Visión y veneno en «El monte de las furias», de Fernanda Trías
Una novela que es territorio y atmósfera, con la montaña en el centro boscoso de la escritura y la niebla en el reflejo de la mirada: la mujer que habita «El monte de las furias» (Random House, 2025) es cuerpo que evoca el dolor umbilical de la memoria y voz que invoca la muerte en el cordón lacerado de la vida. Su sangre es eco del coro de las Erinias de la mitología clásica, cuyo salmo Fernanda Trías actualiza a través de una propuesta narrativa y lírica propia. En diálogo con las «Euménides» de Esquilo y con el «Infierno» dantesco, los fantasmas de estas furias claman y dicen su verdad, que es madre y madrasta.

Fernanda Trías en Madrid en 2022. Crédito: Lisbeth Salas.
«El comienzo nunca es el comienzo. Lo que confundimos con el comienzo es solo el momento en que entendemos que las cosas han cambiado», escribía Fernanda Trías en Mugre rosa (2021), novela que mereció el Premio Sor Juana Inés de la Cruz, otorgado por la FIL de Guadalajara, y el Premio Nacional de Literatura de Uruguay, entre otros. La prosa táctil y la desolación del paisaje encarnadas en la epidemia de la mugre se transfiguran, amplificadas, en El monte de las furias (2025): la geografía de la montaña es el horizonte continuo del comienzo, inenarrable y, sin embargo, visible. La protagonista –cuyo nombre no se revela– plasma su identidad en comunión onírica con el territorio, en el dolor de su cuerpo doble, músculos y rocas, venas y ramas, manos y maleza. Guardiana del monte, custodia sus pensamientos en las hojas de unos cuadernos, a la vez registros de vida e informes de muerte. En las páginas dibuja el cementerio que ella misma ha erigido bajo tierra, en el subsuelo que acoge los cadáveres que la montaña parece estar engendrando, partos de venganzas y asesinatos y abandonos.
Porque la sangre –materna y matricida– es veneno.
«La sangre materna en la tierra»: el coro de las Euménides
Las Furias romanas son hermanas siamesas de las Erinias griegas. Hijas de Gea (la madre tierra) y de Urano (el padre cielo), nacieron de las gotas de sangre de este último que cayeron al suelo cuando su hijo Crono (el tiempo sin comienzo ni final) lo castró. Enmarcadas por las coordenadas de la experiencia humana, ejecutan la ley familiar exigiendo venganza por los crímenes cometidos contra la genealogía. Su conocimiento es atávico, propio de las divinidades más antiguas del panteón helénico. Mayores que el padrastro Zeus, viven en la tiniebla del inframundo y allí observan y sentencian para perseguir a los culpables cruzando la geografía política que es escenario de las tragedias de Esquilo.
La única trilogía íntegra del teatro ateniense del siglo V es la Orestíada, el quiebre del destino trágico (inaugurado por Tántalo, culpable de sacrificar a su propio hijo) que se cernía sobre la familia de los Atridas y que el héroe Orestes revierte. En Agamenón, la primera tragedia de la narración triple, el rey de Argos vuelve de Troya y descubre que su esposa, Clitemnestra, lleva diez años siéndole infiel con Egisto, empeñado en reclamar el trono. En las Coéforas, entran en escena Electra y Orestes, hijos de Agamenón y Clitemnestra: tienen hambre de venganza, matan a Egisto y a su propia madre y ella invoca a las Erinias. Orestes es el único que puede verlas. Protagonistas de las Euménides, las «venerables diosas» gritan la condena del matricidio, la persecución del hijo que devora su propia sangre. Entonan su canto desde Delfos hasta Atenas y allí, en el tribunal del Areópago –la colina rocosa que roza con el ágora– defienden su ley: «aquí está el canto, frenético, / extravío que arruina la razón / himno de las Erinias, / cadena del pensamiento», Orestes merece el castigo eterno. Pero Apolo y Atenea interceden y el matricida se salva. Las Erinias se vuelven entonces Euménides, es decir, benévolas, en una antífrasis perfecta: «se encargan de garantizar la fecundidad de Atenas», escribe Nicole Loraux en La ciudad dividida, protegen la fertilidad del cuerpo social y de su discurso.
Diosas de la memoria, encarnan el pasado en el presente de sus voces, en la furia de la palabra venenosa que el nombre nuevo no oculta. Así de benévola es también la montaña que pulsa en la novela de Fernanda Trías, cuna y ataúd en el ciclo orgánico que atraviesa la piel de su centinela. «La montaña no conoció a su madre; no conoció a su padre. […] Ella se sentía huérfana de memoria» y la montañera se convierte en hija y madre, la marca radical de la pérdida. Hoja tras hoja, caligrafía en el papel su dolor íntimo, el matricidio emocional que despierta la sangre y embebe la ritualidad de los gestos. Limpiar la maleza, cuidar el cableado, cortar las ramas y las venas, escuchar el canto de las furias –y de su furia– en la niebla, desinfectar lo monstruoso y lo deseado con la misma precisión quirúrgica: «la montaña manda a sus criaturas a limpiar la muerte».
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«Tre furie infernal di sangue tinte»: el cuerpo dantesco
La montañera tiene un espejo o una sombra u otro cuerpo: el Celador. Los dos custodian la montaña, los une el umbral indescifrable de nubes y cielo, los separan la mentira del pasado y el secreto del presente. Cuánta potencia narrativa encapsulan las escenas que ambos personajes protagonizan, aislados en el instante de sus encuentros hechos de silencios, luego de cotidianidad y finalmente de herida y súplica y rechazo. La montañera se quema las carnes, incendiar la piel es prender fuego a la memoria.
También lo hacen otras furias, en el canto noveno del Infierno dantesco. El poeta y Virgilio, su guía, han descendido los primeros cinco círculos del primer reino, el frío se vuelve cada vez más intenso y los encuentros más desgarradores. A las puertas de la ciudad de Dite, que cerca los círculos del sexto al noveno, los amenazan «tres furias infernales, con aspecto / y miembros de mujer, llenas de sangre, / con verdes hidras en el cinto y otras / serpientes y cerastas en el pelo / que coronaban sus feroces testas. / Reconoció mi guía a las esclavas / de la reina del llanto eterno y dijo: Mira, ésas son las pérfidas Erinias». Se golpean al pecho con las palmas, se arrancan la piel con las uñas y gritan tan fuerte que Dante tiene miedo y abraza a su maestro. El viaje continuará, también en este caso por intervención divina.
En El monte de las furias no hay redención: «La sangre se me envenenó y ya no puedo amar el mundo», confiesa la montañera. Su mirada es el testimonio de una laceración física y simbólica, proyectada en el divorcio entre las palabras y la memoria de sus significados. Por eso escribe, para recordar y luchar con la palabra madre, la palabra tierra, la palabra ternura, la palabra deseo. «Los deseos tenaces como un perro / que se obstina en negar el abandono. […] Mis erinias –criaturas malcriadas, / panteras en la alfombra– / piden, muerden despojos», escribe Aurora Luque en el poema Erinias. La furia es ausencia.

Fernanda Trías en Madrid en 2022. Crédito: Lisbeth Salas.
«¿Cómo desamarrarme de mi madre?»
La furia es también batalla con la presencia. La niebla anuncia la aparición de los cadáveres a la mujer que sabe leer el lenguaje del monte, ella está preparada para limpiar, curar y enterrar. A cada cuerpo muerto le corresponde la ficción de estar acompañada en el derrame del veneno, que palpita en la sangre y fluye en las entrañas del suelo, junto a las raíces secas de su haber sido hija, de los sueños castrados y el recuerdo del hombre que algún día amó. «Yo también estuve abierta alguna vez. Pero ahora estoy cerrada y el veneno no encuentra una ruta de escape», dice.
El veneno es como la venganza de las Erinias, ineludible como la nube que pesa sobre la boca de la montaña, acuática y boscosa, la selva oscura de los pensamientos colocados en los cuadernos como en un álbum de fotos. La montañera tiene un tesoro o un arma que le permite imaginar otra mirada: una vieja cámara que custodia como si fuera una prolongación de sí misma. Entre el ojo y lo que la retina enfoca hay un cristal y ahí, en el velo imperfecto, percepción y pensamiento se desafían. La imagen impresa guarda los rastros del combate, la huella de lo invisible en el negativo (digámoslo así, diría la montañera).
«¿Cuánto hace que estás sola y que no hablás con un ser humano?, preguntó el coro». Sí, la montañera también tiene un coro o una letanía que la visita sin perseguirla, que le ofrece la ficción de volver a ser hija y tener a un padre misericordioso en un reino de cielos transparentes. Fernanda Trías dibuja a las dos mujeres que lo componen con la exactitud del detalle que, en unos zapatos o en unas manos entrecruzadas, sugiere la biografía, la pertenencia a una comunidad social y religiosa, la limosna disfrazada de generosidad y buenas intenciones. Y los detalles, cicatrizados en las rocas, los árboles, los brotes que invaden la habitación de la protagonista, también trazan el espacio de la soledad. Como la montaña, su guardiana también es huérfana, huérfana de futuro.
La luna anuncia la sangre menstrual y el monte se hace pozo que acoge la biología repetida, la confirmación de otra soledad. Un nuevo cuerpo aparece, coágulo de la fusión entre la montañera y su monte que ahora se hace útero, en una escena de potencia absoluta, prolongada en el tiempo interno de la novela y en la vivencia de su protagonista. Veintiún días después, el monte se hace cueva de la fiebre y el dolor que engendra el vacío: «todo lo que no está ocupa mucho espacio», como la madre de la guardiana. Su presencia impregna cada fibra de la identidad de la mujer que fue niña y tuvo que convertirse en adulta sin transiciones, envuelta en los gases de sus sueños evaporados. «Yo te traje al mundo, decía mi madre, yo te di la vida e inmediatamente me veía con una gigantesca deuda en las manos, una bolsa invisible de monedas que debería cargar para siempre», reconocía la protagonista de Mugre rosa. La misma deuda se incrusta en los órganos de la narradora de El monte de las furias y se vuelve culpa, venganza, veneno. Por eso ella sólo quiso desamarrarse de su madre, en contra de la esencia misma del hechizo que se propone aferrar un cuerpo y una mente y atarlos a otro cuerpo y a otra mente con el poder de la magia botánica, de la fórmula verbal, de la suspensión de realidad que asigna la primacía a la intención y al azar inexplicable. Pero las furias del monte reclaman la ejecución de sus propias leyes, la entrega de las carnes y el deseo de sus criaturas, para coserlos y contener la sangre.
La montañera fue Orestes y Dante, perseguida por la visión de su pasado, empapada en el veneno de su genealogía, pero nadie se apiadó de ella, ninguna divinidad intercedió para que salvara el linaje y cruzara el infierno hasta contemplar las estrellas y abrirse hacia otro horizonte. Sólo la montaña cura los puntos de sutura, en la verticalidad de su pico y la horizontalidad de la niebla. En medio, la mujer penetra y excava el riego eterno de su dolor. Y la montaña lo sabe, «está hecha de tiempo».
Bibliografía citada
Aurora Luque, Las sirenas de abajo. Poesía reunida (1982-2022), Barcelona, Acantilado, 2023.
Dante Alighieri, Comedia, trad. de José María Micó, Barcelona, Acantilado, 2018.
Esquilo, Orestíada – Agamenón, Las Coéforas, Las Euménides, trad. de David García Pérez, Ciudad de México, UMAM, 2021.
Fernanda Trías, Mugre rosa, Barcelona, Literatura Random House, 2021.
Nicole Loraux, La ciudad dividida. El olvido en la memoria de Atenas, trad. de Sara Vassallo, Madrid, Katz Editores, 2008.
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