Ser agradecidos
A mi entender, el agradecimiento es el gesto por el que devolvemos parte de la fortuna con que nos obsequia el destino. Esa es, al menos, la filosofía que he tratado de aplicarme a mí mismo a raíz de la experiencia de notoriedad a gran escala generada por mi trabajo profesional en televisión, primero en los telediarios de mediados de los ochenta y luego por el programa QSD de los noventa. Gracias probablemente a que esa inusitada sobredosis de fama me pilló ya con un cierto grado de madurez personal no sufrí el espejismo que consiste en confundir la magnitud de tamaña notoriedad con las propias capacidades, menos aún con supuestas virtudes innatas. La notoriedad televisiva es ante todo una consecuencia del impacto masivo del medio, una suerte de virtud electrónica. La fama, en el sentido más noble y clásico de buen nombre, es otra cosa: el resultado de una actitud sincera, continuada y coherente en la tarea de comunicar, entendida como un oficio al servicio de la gente. Y es la gente quien otorga los créditos, es decir, la credibilidad. Ese es el bien más preciado, sobre todo desde que el concepto de fama o de famoso se ha banalizado hasta extremos irritantes.
Vivo mi dedicación a la causa de las personas desaparecidas como una manera de devolver a la sociedad el grandioso crédito que me fue otorgado por mi trabajo periodístico, especialmente el desarrollado en televisión.
A la hora de expresar este agradecimiento general siento que debería incluir miles de nombres propios, precisamente esos que tan a menudo se reducen a meras cifras de audiencia. Entre ellos hay personas que un buen día dejaron de ser espectadores de éste o aquel programa de televisión para convertirse en los protagonistas de una historia de desaparición. Y aunque no haya conocido a todas esas personas por razones obvias —son más de cien mil las que pasaron por ese trance tan solo en los últimos seis años[1]— quisiera que estuvieran representadas en las familias cuyos testimonios dan vida a este libro.
Se trata de catorce historias. Son parte de la realidad de las desapariciones tal como se han producido durante las tres últimas décadas en España, aunque hay muchas más que merecerían ser contadas, porque cada desaparición es absolutamente singular. Para este libro fueron 14 las familias que, durante el verano de 2017, me abrieron sus casas —y a la vez sus corazones—, confirmando su deseo de seguir buscando a sus seres queridos, de no abandonar la lucha. De Galicia a Andalucía, de Cataluña a Castilla y León y a Canarias, fui llamando a sus casas, con una grabadora digital y una libreta de notas como únicas armas. A casi todos los conocía desde tiempo atrás, como cuento a pie de relato, pero todos, sin excepción, me han permitido descubrir aspectos nuevos, algunos de ellos verdaderamente sorprendentes, no solo con respecto a la desaparición de sus seres queridos sino también en relación a la batalla interminable por saber qué fue de ellos, por liberarse de la incertidumbre y llegar a un final. Siempre pensé que eran sus voces el mejor antídoto contra el olvido: por eso están aquí como núcleo del relato esencial de Te buscaré mientras viva componiendo una suerte de autobiografía colectiva de los desaparecidos. Se trata de las voces de:
Mari Carmen y María, hermana y madre de Isidre y Dolors Orrit Pires
Juan y Luisa, padres de Cristina Bergüa Vera
Antonio, hermano de Angelines Zurera Cañadilas
Carmen, hermana de Juan Antonio Gómez Alarcón
Antonia y Héctor, madre y hermano de David Guerrero Guevara
Isidro y Rosa, padres de Paco Molina Sánchez
Jesusa y Carmen, hermanas de María Sánchez Moya
Antonio y Teresa, padres de María Teresa Fernández
Ithaisa, Pepe y Herminia, madre y abuelos de Yéremi Vargas Suárez
Nieves, Lupe y Patricia, madre, tía y prima de Sara Morales Hernández
Ana María, madre de Borja Lázaro Herrero
Carmen, hermana de Sonia Iglesias Eirin
Juan Vicente e Isabel y Teresa, padres y abuela de Caroline del Valle Movilla
Mercedes, Sandra y Tamara, esposa e hijas de Elías Carrera
La idea de este libro es muy distinta a la que inspiró A corazón abierto (Temas de hoy, 1997) una primera reflexión sobre la experiencia vivida en Quién Sabe Dónde. A diferencia de aquel, en esta ocasión, las historias están contadas en primera persona por los allegados más directos a los verdaderos protagonistas, las personas desaparecidas. La otra gran diferencia es que en esta ocasión el libro forma parte del trabajo emprendido con la creación de la Fundación Europea por las Personas Desaparecidas QSDglobal, a la que se destinarán íntegramente los fondos que se obtengan por su venta.
A la directora de la Fundación, Anabel Carrillo Lafuente, debo una gratitud principal por ser alma y cuerpo de iniciativas constantes, por su entrega incondicional a la causa y por su generosidad sin límites. Pero también y en relación a la elaboración de este libro, por haber sido paciente lectora de los borradores, y, a la vez, estímulo y conciencia crítica de su contenido.
Amalia Vílchez, profesora de literatura y escritora, me ayudó a poner sobre el papel los primeros esbozos narrativos de horas y horas de grabaciones, cuidadosamente transcritas por Tamara Morillo, Asunción Ariza y Alejandra R. Campomanes. Gracias también a Manuel Alcázar, siempre tan discreto como eficaz en su afán de que los números cuadren.
De mis inseguridades de escribidor se ocuparon con oficio y afecto más que notables mis editores, Gonzalo Albert y Laura Ferrero. Y no hubiera llegado a ellos de no mediar Luisgé Martín, a quien ya admiraba como novelista antes de conocer sus buenos oficios como agente literario.
Gracias también a ti querido lector, querida lectora, por haber elegido este libro. Gracias doblemente si lo has hecho como un gesto de compromiso y de complicidad porque ya tienes noticia de la realidad que aquí se relata; si no fuera así, te aseguro que las voces que te dispones a escuchar no te dejarán indiferente.
Prólogo
Como estrellas de mar
La diferencia entre vivir y simplemente existir es tener una causa. La mía es la de las personas desaparecidas. No fui yo a buscarla. Vino ella a mi encuentro en un quiebro inesperado del destino que me llevó de la radio a la televisión para contar historias, hasta entonces desconocidas para mí, de ciudadanos desconsolados en busca de seres queridos desaparecidos, ausentes sin motivo conocido. Hace veinticinco años de eso. Me acuerdo bien porque yo entonces rondaba los cuarenta y ahora acabo de rebasar los sesenta y cinco. Kapuściński decía que hay solo dos causas en el periodismo que justifican la militancia: la de los refugiados y la de las desapariciones de personas. El mismo admirado reportero polaco escribió que este no es un oficio para cínicos. Es cinismo conocer el sufrimiento de otros y ser ajeno a él o no intentar hacer todo lo que esté en tus manos para paliarlo. Lo opuesto al cinismo es un compromiso activo en el sentido de militancia, recordado por Kapuściński, o en el definido por José Saramago como un deber implícito, escrito en el reverso de los derechos humanos básicos. Algunos siglos antes Sócrates había sentenciado: «Cuando estoy ante alguien que ha sufrido, me siento ante un ser sagrado».
Pues bien, si algo percibí desde mis primeros contactos con personas que estaban intentando afrontar la desaparición de uno de los suyos, fue la hondura insondable de su sufrimiento. Por eso he seguido y sigo vinculado a la causa. Primero, a través del propio programa durante los seis años ininterrumpidos que estuvo en antena; luego, en forma de colaboración con asociaciones de familiares de desaparecidos, como Inter-SOS, y, desde 2015, con la creación de la Fundación Europea por las Personas Desaparecidas QSDglobal. Este libro, sin ir más lejos, forma parte de las tareas de la fundación destinadas a ampliar todo lo posible la conciencia social sobre la realidad de las desapariciones. A ese mismo objetivo responde otro empeño de comunicación a gran escala, como está llamado a ser el programa Desaparecidos en TVE. Con él se pone fin a un paréntesis de diecinueve años de ausencia de este tema en su parrilla principal. Han transcurrido casi dos décadas en las que no he dejado de llamar a la puerta de la radiotelevisión pública con diversas propuestas para un Quién Sabe Dónde actualizado; la mayoría de las veces lo hice con una renuncia expresa a seguir siendo la imagen principal del programa, a fin de hacer patente la renovación del formato y de que nadie pudiera reportar a la cadena falta de ideas nuevas. Lo importante para mí siempre fue y sigue siendo salvaguardar sus contenidos esenciales y hacerlos participativos para la audiencia. La crónica de esas tentativas daría para un largo capítulo, puede que muy ilustrativo de los cambios que han tenido lugar en la manera de entender y de hacer televisión en nuestro país, en general, y, en particular, en el ámbito de la radiotelevisión pública estatal. No descarto contarlo algún día, pero creo que no es este el lugar ni tampoco el momento. Ahora manda el presente, en el que se ha recuperado un espacio digno y en el horario en el que puede aspirarse a conquistar grandes audiencias con las que ayudar a resolver cuantos más casos mejor, y, sobre todo, volver a dar voz a las familias de personas desaparecidas. Pero ¿acaso no la han tenido durante estos años en otros programas, en otras cadenas? Por supuesto que sí, pero ¿de qué manera? ¿Con qué resultados? No quisiera responder de manera simplificada a preguntas de por sí bastante complejas, pero creo que cabe un corolario general: las historias de desaparecidos han sido un ingrediente por momentos muy rentable para los programas en los que se han abordado, pero no ha ocurrido lo mismo a la inversa. No solo porque el cómputo de casos resueltos sea prácticamente igual a cero, sino porque su aproximación ha sido casi siempre episódica, sin la continuidad ni los recursos necesarios para ayudar de verdad, por ejemplo, mediante la difusión sistemática de las alertas de búsqueda o a través de un método de canalización de las pistas aportadas por los telespectadores. No pretendo descalificar nada de lo que se ha hecho ni dicho; menos aún quitar valor a intentos serios y sinceros, que tampoco han faltado. Lo que quiero subrayar es que la eficacia en este terreno es directamente proporcional a los medios empleados, al tiempo dedicado y a las prioridades establecidas, y todo ello partiendo de la premisa de un seguimiento continuado de los casos.
La desaparición de la joven madrileña Diana Quer, ocurrida el 22 de agosto de 2016 en la localidad coruñesa de A Pobra do Caramiñal, supuso un verdadero punto de inflexión tanto en la percepción social de las desapariciones como en el tratamiento dado por los medios de comunicación. No recordaba ningún impacto de tal magnitud desde la desaparición de las niñas de Alcàsser (Valencia), en 1992. La búsqueda de Miriam, Toñi y Desirée había marcado la primera temporada de Quién Sabe Dónde; la noticia del hallazgo de sus cuerpos sin vida en enero de 1993 me sorprendió en directo mientras entrevistaba al pintor Antonio López en el programa de tarde que por entonces presentaba en Radio Nacional de España. Un compañero de la redacción se acercó hasta el micrófono con un teletipo de última hora de la agencia Efe en el que se informaba de la localización de los restos de las tres niñas en un paraje montañoso de Tous. Tuve que pedir ayuda a mi entrevistado para poder seguir con la conversación. Me había quedado literalmente sin palabras. Apenas me hube recuperado, hablé con Juan Jesús Ortiz, por entonces director del programa. Enseguida estuvimos de acuerdo en que, habida cuenta de la implicación que habíamos tenido en la búsqueda, no podíamos faltar en el momento de la despedida. Así que nos desplazamos con una unidad móvil hasta la localidad valenciana. Yo quería, en primer lugar, dar el pésame en persona a cada una de las familias de las niñas, y también ofrecerles que grabaran unas palabras dirigidas a los miles de personas que se habían volcado en el caso, intentando aportar pistas sobre su paradero durante los tres meses que estuvieron desaparecidas, y que ahora sentían como propio aquel trágico final. Llegada la noche, esas grabaciones salieron al aire durante un especial de corta duración realizado en vivo desde una pequeña sala cedida por el ayuntamiento. A pocos metros, el auditorio principal había sido reservado por Antena 3 para una edición extraordinaria del show semanal de Nieves Herrero. Nieves abrió la emisión con una afirmación premonitoria: «Buenas noches a todos, De tú a tú no va ser hoy un programa normal...». Y, ciertamente, no lo fue. YouTube sigue ofreciendo veinticinco años después a quien quiera verlo el contenido de aquella emisión bajo el título de «La noche que nació la telebasura en Alcàsser». Esa etiqueta es más una sentencia que un titular, predispone a la condena incluso a quienes no vieron aquel programa. Lo que hay que preguntarse es por qué se desbordó hasta extremos nunca vistos el programa de Nieves Herrero sobre Alcàsser. La primera imagen tras la cabecera no fue la de la presentadora sino la de Fernando García, el padre de Miriam. Fue toda una declaración editorial de entrada. Enseguida aparecerían los familiares de Toñi y Desirée, todos ellos, como no podía ser menos, sumidos en el dolor más intenso, dado el escaso tiempo transcurrido desde que conocieran el trágico final de las niñas. Expresar el dolor puede llegar a ser recomendable como forma de liberarse de él, otra cosa muy distinta es exponerlo desde el estrado de un salón de actos, rodeados de focos y cámaras, transmitiendo en directo y ante un auditorio abarrotado de público, integrado por vecinos conmocionados de entre los que no tardarían en surgir voces pidiendo venganza y pena de muerte para los culpables. A partir de ahí el clima del programa devino un incendio sin control. Fue como echar sal a manos llenas sobre una herida abierta y aún sangrante. Pero me detengo aquí, porque nunca he sido partidario de las condenas promulgadas sin juicio, ni de los juicios de intención pronunciados de manera sumaria. Por eso, nunca participé, ni voy a hacerlo ahora, de la furia estigmatizadora empleada por algunos sectores de la profesión y por ciertos eminentes comunicólogos contra Nieves Herrero. Creo, sin embargo, que hubiera sido necesario y muy saludable un debate sobre los límites de la información en situaciones marcadas por el dolor y por la alarma social como lo fueron los momentos que siguieron al cruento final del caso Alcàsser. De haberlo habido, puede que hubiera sido otro el comportamiento de los medios ante la desaparición de Diana Quer casi un cuarto de siglo después. Diana desapareció durante sus vacaciones veraniegas en A Pobra do Caramiñal, A Coruña, al volver de madrugada de las fiestas locales. Su perfil de chica en el esplendor de los dieciocho años, unido a los inquietantes últimos mensajes que había enviado desde su móvil, fue el detonante de una alerta inmediata y generalizada.
Casi quinientos días después, el 31 de diciembre de 2017, se produjo el tan esperado final de la búsqueda al precipitarse la detención del principal sospechoso, que, a continuación, llevaría a la localización de los restos de Diana. Se revelaba así que la muerte de Diana se habría producido con toda probabilidad a las pocas horas de su desaparición y a manos del mismo individuo que la habría asaltado a poca distancia del lugar desde el que había enviado con el móvil su último e inquietante mensaje. La noticia vuelve a convulsionar la opinión pública y nos plantea la necesidad de incluir una mención específica a los hechos y a su significación en todos los planos, en un capítulo final de este libro, como epílogo para una reflexión actualizada, tras la que pudimos compartir con familias, expertos policiales y comunicadores en noviembre de 2016 en el Foro QSD sobre el Tratamiento informativo de las Desapariciones de Personas.
A pocos meses de distancia, el hito más relevante fue la publicación por el Ministerio del Interior del Informe sobre Personas Desaparecidas en España, 2017. Lo hizo el titular del Departamento, Juan Ignacio Zoido, con una deliberada solemnidad y en una fecha cuidadosamente elegida: en vísperas del 9 de marzo, Día de las Personas Desparecidas sin causa aparente. En el mismo acto, el ministro comprometió la creación del CNDES (Centro Nacional de Desaparecidos). Así que la concentración anual celebrada en Madrid se desarrolló con la referencia de los datos que, por primera vez en toda nuestra historia, veían la luz pública: se habían registrado 121.114 denuncias en los últimos seis años, de las que 4.164 seguían sin resolverse. El informe desglosa por provincias esos datos, al tiempo que reconoce las limitaciones de la Base de Datos de Personas Desaparecidas y Restos Humanos de la que se han extraído. Se recoge asimismo la necesidad de profundizar en la casuística de las desapariciones, mediante estudios sociológicos y antropológicos que hasta ahora han brillado por su ausencia.
El día en que se dieron a conocer estos datos, eché en falta a personas que habían estado en los inicios del movimiento asociativo de familiares de desaparecidos, fue el caso de Cayetano Jiménez, de Castilla La Mancha; Salvador Domínguez, de la Comunidad Valenciana; o Josep Valls, de Cataluña, ya fallecidos. Sentí que era injusto que no fuera partícipe de ese momento Flor Bellver, la psicóloga que dedicó diez años de su profesión y de su vida a Inter-SOS, la asociación creada en 1998 por los padres de Cristina Bergüa, desaparecida con dieciséis años en Cornellá, Barcelona. Recuerdo su entrega incondicional, solo comparable al entusiasmo con el que celebró que, en 2010, el Congreso de los Diputados declarase el 9 de marzo como Día de las Personas Desaparecidas sin causa aparente. Un logro ganado a pulso, como lo fue tres años más tarde la creación de una comisión especial en el Senado, que tras seis meses de trabajos adoptó un contundente informe final en diciembre de 2013. La importancia de sus conclusiones era doble: por contar con el respaldo unánime de todos los grupos políticos presentes en la Cámara alta y por demandar a la Administración soluciones para las principales carencias detectadas. El informe incluía un llamamiento a la implicación de la sociedad civil en las soluciones por venir. Lanzado el pañuelo, fue la señal definitiva para poner en pie la Fundación Europea por las Personas Desaparecidas, QSDglobal. Un puñado de patronos solidarios unidos por la convicción de que era el momento de actuar ante las desapariciones, de procurar amparo a quienes las sufrían y de prevenir las situaciones de riesgo que las provocan. Y un programa para la acción resumido en el lema #Todoytodosporencontrarlos. Así tomaba cuerpo un proyecto que había vislumbrado ante la verdadera avalancha de peticiones de búsqueda, en torno a 10.000, que nos llegaron a Quién Sabe Dónde entre 1992 y 1998. De todas ellas tan solo pudimos llevar a antena una quinta parte, 2.000 aproximadamente, a lo largo de 250 emisiones.
—Pero, dígame, Lobatón, ¿por qué dejó de emitirse Quién Sabe Dónde?
—Buena pregunta, señora. Si usted me ayuda, quizá algún día lo sepamos.
Ese breve diálogo con la reina doña Sofía como interlocutora tuvo lugar en el Palacio de la Zarzuela el 19 de enero de 2017, durante una audiencia con familiares de personas desaparecidas. A ellos pongo por testigos: Juan, padre de Iván Durán; Rosa, madre de Paco Molina; Emilia, hermana de Manuela Chavero; Ana, madre de Borja Lázaro, y Luisa, madre de Cristina Bergüa.
Tengo la convicción de que, tras la aparente ingenuidad de la pregunta, había un interés sincero, que venía de lejos y se retroalimentaba de otras preguntas, las que le habían hecho a ella durante sus viajes por América Latina allá por los años noventa, a propósito de casos de Quién Sabe Dónde. Aún recuerdo mi sorpresa al ser llamado por la Reina durante los actos de entrega de los premios de la Fundación CREFAT, a los que acudía como miembro del jurado, en uno de los edificios de Zarzuela. No era para un saludo protocolario, no. Doña Sofía me requirió en varias ocasiones para conocer detalles precisos de historias con nombres y apellidos, sobre las que la habían interpelado a ella misma en Chile, en Argentina... Quizá por eso no dudó años atrás en poner su firma de puño y letra en una carta de recomendación a la presidencia del ente público para que se recuperase de alguna manera aquel programa. Pero eso es parte de la crónica que —ya lo he dicho más arriba— no toca ahora. Lo cierto es que ni siquiera tan cualificada mediación surtió efecto, y que cada vez que sumaba un nuevo no a la posibilidad de contar con un espacio en televisión para los desaparecidos se me hacía más evidente la necesidad de una herramienta cívica alternativa. Así es como fue fraguándose la fundación, a golpe de negativas. Si no podía contarse con una oferta televisiva concreta, habría que construir una plataforma desde la que proyectar hacia todos los medios —y no solo la televisión— la realidad de las desapariciones.
Una fundación puede nacer con todos los parabienes y con importantes recursos (no ha sido nuestro caso, sostenidos apenas por las aportaciones privadas de los patronos y obligados a buscar ayudas complementarias para cada iniciativa), pero solo existe de verdad si sus objetivos se hacen tangibles. Por eso, a la definición de «entidad sin ánimo de lucro», me gusta añadir la adversativa «pero con ánimo de logros». Considero que fue una importante conquista que la fundación empezara su andadura reuniendo durante dos días a una cincuentena de familiares de personas desaparecidas. Ellas serían por primera vez las absolutas protagonistas. Del intercambio de experiencias y emociones que allí se encontraron surgió la Carta de Derechos y Demandas Urgentes. En su preámbulo, los participantes en el foro celebrado a finales de noviembre de 2015 en Úbeda y Baeza, denunciaban sin paliativos «haberse sentido desatendidas, humilladas, perplejas, solas, desprotegidas, decepcionadas, maltratadas y, en ocasiones, víctimas» cada vez que habían acudido a denunciar la desaparición de un ser querido. A continuación, la carta detallaba las carencias en formación y en recursos especializados de los cuerpos policiales, frente a los cuales urgía adoptar medidas: desde la mejora en la coordinación y en la formación de las fuerzas de seguridad, pasando por la atención a las familias afectadas, hasta la publicación de los datos reales de las desapariciones.
En el siguiente mes de marzo, el día 31, fueron esas las palabras que leí en voz alta en el palacio de Parcent ante el secretario de Estado del Interior y las secretarias de Estado de Justicia y Asuntos Sociales e Igualdad, en el acto público de firma del convenio de la fundación con los tres Ministerios. El regio marco de aquella puesta en escena, con despliegue de banderas, cámaras de televisión e invitados de alto nivel, se estremeció por un momento. Había quedado meridianamente claro que nuestra voz no iba a ser otra que la de las familias ni otras las demandas que las que se habían acordado por ellas en Úbeda y Baeza.
Sabíamos que no sería fácil y doy fe de que no lo ha sido, pero la persistencia ha empezado a dar los primeros frutos, por ejemplo en el asunto de los datos con el Informe 2017, ya mencionado; y también con la creación del Centro Nacional de Desaparecidos, aunque todavía en fase incipiente.
Sea como sea, y con todo lo que queda por delante, hay que otorgar todo el valor que tienen a los pasos dados en el último año —y a los que están en camino—, por el avance que suponen en comparación con el vacío general de hace veinticinco años cuando, ante la alarma social desencadenada por los crímenes de Alcàsser, la Secretaría de Estado de Seguridad adoptó la primera instrucción en materia de desapariciones. La instrucción apelaba con énfasis a la necesaria coordinación entre Policía Nacional y Guardia Civil, lo que equivalía a un reconocimiento implícito de su inexistencia. La letra sangraba por la herida: Anglés, el presunto asesino —junto con Ricart— de Miriam, Toñi y Desirée había conseguido escabullirse por la fisura entre los dos cuerpos policiales.
Al evocar ese tiempo, siempre me viene a la memoria la entrevista con una madre cuyo hijo, de mediana edad, llevaba meses desaparecido sin que le hubiera llegado noticia alguna que alimentara su esperanza de encontrarlo.
—Ay, Paco, si al menos supiera dónde llevarle flores —me dijo como en un suspiro.
No sé cuál fue mi reacción en aquel momento, estando como siempre estábamos en directo. No sé si llegué a repreguntarle: «¿De verdad?». Creo que no. De lo que sí estoy seguro es de haber comprendido que lo expresado por aquella madre no era resignación, sino la imperiosa necesidad de poner fin a la incertidumbre que no la dejaba vivir. Invocar la certeza de la muerte no era fruto del desamor, sino su manera de defenderse de la incertidumbre, esa muerte tacaña que no deja espacio para el duelo. Más adelante he escuchado definiciones psicológicas que califican como «duelo ambiguo» este tipo de vivencias. Con el debido respeto a los expertos en psicología, no termina de convencerme ese concepto porque el duelo —ambiguo o no— es el principio de la etapa de aceptación de una pérdida definitiva. En cambio, mientras la desaparición no se resuelve prevalece una situación de no duelo. Algo parecido a una ecuación emocional que no es ambigua sino inequívoca y más bien rotunda: mientras no hay evidencia de muerte, hay esperanza de vida.
Otra cosa es que el tiempo y el efecto corrosivo de la incertidumbre terminen por hacer mella incluso en esa resistencia íntima y última, como sin duda le ocurría a la madre de mi entrevista. Sin embargo, no es esa la actitud más generalizada que he reconocido a lo largo de dos décadas y media, entre quienes se enfrentaban al desafío cotidiano de sobrevivir a la incertidumbre. En la mayoría de ellos, he visto cómo reconvertían en fortaleza su debilidad, en un movimiento de regeneración parecido al de ciertas especies vivas, como las estrellas de mar, capaces de restituir partes completas de su organismo, seccionadas, laceradas, perdidas. Siendo fascinante ese fenómeno, sabemos que, en el mundo vegetal o animal, sucede en una dimensión física. En cambio, cuando se trata de personas, la regeneración que he percibido en ellas acontece en el espacio anímico, en el armario donde conviven sentimientos y pensamientos. Y eso es lo que siempre me ha parecido grandioso, lo que, como a Sócrates, me hace sentir ante seres sagrados. Aquellos a los que la vida ha provisto no ya de la capacidad de sufrir, sino de una categoría superior de la condición humana: la de sobreponerse al sufrimiento. Ha sido en la mirada de esas personas donde he visto escrito, antes de redactarlo yo, el título de este libro: te buscaré mientras viva.
A esa estirpe de resistentes, de supervivientes con causa, pertenecen los protagonistas de las historias que cobran vida en las páginas que siguen. Hablan los abuelos y las abuelas, los padres y las madres, los hijos y las hijas, los hermanos y las hermanas de personas desaparecidas. Son ellos quienes ponen voz a sus seres perdidos formando una suerte de autobiografía colectiva. Mi tarea ha consistido en escucharlos y hacerme portador de su testimonio, y así, cada vez que se barajen cifras, se las pueda dotar de identidad. Para que no se les olvide: ni a los desparecidos ni a quienes han decidido empeñar su vida en buscarlos. Para que nadie se sienta indemne, sino afortunado, pero nunca indiferente ante las ausencias ajenas. Para acabar con el tópico de desapariciones voluntarias, que no lo son mientras no quede demostrado. Para buscar a los desaparecidos en situaciones inquietantes y para prevenir los que lo son en situaciones evitables. Para que se haga compatible el derecho a desaparecer de quienes lo decidan en el ejercicio de su libre albedrío, con el derecho a saber de aquellos que los quieren.
La determinación de buscar de por vida a los desaparecidos de forma inexplicable, sin causa aparente, coexiste con la búsqueda de la verdad en aquellos casos rodeados de indicios de criminalidad, pero carentes de pruebas que permitan incriminar a los presuntos autores de la desaparición. Para ninguno de estos buscadores hay tregua, ni barreras que los detengan. No es admisible que los archivos provisionales y los sobreseimientos judiciales prorroguen la incertidumbre y el sufrimiento de miles de personas sine die. Si son la consecuencia inevitable de la vigente Ley de Enjuiciamiento Criminal, habrá que promover sin demora los cambios pertinentes a través de un Estatuto de la Persona Desaparecida.
Familia a familia, caso a caso, el sentimiento es siempre el mismo: no hay final para esta batalla hasta que no se llegue a un final cierto. El más feliz o el más dramático, pero un fin. En las manos de estos buscadores, el teléfono se ha convertido en una terminal nerviosa, en el vigía permanente, pero también, en muchas ocasiones, demasiadas, en un verdugo despiadado e insolente que, en lugar de ser portador de la esperada buena nueva, emite burlas o golpea con sádicas mentiras. Pero ni siquiera eso alterará su determinación. Un impulso que viene de muy adentro. Un mandato del corazón que la inteligencia no discute.
Paco Lobatón, 6 de diciembre de 2017
Capítulo 1
Hermanos Orrit
HIJOS DEL DESEO
Nunca había estado en Manresa. Tenía dudas, porque viví en Cataluña a finales de los setenta y viajé por ella en todas direcciones, por la costa más que por el interior, eso es cierto. En Barcelona nació mi hija mayor, Triana, en 1980. Por aquel tiempo, las asociaciones andaluzas en Cataluña gozaban de una enorme relevancia social, visible en celebraciones populares como la Feria de Abril, que reunía en San Cugat a cerca de un millón de personas, superando en afluencia a la mismísima Feria de Sevilla. Y luego estaban los Premios anuales en los que, a diferencia de la citada feria a la que nunca acudí, tuve ocasión de participar. Debió de ser 1981 el año en que Felipe González se hizo acreedor al galardón más importante y la ocasión en la que los organizadores me pidieron que hiciera una presentación del premiado, como paisano y periodista andaluz inmigrado. Era un encargo delicado y recuerdo haberme esforzado en no incurrir en la odiosa práctica de los «juegos florales», de la hagiografía acrítica o de la pura y dura redundancia adjetivada de méritos. Hice un elogio contenido del galardonado y aproveché para expresar un sentimiento personal que era, a la vez, una cierta reivindicación: uno es de donde ha nacido, pero también de donde han nacido sus hijos. Fue así como me declaré sentimentalmente empadronado en Barcelona, y, por extensión, en Cataluña. Nunca pensé entonces que, andando el tiempo, esa reflexión conectara con la historia de un inmigrante portugués a quien en tierras catalanas no le nació un hijo, le nacieron quince. Demasiados, parece que pensó alguien. Y dos de ellos, siendo menores, fueron sustraídos del Hospital Sant Joan de Déu de Manresa, la noche del 4 al 5 de septiembre de 1988, en circunstancias verdaderamente inexplicables. Por lo demás, mi actividad periodística entonces discurría absolutamente al margen del fenómeno de las desapariciones de personas.
El caso es que esos recuerdos se me hicieron presentes mientras viajaba de Barcelona a Manresa. No, nunca había estado allí durante aquellos años. Manresa era mi destino al cabo de varias décadas para un encuentro con María y Carmen Orrit, madre y hermana, respectivamente, de Isidre y Dolors, aquellos dos menores que alguien hizo desaparecer cuando apenas habían transcurrido unos meses desde el fallecimiento del cabeza de familia. Ir a su encuentro era, en cierta forma, devolver la visita que ellos me hicieron allá por 1992 en el plató del programa Quién Sabe Dónde para difundir el caso en el que nada se había movido pasados cuatro años.
El largo trayecto desde la estación de Sants me permitió repasar las notas para la charla con ellas, y, a la vez, ir adentrándome mentalmente en el espacio de un caso de desaparición envuelto en una bruma misteriosa e inquietante, de preguntas irresueltas en veintinueve años. Quizá fue el traqueteo del «Rodalies», un cercanías de aspecto algo decadente que me recordaba el de los trenes antiguos, quizá fue el paisaje que se hacía más escarpado cada vez que levantaba los ojos de mi libreta, con la imponente presencia de las montañas de Montserrat al fondo, lo cierto es que me sentí transportado a un viaje al pasado. Pronto comprobaría hasta qué punto se trataba de un pasado presente en la memoria de Carmen, la hermana más activa en la búsqueda de los dos desaparecidos, y también de María, madre de la más numerosa familia de la comarca: quince partos en apenas dos décadas, es decir, casi uno por año.
María ya no vive en la casa donde crecieron sus vástagos, un humilde piso alto y sin ascensor en el edificio conocido como La Fábrica. Tuvo que abandonarlo al poco de morir Alfredo Pires, el inmigrante que la enamoró y que se quedó para siempre a vivir en ese rincón de Cataluña, tan lejos de su querido y añorado Portugal al que nunca pudo volver. María reside ahora en una casita baja alquilada por su hija Isabel y visitada a menudo por el resto de los hijos, todos residentes en la zona. Allí es donde me recibe; allí es adonde llego guiado por Carmen, que me ha ido a buscar a la estación. Por el camino me ha anticipado que, en las últimas semanas, la salud de su madre ha sufrido un importante bajón por culpa de una caída. Y allí la encuentro, sin embargo, con el ánimo intacto y dispuesta a hablar. Sin reservas, y casi sin pausa, va hilvanando el relato de toda una vida, a dúo con Carmen, que, igual que hizo su madre durante tantos años, se gana la vida como limpiadora. Ella, Carmen, con sus auriculares puestos escuchando sus podcasts favoritos, mientras deja impolutas las casas que se disputan sus servicios, un trabajo que vive en la clave más positiva que pueda imaginarse, con el talante optimista y resuelto que siempre vio en su madre.
María habla con frases cortas, o entrecortadas, a veces, por la respiración que la acompasa. En ellas se refugia, pudorosa, la emoción al evocar la ausencia de la Dolors y el Isidre. Sobre ellas cabalga la ironía que aflora cuando evoca la figura de su suegra queriendo entrometerse en su vida, o la displicencia del jefe de policía negándole información sobre sus niños desaparecidos.
MARÍA Y CARMEN
María, la madre (M.): Isidro fue el último de los hijos que tuve. Todos fueron buscados, deseados, pero el Isidro el que más.
Carmen, la hermana (C.): El pequeño, sí. Él figura como el número catorce, pero en realidad fuimos quince contando a Montserrat, que murió con solo tres meses. Quizá por eso a veces no la contamos, pero era otra hermana nuestra. Y muy querida también, ya lo creo. Murió por una infección transmitida por los adultos. Recuerdo la culpa enorme con que vivieron su muerte mis padres. Y a mi padre, llorando. ¡Cómo lloraba! Puede que fuera la primera vez que lo veía así, no sé, lo cierto es que se me quedaron grabadas su pena y sus lágrimas. Como nunca las había visto en él.
M.: A Isidro lo tuve porque quise y porque mi padre, antes de morirse, me dijo que si era niño lo que iba a nacer, que le pusiera su nombre, Isidro. Pero fue niña y le puse Teresa, como mi madre. Es que yo no me encontraba bien de... no sé cómo explicarlo. Te pide una persona que se está muriendo una cosa y no la puedes hacer... Entonces busqué otro para ponerle Isidro.
C.: Los médicos no querían que tuviera más hijos, le querían poner cosas para que no los tuviera. Y ella decía que si los quería tener, ¿qué problema había? Y que, además, los tenía bien cuidados. Si los tuviera mal...
Igual que el médico, su suegra siempre había criticado que tuvieran tantos y tantos niños. Pero es que tanto mi madre como mi padre querían. No era aquello de ¡ay, pobre la madre! o ¡qué malo tu padre hacerle tantos niños! Ni tampoco porque fueran superreligiosos. Qué va. Si es que querían los dos. Es más, durante los cuatro años que tardó en venir el pequeño estuvieron preocupados pensando si les había pasado algo y ya no podrían tener más.
M.: Mi suegra, que vivía en Sabadell, decía: «Oye, no tengas más». ¿Que no tenga más? ¡Ya lo vas a ver tú! (risas).
Y también estaba todo el tiempo con que diera en adopción a algunos de los niños. Insistía y yo le decía que no. Cuando se perdieron Isidro y Dolors, volvió a decirme que estuviera al tanto, que, si no, me iban a coger los demás también. Yo le dije: «Pues que vengan aquí, verás».
C.: Mucha gente se pregunta cómo salíamos adelante. Mi padre trabajaba en un taller en el centro de Manresa y, en vacaciones, en el de debajo de casa. No descansaba. Eso sí, los sábados nos montaba en el coche y nos llevaba a pasar el día en el río para que mi madre pudiera respirar un poco. No había querido nunca que mi madre trabajara, pero, bueno, siempre tenía una barriga u otra, tampoco lo podía hacer, y los grandes enseguida empezamos a trabajar. Yo, con 13, ya salí a limpiar casas, que es en lo que sigo. Entonces podías empezar antes. Mi hermana la Rosa también con 13, y el Alfredo, todavía más joven, porque iba con mi tío a repartir fruta y todo eso. Lo que cobrábamos lo traíamos a casa para ayudar. Luego, es verdad, que cuando ya mi padre estaba con el cáncer y todo, mis tíos, de tanto en cuanto, le daban una ayuda económica, porque veían que tampoco podían llegar.
M.: Estando de baja por el cáncer era muy poco lo que cobraba mi marido. Durante los cuatro años que estuvo enfermo no pude salir a ningún lado. Luego sí, tuve que echarme a limpiar escaleras y casas. Hacía muchas, lo tengo todo apuntado en una libreta que anda por ahí.
Al morir él me dieron una ayuda por cada niño de los que aún quedaban en casa, diez mil pesetas. Pero cuando desaparecieron el lsidre y la Dolors no tardaron nada en quitarme lo de ellos dos. Ni una semana tardaron.
Como cuando a Isidro le tocaba ir a la mili y empezaron a mandarme cartas amenazándome. Que si no iba, que lo irían a buscar. Y dijimos ¡pues que lo busquen! Si lo encuentran, encantados.
C.: Y aún hubo quien reprochó que no los hubiera buscado más, como si no fuera bastante tener que dar de comer a los ocho hijos que quedaban en la casa. Y con el peso de no saber nada de Isidre y Dolors.
M.: Me enteré de que habían desaparecido por la Guardia Urbana. Vinieron a casa a preguntarme si tenía un niño en el hospital y les dije que sí y que por qué me lo preguntaban. Porque no está, me dijeron. Y yo les contesté: «¿Cómo que no está?». Después de eso, subieron al hospital y debieron estar una hora y media dando vueltas por ahí..., pero no vieron nada.
C.: Entonces subimos nosotros al hospital y lo comprobamos: no estaban Isidro ni tampoco Dolors, que se había quedado como acompañante esa noche para que mi madre pudiera ocuparse de la casa. Ella tenía entonces 17 y el pequeño 5.
Pedimos hablar con el doctor que llevaba a Isidro, el culpable de que le ingresaran porque le había inyectado penicilina siendo alérgico, pero no sabía qué había pasado. Un poco de corazón. Pero ni siquiera nos recibió; aunque supimos por terceras personas lo qu