«Niágara», de Joyce Carol Oates
Ariah Erskine se despierta el 12 de junio de 1950 entre mullidas almohadas, toallas bordadas y el suave arrullo de las cataratas del Niágara, donde se encuentra su hotel. Es el primer día de lo que espera será una luna de miel fastuosa con su marido. Pero al otro lado de la cama no encuentra sino un lugar vacío. Tras unos días de búsqueda afanosa, la joven acepta que es ahora la viuda de un suicida, e intenta rehacer su vida. Encuentra consuelo en Dirk Burnaby, que se convertirá en su segundo marido, y se establecerá con él en una casa cerca de las cataratas. Con el nacimiento de sus tres hijos, el retrato de familia feliz parece completo, pero las aguas del Niágara aún no se han calmado, y con el tiempo, volverán a reclamar sus víctimas. LENGUA publica a continuación las primeras páginas de «Niágara» (Lumen, enero de 2025), novela de Joyce Carol Oates.
PRIMERA PARTE
La luna de miel
La declaración del portero
12 de junio de 1950
Desconocido y anónimo en aquel momento, el individuo que iba a arrojarse a las cataratas Herradura apareció ante el portero del puente colgante de la isla Cabra aproximadamente a las 6.15 de la mañana. Se trataba del primer peatón del día.
«¿Cómo iba a saberlo entonces? No podía. Pero si miro atrás, sí, debería haberme dado cuenta. De haberlo hecho, tal vez le habría salvado.»
¡Tan temprano! La hora debía de ser el amanecer, pero aquellas cortinas cambiantes de neblina, bruma y agua pulverizada que ascendían formando continuas nubes ondulantes desde la garganta del Niágara, de cincuenta metros, tapaban el sol. La estación debía de ser principios de verano, pero cerca de las cataratas el aire estaba agitado y era húmedo, abrasivo como finas limaduras de acero en los pulmones.
El portero supuso que el individuo, distraído y extrañamente apresurado, había atravesado directamente Prospect Park desde uno de los antiguos y elegantes hoteles de Prospect Street. El portero observó que el individuo poseía un rostro joven-viejo demacrado, una piel de muñeca de cera, ojos hundidos, como brillantes. Las gafas de montura metálica le daban un aspecto de escolar impaciente. Con su metro ochenta, era larguirucho, delgado, ligeramente cargado de espaldas, como si hubiera estado inclinado sobre un escritorio toda su vida. Caminaba apresurado, con decisión aunque a ciegas, como si alguien le estuviera llamando. Vestía de modo convencional, sobrio, nada de lo que llevaría el típico turista de las cataratas del Niágara. Una camisa de etiqueta de algodón blanco con el cuello desabrochado, traje oscuro con la americana desabrochada y la cremallera atascada «como si el pobre tipo se hubiera vestido muy deprisa, a oscuras». Los zapatos eran de vestir, de piel negra lustrada «como los que se llevan para asistir a una boda o a un funeral». Los tobillos blancos como la cera, sin calcetines.
«¡Sin calcetines! Con unos zapatos tan elegantes. Eso lo decía todo.»
El portero le gritó: «¡Eh!», pero el hombre no le hizo caso. No solo iba a ciegas, sino que también era sordo. Bueno, no oía. Se notaba que tenía la mente fija como una bomba a punto de explotar: tenía que ir a algún sitio, rápido.
El portero le gritó más fuerte. «Eh, señor: la entrada vale cincuenta centavos», pero tampoco esta vez el hombre dio muestras de oír. Con la arrogancia de la desesperación no parecía haber visto la cabina de peaje. Ahora casi corría, sin mucha agilidad y contoneándose, como si el puente colgante se inclinara bajo su peso. El puente se hallaba aproximadamente a un metro ochenta por encima de los rápidos y el suelo de planchas estaba mojado, era traidor; el hombre se agarraba a la barandilla para mantener el equilibrio e impulsarse hacia delante. Los zapatos de suela lisa resbalaban. El hombre no estaba acostumbrado al ejercicio físico. Las relucientes gafas redondas también le resbalaban en la cara y se le habrían caído si no se las hubiera apretado contra el puente de la nariz. El cabello de color rata, que le raleaba en la coronilla del color de la cera, le rodeaba la cara mojada y demacrada formando húmedos rizos.
Para entonces el portero había decidido dejar su cabina de peaje y seguir a aquel hombre tan agitado. Llamó: «¡Señor! ¡Eh, señor! ¡Espere, señor!». Ya había tenido experiencias de suicidio. Algunas veces más de las que deseaba recordar. Llevaba treinta años en el negocio turístico de las cataratas. Ya había cumplido los sesenta, no podía seguir el paso de aquel hombre más joven. Suplicó: «¡Señor! ¡No lo haga! ¡Por el amor de Dios, se lo ruego: no lo haga!».
Debería haber llamado a emergencias desde la cabina de peaje. Ahora era demasiado tarde para volver.
Una vez en la isla Cabra, el hombre más joven no se paró junto a la barandilla para mirar hacia la costa canadiense, al otro lado del río; tampoco se paró para contemplar la rugiente y tumultuosa escena, como haría cualquier turista normal. Ni siquiera se paró para secarse la cara chorreante, ni para apartarse el pelo de los ojos. «Bajo el influjo de las cataratas. Ningún mortal iba a detenerle.»
Pero había que intervenir, o intentarlo. No se puede dejar que un hombre —o una mujer— se suicide, que cometa ese pecado imperdonable ante tus propios ojos.
El portero, sin aliento, mareado, cojeaba tras el hombre más joven gritándole mientras se dirigía hacia la punta sur de la pequeña isla, la punta de la Tortuga, sobre la catarata Herradura. El rincón más traidor de la isla Cabra, pues era el más bello y cautivador. Allí los rápidos adquieren una fuerza frenética. El agua gira formando blanca espuma y se eleva casi cinco metros en el aire. Apenas hay visibilidad. El caos de una pesadilla. La catarata Herradura es una gigantesca cascada de ochocientos metros de largo desde el punto más alto, que cada segundo vierte tres mil toneladas de agua sobre el cañón. El aire ruge, tiembla. La tierra se sacude bajo los pies. Como si la tierra misma empezara a separarse, a desintegrarse en partículas, hasta su centro líquido. Como si el tiempo hubiera cesado. Como si hubiera explotado. Como si te hubieras acercado demasiado al radiante, vibrante y enloquecido corazón de todo ser. Aquí, tus venas, arterias, la minuciosa precisión y perfección de tus nervios quedarán trastornados en un instante. Tu cerebro, en el que resides, ese depósito único de ti, será desmenuzado en sus componentes químicos: células cerebrales, moléculas, átomos. Cada sombra y cada eco de cada recuerdo quedará borrado.
¿Tal vez sea esa la promesa de las cataratas? ¿El secreto?
«Como si estuviéramos hartos de nosotros mismos. De la humanidad. Esta es la salida, solo unos cuantos tienen la visión.»
A treinta metros del hombre más joven, el portero le vio poner un pie en el barrote inferior de la barandilla. A modo de prueba, en el resbaladizo hierro forjado. Pero las manos del hombre se agarraron con fuerza al barrote superior.
«¡No lo haga, señor! ¡Señor! Maldita sea…»
Las palabras del portero fueron engullidas por las cataratas. Le volvieron a la cara como un frío escupitajo.
Él mismo estaba al borde del colapso. Este sería el último verano que pasaría en la isla Cabra. El corazón le dolía, le latía con fuerza para enviar oxígeno a su aturdido cerebro. Y le dolían los pulmones, no solo por las punzantes salpicaduras del río, sino por el extraño gusto metálico que tenía el aire de la ciudad industrial que se extendía al este y al norte de las cataratas, donde el portero había vivido toda su vida. «Te agotas. Ves demasiado. Cada vez que respiras te duele.»
El portero después juraría que había visto al hombre más joven hacer un gesto de despedida en el instante inmediatamente antes de saltar: un gesto de falso saludo, un gesto de desafío, como podría hacer un escolar descarado a una persona mayor, para provocar; sin embargo, también era una despedida sincera, como se podría hacer a un extraño, a un testigo al que no le deseas ningún daño, al que deseas absolver del más mínimo asomo de culpabilidad que pudiera sentir por dejarte morir cuando podría haberte salvado.
Y al instante siguiente el hombre joven, que había ocupado en exclusiva la atención del portero, simplemente… desapareció.
En una fracción de segundo, desapareció. En la catarata Herradura.
«No es el primero de esos pobres desgraciados que he visto, pero por Dios que será el último.»
Cuando el alterado portero regresó a su cabina de peaje para llamar al servicio de emergencias del condado de Niágara, eran las 6.26 de la mañana, aproximadamente una hora después del amanecer.
(Niágara, de Joyce Carol Oates, sigue aquí)