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El pequeño comunista
El primer recuerdo que guardo de mi país es la imagen de varios perros callejeros muertos colgados de los postes del centro de Lima. Algunos habían sido ahorcados ahí mismo, en los postes, pero la mayoría había muerto antes. Un par de ellos estaban abiertos en canal. Otros tenían el pelaje pintado de negro. Al principio, la policía temió que sus cuerpos ocultasen bombas, pero no era el caso. Sólo llevaban encima carteles con una leyenda incomprensible y siniestra: «Deng Xiao Ping, hijo de perra».
Por entonces, yo vivía en México, donde mi familia cumplía asilo político. En casa siempre se leían noticias sobre el Perú. Otros exiliados le llevaron a papá una revista con la foto de un policía descolgando a uno de los perros. Detrás de él, la calle parecía un lugar sucio, tétrico. El blanco y negro de la imagen parecía el color de la ciudad. Yo tenía cinco años y ése, por lo que sabía, era mi país.
La imagen —y los posteriores hechos de sangre— fue materia de largos conciliábulos en casa. Los amigos de mis padres se preguntaban si al fin había llegado el turno revolucionario del Perú. Para ellos, la revolución latinoamericana era un hecho inla escuela del terror minente, tan inevitable como un huracán del Caribe. No se preguntaban si llegaría alguna vez, sino cuándo lo haría y en qué orden de países iría triunfando. En mi casa, en largas sesiones humeantes de tabaco, hombres barbudos y con lentes de carey debatían, conspiraban o se escondían.
Los revolucionarios colaboraban sin reconocer fronteras nacionales. Nos visitaban socialistas chilenos, montoneros argentinos, tupamaros uruguayos, comunistas cubanos. Pero la foto de los perros los desconcertó a todos por igual. Nadie conocía a estos advenedizos del Perú. Nadie sabía de dónde había salido esta gente que no repetía los eslóganes habituales contra el imperialismo yanqui. Nadie entendía por qué hablaban de Deng Xiao Ping.
Mientras ellos cambiaban el mundo, sus hijos jugábamos en mi cuarto. Debíamos formar una pandilla bastante extraña, menores de cinco años con camisetas del Frente Sandinista de Liberación Nacional y calendarios del Che Guevara. Todos figurábamos en nuestros documentos como «asilados políticos». Yo mismo tuve dificultades para entrar en un colegio. El día de la entrevista, llevaba una camisa con la cara de Sadam estampada en el pecho. Y cuando el director me preguntó:
—¿A qué te gusta jugar?
Yo respondí:
—A la guerra popular.
No era la respuesta ganadora.
En ese mundo ajeno crecí un tiempo más, oyendo con creciente frecuencia el nombre de Sendero Luminoso. En esos años, en casa, nadie terminaba de entender qué ocurría. Algunos barbudos peruanos se preguntaban si, después de tanto hablar de la revolución, se habían quedado al margen de ella, varados en Méel pequeño comunista xico, a la deriva de la Historia. Finalmente, se declaró una amnistía y regresamos al Perú. Mis papás estaban felices de volver. Pero yo me acordaba de los perros de Deng Xiao Ping, y no me parecía una buena idea.
Veinticinco años después, regreso a Lima para escribir un reportaje sobre el hombre que mandó decorar tan siniestramente la ciudad: Abimael Guzmán. Mientras mi avión aterriza en la capital, regreso a sus calles y a su tráfico y a mi familia. Y también los perros regresan a mi memoria. Y la imagen de María Elena Moyano, asesinada y dinamitada, y las fosas comunes, y la bomba de Tarata que remeció las ventanas de mi casa. Me empiezo a preguntar si realmente quiero hacer esto.
¿Por qué un reportaje sobre Guzmán? Porque vende. O porque yo creo que vende. O porque es lo único que puedo vender. Siempre he sido un mercenario de las palabras. Escribir es lo único que sé hacer y trato de amortizarlo. Ahora vivo en España y trato de hacerme un lugar como periodista. Necesito algo novedoso, y el tema de actualidad en el último año, tras el 11-M, es el terrorismo.
Para mi encuentro con el editor de El País Antonio Caño, preparé una batería interminable de argumentos sobre lo necesario y vendedor que podía ser un reportaje sobre Abimael Guzmán: un vistazo al terror desde una perspectiva nueva, un tema violento y poco visto en la prensa, una encarnación del mal. Pero en realidad no era una idea brillante; era sólo mi única opción. Y él lo sabía:
—¿Has pensado qué te gustaría escribir?
—Pensé en una historia de Abimael Guzmán. Quizá una entrevista, si se puede.
—¿En serio? Entonces ya está. Eso es lo que yo iba a proponerte. Pero tiene que ser rápido.
la escuela del terror
Antonio es un hombre práctico.
Un mes después, aterrizo en mi ciudad con la sensación de que me he metido en un lío. Para empezar, no sé nada realmente. He tratado de comunicarme por Internet con algunos órganos senderistas de proselitismo en el exterior: el Comité de Apoyo a la Revolución Peruana no respondió a mis emails ni a mis llamadas. Sol Rojo, tampoco. Algo más amable fue el vocero oficioso de Sendero Luminoso en Bélgica, Luis Arce Borja, autor de la única entrevista periodística que existe con Guzmán. Él me escribió:
Estimado amigo:
Le felicito por la obra que ha puesto en marcha. No sólo se conoce poco de Guzmán, sino también del mismo proceso social que
vivió el Perú desde 1980 hasta cerca del 2000. Bueno, en cuanto a
que yo puedo ayudarle, no creo que sea la persona más adecuada
para ello. El que me haya reunido con él para entrevistarlo, no me
da mayores conocimientos que aquellos analistas que han seguido
de cerca el problema del PCP y la lucha armada en nuestro país.
Además, como ahora estoy convencido que Guzmán ha sido el autor (junto con Montesinos) de las cartas de paz de 1993, mi opinión
sobre él ha cambiado completamente. En concreto creo que su acción desde la prisión ha sido una traición y capitulación.
Arce Borja tituló su conversación con Guzmán la «Entrevista del siglo». El texto se encuentra en la página web Bandera Roja. Lejos de contener detalles concretos —es decir, morbosos—, es una dura exposición teórica sobre el Partido Comunista del Perú en el curso histórico universal trazado por Marx. No es una joya de estilo literario, tampoco. Está escrita en términos tan cerradamente ideológicos que me resultan tediosos e incomprensibles.
el pequeño comunista
No encuentro confesiones de criminalidad, algo de sangre, una buena historia.
Los primeros días en Lima no resultan mucho más prometedores. Mi pobre amiga Paola Ugaz, una periodista que estudió conmigo en la universidad, lleva un mes tratando de prepararme el terreno con algunos contactos. Y no ha podido conseguir nada. Las instituciones públicas la pierden en sus oficinas de prensa y sus trámites, y los senderistas desconfían de los periodistas. Lo peor es que nadie le da una respuesta concreta, una fecha para una entrevista, nadie dice ni sí ni no. Durante todo el mes la he estado presionando para que me dé algo más sólido. En su último email, me ha respondido: «Eres un negrero».
Tiene razón en que pido demasiado. Ningún periodista ha podido entrevistar a Guzmán nunca. Ricardo Uceda pidió una entrevista que Guzmán llegó a aceptar por escrito, pero las autoridades nunca autorizaron el encuentro. Un corresponsal de El País, Francesc Relea, se sumó a la demanda de Uceda, sin obtener resultados. Oficiosamente, el abogado de Guzmán acepta la entrevista y me pide una copia de la carta de solicitud. Pero eso no significa nada. La jurisdicción sobre el penal de la Base Naval es difusa, porque se trata de una cárcel que a la vez es un cuartel militar, de modo que ni civiles ni militares son enteramente dueños de ella, y nadie se siente obligado a responder las solicitudes. El abogado de Guzmán colecciona decenas de cartas como la mía. Son sólo papeles.
El director del Instituto Nacional Penitenciario, Wilfredo Pedraza, me explica las razones del silencio:
—Diga lo que diga Guzmán, la prensa de oposición lo usará contra el gobierno para decir que le damos tribuna al mayor asesino de nuestra historia.
la escuela del terror —Pero alguna vez tendría que hablar —respondo—. El público necesita tener su versión.
—Ya. Quizá. Pero... —Se encoge de hombros.
—¿Y la novia, Elena Iparraguirre? ¿Qué tal una entrevista con
ella?
—Está aislada también. Si quieres no te la niego ahora mismo, pero se lo preguntaré al ministro y él me dirá que no.
Ahora estoy claramente desesperado.
—Alguien más de la cúpula de Sendero, alguien que lo haya
conocido. Osmán Morote o María Pantoja...
Pedraza suspira. Definitivamene, ya está harto de mí.
—Veré a Morote el miércoles —dice resignado—. Llámame
a las diez de la noche.
Ese miércoles lo llamo a las diez, a las once, a las once y media, a las doce y cuarto, a la una y diez de la mañana, a las dos. Pedraza responde el teléfono a las tres menos veinte.
—Morote dice que sólo hablará si lo aprueban las presas de Chorrillos.
Chorrillos es otra prisión. Morote está en Piedras Gordas. Ambas cárceles tienen visitas los fines de semana. Para conseguir la entrevista con Morote tendría que ir a Chorrillos, pedir permiso, volver la siguiente semana a ver si lo han debatido y, si es así, esperar hasta la siguiente semana para visitar Piedras Gordas. Pero también tengo que viajar fuera de Lima, y ya no me quedan más domingos en el Perú.
El abogado de Guzmán me sugiere que denuncie al estado por obstrucción a la libertad de expresión y a mi derecho al trabajo. Me pide una copia de la denuncia. Pero no hay nada que demandar porque no hay a quién hacerlo. Simplemente, el estado no ha respondido nunca nada al respecto. Y oficialmente, a mí tampoco.
el pequeño comunista
Cuando uno viaja a cubrir un evento, una guerra, una conferencia, las cosas son más fáciles. Los voceros dan declaraciones, emiten comunicados, llaman a la prensa, y siempre sabes qué hacer, sobre todo porque hay muchos a tu alrededor haciendo lo mismo y yendo a los mismos lugares. Pero en casos como éste, tras una semana sin un maldito testigo ni vínculo con un hombre que vive y duerme a menos de veinte kilómetros, uno llega a casa por la noche, toma una ducha, se sienta en la cama, hunde la cara entre las manos y se pregunta: «¿Y ahora qué carajo hago?».
Trato de establecer un plan de acción. Necesito ordenarme. Recuerdo algo que me sugirió el periodista inglés Justin Webster hace unos días, cuando le comenté mi proyecto: «Trata de averiguar la niñez de Guzmán. La gente suele cambiar muy poco a partir de los siete años. Sus rasgos esenciales de personalidad son los mismos durante toda su vida».
Desde mi llegada, he estado tratando de contactar con los hermanos de Abimael Guzmán. He confeccionado una lista con sus nombres. Uno murió hace dos años. Otra vive en Estados Unidos. Otra me resulta inubicable. El último, un profesor de ingeniería, no quiere hablar de él. Recientemente, por error, este profesor apareció en una lista de cursos de su universidad con el nombre de Abimael. No se sabe quién cometió la cruel errata, pero según una colega suya, a él le dolió. Sufre mucho con este tema y sólo quiere olvidarlo. Nunca ha visitado a su hermano en la cárcel.
Sólo me queda la hermana que vive en Estados Unidos, Susana. Un artículo en el archivo de la revista Caretas informa que Susana fue detenida por la policía en 1988 mientras cambiaba dólares en una calle del centro. La policía presumía que era dinero para Sendero, pero nada vinculaba a Susana con el grupo de su la escuela del terror hermano. Pasó unos días en investigación y la soltaron. Ya por entonces vivía en Estados Unidos.
Otra noticia, esta del diario El Comercio, habla de una novela de Susana Guzmán aparecida hace un par de años en España. Hablando con escritores y periodistas culturales, averiguo que Susana Guzmán es esposa de un profesor del Dartmouth College. En la página web de Dartmouth hay un teléfono, pero nadie responde. También está el email de la coordinadora del departamento. Le escribo a ella, que le reenvía mi correo al esposo, que me escribe a mí, y así, tras otra semana, consigo el email de Susana Guzmán.
Al fin alguien, una persona que pueda hablarme.
Pero cuando le pido una entrevista y le envío un cuestionario, me contesta lo siguiente:
Estimado Santiago:
Todas las respuestas a las preguntas que usted me ha hecho sobre mi hermano están en la parte no ficcional —la de «Manuel Galván»— de mi novela En mi noche sin fortuna. Los nombres de algunas personas vinculadas a esa parte han sido cambiados, pues aún viven, y yo no tengo derecho a revelar más.
Las preguntas que corresponden a mi vida privada, o a asuntos que desconozco de la actividad académica o política de AG, obviamente no puedo responder.
Pienso que consultando mi libro y sumando ese testimonio a lo expresado por otras personas, usted puede hacer una reconstrucción interesante.
Mi detención, de la que Caretas informó en su momento, es cierta, y posiblemente se debió a la paranoia que vivía el aparato policial de ese tiempo. Me reservo el derecho de escribir sobre ese asunto.
Le deseo la mejor suerte, Gladys Susana Guzmán el pequeño comunista
Así que estaba escrito. Una novela real sobre un hombre llamado «Manuel Galván». Era bastante clara, a fin de cuentas.
La novela En mi noche sin fortuna narra la historia de un intelectual proveniente de la vieja burguesía rural y sus conflictos de identidad y pareja. Él trata de explicarle el Perú a una española, y descubre que él mismo no lo entiende, y no se entiende a sí mismo. El estilo es cultivado. Salta constantemente en el tiempo o la perspectiva, y está lleno de referencias literarias, de Flaubert a Nietzsche, de Stefan Zweig a Bordeaux. Hasta la página 136 no encuentro nada que me sirva para mi investigación.
Pero a partir de entonces, toma la voz Antonia, la supuesta empleada doméstica de un guerrillero en su casa de infancia arequipeña. Incluso el estilo narrativo cambia completamente en esta parte. Las reflexiones a menudo densas dejan paso a un torrente narrativo limpio y natural, con el pulso y la precisión que tenemos cuando contamos lo que hemos visto con nuestros ojos. El recurso a la voz de la empleada doméstica también es una manera de librar su historia de opiniones personales. Sólo va a narrar, sin juicios ni valoraciones. Antonia —o Susana— es enfática en aclarar: «De política, en verdad, no sé nada, soy una ignorante».
La historia que voy a contar surge de esta parte «no ficcional», y ha sido contrastada con un perfil de Guzmán que Nicholas Shakespeare publicó en la revista Granta en 1988. También tuve acceso, más adelante, a una breve historia de Guzmán escrita con fines de Inteligencia para la Marina de Guerra del Perú. Pero ésos son sólo hitos, números, lugares. Lo esencial lo cuenta Susana.
Abimael Guzmán Reinoso nació el 3 de diciembre de 1934 en Mollendo, Arequipa. Como sus padres no estaban casados, fue la escuela del terror registrado como «hijo natural» de Abimael y Berenice. Pero Berenice se mudó a dos calles del hogar paterno, a una casita de madera amarilla con dos habitaciones que el señor Abimael visitaba por las noches.
Todas las fuentes dicen que Berenice murió cuando su hijo tenía unos diez años. Pero Susana dice que no murió: lo abandonó. Y el niño tenía ocho. Según Susana, «Berenice no era mala, sino una mujer muy sufrida que había querido asegurarse en la vida». Para una mujer en la Arequipa de esos años, «asegurarse en la vida» significaba tener un hijo de un hombre rico para exigirle matrimonio. Berenice no fue la única que le otorgó descendencia al señor Abimael. Pero él, aunque accedía a colaborar con los gastos de los niños, tuvo para todas las madres la misma respuesta: «Yo no tengo la culpa de que las mujeres se hagan proyectos conmigo, deberían consultarme antes».
Al final, Berenice encontró a otro con quien casarse, un hombre que vivía en Puno, a cuatro mil metros sobre el nivel del mar. Berenice pensó que su hijo no resistiría la altura. O quizá que ella no resistiría a su hijo. Y decidió mudarse sin él. Abimael fue entregado a un tío que vivía en El Callao, quien lo recibió con las siguientes palabras: «Ojalá, pues, que tu madre encuentre por fin la felicidad». Eso es casi lo último que el niño supo de ella. Durante los siguientes tres años recibió dos cartas. Luego, nada.
En cambio, el niño siguió en contacto con su padre. El señor Guzmán le enviaba dinero para sus gastos, que eran pocos, porque Abimael estudiaba en un colegio público y vivía en un barrio barato. Sus cartas de esa época eran recuentos financieros dignos de un contable: «se ha gastado tanto en esto, tanto en lo otro», «me debe usted doce soles». El pequeño nunca estaba contento ni se quejaba. Nunca hacía ninguna mención a sus sentiel pequeño comunista mientos ni hablaba de su vida o su colegio. Nadie se lo preguntaba tampoco.
Hasta que una profesora le enseñó a escribir cartas «de estilo», con las fórmulas elegantes y apropiadas para solicitar las cosas por escrito. El mismo día en que aprendió a redactarlas, le escribió una a su familia de Arequipa. La carta llevaba por título «Una misiva de esperanza» y estaba dirigida «a don Guzmán, mi padre».
Cuando la carta llegó a su destino, don Guzmán no estaba en la ciudad. Abrió el sobre su esposa legítima, Laura Jorquera Gómez de Guzmán. Así se enteró ella de los gastos de Abimael, de sus notas escolares, pero también de muchas otras cosas. Abimael, por primera vez, hablaba de su soledad mezclando el lenguaje de un niño de diez años con almibaradas formas de estilo. Contaba que su tío se llevaba a sus hijos de paseo y lo dejaba a él cuidando la casa, que no sentía que tuviera una familia, que lavaba los platos aunque apenas llegaba al fregadero. Terminaba: «Ojalá encuentre usted un destino mejor para su hijo Abimael de El Callao. Y firmo». Seguía una rúbrica barroca, llena de bucles y arabescos.
Al leer eso, doña Laura quedó consternada. Era una chilena tradicional, de clase alta, «acostumbrada ancestralmente a guardar silencio». Las infidelidades de su esposo debían lastimarla sin ruido. Pero era una católica. Tenía caridad. O quizá se sintió culpable. Ordenó a su esposo que llevase a su hijo a Arequipa, a vivir con su familia como correspondía.
Su hermanastra Susana recién conoció a Abimael entonces, en la Navidad de 1945, y lo recuerda un poco flaco, de ojos oscuros, pelo ligeramente ondulado. Era muy tímido, y disfrazaba sus emociones con unos modales serios y formales: «Era un niño huraño y que ocultaba siempre sus sentimientos. Como si pensala escuela del terror ra que la familia iría a decepcionarlo, o como si fuera un estorbo que la gente habría de hacer a un lado. No era una personita, sino una sombra que se arrinconaba con ganas de desaparecer». Esa Navidad, al recibirlo, su madrastra le regaló un telescopio y un abrazo.
Susana recuerda otro rasgo de su personalidad, uno que lo acompañaría toda la vida. Abimael no llora: «Ya había aprendido a resistir; a ser, lo que se dice, un hombrecito. Tal vez lloraría por las noches, con la cara enterrada en su almohada; pero quién sabe».
A partir de entonces, doña Laura apadrinó a todos los hijos de su esposo. Leía sus cartas, las clasificaba en paquetes individuales y las guardaba. Y sobre todo, les abría las puertas de su señorial casa en el 307 de la calle Ejercicios. Un hermanastro que llegó después dice: «Llegué a contar diez hermanos míos de distintas madres. Pero nuestra mamá política Laura era muy generosa. Estaba dispuesta a acogernos en su hogar a todos. Si nuestras madres lo permitían, nos quedábamos a vivir con papá y la señora Laura».
No todos los hijos legítimos estaban de acuerdo con esa actitud. Uno de ellos, el mayor, trataba a los recién llegados como a sirvientes. Recriminaba a Laura «haber recogido a tanto indio», y los obligaba a cargarle las maletas cuando viajaba. «Siquiera sirven para cargar», decía. Según Susana, este hermano odiaba a su padre y seguramente a todos. Después se fue a Estados Unidos, y nunca volvieron a saber de él. «Debe ser un perro», dice ella.
No obstante, en general, la convivencia era pacífica. Los hermanastros no se llevaban mal entre sí, y Laura llenó el vacío materno en la vida de Abimael. Según el hermanastro, «la señora Jorquera nunca hizo diferencia alguna entre sus propios hijos y el pequeño comunista los demás. A su vez, Abimael la quería a ella, incluso más que a su padre, quien era un comerciante algo simplón».
Abimael Guzmán padre era un conservador en toda regla: administrador de fincas rurales, dueño de una casa de playa en Mollendo, tradicionalista y aristocrático, con dificultades para expresar emociones y un marcado apetito por las mujeres de menor rango social. Había estudiado contabilidad por correspondencia en un instituto inglés. Lógicamente, inscribió a su hijo en el colegio privado La Salle, que impartía una severa disciplina religiosa. Abimael, el primer hijo ilegítimo que se permitía en ese colegio, asistía a misa los domingos en traje de casimir y corbata, y tenía la obligación de comulgar y confesarse una vez al mes.
Susana recuerda las primeras impresiones de Abimael en La Salle: «Me dijo que no sabía cómo comportarse, que sus compañeros eran menos ruidosos pero más crueles que en la escuelita de El Callao. Ahí la solidaridad de los pobres no llegaba».
Abimael ya no era pobre, pero eso no bastaba en la rígida aristocracia provinciana. Sus compañeros de clase lo ridiculizaban por ser hijo natural, y su propia abuela, la madre del señor Guzmán, disfrutaba sádicamente preguntándole: «¿Y qué sabes de tu mamá?».
Los libros son una buena patria para los que no son de ninguna parte. Abimael leía. Jugaba a las escondidas y se quedaba leyendo en su escondite. Según su hermana, no era deliberadamente estudioso, al contrario: «Decidió estudiar poco para no sobresalir y no llamar la atención, pero aun así sacaba premios».
El apacible Abimael solía estar siempre en los primeros puestos del cuadro de honor, y sacaba las mejores calificaciones en conducta e higiene. Destacaba en lenguaje, historia del Perú, lógica y ética. Era introvertido y retraído, aunque mostró talento la escuela del terror organizando un grupo de estudios en 1952. En suma, como dice un viejo amigo, «era incapaz de una travesura, era el sueño de un cura o una madre».
Lo violento en esos años no era Abimael Guzmán, sino el Perú. En junio de 1950, durante la dictadura del general Odría, los estudiantes del colegio de la Independencia acusaron a su director de malversar fondos y tomaron el local en protesta. En una desmesurada exhibición de fuerza, el prefecto de Arequipa ordenó un ataque militar con tanquetas. Los estudiantes respondieron arrojando ladrillos. Hubo disparos.
Un joven comunista resultó herido en la refriega, y sus compañeros lo llevaron a la plaza de Armas, tomaron la catedral y tocaron las campanas. Arequipa era una ciudad muy pequeña, así que la población asistió a la plaza e improvisó un mitin. Lo que había empezado como un acto estudiantil se convirtió en una insurrección.
Los manifestantes ocuparon el casino militar, tiraron el piano del segundo piso e incendiaron el local. Luego se apertrecharon en la plaza y se proclamaron independientes de la dictadura, eligiendo una junta de gobierno transitorio in situ. Durante el siguiente día y medio, asaltaron el cuartel Salaverry y consiguieron más armas. La ciudad estaba tomada. Había barricadas en la universidad, en la calle Mercaderes, en los portales de la plaza. El prefecto tuvo que huir de la ciudad escondido en un ataúd.
En respuesta, el gobierno militar desplazó unidades militares desde Tacna, Puno, Cusco y Lima. Las tropas sitiaron la ciudad y entraron desde los cuatro puntos cardinales hacia el centro. Al verse rodeados, los insurrectos decidieron rendirse y enviaron una comisión negociadora. Cuando cruzaban la plaza, los miembros de la comisión fueron abaleados por el ejército. En la confuel pequeño comunista sión posterior, cayeron presos o muertos muchos de los participantes. Algunos lograron huir, como Jorge del Prado, futuro secretario general del Partido Comunista.
Seis años después, una nueva rebelión en la ciudad pidió, ya no la cabeza de Odría, sino sólo la dimisión del odiado ministro de Gobierno y Policía de la dictadura, Esparza Zañartu. Hubo un enfrentamiento con bombas lacrimógenas que derivó en batalla campal en pleno centro de la ciudad. Para evitar un nuevo baño de sangre, Odría accedió a destituir a su ministro.
El adolescente Abimael fue testigo de ambos levantamientos desde su casa, a tres calles de la plaza de Armas. Ya desde sus años en El Callao, era un ávido lector de periódicos. Había seguido con atención la Segunda Guerra Mundial y, más adelante, había quedado muy impresionado por una película soviética sobre un congreso de las juventudes comunistas. Pero esta vez percibió que la violencia podía ser una herramienta eficaz para conseguir metas. En sus dos únicas entrevistas, Guzmán data ahí el inicio de su interés por la política.
Todos los hijos de Laura Jorquera eran gente con inquietudes. Les gustaba la reflexión y la discusión. Todos leían y jugaban al ajedrez. Todos, incluido el hijastro Abimael, se dedicarían a la docencia universitaria con el tiempo. Otro de sus hermanastros sería líder sindical. Sin embargo, en los años cincuenta, cuando sus pasatiempos eran más ligeros, Abimael ya mostraba propensión a ser el intelectual de la familia.
Por ejemplo, solían ir juntos a ver películas de Hollywood con Rock Hudson y Esther Williams. Pero, según su hermana, «Abimael decía que esas películas eran mediocres. Él iba sólo para criticar». A menudo, sus hermanas le pedían que bailase con ellas mambos y boleros en la radio La Voz de América. Él aceptaba la escuela del terror por pura educación y lo hacía terriblemente mal. Terminaba siempre admitiendo que no servía para eso. La señora Laura, como él seguía llamando a su madrastra, trató de enseñarle a bailar tango, y él aceptó sólo para no contrariarla, pero tampoco logró gran cosa. Prefería el ajedrez.
En 1953, Abimael ingresó con el segundo puesto en la Universidad de San Agustín de Arequipa, que aún estaba en estado de alerta por la insurrección. El rector había ordenado una purga de profesores marxistas y depurado la biblioteca. De todos modos, los libros continuaban circulando clandestinamente. Cincuenta años después, desde la prisión, Guzmán lamenta que en su alma máter «no había profesores marxistas que me pudieran formar... ni libros que leer, pero habían alumnos, algunos alumnos tenían sus ideas y obviamente las comentaban... así fui conociendo algunas ideas y leyendo algunos libros, así comencé a leer».
Sin embargo, nadie lo recuerda metido en política en esos años. Sobre esta etapa de su vida hay más testimonios disponibles, y todos concuerdan en su carácter tranquilo y su afición por el pensamiento abstracto. Por ejemplo, su maestro más querido, Miguel Ángel Rodríguez Rivas, nunca lo imaginó como un líder. Según declaró en 1982 a la revista Caretas, «Abimael no era un organizador y menos un agitador. Sólo un teórico del más alto nivel».
La memoria de sus compañeros arequipeños asocia a Guzmán más con la fiesta y la cultura que con el marxismo. En una entrevista inédita con el periodista Gustavo Gorriti, el poeta Aníbal Portocarrero cuenta que Guzmán y él formaban parte del grupo cultural Hombre y Mundo, y que a menudo bebían hasta la una de la mañana, algo que en la provincia de mediados de siglo resultaba de una bohemia inaudita.
el pequeño comunista
Según su testimonio, Abimael hablaba mucho de Georg Trakl, un poeta expresionista austriaco cuyos temas predominantes eran la muerte, el dolor y la corrupción. En el debate intelectual entre poetas «puros» y «comprometidos», prefería claramente a los segundos, y era un amante del realismo social. Portocarrero recuerda incluso a un tímido Abimael narrador, que un día le dio a leer sus cuentos, a condición de que se los devolviese al día siguiente sin falta. Portocarrero leyó algunos, pero «no valían mucho».
El propio Guzmán se ha referido a sus gustos literarios en la entrevista de 1988, aunque ya entonces se declara incapaz de separarlos de la política: «Me gusta leer a Shakespeare, sí, y estudiarlo; estudiándolo se encuentran problemas políticos, bien claras lecciones en Julio César, por ejemplo, en Macbeth. Me gusta la literatura, pero siempre me gana la política y me lleva a buscar el sentido político, tras todo gran artista hay un político, un hombre de su tiempo que contiende en la lucha de clases...».
Todo lo que leía tenía inevitablemente una lectura ideológica: «Una vez leí una pequeña obra de Thomas Mann sobre Moisés y luego la utilizamos para la interpretación política de la lucha que teníamos entonces. La obra dice: “Se puede quebrantar la ley, pero no negarla”. ¿Cómo interpreté?, así: “Quebrantar la ley es chocar con el marxismo, desviarse, tener ideas erróneas, eso es permisible, pero no se puede consentir negar el marxismo”».
Ese grado de obsesión por la política apenas asomaba en el estudiante de la Universidad de San Agustín. El carácter de Guzmán seguía siendo el de un intelectual educado e impasible. Para su maestro Rodríguez Rivas, «no tenía el humor inglés ni la ternura rusa, sólo un sólido cerebro alemán». Y una gran formalidad. A pesar de lo cercano de su relación, Abimael y Rodríguez Rila escuela del terror vas nunca se tutearon. Abimael siempre guardó la cortesía del alumno.
Quizá su falta de activismo político se debía a que no tenía partido en qué ejercerlo. Según dijo a la Comisión de la Verdad, en esos años t