Países emergentes

Fragmento

Indice

Índice

Portadilla

Índice

Introducción

I. El mito del largo plazo

II. China después de la fiesta

III. India y su gran truco de magia

IV. ¿Es Dios brasileño?

V. México y su economía de magnates

VI. Rusia, sólo en lo más alto

VII. El nicho de mercado europeo

VIII. La voz monocorde de Turquía

IX. Por el camino del tigre

X. El medallista de oro

XI. La interminable luna de miel

XII. El Cuarto Mundo

XIII. Después del éxtasis, la colada

XIV. El tercer advenimiento

Agradecimientos

Apéndice A. El universo de los mercados emergentes

Apéndice B. El universo de los mercados frontera

Bibliografía

Notas

Sobre el autor

Créditos

Introduccion

Introducción

Ha pasado mucho tiempo desde que los granjeros abandonaron las «granjas» de Nueva Delhi y, aunque el término pervive, ha pasado a describir las villas de fin de semana de la clase alta, lugares de esparcimiento en los límites de una ciudad donde caminos de tierra sin cartografiar serpentean a través de humildes aldeas y de improviso desembocan en lujosas mansiones con extensos jardines y estanques. En una de ellas he llegado a ver incluso un jardín por el que circulaba un tren en miniatura. Son los «Hamptons» de Nueva Delhi, la central de eventos de la ciudad, donde los organizadores recrean la noche de los Oscar, Broadway, Las Vegas e incluso un pueblo punjabi para quienes añoran su ciudad natal y donde no faltan siquiera los camareros ataviados con trajes étnicos.

En una noche de niebla de finales de 2010 acudí a uno de estos célebremente opulentos saraos, donde mozos aparcacoches maniobraban Bentley negros y Porsche rojos, y los invitados me animaron a probar la ternera Kobe que habían hecho traer en avión desde Japón, la trufa blanca venida de Italia y el caviar beluga de Azerbayán. Era difícil mantener una conversación por encima del estruendo tecno-beat, pero de alguna manera me las arreglé para ponerme a conversar con el hijo de veintitantos años del inframundo de las granjas. Era un verdadero prototipo de su especie: trabajaba en el negocio de exportaciones (los negocios siempre parecen ser de exportaciones) de su padre, vestía una camisa negra ceñida y llevaba el pelo engominado y peinado de punta. Cuando supo que yo era un inversor residente en Nueva York y de vuelta a mi país de origen en busca de oportunidades de invertir, se encogió de hombros y comentó: «Pues claro. ¿Dónde si no va a ir el dinero?».

«¿Dónde si no va a ir el dinero?». Abandoné la fiesta alrededor de la medianoche, mucho antes de que sirvieran el plato principal de la cena, pero aquel comentario no se me fue de la cabeza. Se suponía que mi autoestima debía haber subido como inversor en un país emergente. Después de todo, el tamaño de mi equipo se había triplicado en la década anterior y si la tendencia continuaba —algo que el joven al que conocí en aquella fiesta parecía dar por hecho— entonces los inversores en mercados emergentes seríamos los amos del universo.

Pero en lugar de aquello me vino a la cabeza un pareado en urdu: «Mi prosperidad es tan asombrosa que ser tan feliz empieza a preocuparme». Yo empecé mi carrera como inversor a mediados de la década de 1990, cuando la crisis económica golpeaba a un país en vías de desarrollo y los mercados emergentes venían a ser la oveja negra del mundo financiero. Para finales de la década algunos de mis colegas ya empezaban a rebautizar a estos activos huérfanos con el término «mercados e-mergentes» en un intento por recuperar algunas migajas del boom de las empresas tecnológicas de Estados Unidos.

Los mercados emergentes eran despreciados en los ciclos de inversión pues constituían un ejemplo a la inversa de la regla 80/20, que dice que el 80 por ciento de tus beneficios provienen siempre del 20 por ciento de tus clientes. Durante gran parte de la historia inmediatamente posterior de la Segunda Guerra Mundial los mercados emergentes han supuesto el 80 por ciento de la población mundial, pero tan sólo el 20 por ciento de su producción económica. Durante el auge de Latinoamérica en las décadas de 1960 y 1970 África y largas regiones de Asia estaban en declive económico, y cuando extensas partes de Asia iniciaron un ritmo de recuperación rápido en las décadas de 1980 y 1990, las naciones latinoamericanas parecían incapaces de consolidar su crecimiento, mientras que África era condenada sin redención como el «continente sin esperanza». En una fecha tan tardía como 2002 los pesos pesados de la inversión —fondos de pensiones, fondos de dotación financiera a universidades— consideraban los mercados emergentes demasiado pequeños para generar fondos de miles de millones de dólares, o demasiado peligrosos, ya que los países de gran tamaño, como India, eran vistos como una suerte de «Salvaje Oeste» de las inversiones.

Así pues allí estaba yo, sólo unos pocos años después, charlando con un muchacho malcriado en la niebla y con el retumbar de la música de fondo y observando que aquel joven se sentía en la cima del mundo porque su padre es uno de los cerca de treinta mil millonarios del dólar de Nueva Delhi, la mayoría de nuevo cuño. Ha visto poco mundo más allá de las aisladas mansiones y, sin embargo, sabe lo suficiente para hacerse eco del sentimiento generalizado hacia los mercados emergentes: «¿Dónde si no va a ir el dinero?».

Bien, las tendencias más recientes parecían darle la razón. Los flujos de capital privado a países en desarrollo habían pasado de dos mil millones de dólares en 2000 a casi un billón de dólares al año en 2010. Incluso en Wall Street todos los expertos afirmaban que Occidente entraba en una fase de declive terminal, de manera que la tendencia del dinero era fluir hacia Oriente y hacia el sur.

También me puse a pensar en hasta qué punto el cambio drástico de percepción estaba afectando a las actitudes de políticos y hombres de negocios frente al mundo emergente. Cuando visité Egipto hace casi una década, me hicieron sentir como un invitado de honor del primer ministro Ahmed Nazif, quien citó a docenas de fotógrafos de prensa para un posado de diez minutos y usó mi cara en las páginas de economía como prueba de que los inversores extranjeros empezaban a prestar atención a su país. De ahí demos un salto en el tiempo hasta octubre de 2010, cuando hice una presentación televisada al primer ministro ruso Vladimir Putin en Moscú en la que no me mostré demasiado entusiasta respecto al futuro de su país. Algunos medios de comunicación nacionales reaccionaron con burlas, afirmando que Rusia podía vivir perfectamente sin el dinero de mi fondo de inversiones.

Para mediados de la última década daba la impresión de que todo hijo de vecino y su perro podían recaudar dinero para los mercados emergentes. Para cuando terminó la impresión era que incluso el perro solo podía hacerlo. Y, sin embargo, la historia sugiere que el desarrollo económico es un poco como el juego de la oca. No existe un camino recto a la meta y hay menos ocas que obstáculos, lo que significa que es mucho más fácil retroceder o volver al principio que ganar. Una nación puede avanzar durante una década, dos, tres y después caer en la casilla de la muerte y verse obligada a retroceder a la casilla de salida y empezar otra vez, quizá varias veces, mientras que sus contrincantes la dejan atrás. Esa clase de fracasos son mucho más corrientes que llegar de corrido a la casilla final. El número de competidores es gigantesco y sólo unas pocas naciones logran desmentir los pronósticos negativos. Se trata de un fenómeno poco común: países que se desmarcan y ganan la carrera creciendo a mayor velocidad que los rivales de su mismo nivel de renta, de manera que una nación cuya renta per cápita sea inferior a los cinco mil dólares compite con otras de renta similar. En el juego del crecimiento económico lo importante es superar las expectativas y derrotar a tus iguales.

Durante los últimos quince años he adoptado la costumbre de pasar una semana de cada mes en un mercado emergente particular, aprendiéndolo todo de él, reuniéndome con todo tipo de gente del país y viajando por lo alto y ancho de su geografía, sobre todo por carretera. Así lo expresó el escritor Aldous Huxley: «Viajar es descubrir que todo el mundo se equivoca respecto a los otros países». Las hojas de excel que uno lee en la oficina no nos explican, por ejemplo, por qué un régimen político en concreto logra conjugar con éxito un buen programa político con un buen programa económico.

Nadie puede decir con seguridad cuáles son los factores que hacen crecer —o impiden crecer— a un país. No existe la fórmula mágica, tan sólo una lista de ingredientes de todos conocidos: permitir el flujo de libre mercado de bienes, dinero e individuos, fomentar el ahorro, hacer valer el Estado de derecho y proteger los derechos de propiedad, estabilizar la economía mediante un déficit presupuestario y de balanza comercial bajos, construir buenas carreteras y escuelas, alimentar a los niños, etcétera. Esto es economía de sillón, lugares comunes que son ciertos pero que sólo constituyen una especie de manual de instrucciones que no permite una comprensión real de cómo estos factores se combinarán o no para generar crecimiento en un país y en un momento determinados.

Para identificar los países que se desmarcarán de esta carrera por el crecimiento es crucial no perder de vista cuáles son las fuerzas económicas y políticas en juego en el momento y si apuntan al crecimiento y a qué velocidad. En un mundo transformado por un crecimiento global ralentizado necesitamos empezar a examinar los mercados emergentes uno por uno. Este libro recorre el mundo en un intento por desvelar qué países tienen más probabilidades de prosperar —o de incumplir las expectativas puestas en ellos— en esta nueva época de perspectivas económicas divergentes. Por el camino proporcionaré a los viajeros unas cuantas reglas sencillas para identificar a aquellos mercados emergentes con potencial de estrellas de la economía. Lo que pretendo es que el lector me acompañe en mis viajes en busca de los nuevos países emergentes y también dar respuesta a esa pregunta tan sencilla pero tan compleja a la vez de: «¿Dónde si no va a ir el dinero?».

Cap1

I

El mito del largo plazo

La vieja regla para efectuar pronósticos consistía en hacer cuantos más mejor y después divulgar aquellos que acertaban. Ahora lo que se lleva es hacer pronósticos cuanto más a largo plazo mejor, de manera que nadie recordará que estaban equivocados.

Esta perspectiva a muy largo plazo es la que está detrás de los pronósticos más influyentes de nuestro tiempo, que se retrotraen hasta el abrumador poder económico de China e India en el siglo XVII y lo esgrimen como prueba de que reemergerán como potencias globales dominantes en 2030 o 2050. En 1600 China suponía más de una cuarta parte del PIB mundial e India un poco menos de otra cuarta parte. Aunque desde entonces estas cifras han descendido de forma drástica, la teoría del pronóstico a muy largo plazo pasa por alto los últimos y desastrosos siglos. El razonamiento detrás de esta postura parece ser que el rendimiento económico del siglo XVII garantiza de alguna manera futuros resultados. La extrapolación a gran escala se ha convertido en un argumento básico para las numerosas empresas, políticos e intelectuales de alto perfil público convencidos de que estamos a punto de entrar en el siglo del Pacífico o incluso en el de África. Hace poco recibí un informe de una importante firma consultora en el que se predecía que para 2050 Nigeria sería una de las diez primeras economías mundiales. De acuerdo, pero es que de aquí a 2050 pueden ocurrir muchas cosas.

Lo irónico es que estos pronósticos tan a largo plazo tienen cada vez más peso en Wall Street, donde, en líneas generales, la idea del tiempo es cada vez más corta, vertiginosa incluso. Por ejemplo, el periodo de tiempo medio en que inversores estadounidenses, grandes y pequeños, conservan acciones ha ido reduciéndose durante décadas, pues han pasado de un máximo de dieciséis años a mediados de la década de 1960 hasta los cuatro meses actuales[1]. Al mismo tiempo estadounidenses y europeos han estado inyectando dinero en naciones emergentes a un ritmo de crecimiento acelerado, impulsados en gran medida por los pronósticos para el año 2050. La suma total de fondos de inversión en acciones de mercados emergentes creció en un 92 por ciento entre 2000 y 2005, y en un asombroso 478 por ciento entre 2005 y 2010. Parece ser que a muchos inversores les resulta estimulante imaginar que el éxito de sus inversiones está garantizado tanto en el pasado remoto como en el futuro lejano, pero en el mundo real no resulta muy práctico ni para los inversores ni para las compañías decir a sus clientes que esperen cuarenta años para cobrar sus beneficios. Los pronósticos son valiosos, necesarios de hecho a efectos de planificación, pero no tiene mucho sentido, al hablar del futuro, ir más allá de cinco años, como mucho de diez.

El periodo más largo que revela patrones claros en el ciclo económico global ronda también la década. Un ciclo económico medio dura alrededor de cinco años, desde el punto más bajo hasta el siguiente punto más bajo y los pronósticos, para la mayoría de la gente con sentido práctico, se limitan a uno o dos ciclos económicos. Más allá de eso acaban volviéndose obsoletos por la aparición de nuevos competidores (China a comienzos de la década de 1980), nuevas tecnologías (Internet a principios de la de 1980) o nuevos líderes políticos (la legislatura media presidencial suele ser también de cinco años). La perspectiva muy a largo plazo está siendo popularizada sobre todo por historiadores de la economía y analistas y ha gozado de una popularidad efímera también en los ciclos económicos. Pero la realidad es que la mayoría de los consejeros delegados de empresas siguen limitando sus estrategias a tres, cinco o siete años como máximo y que los grandes inversores institucionales juzgan los resultados a partir de los beneficios obtenidos en uno, tres o cinco años. Por muy atractiva y tentadora que nos resulte la «futurología» nadie puede predecir con credibilidad el siglo que viene y, lo que es aún más importante, a nadie se le puede responsabilizar de lo que ocurra en éste.

Hoy nos encontramos en un momento muy significativo. Durante el último medio siglo los primeros años de cada década fueron un gran punto de inflexión en la economía y en los mercados mundiales. Cada una empezó con una fiebre global por alguna gran idea, un poderoso agente de cambio que transformó la economía mundial y generó ingentes beneficios. En 1970 fueron las grandes compañías estadounidenses tipo Disney, consideradas de crecimiento rápido y con acciones denominadas «go-go» de la década de 1960. En 1980, en cambio, se puso de moda invertir en recursos naturales, desde el oro al petróleo. En 1990 la gallina de los huevos de oro era Japón, y en 2000, Silicon Valley. Siempre había unos cuantos escépticos que se hacían oír desde la línea de banda, para avisar de que nuevos cambios empezaban a imponerse al agente de cambio entonces imperante, de que los precios al alza del petróleo terminarían por resultar autodestructivos al estrangular la economía mundial, de que un terreno urbanizable en Japón no puede tener más valor que todo el estado de California, de que empresas tecnológicas que empiezan y tienen cero ganancias no pueden de ninguna manera justificar un precio por acción de cuatro cifras. Pero, llegados a este punto, había ya tantos miles de millones de dólares invertidos en el nuevo caballo ganador que pocas personas estaban dispuestas a escuchar a estos agoreros.

La mayoría de los gurús y de los analistas económicos desean dar a la gente lo que ésta les pide, una suerte de razonamiento «exótico» por el cual se creen que están de parte de los listos. Durante un tiempo la fiebre inversora parece justificada, hasta que un día el razonamiento exótico se resquebraja. En todos los auges económicos posteriores a la Segunda Guerra Mundial que acabo de citar la burbuja estalló justo en los primeros años de la década siguiente.

EL MILAGROSO AÑO DE 2003

A principios de la década de 2010 la fiebre era los grandes mercados emergentes, en particular la convicción de que las economías de China, India, Brasil y Rusia seguirían creciendo al asombroso ritmo que habían tenido la década anterior. Aquélla fue una auténtica edad de oro que era improbable que se repitiera y, sin embargo, aceptada en gran medida como el nuevo baremo por el que las naciones más pobres debían medir su crecimiento. La fiebre de los mercados emergentes comenzó con China, que durante dos décadas, a partir de 1978, creció con rapidez pero también de forma irregular, con índices anuales que podían ir desde un 4 a un 12 por ciento. Después, en 1998, China entró en una tendencia de crecimiento ininterrumpido del 8 por ciento o más anual, casi como si el 8, número de la suerte para los chinos, se hubiera convertido también en la regla sin excepción para la economía de este país.

A partir de 2003, en mi opinión un punto de inflexión no valorado lo suficiente en el curso de la historia, esta buena suerte de repente se extendió a casi todas las naciones emergentes, un grupo que puede definirse de varias maneras pero que aquí se refiere, en términos generales, a países con una renta per cápita inferior a los veinticinco mil dólares[2]. Entre 2003 y 2007 la tasa de crecimiento media del PIB en estos países casi se duplicó, pues pasó del 3,6 por ciento en las dos décadas anteriores al 7,2, y casi ningún país en desarrollo quedó fuera de este fenómeno. En 2007, punto álgido de este crecimiento, las economías de los ciento ochenta y tres países del mundo excepto tres crecieron y en ciento catorce de ellos se expandieron en más de un 5 por ciento, en comparación con los cincuenta países que habían experimentado este crecimiento en las dos décadas anteriores. Los tres rezagados fueron Fiji y los casos sin redención de Zimbabue y República del Congo; todos ellos, excepciones que confirman la regla. Esta marea creciente propulsó país tras país a lo largo de una serie de, por lo general, complejas fases de desarrollo. Rusia, por citar el ejemplo más llamativo, vio crecer sin esfuerzo su renta anual media de mil quinientos a trece mil dólares en el curso de la década.

Aquélla fue la racha de crecimiento más extendida que el mundo ha vivido nunca. Y, lo que resulta aún más curioso, estas economías despegaban mientras la inflación, una amenaza constante en épocas de crecimiento rápido, disminuía en todas partes. El número de países que lograron evitar la inflación —manteniendo la tasa de aumento anual de precios por debajo del 5 por ciento— pasó de dieciséis en 1980 a ciento tres en 2006. Se trataba de la misma Goldilocks economy o «economía de cuento de hadas» de la que disfrutó Estados Unidos en la década de 1990, aunque con un crecimiento mucho más rápido y a escala planetaria, incluido gran parte de Occidente. Era un coro de naciones cantando la historia de un éxito veloz y duradero y muchos observadores lo recibieron con optimismo indiscriminado. Todas las naciones emergentes eran la nueva China, o al menos eso parecía.

Este espejismo, que en gran medida persiste hoy, se beneficia de la explicación, tan comúnmente aceptada, del boom, según la cual los mercados emergentes triunfaron porque habían aprendido la lección después de las crisis del peso mexicano, la rusa y la asiática de la década de 1990, todas las cuales comenzaron cuando la deuda exterior empezó a ser demasiado grande para pagarla. Pero a partir de finales de dicha década estas naciones deudoras que antes se habían comportado de forma irresponsable sanearon sus cuentas y se convirtieron en prestadoras en el momento preciso en que las en otro tiempo naciones acreedoras, con Estados Unidos a la cabeza, empezaban a ahogarse en la deuda. Así pues las naciones emergentes se encontraban mejor situadas que nunca para sacar provecho de los flujos globales de individuos, dinero y bienes desatados por la caída del comunismo en 1990.

El ex presidente George W. Bush cuenta una anécdota sobre Vladimir Putin que ilustra hasta qué punto la economía global estaba entonces patas arriba. A mediados de 2001, en un simposio en Bahamas, moderé un debate en el que participaba el presidente Bush, quien nos contó que cuando se reunió por primera vez con el dirigente ruso en 2000 Rusia luchaba por recuperarse de una crisis de divisas a gran escala y Putin estaba obsesionado con la deuda nacional. Para principios de 2008 la economía rusa estaba en pleno auge, sus presupuestos estaban saneados y de lo primero que quería hablar Putin era del valor de los títulos respaldados por hipotecas estadounidenses, que muy pronto se desplomarían con la crisis de la deuda. Las prioridades de Putin habían dado un giro de ciento ochenta grados y empezaba a mostrarse arrogante respecto a la expansión económica rusa. El líder ruso, que en una visita anterior a Washington había tenido ocasión de conocer a Barney, el pequeño black terrier de Bush, le presentó a finales de la década de 2000 su labrador negro con el siguiente comentario: «¿Lo ves? Es más grande, más fuerte y más rápido que Barney».

El orgullo henchido era algo común a todas las naciones emergentes y el descenso de las deudas externas, al menos, era un síntoma de progreso real. Algunos países (incluida, durante un tiempo, la Rusia de Putin) estaban aprendiendo a gastar con inteligencia al invertir en educación, comunicaciones y sistemas de transporte, elementos todos ellos necesarios para aumentar la productividad, que es la clave de un crecimiento alto con baja inflación. Pero el factor más importante detrás del auge pasó inadvertido: un flujo de dinero fácil de proporciones mundiales.

Este dinero fácil que propició la gran recesión de 2008 al alimentar la burbuja inmobiliaria estadounidense sigue circulando ampliamente, ahora dispensado por los bancos centrales que intentan recuperar las tasas de crecimiento de la pasada década, unas tasas que, de todas maneras, nunca fueron sostenibles. Lo que hoy parece obvio es que, aunque los bancos centrales pueden emitir todo el dinero que quieran, no pueden dictar adónde debe ir éste. Y en esta ocasión gran parte ha ido a parar a futuros de petróleo altamente especulativos, bienes inmuebles de lujo en las principales capitales financieras y otras inversiones no productivas, lo que está conduciendo a un problema de inflación en el mundo emergente y socavando el poder adquisitivo en todo el planeta. Conforme la especulación hace subir los precios del petróleo, los consumidores ahora dedican una parte de sus ingresos mayor que nunca a necesidades energéticas.

El dinero fácil procede de un cambio radical en la manera en que Estados Unidos se enfrenta a los tiempos difíciles. Antes se creía que las recesiones eran una fase natural del ciclo económico, desagradable pero inevitable. Durante la economía de cuento de hadas de la década de 1990 empezó a surgir una nueva visión, cuando después de muchos años seguidos de firme crecimiento la gente empezó a decir que la Reserva Federal había logrado derrotar al ciclo económico natural. Bajo Alan Greenspan y su sucesor, Ben Bernanke, la FED dejó de centrarse en combatir la inflación y se dedicó a allanar el camino del ciclo económico de manera que fomentara el crecimiento. Los bajos tipos de interés y la creciente deuda terminaron por cimentar el crecimiento estadounidense y el aumento en la deuda nacional total empezó a superar con mucho el aumento del PIB total del país: en la década de 1970 era necesario un dólar de deuda para generar un dólar de PIB, en las de 1980 y 1990 eran necesarios tres, y en los últimos diez años, cinco. La actividad crediticia estadounidense era cada vez menos productiva, centrada como estaba en alimentar la ingeniería financiera y el consumo desaforado.

La deuda estadounidense fue convirtiéndose más y más en el frágil cimiento del auge global. Los reducidos tipos de interés fomentaban el crecimiento dentro del país, presionando a bancos de todo el mundo para que rebajaran también sus tipos, a la vez que propiciaban una eclosión del consumo en Estados Unidos que hizo crecer las exportaciones de los mercados emergentes. No fue una coincidencia que los mercados emergentes empezaran a crecer a mediados de 2003, después de que las agresivas reducciones en los tipos de interés estadounidenses —que tenían por objeto mantener una recuperación después de que la burbuja tecnológica hubiera estallado dos años antes— pusieran en marcha una circulación de dinero fácil en todo el mundo, gran parte del cual fue a parar a los mercados emergentes. El flujo de dinero privado suponía el 2 por ciento del PIB de los mercados emergentes en la década de 1990 y saltó al 9 por ciento de un PIB mucho más alto en 2007.

Ahora el castillo de naipes de los créditos se ha desplomado: es una de las consecuencias de la gran recesión. En Occidente se habla mucho de la «nueva normalidad», definida por un crecimiento más lento, así como por los esfuerzos económicos por pagar gigantescas deudas. Del crecimiento real del PIB en las naciones ricas se espera que caiga en esta década casi un punto porcentual, entre un 2 y un 2,5 en Estados Unidos y un 1,5 en Europa y Japón. Pero los observadores no han reparado en el hecho de que también los mercados emergentes se enfrentan a una «nueva normalidad», incluso si no están dispuestos a aceptarlo. Conforme el crecimiento se desacelera en las naciones ricas, éstas comprarán menos de países con economías basadas en la exportación, como México, Taiwán y Malasia. Durante el auge, la balanza comercial media en los mercados emergentes casi se triplicó en cuanto porcentaje del PIB, lo que provocó un nuevo despliegue publicitario sobre los beneficios de la globalización, pero desde 2008 el comercio ha vuelto a suponer el tradicional 2 por ciento. Los mercados emergentes basados en las exportaciones, es decir, la mayoría, tendrán que encontrar nuevas maneras de crecer a un ritmo fuerte.

LA BARRERA DE LOS CUATRO MIL DÓLARES

No se trata sólo de un cambio pasajero, sino de una transformación fundamental en la dinámica que ha hecho posible el crecimiento de los mercados emergentes desde hace ya varias décadas. Las leyes básicas de la gravedad económica están devolviendo a la tierra a China, Rusia, Brasil y otros grandes mercados emergentes. La primera ley es la de las grandes cifras, según la cual cuanto más rico es un país, más difícil le resulta aumentar la riqueza nacional a un ritmo rápido.

China y muchos otros grandes mercados emergentes siguen un modelo de crecimiento basado en las exportaciones similar al adoptado por Japón, Corea del Sur y Taiwán después de la Segunda Guerra Mundial. Todas estas economías de alza bajaron del 9 o 10 por ciento a alrededor del 5 o 6 cuando sus rentas per cápita alcanzaron un nivel medio-alto, que el Banco Mundial define como país cuya renta per cápita es de cuatro mil dólares o más en la cotización del dólar de ese momento. Japón tocó ese máximo a mediados de la década de 1970; Taiwán y Corea del Sur lo hicieron en las dos décadas subsiguientes. Nótese que se trata de grandes ejemplos de éxito en la historia del desarrollo económico, es decir, que representan el mejor de los escenarios posibles.

Al mismo tiempo los inversores occidentales han perdido fe en el dinamismo de Estados Unidos y Europa y se vuelven hacia el este y el sur, en parte movidos por la desesperación. En 2009 y 2010 cientos de miles de millones de dólares fueron a parar a fondos de mercados emergentes que hacían escasa o ninguna distinción entre Polonia y Perú, India e Indonesia. Esta «macromanía» —la obsesión por las macrotendencias globales— opera sobre el supuesto (al menos temporalmente correcto en los años de auge económico) de que el conocimiento de los grandes movimientos que se producen en la economía mundial es todo lo que uno necesita para evaluar cualquier clase de activo. El resultado es que los precios de las acciones han estado moviéndose juntos en formaciones cada vez más sincrónicas. En la primera mitad de 2012 las diferencias entre los mercados bursátiles con mejores y peores resultados en el mundo emergente era sólo del 10 por ciento, un indicador extremadamente bajo y peligroso de conducta gregaria.

Se trata del mismo error cometido en el periodo inmediatamente anterior a la crisis asiática de 1997-1998, cuando todas las llamadas economías «tigre» asiáticas eran vistas, de una manera u otra, como el próximo Japón. Animados por los especialistas en marketing de Wall Street y los libros superventas, hoy numerosos analistas e inversores tienen grandes expectativas puestas en el cambio de paradigma de riqueza de Occidente a Oriente y en la inminente «convergencia» entre naciones ricas y pobres, la idea de que la renta media de las naciones emergentes cada vez se acerca más a la de las naciones ricas. Esto no es más que un gran truco publicitario, pero distorsiona la realidad, a saber, que los mercados emergentes no podrían ser más diferentes los unos de los otros.

Para empezar, estos países se encuentran en fases de desarrollo muy distintas. Rusia, Brasil, México y Turquía, con rentas anuales medias por encima de los diez mil dólares, tienen un potencial de crecimiento mucho más lento que India, Indonesia o Filipinas, cuyas rentas medias anuales están muy por debajo de los cinco mil dólares. Pero rentas más altas no se traducen necesariamente en fortaleza tecnológica: Hungría está en el mismo tramo de renta que Brasil y México, pero el 90 por ciento de sus habitantes tiene acceso a comunicaciones móviles, comparado con el 40 por ciento de brasileños y mexicanos en la misma situación.

Las cargas de deuda también varían mucho de unos mercados emergentes a otros, e incluso países que han prosperado recientemente, como China y Corea del Sur, siguen teniendo una carga de deuda personal y empresarial con relación al PIB tan elevada como la de muchos países desarrollados. El coreano del sur medio tiene más de tres tarjetas de crédito, mientras que pocos brasileños ni siquiera tienen una. La naturaleza de la vulnerabilidad de los mercados emergentes frente a las crisis de Occidente también adopta formas diversas. Muchos países asiáticos siguen dependiendo de sus exportaciones a Occidente, mientras que varias naciones de Europa del Este dependen más de préstamos occidentales para estimular el crecimiento económico.

NO TODOS LOS ÁRBOLES CRECEN HACIA EL CIELO

También se ha producido una interrupción de las reformas que situaron a muchos países en desarrollo en el camino de la «emergencia». Después de que Deng Xiaoping empezara a experimentar con sus reformas de libre mercado a principios de la década de 1980, China se preparó para lanzar una reforma tipo «Big Bang» cada cinco años, y cada nueva medida aperturista —primero la privatización de la agricultura, luego de los negocios, después franquear la entrada a las empresas extranjeras— precipitó una nueva racha de crecimiento. Pero el ciclo ha tocado a su fin.

La fe ciega en los atractivos ejemplos de prosperidad de la última década también pasa por alto el hecho de que las posibilidades de fracaso son muy altas. Muy pocos países logran un crecimiento rápido a largo plazo. Mis propias investigaciones demuestran que a lo largo de cualquier década desde 1950, de media, sólo una tercera parte de los mercados emergentes han logrado crecer a una tasa anual del 5 por ciento o superior. Menos de un cuarto han mantenido ese ritmo durante dos décadas y la décima parte durante tres. Sólo seis países (Malasia, Singapur, Corea del Sur, Taiwán, Tailandia y Hong Kong) han mantenido esta tasa de crecimiento durante cuatro décadas y dos de ellos (Corea del Sur y Taiwán) durante cinco. De hecho, en los últimos diez años, con excepción de China e India

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