El Reino del Desierto

Ángeles Espinosa

Fragmento

Indice

Índice

Cubierta

Portadilla

Índice

Dedicatoria

Agradecimientos

Nota sobre la transliteración

Introducción

Notas a la Introducción

Mapa de Arabia Saudí

I. Entre el pasado y el futuro

Ordenadores, camellos y oro negro

La paradoja de la abundancia

Progreso, despilfarro y reformas

El caballo del diablo

Parabólicas, Internet y teléfonos con cámara

Historia: el laberinto del poder y la religión

El equilibrio: la familia real, los ulemas y los jeques

«No siempre ha sido así»: la implantación de la ortodoxia

Paisajes distintos

Dos mundos en uno

Ordenadores, camellos y oro negro

Notas al capítulo I. Entre el pasado y el futuro

II. Fantasmas negros

Ocultación, abayas y el juego del escondite

Cena en Arabia: el placer de las cadenas

Educadas, cultas y laboriosas... en casa

Café adúltero

Mujeres al volante

Propietarios y propiedades

Golpes y leyes

Gimnasia: la perversión occidental

Tócame si te atreves

Las hijas de Jadicha

El voto femenino está aún pendiente

Notas al capítulo II. Fantasmas negros

III. Prohibido divertirse

El Gran Hermano islámico

El Comité contra la indecencia de las muñecas

Las fiestas de los alegres príncipes saudíes

Marido y mujer

Música en el desierto y San Valentín proscrito

Notas al capítulo III. Prohibido divertirse

IV. Fábrica de parados y receptor de inmigrantes

Inmigración, población y recursos

Horarios imposibles y oficios desconocidos

Pobres en un mar de petróleo

Extranjeros en Arabia: los ‘expats’ y los criados

Actividades clandestinas / 1: las fiestas

Actividades clandestinas / 2: los rezos del infiel

Notas al capítulo IV. Fábrica de parados y receptor de inmigrantes

V. La ‘sharía’ y los derechos humanos

Flagelación, mutilación, talión y decapitación

Arabia Saudí contra la tortura

Personas distintas, leyes distintas

Un paso positivo

Pena de muerte

Chop-Chop Square

Cultura y derechos humanos

Cuando las letras son pecado

Notas al capítulo V. La ‘sharía’ y los derechos humanos

VI. Saudíes de segunda

Los herejes se rebelan

La Provincia Oriental: «¡Estamos aquí!»

Notas al capítulo VI. Saudíes de segunda

VII. Guardianes de La Meca... y de los intereses del Tío Sam

¡Bienvenido, Mr. Fahd!

Los dispendios de la familia saudí

Los pilares del régimen

El amigo americano y los herederos

Los pilares se tambalean

Notas al capítulo VII. Guardianes de La Meca... y de los intereses del Tío Sam

VIII. Bin Laden, héroe y villano

El ídolo de las masas contra el infiel

De cómo Estados Unidos hizo posible Al Qaeda

Alá bendiciendo el terror

Argumentos para matar

Oposición al régimen saudí

Abdala entre dos fuegos

Notas al capítulo VIII. Bin Laden, héroe y villano

IX. Víctimas y responsables

De la mezquita a las trincheras

Después del 11-S saudí

El terror en Arabia: consciencia y mala conciencia

La escuela como problema

La pesadilla de los Rajkhan

Notas al capítulo IX. Víctimas y responsables

Epílogo

Notas al Epílogo

El marco histórico

La dinastía Al Saud

Para saber más

Sobre la autora

Créditos

Grupo Santillana

Dedicatoria

A José Manuel, sin cuyo apoyo y dedicación

no hubiera podido escribir este libro

ni hacer muchas otras cosas.

Agradecimientos

Agradecimientos

Salvo en los trabajos creativos o de imaginación, rara vez puede prescindirse de un equipo. Un libro como éste hubiera sido imposible sin la ayuda de los numerosos saudíes que generosamente me han brindado su tiempo a lo largo de estos años y han tenido la paciencia de explicarme cómo es su país. Algunos aparecen mencionados cuando me refiero a temas con los que están relacionados o cuando son el centro de alguna anécdota que no les compromete; a otros, por discreción, sólo los menciono por su primer nombre o por sus iniciales; otros más, finalmente, me pidieron que mantuviera su identidad en el anonimato, sobre todo, en los primeros viajes.

Me siento obligada, sin embargo, a agradecer especialmente la contribución del profesor Mohamed al Hasan, que me ha permitido comprender cabalmente la situación de la comunidad chií; del empresario y miembro del tercer Consejo Consultivo Osama al Kurdi, por ponerse siempre al teléfono; de mi colega Raid al Qusti, cuya información me ha sido muy útil para los temas relacionados con la lucha contra el terrorismo; de Khaled al Maena, el director del Arab News, por presentarme al todo Yedda… La lista sería interminable y también incluye a varios residentes extranjeros que se han empapado de Arabia.

Mención aparte merece mi amiga M. K. S., que leyó algunos fragmentos del borrador y cuyo asesoramiento fue muy valioso en los capítulos sobre las mujeres y los jóvenes, así como en las trascripciones al castellano. Y, sobre todo, deseo recordar aquí a A. F., iniciales de Ave Fénix, una mujer espléndida que me ha ayudado a descubrir a los saudíes sin imponerme nunca su visión, sólo abriéndome puertas. Quiero dar las gracias también a Juan Carlos Blanco, del servicio de documentación de El País, por buscar —y encontrar— los datos más insólitos. Si a pesar de todo he cometido algún error, sólo es responsabilidad mía.

Nota sobre la transliteración

Nota sobre la transliteración

Cuando un idioma se escribe en caracteres distintos de los latinos, transliterar sus palabras, sean nombres propios o topónimos, siempre presenta dificultades. En el caso del árabe, y descartados los puntos diacríticos que se utilizan en los textos académicos, el problema se centra sobre todo en el hecho de que sus vocales no coinciden con las del castellano, algunas consonantes no tienen equivalencia exacta e, incluso cuando la tienen, muchos términos han llegado a nosotros a través del inglés o del francés.

Así, ocurre que a menudo un mismo nombre puede aparecer transcrito de varias formas. Por ejemplo, Muhammad, Mohammed o Mohamed. En general, he elegido aquella que resulta más cercana al hispanohablante o que está más extendida (en el caso anterior, Mohamed, aunque he mantenido Mahoma para el Profeta, a pesar de que se trate, en realidad, del mismo nombre). He suprimido las dobles eses, que en inglés y francés se utilizan para transcribir una ese sorda como la española (Naser, en vez de Nasser), pero he fracasado a la hora de dar con una fórmula para las eses sonoras que, en esos idiomas, se representan con la zeta. He mantenido la forma Abdelaziz por temor a que Abdelasis resultara extraño o demasiado revolucionario.

También he descartado el uso de «kh» para representar el sonido equivalente a nuestra jota. Escribo «rey Jaled» (y no «rey Khaled», que en castellano sonaría Kaled). Por la misma razón, no uso la jota para representar un fonema que sin ser exactamente como nuestra y griega a principio de palabra, se le parece mucho (opto por yihad frente a jihad). Aun así, no queda más remedio que hacer concesiones a las haches, que en estas palabras indican un sonido similar a la hache aspirada inglesa (o a la jota suave que pronuncian los andaluces). Para simplificar, he obviado el uso de tildes.

Un problema particular —y no el menor— se planteó a la hora de decidir la transliteración del nombre del recién fallecido rey Fahd. La palabra árabe tiene dos sílabas fa y hed, pero el hecho de que su nombre llegara a nosotros a través del inglés hizo que se haya popularizado como «Fahd», lo cual, dado que nuestra hache es muda y teniendo en cuenta la tendencia en algunas zonas a pronunciar las -d finales como zetas, resulta en un irreconocible Faz. Estuve tentada de transcribir «Fahed» (más próximo al original), aunque, en última instancia, opté por mantener la fórmula acuñada, Fahd, al saber que se utilizaba esa grafía en la calle que se le dedicó en Marbella. La misma concesión he hecho con autores que serían difíciles de localizar si no mantuviéramos la trascripción que ellos han elegido.

He tratado de ser consistente con el uso de los nombres árabes. Lo más habitual es que estén formados por tres nombres (el propio, el del padre y el del abuelo) y, eventualmente, se añade el nombre del clan o la tribu, pero muchos reducen la designación a dos palabras, equivalentes a nuestra fórmula de nombre y apellido. Las grandes familias suelen intercalar entre los nombres la partícula bin (bint en el caso de las mujeres) que significa ‘hijo(a) de’, algo parecido a lo que ocurre con el sufijo -ez en castellano. (Fernández significaba originalmente ‘hijo de Fernando’). En ese caso, bin forma parte inseparable del nombre al que acompaña. Por esa razón, aquí se utilizará la mayúscula o minúscula siguiendo la misma regla que para la preposición de en los apellidos españoles. He respetado sin embargo la transcripción ibn en vez de bin en nombres históricos como Ibn Saud o Ibn Tamiyya, porque es la más habitual en la bibliografía.

En general, los árabes y, muy en particular, los beduinos utilizan sólo su primer nombre y, si acaso, añaden el de su tribu a modo de apellido. Por eso no es maleducado citarlos como Mutlaq, Maha o Ali, aunque a algunos profesionales se les conoce más por el equivalente al apellido, que puede ser el nombre de la tribu (Al Sheij) o el del padre o del abuelo, si alguno de ellos fue quien dio fama a la familia (Bin Laden).

Finalmente, aunque he tratado de minimizar el uso de palabras árabes, he mantenido algunas para las que no he dado con una traducción adecuada (abaya, mutawa). Por lo demás, nuestro diccionario ya recoge desde hace siglos muchos de los términos que los medios de comunicación se empeñan en importar a través del inglés o del francés (fatwa por fetua, oulema por ulema, etcétera).

ÁNGELES ESPINOSA

Introducción

Introducción

Que me perdonen los saudíes, pero cuando George W. Bush anunció en enero de 2003 que una de las justificaciones para invadir Irak era su «guerra contra el terrorismo», de inmediato pensé que se había equivocado de país, que las coordenadas que debía introducir en sus ordenadores bélicos estaban más al sur, en Arabia Saudí. No se trataba de un acto reflejo de autoprotección o del síndrome de Estocolmo porque en ese momento me encontrara en Bagdad. Tampoco fui la única a la que esa idea se le pasó por la cabeza. Cualquiera que hubiera observado el avance de los grupos islamistas radicales a partir de la década de 1980, desde Afganistán hasta Nigeria, habría visto la huella del proselitismo religioso y el dinero saudíes. Otra cosa muy distinta era ser capaz de probarlo.

Las investigaciones que siguieron a los atentados del 11 de septiembre de 2001 contra las torres gemelas del World Trade Center de Nueva York y la sede del Pentágono en Washington, sacaron a la luz una embarazosa relación entre el rico reino petrolero y la ideología que justificaba una atrocidad semejante. Aún pasarían algunos meses antes de que los responsables estadounidenses se atrevieran a hablar alto y claro del asunto, y de que los propios saudíes se despertaran del sueño de felicidad material en el que les había sumido la droga de los petrodólares. Mientras tanto, me satisfizo leer que personas con mucho mayor acceso a información de la que yo poseía también compartían esa idea.

«Si existe un frente central en la guerra contra el terrorismo, es Arabia Saudí, no Irak. Si se pierde allí la batalla, será debido a un fracaso conjunto de la familia real saudí y de Occidente, sobre todo de Estados Unidos», defendían en un artículo conjunto la ex secretaria de Estado norteamericana Madeleine Albright y el que fuera su adjunto para Planificación Política, Bill Woodward[1].

Algunos analistas incluso fueron más lejos. Ante lo absurdo del argumento de que Irak representaba una amenaza grave e inminente, el catedrático de la Universidad de Columbia Jeffrey S. Sachs concluyó que «el verdadero objetivo de la guerra contra Irak era Arabia Saudí»[2]. Argumentaba para ello que ante el riesgo de inestabilidad en el reino que revelaba el 11-S, el petróleo iraquí era la única alternativa cuantitativamente significativa al petróleo saudí y que Estados Unidos necesitaba otro país al que trasladar sus bases militares. El golpe enviaba pues una poderosa amenaza a los gobernantes de Riad, a la vez que servía para desviar la atención pública de las verdaderas raíces de los atentados, como fallos de los servicios secretos[3] o amistades peligrosas en las altas esferas. La Historia dirá.

Cuando la noche del 12 de septiembre de 2001 el director de la CIA en aquel entonces, George Tenet, telefoneó al embajador saudí en Washington, éste sintió como si las Torres Gemelas se le hubieran caído encima[4]. Tenet le aseguró que quince de los diecinueve secuestradores de los aviones que se estrellaron contra esos edificios y contra el Pentágono eran saudíes. El príncipe Bandar bin Sultan, un enamorado de Estados Unidos que llevaba dieciocho años como embajador en ese país, no podía dar crédito a lo que oía. A su tío, el príncipe Nayef, ministro del Interior y hermano del rey Fahd, le costó mucho más asumirlo. Un año después de los atentados, aún los atribuía en público a una conspiración sionista.

La misma incredulidad embargó a la mayoría de los saudíes y de los estadounidenses. Para los primeros, no tenía ningún sentido que «sus chicos» fueran por ahí estrellando aviones. Para los segundos, Arabia Saudí era un aliado fiel, un punto exótico y hermético, pero que, al fin y al cabo, siempre respondía en los momentos de apuro: como «colchón energético» o como «paraguas financiero» de sus operaciones encubiertas en cualquier lugar del mundo[5].

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