«Gente normal», el amor ante toda diferencia social
Con su segunda novela, «Gente normal», la irlandesa Sally Rooney se confirmó como la primera gran novelista milenial. Superventas y objeto de culto para una generación, una serie traslada con éxito a la pantalla su historia de amor adolescente en pueblo chico cruzada por diferencias de género y clase, a la vez que su exploración de intimidad de una generación forjada en redes sociales sobre las cenizas del amor tradicional.
Por Hernán Ferreirós

Daisy Edgar-Jones (Marianne en la ficción) y Paul Mescal (Connell). Crédito: Hulu.
Por HERNÁN FERREIRÓS
Gente normal es la segunda novela de la escritora irlandesa Sally Rooney (la primera fue Conversaciones entre amigos) y la que confirmó su fama, acaso nunca buscada, de portavoz de una generación. A poco de la publicación, un perfil de la revista The New Yorker definió a Rooney como «la primera gran novelista milenial». Los influencers más poderosos de nuestra era, los infatigables algoritmos de Google que saben lo que queremos antes que nosotros mismos, también son de esta opinión: si se escribe «autor milenial» en el buscador, su nombre encabeza los resultados. No solo estos dos libros se volvieron best sellers, consiguieron buenas críticas y fueron rápidamente vendidos a la televisión, sino que generaron un culto entre fans obsesionados por todo lo que venga de ellos, al punto de que existe una cuenta de Instagram dedicada a la cadena de plata que Connell, el protagonista masculino de Gente normal, lleva al cuello en la versión televisiva de la novela. La cuenta, identificada como @Connellschain, tiene 178.000 seguidores.
La novela es una crónica de la relación amorosa entre Connell y Marianne, dos estudiantes de un pueblo chico irlandés —el imaginario Carricklea—, a lo largo de cuatro años, desde los últimos meses de secundaria hasta el fin de la universidad. Connell es el chico popular de su escuela: bueno en los deportes, atractivo, sensible e inteligente, tiene los prerrequisitos de cualquier protagonista de una novela romántica. A la vez, también es pobre —su madre soltera es una empleada doméstica— y manifiesta una masculinidad tenue, pasiva, no amenazante: su sexualidad se recorta contra la figura del macho alfa habitual en ese género. Connell jamás disputa o intenta conquistar a Marianne como si fuera una cosa, sino que se deja ser elegido por ella. La novela busca su espesor y singularidad en el desarrollo de estos problemas: la clase, el género y cómo ambos actúan sobre, para decirlo al modo milenial, la dinámica de poder en las relaciones amorosas.
Marianne, por su parte, es una paria. Si bien su madre es rica —las figuras paternas aquí están siempre ausentes—, su privilegio no se traduce en aceptación: es regularmente excluida y humillada. Como Connell, es un personaje arquetípico un poco corrido del lugar común. Mientras que Connell solo aspira a integrarse, a ser aceptado en diferentes mundos a los que no cree pertenecer, Marianne —abandonada y maltratada sistemáticamente por su familia— siente que no merece más que el rechazo que recibe en todos los ámbitos, un ecosistema al que ya está adaptada por la vía del cinismo y la frialdad.
La relación entre ambos empieza con un pacto mutuo que claramente beneficia a Connell: que nadie en la escuela se entere de que están juntos. Lo que sigue es un conjunto de encuentros y desencuentros que permiten al texto entregarse a una exploración minuciosa de los lazos actuales erigidos sobre las cenizas del amor tradicional y al amparo de nuevas subjetividades. El libro es una tomografía de los vínculos para la generación del #MeToo, aunque temporalmente suceda antes del #MeToo.
Las figuras del discurso amoroso, como llamó Roland Barthes a las escenas características de la literatura romántica tales como celos, angustia o rapto, casi todas signadas por el sufrimiento, aquí dejan el centro a otras tales como consentimiento, empoderamiento o libertad que reflejan el intento de construir una relación amorosa más igualitaria por parte de una juventud que, en el mundo real, manifiesta su compromiso político vía iPhone, fue educada a partes iguales por resúmenes de postestructuralismo francés y capítulos de Girls y hace cuatro años agregó «feminista» a sus biografías de Twitter.
Esto no quiere decir que la novela sea un manual de etiqueta para manejar los vínculos en el tercer milenio, ni que haya un gran protagonismo de eventos políticos o sociales. Aunque la historia sucede sobre el fondo de la crisis global iniciada en 2008, que golpeó con particular fuerza en Irlanda, la narración se enfoca en la pareja protagónica y el resto del mundo queda en un segundo plano asordinado. Las determinaciones económicas y los problemas de la dinámica entre géneros se hacen presentes solo por su impacto en este vínculo central. El libro está más interesado en sus personajes que en la exposición panfletaria de una ideología que, a decir verdad, tampoco muestra la pureza que reclamaría cualquier representante de la militancia woke.
De hecho, algunas críticas exigen al texto más política, más transformación, más atención a la realidad exterior que a la interior: una escena en la que los protagonistas se encuentran en medio de una manifestación pero no saben bien contra qué se manifiesta es citada recurrentemente a tal efecto. Al mismo tiempo, se puede señalar que esta escena constituye un apunte acertado acerca de una generación de jóvenes que todo el tiempo reclaman más justicia social, aunque no está claro si lo que quieren es más justicia social o si les alcanza con ser vistos reclamando tal cosa. Otra demanda recurrente es por el padecimiento de su protagonista femenina, entendido como un tópico que debe ser dejado atrás. En verdad, el libro hace equilibrio entre todo lo que desmonta de la novela romántica convencional y todo lo que toma de ella y usa sin ironía alguna.
¿Una vida normal?
El tema de Gente normal es la intimidad, más precisamente, la intimidad específica de estos jóvenes amantes a la que nos ofrece pleno acceso. La narración en tercera persona alterna entre los puntos de vista de ambos protagonistas, a veces en un mismo párrafo. El texto no usa marcas de diálogo, de modo que hay una continuidad entre las voces de los personajes y la del narrador, como para enfatizar que no existe ahí una barrera, ni una distancia. La interioridad, los deseos, los pensamientos de Connell y Marianne se despliegan ante nuestros ojos. Estos personajes jamás son un enigma para los lectores, aunque, desde luego, sí lo son para ellos mismos: todos los giros del relato son producto de la inevitable opacidad del otro. «Para mí no es obvio lo que quieres», dice Marianne, haciendo explícito el motor de una narración notablemente vaciada de otros sucesos convencionales. La transparencia de los personajes para los lectores, la posibilidad de sumergirnos en las raíces de sus necesidades y deseos, de fascinarnos por cada detalle inteligentemente observado para nosotros pero invisible para ellos, constituyen el principal atractivo del libro.
Al mismo tiempo, este mérito es el principal escollo de su adaptación televisiva. La novela como género nos permite habitar en la conciencia de otro. Sin embargo, las formas de transponer este rasgo literario a los relatos audiovisuales suelen ser problemáticas. Tanto la narración en off como los largos diálogos explicativos son recursos de segunda selección que empantanan y distancian. La versión televisiva del libro, encarada por la autora junto a la escritora y guionista Alice Birch (Lady Macbeth, Succession) y dirigida por Lenny Abrahamson (La habitación) y Hettie MacDonald, inteligentemente evita esos atajos que no llevan a ninguna parte e intenta representar la interioridad de los personajes en sus rasgos exteriores. La entrega de los actores Daisy Edgar-Jones y Paul Mescal brinda una ayuda notable. La dificultad de esta elección es que la metáfora visual suele ser mucho menos precisa que el lenguaje articulado. Acaso hagan falta más de mil imágenes para transmitir con exactitud una palabra. En consecuencia, los recurrentes planos cerrados, con nula profundidad de campo y los protagonistas en un foco cristalino sugieren acertadamente su insularidad, su conexión íntima y desconexión del mundo, pero no nos dicen mucho acerca de las razones de todo esto.
En la serie (original de Hulu), habitualmente desciframos que algo sucede en el interior de los personajes, pero no sabemos bien qué. Luego de que Connell llegue becado al elitista Trinity College para estudiar Literatura, vemos una clase en la que varios alumnos comentan con elocuencia una novela al tiempo que Connell se muestra claramente incómodo. Cuando llega su turno, se expresa con torpeza y concluye diciendo que está de acuerdo con lo dicho por sus compañeros. Esto se entiende como la reacción de alguien amedrentado e inseguro ante el despliegue intelectual del resto, de mayor capital social y económico. Pero la novela nos explica que, en ese momento, Connell se da cuenta de que todos los demás no hacen más que repetir lugares comunes de la crítica literaria y que ni siquiera leyeron los libros de los que hablan: su posición real no es la subalterna que sugieren las imágenes, sino la contraria. Algunos episodios más tarde, un diálogo aclara lo que sucedió en verdad en ese momento. Pero esta dificultad persiste en otras situaciones. Mientras que la novela nos propone un desglose a nivel molecular de la interioridad de dos amantes, revelarnos la verdad acerca de esa pregunta obsesiva y molesta, «¿En qué estás pensando?», la serie nos arranca de ese lugar privilegiado y nos pone nuevamente a mirar a los enamorados desde fuera: tenemos que interpretar obsesivamente cada signo, como si fuéramos uno de ellos, pensando si no estaremos errados.
La novela (y la serie) es un Bildungsroman, un relato de aprendizaje y superación, y también un Kunstlerroman, aquel en el que un personaje se convierte en un artista. El vehículo de estos cambios es el amor, que produce un efecto transformativo en los amantes, por encima de las determinaciones económicas o sociales.
En sus doce episodios de media hora, la serie tiene tiempo de sobra para mostrarnos a los personajes mientras no hacen otra cosa que pensar y nos invita a hacer lo mismo. Tradicionalmente, la lectura es una acción más demandante que el visionado de una película o serial, porque en el libro tenemos que imaginar desde las caras de quienes hablan hasta cada detalle del ambiente, mientras que en la televisión todo eso ya está resuelto para nosotros. Pero esta serie pone el velo de la materia sobre la máxima visibilidad de la conciencia que nos ofrecía el libro y si bien perdemos la sensibilidad y perspicacia de Rooney para analizar a sus personajes, estos, a su vez, ganan misterio y exigen más a nuestra imaginación.
A pesar de que Rooney se define como marxista, la novela no es doctrinaria, sino que se concentra en plantear la clase como un problema que da forma a la relación entre los protagonistas y, también, en proponer un vínculo no fetichizado en el que la mujer no circula como una mercancía entre hombres de mayor capital y poder. Sin embargo, en la serie presenciamos otra forma de fetichización dado que en el libro se dice que Marianne era «considerada la chica más fea de la escuela». No obstante lo cual, en el cuerpo de Daisy Edgar-Jones, quien luce como una combinación de Zooey Deschanel con la joven Juliette Lewis, difícilmente se le pueda aplicar esa descripción.
La serie no se atreve a presentar a uno de sus protagonistas como alguien que pueda no resultar atractivo a los potenciales espectadores, porque tal cosa apunta contra la más básica regla de la comercialización. Esto también impacta sobre el relato dado que obtura la idea de que la atracción de Connell no está asentada en cómo luce Marianne y también porque no hay una razón evidente por la que Connell sienta tanta incomodidad de que se descubra que tiene sexo con ella. A la serie no suele faltarle osadía, salvo en este punto.
La novela (y la serie) es un Bildungsroman, un relato de aprendizaje y superación, y también un Kunstlerroman, aquel en el que un personaje se convierte en un artista. El vehículo de estos cambios es el amor, que produce un efecto transformativo en los amantes, por encima de las determinaciones económicas o sociales. Aunque la autora duda de que la práctica literaria pueda tener realmente un efecto político («Todos los libros se comercializan en último término como símbolos de estatus y todos los escritores participan de un modo u otro de ese mercadeo. La literatura no tiene ningún potencial como forma de resistencia ante nada», afirma Connell) sí parece considerar que en el amor puede haber una forma de resistencia al ciclo acelerado del capital. El hecho de que lo diga en una novela romántica que se volvió un best seller que se volvió una serie de televisión que circuló por todo el mundo es, quizás, el gesto más milenial de su obra.
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