«Ese imbécil va a escribir una novela», de Juan José Millás
Un escritor que curiosamente responde al nombre de Juan José Millás recibe el encargo del periódico en el que colabora para escribir el que, cree, puede ser su último reportaje. Por ello debe pensar con cuidado el tema que sirva de broche de oro a toda una carrera. La búsqueda del reportaje perfecto despierta en su interior el recuerdo de un episodio de su pasado, envuelto en la niebla entre la realidad y lo imaginado, que lo sitúa frente a una parte de su vida olvidada en el devenir de los años. ¿Qué ocurrió con el director de la sucursal del Banco Hispano Americano al que fue a visitar una mañana de su infancia junto a su madre? ¿Y con su amigo de la universidad, Alberto? A continuación, LENGUA publica las primeras de «Ese imbécil va a escribir una novela» (Alfaguara, mayo de 2025), de Juan José Millás, quien aborda en este libro el misterio de la identidad, los límites de la ficción y el poder de la literatura para dar forma a lo real.
Por Juan José Millás

Uno
A la sucursal del Banco Hispano Americano de mi barrio se podía acceder desde dos calles diferentes, pues hacía esquina. Mi madre la abordaba por la puerta de María Moliner o por la de López de Hoyos sin ningún criterio razonable. Actuaba a impulsos de carácter mágico, por eso también cruzaba los dedos frente a las situaciones de peligro. En ocasiones los cruzaba a la vista de todos, haciendo ostentación de ello, como si se tratara de una broma, pero las más de las veces a escondidas, aunque yo, que vigilaba aquellos dedos con ansiedad infantil, sabía lo que hacían, incluso cuando mamá ocultaba las manos en los bolsillos del abrigo. Los cruzaba, por ejemplo, cada vez que escuchaba la palabra «cáncer», enfermedad de la que murió porque, pensé yo entonces, quizá no los había cruzado bien. Ya en el ataúd, cuando me incliné sobre ella para besarla, y dado que le habían puesto una mano sobre la otra, intenté cruzarle los de la de abajo, pero estaban rígidos.
No pude.
Volviendo a lo del banco, yo, al principio, creía que cada entrada daba lógicamente a un establecimiento distinto, por lo que se me hacía raro que fueran idénticos por dentro y que los ocuparan los mismos empleados. Pero me extrañaba al modo opaco y sin palabras en que a los niños les asombra el mundo, hasta que, no sin sorpresa, me di cuenta de que las dos entidades eran la misma. El Hispano Americano desapareció tiempo después aspirado por el Santander como el que absorbe un zumo con una pajita.
La cuestión es que caí enfermo, de anginas, y al tercer día de quedarme en casa, todavía con fiebre, mi madre entró en el dormitorio y me dijo que me vistiera porque teníamos que ir a un recado. Luego ella empezó a arreglarse también. No le importaba hacerlo en mi presencia y a mí me encantaba verla probarse los vestidos.
Teníamos esa complicidad. Tras pintarse los labios, me miró como si se mirara en el espejo y me preguntó si estaba bien, le dije que sí y nos fuimos a la calle, yo de su mano o ella de la mía, quizá ella de la mía más que yo de la suya, no lo sé. La fiebre me hacía perder los límites del cuerpo. A ratos me sentía como un gigante con una madre enana.
Tampoco sabría decir lo que tardamos en llegar al Banco Hispano Americano, que era nuestro destino. Calculo ahora que, por la distancia, unos quince minutos objetivos, pero los minutos de esa época de mi vida eran tan subjetivos como las cabezas desolladas de los corderos en los puestos del mercado. Aquella forma de exoftalmia.
Transcurrido ese tiempo subjetivo, ingresamos en el banco por la puerta de María Moliner (aunque nos pillaba más cerca la de López de Hoyos), y nos dirigimos a una mujer que ya al vernos entrar había hecho un gesto significativo (¿de qué?) a sus compañeras. La mujer nos acompañó al despacho del director, que nos recibió en mangas de camisa. Llevaba unos tirantes muy estrechos, a juego con la corbata, y sujetaba un cigarrillo encendido en la mano izquierda, que alejaba mucho del cuerpo, como si tuviera problemas de relación con esa mano o con ese cigarrillo. Cuando se lo llevaba a la boca, lo hacía casi sin articular el codo, con mucha ceremonia. Era un Camel. Lo vi en la cajetilla que había en un extremo de la mesa. A aquella edad (ocho o nueve años) buscaba todo el rato la ocasión de poner a prueba mi pericia lectora, de modo que leí la marca de los cigarrillos: Camel, a la que me haría adicto años después.
El señor nos sonrió con la mano humeante separada del cuerpo. Luego me observó con una mirada valorativa. Entonces mi madre se dirigió a mí. Dijo:
—Este hombre es tu padre.
No dijo «este señor», que habría sido lo suyo, sino «este hombre», donde la palabra «hombre» sugería una familiaridad inesperada. Yo ya tenía padre, claro, el marido de mi madre, y tenía hermanos, así que me extrañó que mi vida tuviera también dos puertas, como las dos puertas del banco, aunque con un padre distinto detrás de cada una. El olor magnífico de aquel cigarrillo rubio quedó asociado toda mi vida a ese momento.
Estuvimos poco tiempo en el banco porque el director se encontraba ocupado. Apenas habló, aunque me alborotó el pelo en una especie de caricia y me dio un caramelo de menta. Una vez fuera, mi madre se volvió para hacerme observar la fachada del establecimiento y me informó de que los mejores negocios del mundo eran los que daban a dos calles (habíamos salido por la de López de Hoyos, quizá para utilizar las dos).
¿Sería mi vida un buen negocio?
No fue preciso que mamá me obligara a guardar el secreto, porque el hecho de ser hijo del director del Banco Hispano Americano resultaba tan extraordinario que no se me ocurrió mencionarlo en ningún sitio. Viví la circunstancia con un desconcierto semejante al que me producían los sucesos sobrenaturales de los relatos infantiles: como un auténtico milagro. Mi futuro estaba resuelto.
Supongo que el tener dos padres, dos familias y dos puertas para entrar en el banco o en la vida fue lo que me obligó a funcionar con dos cabezas, una de ellas invisible, aunque no por ello menos real que la otra.
Todo empezó con una pequeña molestia en el lado izquierdo de la base del cuello, como si me hubiera salido un grano que el espejo no era capaz de detectar. Pronto, ese bulto impalpable adquirió el tamaño de un huevo con forma de cabeza que a los pocos días se convirtió en una verdadera cabeza de cuya existencia solo yo era consciente. Una vez formada, aquella segunda cabeza empezó a hablar con la primera de manera telepática. Se comunicaban las dos sin necesidad de mover los labios. La cabeza sobrevenida tenía acceso a los contenidos de la cabeza antigua y al revés. A veces, a una de ellas le disgustaban o le hacían reír las fantasías de la otra. La invisible pertenecía más al área de mi padre secreto que a la del público, era más imaginativa, digamos, y con frecuencia traía mensajes tranquilizadores de ese mundo. No debía preocuparme por la situación de menesterosidad permanente de mi familia visible. Todo se iba a arreglar de alguna forma. Crecí, pues, en un entorno áspero en el que todo se iba a arreglar. Me ha quedado ese tic, el de que todo se va a arreglar. Aun a mis años sigo pensando que todo se va a arreglar. De ahí que permanezca atento al teléfono. No dejo que suene ni tres veces por si se trata de la llamada del arreglador.
El problema era que la cabeza invisible, al nacer del mismo cuello que la visible, ocupaba un espacio que me obligaba a ir con la manifiesta algo inclinada hacia la derecha para dejarle sitio. En casa me preguntaban por qué iba así y yo no me atrevía a decir la verdad porque sabía que para los mayores sería una verdad incómoda. Ahora resulta fácil asegurar que se trataba de una cabeza imaginaria. Bueno, no lo niego, quizá sí. Pero me gustaría añadir que durante aquellos días vi al menos a otras dos personas con la cabeza duplicada. La primera fue una mujer joven, en la cola de la carnicería del mercado al que había acompañado a mi madre a hacer la compra. Era muy guapa de las dos cabezas, aunque la invisible suya solo podía verla con la invisible mía, claro. En un momento, aquella cabeza incorpórea se volvió hacia la mía y sonrió. La segunda vez fue en la calle: al regresar del colegio me crucé con un hombre que había sacado a pasear a un perro y que caminaba perezosamente por la acera. Tras rebasarnos, tanto su cabeza invisible como la mía se volvieron para hacerse un gesto de reconocimiento, como si pertenecieran a la misma secta. El perro tenía solo una cabeza. Esto se puede creer o no, pero fue tal como lo digo.
Cuando a mis padres empezó a preocuparles que yo anduviera todo el rato con el cuello torcido, pese a que me insistían en que lo pusiera bien, decidieron consultar al médico, lo que me llenó de alarma. Temía que descubrieran la existencia de mi segunda cabeza a través de algún aparato como los rayos X y que decidieran extirpármela por medios quirúrgicos. El médico no descubrió nada raro, pero el miedo a que acabaran dando con ella a base de examinarme me obligó a aproximar la cabeza invisible a la visible, como cuando hacemos coincidir un dibujo calcado en un papel semitransparente con el original. La invisible, en fin, se camufló dentro de la visible y yo dejé de ir con el cuello torcido a todas partes. Ahora bien, si he de decirlo todo, la cabeza invisible, aún hoy, se desplaza a veces un poco de la visible, de modo que me ha quedado ese tic de inclinar ligeramente la cabeza visible para hacerle sitio. Mi mujer y mis hijos me dicen que por qué, en las entrevistas de televisión, adopto esa postura tan rara, como si me molestara algo en el cuello. Y es para dejarla salir, porque las respuestas más brillantes se le ocurren a ella. Mis mejores libros están escritos, quizá, a su dictado.
Años más tarde, en la Facultad de Filosofía, cuando traduciendo la Eneida apareció Cerbero, el guardián del infierno, aquel perro de tres cabezas que produjo cierto asombro entre mis compañeros, me dieron ganas de levantar la mano y decir en voz alta que yo tenía dos. El título de mi primera novela, Cerbero son las sombras, viene de ahí, del can del poema de Virgilio acerca del famoso héroe de la guerra de Troya, pero también de la experiencia propia de haber soportado más de una caja craneal sobre los hombros.
Y antes de eso, cuando mis profesores, en el seminario, se referían al papa como a la cabeza visible de la Iglesia (lo que significaba a la fuerza que había otra invisible), me sorprendió que yo hubiera tenido a tan corta edad una intuición de esa naturaleza. Claro que no le saqué ningún partido a mi clarividencia. No he fundado con ella ningún movimiento religioso, ni siquiera he inventado la guillotina.
Pero ahí sigo, con mi segunda cabeza secreta a cuestas, a temporadas confundida con la real, digamos, y a temporadas exenta, viviendo sus propios pensamientos. Me pregunto si en el asunto este de las dos cabezas podría haber un reportaje para el periódico, pero me imagino la cara de la redactora jefa al escuchar la propuesta y me respondo que no.
Por lo demás, apenas vi a mi segundo padre cuatro o cinco veces, cuando acompañaba a mamá a realizar gestiones en el banco, lo que no era infrecuente, pues casi siempre estábamos en números rojos y había que firmar letras o papeles o solicitar aplazamientos; no sé, vivíamos en el alambre. Comprendí enseguida que la expresión «números rojos» contenía una amenaza terrible que ella resolvía con sus visitas a la entidad bancaria. Mi madre lo resolvía todo: también los desastres que ella misma provocaba con sus cambios de humor. El director salía con frecuencia a verme y me revolvía el pelo indulgentemente con la mano derecha mientras mantenía alejado de sí el Camel oloroso con la izquierda. En una de aquellas ocasiones, se volvió a mi madre y le dijo:
—Este chico tiene cara de escritor.
Me pregunto a menudo si fue una profecía o una orden.
Ver mas
Pasado el tiempo, ya en plena adolescencia, cada vez que me venía a la memoria la escena de «este hombre es tu padre», la recordaba como un sueño. No conocía aún el concepto de «sueño lúcido», aquel sobre el que el soñante ejerce algún control y que se parece a la realidad al punto de confundirse con ella, si bien los tenía con cierta frecuencia. De ahí, supongo, mi estado de confusión mental de aquella época (y de todas las épocas, para ser sincero), pues tengo asimismo recuerdos de la realidad que, observados a distancia, me parecen soñados. La realidad, con el paso del tiempo, no ha perdido sus tonalidades oníricas; los sueños, en cambio, han ido malogrando aquella cualidad de real, aunque no todos. Hace poco, por ejemplo, estaba tumbado sobre la camilla de la clínica de acupuntura, a la que acudo una vez por semana para quitarme las neuralgias, cuando me adormilé. Entonces imaginé que levitaba y levité realmente, no mucho, pongamos que un palmo, quizá dos. Al escuchar los pasos de la acupuntora en dirección a la cabina, descendí despacio, con naturalidad, como si no acabara de ocurrirme un portento.
Empecé a dudar, en fin, de la escena de «este hombre es tu padre». Tiempo después, al relatársela a mi psicoanalista, estuvo de acuerdo en que se trató de un sueño lúcido, lo que no impidió que siguiera pensando en el director como en mi padre alternativo y en su posible familia como en mi familia alternativa. De hecho, durante años sentí que aquel «hombre» velaba por mí de forma misteriosa. Además, creo que me hice escritor debido a la apreciación que le escuché sobre mi cara. En cuanto a mi padre verdadero, en el caso de que existan padres verdaderos, le rendí un homenaje culpable en mi novela El mundo.
Entre el frío del Madrid de aquellos años y los sueños lúcidos, la infancia fue dando paso a la adolescencia y la adolescencia, a la primera juventud. Me pregunto cómo sobreviví a aquel tipo aturdido de entonces, cómo escapé de él para convertirme en este otro individuo confuso que al menos ha logrado tener el frigorífico razonablemente lleno. Esto es lo que pensaba ayer mismo mientras daba cuenta del plátano de media tarde (cuatrocientos miligramos de potasio), esto, y que los chimpancés del zoo pelan los plátanos mejor que yo.
Pero mientras me lo comía, tras haberle arrancado la cáscara de cualquier modo (estaba un poco verde y se adhería a la pulpa), pensaba, además de en el mérito de haber sobrevivido, en dónde hallar el material para un reportaje, pues me acababan de encargar uno en el periódico.
—¿Sobre qué? —pregunté con los dedos cruzados.
—Sobre lo que tú quieras —añadió la redactora jefa.
No protesté porque el periodismo está lleno de colaboradores que protestan y sé lo que se piensa de ellos en las redacciones, pero esto es lo peor que te pueden decir: que escribas sobre lo que quieras. A veces es un modo de librarse de ti sin mancharse las manos, porque no es fácil averiguar sobre qué te apetece escribir. Por otra parte, si tú eliges el tema, o el asunto (nunca he sabido si son la misma cosa), estás obligado a entregar un trabajo perfecto desde cualquier punto de vista que se mire. Para mí resultó un drama haber alcanzado ese «privilegio» según el cual podía escribir sobre lo que me diera la gana.
¿Sobre qué me daba la gana escribir?
«¿Sobre esto querías escribir?», te preguntará con la mirada la redactora jefa tras haberle echado un vistazo al texto. Quizá añada para sus adentros la palabra «imbécil»: «¿Sobre esto querías escribir, imbécil?».
Justo cuando arrojaba la cáscara del plátano al cubo de los restos orgánicos, me vino a la memoria la historia del director del Banco Hispano Americano, mi padre alternativo, y pensé que tal vez era buena para aquel reportaje que, dada mi edad, sería, si no el último, uno de los últimos que escribiría. Luego decidí que sería el último. Me retiraría del periodismo después de entregarlo. Tendría que ser, por lo tanto, especial, muy especial.
Lleno de un optimismo absurdo, telefoneé en ese mismo instante a la redactora jefa, y le conté la historia del director del Banco Hispano Americano.
—Pero ¿era tu padre o no era tu padre? —preguntó, porque la cogí un poco distraída.
—Creo que no, que fue un sueño lúcido. ¿Sabes lo que es un sueño lúcido?
La redactora jefa calló unos instantes. Luego, con un suspiro que indicaba la paciencia con la que me atendía, protestó:
—Pero eso sería un cuento, un texto de ficción, no un reportaje periodístico.
—Sería un texto sobre la paternidad —me defendí yo.
Estuvimos hablando unos minutos más durante los cuales la idea fue decayendo, fue perdiendo carnalidad, digamos, y cuando colgué me arrepentí de haberle contado un suceso tan íntimo que tuvo su continuación en una amistad que hice en las fronteras de la primera juventud. Me refiero a un compañero de verdad, por el que habría dado la vida, la vida entera, toda. Lo perdí, quizá él me perdió a mí, nos perdimos, en fin. Creo que aún vivimos los dos (yo, desde luego, sí, eso espero, estar vivo). ¿Quién fallecerá antes?, me pregunto a veces. Si él, no acudiré a su capilla ardiente para dar el pésame a la viuda e hijos. Si yo, tampoco él vendrá a la mía para abrazar a mi familia.
Nos conocimos en uno de los bares de la zona de Moncloa, donde íbamos al caer la tarde los alumnos de las distintas facultades de la Complutense. Yo estaba matriculado en Filosofía y Letras y él, en Arquitectura. No sé quién nos presentó, ni siquiera recuerdo si fue preciso que nos presentaran, pues alternábamos en aquellos sitios como si nos conociéramos de toda la vida. Yo le acababa de ofrecer un cigarrillo, un Camel, que rechazó con una sonrisa:
—¡Lo detesto! —exclamó—. Es la marca de mi padre.
No le dije que también era la del mío, la de mi padre alternativo, porque continuaba manteniendo el secreto. El caso es que de ahí pasamos a hablar de todo lo divino y lo humano, como suele decirse, y nos caímos bien, muy bien. Al despedirnos, me preguntó dónde vivía y se lo dije:
—En la Prosperidad, cerca de López de Hoyos.
Alberto, tal era su nombre, puso cara de sorpresa para añadir:
—Mi padre fue director durante muchos años de la sucursal del Hispano Americano de María Moliner con López de Hoyos.
Tuve una lipotimia, la primera de mi existencia, un síncope vasovagal, por decirlo en términos técnicos, un desmayo súbito, una pérdida del conocimiento provocada por una disminución abrupta de flujo sanguíneo al cerebro. Supe luego que me sacaron a la calle y que un estudiante de Medicina me puso los pies en alto para restaurar ese flujo. Cuando recuperé el conocimiento, a los pocos minutos, lo primero que vi fue el rostro de Alberto, el hijo del director de la sucursal del Banco Hispano Americano de mi barrio, es decir, a mi hermano, que tenía la misma edad que yo, como si hubiéramos sido gemelos. Llovía un poco, sin ganas, y se habían encendido ya las luces de la calle.
—¿Qué te ha pasado? —dijo Alberto.
—No tengo ni idea —me disculpé.
—Le ha dado una pálida —aseguró el estudiante de Medicina.
Decidí no confesar a Alberto nuestro parentesco, pero cultivé con denuedo su amistad.
Por aquella época, conseguí un trabajo de ocho a tres en la Caja Postal de Ahorros, que ya no existe (alguna otra entidad bancaria debió de absorberla también con una pajita), y empecé a dar clases particulares de Latín y Griego, lo que me permitió alquilar cerca de San Blas, que era una zona muy barata, un piso en el que Alberto, mi hermano, aparecía con frecuencia.
Jugábamos al ajedrez y a la oca, veíamos la televisión en blanco y negro y hablábamos de la vida como si supiéramos lo que era la vida. Hablábamos de ella para averiguarlo porque no sabíamos nada, pobres, tampoco ahora, sin que el saber que no sabemos sirva de coartada para este aturdimiento. Me doy cuenta de que hablo por él al suponer que él tampoco sabe. Si le preguntaras por mí, tal vez haría un gesto de compasión que podría tratarse de un gesto de piedad hacia sí mismo.
Fumábamos mucho. Yo vaciaba los ceniceros y regresaba tambaleante de la cocina a causa de la ingesta de alcohol u otras sustancias. A veces regresaba del baño, porque me gustaba ver cómo las boquillas de los Camel (y las de los Ducados, que era lo que fumaba Alberto) se resistían a ser tragadas por el sumidero del retrete. Tiraba dos, tres veces de la cadena y ellas aguantaban y aguantaban. Me preguntaba si de ese modo aguantaría yo la cascada de los años. Escribo esto a los setenta y ocho. Significa que he resistido varias cascadas de agua fría.
Dios tira de la cadena cada día. Cada día se van por el desagüe miles o cientos de miles de personas de todas las edades. Ayer vi por la tele un reportaje sobre niños con cáncer, calvos por la quimioterapia. Parecían larvas de sí mismos, de lo que habían sido antes de la enfermedad. Estaban en pijama en una estancia del hospital y jugaban al ajedrez o a la oca mientras Dios tiraba de la cadena. Alguien dijo a mi lado que caían los pobres niños como moscas. ¿A quién se le ocurrió esta analogía, la de las moscas? Lo cierto es que las moscas tienen muchas posibilidades de perecer cuando sus patas se hunden en la fruta madura como en las aguas cenagosas de los trópicos. También porque viven de ellas numerosos depredadores y millones de ácaros. Parece mentira que las moscas, pequeñas de por sí, tengan ácaros, pero los he visto al microscopio y son mal encarados estos ácaros.
De las moscas, en cambio, no se dice que mueren como niños con cáncer.
¿Cómo será morir? ¿De súbito? ¿Tras una enfermedad cruelmente diagnosticada? ¿Qué será, será? ¿Consistirá en estar y en dejar de estar así, de golpe, como cuando se te retira la sangre del cerebro o como cuando te anestesian para una intervención quirúrgica? ¿Qué tipo de muerto seré yo? ¿Qué tipo de muerto será él, Alberto, mi hermano del alma, el de entonces? Hay una edad en la que te miras al espejo y ves al viejo que serás. Hay otra edad en la que te miras al espejo y ves al muerto que serás. Desde esa edad se escriben estas páginas (¿este reportaje?).
Comprábamos en la tienda de abajo frutos secos y botellas de vino para pasar la tarde en el piso por el que pagaba de alquiler el treinta por ciento de mi sueldo de oficinista y de profesor particular de Griego y de Latín. Jugábamos al ajedrez y a la oca. Éramos ingeniosos, o creíamos serlo. Eso fue todo.
(...)
Ese imbécil va a escribir una novela, de Juan José Millás, sigue aquí.
Hay algo que no es como me dicen
El caso de Nevenka Fernández contra la realidad