Fangirl

Fragmento

Índice

Portadilla

Índice

Dedicatoria

Semestre de otoño de 2011

La saga Simon Snow

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Semestre de primavera de 2012

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Epílogo

Sobre la autora

Créditos

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Para Jennifer, porque siempre
tuvo una espada láser extra

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Semestre de otoño de 2011

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La saga Simon Snow

De Wikipedia, la enciclopedia libre

[Este artículo trata de la serie de libros infantiles. Para otros usos de este término, véase Simon Snow (desambiguación).]

Simon Snow es una serie de siete novelas fantásticas firmadas por la filóloga inglesa Gemma T. Leslie. Los libros narran las aventuras de Simon Snow, un huérfano de once años procedente de Lancashire que cierto día recibe una invitación para matricularse en el colegio Watford de Magia, donde estudiará para convertirse en mago. Al hacerse mayor, Simon se une a un grupo de magos, los Hechiceros, que luchan contra el Insidioso Humdrum, un ser malvado que pretende apoderarse del mundo mágico.

Desde el lanzamiento de la primera novela, Simon Snow y el Príncipe Hechicero, en 2001, los libros han sido traducidos a cincuenta y tres idiomas y, hoy por hoy, agosto de 2011, han vendido más de 380 millones de ejemplares.

La autora ha sido criticada por la violencia de la saga y por haber creado un héroe que tiende a mostrarse egoísta e irascible. La escena de un exorcismo en el cuarto libro, Simon Snow y los cuatro selkies, desató boicots entre grupos cristianos estadounidenses en 2009. Las novelas, pese a todo, están consideradas clásicos contemporáneos y en 2010 la revista Time definió a Simon como «el personaje más importante de la literatura infantil desde Huckleberry Finn».

La publicación del octavo y último libro de la serie está prevista para el 1 de mayo de 2012.

Títulos publicados

Simon Snow y el Príncipe Hechicero, 2001

Simon Snow y la segunda serpiente, 2003

Simon Snow y la tercera puerta, 2004

Simon Snow y los cuatro selkies, 2007

Simon Snow y las cinco espadas, 2008

Simon Snow y los seis conejos blancos, 2009

Simon Snow y el séptimo roble, 2010

Simon Snow y el octavo baile, previsto para el 1 de mayo de 2012

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Capítulo 1

Había un chico en su cuarto.

Cath miró el número pintado en la puerta y luego el papel que llevaba en la mano, en el que figuraba el número de habitación que le habían asignado.

«Residencia Pound, 913».

Aquella era sin duda la habitación 913, pero tal vez se hubiera confundido de residencia; los edificios parecían todos iguales, como las residencias públicas de ancianos. A lo mejor debería advertir a su padre del error antes de que subiera con el resto de las cajas.

—Tú debes de ser Cather —le dijo el chico, que ahora sonreía y le tendía la mano.

—Cath —lo corrigió ella con un nudo en el estómago. Hizo caso omiso de la mano tendida. (De todas formas, tenía las manos ocupadas con una caja. ¿Qué esperaba que hiciera?)

Debía de ser un error… Tenía que ser un error. Por otra parte, Pound era una residencia mixta… ¿Existen las habitaciones mixtas?

El chico le cogió la caja y la depositó sobre un colchón desnudo. La otra cama ya estaba cubierta de ropa y bultos sin abrir.

—¿Tienes más equipaje abajo? —preguntó él—. Nosotros ya hemos acabado. Me parece que vamos a ir a comer una hamburguesa. ¿Te apetece una? ¿Ya has estado en el Pear? Preparan unas hamburguesas del tamaño de tu puño —le cogió el brazo. Cath tragó saliva—. Cierra el puño —ordenó el chico.

Cath obedeció.

—Más grandes que tu puño —rectificó él. Soltó su mano y recogió la mochila que Cath había dejado caer al suelo—. ¿Has traído más cajas? Seguro que has traído más. ¿Tienes hambre?

Era alto, delgado y bronceado, y se diría que acababa de quitarse una gorra, a juzgar por el aspecto de su pelo, revuelto y de punta. Cath devolvió la vista al papel que le indicaba el número de su habitación. ¿Reagan era un tío?

—¡Reagan! —dijo el chico, con voz animada—. Mira, ha llegado tu compañera.

Una chica entró en el cuarto esquivando a Cath y se volvió a mirarla con desinterés. Tenía el cabello liso y castaño, y llevaba un cigarrillo apagado en la boca. Él se lo arrebató y lo cogió entre los labios.

—Reagan, Cather. Cather, Reagan —las presentó.

—Cath —repitió ella.

Reagan asintió y hurgó en el bolso hasta encontrar otro cigarrillo.

—Me he quedado este lado del cuarto —dijo, y señaló con un gesto las cosas apiladas a la derecha de la habitación—. Pero me da igual. Si tienes manías con el feng shui, coloca mis trastos donde te parezca —se volvió a mirar al chico—. ¿Vamos?

Este se giró hacia Cath.

—¿Vienes?

Ella negó con la cabeza.

Cuando la puerta se cerró tras ellos, Cath se sentó en el colchón desnudo que, por lo visto, le correspondía (el feng shui era la menor de sus preocupaciones) y apoyó la cabeza contra la pared de hormigón.

Solo necesitaba tranquilizarse.

Coger toda aquella ansiedad, que le emborronaba la visión y le latía en la garganta como un segundo corazón, y empujarla al estómago, donde debía estar; donde, como mínimo, podía amarrarla con fuerza y fingir que no la notaba.

Su padre y Wren subirían en cualquier momento, y Cath no quería que se dieran cuenta de que estaba al borde del colapso. Si ella se desmoronaba, su padre se desmoronaría también. Y si eso sucedía, Wren se comportaría como si lo estuvieran haciendo adrede para arruinarle su alucinante aterrizaje en el campus. Su fantástica aventura.

«Ya verás cómo acabarás por darme las gracias», le repetía Wren una y otra vez. Se lo había dicho por primera vez en el mes de junio.

Cath ya había enviado los formularios de matrícula y, naturalmente, había escrito el nombre de Wren en la casilla correspondiente a «compañero de habitación». No se lo había pensado dos veces. Llevaban dieciocho años compartiendo cuarto. ¿Por qué iban a cambiar a esas alturas?

—Hace dieciocho años que dormimos en la misma habitación —protestó Wren.

Sentada en la cabecera de la cama de Cath, exhibía esa insufrible expresión de «yo soy la hermana madura».

—Y nos ha ido de maravilla —arguyó Cath agitando el brazo con un gesto que abarcaba todo el dormitorio: los montones de libros, los carteles de Simon Snow y el armario donde guardaban la ropa mezclada, sin preocuparse casi nunca de qué pertenecía a quién.

Sentada a los pies de la cama, intentaba ahuyentar de su rostro esa expresión que sugería «yo soy la hermana patética que siempre acaba llorando».

—Hablamos de la universidad —insistió Wren—. La gracia de ir a la universidad es conocer gente.

—La gracia de tener una hermana gemela —objetó Cath— es que no te tienes que preocupar de esas cosas. De tías raras que te roban los tampones, huelen a aliño de ensalada y te hacen fotos mientras duermes…

Wren suspiró.

—Pero ¿de qué hablas? ¿Por qué iba nadie a oler a aliño de ensalada?

—A vinagre —aclaró Cath—. ¿No te acuerdas de aquella vez que fuimos de colonias y la habitación de una chica apestaba a aliño?

—No.

—Bueno, pues era asqueroso.

—Hablamos de la universidad —insistió Wren, exasperada. Se tapó la cara con las manos—. Se supone que tiene que ser una aventura.

—Ya es una aventura —Cath se deslizó por la cama para colocarse junto a su hermana y le apartó las manos del rostro—. La perspectiva resulta aterradora.

—La gracia es conocer gente —repitió Wren.

—Yo no quiero conocer gente.

—Y eso demuestra lo mucho que necesitas hacer nuevos amigos —Wren apretó las manos de su hermana—. Cath, piénsalo. Si vamos a todas partes juntas, la gente nos tratará como si fuéramos la misma persona. Pasarán cuatro años antes de que nadie sea capaz de distinguirnos siquiera.

—Lo único que tienen que hacer es prestar atención.

Cath tocó la cicatriz que surcaba la barbilla de Wren, por debajo del labio. (Un accidente de trineo. Tenían nueve años y Wren iba delante cuando se estrellaron contra un árbol. Cath cayó de espaldas en la nieve).

—Sabes que tengo razón —dijo Wren.

Cath negó con la cabeza.

—No.

—Cath…

—Por favor, no me obligues a hacer esto sola.

—Nunca estás sola —objetó Wren y volvió a suspirar—. Esa es la putada de tener una hermana gemela.

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—Qué bonito —comentó el padre de Cath mientras echaba un vistazo a la habitación 913 de la residencia Pound y dejaba una cesta de ropa sucia llena de zapatos y libros sobre el colchón de su hija.

—No es bonito, papá —protestó Cath, ahora plantada en la puerta, muy tiesa—. Parece una habitación de hospital solo que más pequeña. Y sin tele.

—Tienes unas estupendas vistas del campus —observó él.

Wren se acercó despacio a la ventana.

—La mía da a un aparcamiento.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Cath.

—Google Earth.

Wren estaba impaciente por empezar la universidad. Su compañera de cuarto —Courtney— y ella llevaban semanas comunicándose. Courtney también era de Omaha. Las dos chicas ya se habían conocido en persona y habían quedado para comprar adornos para el dormitorio. Cath se les había pegado como una lapa y había procurado no hacer pucheros mientras las otras dos escogían carteles y lamparillas iguales.

El padre de Cath se separó de la ventana y rodeó a su hija con el brazo.

—Todo irá bien —la animó.

Ella asintió.

—Ya lo sé.

—Muy bien —dijo el padre, dando una palmada—. Siguiente parada, residencia Schramm. Segunda parada, pizzería. Tercera parada, mi triste nido vacío.

—Pizza, no —se disculpó Wren—. Lo siento, papá. Courtney y yo hemos quedado para ir a la barbacoa de bienvenida de esta noche —echó una ojeada a Cath—. Tú también deberías venir.

—Pizza, sí —replicó Cath en tono desafiante.

El padre de las chicas sonrió.

—Tu hermana tiene razón, Cath. Deberías ir. Conocer gente.

—Eso es lo único que voy a hacer durante los próximos seis meses. Hoy elijo pizza.

Wren puso los ojos en blanco con un gesto de impaciencia.

—Muy bien —repitió el padre, y palmeó el hombro de Cath—. Siguiente parada, residencia Schramm. ¿Damas?

Abrió la puerta.

Cath no se movió.

—Puedes pasar a buscarme cuando la hayas dejado en su cuarto —dijo, posando los ojos en su hermana—. Quiero empezar a deshacer el equipaje.

Sin objetar, Wren salió al pasillo.

—Hablamos mañana —se despidió, casi sin volverse a mirar a Cath.

—Claro —respondió ella.

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No le apetecía nada deshacer el equipaje. Se limitó a poner sábanas en la cama y a colocar los carísimos libros de texto en los estantes de su nuevo escritorio.

Cuando su padre volvió a buscarla, se dirigieron juntos a la pizzería Valentino. Todas las personas con las que se cruzaron por el camino tenían la edad de Cath. Era espeluznante.

—¿Por qué todo el mundo es rubio? —preguntó Cath—. ¿Y por qué son todos tan blancos?

El hombre soltó una carcajada.

—Es que estás acostumbrada a vivir en el barrio más multicultural de todo Nebraska.

La casa de Cath se alzaba en un vecindario mexicano, en la zona sur de Omaha. La única familia de cabello claro de toda la manzana era la suya.

—Por Dios —suspiró Cath—. ¿Crees que habrá un puesto de tacos por aquí?

—Creo que he visto un restaurante Chipotle…

Cath gimió.

—Venga —le dijo su padre—. Siempre te ha gustado la comida del Chipotle…

—Esa no es la cuestión.

La pizzería Valentino estaba abarrotada de estudiantes. Unos cuantos habían acudido acompañados de sus padres, igual que Cath, pero no muchos.

—Parece un libro de ciencia ficción —comentó ella—. No hay niños… Ni nadie mayor de treinta… ¿No hay viejos o qué?

El padre de Cath levantó su porción de pizza.

—Los reciclan y se los comen.

Ella se echó a reír.

—Pues yo no me siento viejo, ¿sabes? —el hombre tamborileaba en la mesa con los dedos índice y corazón de la mano derecha—. Tengo cuarenta y uno. En el trabajo, los chicos de mi edad empiezan ahora a tener hijos.

—Inteligente estrategia —bromeó Cath—. Tú ya te has quitado de encima las responsabilidades. Ahora podrás llevar a casa a todas las churris que quieras; la costa está despejada.

—Las únicas… —repuso él, mirando el plato—. Vosotras sois las únicas churris que me importan.

—Puaj, papá, qué mal ha sonado eso.

—Ya sabes lo que quiero decir. ¿Y qué os pasa a tu hermana y a ti? Nunca os habíais peleado así.

—Ya no nos peleamos —replicó Cath. Dio un mordisco a un trozo de pizza de hamburguesa con queso y beicon—. Maldición.

Escupió el bocado en el plato.

—¿Qué pasa? ¿Has encontrado una pestaña?

—No. Lleva pepinillo. No me lo esperaba.

—Pues a mí me parece que sí os peleáis —objetó el hombre.

Cath negó con la cabeza. Wren y ella apenas se hablaban ya, y mucho menos se peleaban.

—Es que Wren quiere más… independencia.

—Me parece sensato —repuso él.

Claro que sí, pensó Cath, la sensatez es la especialidad de Wren. Pero se lo guardó para sí. No quería preocupar a su padre en aquellos momentos. Sabía por su modo de golpetear la mesa que le costaba mantener la compostura. Demasiadas horas seguidas comportándose como un padre normal.

—¿Cansado? —le preguntó.

Él sonrió avergonzado y escondió la mano bajo la mesa.

—Es un gran día. Un día importante y difícil. O sea, estaba mentalizado, pero… —levantó una ceja—. Las dos el mismo día. Uf. Aún no me puedo creer que no vayáis a volver a casa conmigo.

—No te relajes demasiado. No estoy segura de que vaya a aguantar todo el semestre —Cath bromeaba solo a medias y su padre lo sabía.

—Te sentirás bien, Cath —el hombre posó una mano, la menos inquieta, sobre la de su hija y se la apretó—. Y yo también. ¿Sabes?

Cath se forzó a mirarlo a los ojos un momento. Parecía cansado —y sí, inquieto—, pero lúcido.

—Ojalá adoptaras un perro —le dijo.

—Olvidaría darle de comer.

—A lo mejor le podías enseñar a que te diera de comer él a ti.

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Cuando Cath volvió a su cuarto, su compañera —Reagan— aún no había vuelto. O quizá hubiera regresado y se hubiera marchado otra vez. En cualquier caso, sus cajas parecían intactas. Cath acabó de guardar la ropa y luego abrió la caja de objetos personales que se había llevado consigo.

Sacó una instantánea de su hermana y ella y la prendió a la superficie de corcho que había detrás del escritorio. Era la foto de su graduación. Ambas iban de rojo y sonreían. Wren aún llevaba el pelo largo…

Su hermana ni siquiera le había comentado a Cath sus intenciones. Un día, a finales de verano, se presentó en casa con el pelo corto y de punta. Estaba alucinante… lo que significaba que a ella el peinado le quedaría igual de bien. Por desgracia, ya nunca lo comprobaría, ni aunque reuniera el valor necesario para cortarse el pelo cuarenta centímetros. No podía imitar a su hermana gemela.

A continuación, sacó una foto enmarcada de su padre, el retrato que, en casa, reposaba sobre la cómoda. Era una fotografía preciosa, tomada el día de su boda. Estaba joven y sonriente, con un girasol en la solapa. La colocó en un estante del escritorio.

Luego extrajo una instantánea del baile de graduación, en la que aparecían Abel y ella. Cath llevaba un flamante vestido verde, a juego con el fajín de Abel. Era una buena foto, pero la cara de Cath ofrecía un aspecto desnudo y anodino sin las gafas. Y Abel también estaba guapo, aunque parecía aburrido.

Abel siempre tenía una expresión como de aburrimiento.

Cath debería haberle mandado un mensaje a esas alturas del día, solo para decirle que había llegado bien, pero prefería esperar a sentirse más animada y tranquila. Lo escrito, escrito está. Si te pones en plan melancólico y tristón en un mensaje de texto, las palabras se quedan ahí, en tu teléfono, para recordarte lo pringada que eres.

Encontró los carteles de Simon y Baz guardados al fondo de la caja. Cath los depositó sobre la cama con cuidado. Algunos eran originales; dibujos o pinturas realizados especialmente para ella. Tendría que escoger sus favoritos; no cabían todos en el tablón de corcho y Cath había decidido no colgar nada en las paredes, donde todo el mundo pudiera verlo.

Eligió tres…

Simon blandiendo la Espada de los Hechiceros. Baz descansando en un dentado trono negro. Los dos caminando juntos por un mar de hojas doradas, con las bufandas ondeando al viento.

Quedaban más cosas en la caja: un ramillete de flores secas, la banda que Wren le había regalado con la inscripción «El club del plato limpio», bustos conmemorativos de Simon y Baz que Cath había encargado a la colección Noble…

Buscó un lugar para cada cosa y luego se apoltronó en la desvencijada silla de madera. Allí sentada, de espaldas a las paredes desnudas y a las cajas de Reagan, casi se sentía en casa.

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Había un chico en el cuarto de Simon.

Un niño de brillante cabello negro y fríos ojos grises. Giraba sobre sí mismo, sosteniendo un gato en alto. A su lado, una niña daba saltos intentando quitárselo.

—Devuélvemelo —decía la niña—. Le harás daño.

El chico se reía y levantaba el gato aún más, para ponerlo fuera de su alcance. De repente, reparó en Simon, que lo observaba todo desde el umbral, y paró de moverse. Su expresión se endureció.

—Hola —dijo el niño moreno, dejando caer el animal al suelo. El minino aterrizó de pie y salió del cuarto como alma que lleva el diablo. La niña echó a correr tras él.

El chico no les prestó atención. Se atusó la chaqueta del uniforme y sonrió con el lado izquierdo de la boca.

—Yo te conozco. Eres Simon Snow… el Príncipe Hechicero —tendió la mano con petulancia—. Soy Tyrannus Basilton Pitch. Pero me puedes llamar Baz. Compartimos cuarto.

Simon frunció el ceño e ignoró la mano pálida del chico.

—¿A qué ha venido eso del gato?

(Capítulo 5 de Simon Snow y el Príncipe Hechicero, copyright Gemma T. Leslie, 2001.)

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Capítulo 2

Los personajes de los libros, cuando despiertan en una cama extraña, siempre se quedan un momento desorientados, sin recordar dónde están.

Cath no era de esas personas; cuando despertaba, recordaba perfectamente dónde se había dormido.

Sin embargo, le resultó raro oír su viejo despertador en aquel nuevo entorno. La luz que se colaba por la ventana también le pareció extraña, demasiado estridente para ser tan temprano, y en el dormitorio flotaba un olor a detergente al que no creía que llegara a acostumbrarse nunca. Cath cogió el teléfono y apagó la alarma, recordando que todavía no le había enviado ningún mensaje a Abel. Ni siquiera había comprobado el correo electrónico ni la cuenta de FanFixx antes de meterse en la cama.

primer día, le escribió a Abel, ya te contaré. bs, abrzo, etc.

La cama del otro lado seguía vacía.

Cath podía acostumbrarse a eso. Puede que Reagan se pasara la vida en el dormitorio de su novio. O en su apartamento. El chico parecía mayor; seguramente vivía fuera del campus con otros veinte colegas en una casa ruinosa con un sofá en el jardín delantero.

Aun teniendo el cuarto para ella sola, a Cath no le parecía seguro cambiarse allí. Reagan podía entrar en cualquier momento. O, aún peor, el novio de Reagan. Y cualquiera de los dos podía ser un pervertido de esos que van por ahí haciendo fotos con el móvil.

Se llevó la ropa al cuarto de baño y se encerró en una cabina para vestirse. Vio a una chica delante de los lavamanos, desesperada por establecer un contacto visual amistoso. Cath fingió no darse cuenta.

Terminó de asearse con mucho tiempo de margen para desayunar, pero no le apetecía enfrentarse al comedor; no sabía dónde estaba ni cómo funcionaba…

En las situaciones nuevas, las reglas más delicadas son las que nadie se molesta en explicarte (y las que no puedes buscar en Google). Como por ejemplo: ¿dónde empieza la fila? ¿Qué platos se pueden coger? ¿Dónde se supone que debes esperar y luego dónde te debes sentar? ¿Adónde vas cuándo terminas? ¿Por qué todo el mundo te mira…? Buf.

Cath abrió una caja de barritas de proteínas. Tenía cuatro cajas más y tres tarros gigantes de mantequilla de cacahuete escondidos bajo la cama. Si se dosificaba bien, podría prescindir del comedor hasta octubre.

Masticando una barrita de algarroba y avena, desplegó el portátil y echó una ojeada a su página de FanFixx. Le habían dejado un montón de comentarios nuevos. Todo el mundo se retorcía las manos con impaciencia porque Cath, la víspera, no había subido un capítulo nuevo de Adelante. «Hola, chicos —tecleó—. Lamento lo de anoche. Primer día en la universidad, familia, etc. No creo que hoy pueda subir nada tampoco. Pero prometo saldar mi deuda el martes. He preparado algo particularmente malvado. Paz y amor, Magicath».

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Mientras se dirigía al aula, Cath no podía sacudirse la sensación de estar haciendo el papel de universitaria en la típica película de adolescentes. El escenario coincidía al detalle: onduladas extensiones de césped, edificios de ladrillos, chicos y chicas pertrechados con mochilas por todas partes. Incómoda, se ajustó la mochila a la espalda. Miradme, parezco sacada de un catálogo de fotos de estudiantes universitarios.

Llegó a clase de Historia con diez minutos de margen, un tiempo insuficiente para agenciarse un pupitre al fondo de la clase. Todos los presentes parecían incómodos y nerviosos, como si hubieran dudado mucho antes de optar por una u otra indumentaria.

(Vístete como si fuera un día normal, se había dicho Cath cuando había escogido la ropa la noche anterior. Vaqueros. Camiseta de Simon. Chaqueta verde).

El chico sentado al pupitre contiguo llevaba auriculares y movía la cabeza al ritmo de la música con aire cohibido. La chica del otro lado no paraba de apartarse la melena de la cara, ahora hacia este hombro, ahora hacia el otro.

Cath cerró los ojos. Oía los crujidos de los pupitres de sus compañeros. Olía sus desodorantes. La mera presencia de aquellas personas la hacía sentir tensa y acorralada.

Si Cath hubiera sido una pizca menos orgullosa, se habría matriculado en el mismo grupo que su hermana; tanto Wren como ella necesitaban créditos de Historia. Quizás se habría sentido mejor asistiendo con Wren a las pocas clases que compartían (no les interesaban los mismos temas). Wren quería estudiar marketing… y quizá buscar trabajo en una agencia de publicidad, como su padre.

Cath no se imaginaba a sí misma trabajando o ejerciendo un oficio. Se había examinado para Literatura inglesa, con la esperanza de pasarse los próximos cuatro años leyendo y escribiendo. Y puede que cuatro años más.

En cualquier caso, ya sabía de qué iban las clases de primero, y cuando se reunió con la jefa de estudios en primavera, Cath la había convencido para que la dejara matricularse en Introducción a la escritura creativa, una asignatura destinada a los alumnos de cursos superiores. Era la única asignatura —lo único relativo a la universidad, de hecho— que Cath aguardaba con impaciencia. La profesora titular era una novelista de verdad. Cath había leído tres de sus novelas (sobre el declive y la desolación de la Norteamérica rural) durante los meses de verano.

—¿Por qué lees eso? —le había preguntado Wren al reparar en el título del libro.

—¿El qué?

—Un libro que no tiene dragones ni elfos en la portada.

—Amplío mis horizontes.

—Chist —dijo Wren, a la vez que le tapaba los oídos al personaje del póster que Cath tenía sobre la cama—. Baz te va a oír.

—Baz confía plenamente en mí —repuso Cath, sonriendo a su pesar.

Ahora, al pensar en Wren, Cath decidió llamarla.

Seguro que su hermana había salido la noche anterior.

A juzgar por el ruido que llegaba la víspera del exterior, cualquiera habría pensado que el campus entero estaba de fiesta. Cath se había sentido asediada en la residencia vacía. Gritos. Risas. Música. Procedentes de todas partes. Seguro que Wren no había podido resistirse.

Cath sacó el teléfono de la mochila.

te has levantado? Enviar.

Unos segundos después, el teléfono emitió una señal.

esa frase no es mía?

demasiado cansada ayer, tecleó Cath, me fui a dormir a las 10.

Señal. pasando de tus fans…

Cath sonrió.

siempre tan celosa de mis fans…

que tengas un buen día.

sí. lo mismo digo.

Un hindú de mediana edad ataviado con una reconfortante chaqueta de tweed entró en el aula. Cath desconectó el teléfono y lo guardó en la mochila.

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Al llegar a la residencia, Cath se dio cuenta de que estaba muerta de hambre. A ese paso, las barritas de proteínas no le durarían ni una semana…

Había un chico sentado junto a la puerta. El mismo de la otra vez. ¿Era el novio de Reagan? ¿Su colega de cigarrillos?

—¡Cather! —la saludó sonriendo.

En cuanto la vio, procedió a levantarse con un movimiento de lo más aparatoso. Tenía los brazos y las piernas desproporcionadamente largos.

—Me llamo Cath —lo corrigió ella.

—¿Estás segura? —el chico se pasó los dedos por el pelo. Como si quisiera asegurarse de que seguía despeinado—. Porque a mí «Cather» me gusta mucho.

—Seguro —replicó ella en tono seco—. He tenido mucho tiempo para pensarlo, créeme.

Él se quedó allí, esperando a que Cath abriera la puerta.

—¿Está Reagan ahí dentro? —preguntó ella.

—Si Reagan estuviera ahí dentro —sonrió él—, ya me habría dejado pasar.

Cath introdujo la llave en la cerradura pero no abrió la puerta. No estaba preparada para eso. Aquel día ya había sufrido una sobredosis de «novedad» y «otredad». Solo quería acurrucarse en aquella cama extraña y chirriante y zamparse tres barritas de proteínas. Miró al pasillo que se extendía por detrás del chico.

—¿Tardará mucho?

Él se encogió de hombros.

A Cath se le hizo un nudo en el estómago.

—Verás, es que no puedo dejarte entrar —le soltó a bocajarro.

—¿Y por qué no?

—Ni siquiera te conozco.

—¿Me estás vacilando? —se rio él—. Nos conocimos ayer. Yo ya estaba en tu habitación cuando tú llegaste.

—Ya, pero de todas formas no te conozco. Ni siquiera conozco a Reagan.

—¿Y a ella también la vas a dejar esperando fuera?

—Mira… —Cath movía la cabeza con ademán preocupado—. No puedo dejar entrar a desconocidos en mi cuarto. Ni siquiera sé cómo te llamas. Me daría mal rollo estar ahí dentro contigo.

—¿Mal rollo?

—Ya me entiendes —dijo ella—, ¿no?

El chico alzó una ceja y negó con la cabeza sin dejar de sonreír.

—La verdad es que no. Pero ahora a mí tampoco me apetece entrar. Eso del «mal rollo» me hace sentir incómodo.

—A mí también —respondió ella agradecida.

Él se apoyó contra la pared y se dejó caer al suelo sin dejar de mirarla. Luego le tendió la mano.

—Soy Levi, por cierto.

Cath frunció el ceño y, sin soltar las llaves, le estrechó apenas la mano.

—Vale —dijo. Abrió la puerta y la cerró a su espalda a toda prisa.

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Cath intentaba pasear de un lado a otro por su zona del cuarto, pero no había suficiente espacio. Se sentía prisionera, sobre todo sabiendo que el novio de Reagan hacía guardia —o montaba guardia, como se dijera— en el exterior. Estaría más tranquila si pudiera hablar con alguien. Se preguntó si sería demasiado pronto para llamar a Wren…

Al final decidió llamar a su padre. Le dejó un mensaje de voz.

Le envió un mensaje de texto a Abel.

eh, pasas de mí. qué tal?

Abrió el libro de Sociología. Luego el portátil. A continuación se levantó para abrir la ventana. Hacía calor ahí fuera. Al otro lado de la calle, junto a la sede de una fraternidad, un grupo de alumnos jugaba con pistolas Nerf. Pi-Kappa-Frikis-Marginados.

Cath sacó el teléfono y marcó.

—Hola —contestó Wren—. ¿Qué tal tu primer día?

—Bien. ¿Y el tuyo?

—También —repuso su hermana. Siempre se las arreglaba para parecer animada—. Superestresante, en realidad. Cuando me dirigía a Estadística, me he equivocado de edificio.

—Qué mal.

La puerta se abrió, y Reagan y Levi cruzaron el umbral. Reagan miró a Cath con cara rara, pero Levi se limitó a sonreír.

—Sí —dijo Wren—. Solo me he retrasado unos minutos, pero me he sentido una idiota. Oye, Courtney y yo nos vamos a comer ahora. ¿Te llamo luego? ¿O quieres que comamos juntas mañana? Creo que quedaremos en la residencia Selleck a mediodía. ¿Sabes dónde está?

—La encontraré —prometió Cath.

—Genial. Nos vemos pues.

—Guay —se despidió Cath. Pulsó el botón de «Finalizar llamada» y se guardó el teléfono en el bolsillo.

Levi ya se había apoltronado en la cama de Reagan.

—Haz algo útil —le dijo Reagan a la vez que le tiraba una sábana arrugada—. Hola —saludó a Cath.

—Hola —contestó esta.

Se quedó allí plantada un momento, esperando a que Reagan dijera algo más, pero la otra pasó de ella. Revisaba caja tras caja, como si buscara algo.

—¿Qué tal el primer día? —preguntó Levi.

Cath tardó un segundo en darse cuenta de que le hablaba a ella.

—Muy bien —respondió.

—Eres nueva, ¿verdad?

Levi le estaba haciendo la cama a Reagan. Cath se preguntó si pensaba pasar la noche allí. Y eso no molaba. Nada de nada.

Él seguía mirándola muy sonriente, así que asintió.

—¿Has encontrado todas las clases?

—Sí…

—¿Has conocido gente?

Sí, pensó Cath, a vosotros.

—Involuntariamente —dijo.

Oyó el bufido de Reagan.

—¿Dónde tienes las fundas de almohada? —preguntó Levi volviéndose hacia el armario.

—En las cajas —dijo Reagan.

El chico procedió a vaciar una caja, colocando los distintos objetos en el escritorio de su amiga como si supiera dónde iba cada cosa. La cabeza le colgaba de los hombros y el cuello como si no la tuviera bien sujeta. Como si fuera uno de esos muñecos de acción que llevan tiras de goma haciendo las veces de articulaciones. Levi parecía un poco salvaje. Y también Reagan. La gente tiende a emparejarse así, pensó Cath, con sus iguales.

—¿Y qué estudias? —le preguntó Levi a Cath.

—Literatura inglesa —repuso ella. Tras un instante demasiado largo, preguntó a su vez—: ¿Qué estudias tú?

Saltaba a la vista que Levi estaba encantado de responder a la pregunta. O a cualquier pregunta.

—Gestión de ranchos.

Cath no sabía qué demonios significaba eso, pero no quiso preguntar.

—Por favor, no empieces a hablar de gestión de ranchos —gimió Reagan—. Lo adoptaremos como norma, durante todo el curso. En mi habitación no se habla de gestión de ranchos.

—También es la habitación de Cather —objetó Levi.

—Cath —lo corrigió Reagan.

—¿Y si no estás aquí? —quiso saber él—. ¿Podemos hablar de gestión de ranchos si tú no estás presente?

—Si yo no estoy presente —replicó ella—, me temo que tendrás que esperar en el pasillo.

Cath sonrió en dirección a Reagan, que seguía de espaldas. Cuando se dio cuenta de que Levi había reparado en el gesto, se puso seria otra vez.

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La clase al completo parecía llevar toda la semana aguardando aquel momento. Reinaba el mismo ambiente que justo antes del inicio de un concierto. O de un estreno cinematográfico a medianoche.

Cuando la profesora Piper entró, algunos minutos más tarde, Cath se fijó enseguida en que parecía más bajita que en las fotos o en las solapas de los libros.

Puede que fuera una tontería. Al fin y al cabo, solo eran instantáneas. Sin embargo, la profesora Piper llenaba todas aquellas fotos con sus pómulos marcados, sus grandes ojos azules color acuarela y la espectacular melena castaña.

En persona, el cabello de la profesora resultaba igual de espectacular, pero se apreciaban las hebras grises que lo surcaban y parecía algo más enmarañado que en las fotos. Además, era tan bajita que tuvo que dar un saltito para sentarse en la superficie del escritorio.

—Bueno —dijo en vez de «hola»—. Bienvenidos a Escritura creativa. Reconozco algunas caras…

Sonrió a unas cuantas personas, pero no a Cath.

Por lo visto, era la única alumna de primero de toda la clase. Cath ya había aprendido a distinguir las señas de identidad de los nuevos. Las flamantes mochilas. El maquillaje en las chicas. Las camisetas con lemas ingeniosos de los chicos.

Y también todo lo que Cath llevaba encima, desde sus Vans rojas recién estrenadas hasta las gafas de montura morada que había elegido en la óptica Target. Los alumnos de cursos superiores llevaban gafas negras de pasta. Y también los profesores. Si Cath se comprara unas gafas negras de pasta, podría pedir un gin tonic y nadie le preguntaría la edad.

—Bien —dijo la profesora Piper—. Me alegro de que estéis aquí.

Tenía una voz cálida y susurrante. Se podría decir que «ronroneaba» sin llegar a resultar amanerada. Y hablaba en un tono lo bastante quedo como para que todo el mundo tuviera que prestar mucha atención.

—Tenemos mucho trabajo este semestre —anunció—, así que no voy a perder ni un minuto. Nos sumergiremos de lleno en el tema —sujetándose al borde del escritorio, se inclinó hacia delante—. ¿Estáis listos? ¿Dispuestos a sumergiros conmigo?

Casi todo el mundo asintió. Cath bajó la vista.

—Vale. Empecemos con una pregunta que en realidad no tiene respuesta. ¿Por qué escribimos ficción?

Uno de los alumnos más veteranos se animó a empezar.

—Para expresarnos —propuso.

—Claro —dijo la profesora Piper—. ¿Tú escribes por eso?

El chico asintió.

—Muy bien. ¿Y qué más?

—Porque nos gusta el sonido de nuestras propias voces —apuntó una chica. Llevaba el pelo como Wren, pero aún más guay si cabe. Parecía Mia Farrow en La semilla del diablo (si Mia Farrow hubiera llevado unas Ray-Ban).

—Sí —se rio la profesora. Tenía una risa un poco afectada, pensó Cath—. Yo escribo por eso, no cabe duda. Y también enseño por eso —todos rieron con ella—. ¿Y qué más?

¿Por qué escribo yo? Cath intentó discurrir una respuesta profunda (sabiendo que, aunque la encontrase, no la expresaría en voz alta).

—Para explorar nuevos mundos —dijo alguien.

—Para explorar viejos mundos —añadió otro.

La profesora Piper asentía.

Para ser otra persona, pensó Cath.

—¿O quizá…? —ronroneó la profesora—. ¿Para entendernos a nosotros mismos?

—Para liberarnos —dijo una chica.

Para liberarnos de nosotros mismos.

—Para mostrar a los demás lo que llevamos dentro —señaló un chico enfundado en unos tejanos rojos de pitillo.

—Suponiendo que quieran saberlo —repuso la profesora Piper. Todo el mundo se rio.

—Para hacer reír.

—Para llamar la atención.

—Porque es lo único que sabemos hacer.

—Habla por ti —replicó la profesora—. Yo sé tocar el piano. Pero adelante… esto me encanta. Me encanta.

—Para dejar de oír nuestras voces internas —dijo el chico que se sentaba delante de Cath. Llevaba el pelo negro muy corto, casi rapado en la zona de la nuca.

Para dejar de existir, pensó Cath.

Para no ser nada ni estar en ninguna parte.

—Para dejar nuestra impront

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