Bill Gates antes de ser Bill Gates: scouts, computación y neurodivergencia
«Si estuviera creciendo hoy en día, probablemente me diagnosticarían un trastorno del espectro autista. En los años de mi infancia, que el cerebro de algunas personas procesa la información de un modo distinto que el de otras no era un hecho ampliamente conocido. (El término "neurodivergente" no sería acuñado hasta los años noventa). Mis padres no tenían guías o manuales que les permitieran comprender por qué su hijo se obsesionaba tanto con ciertos proyectos, no captaba las señales sociales y podía ser grosero o incorrecto sin percibir al parecer el efecto que su actitud tenía en los demás». Estas líneas forman parte de «Código fuente» (Plaza & Janés, febrero de 2025), un libro que no trata sobre la época dorada de Microsoft ni sobre la creación de la Gates Foundation, tampoco sobre el futuro de la tecnología. «Código fuente» es la historia de cómo Bill Gates se convirtió en quien es hoy, de su infancia y de sus tempranos intereses y proyectos. A continuación, LENGUA reproduce dos extractos de esta iluminadora biografía (el prólogo íntegro y una parte del epílogo): en ellos, uno de los líderes más transformadores e influyentes del mundo moderno ofrece una imagen hasta ahora inédita de sí mismo con un relato que va de los Scouts a la escuela Lakeside pasando por unos padres transigentes o los primeros escarceos con la programación.
Por Bill Gates

El joven Bill Gates preparándose para una excursión invernal en 1967. Crédito: Foto de la colección personal del autor.
Cuando tenía unos trece años, empecé a salir con un grupo de chicos que se reunían habitualmente para hacer largas excursiones por las montañas cercanas a Seattle. Nos conocimos siendo boy scouts. Hacíamos mucho senderismo y muchas acampadas con nuestra tropa, pero muy poco después formamos una especie de grupo separado con el que salíamos a hacer nuestras propias expediciones —y así es como las considerábamos, expediciones—. Queríamos más libertad y más riesgos que en las excursiones que nos ofrecían los Scouts.
Normalmente éramos cinco: Mike, Rocky, Reilly, Danny y yo. Mike era el líder; tenía unos años más que el resto y mucha más experiencia al aire libre. Durante tres años o así anduvimos cientos de kilómetros juntos. Recorrimos el parque nacional Olympic, al oeste de Seattle, y el área protegida de Glacier Peak, al nordeste, e hicimos excursiones por la costa del Pacífico. A menudo, nos íbamos siete días seguidos o más, con la única guía de unos mapas topográficos, atravesando viejos bosques y playas rocosas en donde tratábamos de cronometrar las mareas mientras las recorríamos a toda prisa. Durante las vacaciones escolares, viajábamos para hacer senderismo o acampada, hiciera el tiempo que hiciera, lo que en el noroeste del Pacífico a menudo significaba una semana de pantalones de lana del ejército empapados que nos producían picores y de dedos de los pies que parecían ciruelas pasas. No hacíamos alpinismo técnico. Nada de cuerdas, eslingas ni escarpadas paredes de roca. Solo caminatas largas y duras. No había peligro más allá del hecho de que éramos unos adolescentes que nos adentrábamos en las montañas a muchas horas de distancia de cualquier ayuda y mucho antes de que los teléfonos móviles existiesen.
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Con el paso del tiempo, nos convertimos en un equipo desenvuelto y muy unido. Concluíamos una larga jornada de caminata, decidíamos dónde acampar y, sin apenas decirnos nada, cada uno se encargaba de su labor. Mike y Rocky podían atar la lona que nos haría de techo durante la noche. Danny rebuscaba entre la maleza madera seca y Reilly y yo nos encargábamos de frotar un palo con unas ramitas para encender la hoguera que tendríamos de noche.
Y, luego, comíamos. Comida barata que no pesara mucho en nuestras mochilas, pero que fuese suficientemente sustanciosa como para alimentarnos durante el viaje. Nunca hubo nada que supiera mejor. Para la cena cortábamos un trozo de jamón enlatado y lo mezclábamos con paquetes de comida preparada, ya fuera pasta condimentada o ternera Stroganoff. Por la mañana podíamos tomar una mezcla de polvos instantáneos para desayunar u otros que con agua se transformaban en una tortilla rellena de pimientos verdes, jamón y cebolla, al menos eso decía en la caja. Mi desayuno favorito: Smokie Links de Oscar Mayer, unas salchichas que se anunciaban como «solo de carne» y que ya no existen. Usábamos una única sartén para preparar la mayor parte de la comida, y la servíamos en unas latas de aluminio que cada uno llevábamos. Aquellas latas eran nuestro balde para el agua, nuestro cazo y nuestro cuenco para la avena. No sé quién de nosotros inventó la bebida caliente de frambuesa. No es que se tratara de una gran innovación culinaria: nos limitábamos a añadir los polvos instantáneos de gelatina al agua hirviendo y nos la bebíamos. Servía como postre o como chute de azúcar por las mañanas, antes de la jornada de senderismo.
Para los primeros años de mi adolescencia, mis padres ya habían aceptado que yo era diferente a muchos de mis compañeros y habían aprendido que necesitaba una cierta independencia para abrirme camino en el mundo.
Estábamos lejos de nuestros padres y del control de ningún adulto, tomando nuestras propias decisiones en cuanto a dónde ir, qué comer, cuándo dormir, sopesando por nuestra cuenta qué riesgos asumir. En la escuela, ninguno de nosotros éramos chicos populares. Solo Danny participaba en un deporte de equipo, el baloncesto, y pronto lo dejó para tener más tiempo para nuestras excursiones. Yo era el más delgado del grupo y normalmente el más friolero, y siempre sentía que era más débil que el resto. Aun así, me gustaba el desafío físico, y la sensación de autonomía. Aunque el senderismo se estaba convirtiendo en una actividad popular en nuestra zona del país, no muchos adolescentes deambulaban solos por los bosques durante ocho días.
Dicho esto, estábamos en la década de 1970 y las actitudes hacia la crianza eran más relajadas que en la actualidad. Por lo general, los niños tenían más libertad. Y para los primeros años de mi adolescencia, mis padres ya habían aceptado que yo era diferente a muchos de mis compañeros y habían aprendido que necesitaba una cierta independencia para abrirme camino en el mundo. Llegar a esa conclusión requirió un gran esfuerzo, especialmente para mi madre, pero tuvo un papel decisivo en convertirme en la persona que llegaría a ser.
Al recordarlo ahora, estoy seguro de que todos nosotros buscábamos en aquellos viajes algo más que la camaradería o la sensación de logro. Estábamos en esa edad en la que los niños ponen a prueba sus límites, experimentan con diferentes identidades, y a veces también sienten un anhelo por vivir grandes experiencias, experiencias trascendentales. Yo había comenzado a sentir un claro deseo de averiguar cuál sería mi camino. No estaba seguro de la dirección que tomaría, pero sí de que tendría que ser algo interesante y relevante.

Gates con su familia en 1965. Crédito: Foto de la colección personal del autor.
En aquellos años, también pasaba mucho tiempo con otro grupo de chicos. Kent, Paul, Ric y yo íbamos al mismo centro escolar, el Lakeside, que había creado un método por el que los estudiantes se conectaban con una computadora central a través de una línea telefónica. En aquel entonces, era tremendamente inusual que los adolescentes tuvieran acceso a cualquier tipo de computadora. Los cuatro terminamos aficionándonos y dedicando todo nuestro tiempo libre a elaborar programas cada vez más sofisticados y a explorar qué podíamos hacer con aquella máquina electrónica.
A primera vista, la diferencia entre el senderismo y la programación no podría ser mayor. Pero ambas actividades suponían una especie de aventura. Con aquellos dos grupos de amigos yo estaba explorando nuevos mundos, viajando a lugares a los que la mayoría de los adultos no podían llegar. Al igual que el senderismo, la programación encajaba conmigo porque me permitía determinar mi propia medida del éxito, no tenía límites y no dependía de lo rápido que pudiera correr ni de lo lejos que pudiera lanzar. La lógica, la capacidad de concentración y la resistencia necesarias para escribir programas largos y complicados formaban parte de mi naturaleza. Y, al contrario que en el senderismo, en ese grupo de amigos yo era el líder.
Al igual que el senderismo, la programación encajaba conmigo porque me permitía determinar mi propia medida del éxito, no tenía límites y no dependía de lo rápido que pudiera correr ni de lo lejos que pudiera lanzar.
Hacia el final de mi segundo año, en junio de 1971, Mike me llamó para proponerme nuestro próximo recorrido: ochenta kilómetros en los montes Olympic. La ruta que eligió se llamaba sendero de la Expedición de Prensa, en honor a un grupo que había explorado la zona en 1890 con el patrocinio de un periódico. ¿Se refería al mismo viaje en el que aquellos hombres estuvieron a punto de morir de hambre y con las ropas podridas sobre sus cuerpos? Sí, pero eso fue hace mucho tiempo, dijo.
Ocho décadas más tarde seguía siendo una ruta difícil; ese año había nevado mucho, así que se trataba de una propuesta especialmente intimidante. Pero como todos los demás —Rocky, Reilly y Danny— se mostraron dispuestos a hacerlo, no había forma de que yo pudiera rajarme. Además, un scout más joven, un chico que se llamaba Chip, se había apuntado. Tenía que ir.
El plan consistía en subir por el paso del Low Divide, bajar al río Quinault y, después, hacer el mismo recorrido de vuelta, pasando cada noche en refugios de madera que había por el camino. Seis o siete días en total. El primero fue fácil y pasamos la noche en un bonito prado cubierto de nieve. A lo largo del día o dos días siguientes, mientras subíamos por el Low Divide, la nieve se volvió más profunda. Cuando llegamos al lugar donde teníamos planeado pasar la noche, el refugio estaba enterrado en la nieve. Disfruté de un momento de íntimo júbilo. Seguramente tendremos que volvernos, pensé, y bajar hasta un refugio mucho más acogedor por el que habíamos pasado ese día. Encenderíamos una hoguera, nos calentaríamos y comeríamos.
Mike dijo que lo sometiéramos a votación: volver o seguir hasta nuestro destino final. Cada una de las opciones implicaba una caminata de varias horas.
—Hemos pasado por un refugio más abajo, a unos quinientos metros. Podríamos volver a bajar y quedarnos allí o continuar hasta el río Quinault —explicó Mike.
No fue necesario que aclarara que retroceder implicaba abortar nuestra misión de llegar hasta el río. Cuando levantamos las manos, quedó claro que yo estaba en minoría.
—¿Tú qué opinas, Dan? —preguntó Mike. Danny era el segundo en nuestra cadena de mando extraoficial. Era más alto que los demás y un senderista muy capaz y de piernas largas que parecía no cansarse nunca. Lo que él dijera influiría en el voto.
—Bueno, ya casi hemos llegado, quizá deberíamos continuar —contestó Danny. Según se alzaban las manos, quedó claro que me encontraba en minoría. Seguimos.
Cuando llevábamos avanzados unos minutos más por el sendero, protesté:
—Danny, no estoy contento contigo. Podrías haber evitado esto. —Estaba de broma… más o menos.
Recuerdo esa ruta por el frío y por lo mal que lo pasé aquel día. También lo recuerdo por lo que hice a continuación. Me refugié en mis pensamientos.
Imaginé un código computacional.

Bill Gates haciendo cálculos en una pizarra del colegio Lakeside, alrededor de 1973. Crédito: Foto de la colección personal del autor.
Por aquella época, a la escuela Lakeside le habían prestado una computadora que se llamaba PDP-8, fabricada por Digital Equipment Corp. Era 1971 y, aunque yo ya estaba muy metido en el emergente mundo de las computadoras, jamás había visto nada así. Hasta ese momento, mis amigos y yo utilizábamos solamente enormes computadoras centrales que se compartían de manera simultánea con otras personas. Normalmente nos conectábamos a ellas a través de una línea telefónica o estaban ubicadas en otra habitación. Pero la PDP-8 había sido diseñada para que la utilizara directamente una persona y era suficientemente pequeña como para colocarla en la mesa a tu lado. Probablemente, era lo más cercano en aquella época a los ordenadores personales que serían comunes, más o menos, una década después, aunque pesaba treinta y seis kilos y costaba ocho mil quinientos dólares. Como desafío, decidí probar a escribir una versión del lenguaje de programación BASIC para la nueva computadora.
Antes de la excursión, yo estaba trabajando en la parte del programa que le daría a la computadora la orden por la que realizaría operaciones cuando alguien introdujera una expresión como 3(2 + 5) × 8 - 3 o quisiera crear un juego que necesitara de operaciones matemáticas complejas. En la programación, a esa herramienta se la conoce como evaluador de fórmulas. Mientras caminaba fatigosamente con la mirada puesta en el suelo que tenía delante, iba desarrollando mi evaluador, dándole vueltas en la cabeza a los pasos que había que dar para ejecutar las operaciones. Lo fundamental era que ocupara poco. Las computadoras de entonces tenían muy poca memoria, lo que implicaba que los programas tenían que ser austeros y escribirse utilizando cuantos menos códigos posibles para que no acapararan mucho espacio. La PDP-8 solo tenía 6 kilobytes de la memoria que utiliza un ordenador para almacenar los datos en los que está trabajando. Yo tenía que desarrollar el código y después tratar de averiguar el modo en que la computadora cumpliría mis órdenes. El ritmo de la caminata me ayudaba a pensar, muy parecido a una costumbre que tenía de balancearme sin moverme del sitio. Durante el resto del día, mi mente estuvo completamente inmersa en mi rompecabezas de codificación. Mientras descendíamos al fondo del valle, la nieve dio paso a un sendero con cierta pendiente que atravesaba un viejo bosque de píceas y abetos, hasta que llegamos al río, levantamos el campamento, comimos nuestra ternera Stroganoff y, por fin, nos dormimos.
(…) Yo tenía que desarrollar el código y después tratar de averiguar el modo en que la computadora cumpliría mis órdenes. El ritmo de la caminata me ayudaba a pensar, muy parecido a una costumbre que tenía de balancearme sin moverme del sitio. Durante el resto del día, mi mente estuvo completamente inmersa en mi rompecabezas de codificación.
A primera hora de la mañana siguiente estábamos volviendo a subir por el Low Divide con mucho viento y aguanieve que nos azotaban de lado en la cara. Nos detuvimos bajo un árbol el tiempo suficiente como para compartir un paquete de galletas saladas Ritz y continuamos. Cada punto de acampada que encontramos estaba lleno de otros senderistas que aguardaban a que acabara la tormenta. Así que continuamos, añadiendo más horas a un día interminable. Al cruzar un arroyo, Chip cayó y se dañó la rodilla. Mike le limpió la herida y le puso unas tiritas tipo mariposa; a partir de ahí nos movimos a la velocidad que nos permitía la cojera de Chip. Durante todo ese tiempo fui puliendo mi código en silencio. Apenas pronuncié una palabra durante los treinta y dos kilómetros que recorrimos aquel día. Al final llegamos a un refugio en el que quedaba espacio y acampamos.
Como dice la famosa frase «Si tuviera más tiempo, habría escrito una carta más corta», resulta más fácil elaborar un programa con un código chapucero que ocupe varias páginas que escribir el mismo programa en una sola. La versión chapucera podría también ejecutarse de una forma más lenta y necesitar más memoria. A lo largo de aquella caminata, tuve tiempo de acortarla. Durante aquel largo y último día, la reduje más, como si hubiese ido tallando pequeños trocitos de un palo para afilar la punta. El resultado parecía eficiente y gratamente sencillo. Fue de lejos el mejor código que he escrito nunca.
Mientras hacíamos el camino de regreso al punto de partida, a la tarde siguiente, la lluvia finalmente cesó para dejar paso por fin a un cielo despejado y la luz del sol. Sentí la euforia que siempre me invadía después de una excursión, cuando todo el esfuerzo había quedado atrás.
Al empezar de nuevo las clases en otoño, quienquiera que nos prestara la PDP-8 había pedido que se le devolviera. Nunca terminé mi proyecto BASIC. Pero el código que desarrollé en aquella excursión, mi evaluador de fórmulas, y su belleza se quedaron conmigo.
Tres años y medio más tarde, cuando me encontraba en el segundo año de universidad y todavía inseguro sobre el camino que quería tomar en la vida, Paul, uno de mis amigos de Lakeside, irrumpió en mi habitación con noticias de una computadora revolucionaria. Yo sabía que podíamos escribir lenguaje BASIC para ella; teníamos un punto de partida. Lo primero que hice fue acordarme de aquel aciago día en el Low Divide y recuperar de mi memoria el código de evaluación que había desarrollado. Lo tecleé en una computadora, y así planté la semilla de lo que se convertiría en una de las compañías más importantes del mundo y el comienzo de una nueva industria.
***

Gates trabajando junto con su compañero de clase y futuro cofundador de Microsoft, Paul Allen (a la izquierda), en el colegio Lakeside en 1970. Crédito: Lakeside School Archives.
Con frecuencia, las historias de éxito reducen a las personas a estereotipos: el niño prodigio, el ingeniero genial, el diseñador iconoclasta, el magnate paradójico. En mi caso, me asombra la serie de circunstancias únicas —en gran parte, fuera de mi control— que modelaron tanto mi carácter como mi carrera. Es imposible sobrestimar el privilegio inmerecido del que gozaba: haber nacido en un país rico como Estados Unidos constituye en gran parte un billete de lotería ganador congénito, como lo es también el hecho de haber nacido blanco y hombre en una sociedad que favorece a los hombres blancos.
Añádase a eso mi afortunada secuencia vital. Era un crío rebelde en la academia Acorn justo cuando unos ingenieros encontraron el modo de integrar diminutos circuitos en un pedazo de silicio, dando a luz al chip semiconductor. Más adelante, estaba colocando libros en los estantes de la biblioteca de la señora Caffiere cuando otro ingeniero predijo que en el futuro aquellos circuitos se volverían más y más pequeños a un ritmo exponencial. Para cuando empecé a programar, a los trece años, los chips almacenaban los datos en las grandes computadoras a las que teníamos difícil acceso, y, para cuando me saqué el permiso de conducir, las principales funciones de un ordenador entero podían caber en un solo chip.
Darme cuenta tempranamente de que tenía aptitud para las matemáticas fue un paso decisivo en mi historia. En su maravilloso libro How Not to Be Wrong, el matemático Jordan Ellenberg observa que «saber matemáticas es como llevar unas gafas de rayos X que revelan estructuras ocultas por debajo de la confusa y caótica superficie del mundo». Esas gafas de rayos X me ayudaron a identificar el orden subyacente al caos y reforzaron mi intuición de que la respuesta correcta siempre existía en alguna parte: solo debía encontrarla. Esa visión me llegó en uno de los momentos más formativos de la vida de un niño, cuando el cerebro está transformándose en una herramienta más especializada y eficiente. La facilidad para los números me dio confianza, e incluso una sensación de seguridad.
Cuando tenía poco más de treinta años, pasé unas insólitas vacaciones viendo películas de las clases de Física de Richard Feynman a sus alumnos universitarios. Me quedé inmediatamente cautivado por el absoluto dominio que tenía de su disciplina y por el asombro infantil que mostraba al explicarla. Rápidamente leí todo lo que pude encontrar de su obra. Reconocí la alegría que sentía al adquirir nuevos conocimientos y explorar los misterios del mundo: «el placer de descubrir cosas», según sus palabras. «Ese es el oro, esa es la emoción, la recompensa que obtienes a cambio de todo el pensamiento disciplinado y el duro trabajo», explicaba en Qué significa todo eso.
Feynman era un caso especial, un genio con una singular comprensión del mundo —tan amplia como profunda— y con una capacidad para avanzar mediante la razón a través de enigmas de campos muy diversos. Pero él formula a la perfección la sensación que arraigó en mí de niño, cuando empecé a construir modelos mentales que me ayudaban a visualizar cómo encajaban las piezas del mundo. A medida que acumulé más conocimientos, los modelos se volvieron más sofisticados. Ese fue mi camino hacia el software. Enganchado a la codificación en Lakeside, y a través de los pasos que vinieron después, desde hackear en C-al-Cubo hasta el trabajo en TRW, me dejé llevar con intensidad por el amor hacia lo que estaba aprendiendo, al tiempo que acumulaba experiencia justo cuando hacía falta: en el amanecer del ordenador personal.
Si estuviera creciendo hoy en día, probablemente me diagnosticarían un trastorno del espectro autista (...). Mis padres no tenían guías o manuales que les permitieran comprender por qué su hijo se obsesionaba tanto con ciertos proyectos, no captaba las señales sociales y podía ser grosero o incorrecto sin percibir al parecer el efecto que su actitud tenía en los demás.
La curiosidad no puede satisfacerse en el vacío, por supuesto. Requiere cuidados, recursos, orientación, apoyo. Cuando el doctor Cressey me dijo que yo era un chico afortunado, no me cabe duda de que estaba pensando principalmente en la suerte que había tenido al ser hijo de Bill y Mary Gates, unos padres que batallaron con su complicado hijo pero que a la larga pareció que sabían intuitivamente cómo guiarle.
Si estuviera creciendo hoy en día, probablemente me diagnosticarían un trastorno del espectro autista. En los años de mi infancia, que el cerebro de algunas personas procesa la información de un modo distinto que el de otras no era un hecho ampliamente conocido. (El término «neurodivergente» no sería acuñado hasta los años noventa). Mis padres no tenían guías o manuales que les permitieran comprender por qué su hijo se obsesionaba tanto con ciertos proyectos (el diminuto estado de Delaware), no captaba las señales sociales y podía ser grosero o incorrecto sin percibir al parecer el efecto que su actitud tenía en los demás. No puedo saber si eso es algo que el doctor Cressey reconoció o mencionó. Lo que sí sé es que mis padres me brindaron la combinación exacta de presión y apoyo que necesitaba: me dieron margen para crecer emocionalmente y me proporcionaron oportunidades para desarrollar mis dotes sociales. En vez de dejar que me volviera hacia dentro, me empujaron a salir al mundo: al equipo de béisbol, a los Cub Scouts, a las cenas de las demás familias de Cheerio. Y me expusieron constantemente a los adultos, sumergiéndome en el lenguaje y las ideas de sus amigos y colegas, que alimentaban mi curiosidad sobre el mundo más allá de la escuela. Incluso con su influencia, mi lado social tardaría en desarrollarse, así como mi consciencia del impacto que podía causar en otras personas. Pero eso llegó con la edad, la experiencia, mis hijos, y gracias a ello soy mejor ahora. Me habría gustado que llegara antes, aunque no cambiaría el cerebro que me ha tocado por nada del mundo.
El «frente sólido» que mantuvieron mis padres, expuesto por mi madre en la carta que escribió a mi padre antes de que se casaran, nunca flaqueó, pero también permitió que los rasgos que los diferenciaban modelaran mi carácter. Nunca tendré la tranquila actitud de mi padre, pero él me infundió un sentimiento fundamental de seguridad y capacidad. La influencia de mi madre fue más compleja. Sus expectativas, internalizadas por mí, dieron lugar a una ambición aún mayor de alcanzar el éxito, de destacar, de hacer algo importante. Era como si yo necesitara saltar el listón de mi madre con un margen tan sobrado que ya no quedara nada más que decir.
Pero, por supuesto, siempre había algo más que decir. Era mi madre quien me recordaba regularmente que yo era solo un administrador de toda la riqueza que adquiriera. Con la riqueza venía la responsabilidad de repartirla, me decía. Lamento que mi madre no viviera lo suficiente para ver hasta qué punto he tratado de satisfacer plenamente esa expectativa: falleció en 1994, a los sesenta y cuatro años, de un cáncer de mama. Sería mi padre, en los años posteriores a la muerte de mi madre, el que me ayudara a poner en marcha nuestra fundación y el que ejerció como copresidente durante años, aportando la misma decencia y compasión que tan buenos frutos habían dado durante su carrera de abogado. La mayor parte de mi vida me he concentrado en lo que hay delante. Incluso ahora, la mayoría de los días trabajo en anhelados avances que puede que tarden años en darse, si es que llegan a darse. Según me hago mayor, sin embargo, me descubro mirando atrás cada vez más. Resulta que ensamblar recuerdos me ayuda a entenderme mejor. Es una maravilla de la edad adulta darse cuenta de que, cuando eliminas todos los años y todo el aprendizaje, gran parte de lo que eres estaba ahí desde el principio. De muchas maneras, aún soy ese niño de ocho años sentado en la mesa del comedor de Gami mientras ella reparte las cartas. Noto la misma sensación de anticipación, un crío alerta y queriendo darle un sentido a todo.
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