Contar todo sobre Lucy Barton (& Co): Elizabeth Strout por Rodrigo Fresán
¿Qué sucede cuando una escritora escribe a una escritora que escribe y reescribe a todos aquellos que la rodean y que, en más de una ocasión, intentan en vano leerla y comprenderla? El concepto y el paisaje no es nuevo: ahí estuvieron, entre tantos otros, el David Copperfield de Charles Dickens, el Martin Eden de Jack London, el Nick Adams de Ernest Hemingway, el Nathan Zuckerman de Philip Roth, el Henry Bech de John Updike, el T. S. Garp y los Cole y el Danny Angel de John Irving... Pero el caso y síntoma recurrente de la escritora tan atribulada como atribulante Lucy Barton, escrita y descrita por Elizabeth Strout, es muy particular. Alguien (aquí seguida y finalmente alcanzada por esa lectora a secas que es Olive Kitteridge pero quien, por fin, la ve y la descubre y, ninguna sorpresa, la conoce y reconoce como nadie hasta ahora). Alguien quien resulta especialmente apasionante e intrigante extendiéndose a lo largo de ya varios libros. Y en el último de ellos -«Cuéntamelo todo» (Alfaguara, 2025)- Barton y Kitteridge (y Strout) cuentan muchas cosas; siempre un tanto inseguras en sus vidas, pero absolutamente seguras de que siempre se podrán contar y podremos contar con ellas. Y la historia -y sus historias- continúa contándose. Todas.
Por Rodrigo Fresán

Elizabeth Strout (2025). Crédito: Diego Lafuente.
Lo dije alguna vez y lo vuelvo a decir aquí: siempre me han intrigado/irritado esos abundantes comentarios on line a los pies de libros con lectores quejándose (como si la principal sino la única función de la literatura fuese la de agradar o provocar el reconocimiento propio) de que «ninguno de los personajes se me hizo simpático» o que «no pude identificarme con ninguno de los personajes».
Bueno, para todos ellos, tan necesitados de identificación y representación, buenas noticias: aquí viene -aquí vuelve- Lucy Barton. Alguien ya identificada y con quien en principio resulta fácil identificarse. Pero enseguida, como debe ser, la cosa se complica: porque Lucy Barton es, sí, un personaje complejo y una mujer complicada. Y, claro, hay un cierto riesgo en cuanto a identificarse a fondo con ella.
Lucy Barton: aquella quien se nos presentó en Me llamo Lucy Barton (2016) como hija y fugitiva de empobrecida familia disfuncional, aspirante a escritora, madre de dos hijas y esposa de un buen tipo del que parecía sentirse un poco lejos y del que no demoraría en alejarse, más lejos todavía. Entonces, Lucy Barton como una primerísima persona y escritora en ciernes cerniéndose sobre todo lo que la rodeaba y acorralaba como posible material para sus páginas. Lucy Barton a mediados de los años 80 -yaciendo en una cama de hospital «por casi nueve semanas» luego de que una operación de su apéndice se complicase- con vistas al «esplendor geométrico de luces» del Chrysler Building, al que describe con lirismo digno de Fitzgerald y cuyo pararrayos equivalía allí a la punta de ese célebre iceberg hemingwayano donde, en ocasiones, menos es más. Lucy Barton recibiendo, allí, durante cinco días, la visita de su madre luego de años de no hablarse. Y su madre no hacía otra cosa que contarle y distraerla con estampas de quienes Lucy dejó para siempre atrás en Amgash, Illinois: ese lugar de origen del que se sale para ya nunca querer volver pero sabiendo que nunca se podrá dejar atrás. Y, a partir de todo eso y de ahí mismo, Lucy Barton permitiéndose recordar todo aquello que pensaba olvidado pero no (incluyendo traumático episodio con su hermano gay y su padre intolerante).
Lucy Barton, a quien reencontramos en Todo es posible (2017, mi favorito y que en su momento Strout jugueteó con la idea de publicarlo bajo el nombre de Lucy Barton, como si fuesen los cuentos de Lucy Barton). Y en Ay, William (2021, donde el disparador de acción física y reflexión mental es la tan formidable como entrañable figura de su casi protagónico ex marido y recién abandonado por nueva esposa: el parasitólogo William Gerhardt, quien enrola a Lucy en una suerte de investigación de misterio genealógico y Lucy accede y el núcleo del libro es algo así como una doméstica road novel donde lo que en verdad se mira por la ventanilla de un coche de alquiler es el interior de sus vidas como pareja fracasada y como, de pronto, sorpresiva y muy funcional dis/pareja). Y en Lucy y el mar (2022, paisaje de parejas con pandemia y novela cuasi pastoral de alto nivel de contagio). Y quien ahora regresa una vez más a nuestro lado para pedirnos que estemos del suyo en Cuéntamelo todo. Antes -lo sabían bien quienes ya habían degustado y paladeado a esta escritora quien tuvo que luchar y esperar lo suyo para ser publicada, pero que ahora está en lo más alto- conocimos a Amy e Isabelle (de 1998, en su momento admirada por Alice Munro, y su primera aproximación al inagotable filón madre/hija); Quédate conmigo (de 2006, liturgia donde hay más santos y pecadores y secretos inconfesables al que difícilmente perdonen penitencia alguna); se nos presentó en 2008 a su otra gran heroína con la deslumbrante novela-en-relatos Olive Kitteridge (de 2008 y a quien reencontraríamos en 2019 en Luz de febrero); y seríamos convocados como testigos en juicio no necesariamente justo llevado por el bufete de Los hermanos Burgess (de 2013, thriller legal/familiar en el que se fundía sin esfuerzo lo mejor de Anne Tyler con lo mejor Scott Turow).
Pero ahora, en perspectiva, resulta difícil no pensar en todos ellos como los más que satisfactorios preliminares para el éxtasis de Lucy Barton entendida y apreciada como perfecto personaje ya identificado/identificante. Mujer quien, además, finalmente consigue dejar más o menos atrás las miserias de pueblo chico y los blues de infierno grande para reinventarse como escritora de cierto éxito (Barton no es best seller como Strout, pero sí vende lo suficiente a fuerza de prestigio y entrega) y, seguramente, alentará a muchos/demasiados de sus seguidores en esas ganas cada vez más apremiantes de escribir acerca de sus vidas. Porque, después de todo, ¿acaso ellos no hacen y piensan y sienten exactamente lo mismo que Lucy Barton? De ahí que -al comentar Lucy y el mar- el semanario The New Yorker titulara lo suyo y definiera lo de ella con un «Los experimentos en empatía de Lucy Barton».
Y sí, Elizabeth Strout es una maestra de la literatura empática. Pero con abundantes cláusulas en letra pequeña que -y esta es una de las principales cualidades de la buena literatura- invitan a no confiarse demasiado o relajarse de más. Sus libros son tan amables como implacables, tan de-corazón como rompecorazones.
Así, en un momento de Me llamo Lucy Barton, la profesora y mentora de Lucy -la volátil, agotada y agotadora por y para sus alumnos Sarah Payne, durante un curso de escritora creativa- explica, casi con ferocidad, que «mi trabajo no consiste en enseñar a distinguir a los lectores una voz narrativa de la opinión particular del escritor»; y desprecia más o menos educadamente a todos los asistentes a ese «taller». Pero, a solas, y luego de haber leído la versión temprana de lo que está escribiendo (y traumáticamente recordando) Lucy Barton, la maestra le ofrece el siguiente diagnóstico a la alumna: «Mira, escúchame, y escúchame con atención. Lo que estás escribiendo, lo que quieres escribir es muy bueno y te lo publicarán... Pero escúchame bien. La gente se te echará encima... Nunca defiendas tu trabajo, nunca... Ésta es una historia de amor, tú lo sabes... De una manera imperfecta, porque todos amamos de una manera imperfecta. Pero si mientras escribes esta novela te das cuenta de que estás protegiendo a alguien, recuerda una cosa: que no lo estás haciendo bien». Antes, Sarah Payne advierte a sus alumnos y a Lucy Barton, su aprendiz: «Sólo tendrán una historia. Escribirán esa única historia de muchas maneras. No se preocupen por la historia. Sólo tienen una».
Afortunadamente, Elizabeth Strout tiene muy buena memoria, lo recuerda todo y lo hace muy bien. Y no solo tiene la historia de Lucy Barton.
Pero la historia de Lucy Barton es única.
Como lo es la historia de Olive Kitteridge.
Y, digámoslo, como también es única la historia de Elizabeth Strout.
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Ahora (febrero de 2025) es un invierno más-o-menos-invierno en Barcelona (el primero en varios años; y este apunte meteorológico está justificado aquí; porque en los libros de Strout el clima, ya sea en Maine, en Illinois o en Manhattan, la observación del paso de las estaciones es algo importante, casi decisivo y en más de una ocasión influencia directa en el clima interior de sus personajes).
De igual modo, también corresponde asentar aquí que Strout -quien ha llegado desde Madrid para presentar Cuéntamelo todo; próxima parada Lisboa- vuelve a proponerse (y a más que conseguir) una suerte de épica heroica a partir de lo intimista y domésticamente, pero no domesticado, valeroso y valioso. Sí, digámoslo así, y espero que se entienda: el fino arte de mirar por la ventana para ver si llueve pero, en verdad, viendo muy dentro de sus personajes para ver si entra tormenta o salió el sol. Algo que se ofrece como engañosamente cotidiano pero, en realidad, está ya consagrado como saga mítica. Un mundo-persona, un universo a compartir.
Sí: a su manera y con modales muy propios, Elizabeth Strout viene desarrollando una suerte de particular Universo Marvel/DC. Me explico: en las novelas y relatos de Strout, los personajes de sus diferentes libros, desde el primero hasta el último, se cruzan. A veces para llegar de visita larga y en ocasiones (el lector puede perderse su encuentro y reencuentro si no está atento) en una sola pero decisiva línea. Y entonces, allí, todos ellos dedicándose -cada uno con muy diferentes modales- a ser vengadores y justicieros o vengados y ajusticiados. Con menos efectos especiales, sí, pero con similar capacidad para la mutación y con esos superpoderes que residen en el dar o no un beso o en pronunciar esta o aquella no última pero si definitiva palabra.
Y las dos deidades superiores que presiden la cosmogonía de Strout son -ya se sabe, ya se disfrutó, ya se dijo aquí mismo- la feroz Olive Kitteridge (también en galardonada miniserie de la HBO con Frances McDormand consiguiendo para su resentido y re/sentido personaje lo mismo que Peter O'Toole logró en Lawrence de Arabia o Johnny Depp en Ed Wood: poner rostro definitivo e inmejorable anulando al de los sujetos reales pero, de algún modo, ya no verdaderos) y la tan solo más mansa en apariencia escritora de éxito y sesentañera y flamante viuda Lucy Barton (llevada al teatro-unipersonal por la encomiable Laura Linney) pero quien para mí es, sólo puede ser y debería haber sido la muy nerviosa y algo enervante Holly Hunter. Le comento esto último a Strout y esta abre mucho los ojos y dice «¡Oh...! ¡Oh...! ¡Oh...!». Como suele ocurrir con Lucy Barton (tan dada a este tipo de tan elocuentes pero a la vez ambiguas exclamaciones; el Ay en Ay, William en el inglés original es un ¡Oh William!) uno no está del todo seguro si esas exclamaciones equivalen a un «Perfecto» o a un «Qué tontería». Y viéndola y oyendo esta mañana en Barcelona pienso que la mejor Elizabeth Strout a la hora de su biopic sería, inevitablemente, Meryl Streep. Pero mejor, por las dudas, no se lo digo.
Elizabeth Strout es una maestra de la literatura empática. Pero con abundantes cláusulas en letra pequeña que invitan a no confiarse demasiado o relajarse de más. Sus libros son tan amables como implacables, tan de-corazón como rompecorazones.
Una cosa está clara y le interesa aclarar a Elizabeth Strout. Y lo hace con una de esas sonrisas vigorosamente cansadas de quien ha tenido que decirlo muchas veces y sabe que tendrá que decirlo muchas más. Lo que dice Strout es que nunca dirá Lucy Barton c'est moi. Pero también sabe -y parece haberlo aceptado en entrevistas y presentaciones con una mezcla de orgullo y resignación- que Elizabeth Strout bien podría ser un gran personaje de Lucy Barton.
Strout me advierte esto casi como prolegómeno a la parte de la entrevista en la que recorreremos su muy amplia y ocurrente prehistoria antes de ser escritora (su vida como lectora de todo lo que la rodeaba sin por eso dejar de tomar notas y notas). Le digo que no se preocupe y que, en cualquier caso, Gustave Flaubert nunca pronunció ese Madame Bovary cést moi, que es cita apócrifa y/o de otro/otra quien se la adjudicó a Flaubert . Y Strout no puede creerlo. Parece casi aliviada al saberlo y, de nuevo, abre mucho los ojos y, otra vez, «¡Oh...! ¡Oh...! ¡Oh...!».
Y, sí, muchos ¡oh...! cuando se trata de recorrer la vida de Strout a toda velocidad y en apretada síntesis.
Elizabeth Strout nace en Portland, Maine (lugar al que rebautizará como Shirley Falls en sus ficciones) en 1956. Hija de profesor de Ciencias y patólogo (profesión que concedería a Will, ex de Lucy) y de maestra de inglés (quien se ríe mucho con sus libros), y madre de una hija a la que adora. Educada sin televisor en ambiente puritano y estricto y lectora voraz sabiéndose escritora ya desde antes de saber leer y escribir. Estudiante por un año en Oxford y, de regreso en casa, diplomada en Derecho aunque pronto descubre que no es lo suyo porque no se siente lo suficientemente buena en eso. Sí, en cambio, desde siempre se sabe muy buena escritora aunque nadie parezca darse cuenta y lo suyo se publique en revistas como Redbook y Seventeen que, claro, no son ni The New Yorker ni The Paris Review ni Esquire ni Playboy. Manuscritos (muchos) rechazados, mudanza a Manhattan y alguna vez asistente a clase del legendario Gordon Lish (aquel quien reinventó, editándolo hasta casi la reescritura, a Raymond Carver). Y entonces financiarse su vocación con trabajos como camarera, secretaria y hasta stand up comedian. Y seguir escribiendo y -en la noche oscura del alma- el acechante e insomne horror de pensar en que podría terminar siendo una de esas ancianas que se la pasan contando a conocidos y desconocidos que siempre quiso ser escritora pero... pasan nada más y nada menos que siete años (lo que, dicen los que saben, se demora en cambiar/renovar casi todas nuestras células) dedicados a la escritura de Amy e Isabelle. Y, de acuerdo, Strout es una de esas escritoras que demoran en llegar al primer libro, pero una vez allí... De pronto, best seller y nominaciones a premios respetables y TV Movie cortesía de la productora Oprah Winfrey. Luego, ocho años después, más recambio de células grises, aparece Cuenta conmigo que, inevitablemente sufre el síndrome del segundo libro y no es tan bien recibida. Pero apenas dos años después ruge y gruñe Olive Kitteridge y más de un millón de copias vendidas en USA, premio Pulitzer y miniserie de prestigio para la HBO ganadora de cinco premios Emmy. Y un día Elizabeth Strout decide operar a/en alguien que, ya desde la portada, dice llamarse Lucy Barton.
Y el resto es historia, la historia de ambas.

Elizabeth Strout. Crédito: Diego Lafuente.
Y, claro, es Elizabeth Strout quien cuenta la historia de Lucy Barton con luminosidad de rayo entre claroscuros. Con esa prosa que parece arreglárselas con extrema facilidad (ese tipo de facilidad que, se sabe, no es otra cosa que la manifestación admirable a la que se accede recién después de mucho pero mucho trabajo, de ese work in the dark al que alude Henry James) para explicar todo lo explicable y reconocer y valerse de lo inexplicable en los actos y sentimientos para conseguir el retrato completo y perfecto de sus criaturas. Sí: aquello que ellas no saben de sí mismas, Strout lo conoce a la perfección. Y se lo comunica al lector con una prosa de una áspera suavidad donde comulgan lo mejor de John Cheever (Strout ha dicho regresar una y otra vez a sus Journals como si se tratasen de la Biblia o del I Ching), William Maxwell (maestro del recuento de infancias prematuramente maduradas por tragedia familiar), James Salter (y su magia para lo sensorial interno y externo) y William Trevor (de quien adora «todas y cada una de sus oraciones, he aprendido tanto de ellas y de él»).
Una cosa está clara y le interesa aclarar a Elizabeth Strout: nunca dirá Lucy Barton c'est moi. Pero también sabe que Elizabeth Strout bien podría ser un gran personaje de Lucy Barton.
Es el mismo tipo y calidad de claridad, esa inspiración para exhalar certezas acerca de sí misma y de lo suyo, con la que Strout -en un salón del hotel en el que se hospeda- responde a las incertidumbres de mis preguntas que no aparecen aquí para no entorpecer la continuidad de sus respuestas:
«El título del libro, sí... Es algo que Lucy suele decir con frecuencia: "cuéntamelo todo". Pero, para mí, es algo como una invitación. No es una orden, es bienvenida. Como alguien diciéndote que está muy dispuesto a escucharte todo lo que tengas para decirle... Y a medida que iba escribiendo el libro fue algo que se me hizo evidente: la gente quiere que la oigan, que la escuchen de verdad. Lo necesita. Genuinamente. De verdad. Es algo que nos hace humanos... de eso se trata: de ser oído y de ser visto, aunque no sea más que por un momento. Colmar ese deseo de esas personas que en verdad lo que te están diciendo es "no me conoces en absoluto, nunca me prestaste suficiente atención". De algún modo, todas las personas son casos abiertos en busca de ese detective ideal que los resuelva y por fin los cierre y haga justicia para y con sus historias. Y esa es la tarea del escritor... Y es algo que se aprende como lector... Cuando yo era muy joven, doce años, e incluso antes, yo iba a la librería con mi dinero ahorrado y me lo gastaba todo allí. Me devoraba esos libros. Sinclair Lewis y Theodore Dreiser... Esos clásicos de la novela social y costumbrista y realista. Me ayudaron tanto y me fueron tan útiles... Y después se me abrieron las puertas de ese paraíso que es la literatura rusa... ¡Oh!... Y yo ya sabía que quería ser escritora. Saber eso es mi recuerdo más temprano. Es lo primero que recuerdo: mi invulnerable voluntad de querer contarlo todo. Incluso antes de saber leer y escribir. Yo ya me sentía escritora leyendo como una escritora, formándome. Y todos esos libros, a esa edad, afortunadamente llegaron a mí como inmaculados, sin teoría. A solas. Los leí como una lectora pura. No como parte de un programa académico en que se me enseñaba o se me señalaban cuestiones técnicas o de estilo... Los fui asimilando de manera ordenadamente desordenada. Saltando de uno a otro y, ahora que lo pienso, así es como escribo mis libros. No tengo nada planeado. No hay guía ni mapa. Y eso sigue siendo así, ahora, como lectora que escribe lo que escribe. No hay nada como las paredes del estudio de Balzac cuando organizaba La comedia humana. Nunca reescribo: cuando termino, terminé. Ni siquiera me releo para comprobar algún dato de alguno de los personajes. Sus relaciones surgen orgánica y naturalmente y si bien, claro, yo estoy en control también es verdad que me dejo llevar y sorprender... Son míos y trabajan para mí, está claro. Pero también es cierto que mucho de lo que se me ocurre acerca de y para ellos no es algo fríamente planeado de antemano sino que sucede durante el durante, durante la escritura misma. Se me ocurre a mí, de acuerdo; pero es algo que de pronto también les ocurre a ellos... Es más: jamás me propuse de antemano que mis libros tuviesen algún tipo de conexión entre ellos. Pero de pronto fui consciente de que algunos de mis personajes vivían en el mismo sitio, en esos pueblos pequeños o en granjas, y que era inevitable que se conocieran. Y, claro, cuando descubro o comprendo esas relaciones y vínculos hay para mí algo de inesperada sorpresa y hasta el más gratificante de los desconciertos. Y no es que me haya vuelto adicta a esto, a estas epifanías súbitas; pero lo cierto es que es muy divertido... E intento no pensar demasiado en ello. De acuerdo: sabía que, eventual e inevitablemente, Lucy y Olive acabarían conociéndose y reconociéndose. Pero no sabía cómo y qué se dirían cuando esto sucediese. Recién lo supe poniéndolo, poniéndolas, por escrito... En verdad, los nervios y las dudas sólo me asaltan cuando no escribo o cuando pienso en lo que escribí. Pero mientras escribo, en el acto de escribir, durante ese proceso, todo va bien... Y no trabajo de manera lineal sino a partir de escenas sueltas que luego se van uniendo como si fuesen piezas de un rompecabezas. Mi método para no bloquearme es, primero, escribir las escenas más intensas y dramáticas sabiendo que, a partir de estas, se irradiará el resto de la historia, las partes más reposadas y reflexivas. Este es el modo que tengo para conseguir que personajes muy diferentes, de clases sociales muy distintas, puedan relacionarse sin dificultad y hasta aprender unos de otros para conocerse mejor ellos mismos... Y no me considero una escritora social o política. Pero sí soy muy consciente de la manera en que el pequeño detalle doméstico es parte importante del gran paisaje nacional. Y Lucy es como la encarnación del tan mentado Sueño Americano: salió de la nada. Y se las arregló para superar esas barreras que separan las clases sociales. Lucy lo consigue mientras que su hermano y hermana no... ahí, allí escribo, acerca de una de esas grandes y aparentemente insalvables divisiones; y de eso trata ese último relato en Todo es posible, en el que Lucy vuelve a una casa que nunca sintió suya... algo que me parece cada vez más la clave de todo: de dónde se viene, a dónde se llegó, dónde uno seguirá siempre estando... Y ahora son tiempos difíciles para cualquier escritor que quiera reportar eso como telón de fondo para la vida de sus personajes. No he descubierto nada nuevo en ese sentido. También lo hicieron John Updike con su Harry "Conejo" Angstrom o Richard Ford con su Frank Bascombe o Philip Roth con su Nathan Zuckerman. La ilustración de reales tiempos difíciles a partir de imaginadas vidas complejas. Acontecimientos como la reciente pandemia, el Black Lives Matter o el asalto al Capitolio como escenografías distantes pero tan próximas a Lucy y a quienes la rodean... Y, claro, hay vidas de novela, vidas históricas... Ahora estoy leyendo su biografía y no puedo dejar de pasar las páginas - la de Elon Musk - con esa infancia tan tremenda y casi dickensiana y son tiempos difíciles. En un momento de Cuéntamelo todo se habla de la posibilidad de una guerra civil. Lo cierto es que no tengo la menor idea acerca de lo que pueda llegar a pasar. Está más que claro que mi país está más dividido que nunca, de una manera muy clara y muy oscura... Son tiempos muy extremistas, de grandes contrastes y oposiciones. Son días y noches modelo y ahora qué más puede llegar a pasar. Lo político es más social que nunca, y antes incluso de yo saber qué significaba el concepto de clase social, ya era algo que me interesaba mucho. Me interesaba la clase trabajadora. Vivíamos en Maine y allí había una familia que era como la de Lucy. Eran muy pobres. Uno de los hijos era mi compañero de clase. Y nadie le hablaba. Nadie le habló durante todo el colegio secundario. Nunca olvidaré un día en que el maestro, delante de todos nosotros, le dijo: "No te has lavado detrás de tus orejas... Nadie es tan pobre como para no tener una barra de jabón". El pobre chico se puso todo colorado. Y él no dijo nada. Se quedó callado y muerto de vergüenza. Fue algo terrible. Jamás lo olvidaré. Y me parece que con Lucy Barton y su familia yo quise darle a ese chico y a su familia una voz. La oportunidad de ser oído. Porque tanto de la literatura norteamericana actual tiene que ver con la clase media y alta... De igual modo, yo antes de publicar y ser reconocida, fui muchas veces señalada por otros de maneras no siempre agradables. Pero también fue muy educativo y me ha resultado más que útil en mi vida como escritora. Conocer personas muy diferentes.... ¡Oh!, trabajé como secretaria en tantos sitios. En tantos bares a lo largo y ancho de New England. Como la Amy de mi primera novela. Las secretarias son como una hermandad y aprendí tanto de ellas. Nunca volví a cruzarme con ninguno de mis jefes siendo ya autora, probablemente no ataran cabos porque yo era como invisible para ellas... Acabé siendo abogada porque nadie parecía interesarse en lo que escribía. Pero yo era en realidad una escritora con diploma de abogada. Lo cierto es que me llevó años el darme cuenta que estudiar Derecho me había resultado muy útil para mi primera y auténtica vocación. El modo en que tienes que presentar un caso, delinear las personas involucradas, volver esa historia legible aunque sea muy compleja. Y no dejan de ser historias, stories, de motivos y motivaciones a comprender... O mi paso por la comedia. La clave y el desafío de la stand up comedy es que estás obligado a ser honesto. Y de aprender a tener timing. Y me metí en eso porque me di cuenta de que algo no funcionaba del todo en lo que estaba escribiendo por entonces. Entonces yo iba al club y me fijaba, mientras lo decía, que es lo que hacía reír y emocionar al público. Estudiaba en directo sus reacciones, a qué se debían y cómo conseguir determinados efectos con mis monólogos... Y, claro, era como tener a tu lector ahí mismo, frente a ti. Tú de pie y él sentado. Interactuando con él en el momento. Y tú no te puedes dar el lujo de fracasar, porque fracasar ahí, en el escenario, es tremendo. Era como escribir en voz alta e ir descubriendo lo que querías y necesitabas decir a medida que lo ibas diciendo, por puro instinto e inmediatez... Tal vez por eso nunca duré mucho en ninguno de esos tan cerebrales y metodológicos writing programs en los que conocí, pero no me identifiqué en absoluto, con muchos estudiantes que sí estaban en eso de ser escritores. Y, ¡oh!, me sorprendía tanto el que hablasen tanto acerca de escribir y escribiesen tan poco. Yo me la pasaba escribiendo todo el tiempo... Y me la sigo pasando escribiendo todo el tiempo. Me la paso bien con mis personajes y, si yo fuese crítica literaria de mí misma, como alguna vez se lo criticó a Salinger, supongo que podría decirse que, de acuerdo, quiero demasiado a mis personajes. Lo que no implica que, como aconsejó Sarah Payne, los proteja. Siempre los expongo mucho en lo que hace a sus pensamientos y actos; los dejo muy expuestos a las acciones y pensamientos de los demás. Me gusta sorprenderlos y que me sorprendan. Yo no soy Lucy. Lucy, bueno, no me preocupan las cosas que dice y hace. Hay zonas grises en ella. Como en todos mis personajes. Como en todas las personas. Pero, aunque la comprendo completamente, tampoco siento que mi obligación sea la de comprenderla por completo. Muchos lectores piensan que sí. Que la comprendo absolutamente porque, de algún modo, erróneamente, para ellos yo soy ella. Y no puedo evitarlo ni corregirlo. Y muchos ellos no pueden ni quieren evitarlo. A mí es una cuestión que ha dejado de preocuparme, que ya no puede preocuparme. Es algo a lo que me refiero e intento explicar de tanto en tanto. Pero cada vez menos. Porque no tiene sentido. Porque cuando lo hago me miran con una sonrisa y está claro que no me creen. O no quieren creerme. Son lectores y están en su derecho de pensarlo. Y de algún modo es un gran elogio: el reconocimiento por haber creado en letras a alguien que necesitan que exista en carne y hueso porque sienten muy próximo y muy verdadero a ese alguien... En verdad, todos mis personajes tienen algo mío. Todo libro es así, inevitablemente autobiográfico, pero no del modo en que piensan muchos... Ahora, creo que me he despedido de todos ellos. De Lucy & Co. Ahora estoy escribiendo algo con un nuevo personaje, en un nuevo lugar... El personaje es un maestro. En cuanto al final de Cuéntamelo todo, yo no sabía cómo iba a terminar el libro. Pero entonces lo supe. Y el modo de saberlo es, siempre, muy sencillo y complejo a la vez: pensar como el personaje. Y Bob es Bob. Y Lucy es Lucy. No había otra manera posible... Terminar para volver a empezar... ¡Oh! No empecé tarde a escribir, escribo desde siempre: pero sí empecé tarde a publicar. Ya tenía 42 o 43 años. Así que siento como estuve entrenando por mucho tiempo. Para una maratón. Un titular en The New York Times proclamó un "Elizabeth Strout ha alcanzado maximum productivity"... Pero, claro, he tenido períodos de meses en los que no podía escribir. Y fueron días terroríficos... Aunque nunca demoré demasiado en volver a la pista. Así que siento que ahora no estoy haciendo otra cosa que llevando a la práctica y a la carrera todo ese entrenamiento de décadas. Y todos estos libros me alcanzan porque yo los alcanzo. No creo que pueda mantener este ritmo para siempre. Pero mientras la buena racha dure...».

Elizabeth Strout. Crédito: Diego Lafuente.
Y sí, así es: Lucy Barton es, además de un personaje, toda una persona. De ahí que en la presentación de Cuéntamelo todo en Barcelona -librería Documenta festejando su medio siglo, Elizabeth Strout en diálogo con Sílvia Soler- sus lectoras, a la hora de las preguntas finales, insistan una y otra vez en términos como real y verdadera y se refieran a Lucy Barton como a alguien en quien creen y a la que sienten muy cercana. Una amiga. Lucy Barton como una de ellas y ellas como una con Lucy Barton. Todas juntas ahora, por fin. No es común que ocurra pero a veces pasa (y lo que es aún menos frecuente: esa entrega desde lo afectivo, más allá de la también presente admiración desde lo estrictamente literario, es lo que impera en la muy amplia mayoría de las reseñas que consagran a Strout, en los medios de Estados Unidos, el infinito y más allá). Y lo del principio: allí, en el blanco y negro de página o pantalla, alguien con quien identificarse a todo color. La librería está llena hasta las bordes y hay una larga fila en la calle sin importar que todo indica que se acerca una de esas lluvias como las que, supongo, de tanto en tanto azotan a Maine. Y la mayoría de los que han venido son mujeres y contemplan a Strout con una combinación de afecto y reverencia: como si se tratase de alguien muy sabia que las ha ayudado a comprender muchas cosas. Alguien que las ha ayudado a subir y bajar por -la expresión de una de las lectoras y fans presentes- «una montaña rusa de emociones». El micrófono que pasa de mano en mano no lo hace tanto con curiosidad sino con gratitud (lo que no quita percepciones muy acertadas de algunas de esas lectoras; como la de aquella que, por encima del dramatismo empático y compartible de las tramas de Strout, opte por señalar y celebrar su gran y muy elegante sentido del humor y de lo gracioso y lleno de gracia de muchos de sus diálogos y situaciones; y que, al oírla decir eso, Strout le agradezca casi emocionada el comentario que, al menos por un minuto, la aleja un tanto del seguramente no solicitado pero si recibido rol de casi chamán). Y esto es algo un tanto perturbador de ver y de percibir pero, al mismo tiempo, es algo bueno que suceda. Porque no es muy común - lo es cada vez menos - que la literatura de calidad reclame para sí una condición que se suele asociar más y de la peor manera posible con la más ineficaz de las auto-ayudas o con la vulgaridad del best-seller romanticoide.
Y porque además -si se la observa con más cuidado y un afán más clínico más allá de lo emocional- a mí me parece que, con el andar de sus sucesivas aventuras Lucy Barton, porque es una gran cómplice, no es tan inocente como se piensa.
Una vez superado el inicial e iniciático Me llamo Lucy Barton, la heroína comienza a mostrar ángulos más graves e irregulares. Ya no nos parece tanto la contracara opuesta y Dr. Jekyll pero complementaria de la Mr. Hyde y volátil y explosiva Olive Kitteridge.
Lo dije días atrás -reseñando Cuéntamelo todo- en las páginas del suplemento cultural de ABC. Y vuelvo a decir lo mismo ahora. Sí, de nuevo, lo del título: ya nos ha quedado claro que Strout está más que dispuesta a contarlo todo sobre Lucy Barton y sus alrededores. Y todo lo que se cuenta sobre la Lucy Barton de Strout provoca (no sólo en mí; realicé una veloz encuesta sobre algunas de las asistentes a la presentación de Cuéntamelo todo) exacta y ambiguamente ese mismo efecto: temor, incomodidad, tolerancia y afecto. Y, sí, aquí, en Cuéntamelo todo, más de lo mismo y de la misma. Y está bien que así sea. Un delicado pero resistente engarce de situaciones como si se tratasen de set-pieces configurando un nuevo retrato (más aumentado que corregido) de una mujer inquieta que se niega a posar. Y que -siempre nerviosa- a veces pone de los nervios. Pero, aún así, no se puede dejar de mirarla y de seguirla y de leerla.
Y, claro, a esta altura del asunto -enganchados a las idas y vueltas físico-mentales de la por momentos pasivo-agresiva- uno no quiere otra cosa que Strout nos cuente todo acerca de Lucy. De sus problemas con su ex microbiólogo William con el que ahora convive más o menos platónicamente, de la viudez de su segundo marido, de sus desencuentros con sus hijas, de su flirteo espasmódico con Bob, y de sus vaivenes creativos a la hora de escribir algo nuevo que, inevitablemente, tendrá que ver/leer con sus traumas infantiles-provincianos-familiares nunca del todo resueltos y con su presente como nunca del todo satisfecha novelista prestigiosa siempre pidiendo disculpas y perdonándose y comprendiéndose y dándose las gracias y diciendo que no hay por qué entre constantes y exclamantes signos de admiración y autoadmiración mientras casi demanda un incuestionable I Love Lucy.
Y, claro, los seguidores de su largo y sinuoso camino esperaban con ansiosa expectativa (me incluyo) a este Cuéntamelo todo porque cabía la posibilidad de que, por fin -habiendo ya traído Strout al confinamiento pandémico de Lucy al Bob Burgess de su Los hermanos Burgess- se produjese el encuentro anunciado de su otro gran personaje femenino que la valió el Pulitzer en 2008: la agresivo nada pasiva nonagenaria Olive Kitteridge. Esa Olive quien, en entregas anteriores, inexacta como sólo puede serlo quien alguna vez fue rígida profesora de Matemáticas, intentaba comenzar a escribir autobiografía a la que empieza a la vez que resume con la siguiente frase, concluyendo: «No tengo la menor idea de quién he sido. Sinceramente, no entiendo nada».
De ser esto verdad, de verse ella así, lo cierto es que se trataba de todo lo contrario de lo que sentía todo aquel quien haya acompañado a la formidable Olive Kitteridge.
Y ahora con Lucy Barton a su lado y -¿sorpresa?- hasta de su parte. Y el retrato de este choque de titanes en rutina -cercano al, sí, stand-up de pareja dispareja en el que alternativamente, se conceden réplicas y punchlines- es algo más que digno de verse y de oírse y de leerse. Es algo que, por fin, se produce y no decepciona y constituye lo mejor del libro con esos capítulos en los que una y otra se enfrentan/complementan en un delicado a la vez que didáctico minué de narradoras, intercambiando tramas como en el más íntimo de los talleres literarios pero, a la vez, con una contundencia digna de King Kong versus Godzilla. Y el mérito, claro, es la elegante prosa y el eficaz talento de Strout. Una gracia nunca reñida con la emoción que Strout comparte con Richard Russo. Y un lenguaje encendido que, por momentos, recuerda al del ya aquí mencionado John Updike en sus historias del matrimonio Maple (y cabe preguntarse si será pura casualidad o guiño-homenaje el que una octogenaria Olive acabe sus días en una residencia geriátrica llamada Apartamentos Maple Tree).
«Todos mis personajes tienen algo mío. Todo libro es así, inevitablemente autobiográfico, pero no del modo en que piensan muchos... Ahora, creo que me he despedido de todos ellos. De Lucy & Co. Ahora estoy escribiendo algo con un nuevo personaje, en un nuevo lugar...».
El resto de Cuéntamelo todo es una bizarra subtrama de thriller legal/criminal y los padecimientos del pobre Bob a quien Lucy no demora (ya lo había intuido en Lucy y el mar) en confirmar como nueva perfecta víctima para su histeria apenas disfrazada de sufrida melancolía. Digámoslo: en lo que hace a los hombres, Lucy no es voraz mantis religiosa pero sí adormecedora mosca tse-tse de la variedad Circe. Y, de nuevo, la duda, mi duda: ¿es consciente y se propuso genialmente Strout crear uno de los más antipáticos personajes con lo que resulte imposible no simpatizar o piensa que Lucy es alguien adorable sin cuestionamientos? Misterio... Cuando se lo pregunto a Strout, enarca una ceja sin «¡Oh!» y me sonríe un: «No estoy muy seguro de entender a qué te estás refiriendo». Me parece bien y, de algún modo, está bien que así sea; porque esta duda y ambigüedad es lo que nos hará volver a su lado en inevitables próximas entregas (aunque su autora lo niegue categóricamente no del todo convencida) para consolarla mientras nos aguantamos las ganas de ponerla en su sitio. La literatura es, después de todo, exactamente esto y lo mismo sentimos hacia/con Anna Karenina o Emma Bovary: la ausencia de absolutos y la proliferación de variables por las que esta escritora llevadera (en el sentido de que te lleva casi sin darte cuenta de que eres llevado por una experta manipuladora) pero, a veces, salingerianamente, acaso demasiado confiada en el afecto/efecto que sienten/producen sus criaturas en lectores siempre listos para dejarse arrastrar.
En cualquier caso -verdadero y estoico héroe de Cuéntamelo todo- mucho peor la pasa el pobre y rendido Bob Burgess a quien Lucy seduce y atrae como sirena para, finalmente, abandonarlo náufrago de su amor entre los arrecifes de la costa de Maine. Sí, digámoslo pronto y cruelmente: Bob se queda con las ganas sin entender muy bien del todo qué pasó, qué le pasó. Y lo que le pasó es que le pasó por encima Lucy Barton. En cualquier caso, siempre le quedará la esperanza de que... Porque, después de todo, se nos hizo esperar muchos años a que Lucy y Olive se conocieran y enfrentaran.
Y aquí están, ahora, juntas e indestructibles cada una a su manera, en lo más alto.
Lucy en el cielo con Olive.

Elizabeth Strout. Crédito: Diego Lafuente.
Y en la presentación de Cuéntamelo todo en la librería Documenta, las lectoras de Lucy Barton en el cielo con Elizabeth Strout. Y allí Strout sonríe y ríe y explica y -¡oh! de sus fans- repite que todo parece indicarlo, aunque no pueda jurarlo, que este libro es su adiós a Lucy y a los suyos. Que lo siente mucho, pero que Lucy no está diseñada como franchise eterna y que no volverá una y otra con afán de Tintín y en plan Lucy en Ucrania o Lucy alquila vientre o Lucy contra la Inteligencia Artificial. Y, sí, Strout dice allí ser consciente de que sus personajes están envejeciendo y que ya cabalgan hacia el crepúsculo: Aunque en algo sí es rotunda: «Olive no morirá nunca mientras yo esté de guardia». Y añade: «Así es. Y es algo que se comprende más y más a medida que uno va envejeciendo. Cuando eres joven sólo piensas en dejar todo eso atrás: en irte para reinventarte. Pero con el tiempo te descubres retornando más y más a tus orígenes... Me encanta Nueva York, pero yo soy de Maine».
En primera fila está sentado el actual esposo de Strout. Y yo -curioso por ver si tenía algo de William o de Bob- primero lo observé de lejos y luego lo abordé y conversamos un rato. El marido de Strout no es nada William ni Bob y sí muy James. Es James Tierney, retirado attorney general de Maine, reconocido lecturer de Harvard y director fundador de la State AG. También, es el primer lector de lo que escribe Strout. Y así me presenta su caso y closing argument como juez y parte: «Una de las cosas que siempre ha estado ahí, pero ha emergido para mí más claramente en sus últimos libros, es que Lizzie... Elizabeth.. tomó lecciones de piano cuando era muy joven. Y lo hizo muy seriamente, con gran entrega, durante horas y horas. Y quien le enseñaba era una profesora de música, ya retirada, quien le repetía una y otra vez "¿Puedes oír la nota? ¿Puedes oír la nota? ¿Puedes sentirla? ¿Puedes realmente oír el sonido?". Y llevó esto a su trabajo, a sus ficciones. Escribiendo a mano. Una y otra vez. Cada oración... Y yo lo percibo claramente: no en cada párrafo sino en cada palabra. La búsqueda y el hallazgo de ese sonido resonante. Eso que quiere que también oigan sus lectores: porque ella es una de esas escritoras que no escribe sólo para sino misma sino, claramente, también para sus lectores. Ese sonido... Pero al mismo tiempo no es que quiera recalcarlo y hacerlo muy evidente desde un punto de vista artístico sino que encaje rítmica y armoniosamente en lo que está contando. Y que eso sea apreciado casi subliminalmente por quien la lee. Para mí es fascinante encontrar a un escritor que no está preocupado por mostrarte y demostrarte cómo lo hace sino que se limita a hacerlo para que su lector sea el encargado de descubrirlo... Y es asombroso: Elizabeth es exactamente igual en conversación, cuando hablamos entre nosotros. Es un don que tiene y que, afortunadamente, comparte con los demás a través de sus libros».
«Mi único consejo a la hora de escribir es este: hay que ser fiel y honesto a los personajes, saber cómo son para que ellos sepan quiénes son y qué hacer al respecto con ellos para que ellos puedan hacer lo suyo».
Enseguida, Strout comparte con perfecto fraseo y cadencia stand-up y ofrece su don a sus lectoras y lectores y responde a sus dudas: «Cuéntamelo todo es una historia de amor. O una historia de no-amor: Y lo cierto es que, de algún modo, yo la iba viendo a medida de que ocurría... me preguntaba, ¡oh!, qué van a hacer... Y no lo supe hasta que lo hicieron. De nuevo, mi único consejo a la hora de escribir es este: hay que ser fiel y honesto a los personajes, saber cómo son para que ellos sepan quiénes son y qué hacer al respecto con ellos para que ellos puedan hacer lo suyo. Así, Bob es Bob... Lo mismo con Olive: en muchos momentos siento que ella se estaba pasando de la raya. Pero, claro, eso era lo que pensaba yo, lo que yo nunca haría. Así que me dije: "Deja que Olive sea Olive". No intentes cambiarla, me dije. Déjala ser. Y yo la dejé... Y entonces, todo OK. Lucy y Olive son muy diferentes, pero ambas son igualmente curiosas. Olive descubre en Lucy a una persona muy diferente a las que conocía. Así, se relacionan intercambiando historias, ese es el modo que tienen de hacerlo. Es la mejor y más benéfica manera que encuentran para relacionarse. No me interesa la maldad en sí, como tema. Pero sí las diferencias, las imperfecciones, lo que no funciona... Lo que hace que las personas se conecten entre ellas de maneras muy diferentes o, a veces, como pueden, a sus muy distintas maneras. Y el modo en que estos idiomas del sentimiento a veces se interpretan o se malinterpretan. Lo que no dices es tan importante como lo que dices... Y con el correr de los años y el pasar de los libros mis personajes se han vuelto más silenciosamente elocuentes o elocuentemente silenciosos. Me parece que esos silencios, esos espacios, son los que permiten al lector ocuparlos con su voz, sus vivencias, y así conseguir que ese libro se convierta en algo muy propio e íntimo y siempre diferente al de otro lector. Es, de nuevo, como una invitación a contar y a que te cuenten. Quién cuenta la historia es muy importante. Qué cuenta y que no. Mi madre fue siempre una gran contadora de historias. El storyteller es la clave del asunto; y así es como parte importante de mi trabajo en Cuéntamelo todo fue esa voz omnisciente que en más de una ocasión se dirige directa y personalmente al lector... Tuve que buscar y encontrar esa voz que no era la voz de Lucy quien, insisto, no soy aunque sí la entiendo. Y es que los personajes se convierten en parte de mi vida. Ya sé que los inventé, pero a menudo me pregunto qué andarán haciendo fuera de mis libros, y cuando los reencuentro en la escritura me siento muy feliz. Sólo siento una tremenda ansiedad cuando me detengo y leo lo que hice, lo que les hice y les hago hacer y que hace que me pregunte un y-ahora-qué-hago. Entonces, no me queda otra que respirar profundo y recuperar la calma. ¿Y cómo lo consigo? De la única manera posible para mí: dejar de leer lo que escribí y seguir escribiendo lo que van a leer mis lectores».
Y entonces, aplausos de despedida para aquella que escribió Me llamo Lucy Barton pero que se llama Elizabeth Strout.
¡Oh!
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