a mirarlo a los ojos—. Ajá. —Sigo asintiendo.

—Te veo bien —repite, e intuyo que es más una pregunta que una observación, pero aún no estoy preparada para perder esa ligereza.

—Eso has dicho. —Intento mantener la complicidad que se nos da tan bien, pero me observa, entornando los ojos como si intentara ver algo a lo lejos, aunque me está mirando a los ojos. Me concentro en mis manos y no en él.

—Vamos —musita.

—¿Qué?

—¿Estás bien? —pregunta finalmente.

—Pues claro. —Me encojo de hombros—. Estoy mejor, creo. Ya no me dedico a hacer locuras, así que algo es algo. —Y espero que sepa que por «locuras» me refiero a que ya no me emborracho ni me acuesto con desconocidos—. Ah, y he dejado de fumar —añado.

—¿En serio? —Sonríe—. Enhorabuena. Estoy impresionado.

—Gracias. Es un asco.

—Pero no me refería a eso —me dice—. Me refería a cómo estás. ¿Estás bien?

—Pues no me queda otra. Pero intento estar me-mejor —tartamudeo. Por Dios. No es una pregunta difícil, pero parece que no puedo responderla.

—Sí, pero ¿cómo estás en realidad?

Me va a obligar a decirlo.

—¿Qué? No estoy bien, Josh —le suelto, a punto de gritar, pero luego me contengo—. Perdona. La verdad es que no estoy bien. ¿Vale?

—Vale —responde con suavidad—. Oye, no pretendía discutir. Solo quiero que sepas que no tienes que fingir conmigo. Eso es todo.

—No finjo nada contigo —le digo—. Eres la única persona con la que no finjo, así que… —No termino la frase.

Abre la boca como si fuera a decir algo más, pero de repente se acerca a mí. Durante una fracción de segundo creo que se está inclinando para besarme y se me acelera el corazón. Entonces se saca el móvil del bolsillo trasero. Mientras mira la pantalla, solo puedo pensar en que le habría devuelto el beso, otra vez, siempre. A pesar de que Steve esté ahí dentro. Aunque Josh tenga una novia en alguna parte. Lo habría hecho.

—¿Te está esperando alguien? —le pregunto, deseando que ese

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