Martí en su universo

José Martí

Fragmento

Durante la vida de José Martí (La Habana, 1853 - Dos Ríos, 1895), su obra literaria fue sumamente estimada por autores tan relevantes como el argentino Domingo Faustino Sarmiento y el nicaragüense Rubén Darío; sin embargo, sería sobre todo después de su muerte cuando Martí como escritor iba a recibir los más altos enjuiciamientos, al empezar a darse a conocer su legado. El dominicano Pedro Henríquez Ureña afirmó que «no lo hay con mayor don natural en toda la historia de nuestro idioma». El mexicano Alfonso Reyes lo consideró «supremo varón literario», «la más pasmosa organización literaria». Para el español Guillermo Díaz-Plaja es, «desde luego, el primer “creador” de prosa que ha tenido el mundo hispánico».

Y es que, a pesar de que Martí vivió solo cuarenta y dos años, fue un autor prolífico, que publicó en periódicos y revistas de Cuba, México, Venezuela, Guatemala, Uruguay o los Estados Unidos y en géneros diferentes: narrativa, poesía, oratoria, ensayo, crítica, todas las formas del periodismo y cultivó una epistolografía sin precedentes.

Las calidades formales y la riqueza conceptual de sus páginas, sustentadas en una incuestionable y sólida eticidad, hacen que su escritura alcance una estatura literaria aunque el motivo que provocara o el género en que se concretara algunos de estos textos fueran menores.

En los últimos decenios, numerosos críticos e historiadores de la literatura, al detenerse en la valoración de su prosa y de su poesía, han considerado a Martí uno de los grandes clásicos en el ámbito de nuestra lengua. Elaborar una antología nueva resulta, por tanto, una tarea difícil, dado que se han publicado sus obras completas y numerosas selecciones desde fecha tan temprana como 1911. Es igualmente inmensa la bibliografía pasiva sobre nuestro autor.

Un reto añadido es la imbricación de política y literatura en Martí, apreciable en obras imprescindibles para la comprensión de su pensamiento y la calidad de su prosa tales como el ensayo «Nuestra América», el discurso oratorio «Con todos y para el bien de todos» o la carta a su ahijada María Mantilla, donde hace consideraciones sobre la traducción y sobre la formación de la mujer. Por esta condición, algunos escritos de sobresaliente maestría literaria tienen anclajes de lugar y época que el lector deberá desentrañar. Tanto el glosario elaborado como el índice onomástico pueden contribuir a ello.

En cuanto a los artículos críticos que acompañan la edición, ha sido preciso escoger unos pocos de entre los numerosos estudios de la obra literaria martiana. De ahí que se ubiquen en una primera sección cuatro clásicos, que atienden a aspectos lingüísticos y literarios esenciales, debidos a Rubén Darío, Gabriela Mistral, Juan Ramón Jiménez y Guillermo Díaz-Plaja, y que permiten notar la valoración de la obra de Martí desde muy tempranamente en el siglo XX, desde diferentes puntos de vista. Los restantes textos, inéditos de académicos vivos, son de numerarios de la Academia Cubana de la Lengua: una pequeña muestra que dialoga con lo mucho y bueno publicado en el resto del mundo. Roberto Fernández Retamar y Roberto Méndez abordan temas relacionados con la faena literaria de Martí, mientras Sergio Valdés Bernal y Marlen A. Domínguez tratan su manejo singular de la lengua.

Cierran el volumen una «Bibliografía», el «Glosario» y un «Índice onomástico».

La bibliografía, que es mínima, se compone esencialmente de las fuentes de donde se han extraído los textos antologados, las citadas en los estudios críticos y algunos otros títulos más actuales, quizás menos conocidos que otros y que pueden completar la visión de Martí.

En el glosario se recogen voces ausentes en el Diccionario del español o que aparecen allí con un significado diferente al empleado por Martí. También se ha considerado conveniente incluir las variantes fónico-gráficas con que se presentan algunas voces, por describir usos regionales o sociolectales. Se han tomado en cuenta los extranjerismos necesarios y, en particular, los neologismos martianos, aun cuando sean transparentes, para que se revele la índole de los procedimientos creativos martianos y su función intensificadora.

El índice onomástico da fe del amplio abanico de referentes culturales y relaciones que matizaron la vida del autor, aunque por la enorme cantidad de personas y personajes mencionados no haya sido posible encontrar datos de todos ellos.

Numerosas han sido las antologías que se han realizado de la obra del más universal de los cubanos; la nuestra tiene el propósito de acercar al lector a la sensibilidad e inteligencia, angustias y alegrías, que fecundaron su vida y acaso de abrir apetencias de y acaso de abrir apetencias de nuevas búsquedas y lecturas.

José Martí

JOSÉ MARTÍ. Rubén Darío

RUBÉN DARÍO

JOSÉ MARTÍ

El fúnebre cortejo de Wagner exigiría los truenos solemnes de Tannhäuser; para acompañar a su sepulcro a un dulce poeta bucólico, irían, como en los bajorrelieves, flautistas que hiciesen lamentarse a sus melodiosas dobles flautas, para los instantes en que se quemase el cuerpo de Melesígenes, vibrantes coros de liras; para acompañar —¡oh, permitid que diga su nombre delante de la gran Sombra épica; de todos modos, malignas sonrisas que podáis aparecer, ya está muerto!...— para acompañar, americanos todos que habláis idioma español, el entierro de José Martí, necesitaríase su propia lengua, su órgano prodigioso lleno de innumerables registros, sus potentes coros verbales, sus trompas de oro, sus cuerdas quejosas, sus oboes sollozantes, sus flautas, sus tímpanos, sus liras, sus sistros. Sí, americanos; ¡hay que decir quién fue aquel grande que ha caído! Quien escribe estas líneas que salen atropelladas de corazón y cerebro no es de los que creen en las riquezas existentes de América… Somos muy pobres… Tan pobres, que nuestros espíritus, si no viniese el alimento extranjero, se morirían de hambre. ¡Debemos llorar mucho por esto al que ha caído! Quien murió allá en Cuba, era de lo mejor, de lo poco que tenemos nosotros los pobres; era millonario y dadivoso: vaciaba su riqueza a cada instante, y como por la magia del cuento, siempre quedaba rico: hay entre los enormes volúmenes de la colección de La Nación tanto de su metal fino y piedras preciosas que podría sacarse de allí la mejor y más rica estatua. Antes que nadie, Martí hizo admirar el secreto de las fuentes luminosas. Nunca la lengua nuestra tuvo mejores tintas, caprichos y bizarrías. Sobre el Niágara castelariano, milagrosos iris de América. ¡Y qué gracia tan ágil y qué fuerza natural tan sostenida y magnífica!

Otra verdad aún, aunque pese más al asombro sonriente: eso que se llama el genio, fruto tan solamente de árboles centenarios —ese majestuoso fenómeno del intelecto elevado a su mayor potencia, alta maravilla creadora, el Genio, en fin, que no ha tenido aún nacimiento en nuestras repúblicas, ha intentado aparecer dos veces en América; la primera, en un hombre ilustre de esta tierra, la segunda, en José Martí. Y no era Martí, como pudiera creerse, de los semigenios de que habla Mendès, incapaces de comunicarse con los hombres porque sus alas les levantan sobre la cabeza de estos, e, incapaces de subir hasta los dioses, porque el vigor no les alcanza y aún tiene fuerza la tierra para atraerles. El cubano era «un hombre». Más aún: era como debería ser el verdadero superhombre, grande y viril; poseído del secreto de su excelencia, en comunión con Dios y con la naturaleza. En comunión con Dios vivía el hombre de corazón suave e inmenso; aquel hombre que aborreció el mal y el dolor, aquel amable león de pecho columbino, que pudiendo desjarretar, aplastar, herir, morder, desgarrar, fue siempre seda y miel hasta con sus enemigos. Y estaba en comunión con Dios, habiendo ascendido hasta él por la más firme y segura de las escalas, la escala del Dolor. La piedad tenía en su ser un templo; por ella diríase que siguió su alma los cuatro ríos de que habla Rusbrock el Admirable: el río que asciende, que conduce a la divina altura; el que lleva a la compasión por las almas cautivas, los otros dos que envuelven todas las miserias y pesadumbres del herido y perdido rebaño humano. Subió a Dios por la compasión y por el dolor. ¡Padeció mucho Martí! —desde las túnicas consumidoras, del temperamento y de la enfermedad, hasta la inmensa pena del señalado que se siente desconocido entre la general estolidez ambiente; y por último, desbordante de amor y de patriótica locura, consagrose a seguir una triste estrella, la estrella solitaria de la Isla, estrella engañosa que llevó a ese desventurado rey mago a caer de pronto en la más negra muerte.

¡Los tambores de la mediocridad, los clarines del patrioterismo tocarán diana celebrando la gloria política del Apolo armado de espada y pistolas que ha caído, dando su vida, preciosa para la humanidad y para el Arte y para el verdadero triunfo futuro de América, combatiendo entre el negro Guillermón y el general Martínez Campos!

¡Oh, Cuba, eres muy bella, ciertamente, y hacen gloriosa obra los hijos tuyos que luchan porque te quieren libre; y bien hace el español de no dar paz a la mano por temor de perderte. Cuba admirable y rica y cien veces bendecida por mi lengua; mas la sangre de Martí no te pertenecía; pertenecía a toda una raza, a todo un continente; pertenecía a una briosa juventud que pierde en él quizás al primero de sus maestros; pertenecía al porvenir!

Cuando Cuba se desangró en la primera guerra, la guerra de Céspedes, cuando el esfuerzo de los deseosos de libertad no tuvo más fruto que muertes e incendios y carnicerías, gran parte de la intelectualidad cubana partió al destierro. Muchos de los mejores se expatriaron, discípulos de don José de la Luz, poetas, pensadores, educacionistas. Aquel destierro todavía dura para algunos que no han dejado sus huesos en patria ajena, o no han vuelto ahora a la manigua. José Joaquín Palma, que salió a la edad de Lohengrin con una barba rubia como la de él, y gallardo como sobre el cisne de su poesía, después de arrullar sus décimas «a la estrella solitaria» de república en república, vio nevar en su barba de oro, siempre con ansias de volver a su Bayamo, de donde salió al campo a pelear después de quemar su casa. Tomás Estrada Palma, pariente del poeta, varón probo, discreto y lleno de luces, y hoy elegido presidente por los revolucionarios, vivió de maestro de escuela en la lejana Honduras; Antonio Zambrana, orador de fama justa en las repúblicas del norte que a punto estuvo de ir a las Cortes, en donde habría honrado a los americanos, se refugió en Costa Rica, y allí abrió su estudio de abogado; Izaguirre fue a Guatemala; el poeta Sellén, el celebrado traductor de Heine, y su hermano, otro poeta, fueron a Nueva York, a hacer almanaques para las píldoras de Lamman y Kemp, si no mienten los decires; Martí, el gran Martí, andaba de tierra en tierra, aquí en tristezas, allá en los abominables cuidados de las pequeñas miserias de la falta de oro en suelo extranjero; ya triunfando, porque a la postre la garra es garra y se impone, ya padeciendo las consecuencias de su antagonismo con la imbecilidad humana; periodista, profesor, orador; gastando el cuerpo y sangrando el alma; derrochando las esplendideces de su interior en lugares en donde jamás se podría saber el valor del altísimo ingenio y se le infligiría además el baldón del elogio de los ignorantes; —tuvo en cambio grandes gozos; la comprensión de su vuelo por los raros que le conocían hondamente; el satisfactorio aborrecimiento de los tontos, y la acogida que l’elite de la prensa americana —en Buenos Aires y en México— tuvo para sus correspondencias y artículos de colaboración.

Anduvo, pues, de país en país, y por fin, después de una permanencia en Centro América, partió a radicarse a Nueva York.

Allá, en aquella ciclópea ciudad, fue aquel caballero del pensamiento a trabajar y a bregar más que nunca. Desalentado, él tan grande y tan fuerte, ¡Dios mío!, desalentado en sus ensueños de Arte, remachó con triples clavos dentro de su cráneo la imagen de su estrella solitaria y dando tiempo al tiempo, se puso a forjar armas para la guerra, a golpe de palabra y a fuego de idea. Paciencia, la tenía; esperaba y veía como una vaga fatamorgana su soñada Cuba libre. Trabajaba de casa en casa, en los muchos hogares de gentes de Cuba que en Nueva York existen; no desdeñaba al humilde; al humilde le hablaba como un buen hermano mayor aquel sereno e indomable carácter, aquel luchador que hubiera hablado como Elciís, los cuatro días seguidos, delante del poderoso Otón rodeado de reyes.

Su labor aumentaba de instante en instante, como si activase más la savia de su energía aquel inmenso hervor metropolitano. Y visitando al doctor de la Quinta Avenida, al corredor de la Bolsa, y al periodista y al alto empleado de La Equitativa, y al cigarrero y al negro marinero, a todos los cubanos neoyorquinos, para no dejar apagar el fuego, para mantener el deseo de guerra, luchando aún con más o menos claras rivalidades, pero, es lo cierto, querido y admirado de todos los suyos, tenía que vivir, tenía que trabajar; entonces eran aquellas cascadas literarias que a estas columnas venían y otras que iban a diarios de México y Venezuela. No hay duda de que ese tiempo fue el más hermoso tiempo de José Martí. Entonces fue cuando se mostró su personalidad intelectual más bellamente. En aquellas kilométricas epístolas, si apartáis una que otra rara ramazón sin flor o fruto, hallaréis en el fondo, en lo macizo del terreno, regentes y ko-hinoores.

Allí aparecía Martí pensador, Martí filósofo, Martí pintor, Martí músico, Martí poeta siempre. Con una magia incomparable hacía ver unos Estados Unidos vivos y palpitantes, con su sol y sus almas. Aquella Nación colosal, la «sábana» de antaño, presentaba en sus columnas, a cada correo de Nueva York, espesas inundaciones de tinta. Los Estados Unidos de Bourget deleitan y divierten; los Estados Unidos de Groussac hacen pensar; los Estados Unidos de Martí son estupendo y encantador diorama que casi se diría aumenta el color de la visión real. Mi memoria se pierde en aquella montaña de imágenes, pero bien recuerdo un Grant marcial y un Sherman heroico que no he visto más bello en otra parte; una llegada de héroes del Polo; un puente de Brooklyn literario igual al de hierro; una hercúlea descripción de una exposición agrícola, vasta como los establos de Augías; unas primaveras floridas y unos veranos, ¡oh, sí!, mejores que los naturales; unos indios sioux que hablaban en lengua de Martí como si Manitu mismo les inspirase; unas nevadas que daban frío verdadero y un Walt Whitman patriarcal, prestigioso, líricamente augusto, antes, mucho antes de que Francia conociera por Sarrazin al bíblico autor de las «Hojas de hierba».

Y cuando el famoso congreso panamericano, sus cartas fueron sencillamente un libro. En aquellas correspondencias hablaba de los peligros del yankee, de los ojos cuidadosos que debía tener la América latina respecto a la hermana mayor; y del fondo de aquella frase que una boca argentina opuso a la frase de Monroe.

Era Martí de temperamento nervioso, delgado, de ojos vivaces y bondadosos. Su palabra suave y delicada en el trato familiar, cambiaba su raso y blandura en la tribuna, por los violentos cobres oratorios. Era orador, y orador de grande influencia. Arrastraba muchedumbre. Su vida fue un combate. Era blandílocuo y cortesísimo con las damas; las cubanas de Nueva York teníanle en justo aprecio y cariño, y una sociedad femenina había, que llevaba su nombre. Su cultura era proverbial, su honra intacta y cristalina; quien se acercó a él se retiró queriéndole.

Y era poeta; y hacía versos.

Sí, aquel prosista que siempre fiel a la Castalia clásica se abrevó en ella todos los días, al propio tiempo que por su constante comunión con todo lo moderno y su saber universal y poligloto formaba su manera especial y peculiarísima, mezclando en su estilo a Saavedra Fajardo con Gautier, con Goncourt, con el que gustéis, pues de todo tiene; usando a la continua del hipérbaton inglés, lanzando a escape sus cuadrigas de metáforas, retorciendo sus espirales de figuras; pintando ya con minucia de prerrafaelita las más pequeñas hojas del paisaje, ya a manchas, a pinceladas súbitas, a golpes de espátula, dando vida a las figuras; aquel fuerte cazador hacía versos y casi siempre versos pequeñitos, versos sencillos —¿no se llamaba así un librito de ellos?— de tristezas patrióticas, de duelos de amor, ricos de rima o armonizados siempre con tacto; una primera y rara colección está dedicada a un hijo a quien adoró y a quien perdió por siempre: Ismaelillo.

Los Versos sencillos, publicados en Nueva York, en linda edición, en forma de eucologio, tienen verdaderas joyas. Otros versos hay, y entre los más bellos Los zapaticos de rosa. Creo que, como Banville la palabra «lira» y Leconte de Lisle la palabra «negro», Martí la que más ha empleado es «rosa». […]

Un libro, la obra escogida del ilustre escritor, debe ser idea de sus amigos y discípulos.

Nadie podría iniciar la práctica de tal pensamiento, como el que fue no solamente discípulo querido, sino amigo del alma, el paje, o más bien «el hijo» de Martí: Gonzalo de Quesada, el que le acompañó siempre leal y cariñoso, en trabajos y propagandas, allá en Nueva York y Cayo Hueso y Tampa. ¡Pero quién sabe si el pobre Gonzalo de Quesada, alma viril y ardorosa, no ha acompañado al jefe también en la muerte!

Los niños de América tuvieron en el corazón de Martí predilección y amor.

Queda un periódico único en su género, los pocos números de un periódico que redactó especialmente para los niños. Hay en uno de ellos un retrato de San Martín, que es obra maestra. Quedan también la colección de Patria y varias obras vertidas del inglés, pero eso todo es lo menor de la obra literaria que servirá en lo futuro.

Y ahora, maestro y autor y amigo, perdona que te guardemos rencor los que te amábamos y admirábamos, por haber ido a exponer y a perder el tesoro de tu talento. Ya sabrá el mundo lo que tú eras, pues la justicia de Dios es infinita y señala a cada cual su legítima gloria. Martínez Campos, que ha ordenado exponer tu cadáver, sigue leyendo sus dos autores preferidos: Cervantes y Ohnet. Cuba quizá tarde en cumplir contigo como debe. La juventud americana te saluda y te llora, pero ¡oh Maestro, qué has hecho!

Y paréceme que con aquella voz suya, amable y bondadosa, me reprende, adorador como fue hasta la muerte del ídolo luminoso y terrible de la Patria; y me habla del sueño en que viera a los héroes: las manos de piedra, los ojos de piedra, los labios de piedra, las barbas de piedra, la espada de piedra.

Y que repite luego el voto del verso:

¡Yo quiero cuando me muera,

Sin patria, pero sin amo,

Tener en mi losa un ramo

De flores y una bandera!

LA LENGUA DE MARTÍ. Gabriela Mistral

GABRIELA MISTRAL

LA LENGUA DE MARTÍ

La imitación cubre la época anterior y la posterior a Martí en la América; cien años de calco romántico poco más o menos; cincuenta años de furor modernista, son los dos cortes en que aparece dividido nuestro suelo literario. Tenemos que confesar que la imitación se muestra en nosotros, más que como un gesto, como una naturaleza y que nuestro exceso de sensibilidad, nuestra piel toda poros, es lo mejor y lo peor que nos ha tocado en suerte, porque a causa de ella vivimos a merced de la atmósfera.

En estas condiciones, la originalidad adquiere en nuestra América no sé qué carácter extraordinario de dignidad, no sé qué asa de salvación de nuestro decoro. El escritor sin préstamos o con un mínimum de préstamo suena para nosotros al golpe seco de una afirmación.

Aseguran algunos que la cultura es el enemigo por excelencia de la originalidad y el juicio mismo trasciende a Juan Jacobo en su ingenuidad. El Adán literario, brotado de la tierra en un copo de barro fermentado sobre el que nadie ha puesto la mano, es paradoja pura. Sin embargo, el concepto sirve para marcar bien este otro punto: cierta originalidad mantenida, sostenida debajo del peso enorme de una cultura literaria, resulta admirablemente heroica.

La primera, la segunda y la última impresión de la lectura de Martí, golpean con la originalidad antes que con cualquier otra cosa. Martí es de veras una voz autónoma, levantándose en un coro de voces cual más cual menos aprendidas. Veremos a Martí marcar varonía en cada paso de su vida de hombre; pero desde que comienza su carrera literaria le veremos varón también en esta naturaleza antiimitativa, es decir, antifemenina.

Este fenómeno del Adán culto, del escritor que procede de sí mismo pero que ha vivido y vive en medio del cortejo de los maestros, oyéndoles hablar y recitándoles sin estropeo del acento propio, repito que significa para nuestra literatura un hecho muy importante y muy digno de ser hurgado para exprimirle enseñanza.

¿En qué consiste la originalidad de Martí?

La pregunta es formidable, y las mujeres no sabemos explicar nada en bloque porque cuanto más tenemos la capacidad de una crítica de detalles. Yo voy a ver manera de dar algunos atisbos de respuestas, de allegar algunas chispas de juicio.

Parece que la originalidad esencial de Martí sea un caso de vitalidad en general y luego de vitalidad tropical. Si la imitación se explica como dependencia del ambiente, una cargazón de muchas atmósferas sobre un cuerpo que no las resiste y se deja manejar de ellas, la originalidad sería una vitalidad tan brava de un organismo intelectual que puede con ellas hasta el punto de desentenderse de su peso y de obrar como si su cuerpo fuese la única realidad. Martí es muy vital y su robustez es la causa de su independencia. Mascó y comió del tuétano de buey de los clásicos: nadie puede decirle lo que a otros modernos que se quedase sin este alimento formador de la entraña: conoció griegos y romanos. Cumplió también su obligación con los clásicos próximos, es decir, con los españoles, y fue el buen lector que pasa por los setenta rodillos de la colección Rivadeneira sin saltarse ninguno, solo que pasa entero, sin ser molido y vuelto papilla por ellos. Guardó a España la verdadera lealtad que le debemos, la de la lengua, y ahora que los ojos españoles peninsulares pueden mirar a un antillano sin tener atravesada la pajuela de la independencia, desde Madrid le dirán leal a este insurrecto, porque conservó una fidelidad más difícil de cumplir que la de la política, y que es esta de la expresión. Tanto estimó a los padres de la lengua que a veces toma en cuenta hasta a los segundones o tercerones de ella, me valga el vocablo.

Pero más detenido que en clásicos enteros y en semiclásicos se le ve en los escritores modernos de Francia y de Inglaterra, cosa muy natural en un hombre que tenía a su presente y que vivió registrándolo día a día. Esta dominación de los modernos sobre él, parece venirle de la simpatía de las ideas más que del apego de la forma como en el caso de Rubén. Gran sensato, Martí no tuvo la deplorable ocurrencia de tanto escritor nuestro de admirarle a Cicerón la letra y la ideología y de creer que Homero o Virgilio obligan al descontento de nuestra época y a una nostalgia llorona de Agamenón y de tal o cual César. Él tiene encargos que cumplir, trabajo que hacer en la carne de su tiempo, buena como cualquiera otra, y se siente emparentado con las almas francesas e inglesas de su año por el parentesco que es tan fuerte de la contemporaneidad. Así, pues, nuestro Martí será un hombre literario de los de alimento completo, clásico y moderno, y de una formación literaria perfectamente regular: nada hay en él del escritor a dietas de una sola lengua y de un solo período literario. Contémosle la cultura entre sus varios decoros.

Ahora que sabemos que la originalidad de Martí ha sufrido la prueba de los magisterios posibles, veamos de averiguar en qué consiste esta originalidad en sí misma. Parece ser que ella tiene estos trazos: originalidad de tono, originalidad de vocabulario, originalidad de sintaxis. Comencemos con el tono. Los escritores de estilo original no siempre son muy diferenciados de tono; pero los escritores más finos y los verdaderamente personales, son siempre escritores de un acento particular. En la literatura española, por ejemplo, Calderón tiene un estilo, pero Santa Teresa tiene un tono; en la francesa, Montaigne tiene mucho más dejo que Racine. Nuestro Martí aparece a primera vista con un cuerpo entero de estilo, pero lo más gustoso de sentirle y saborearle es el tono.

Acordémonos de que este hombre es un orador nato para estimarle suficientemente esta maravilla del tono natural. Género odioso si los hay, la oratoria carga con una cadena de fatalidades. El orador comienza por ser el recitador que recita en un vasto espacio y para una masa. Lo primero lo fuerza a alzar la voz cuanto la voz da, vale decir, a gritar; la mucha carne escuchadora lo obliga a hacerle concesiones halagándole si no todos los gustos, los más de los gustos. La voz tonante, de una parte, y de otra el apetito de dominar, le sacan los gestos violentos; los dos imperativos de voz y gesto le obligan a la expresión excesiva mejor que intensa, y a los conceptos extremos. Así se viene a formar la cadena que digo de fatalidades y una adulteración en grande. Yo no tengo amigos oradores y no he podido recibir confesión de ellos en este sentido; pero se me ocurre que el escritor honrado debe detestar sus discursos viendo claro en ellos esta fabricación del convencimiento, esta máquina montada con piezas de mentira de la que debe usar para convencer… de su verdad. Me parece la oratoria en los mejores, de un costado, una forma didáctica, de otro una especie de desfogamiento de cierto lirismo incapaz de la estrofa, en buenas cuentas, una profesión de propaganda enseñadora y una volcadura cómoda del fuego. Los dos aspectos tuvo en Martí: él incitaba con ella y él se aliviaba la superabundancia del alma.

Anotemos en Martí el que siendo un orador tan entrañablemente original, y tan honesto dentro de su gremio de fraudulentos, no se aparta de las líneas obligadas del género. Si repasamos en un texto de retórica las condiciones de la arenga, vemos que él cumple con todas, en lo cual volvemos a sentirle su condición de clásico acatador si no de reglas, de una tradición. El secreto de Martí orador consiste tal vez en que, manejando un género de virtudes falsas, él lo sirve con virtudes verdaderas. Mientras el orador corriente simula la fogosidad y gesticula con llamitas pintadas, él está ardiendo de veras; mientras el arengador de todas partes sube la cuesta del período largo por una especie de hazaña de gimnasta, para hincar al final la pica de una buena conclusión, él trepa el período temblando; a cada proposición sube en temblor de pulsos y al terminar echa la exhalación genuina del que remató un repecho; mientras el orador embusterillo junta en frío las metáforas para echarlas después en chorro y encandilar el millón de ojos que le mira, a él le sale el borbotón de metáforas en cuanto el asunto lo calienta y lo funde, y así viene a ser el volcán de verdad que vomita brasas de veras y lava de cocer. Con todo lo cual él vuelve espectáculo natural un espectáculo que los demás aderezan, y realiza la rara hazaña de darse él en pasto a una operación destructora que nadie verifica así, por no hacerse pedazos.

Este es, en bloque, el caso de su oratoria. Examinemos ahora los detalles.

Yo llegué tarde a su fiesta y una de mis pérdidas de este mundo será siempre la de no haber escuchado el habla de Martí. Amigos suyos me han hablado de su voz, pero una descripción aquí no reemplaza nada. Debe haber tenido don de voz, porque si les creemos a los yoghis, y en esto yo les creo, el que posee dulce la víscera, tiene inseparablemente dulce la voz. Una voz que siendo viril se queda dulce es una pura maravilla. Me acuerdo siempre de Emerson en su elogio a la voz grata, y como él, desconfío de los acentos pedregosos o roncos: sus piedras llevan.

El ademán debe haberlo tenido como el de los efusivos que son a la vez finos y que gesticulan con un ímpetu suave, valga la expresión, sin manotear mucho, pero al mismo tiempo sin privarse de la buena subrayadura del gesto. No le conocimos acento ni mímica, pero lo demás nos ha quedado, a Dios gracias, en el cuerpo de los discursos para que le gocemos la anatomía. ¡Qué noble anatomía la del discurso tendido que nos va a mostrar sus miembros nobles entregándosenos como el atleta en una mesa al que lo quiere medir y gozar!

El período copioso se nos había hecho bastante antipático en los seudocervantistas, a causa de su composición artificial, de su manufactura trabajosa. La sintaxis viva es cosa funcional y que se ordena adentro. Puede salir abundosa y ágil como la sangre que es abundante y ligera en los buenos sanguíneos pero ha de salirle al escritor así, en empellón espontáneo. Lo común es que la sintaxis compleja se la acomode afuera, con relativos forzados; que se la construya voluntariamente por hacer alarde cervantino, y así salen esas masas de cemento armado, esos dinosaurios de yeso que agobian.

Confieso que solamente en Martí no me fatiga el período, a fuerza de estar vivo desde la cabeza hasta los pies. Confieso que a los prosistas mediocres, incapaces de fundir los materiales de la proposición, como el buen volcán se funde los suyos, yo les pido la sintaxis primaria y breve al alcance de sus fuerzas y que no nos canse la atención. La frase corta, portátil, práctica, es un hallazgo muy útil de la lengua francesa, porque tiene lástima del aliento del lector y cortesía para el auditor.

El continente verbal que es el gran acápite, pide titán para su construcción y las manos comunes son artesanas y no prometeicas.

Hemos visto cómo Martí sale de la dificultad de la tirada verbal sin dar cansancio.

Ahora veamos una cosa más delicada si cabe, el trascendentalismo sin la declamación.

El orador de aquella época era por virtud de su Cicerón, de su Bossuet y sobre todo de su Victor Hugo y su Lamartine del momento, un trascendentalista. El trascendentalismo es materia escabrosa como todos lo sabemos, lo mismo que su aliado el patetismo: suelen ser ciertos, pero lo general es que se simulen. Aun cuando sea verídico poco convence. Las almas del patético no son muchas; las almas comunes que carecen del pulso patético, cuando se encuentran con este, prefieren declarar farsantes al dramático antes que confesarse ellas mutiladas de dramatismo. Por eso la moda de la dramaticidad que se llamó romanticismo a mí me desconcierta. ¿Cómo se las arreglaron tantos hombres de pluma y garganta para embarcar a la multitud antitrágica en su nave? Desde luego, hubo muchos falsos románticos y que hallaron clientela precisamente por no ser genuinos y arrastraron a discípulos igualmente falsarios.

A nuestro Martí no lo pondremos bajo bandera romántica absoluta aunque en esos suelos anduvo; pero tal vez lo podremos afiliar entre los trascendentalistas, en todo caso dentro de un grupo de un trascendentalismo muy especial: el trascendente familiar, que se mueve en un turno de grandeza y de cotidianidad, mejor que eso un grandilocuente de las ideas bajado a cada rato por la llaneza de los hábitos. El tipo es complejo, cuesta aceptarlo. Pensemos, aunque la comparación nos parezca a primera vista absurda, en un Victor Hugo corregido de su exageración y de su garganta trompetera por un trato diario y enseñador de la Santa Teresa doméstica, y voluntariamente vulgar.

Martí veía y vivía lo trascendente mezclado con lo familiar. Suelta una alegoría que relampaguea, y sigue con una frase de buena mujer cuando no de niño; hace una cláusula ciceroniana de alto vuelo y le neutraliza la elocuencia con un decir de todos los días; corrige a veces, y esto es muy común, unos cuantos vocablos suntuosos con un adjetivo ingenuo, del más lindo sabor popular.

Cuando ustedes le llaman arcángel se acuerdan de Miguel con la espada picadora del dragón; pero él contiene también a Rafael, el arcángel transeúnte que caminando muy naturalmente con Tobías, logró que este no supiese sino al final que iba con persona alada. Esta conjunción de lo arcangélico combativo con lo arcangélico misericordioso forma la definición de nuestro Martí.

Como el patetismo, del que ya hablamos, tiene sus grandes riesgos el arcangelismo miguelesco, que se resuelve en unos atributos y en una función de fuego y de hierro, más exterminadora que creadora. En el arcángel hostigador de Satanás, eso está muy bien, ya que su finalidad es acorralar y matar al demonio: en los discípulos humanos de Miguel, la actitud combativa permanente siempre me ha parecido peligrosísima. El combatiente eterno acaba entero en espada, va reduciendo su cuerpo de rostro dulce, de entrañas humanas, a vaina seca y por último a filo. Debemos, pues, celebrar, entre otras cosas, el modo de arcangelismo de nuestro Martí, que es un dúo tendido entre el Miguel ígneo y el Rafael terrestre.

Examinada ligeramente la originalidad del tono en Martí, pasemos a la del vocabulario. Como se sabe, este cuenta entre los más ricos de nuestra literatura. Martí posee la lengua, tanto en el aspecto de intensidad como en el de extensión. Generalmente se acostumbra anteponerle al ecuatoriano Montalvo, en el millonarismo de las palabras. Montalvo ha manejado, es cierto, mayor cantidad de voces; pero hay una diferencia grande de vitalidad, vale decir, de calor, de color y de sabor, entre ambos. La lengua rica de Montalvo le viene de la frecuentación visible —demasiado visible— del diccionario. Yo suelo recomendar a mis alumnas que se lo lean en un ejercicio agradable de diccionario que les ahorra la pesadez de la lectura del librote. Agradeciendo a Montalvo el mérito de su acumulación extraordinaria de voces, tenemos que marcar la diferencia de estas dos riquezas de vocabularios, y a esto vamos.

Me señalaba alguna vez el crítico chileno Hernán Díaz Arrieta, que el español escrito en la América confiesa delante del escrito en España pobreza de voces y cierto desabrimiento. Mi amigo tiene relativa razón y yo he tratado de entender el caso.

En nuestros pueblos mestizos donde el negocio de la lengua corrió durante tres siglos a cargo de la población blanca que forma la clase burguesa, la lengua popular que en algunos aspectos se insinúa también en lo familiar, ha estado ausente, porque la masa mestiza o india hablaba o bien dialectos indígenas o bien el español primario que dieron las conquistas. Sobra decir que donde falta populismo en la expresión, falta la gracia, el sabor y el expresivismo. La lengua culta se resiente de entequismo, de formulismo, de sequedad y aun de tiesura.

Esta isla de Cuba ha poseído entre otras fortunas la de una población española casi unánime distribuida en las tres clases. Cuba presenta el caso de una especie de desgajamiento lingüístico de la Península misma; ella es una España insular, una pariente de las Canarias. Cuba estaba y está preparada por lo tanto para entregar en la literatura una dosis doble de españoleidad sobre la América continental.

Montalvo trabajó primero en su Ecuador, después en Francia, en una penosa dieta del idioma, ya que en su país lo indígena triplica lo español y en Francia vivió la penuria de no ser ayudado por el idioma circundante. Así se entiende el que viviese doblado sobre el diccionario, pidiéndole a sus hojas, pesadas y muertas, lo que el ambiente no podía proporcionarle. Martí, por el contrario, vivirá las edades formadoras, infancia y adolescencia, sumergido en su lengua hablada por las tres castas, abonándose con el español culto de los cultos y con el gustoso y pimentado del pueblo. Cuando salió al destierro, llevaba, sólida y segura como las entrañas que no nos dejan, una lengua completa y viva, chupada veinte años en la cubana.

Naturalmente, un verdadero vital no se contenta con el idioma que recibe, porque cualquier naturaleza creadora tiende a crear con todos sus órganos lo mismo que cualquier naturaleza rica rebasa los medios usados que le dan y echa de sí mismo los que le faltan.

Antes de Rubén Darío, él se había puesto a la invención de vocablos y Darío le reconocía este mayorazgo. Me gustan más los vocablos nuevos que nos vienen de la mano de Martí que la inundación que nos llega con Rubén Darío. Todos sabemos, y se puede decir esto sin ninguna mengua para el nicaragüense, que este llevó bastante lejos su voluntad de exotismo y que en su faena de hacer palabras había tanto de necesidad de palabra fina, como cierto gusto burlón de jugar a la osadía, y de espantar al burgués su enemigo. Martí crea sus derivados como los hiciese un lingüista profesional, guardando todo respeto a la tradición en las terminaciones, e inventa siempre por necesidad verdadera, por ese ímpetu de expresivismo del que hemos hablado.

El vocabulario martiano no será nunca extravagante, pirotécnico ni esnob, aunque será ciento por ciento novedoso hasta volverse inconfundible.

El verbo más que el mismo adjetivo él lo hace a la medida de sus necesidades. Verbos más activos que la familia entera de los verbos españoles, él dice desjarretar, sajar, chupar, despeñar, pechar, etc. Sus adjetivos parecen táctiles y yo pienso que nadie entre nosotros ha llevado más lejos la ceñidura del apelativo a la cosa. Él dice tajadas, carneadas, fundida, atribulada, volcada, regada, y como dentro del adjetivo pictórico se queda el verbo activo, su epíteto no cansa, aunque lo administre mucho, por esta razón de que no está nunca inerte.

Vamos a la vitalidad tropical. Miran algunos el trópico en general como un agobio de bochorno que pesa sobre la criatura, la descoyunta y la debilita. Como yo siento algo de esto en mí, cuando vivo en él no puedo negar el concepto enteramente. Admirando y amando como pocos el trópico, yo le siento en mi cuerpo la suave perfidia de la succión blanda.

Tan perfecto me parece él, sin embargo, como la medida cabal de la riqueza terrestre, tan natural como obra de un Creador al que imaginamos potente, tan noble en su generosidad, que en lugar de tacharle la luz plena, y el calor genésico, prefiero creer que el hombre no puede con él por penuria, que en nuestro cuerpo se halla a causa de su degeneración por debajo de su pulsación vital, que es la debida; que nuestros ojos fallan en la energía que le debemos para mirarlo sin pestañeo.

Cuando me encuentro un hombre semejante a Martí o a Bolívar, que en su trópico de treinta años no se descoyunta y se mueve dentro de él lo mismo que el esquimal en la nieve, con toda naturalidad, trabajando sin jadear bajo el bochorno, y rindiendo la misma cantidad de energía que el hombre de clima templado en su país, yo vuelvo a pensar que lo monstruoso, lo excesivo, lo elefantiásico del Ecuador, no existe, y que solamente existe la pusilanimidad o la miseria de la criatura que no merece esta hermosura fuerte y no es capaz de gozarla.

José Martí cayó en su molde propio al caer en el trópico; él no rezongó nunca contra la latitud, porque no se habla mal del guante que viene a la mano.

Hay una inquina especial de las tierras frías contra el trópico, que pudiese ser la del sietemesino contra el niño de nueve meses. Una de las manifestaciones de esta inquina la anotaremos en el sentido de desprecio y mofa con que se han teñido los vocablos «tropicalismo» y «tropical» en la crítica literaria. Los dos vocablos se han vuelto motes de injuria y suelo escuchárselos con un choque de catapulta que derrumba a un escritor. Necia me ha parecido siempre su aplicación a la masa de los escritores que viven entre Cáncer y Capricornio, y que difieren entre ellos como planta y animal, con diferencias de género y orden. Más tonta es todavía su significación forzada de inferioridad. No hay razón para que un escritor tropical haya de ser necesariamente malo. Pero la comicidad verdadera del asunto reside en que nuestro trópico no ha tenido verdaderos escritores tropicales, excepto uno, este Martí sobre el cual conversamos, este Martí admirable que es el único al que le conviene la mal usada etiqueta no conviniéndole ni por un momento en la ofensa.

Pedro Henríquez Ureña, al que debemos varias definiciones del hecho americano, se encargó en buena hora de explicar este mal enredo del vocablo que hemos torcido. Él comprueba en no sé cuál de sus libros que nosotros llamamos tropicales ciertos estilos abundantes y empalagosos, exportados de tierra fría, por los románticos franceses y recibidos y hospedados aquí por escritores más malos aún que ellos y desprovistos de todo buen gusto. El clima nada tiene que hacer con el pecado, y para no citar sino un caso, cerca de aquí nació y vivió su infancia esencial un poeta sin excrecencias viciosas, no dañado por la calentura del Caribe en sus pulsos regulares de buen francés: en la Martinica vivió años Francis Jammes.

La soberana naturaleza tropical de América se ha quedado al margen de nuestra literatura, sin influencia verdadera sobre el escritor, como aventajada por él. Ojos, orejas, y piel, hemos enderezado hacia Europa; paisaje europeo, cadencia europea, española o francesa; clima europeo, desabrido o neutro, es lo que se puede ver en nuestra literatura. Antes y después de José Martí, ninguno se ha revolcado en la jugosidad y en las esencias capitosas de este suelo. Hay que llamar a este hombre, entre otras cosas, el gran leal. Lo será por muchos capítulos, pero principalmente por este de haber llevado a la expresión hablada y escrita el resuello entero, caliente y oloroso, de su atmósfera circundante y haber vaciado en ella la cornucopia de su riqueza geográfica. ¿Qué hace el trópico en la obra de nuestro Martí, que es el único que lo contiene; qué excelencia o qué fatalidad le acarreaba?

En primer lugar, el Trópico aparece en su prosa como un clima de efusión. A lo largo de arengas, discursos académicos, de artículos de periódico, de simples cartas, una efusión constante marca todas esas piezas, tan contrarias entre ellas, de la marca de su naturaleza que es la efusión y que no lo abandona nunca. Yo digo efusión y no digo fiebre. Tengo por ahí explicada una vaga teoría de los elementos de nuestros hombres: los que se quedan en el fuego absoluto se secan y se quebrajean; los que viven del fuego mixto con el agua, de calor más ternura, esos no se resecan ni se destruyen. Martí pudo ser afiebrado, una criatura de delirio malo o maligno como otros fogosos que se llamaron Ezequiel o León Bloy, profetas que crepitan o panfletarios que carnean y se carnean. La cifra media que da la obra de Martí es la efusión. Él no nos aparece frío, ni de esa frialdad que suele traer la fatiga y que es el desgano, en ningún documento; siempre lo asiste la llama o la brasa confortante, o un rescoldo bueno y cordial. Si como pensaba Santa Teresa nuestro encargo humano es el de arder, y la tibieza repugna al Creador y la frialdad agrada al diablo que tirita en un alveolo de su infierno al que no llega el caldo de los otros círculos, bien cumplió este cumplidor su encargo de vivir encendido y sin atizadura artificial. Él ardía prescindiendo de excitantes, abastecido del combustible que le daba una naturaleza rica y del Espíritu Santo que circulaba por su naturaleza.

La segunda manifestación del trópico en él sería la abundancia. El trópico es abundante por riqueza y no por recargo, como se cree; es abundante por vitalidad y no por perifollo, y yo quisiera saber pintar para hacer entender esto a los que no han visto el trópico. El estilo barroco fue inventado por arquitectos no tropicales y que queriendo ser magníficos cayeron en la magnificencia falsa que es el recargamiento, en la bordadura gruesa y obesa. Más claro se verá el hecho en el árbol coposo: él no aparece como un abullonamiento de ramas continentales y pesadas; él resulta espléndido sin cargazón. Hay que meter la mano en la masa de sus masas para conocer la complejidad de su tesoro, que en conjunto se ve hasta esbelto, hasta ligero.

En el tropicalismo de Martí y esto lo repasaremos al hablar de su período, la abundancia es natural por venir de adentro, de los ríos de savia que se derraman; en cuanto a natural no es pesada, no carga ornamentos pegadizos, se lleva a sí mismo con la holgura con que los individuos de gran talla llevan su cuerpo, que no les pesa más que los pocos huesos al que es pequeño.

La abundancia del estilo de Martí viene de varias causas y es una especie de conjunción de vitalidades. Hervía de ideas, al revés del escritor que ha de seguir una sola como hilito de agua en tierra pobre; el corazonazo caliente le echaba sobre la garganta el borbotón de la pasión constante; el vocabulario pasmoso le entregaba a manos llenas las expresiones ahorrándole esa búsqueda de la frase tan acusada en otros. ¡Cómo no había de ser abundante! Lo hicieron en grande y no veo yo por qué una criatura hecha en rango ciclópeo rechace lo suyo, reniegue de los bloques de que dispone, y se fuerce a penitencia, a dieta de palabras, y a sobriedades chinas de arroz.

Corrijámosle la abundancia, y el Martí se nos va, como se nos acaba la montaña si decidimos partirla en colinitas. Todavía debemos anotarle en la conjunción de abundancia el espectáculo de abundancia que le regaló el trópico. Que los demás escritores ecuatoriales vivan sin conmoverse delante de este derramamiento de fuerzas naturales, negocio de ellos es, mal negocio de distracción o de deslealtad; pero dejemos que este respondedor, que este pagador, hable y escriba de acuerdo con su aposento geográfico, dentro del orden de su hogar físico, dejémoslo.

Otra manifestación todavía del tropicalismo de Martí es la lengua espejeadora de imágenes, su desatado lujo metafórico. Dicen que en la naturaleza tropical la fecundidad de fauna y flora está supeditada al ornamento y que así planta y bestia son más hermosas que productivas; dicen que son blandas y fofas las criaturas tropicales y que su belleza engaña respecto de su energía. Otra vez mentira. La verdad que miramos es que la naturaleza, que en otras partes cumple su obligación enteca de producir, aquí se da el gusto de producir y de maravillar por iguales partes, de cumplir un plus ultra de regalo, sirviendo y deslumbrando. El árbol de la goma, el cocotero, el mismo plátano, poseen la vitalidad suficiente para dar mucho y para donosear con el follaje. No sé qué le veo yo de proletaria urgida, de gris asalariada, a la naturaleza europea donde el sembradío sustentador de gente se ciñe a la utilidad y no le queda ni espacio ni ímpetu para hacer jugosidades de color y espesura. El trópico nuestro, por el contrario, se parece al héroe griego en el Hércules magnífico y servicial.

Pasemos esta misma generosidad de la naturaleza a Martí: él es un proveedor de conceptos, pero como le sobra savia, él puede ocuparse de regar sobre la ideología un chorro de galanura, un camino de metáforas que no se le acaba nunca. No olvidaremos tampoco que este hombre es sobre todo un poeta; que puesto en el mundo a una hora de necesidades angustiosas, él aceptará ser conductor de hombres, periodista y conferenciante, pero que si hubiese nacido en una Cuba adulta, sin urgencia de problemas, tal vez se hubiese quedado en hombre exclusivo de canto mayor y menor, de canto absoluto.

Como el árbol tropical, que gasta mucho en periferia florecida y que engaña con que descuida los menesteres de solidez del tronco, así engaña la prosa de Martí con el ornamento y ha hecho decir a algún atarantado que eso no es sino vestimenta.

Suntuoso, es cierto, a la manera de los reyes completos que daban legislación, religión, política, costumbre y poesía, en la misma plana y que siendo sacerdotes, cuidaban, sin embargo, de la esplendidez de su manto que solían diseñar ellos mismos a los costureros de palacio.

También aquí está el hombre construido en grande que no quiere mutilarse de nada y que hace el manojo completo de las cosas buenas de este mundo, el hombre antiasceta, aunque sea cabalmente moral y antipenitencial, por hallarse muy cerca de la naturaleza que ignora el cenobitismo. Al lado de la extraordinaria sintaxis de Martí está, pues, como el otro pilar de su magistralidad, su metáfora. La tiene impensada y no extravagante; la tiene original y no estrambótica; la tiene virgínea y en tal abundancia que no se entiende de qué prado de ellas se provee en cada momento sin que la reincidencia lo haga nunca aceptar una sola manoseada y ordinaria.

La sabida frase del hombre que piensa en imágenes, conviene a Martí como a ninguno de nosotros. Hay que caer sobre algunas páginas del Asia, de esas en que la poesía se traduce en una pura reverberación de símiles, para encontrar algo semejante a la escritura de Martí. Pero la diferencia suya con el lirismo asiático está en que, mientras aquel significa a veces un atollamiento de flores, un empalago de gemas, Martí conserva siempre bajo la floración el hueso del pensamiento.

La metáfora cerebral, la inteligente, rezumada del seso, yo no se la encuentro. Válgame la afirmación, aunque sea peregrina: el corazón es el proveedor de la metáfora en Martí, así la tiene de espontánea, de fresca y de cándida, aun cuando le sirve a veces para la santa cólera.

Alguno dice por allí que el estudio de un poeta puede hacerse a base de sus solas metáforas. El sistema contiene habilidad; pero se nos quedarían afuera algunos poetas ralos y hasta ayunos de metáforas, que los hay. Con Martí el procedimiento resultaría en cambio admirable. A ver si yo tengo algún día calma para hacer el ensayo, que me tienta. En la montaña de su millón de metáforas yo creo que se puede descomponer el alma entera de Martí en su extraña contradicción de lenguas de fuego y de vellones recién cortados de ternura, en su remesón de entraña y en su soplo o silbos rápidos, de cariño y, a veces, de gozo.

La última manifestación de tropicalismo que le anotaremos es la liberalidad. Ella forma parte de la abundancia que ya anotamos.

Nuestro temperamento, al revés del europeo, acusa una liberalidad visible, que se derrama en hospitalidad, en caridad y en vida en grande. Nosotros no somos pueblos de puño cerrado, de arca vigilada ni de programa de vida regido por una economía de vieja. Bienes y males nos parten de allí. Nuestro sol, que en vez de asistir solamente a la creación como en los países templados, la inunda y la agobia, nos ha enseñado una superliberalidad. Estamos llenos de injusticias sociales, pero ellas vienen más de una organización torpe que de una sordidez de temperamento; nosotros queremos un abastecimiento generoso de nuestro pueblo; nosotros andamos buscándolo, y cuando lo hayamos hecho, nuestro sistema económico será más justiciero que los europeos.

Todo lo quiere para su gente Martí: libertad primero, holgura y cultura luego, felicidad finalmente. Y como el estilo, digan lo que digan, forma el aspa visible del molino escondido, y confiesa a cada paso la moral nuestra, aun cuando no hable nunca de moral, las liberalidades de Martí se traducen en su lengua no sé en qué flexibilidades felices, en qué desenvoltura de hombre sin remilgos, en qué felicidad de señor acostumbrado a darse y a dar, a tener y a ofrecer. Mírese un poco el estilo de los egoistones y de los recelosos y se podrá sentirles la reticencia que se vuelve entequez, y el temblorcito avaro que se vuelve indigencia, y que empobrece, perdónenme la hipérbole, hasta la sintaxis.

En esta última parte de mi tema, la averiguación de la lengua se me ha resbalado hacia el hombre, que yo no iba a comentar. La crítica literaria moderna está empeñada en deslindar la obra del individuo y en reducirse al estudio de su escritura. Yo no soy de esos dualistas y el dualismo en muchas cosas me parece herejía pura; pero naturalmente respeto, cuando entro a un reino que no es el mío como este de la crítica, los usos y la norma de la casa ajena.

Unos pocos escritores hay con los cuales sobra la divulgación de su persona y de su vida; unos muchos hay que no pueden ser manejados por el comentarista sino en bloque de escritura y de carácter. Martí anda con estos, y hasta tal punto que no sabemos bien si su escritura es su vida puesta en renglones, o si su vida es el rebosamiento de su escritura. Aparte de que Martí pertenece a aquellos escritores que se hacen amar aún más que estimar, y de los cuales queremos saberlo todo, desde cómo rezaban hasta cómo ellos comían. Se hablará siempre de él como de un caso moral, y su caso literario lo pondremos como una consecuencia. ¿Es cierto que se puede hablar aquí de «un caso»? ¿De dónde sale este hombre tan viril y tan tierno, por ejemplo, cuando en nuestra raza el viril se endurece y también se brutaliza? ¿De dónde viene este hombre teológico tan completo trayendo en su cuerpo el trío de las potencias de «memoria, inteligencia y voluntad» entero? Y ¿de dónde nos llega esta criatura difícil de producir en que los hombres hallan la varonía meridiana, la mujer su condición de misericordia y el niño su frescura y su puerilidad juguetona? Todavía diremos, ¿dónde se ha hecho en nuestra raza, de probidades dudosas y ensuciadas por tanto fraude, este hombre de cuarenta y ocho kilates, del que no logramos sacar una sola borra de logro, ni siquiera de condescendencia con la impureza?

Vamos a ver modo de contestar y si erramos la intención valga.

El viril nos viene de la sangre catalana, resistente y operadora, o, si ustedes lo prefieren, del explorador y el conquistador español, correa de cuero de la historia, europeo magistral cuya resistencia todavía asombra al cronista contador de lo que hicieron. El tierno le viene del limo y del ambiente antillano, donde el cuero español que dije se suavizó para dejar una raza dulce y más grata que la arribada. Verdad es que el antillano indio bondadoso, el más benévolo indio americano al lado del quechua aymará, fue arrasado; pero no sabemos todavía si los muertos en cuanto se entierran se acaban o si se retardan formando al suelo una especie de halo de sus virtudes que opera sobre los vivos y los forma a su condición. El hecho es que dentro del trópico la vida antillana muestra mucho menos combate y malquerencia armada que la de los países calientes del sur. Esta tierra insular, aliviada por el mar de su calentura, esta Antilla productora de la caña cordial y del tabaco piadoso, del que dice un inglés que templa con su suavidad la dureza del hombre; esta bandeja comedida y plana de limo reblandecido en la que la vida se acomoda tan bien, produce fácilmente al hombre tierno y a la mujer tierna, y ha podido dar la cifra más alta de dulzura de nuestra raza en este Martí el bueno.

El hombre que según varios comentaristas contiene a la mujer y al niño, conservando entero al varón, ese no se explica, creo yo, con raza ni con geografía, porque aparece en varios lugares, donde siempre dibujará al hombre perfecto. Curioso es que el hombre pierda tan pronto el regusto de la leche materna y se barbarice tan pronto el paladar del alma con rones y especias malas.

Posiblemente sea de su educación que insiste tanto en hacerle pronto la varonía, y una grosera varonía, de donde le viene este olvido de su leche primera y este desdén de la blandura buena que lo nutrió meciéndolo y lo afirmó acariciándolo. Hay grandes razas afortunadamente donde la amabilidad se cultiva lado a lado con la resistencia, la italiana y la francesa, por ejemplo.

La explicación que yo me doy de José Martí es otra, sin embargo, la siguiente. El hombre completo sería aquel que a los veinticinco años conserva listaduras infantiles en la emotividad y por ella en la costumbre, y que no ha desprendido al niño que fue, porque sabe que hay alguna monstruosidad en ser redondamente adulto. Este mismo hombre se anticipa en él, ya sea por una atención humana muy intensa, ya sea por adivinación de lo que viene, las piedades, mejor dicho, del viejo que por haber probado en todos los platos de virtud y de culpa ha madurado su pulpa entera para el perdón, y no tiene en agraz ninguna lástima ni ninguna comprensión y de nada se asombra, aunque rechace muchas cosas. A mí me gusta la maravilla del joven, pero a mí me place profundamente la del viejo.

Martí me parece esto, el maduro en el que se retarda para su bien un aroma bien acusado de infancia, y que ya se sabe el viejo que él no va a alcanzar a vivir habiendo laceado desde lejos la presa de la experiencia y traídola hacia él para que le ayude. Por otra parte, un hombre de cenit, que desde ese punto cenital de los treinta años domina y posee ya los dos lados del cielo, el que remontó y el que va a descender. Por eso es tan hombre que se funde de jugo humano por donde se le toca, y responde al niño en los cuadernos de la Edad de Oro y el Ismaelillo, por eso sabe ya tanto del negocio de vivir, de padecer, de caer y levantar, que se le puede contar todo, estando seguro de conmoverlo o no contarle nada porque con mirar una cara, entiende y hace lo que hay que hacer. Las funciones humanas mejores, él las sirvió todas, la de camarada, la de confortador, la de consolador, la de corregidor, la de organizador y la de realizador. Muchas veces se ha aplicado en la historia la frase de «amigo de los hombres». A Marco Aurelio se la aplicó, a Carlo Magno, a algunos papas, a Eliseo Reclus o a Michelet. Cuba también tuvo un amigo de los hombres en este José Martí.

Tengo para terminar la mejor cosa que no he dicho, habiendo dicho tantas. Tengo sin alabar al luchador sin odio. El mundo moderno anda muy alborotado con esa novedad de Mahatma Gandhi, combatiente sin odiosidad. El fenómeno tan difícil de combatir sin aborrecer apareció entre nosotros, en esta Cuba americana, en este santo de pelea que comentamos. Pónganle si quieren un microscopio acusador encima, aplíquenselo a arengas, a proclamas o a cartas, y no les ha de saltar una mancha ni una peca de odio. Metido en esa profesión de aborrecer que es el combate, empujado a esa cueva de fieras hediondas que ha solido ser en la historia la guerra, constreñido a endrezarse, a rechazar, a buscar fusil y a echarse al campo, este extraño combatiente con cara que echa de sus planos resplandores, va a pelear sin malas artes, sin lanzar interjecciones feas, sin que se le ponga sanguinoso el lagrimal, sin que tiemble del temblor malo de los Luzbeles o los Gengis Kan. Posiblemente hasta los luchadores de la Ilíada han dejado escapar algún terno que Homero se guarda, en lo apretado de la angustia. Martí pelea sobrenaturalmente, sintiendo detrás de sí la causa de la independencia cubana, que le quema la espalda, y mirando delante al montón de los enemigos de ella, impersonal, sin cara que detestar, casi sin nombre, con el solo apelativo abstracto de tiranía o de ineptitud.

Esta vez sí, mis amigos, me resulta mi sujeto sin amarras con mi raza. Mucho ha odiado la casta nuestra, mucha fuerza ha puesto en esta operación de aborrecer de la cabeza a los pies y de tomar cada país o cada partido, o cada familia, como el toro que es preciso descuartizar para salvarse, haciendo lo mismo con el becerro que le sigue y con el tropel de los que vienen.

Aunque la frase se tiña un poco de cursilería, digamos que Martí vivió embriagado de amor humano, y hasta tal punto que sus entrañas saturadas de esta mirra no le pudieron entregar ni en el vórtice negro de la pelea un grito verdadero de destrucción, ni un gesto genuino de repugnancia.

Es agradecimiento todo en mi amor de Martí, agradecimiento del escritor que es el Maestro americano más ostensible en mi obra, y también agradecimiento del guía de hombres terriblemente puro que la América produjo en él, como un descargo enorme de los guías sucios que hemos padecido, que padecemos y que padeceremos todavía. Muy angustiada me pongo a veces cuando me empino desde la tierra extraña a mirar hacia nuestros pueblos que en mí, mujer de valle cordillerano, soldados están por la geografía más importante que la política, y les miro, y les toco con el tacto largo de los insistentes, lo mismo que se tocan cerros y mesetas en los mapas en relieve, la injusticia social que hace en el Continente tanto bulto como la cordillera misma, las viscosidades acuáticas de la componenda falsa, el odio que lo tijeretea en todo su cuerpo, y la jugarreta trágica de las querellas de barrio a barrio nacionales.

En estas asomadas dolorosas al hecho americano, cuando advierto torpezas para las realizaciones, cojeadura de la capacidad, yo me traigo de lejos a nuestro Bolívar, para que me apuntale la confianza en nuestra inteligencia, y de menor distancia en el tiempo, yo me traigo a nuestro José Martí para que me lave con su lejía blanca, de leche fuerte, las borroneaduras de nuestra gente, su impureza larga y persistente. Refugio me ha sido y me será, uno de esos refugios limpios y enjutos que suelen hallarse en una gruta cuando se anda por el bajío pantanoso de alimañas escurridizas, y en el que se entra para poder comer y dormirse después sin cuidado. Esa frente que a ustedes les es familiar me tranquiliza con su plano suave y me echa luces, y luz; esos ojos de dulzura pronta, con la miel a flor de la niña, donde se chupa sin tener que buscar; esa boca cuyo gesto yo me creo, por el bigote grueso que la tapa; ese mentón delgado que desensualiza la cabeza por el segundo extremo, haciendo lo que la frente hace en lo alto; ese conjunto de nobleza benévola, me ha consolado muchas veces de tanto rostro desleal, brutal y feo como da nuestra iconografía, la pasada y la actual. Hemisferios de agradecimiento son, pues, para mí, la literatura y la vida de José Martí, y con esta conversación empiezo a pagar deuda vieja empeñada con ellos. Seguiré pagando lo mucho y variado que me queda. Él ya no está aquí, en este mostrador de la vida para recibirme el primer cumplimiento; pero está el grupo de los suyos que han tomado a su cargo el negocio moral, la institución cubana y americana que se llama José Martí, la cual está vigente, de vigencia racional, y está viva de una capitosa vitalidad.

JOSÉ MARTÍ. Juan Ramón Jiménez

JUAN RAMÓN JIMÉNEZ

JOSÉ MARTÍ

Hasta Cuba, no me había dado cuenta exacta de José Martí. El campo, el fondo. Hombre sin fondo suyo o nuestro, pero con él en él, no es hombre real. Yo quiero siempre los fondos de hombre o cosa. El fondo me trae la cosa o el hombre en su ser y estar verdaderos. Si no tengo el fondo, hago el hombre transparente, la cosa transparente.

Y por esta Cuba verde, azul y gris, de sol, agua o ciclón, palmera en soledad abierta o en apretado oasis, arena clara, pobres pinillos, llano, viento, manigua, valle, colina, brisa, bahía o monte, tan llenos todos del Martí sucesivo, he encontrado al Martí de los libros suyos y de los libros sobre él. Miguel de Unamuno y Rubén Darío habían hecho mucho por Martí, por que España conociera mejor a Martí (su Martí, ya que el Martí contrario a una mala España inconsciente era hermano de los españoles contrarios a esa España contraria a Martí). Darío le debía mucho. Unamuno bastante; y España y la América española le debieron, en gran parte, la entrada poética de los Estados Unidos. Martí, con sus viajes de destierro (Nueva York era a los desterrados cubanos lo que París a los españoles), incorporó los Estados Unidos a Hispanoamérica y a España mejor que ningún otro escritor de lengua española, en lo más vivo y más cierto. Whitman, más americano que Poe, creo yo que vino a nosotros, los españoles todos, por Martí. El ensayo de Martí sobre Whitman, que inspiró, estoy seguro, el soneto de Darío al «Buen viejo», en Azul, fue la noticia primera que yo tuve del dinámico y delicado poeta de Arroyuelo de otoño. Si Darío había pasado ya por Nueva York, Martí había estado. Además de su vivir en sí propio, en sí solo y mirando a su Cuba, Martí vive (prosa y verso) en Darío, que reconoció con nobleza, desde el primer instante, el legado. Lo que le dio, me asombra hoy que he leído a los dos enteramente. ¡Y qué bien dado y recibido!

Desde que, casi niño, leí unos versos de Martí, no sé ya dónde,

Sueño con claustro de mármol

Donde en silencio divino

Los héroes, de pie, reposan:

¡De noche, a la luz del alma,

Hablo con ellos: de noche!

«pensé» en él. No me dejaba. Lo veía entonces como alguien raro y distinto, no ya de nosotros los españoles sino de los cubanos, los hispanoamericanos en general. Lo veía más derecho, más acerado, más directo, más fino, más secreto, más nacional y más universal. Ente muy otro que su contemporáneo Julián del Casal (tan cubano, por otra parte, de aquel momento desorientado, lo mal entendido del modernismo, la pega) cuya obra artificiosa nos trajo también a España Darío, luego Salvador Rueda y Francisco Villaespesa después. Casal nunca fue de mi gusto. Si Darío era muy francés, de lo decadente, como Casal, el profundo acento indio, español, elemental de su mejor poesía, tan rica y gallarda, me fascinaba. Yo he sentido y expresado, quizás, un preciosismo interior, visión acaso exquisita y tal vez difícil de un proceso psicológico, «paisaje del corazón», o metafísico, «paisaje del cerebro»; pero nunca me conquistaron las princesas exóticas, los griegos y romanos de medallón, las japonerías «caprichosas» ni los hidalgos «edad de oro». El modernismo, para mí, era novedad diferente, era libertad interior. No, Martí fue otra cosa, y Martí estaba, por esa «otra cosa», muy cerca de mí. Y, cómo dudarlo, Martí era tan moderno como los otros «modernistas» hispanoamericanos.

Poco había leído yo entonces de Martí; lo suficiente, sin embargo, para entenderlo en espíritu y letra. Sus libros, como la mayoría de los libros hispanoamericanos no impresos en París, era raro encontrarlos por España. Su prosa, tan española, demasiado española, acaso, con exceso de giro clasicista, casi no la conocía. Es decir, la conocía y me gustaba sin saberlo, porque estaba en la «crónica» de Darío. El «Castelar» de Darío, por ejemplo, podía haberlo escrito Martí. Solo que Martí no sintió nunca la atracción que Darío por lo español vistoso, que lo sobrecogía, fuera lo que fuera, sin considerarlo él mucho, como a un niño provinciano absorto. Darío se quedaba en muchos casos fuera del «personaje», rey, obispo, general o académico deslumbrado por el rito. Martí no se entusiasmó nunca con el aparato externo ni siquiera de la mujer, tanto para Martí (y para Darío, aunque de modo bien distinto). El único arcaísmo de Martí estaba en la palabra, pero con tal de que significara una idea o un sentimiento justos. Este paralelo entre Martí y Darío no lo hubiese yo sentido sin venir a Cuba. Y no pretendo, cuidado, disminuir en lo más mínimo, con esta justicia a Martí, el Darío grande que por otros lados y aun a veces por los mismos, tanto admiro y quiero, y que admiró, quiso y confesó tanto (soy testigo de su palabra hablada) a su Martí. La diferencia, además de residir en lo esencial de las dos existencias, estaba en lo más hondo de las dos experiencias, ya que Martí llevaba dentro una herida española que Darío no había recibido de tan cerca.

Este José Martí, este «Capitán Araña», que tendió su hilo de amor y odio noble entre rosas, palabras y besos blancos, para esperar al destino, cayó en su paisaje, que ya he visto, por la pasión, la envidia, la indiferencia quizás, la fatalidad sin duda, como un caballero andante enamorado, de todos los tiempos y países, pasados, presentes y futuros. Quijote cubano, comprendía lo espiritual eterno, y lo ideal español. Hay que escribir, cubanos, el «Cantar» o el «Romancero de José Martí», héroe más que ninguno de la vida y la muerte, ya que defendía «exquisitamente» con su vida superior de poeta que se inmolaba, su tierra, su mujer y su pueblo. La bala que lo mató era para él, quién lo duda, y «por eso» venía, como todas las balas injustas, de muchas partes feas y de muchos siglos bajos, y poco español y poco cubano no tuvieron en ella, aun sin quererlo, un átomo inconsciente de plomo. Yo, por fortuna mía, no siento que estuviera nunca en mí ese átomo que, no correspondiéndome, entró en él. Sentí siempre por él y por lo que él sentía lo que se siente en la luz, bajo el árbol, junto al agua y con la flor considerados, comprendidos. Yo soy de lo estático que cree en la gracia perpetua del bien. Porque el bien (y esto lo dijo de otro modo Bruno Walter, el músico poeta puro y sereno, desterrado libre, hermano de Martí, y perdón por mi egoísmo, mío) lo destrozan «en apariencia» los otros, pero no se destroza «seguramente», como el mal, a sí mismo.

MARTÍ. Guillermo Díaz-Plaja

GUILLERMO DÍAZ-PLAJA

MARTÍ

Martí, ese gigantesco fenómeno de la lengua hispánica raíz segura de la prosa de Rubén [...] y, desde luego, el primer «creador» de prosa que ha tenido el mundo hispánico. Martí es imposible de reflejar en un esquema crítico. Tan personal, múltiple y sorprendente es. «Su prosa —he escrito en otra ocasión [...]— se nota circulada por el fuego y la sangre. Por la prisa. Transida de horizontes y de angustias. Y, sin embargo no hay obra, no hay página, no hay párrafo, no hay línea, no hay balbuceo de José Martí en que no resplandezca su actitud de vigilante escritor. No hay, en suma, “frases blancas” en él. Todo parece cargado de personalidad y, en ocasiones, más fuertemente cuando la obra es más breve y apretada. Hay fragmentos de cartas, escritos sobre el arzón del caballo, en plena manigua, que son verdaderos prodigios de novedad. Frases relámpago que asombran por su originalidad y por su eficacia.

Martí es el prosista más enérgico que ha tenido América. ¡Qué libertad en la ordenación de la frase! ¡Qué imperativos más briosos al frente de los apóstrofes! ¡Qué síncopas en la ilación de los vocablos! Hay que leer mucho a este singularísimo artista para acostumbrarse a su fuego. Unas veces hace copular las palabras en violentos contrastes; otras, las precipita como una catarata volcánica. Y todo ello, nótese bien, obedeciendo a una formidable inteligencia que domina en todo momento los resortes de la expresión, sin que jamás se note desbordado por la misma. Digamos también que sus recursos retóricos parecen extraídos siempre de la vena más castiza y autóctona».

Martí podría ser un ejemplo de cómo la retórica, en casos de excepción, puede alcanzar la tensión poética. Basta, naturalmente (¡y no es poco!), que la expresión trascienda autenticidad. Y Martí es el hombre que lleva siempre el corazón en la mano. De ahí la tremenda eficacia de su verbo. El secreto de la prosa de Martí es el ardor. Un fuego le quema y ordena su frase en crepitantes períodos que se precipitan uno tras otro como en catarata. Los asertos se llenan de vocablos en oposición asindética. Los signos de admiración puntúan el énfasis. Leamos este párrafo oratorio de Martí:

¡El trabajo: ese es el pie del libro! La juventud, humillada la cabeza, oía piafante, como una orden de combate, los entrañables aplausos. ¡Uno eran la bandera y las palmas y el gentío! Niñas allí, con rosas en las manos; mozos, ansiosos; las madres levantando a sus hijos; los viejos llorando a hilos, con sus caras curtidas. Iba el alma y venía como pujante marejada. ¡Patria, la mar se hincha! La tribuna avanzada de la libertad se alzaba de entre las cabezas, orlada por los retratos de los héroes.

Los fenómenos de elipsis acompañan los sintagmas. «Niñas allí» y «Mozos ansiosos»; los gerundios dan el tono de presencia en el tiempo a la evocación. Los verbos pasan a un impetuoso primer término cuando conviene («Iba el alma y venía»).

Las cadenas de interrogaciones yuxtapuestas son también muy características.

¿Temer al español liberal y bueno; a mi padre, valenciano; al gaditano, que me velaba el sueño febril; al catalán, que juraba y votaba porque no quería el criollo huir con sus vestidos; al malagueño, que saca en sus espaldas del hospital al cubano enfermo; al gallego, que muere en la nieve extranjera al volver de dejar el pan del mes en la casa del General en Jefe de la guerra cubana? Por la libertad del hombre se pelea en Cuba, y hay muchos españoles que aman la libertad. ¡A estos españoles les atacarán otros: yo los ampararé toda mi vida! ¡A los que no saben que esos españoles son otros tantos cubanos, les decimos: ¡Mienten!

Nótese la espléndida libertad sintáctica que ordena las dos frases exclamativas. La pródasis prepara negativamente la cuestión («A estos españoles les atacarán otros…», «A los que no saben que…», frente a «yo los ampararé toda mi vida» y «¡Mienten!»).

«Sin Martí no hay Rubén», ha llegado a decir un crítico [...]. La frase si exagerada en cuanto al verso, es verdad absoluta en cuanto a la prosa.

Dejando para luego el estudio de la prosa artística de Rubén Darío, señalemos únicamente algunas de las derivaciones americanas paralelas y posteriores, acreditadoras de la vitalidad de la expresión normal en el mundo hispánico y generadora de una nueva fórmula preceptiva que acabamos denominando poema en prosa.

Por de pronto, la oscilación estética prosa-verso la hemos de encontrar en muchas figuras.

Nota al texto

NOTA AL TEXTO

Martí en su universo, la antología de prosa y verso martianos que se ofrece en este volumen, ha tomado como referente, en su selección de materiales y en su ordenamiento temático, los propios juicios críticos de Martí sobre su obra y está basada en la carta que el primero de abril de 1895, a punto de incorporarse a la guerra independentista cubana —que preparó y en la que moriría peleando el 19 de mayo de aquel año—, Martí enviara a su secretario y albacea, Gonzalo de Quesada y Aróstegui, considerada con justicia su testamento literario, que está recogida en Obras completas (1975: 476-479).

Allí indica las fuentes para los libros que podían publicarse, propone artículos específicos o explica las causas de la selección. Se advierte la importancia que da a los materiales periodísticos: «De lo impreso, caso de necesidad, con la colección de La Opinión Nacional, la de La Nación, la del Partido Liberal, la de La América [...] y aun luego la del Economista podría irse escogiendo el material de los seis volúmenes principales», y el valor que concede los discursos oratorios y a parte de lo escrito en la revista que pensó para los niños de América: «Y uno o dos [volúmenes] de discursos y artículos cubanos. [...] La Edad de Oro, o algo de ella sufriría reimpresión».

Con alto juicio crítico sobre su propia obra resume lo mejor de su poesía a los dos libros publicados (Ismaelillo y Versos Sencillos) a lo cual podría añadirse «lo más cuidado o significativo de unos Versos Libres [...] No me los mezcle a otras formas borrosas, y menos características. [...] Versos míos, no publique ninguno antes del Ismaelillo: ninguno vale un ápice. Los de después, al fin, ya son unos y sinceros». De ahí que en una primera selección incluyéramos solo lo más acabado de estas tres fuentes de versos, pero luego se decidió ampliar el elenco con formas que exhiben ideas o imágenes brillantes, muestran el taller martiano o han tenido más difusión.

Pensando en otros volúmenes posibles Martí sugiere artículos para incluir tales como «Vereschagin y una reseña de los pintores impresionistas, y el Cristo de Munkacsy. Y el prólogo de Sellén, —y el de Bonalde, aunque es tan violento—, y aquella prosa aún no había cuajado, y estaba como vino al romper [...]». La polisíndeton nos deja ver el afán apasionado con que revisita lo escrito, de donde resultan enumeraciones a las que hemos debido atender en la medida de lo posible:

De nuestros hispanoamericanos recuerdo a San Martín, Bolívar, Páez, Peña, Heredia, Cecilio Acosta, Juan Carlos Gómez, Antonio Bachiller. De norteamericanos: Emerson, Beecher, Cooper, W. Philips, Grant, Sheridan, Whitman. Y como estudios menores, y más útiles tal vez, hallará, en mis correspondencias a Arthur, Hendricks, Hancock, Conkling, Alcott, y muchos más.

De Cuba ¿qué no habré escrito?: y ni una página me parece digna de ella: sólo lo que vamos a hacer me parece digno. Pero tampoco hallará palabra sin idea pura y la misma ansiedad y deseo de bien. En un grupo puede poner hombres: y en otro, aquellos discursos tanteadores y relativos de los primeros años de edificación, que sólo valen si se les pega sobre la realidad y se ve con qué sacrificio de la literatura se ajustaban a ella.

Seguir lo indicado en esa carta al pie de la letra habría implicado, sin embargo, una apreciable cantidad de tomos. Por otro lado, la selección debía necesariamente completarse con materiales que Martí excluyó, por modestia o que no habían sido escritos aún. Ha sido menester, por tanto, en esta antología tanto abreviar como modificar algo lo planteado en dicho testamento. De ahí que hayamos incluido seis secciones organizadas temáticamente: 1. Cuba, 2. Nuestra América, 3. Estados Unidos, 4. Versos, 5. La Edad de Oro, 6. Letras, educación, pintura, a las que se añaden una de cartas y otra con sus diarios de campaña.

Los Diarios de campaña se han considerado imprescindibles, no solo para conocer el grado de síntesis escritural a que ha llegado Martí en su madurez, sino al hombre íntimo en su momento de plenitud y, en particular, los innumerables elementos lingüísticos caracterizadores de América, el Caribe y Cuba que allí se recogen.

Aunque el Centro de Estudios Martianos, dedicado por completo a la investigación sobre este autor, está dando a conocer la edición crítica de sus Obras completas —en un esfuerzo de muchos años que comenzó a dirigir el ensayista Cintio Vitier y ha continuado el historiador Pedro Pablo Rodríguez, con el mismo acierto, y que será el referente ineludible de la obra de Martí cuando esté terminada— esa edición no ha concluido, y alcanza solo aún a la década del ochenta del siglo XIX.

Por esa razón, los materiales en prosa de esta antología proceden de la cuidada segunda edición de las llamadas Obras completas de José Martí publicada por la Editorial de Ciencias Sociales en La Habana, en 1975, a cuya fidelidad, en la medida de lo posible, se ha atendido, con la adición de algún trabajo que se ha considerado fundamental y que no se incluía en ella, a veces por haberse descubierto posteriormente, como «El castellano en América» publicado en La Nación, Montevideo, el 23 de julio de 1889.

En cambio, los materiales en verso, que forman un cuerpo aparte y ya han sido estudiados completos, proceden de la mencionada edición crítica. Igualmente los Diarios de campaña se han tomado de la edición crítica y anotada publicada en 1996 por el Centro de Estudios Martianos bajo la dirección de Mayra Beatriz Martínez, por la pulcritud de su revisión y completamiento.

El trabajo de cotejo ha sido ciertamente engorroso. En ello han influido las peculiaridades escriturales y de edición del siglo XIX, diferentes y a veces contrapuestas con las necesidades de actualización de la ortografía para el lector contemporáneo.

Martí, a veces, emplea coma entre el sujeto y el verbo, consigna uno solo de la pareja de signos dobles (interrogación o exclamación) o incluye unas exclamaciones dentro de otras. Aunque algunos de estos usos son erratas evidentes que, desde luego, han sido corregidas, en otros casos los desvíos de las normas vigentes revelan la voluntad de intensificar o jerarquizar las unidades del enunciado delimitadas por los signos. Tal es el caso, particularmente, de la presencia del guion largo para destacar un segmento conclusivo o integrador de lo precedente («… la pasión, en fin, por el decoro del hombre, —o la república no vale una lágrima de nuestras mujeres ni una sola gota de sangre de nuestros bravos») y el uso de dos puntos dentro de secuencias que incluyen dos puntos («¡Ya no habla el que habló allí tan bien: ya están solos los robles de su casa señorial: ya le nace la gloria sobre la sepultura!») para producir, al mismo tiempo, un incremento del dato informativo, de la argumentación y de la intensificación.

La frecuencia de la mayúscula de relevancia y las necesidades expresadas en materia de signos de puntuación («Por lo menos, hacen falta dos signos: Coma menor […] Y el otro signo, el acento de lectura o de sentido, para distinguirlo del acento común de palabra. Y otro más, el guion menor» [Cuaderno n.º 18, O. C., T. XXI, p. 388]) dan fe de la atención reflexiva que dedicó a estos problemas, de ahí que, para no perder matices o desvirtuar intenciones, hayamos dejado estar ciertos signos de puntuación no convencionales, aun cuando interpretarlos signifique un poco más de esfuerzo para el lector.

Ismaelillo se publicó por vez primera en la imprenta de Thompson y Moreau, en Nueva York, en 1882. Se trataba de una edición, financiada por el propio Martí, que nunca llegó a comercializarse, solo se ofreció a muchos de sus amigos a los que se presentaba el libro como un ejemplar de gran trascendencia personal.

Autógrafo del poema «Mi caballero» publicado en La Habana por Ángel Augier, en 1976, procedente del archivo de Martí custodiado por Gonzalo de Quesada y Miranda. El original está constituido por un cuadernillo de cuarenta páginas. La cubierta es una hoja de 229 x 305 (formato Arch A), doblada en dos, con un pequeño pliegue en el lomo para asegurar la costura, hecha con cinco puntadas de hilo.

Martí En Su Universo

MARTÍ EN SU UNIVERSO

Cuba

CUBA

EL PRESIDIO POLÍTICO EN CUBA

I

Dolor infinito debía ser el único nombre de estas páginas.

Dolor infinito, porque el dolor del presidio es el más rudo, el más devastador de los dolores, el que mata la inteligencia, y seca el alma, y deja en ella huellas que no se borrarán jamás.

Nace con un pedazo de hierro; arrastra consigo este mundo misterioso que agita cada corazón; crece nutrido de todas las penas sombrías, y rueda, al fin, aumentado con todas las lágrimas abrasadoras.

Dante no estuvo en presidio.

Si hubiera sentido desplomarse sobre su cerebro las bóvedas oscuras de aquel tormento de la vida, hubiera desistido de pintar su Infierno. Las hubiera copiado, y lo hubiera pintado mejor.

Si existiera el Dios providente, y lo hubiera visto, con la una mano se habría cubierto el rostro, y con la otra habría hecho rodar al abismo aquella negación de Dios.

Dios existe, sin embargo, en la idea del bien, que vela el nacimiento de cada ser, y deja en el alma que se encarna en él una lágrima pura. El bien es Dios. La lágrima es la fuente de sentimiento eterno.

Dios existe, y yo vengo en su nombre a romper en las almas españolas el vaso frío que encierra en ellas la lágrima.

Dios existe, y si me hacéis alejar de aquí sin arrancar de vosotros la cobarde, la malaventurada indiferencia, dejadme que os desprecie, ya que yo no puedo odiar a nadie; dejadme que os compadezca en nombre de mi Dios.

Ni os odiaré, ni os maldeciré.

Si yo odiara a alguien, me odiaría por ello a mí mismo.

Si mi Dios maldijera, yo negaría por ello a mi Dios.

IV

Vosotros, los que no habéis tenido un pensamiento de justicia en vuestro cerebro, ni una palabra de verdad en vuestra boca para la raza más dolorosamente sacrificada, más cruelmente triturada de la tierra;

Vosotros, los que habéis inmolado en el altar de las palabras seductoras los unos, y las habéis escuchado con placer los otros, los principios del bien más sencillos, las nociones del sentimiento más comunes, gemid por vuestra honra, llorad ante el sacrificio, cubríos de polvo la frente, y partid con la rodilla desnuda a recoger los pedazos de vuestra fama, que ruedan esparcidos por el suelo.

¿Qué venís haciendo tantos años hace?

¿Qué habéis hecho?

Un tiempo hubo en que la luz del sol no se ocultaba para vuestras tierras. Y hoy apenas si un rayo las alumbra lejos de aquí, como si el mismo sol se avergonzara de alumbrar posesiones que son vuestras.

México, Perú, Chile, Venezuela, Bolivia, Nueva Granada, las Antillas, todas vinieron vestidas de gala, y besaron vuestros pies, y alfombraron de oro el ancho surco que en el Atlántico dejaban vuestras naves. De todas quebrasteis la libertad; todas se unieron para colocar una esfera más, un mundo más en vuestra monárquica corona.

España recordaba a Roma.

César había vuelto al mundo y se había repartido a pedazos en vuestros hombres, con su sed de gloria y sus delirios de ambición.

Los siglos pasaron.

Las naciones subyugadas habían trazado a través del Atlántico del Norte camino de oro para vuestros bajeles. Y vuestros capitanes trazaron a través del Atlántico del Sur camino de sangre coagulada, en cuyos charcos pantanosos flotaban cabezas negras como el ébano, y se elevaban brazos amenazadores como el trueno que preludia la tormenta.

Y la tormenta estalló al fin; y así como lentamente fue preparada, así furiosa e inexorablemente se desencadenó sobre vosotros.

Venezuela, Bolivia, Nueva Granada, México, Perú, Chile, mordieron vuestra mano, que sujetaba crispada las riendas de su libertad, y abrieron en ella hondas heridas; y débiles, y cansados y maltratados vuestros bríos, un ¡ay! se exhaló de vuestros labios, un golpe tras otro resonaron lúgubremente en el tajo, y la cabeza de la dominación española rodó por el continente americano, y atravesó sus llanuras, y holló sus montes, y cruzó sus ríos, y cayó al fin en el fondo de un abismo para no volverse a alzar en él jamás.

Las Antillas, las Antillas solas, Cuba sobre todo, se arrastraron a vuestros pies, y posaron sus labios en vuestras llagas, y lamieron vuestras manos, y cariñosas y solícitas fabricaron una cabeza nueva para vuestros maltratados hombros.

Y mientras ella reponía cuidadosa vuestras fuerzas, vosotros cruzabais vuestro brazo debajo de su brazo, y la llegabais al corazón, y se lo desgarrabais, y rompíais en él las arterias de la moral y de la ciencia.

Y cuando ella os pidió en premio a sus fatigas una mísera limosna, alargasteis la mano, y le enseñasteis la masa informe de su triturado corazón, y os reísteis, y se lo arrojasteis a la cara.

Ella se tocó en el pecho, y encontró otro corazón nuevo que latía vigorosamente, y, roja de vergüenza, acalló sus latidos, y bajó la cabeza, y esperó.

Pero esta vez esperó en guardia, y la garra traidora solo pudo hacer sangre en la férrea muñeca de la mano que cubría el corazón.

Y cuando volvió a extender las manos en demanda de limosna nueva, alargasteis otra vez la masa de carne y sangre, otra vez reísteis, otra vez se la lanzasteis a la cara. Y ella sintió que la sangre subía a su garganta, y la ahogaba, y subía a su cerebro, y necesitaba brotar, y se concentraba en su pecho que hallaba robusto, y bullía en todo su cuerpo al calor de la burla y del ultraje. Y brotó al fin. Brotó, porque vosotros mismos la impelisteis a que brotara, porque vuestra crueldad hizo necesario el rompimiento de sus venas, porque muchas veces la habíais despedazado el corazón, y no quería que se lo despedazarais una vez más.

Y si esto habéis querido, ¿qué os extraña?

Y si os parece cuestión de honra seguir escribiendo con páginas semejantes vuestra historia colonial, ¿por qué no dulcificáis siquiera con la justicia vuestro esfuerzo supremo para fijar eternamente en Cuba el jirón de vuestro manto conquistador?

Y si esto sabéis y conocéis, porque no podéis menos de conocerlo y de saberlo, y si esto comprendéis, ¿por qué en la comprensión no empezáis siquiera a practicar esos preceptos ineludibles de honra cuya elusión os hace sufrir tanto?

Cuando todo se olvida, cuando todo se pierde, cuando en el mar confuso de las miserias humanas el Dios del Tiempo revuelve algunas veces las olas y halla las vergüenzas de una nación, no encuentra nunca en ellas la compasión ni el sentimiento.

La honra puede ser mancillada.

La justicia puede ser vendida.

Todo puede ser desgarrado.

Pero la noción del bien flota sobre todo, y no naufraga jamás.

Salvadla en vuestra tierra, si no queréis que en la historia de este mundo la primera que naufrague sea la vuestra.

Salvadla, ya que aún podría ser nación aquella, en que perdidos todos los sentimientos, quedase al fin el sentimiento del dolor y el de la propia dignidad.

VI

Era el 5 de abril de 1870. Meses hacía que había yo cumplido diez y siete años.

Mi patria me había arrancado de los brazos de mi madre, y señalado un lugar en su banquete. Yo besé sus manos y las mojé con el llanto de mi orgullo, y ella partió, y me dejó abandonado a mí mismo.

Volvió el día 5 severa, rodeó con una cadena mi pie, me vistió con ropa extraña, cortó mis cabellos y me alargó en la mano un corazón. Yo toqué mi pecho y lo hallé lleno; toqué mi cerebro y lo hallé firme; abrí mis ojos, y los sentí soberbios, y rechacé altivo aquella vida que me daban y que rebosaba en mí.

Mi patria me estrechó en sus brazos, y me besó en la frente, y partió de nuevo, señalándome con la una mano el espacio y con la otra las canteras.

Presidio, Dios: ideas para mí tan cercanas como el inmenso sufrimiento y el eterno bien. Sufrir es quizás gozar. Sufrir es morir para la torpe vida por nosotros creada, y nacer para la vida de lo bueno, única vida verdadera.

¡Cuánto, cuánto pensamiento extraño agitó mi cabeza! Nunca como entonces supe cuánto el alma es libre en las más amargas horas de la esclavitud. Nunca como entonces, que gozaba en sufrir. Sufrir es más que gozar: es verdaderamente vivir.

Pero otros sufrían como yo, otros sufrían más que yo. Y yo no he venido aquí a cantar el poema íntimo de mis luchas y mis horas de Dios. Yo no soy aquí más que un grillo que no se rompe entre otros mil que no se han roto tampoco. Yo no soy aquí más que una gota de sangre caliente en un montón de sangre coagulada. Si meses antes era mi vida un beso de mi madre, y mi gloria mis sueños de colegio; si era mi vida entonces el temor de no besarla nunca, y la angustia de haberlos perdido, ¿qué me importa? El desprecio con que acallo estas angustias vale más que todas mis glorias pasadas. El orgullo con que agito estas cadenas valdrá más que todas mis glorias futuras; que el que sufre por su patria y vive para Dios, en este u otros mundos tiene verdadera gloria. ¿A qué hablar de mí mismo, ahora que hablo de sufrimientos, si otros han sufrido más que yo? Cuando otros lloran sangre, ¿qué derecho tengo yo para llorar lágrimas?

Era aún el día 5 de abril.

Mis manos habían movido ya las bombas; mi padre había gemido ya junto a mi reja; mi madre y mis hermanas elevaban al cielo su oración empapada en lágrimas por mi vida; mi espíritu se sentía enérgico y potente; yo esperaba con afán la hora en que volverían aquellos que habían de ser mis compañeros en el más rudo de los trabajos.

Habían partido, me dijeron, mucho antes de salir el sol, y no habían llegado aún, mucho tiempo después de que el sol se había puesto. Si el sol tuviera conciencia, trocaría en cenizas sus rayos que alumbran al nacer la mancha de la sangre que se cuaja en los vestidos, y la espuma que brota de los labios, y la mano que alza con la rapidez de la furia el palo, y la espalda que gime al golpe como el junco al soplo del vendaval.

Los tristes de la cantera vinieron al fin. Vinieron, dobladas las cabezas, harapientos los vestidos, húmedos los ojos, pálido y demacrado el semblante. No caminaban, se arrastraban; no hablaban, gemían. Parecía que no querían ver; lanzaban solo sombrías cuanto tristes, débiles cuanto desconsoladoras miradas al azar. Dudé de ellos, dudé de mí. O yo soñaba, o ellos no vivían. Verdad eran, sin embargo, mi sueño y su vida; verdad que vinieron, y caminaron apoyándose en las paredes, y miraron con desencajados ojos, y cayeron en sus puestos, como caían los cuerpos muertos del Dante. Verdad que vinieron; y entre ellos, más inclinado, más macilento, más agostado que todos, un hombre que no tenía un solo cabello negro en la cabeza, cadavérica la faz, escondido el pecho, cubiertos de cal los pies, coronada de nieve la frente.

—¿Qué tal, don Nicolás? —dijo uno más joven, que al verle le prestó su hombro.

—Pasando, hijo, pasando —y un movimiento imperceptible se dibujó en sus labios, y un rayo de paciencia iluminó su cara. Pasando, y se apoyó en el joven y se desprendió de sus hombros para caer en su porción de suelo.

¿Quién era aquel hombre?

Lenta agonía revelaba su rostro, y hablaba con bondad. Sangre coagulada manchaba sus ropas, y sonreía.

¿Quién era aquel hombre?

Aquel anciano de cabellos canos y ropas manchadas de sangre tenía 76 años, había sido condenado a diez años de presidio, y trabajaba, y se llamaba Nicolás del Castillo. ¡Oh, torpe memoria mía, que quiere aquí recordar sus bárbaros dolores! ¡Oh, verdad tan terrible que no me deja mentir ni exagerar! Los colores del infierno en la paleta de Caín no formarían un cuadro en que brillase tanto lujo de horror.

Más de un año ha pasado: sucesos nuevos han llenado mi imaginación; mi vida azarosa de hoy ha debido hacerme olvidar mi vida penosa de ayer; recuerdos de otros días, hambre de familia, sed de verdadera vida, ansia de patria, todo bulle en mi cerebro, y roba mi memoria y enferma mi razón. Pero entre mis dolores, el dolor de don Nicolás del Castillo será siempre mi perenne dolor.

Los hombres de corazón escriben en la primera página de la historia del sufrimiento humano: Jesús. Los hijos de Cuba deben escribir en las primeras páginas de su historia de dolores: Castillo.

Todas las grandes ideas tienen su gran Nazareno, y don Nicolás del Castillo ha sido nuestro Nazareno infortunado. Para él, como para Jesús, hubo un Caifás. Para él, como para Jesús, hubo un Longinos. Desgraciadamente para España, ninguno ha tenido para él el triste valor de ser siquiera Pilatos.

¡Oh! Si España no rompe el hierro que lastima sus rugosos pies, España estará para mí ignominiosamente borrada del libro de la vida. La muerte es el único remedio a la vergüenza eterna. Despierte al fin y viva la dignidad, la hidalguía antigua castellana. Despierte y viva, que el sol de Pelayo está ya viejo y cansado, y no llegarán sus rayos a las generaciones venideras, si los de un sol nuevo de grandeza no le unen su esplendor. Despierte y viva una vez más. El león español se ha dormido con una garra sobre Cuba, y Cuba se ha convertido en tábano y pica sus fauces, y pica su nariz, y se posa en su cabeza, y el león en vano la sacude, y ruge en vano. El insecto amarga las más dulces horas del rey de las fieras. Él sorprenderá a Baltasar en el festín, y él será para el Gobierno descuidado el Mane, Thecel, Phares de las modernas profecías.

¿España se regenera? No puede regenerarse. Castillo está ahí.

¿España quiere ser libre? No puede ser libre. Castillo está ahí.

¿España quiere regocijarse? No puede regocijarse. Castillo está ahí.

Y si España se regocija, y se regenera, y ansía libertad, entre ella y sus deseos se levantará un gigante ensangrentado, magullado, que se llama don Nicolás del Castillo, que llena setenta y seis páginas del libro de los Tiempos, que es la negación viva de todo noble principio y toda gran idea que quiera desarrollarse aquí. Quien es bastante cobarde o bastante malvado para ver con temor o con indiferencia aquella cabeza blanca, tiene roído el corazón y enferma de peste la vida.

Yo lo vi, yo lo vi venir aquella tarde; yo lo vi sonreír en medio de su pena; yo corrí hacia él. Nada en mí había perdido mi natural altivez. Nada aún había magullado mi sombrero negro. Y al verme erguido todavía, y al ver el sombrero que los criminales llaman allí estampa de la muerte, y bien lo llaman, me alargó su mano, volvió hacia mí los ojos en que las lágrimas eran perennes, y me dijo: ¡Pobre! ¡Pobre!

Yo le miré con ese angustioso afán, con esa dolorosa simpatía que inspira una pena que no se puede remediar. Y él levantó su blusa, y me dijo entonces:

—Mira.

La pluma escribe con sangre al escribir lo que yo vi; pero la verdad sangrienta es también verdad.

Vi una llaga que con escasos vacíos cubría casi todas las espaldas del anciano, que destilaban sangre en unas partes, y materia pútrida y verdinegra en otras. Y en los lugares menos llagados, pude contar las señales recientísimas de treinta y tres ventosas.

¿Y España se regocija, y se regenera, y ansía libertad? No puede regocijarse, ni regenerarse, ni ser libre. Castillo está ahí.

Vi la llaga, y no pensé en mí, ni pensé que quizás el día siguiente me haría otra igual. Pensé en tantas cosas a la vez; sentí un cariño tan acendrado hacia aquel campesino de mi patria; sentí una compasión tan profunda hacia sus flageladores; sentí tan honda lástima de verlos platicar con su conciencia, si esos hombres sin ventura la tienen, que aquel torrente de ideas angustiosas que por mí cruzaban se anudó en mi garganta, se condensó en mi frente, se agolpó a mis ojos. Ellos, fijos, inmóviles, espantados, eran mis únicas palabras. Me espantaba que hubiese manos sacrílegas que manchasen con sangre aquellas canas. Me espantaba de ver allí refundidos el odio, el servilismo, el rencor, la venganza; yo, para quien la venganza y el odio son dos fábulas que en horas malditas se esparcieron por la tierra. Odiar y vengarse cabe en un mercenario azotador de presidio; cabe en el jefe desventurado que le reprende con acritud si no azota con crueldad; pero no cabe en el alma joven de un presidiario cubano, más alto cuando se eleva sobre sus grillos, más erguido cuando se sostiene sobre la pureza de su conciencia y la rectitud indomable de sus principios, que todos aquellos míseros que a par que las espaldas del cautivo, despedazan el honor y la dignidad de su nación.

Y hago mal en decir esto, porque los hombres son átomos demasiado pequeños para que quien en algo tiene las excelencias puramente espirituales de las vidas futuras, humille su criterio a las acciones particulares de un individuo solo. Mi cabeza, sin embargo, no quiere hoy dominar a mi corazón. Él siente, él habla, él tiene todavía resabios de su humana naturaleza.

Tampoco odia Castillo. Tampoco una palabra de rencor interrumpió la mirada inmóvil de mis ojos.

Al fin le dije:

—Pero, ¿esto se lo han hecho aquí? ¿Por qué se lo han hecho a usted?

—Hijo mío, quizás no me creerías. Di a cualquiera otro que te diga por qué.

La fraternidad de la desgracia es la fraternidad más rápida. Mi sombrero negro estaba demasiado bien teñido, mis grillos eran demasiado fuertes para que no fuesen lazos muy estrechos que uniesen pronto a aquellas almas acongojadas a mi alma. Ellos me contaron la historia de los días anteriores de don Nicolás. Un vigilante de presidio me la contó así más tarde. Los presos peninsulares la cuentan también como ellos.

Días hacía que don Nicolás había llegado a presidio.

Días hacía que andaba a las cuatro y media de la mañana el trecho de más de una legua que separa las canteras del establecimiento penal, y volvía a andarlo a las seis de la tarde cuando el sol se había ocultado por completo, cuando había cumplido doce horas de trabajo diario.

Una tarde don Nicolás picaba piedra con sus manos despedazadas, porque los palos del brigada no habían logrado que el infeliz caminase sobre dos extensas llagas que cubrían sus pies.

Detalle repugnante, detalle que yo también sufrí, sobre el que yo, sin embargo, caminé, sobre el que mi padre desconsolado lloró. Y ¡qué día tan amargo aquel en que logró verme, y yo procuraba ocultarle las grietas de mi cuerpo, y él colocarme unas almohadillas de mi madre para evitar el roce de los grillos, y vio al fin, un día después de haberme visto paseando en los salones de la cárcel, aquellas aberturas purulentas, aquellos miembros estrujados, aquella mezcla de sangre y polvo, de materia y fango, sobre que me hacían apoyar el cuerpo, y correr, y correr! ¡Día amarguísimo aquel! Prendido a aquella masa informe, me miraba con espanto, envolvía a hurtadillas el vendaje, me volvía a mirar, y al fin, estrechando febrilmente la pierna triturada, rompió a llorar! Sus lágrimas caían sobre mis llagas; yo luchaba por secar su llanto; sollozos desgarradores anudaban su voz, y en esto sonó la hora del trabajo, y un brazo rudo me arrancó de allí, y él quedó de rodillas en la tierra mojada con mi sangre, y a mí me empujaba el palo hacia el montón de cajones que nos esperaba ya para seis horas. ¡Día amarguísimo aquel! Y yo todavía no sé odiar.

Así también estaba don Nicolás.

Así, cuando llegó del establecimiento un vigilante y habló al brigada y el brigada le envió a cargar cajones, a caminar sobre las llagas abiertas, a morir, como a alguien que le preguntaba dónde iba respondió el anciano.

Es la cantera extenso espacio de ciento y más varas de profundidad. Fórmanla elevados y numerosos montones, ya de piedra de distintas clases, ya de cocó, ya de cal, que hacíamos en los hornos, y al cual subíamos, con más cantidad de la que podía contener el ancho cajón, por cuestas y escaleras muy pendientes, que unidas hacían una altura de ciento noventa varas. Estrechos son los caminos que entre los montones quedan, y apenas si por sus recodos y encuentros puede a veces pasar un hombre cargado. Y allí, en aquellos recodos estrechísimos, donde las moles de piedra descienden frecuentemente con estrépito, donde el paso de un hombre suele ser difícil, allí arrojan a los que han caído en tierra desmayados, y allí sufren, ora la pisada del que huye del golpe inusitado de los cabos, ora la piedra que rueda del montón al menor choque, ora la tierra que cae del cajón en la fuga continua en que se hace allí el trabajo. Al pie de aquellas moles reciben el sol, que solo deja dos horas al día las canteras; allí, las lluvias, que tan frecuentes son en todas las épocas, y que esperábamos con ansia porque el agua refrescaba nuestros cuerpos, y porque si duraba más de media hora nos auguraba algún descanso bajo las excavaciones de las piedras; allí el palo suelto, que por costumbre deja caer el cabo de vara que persigue a los penados con el mismo afán con que esquiva la presencia del brigada, y allí, en fin, los golpes de este, que de vez en cuando pasa para cerciorarse de la certeza del desmayo, y se convence a puntapiés. Esto, y la carrera vertiginosa de cincuenta hombres, pálidos, demacrados, rápidos a pesar de su demacración, hostigados, agitados por los palos, aturdidos por los gritos; y el ruido de cincuenta cadenas, cruzando algunas de ellas tres veces el cuerpo del penado; y el continuo chasquido del palo en las carnes, y las blasfemias de los apaleadores, y el silencio terrible de los apaleados, y todo repetido incansablemente un día y otro día, y una hora y otra hora, y doce horas cada día: he ahí pálida y débil la pintura de las canteras. Ninguna pluma que se inspire en el bien puede pintar en todo su horror el frenesí del mal. Todo tiene su término en la monotonía. Hasta el crimen es monótono, que monótono se ha hecho ya el crimen del horrendo cementerio de San Lázaro.

—¡Andar! ¡Andar!

—¡Cargar! ¡Cargar!

Y a cada paso un quejido, y a cada quejido un palo, y a cada muestra de desaliento el brigada que persigue al triste, y lo acosa, y él huye, y tropieza, y el brigada lo pisa y lo arrastra, y los cabos se reúnen, y como el martillo de los herreros suena uniforme en la fragua, las varas de los cabos dividen a compás las espaldas del desventurado. Y cuando la espuma mezclada con la sangre brota de los labios, y el pulso se extingue y parece que la vida se va, dos presidiarios, el padre, el hermano, el hijo del flagelado quizás, lo cargan por los pies y la cabeza, y lo arrojan al suelo, allá al pie de un alto montón.

Y cuando el fardo cae, el brigada le empuja con el pie y se alza sobre una piedra, y enarbola la vara, y dice tranquilo:

—Ya tienes por ahora: veremos esta tarde.

Este tormento, todo este tormento sufrió aquella tarde don Nicolás. Durante una hora, el palo se levantaba y caía metódicamente sobre aquel cuerpo magullado que yacía sin conocimiento en el suelo. Y le magulló el brigada, y azotó sus espaldas con la vaina de su sable, e introdujo su extremo en las costillas del anciano exánime. Y cuando su pie le hizo rodar por el polvo y rodaba como cuerpo muerto, y la espuma sanguinolenta cubría su cara y se cuajaba en ella, el palo cesó, y don Nicolás fue arrojado a la falda de un montón de piedra.

Parece esto el refinamiento más bárbaro del odio, el esfuerzo más violento del crimen. Parece que hasta allí, y nada más que hasta allí, llegan la ira y el rencor humanos; pero esto podrá parecer cuando el presidio no es el presidio político de Cuba, el presidio que han sancionado los diputados de la nación.

Hay más, y mucho más, y más espantoso que esto.

Dos de sus compañeros cargaron por orden del brigada el cuerpo inmóvil de don Nicolás hasta el presidio, y allí se le llevó a la visita del médico.

Su espalda era una llaga. Sus canas a trechos eran rojas, a trechos masa fangosa y negruzca. Se levantó ante el médico la ruda camisa; se le hizo notar que su pulso no latía; se le enseñaron las heridas. Y aquel hombre extendió la mano, y profirió una blasfemia, y dijo que aquello se curaba con baños de cantera. Hombre desventurado y miserable; hombre que tenía en el alma todo el fango que don Nicolás tenía en el rostro y en el cuerpo.

Don Nicolás no había aún abierto los ojos, cuando la campana llamó al trabajo en la madrugada del día siguiente, aquella hora congojosa en que la atmósfera se puebla de ayes, y el ruido de los grillos es más lúgubre, y el grito del enfermo es más agudo, y el dolor de las carnes magulladas es más profundo, y el palo azota más fácil los hinchados miembros; aquella hora que no olvida jamás quien una vez y ciento sintió en ella el más rudo de los dolores del cuerpo, nunca tan rudo como altivo el orgullo que reflejaba su frente y rebosaba en su corazón. Sobre un pedazo mísero de lona embreada, igual a aquel en que tantas noches pasó sentada a mi cabecera la sombra de mi madre; sobre aquella dura lona yacía Castillo, sin vida en los ojos, sin palabras la garganta, sin movimiento los brazos y las piernas.

Cuando se llega aquí, quizás se alegra el alma porque presume que en aquel estado un hombre no trabaja, y que el octogenario descansaría al fin algunas horas; pero solo puede alegrarse el alma que olvida que aquel presidio era el presidio de Cuba, la institución del Gobierno, el acto mil veces repetido del Gobierno que sancionaron aquí los representantes del país. Una orden impía se apoderó del cuerpo de don Nicolás; le echó primero en el suelo, le echó después en el carretón. Y allí, rodando de un lado para otro a cada salto, oyéndose el golpe seco de su cabeza sobre las tablas, asomando a cada bote del carro algún pedazo de su cuerpo por sobre los maderos de los lados, fue llevado por aquel camino que el polvo hace tan sofocante, que la lluvia hace tan terroso, que las piedras hicieron tan horrible para el desventurado presidiario.

Golpeaba la cabeza en el carro. Asomaba el cuerpo a cada bote. Trituraban a un hombre. ¡Miserables! ¡Olvidaban que en aquel hombre iba Dios!

Ese, ese es Dios; ese es el Dios que os tritura la conciencia, si la tenéis; que os abraza el corazón, si no se ha fundido ya al fuego de vuestra infamia. El martirio por la patria es Dios mismo, como el bien, como las ideas de espontánea generosidad universales. Apaleadle, heridle, magulladle. Sois demasiado viles para que os devuelva golpe por golpe y herida por herida. Yo siento en mí a este Dios, yo tengo en mí a este Dios; este Dios en mí os tiene lástima, más lástima que horror y que desprecio.

El comandante del presidio había visto llegar la tarde antes a Castillo.

El comandante del presidio había mandado que saliese por la mañana. Mi Dios tiene lástima de ese comandante. Ese comandante se llama Mariano Gil de Palacio.

Aquel viaje criminal cesó al fin. Don Nicolás fue arrojado al suelo. Y porque sus pies se negaban a sostenerle, porque sus ojos no se abrían, el brigada golpeó su exánime cuerpo. A los pocos golpes, aquella excelsa figura se incorporó sobre sus rodillas como para alzarse, pero abrió los brazos hacia atrás, exhaló un gemido ahogado, y volvió a caer rodando por el suelo.

Eran las cinco y media.

Se le echó al pie de un montón. Llegó el sol: calcinó con su fuego las piedras. Llegó la lluvia: penetró con el agua las capas de la tierra. Llegaron las seis de la tarde. Entonces dos hombres fueron al montón a buscar el cuerpo que, calcinado por el sol y penetrado por la lluvia, yacía allí desde las horas primeras de la mañana.

¿Verdad que esto es demasiado horrible? ¿Verdad que esto no ha de ser más así?

El ministro de Ultramar es español. Esto es allá el presidio español. El ministro de Ultramar dirá cómo ha de ser de hoy más, porque yo no supongo al Gobierno tan infame que sepa esto y lo deje como lo sabe.

Y esto fue un día y otro día, y muchos días. Apenas si el esfuerzo de sus compatriotas había podido lograrle a hurtadillas, que lograrla estaba prohibido, un poco de agua con azúcar por único alimento. Apenas si se veía su espalda, cubierta casi toda por la llaga. Y, sin embargo, días había en que aquella hostigación vertiginosa le hacía trabajar algunas horas. Vivía y trabajaba. Dios vivía y trabajaba entonces en él.

Pero alguien habló al fin de esto; a alguien horrorizó a quien se debía complacer, quizás a su misma bárbara conciencia. Se mandó a don Nicolás que no saliese al trabajo en algunos días; que se le pusiesen ventosas. Y le pusieron treinta y tres. Y pasó algún tiempo tendido en su lona. Y se baldeó una vez sobre él. Y se barrió sobre su cuerpo.

Don Nicolás vive todavía. Vive en presidio. Vivía al menos siete meses hace, cuando fui a ver, sabe el azar hasta cuándo, aquella que fue morada mía. Vivía trabajando. Y antes de estrechar su mano la última madrugada que lo vi, nuevo castigo inusitado, nuevo refinamiento de crueldad hizo su víctima a don Nicolás. ¿Por qué esto ahora? ¿Por qué aquello antes?

Cuando yo lo preguntaba, peninsulares y cubanos me decían:

—Los voluntarios decían que don Nicolás era brigadier en la insurrección, y el comandante quería complacer a los voluntarios.

Los voluntarios son la integridad nacional.

El presidio es una institución del Gobierno.

El comandante es Mariano Gil de Palacio.

Cantad, cantad, diputados de la nación.

Ahí tenéis la integridad: ahí tenéis el Gobierno que habéis aprobado, que habéis sancionado, que habéis unánimemente aplaudido.

Aplaudid; cantad.

¿No es verdad que vuestra honra os manda cantar y aplaudir?

VII

¡Martí! ¡Martí! me dijo una mañana un pobre amigo mío, amigo allí porque era presidiario político, y era bueno, y como yo, por extraña circunstancia, había recibido orden de no salir al trabajo y quedar en el taller de cigarrería; mira aquel niño que pasa por allí.

Miré. ¡Tristes ojos míos que tanta tristeza vieron!

Era verdad. Era un niño. Su estatura apenas pasaba del codo de un hombre regular. Sus ojos miraban entre espantados y curiosos aquella ropa rudísima con que le habían vestido, aquellos hierros extraños que habían ceñido a sus pies.

Mi alma volaba hacia su alma. Mis ojos estaban fijos en sus ojos. Mi vida hubiera dado por la suya. Y mi brazo estaba sujeto al tablero del taller; y su brazo movía, atemorizado por el palo, la bomba de los tanques.

Hasta allí, yo lo había comprendido todo, yo me lo había explicado todo, yo había llegado a explicarme el absurdo de mí mismo; pero ante aquel rostro inocente, y aquella figura delicada, y aquellos ojos serenísimos y puros, la razón se me extraviaba, yo no encontraba mi razón, y era que se me había ido despavorida a llorar a los pies de Dios. ¡Pobre razón mía! Y ¡cuántas veces la han hecho llorar así por los demás!

Las horas pasaban; la fatiga se pintaba en aquel rostro; los pequeños brazos se movían pesadamente; la rosa suave de las mejillas desaparecía; la vida de los ojos se escapaba; la fuerza de los miembros debilísimos huía. Y mi pobre corazón lloraba.

La hora de cesar en la tarea llegó al fin. El niño subió jadeante las escaleras. Así llegó a su galera. Así se arrojó en el suelo, único asiento que nos era dado, único descanso para nuestras fatigas, nuestra silla, nuestra mesa, nuestra cama, el paño mojado con nuestras lágrimas, el lienzo empapado en nuestra sangre, refugio ansiado, asilo único de nuestras carnes magulladas y rotas, y de nuestros miembros hinchados y doloridos.

Pronto llegué hasta él. Si yo fuera capaz de maldecir y odiar, yo hubiera odiado y maldecido entonces. Yo también me senté en el suelo, apoyé su cabeza en su miserable chaquetón y esperé a que mi agitación me dejase hablar.

—¿Cuántos años tienes? —le dije.

—Doce, señor.

—Doce, ¿y te han traído aquí? Y ¿cómo te llamas?

—Lino Figueredo.

—Y ¿qué hiciste?

—Yo no sé, señor. Yo estaba con taitica y mamita, y vino la tropa, y se llevó a taitica, y volvió, y me trajo a mí.

—¿Y tu madre?

—Se la llevaron.

—¿Y tu padre?

—También, y no sé de él, señor. ¿Qué habré hecho yo para que me traigan aquí, y no me dejen estar con taitica y mamita?

Si la indignación, si el dolor, si la pena angustiosa pudiesen hablar, yo hubiera hablado al niño sin ventura. Pero algo extraño, y todo hombre honrado sabe lo que era, sublevaba en mí la resignación y la tristeza, y atizaba el fuego de la venganza y de la ira; algo extraño ponía sobre mi corazón su mano de hierro, y secaba en mis párpados las lágrimas, y helaba las palabras en mis labios.

Doce años, doce años, zumbaba constantemente en mis oídos, y su madre y mi madre, y su debilidad y mi impotencia se amontonaban en mi pecho, y rugían, y andaban desbordados por mi cabeza, y ahogaban mi corazón.

Doce años tenía Lino Figueredo, y el Gobierno español lo condenaba a diez años de presidio.

Doce años tenía Lino Figueredo, y el Gobierno español lo cargaba de grillos, y lo lanzaba entre los criminales, y lo exponía, quizás como trofeo, en las calles.

¡Oh! ¡Doce años!

No hay término medio, que avergüenza. No hay contemplación posible, que mancha. El Gobierno olvidó su honra cuando sentenció a un niño de doce años a presidio; la olvidó más cuando fue cruel, inexorable, inicuo con él. Y el Gobierno ha de volver, y volver pronto, por esa honra suya, esta como tantas otras veces mancillada y humillada.

Y habrá de volver pronto, espantado de su obra, cuando oiga toda la serie de sucesos que yo no nombro, porque me avergüenza la miseria ajena.

Lino Figueredo había sido condenado a presidio. Esto no bastaba.

Lino Figueredo había llegado ya allí; era presidiario ya; gemía uncido a sus pies el hierro; lucía el sombrero negro y el hábito fatal. Esto no bastaba todavía.

Era preciso que el niño de doce años fuera precipitado en las canteras, fuese azotado, fuese apaleado en ellas. Y lo fue. Las piedras rasgaron sus manos; el palo rasgó sus espaldas; la cal viva rasgó y llagó sus pies.

Y esto fue un día. Y lo apalearon.

Y otro día. Y lo apalearon también.

Y muchos días.

Y el palo rompía las carnes de un niño de doce años en el presidio de La Habana, y la integridad nacional hacía vibrar aquí una cuerda mágica que siempre suena enérgica y poderosa.

La integridad nacional deshonra, azota, asesina allá.

Y conmueve, y engrandece, y entusiasma aquí.

¡Conmueva, engrandezca, entusiasme aquí la integridad nacional que azota, que deshonra, que asesina allá!

Los representantes del país no sabían la historia de don Nicolás del Castillo y Lino Figueredo cuando sancionaron los actos del Gobierno, embriagados por el aroma del acomodaticio patriotismo. No la sabían, porque el país habla en ellos; y si el país la sabía, y hablaba así, este país no tiene dignidad ni corazón.

Y hay aquello, y mucho más.

Las canteras son para Lino Figueredo la parte más llevadera de su vida mártir. Hay más.

Una mañana, el cuello de Lino no pudo sustentar su cabeza; sus rodillas flaqueaban; sus brazos caían sin fuerzas de sus hombros; un mal extraño vencía en él al espíritu desconocido que le había impedido morir, que había impedido morir a don Nicolás y a tantos otros, y a mí. Verdinegra sombra rodeaba sus ojos; rojas manchas apuntaban en su cuerpo; su voz se exhalaba como un gemido; sus ojos miraban como una queja. Y en aquella agonía, y en aquella lucha del enfermo en presidio, que es la más terrible de todas las luchas, el niño se acercó al brigada de su cuadrilla, y le dijo:

—Señor, yo estoy malo; no me puedo menear; tengo el cuerpo lleno de manchas.

—¡Anda, anda! —dijo con brusca voz el brigada—. ¡Anda! —Y un golpe del palo respondió a la queja—. ¡Anda!

Y Lino, apoyándose sin que lo vieran, —que si lo hubieran visto, su historia tendría una hoja sangrienta más—, en el hombro de alguno no tan débil aquel día como él, anduvo. Muchas cosas andan. Todo anda. La eterna justicia, insondable cuanto eterna, anda también, y ¡algún día parará!

Lino anduvo. Lino trabajó. Pero las manchas cubrieron al fin su cuerpo, la sombra empañó sus ojos, las rodillas se doblaron. Lino cayó, y la viruela se asomó a sus pies y extendió sobre él su garra y le envolvió rápida y avarienta en su horroroso manto. ¡Pobre Lino!

Solo así, solo por el miedo egoísta del contagio, fue Lino al hospital. El presidio es un infierno real en la vida. El hospital del presidio es otro infierno más real aún en el vestíbulo de los mundos extraños. Y para cambiar de infierno, el presidio político de Cuba exige que nos cubra la sombra de la muerte.

Lo recuerdo, y lo recuerdo con horror. Cuando el cólera recogía su haz de víctimas allí, no se envió el cadáver de un desventurado chino al hospital, hasta que un paisano suyo no le picó una vena, y brotó una gota, una gota de sangre negra, coagulada. Entonces, solo entonces, se declaró que el triste estaba enfermo. Entonces; y minutos después el triste moría.

Mis manos han frotado sus rígidos miembros; con mi aliento los he querido revivir; de mis brazos han salido sin conocimiento, sin vista, sin voz, pobres coléricos; que solo así se juzgaba que lo eran.

Bello, bello es el sueño de la Integridad Nacional. ¿No es verdad que es muy bello, señores diputados?

¡Martí! ¡Martí!, volvió a decirme pocos días después mi amigo. Aquel que viene allí ¿no es Lino? Mira, mira bien.

Miré, miré. ¡Era Lino! Lino que venía apoyado en otro enfermo, caída la cabeza, convertida en negra llaga la cara, en negras llagas las manos y los pies; Lino, que venía, extraviados los ojos, hundido el pecho, inclinando el cuerpo, ora hacia adelante, ora hacia atrás, rodando al suelo si lo dejaban solo, caminando arrastrado si se apoyaba en otro; Lino, que venía con la erupción desarrollada en toda su plenitud, con la viruela mostrada en toda su deformidad, viva, supurante, purulenta. Lino, en fin, que venía sacudido a cada movimiento por un ataque de vómito que parecía el esfuerzo postrimero de su vida.

Así venía Lino, y el médico del hospital acababa de certificar que Lino estaba sano. Sus pies no lo sostenían; su cabeza se doblaba; la erupción se mostraba en toda su deformidad; todos lo palpaban; todos lo veían. Y el médico certificaba que venía sano Lino. Este médico tenía la viruela en el alma.

Así pasó el triste la más horrible de las tardes. Así lo vio el médico del establecimiento, y así volvió al hospital.

Días después, un cuerpo pequeño, pálido, macilento, subía ahogándose las escaleras del presidio. Sus miradas vagaban sin objeto; sus manecitas demacradas apenas podían apoyarse en la baranda; la faja que sujetaba los grillos resbalaba sin cesar de su cintura; penosísima y trabajosamente subía cada escalón.

—¡Ay! —decía, cuando fijaba al fin los dos pies—. ¡Ay, taitica de mi vida! —y rompía a llorar.

Concluyó al fin de subir. Subí yo tras él, y me senté a su lado, y estreché sus manos, y le arreglé su mísero petate y volví más de una vez mi cabeza para que no viera que mis lágrimas corrían como las suyas.

¡Pobre Lino!

No era el niño robusto, la figura inocente y gentil que un mes antes sacudía con extrañeza los hierros que habían unido a sus pies. No era aquella rosa de los campos que algunos conocieron risueña como mayo, fresca como abril. Era la agonía perenne de la vida. Era la amenaza latente de la condenación de muchas almas. Era el esqueleto enjuto que arroja la boa constrictora después que ha hinchado y satisfecho sus venas con su sangre.

Y Lino trabajó así. Lino fue castigado al día siguiente así. Lino salió en las cuadrillas de la calle así. El espíritu desconocido que inmortaliza el recuerdo de las grandes innatas ideas, y vigoriza ciertas almas quizá predestinadas, vigorizó las fuerzas de Lino, y dio robustez y vida nueva a su sangre.

Cuando salí de aquel cementerio de sombras vivas, Lino estaba aún allí. Cuando me enviaron a estas tierras, Lino estaba allí aún. Después la losa del inmenso cadáver se ha cerrado para mí. Pero Lino vive en mi recuerdo, y me estre

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