Hacemos más fotos de las que llegaremos a ver: el selfi explicado por Iván de la nuez
«Iconofagias» (Debate), de Iván de la Nuez, es un diccionario fundamental contra el ruido y la indigestión que genera la avalancha iconográfica de la cultura contemporánea. Porque hoy, con las cámaras de los teléfonos convertidas en apéndices humanos, generamos muchas más imágenes de las que podemos consumir, imágenes que nos someten y ante las que, a veces, no queda más que sublevarse. En este libro, el ensayista, crítico y comisario de arte cubano define esta omnipresencia como «iconocracia», un término que afianza la tiranía de la imagen pero que, al mismo tiempo, nos permite contrarrestarla, que es lo que él trata de hacer con este diccionario en cuyos capítulos brillan con luz propia voces e imágenes. Bajo estas líneas, LENGUA reproduce el apartado dedicado al selfi.
Por Iván de la Nuez
¡Sonríe! Crédito: Getty Images.
En esta época gobernada por la iconocracia, es prácticamente imposible encontrarse un museo dedicado al autorretrato, pero muy fácil toparnos con uno dedicado al selfi. El primero se inauguró en Glendale, California, y es un parque temático dispuesto para que nos fotografiemos en distintas épocas, posiciones, acompañantes o paisajes.
Dado que la humanidad lleva siglos pintándose a sí misma, lo normal sería que el selfi fuera un episodio en la historia del autorretrato (como el ready made debiera serlo del arte). Pero, en este museo californiano, la lógica funciona al revés: aquí el autorretrato queda convertido en un capítulo del selfi.
Si algunos artistas intentaron, durante siglos, atrapar un «yo» en peligro de extinción, del «yo» expandido por el selfi no podemos desasirnos en ningún momento. Y si el autorretrato de otras épocas se aferraba, contra viento y marea, a una primera persona que resultaba difícil soltar, el selfi reproduce un «yo» ubicuo que resulta imposible reprimir.
De alguna manera, el selfi es el autorretrato de este presente en el que cualquiera, para dejar su huella en este mundo, dispone de medios que antes eran exclusivos de los artistas. La forma que adquiere el ego en una economía cuya sobredosis de oferta ha pulverizado cualquier jerarquía que hubiera podido tener, alguna vez, la demanda. Producimos más mercancías de las que podemos consumir de la misma manera que hacemos más fotos de las que podemos llegar a ver.
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Se da el caso, además, de que esas mercancías y fotos no están ahí esperando por nuestra atención, sino para asaltarnos sin previo aviso. Al final, la demanda somos nosotros. Así, los criterios de selección, cocción o digestión que definieron a la cultura del siglo XX quedan sepultados. Y, con ellos, las teorías de Oswald de Andrade, Fernando Ortiz, Bronislaw Malinowski, Lévi-Strauss o Mijaíl Bajtín que le daban asidero a ese ciclo.
La megalomanía acrítica de este siglo XXI parece renunciar a buscar alternativas al malestar de la cultura, solazada en un egotrip para el cual yo soy yo y mi circunstancia, sólo que esa circunstancia… ¡también soy yo! (Y nadie más que yo).
Parafraseando la antigua conga cubana, «un autobombo, mamita, me está llamando».
¿De qué sirven tantos discursos enalteciendo al otro, si los dispositivos por los que viajan esos postulados no hacen más que brincar del blink al zapping, del wasap al tuit, del clic al like, siempre girando sobre nosotros mismos? ¿Para qué pasarnos el día y la noche compartiendo todo lo que hacemos si eso sólo funciona para transmitir nuestro ombligo? Al vértigo de este postfordismo ya no le basta con la autoexplotación, que hoy se resume en el «Hágalo (todo) usted mismo». Ahora, además, ésta ha de venir aderezada con el discurso onanista del «Hable (sólo) sobre usted mismo».
En esa circunstancia, las predicciones de Marcel Duchamp —todo puede convertirse en arte— o de Joseph Beuys —todo el mundo puede ser un artista— alcanzan su clímax. Aunque no debido a la democratización, sino a la masificación. Justo en ese punto en que la cámara lúcida —que invocaba Roland Barthes— pierde la tilde y se convierte, simplemente, en cámara lucida. El artefacto perfecto para espolear una vanidad que ha dejado de buscar «un rostro en la muchedumbre», pues ya la multitud no es otra cosa que el Googlegrama de un rostro indiferenciado que somos todos y nadie, yo y ninguno, vivos y muertos.
El novelista español Manuel Vilas ha escrito sobre el impacto de todo esto en la literatura. Desentendiéndose de la autoficción, este narrador da por bueno el «destape del yo» en la novela posterior al franquismo, obligada a ganar en autobiografía lo que necesitaba perder en pudor. El crítico cubano Gilberto Padilla contrapone a esta visión una teoría más extrema, llegando incluso a detectar la existencia de una literatura-selfi que se explaya desde la compulsión de los escritores por retratarse hasta las poses en las solapas o el autobombo casi obligatorio en las redes sociales.
Si traspasamos el tema al arte contemporáneo, encontramos que el crítico estadounidense JJ Charlesworth es aún más apocalíptico con esta eclosión narcisista. Para él, no estaríamos hablando de un síntoma aislado sino de un descalabro estructural que abarca a todo el sistema y que, finalmente, acabará por «matar al arte».
Nueva York, circa 1968. Autorretrato de la fotógrafa Diane Arbus. Crédito: Getty Images.
No conviene subestimar la constante megalómana de la historia del arte, cuando no existían ni selfis ni redes: basta un viaje desde Picasso hasta Warhol con escala en Dalí. Ni olvidar que, a la inversa de esa catarata de superyós, se ha remado arduamente a contracorriente de la hoguera de las vanidades, activando la crítica o directamente la burla contra ésta.
Tampoco omitamos aquellos años noventa que cerraron el siglo XX con una dedicación insufrible a exponer desayunos familiares, listas de todo tipo, camas sin hacer, restos del aburrimiento cotidiano...
El proyecto Selfiecity, por su parte, hurga en el repertorio de los posados y las estadísticas demográficas que éstos arrojan. Menos poéticas se presentan las gamberradas de Nutscaping y sus fotografías de paisajes sublimes con la presencia de genitales en primer plano. O las acciones radicales de un tal Buddy Bolton, que va cortando palos de selfi de manera frenética por Nueva York.
Exposiciones como Yo, mí, me, contigo, ideada por Pedro Vicente, han explorado una autobiografía en la que gana importancia la vida de los otros al tiempo que se rebaja la idolatría del artista como genio.
El autorretrato, a fin de cuentas, siempre fue un vehículo para afrontar el mundo desde un yo derrotado de antemano y que, por eso mismo, estaba obligado a hablar más allá de sí mismo. Entre una pintura de Da Vinci y otra de Van Gogh, entre una fotografía de Ramón y Cajal y otra de Diane Arbus, encontramos una navegación directa o sutil contra la marea.
Más allá del uso de cualquier soporte actual, quizá convenga recuperar ese espíritu. Trastocar el ya alcanzado imperativo de Warhol por el derecho de todos a quince minutos de fama, y reivindicar, de vez en cuando, el derecho a quince minutos de invisibilidad.