1.
Preparé durante tres horas la primera frase que me atreví a decirle: Victoria no es una mujer a la que un desconocido pueda abordar sin que se sienta insultada. El inicio iba a ser crucial: yo tendría sólo esa frase, y una única mirada, para conseguir que me perdonase, y que se detuviera.
Acababa de comprar un muñeco de peluche tan imponente que su larga cola curva sobresalía de la bolsa de plástico donde la cajera lo había metido; ese apéndice podía sugerir la idea de que yo transportaba un signo de interrogación hecho de pelaje sintético. Lamentaba no haberme informado sobre el nombre del animal (pues Vivienne iba a preguntar sin duda: «¿Qué es? ¡Mira qué grande es su cola! ¡Y esos bigotes tan bonitos! ¡Tócalo!»), pero yo no había tenido la presencia de ánimo de preguntárselo a la vendedora. Tomé la escalera mecánica para bajar a la planta cero y llegar al aparcamiento donde había dejado mi coche. Vivienne es la más pequeña de mis dos hijas; aquella noche íbamos a celebrar que cumplía cinco años.
¿Cómo se llama el animal que transporto?
No es un castor, ni una marmota, ni una comadreja, ni un mapache, sino algo que se le parece y de lo que puede suponerse que vive en tierra firme sin haber renunciado al placer de bañarse. ¿Se adormece en las entrañas de la tierra, como el topo, o hundido en la maleza, como el conejo, o agarrado a una rama de árbol, como la ardilla?
Entreabro la bolsa de plástico para comprobar si las patas del animal son palmeadas o tienen garras. La escalera mecánica me ha dejado en la planta cero, tomo la avenida principal cuando una silueta llama mi atención. Está de espaldas ante una tienda de ropa y examina algunos artículos expuestos en el escaparate. Esa mujer me gusta, la atmósfera que emana de ella, la austeridad de su ropa, el porte de su cabeza y su manera de comportarse. Un esplendor de reina. Me detengo y la miro. Una autoridad. Hacía mucho tiempo que no experimentaba semejante atracción hacia una mujer encontrada por azar. Se desplaza a lo largo del escaparate y se inmoviliza de nuevo. Prosperidad y elegancia. Tengo la sensación de que a veces se demora en el reflejo de su rostro. Melena maciza, ondulada. Corpulenta, un pecho voluminoso. La veo preguntarse con la mirada. Debe de ser aproximadamente de mi estatura, algo más de un metro ochenta. Consulta una vez más su reloj de pulsera. Examina con indiferente minuciosidad, eso sugiere al menos su actitud sucesivamente irritada y soñadora, un vestido de noche minimalista colocado en un maniquí decapitado. ¿Tiene acaso una cita?
Mucho más tarde me contó la realidad de su situación y las razones por las que erraba, aquel día, por los alrededores de aquella tienda de ropa.
Sus pantorrillas me gustan, redondeadas, firmes, tensadas por los pequeños tacones de sus zapatos. Erotizan su presencia; mirarlas me da ganas de hacer el amor con ella.
Se aleja del escaparate mientras telefonea. Escucha más que habla. Ningún indicio me permite determinar si se trata de una conversación profesional, si las frases que oye le son penosas o agradables, si la persona con la que al parecer habla es un hombre o una mujer. Tal vez esté consultando su contestador automático. La veo, pensativa y absorta, derivando lentamente en mi dirección; y cuando vamos a chocar posa en mí una mirada viva donde, como respuesta a mi rostro, a mis ojos, al interés que manifiesta por su persona esa fijeza admirada, detecto un fulgor de sorpresa y de discreta aprobación. Me vuelvo esperando que ella se vuelva también, y que tenga una sonrisa en los labios. Pero la veo mientras sigue derivando silenciosamente, empujada sobre el embaldosado por la tensión de una concentración que parece decisiva.
Me pregunté qué iba a hacer. Me parecía conmovedor provocar en una mujer en la que yo mismo me había fijado pocos minutos antes una tan indiscutible expresión de complicidad. Había sentido una reacción instantánea ante mi presencia, y yo había visto cómo se formaba en sus ojos una especie de respingo de estupor o reconocimiento; exactamente como si esa mujer, habiéndome encontrado la víspera en alguna reunión, se sorprendiera de tener el placer de volverme a ver tan pronto, por casualidad, en un espacio público. Pero, puesto que estaba seguro de serle desconocido, deduje que me había reconocido como conforme a sus gustos y, tal vez, incluso a algunas de sus más secretas inclinaciones. ¿Habría seguido yo a aquella desconocida si su rostro no hubiera producido, en contacto conmigo, casi sin que lo supiera, aquel fulgor de aprobación? Hubo un tiempo en el que no vacilaba en abordar por la calle a las mujeres que me gustaban, pero había perdido la costumbre hacía ya tantos años que me parecía inconcebible volver a ello en esas circunstancias, dicho de otro modo, con una mujer fuera de alcance de la que yo suponía que, por principio, no admitiría dejarse importunar por un desconocido. ¿Y qué, entonces? ¿Qué ocurrió? ¿Por qué razón decidí seguirla? Se había dejado entrever un más allá. Yo había visto que su vida reflejaba la mía. Aquel fulgor me había transmitido la sensación de un largo viaje en pareja por nuestras intimidades entremezcladas. Nada es más turbador que entrever, en una mirada que se sorprende, un paisaje interior.
La seguí a un café donde pasé una hora observándola. Se había descalzado, la veía de espaldas y de tres cuartos, el periódico y los dos libros que tenía hacían suponer el dominio de las lenguas inglesa, francesa y alemana.
Contemplé sus pies, que me parecieron magníficos, no dejaba de hojear sus dos libros y de desplegar sobre la mesa el Frankfurter Allgemeine Zeitung. ¿Qué frase podría decirle? Me parecía nerviosa e impaciente, sus miradas vigilaban la galería comercial a través de los cristales, yo temía que un tercero acabara aniquilando esa intimidad a puerta cerrada; iba a aparecer un hombre al que ella dirigiría un ademán, y vendría a sentarse a su lado excusándose por el retraso.
Sus sandalias habían caído de lado e intentaba enderezarlas con la ayuda de los dedos de los pies; acaparada por asuntos lejanos y sin duda considerables, sin conciencia de haberse convertido en objeto de tan ansiosa atención, redactaba algunos sms. Me metí una mano en el bolsillo de los pantalones y me acaricié. Me ofrecía su perfil cuando volvía la cabeza para vigilar a través de los cristales la galería comercial.
Me gustaba el vestido que llevaba, de mangas largas, cortado en una muselina tan vaporosa que el aire acondicionado hacía bullir su contorno. Me gustaba la dulzura con la que se suspendían sus dedos, como adormecidos, cada vez que una ensoñación la inmovilizaba. Me habría gustado haber visto su rostro algo más que un instante y haber retenido de él una realidad más tangible que aquel inolvidable fulgor que yo había recogido. Tobillos, dedos de los pies y de las manos, muñecas, uñas, mentón o cabellera, me familiaricé con su cuerpo a pedacitos antes incluso de saber quién era, de haberla visto sonreír y de escuchar la textura de su voz; habría podido, tras aquella hora pasada escrutándola, reconocer entre mil su índice, o los lóbulos de sus orejas, aunque sin conocer la vida de su rostro, sus expresiones y su rutina. Esperaba poder decirme un día, y decírselo sonriendo, que siempre le llevaría una hora de ventaja.
Se levantó bruscamente, decidida a marcharse, reuniendo sus cosas. Me arrastró luego a un vagabundeo interminable.
Había hecho saber a mis colaboradores que debía marcharme antes de lo acostumbrado, pero que podrían ponerse en contacto conmigo si había una urgencia. Puesto que mi oficio consiste en resolver los problemas en el instante en que surgen, y una obra genera constantemente complicaciones que nadie había previsto, la urgencia se ha convertido en el humor habitual de mis jornadas: experimento el tiempo que pasa como la cuenta atrás de una proliferación de bombas de espoleta retardada que me corresponde desactivar. No me atreví a consultar mi BlackBerry puesto en silencio y en mi bolsillo desde hacía una hora, pues sabía que debían de haberse acumulado en él colegas a quienes socorrer u obstáculos que salvar. Mi ayudante era la única a quien había revelado que aquella noche íbamos a festejar el cumpleaños de Vivienne y que yo debía encontrar, a toda prisa, algo espectacular para regalarle. «—¿Por qué espectacular? —me había preguntado. —Pero puedes ponerte en contacto conmigo —había proseguido yo—, no lo dudes, hazme todas las llamadas que quieras. —Responde a mi pregunta, ¿por qué espectacular? —No lo sé, porque sí, para compensar... Ya sabes, en estos momentos estoy muy poco en casa... —¿En estos momentos? —me había interrumpido Caroline—. ¡Desde hace meses querrás decir! ¡Estoy segura de que tus dos hijas no te han visto la cara desde hace meses! —Desde hace meses, exactamente. —Y cuando te ven la cara, está tan irreconocible, a causa de la fatiga, que deben de tomarte por un tipo de Darty, ¡el que arregla lavadoras! —Eso es, un tío de Darty, y por eso llegaré a casa esta noche a la hora en que las familias suelen sentarse a la mesa para compartir la felicidad de una comida, y llevaré conmigo un regalo espectacular... —Escápate entonces, y que pases una hermosa velada... Intentaré no dejar demasiados mensajes en tu BB... y obstaculizar a todos los que se sientan tentados a echar a perder tu velada... —dijo. Luego había concluido—: No lo olvides, tus hijas no necesitan que les hagas regalos espectaculares para saber que las quieres... Yo había mirado con ternura a Caroline. —Gracias, eres adorable, que tengas también tú una buena velada... —y le había enviado, por la puerta del despacho, un beso aéreo.»
¿Tendría la audacia de dirigir la palabra a una mujer tan distinguida? Esperaba que se presentase una oportunidad que me permitiera abordarla desconsideradamente, «Perdón, señora, discúlpeme pero se le ha caído el fular. —Ah, caramba, muchas gracias. —No hay de qué. —De verdad, gracias, lo aprecio mucho. —«Hace bien, es muy hermoso». Sería necesario que pudiera disculparse por acoger sin esquivarla la primera frase que yo pudiese decirle, responder luego a la curiosidad que las siguientes manifestarían sin duda. «¿Le gusta su fular, todos esos caballos? Me refiero a si le gustan los caballos, si practica la equitación.» Tendría que ofrecerle, lo sabía, la posibilidad de salvar las apariencias, tanto a su modo de ver como al mío.
Pero no dejó caer fular alguno.
Lo más molesto fue que se dirigiera hacia la bolera situada en un extremo de la galería comercial, donde la vi procurándose un par de zapatos y disponiéndose a jugar. Me planté a mi vez ante el mostrador (donde, con argumentos de deportista supersticioso, conseguí disuadir a la empleada que quería adjudicarme la pista contigua a la suya, la decimotercera, y convencerla de que me apuntara en la número ocho) antes de sentarme en una silla de plástico anaranjado desde donde pude ver a mi desconocida lanzando sus primeras bolas. ¿Cuánto tiempo tendría que esperar antes de poder hablarle? ¿La abordaría en la sala o sería más deseable estar de regreso en la galería comercial? Faltó muy poco para que dejara de seguirla cuando deposité mis zapatos en el mostrador de alquiler, faltó muy poco, en aquellos instantes de cuestionamiento, para que yo me dirigiese a la salida con paso rápido y arrepentido. ¿Iba a perderme el cumpleaños de Vivienne porque una desconocida hubiera respondido a mi mirada con un fulgor de complicidad? A pesar de las señales de alarma que resonaban en mis pensamientos, me veía incapacitado para salir del hechizo en el que me había precipitado la visión de aquella mujer.
Pensaba en la frase que podría decirle.
«Señora, perdóneme, no suelo abordar a las desconocidas, créame...»
«Señora. Si le confesara que estoy sacrificando el quinto cumpleaños de mi hija, sin duda tendría usted por mi actitud la indulgencia que merece...»
«Perdóneme... señora... sin duda va usted a rechazarme... pero quería decirle...»
¿Qué hora podía ser? No me atrevía ya a consultar el reloj desde hacía algún tiempo.
Tenía conciencia de haberme metido en una situación que ningún examen racional podía justificar. Las circunstancias me habían llevado hasta una zona de deslumbramiento donde me sentía muy cerca de cierta verdad interior (que intentaré definir algo más tarde), pero no por ello era discutible que me comportara de un modo aberrante. Perder dos horas dejándose engañar por las ilusiones de una mirada sólo podía ser lamentable, sobre todo para oír que al final te dicen: «Es usted muy amable... de verdad... me conmueve... sus cumplidos son agradables de oír pero sepa que... siento tener que decepcionarle... estoy casada y soy madre de dos hijos... adiós... buenas tardes...», en el mejor de los casos. Hacer el amor con una mujer por cuyo físico te has dejado subyugar justifica que te conviertas en el esclavo de la electrización algo ingenua que ese deseo puede acarrear, en otras palabras, ¿habría seguido yo durante tres horas a esa mujer si el envite no hubiera sido sexual? Terminé convenciéndome de que algo crucial me aguardaba; esa sensación me iluminaba desde el interior con la intensidad de una intuición incandescente. En sus ojos se había producido un acontecimiento —como una frase instantánea: con un tono, un sabor, colores, una textura, una inflexión y una orientación— que había comenzado a dejarme entrever un universo. Habría podido, sin dificultad alguna, renunciar a aquel cuerpo, a aquella presencia, al deseo de hacer el amor con aquella mujer y besar sus labios, me habría bastado con levantarme y dirigirme hacia la salida, pero no sólo me negaba a renunciar a aquel más allá que había brillado en sus ojos sino que tenía miedo, también, de lamentar más tarde esa decisión y decirme durante años y años que aquel encuentro había cambiado mi vida (soy del tipo de los que tienen remordimientos durante decenios).
Los jugadores que me rodeaban lanzaban sus bolas como otras tantas ilustraciones de un humor o un estado de ánimo particular, gracia, miedo, placer, orgullo, mal humor o indolencia (especialmente, en la pista contigua a la mía, una muchacha con gestos tan poco diestros que eran amanerados, casi artísticos: aquella singularidad resultaba muy seductora), y yo me preguntaba qué alegoría podría encarnar mi desconocida. Entonces comenzó a jugar; con sorprendente facilidad. Ninguna de sus bolas parecía rodar, las veía desplazándose en un silencio y como en una inmovilidad de fenómeno meditativo, y sólo su impacto contra los bolos, un impacto de imparable violencia, procuraba la sensación de que no era posible ir más derecho ni avanzar más deprisa, ni ser tan devastador: en el momento en que la bola dislocaba su blanco, y no mientras revestía la apariencia de un misterioso sobrentendido, se revelaba la violencia que animaba a aquella mujer cuando la esfera negra abandonaba su mano. Era absolutamente increíble; yo acariciaba con la yema de los dedos la frescura de una balaustrada metálica admirando lo que se imponía como las alegorías simultáneas del orgasmo, el flechazo, el desenfreno pasional y la dominación.
Regresó hacia la silla donde había dejado sus cosas. La veía casi de frente, su rostro se había enrojecido, su dura mirada atravesaba el suelo, se secaba las manos con una servilleta de papel. Sentí que la violencia la había lavado de la cólera que la preñaba; se había convertido en deflagración, luz, venganza e ironía.
Pero ¿qué estaba haciendo allí una mujer como ella, vestida como una abogada, en una bolera, entre adolescentes que se divertían?
Me atreví a mirar la hora de mi reloj: eran las nueve y media. Consulté mi BlackBerry: encontré veintiséis llamadas perdidas, dieciocho mensajes de voz y casi sesenta e-mails. Me sorprendió que mi mujer sólo me hubiera dejado dos mensajes, el primero poco después de que yo abandonara la obra y el segundo a la hora en que debíamos sentarnos a la mesa.
Tuve que aguardar una hora más antes de poder hablar con ella. ¿Qué hice durante ese intervalo de tiempo? Contemplé cómo mi desconocida lanzaba bolas y devastaba edificios de bolos. Brincaba sin moverme de lugar para calentarme; me parecía que hacía frío en aquella sala. Renuncié a beber una copa en el bar que se encontraba algo más lejos, pues hubiera seguido el espectáculo que ella me ofrecía en peores condiciones que desde el emplazamiento que ocupaba. Una niña se sentó junto a mí y terminé telefoneando a Sylvie para explicar mi ausencia y mandar un beso a Vivienne y Salomé.
Apreté la tecla 1 de mi BlackBerry. La tecla 1 marca el número de casa y la tecla 6 el del móvil de Sylvie. Por lo demás, fue ella la que acabó descolgando.
—Soy yo —le dije.
—Ah, buenas noches, espera un momento.
Oía a mis dos hijas peleándose. Sylvie las reconcilió dirigiéndose a una y otra con voz calma y pausada.
—Sí, ¡uf, ya está! —me dijo tomando de nuevo el teléfono—. ¿Qué estás haciendo? ¿Por qué no has venido?
—He tenido que quedarme en la torre.
—He llamado a la obra a las seis y media. Caroline me ha dicho que te habías marchado a comprar un regalo para Vivienne.
—No he vuelto a verla. Ni siquiera he escuchado los dos mensajes que me has dejado.
—Quería saber si cenábamos sin ti. Teníamos hambre y Vivienne se impacientaba.
—¿Y todo ha ido bien? Me parece que están algo excitadas, ¿se pelean?
—Ha ido muy bien, han estado muy monas, ¡cómo nos ha hecho reír Salomé! ¡Es un fenómeno cuando se pone, está muy graciosa!
—En todo caso, pareces de muy buen humor.
—Voy algo alegre.
—¿Qué has bebido?
—¡Cuando ha empezado a imitar a su hermana, que se maquilla antes de ir a bailar! Incluso Vivienne se tronchaba de risa... ¡y Frédéric no podía más!
—¿Frédéric? Pero bueno, ¿estaban los Deneuve? Cojones, es incomprensible, ¿estaban en la cena de cumpleaños de Vivienne?
—Te lo dije ayer por la noche, David.
—¿Cómo? ¿Que ayer por la noche me dijiste que los Deneuve vendrían a cenar, que estaría Frédéric, en el cumpleaños de Vivienne? Cojones.
—Ayer por la noche te dije que había invitado a cenar a los Deneuve y a su hija. Vivienne quería que Carla estuviera en su cumpleaños. Les propuse a sus padres que vinieran con su hija, te dije ayer por la noche que se me había ocurrido la idea y que los Deneuve me habían dicho que sí. De todos modos, ¿habría cambiado tu problema en la obra haberte acordado de que los Deneuve venían a cenar?
—Realmente habéis tenido que divertiros mucho. ¿No han dicho nada?
—¿De qué?
—De que yo cancelase mi asistencia.
—No has cancelado tu asistencia. Te hemos esperado y no has venido. Matiza.
—De acuerdo, que yo no fuese. ¿No te han dicho nada cuando no he aparecido?
—¿Y qué querías que dijeran? Te hemos esperado, hemos intentado localizarte, nadie respondía.
—¿Y Vivienne?
—¿Qué pasa con Vivienne?
—¿No ha dicho nada? ¿No ha dicho nada de que su cena de cumpleaños se hiciera sin mí, sin mi regalo? ¿No ha dicho nada, no me ha reclamado?
—¿Hubieras querido que te reclamase, que se echara a llorar?
—En absoluto. Sólo pregunto si todo ha ido bien, si estaba contenta con su fiesta de cumpleaños.
—Pues bueno, te respondo que todo ha ido muy bien, Vivienne estaba contenta con su fiesta de cumpleaños, y Salomé también, y los Deneuve también.
—¿Estaban peleándose? Hace un momento he oído sus gritos, las he oído gritar, ¿estaban peleándose?
—Su jornada ha sido larga, mañana van a la escuela, Carla se ha dormido en el sofá, le he pedido a Vivienne que fuera a acostarse.
—Me gustaría decirle buenas noches.
—Espera, está en la cocina con Christine. Vivienne, es papá, quiere decirte una cosa. ¿No quieres hablar con él? Sólo una palabra, un besito, dile buenas noches y mañana... ¿No? ¿No quieres? ¿Estás segura? —y luego—: No quiere, está muerta, voy a meterla en la cama. Vivienne, a fin de cuentas es papá, dale un besazo volador. ¿No le mandas un besazo en una alfombra voladora? ¿No le dices que le quieres? Ha dicho que sí, dice que sí, que te quiere y te manda un besazo en una alfombra voladora. La tengo aquí delante y te manda enormes besos húmedos.
—Dile que la quiero y que le mando un beso.
—Te manda un beso. Papá te manda un beso. Me ha dicho que te diga que te manda un beso y que te quiere.
—Un montón. Dile que la quiero un montón... un montón y más aún...
—David, ¿qué te pasa?
—De hecho, os importa un comino, os da igual.
—¿Qué? ¿Qué nos da igual?
—Que yo esté o no.
—Pero bueno, David, ¿qué estás diciendo, qué nos estás haciendo, qué significa este nuevo delirio?
—Apenas si os dais cuenta de mi ausencia. Me he dicho que era una catástrofe perderme esa velada, el cumpleaños de Vivienne. ¿Y qué ocurre en realidad? Apenas se advierte mi ausencia. Se verifica por teléfono que, efectivamente, David no asistirá y se pasa a otra cosa. Es decir, que os sentáis a la mesa.
—¿A qué hora vas a volver? ¿Te queda mucho tiempo en la torre?
—No sé a qué hora voy a volver.
—¿Quisieras que te lloráramos, que dejáramos de vivir? Nunca estás aquí, bien tenemos que organizarnos para soportar tus ausencias. ¿Por qué no regresas para arropar a tus dos hijas?
—No puedo. No puedo comprometerme. No sé a qué hora podré regresar.
—Peor para ti, entonces. Tengo que colgar, Vivienne me espera, ¿colgamos?
—Si es lo que quieres. Colguemos.
—Cuelgo. Un beso. Voy a acostar a Vivienne.
—Un beso. Y otro a los Deneuve de mi parte.
Colgué. Me metí el BlackBerry en el bolsillo de mi chaqueta.
Veía a mi desconocida recuperando el aliento, inclinada hacia delante. Reunió sus cosas y comenzó a andar hacia la salida.
Estábamos en la fila para recuperar nuestros zapatos. Detrás de mí se habían colocado tres americanas que hablaban ruidosamente, propulsaban apóstrofes de alto nivel sonoro hacia un grupo de hombres que esperaban en la cola, unos metros más adelante. Mi desconocida se volvió, visiblemente molesta, y su mirada dio con la mía. Permaneció inmóvil unos instantes, estupefacta al encontrarme a su espalda, luego apareció una sonrisa en sus labios para disipar la turbación que se había apoderado de ambos. Aquella sonrisa indicaba que recordaba haberse cruzado conmigo en la galería comercial. No regresó a la posición que ocupaba antes de girar hacia los gritos. Su cuerpo se colocó levemente de perfil, a medias orientado hacia el mío, como si, por mi mirada en su rostro y sobre todo por la conciencia que de ello tenía (a falta de poder responder sin dar pruebas de una audacia de la que tal vez tendría que justificarse algún día), deseara perpetuar la emoción de un vínculo entre ambos, por muy tenue que fuese. Me pareció que se complacía ofreciéndose a mis ojos y sabiéndose mirada, tenía la delicadeza de no hacerme sentir que infringía los más elementales modales (habría bastado, para indicármelo, que me mirara aunque sólo fuese una vez) cuando yo me ponía a contemplarla fijamente.
Avanzábamos hacia el mostrador. El corazón palpitaba en mi pecho tan enloquecido que se me doblaban las piernas.
Una anciana de pelo gris que esperaba delante de nosotros deseaba hablar con las tres americanas sin tener que aullar: ofreció entonces a mi desconocida cambiar sus lugares, algo que ella rechazó con una cortesía tanto más empecinada cuanto que se lo propuso cuatro veces seguidas. Adiviné con júbilo la razón por la que se mostraba tan inflexible: no cambiar nada de ese orden armonioso que habíamos creado entre nuestros cuerpos y nuestros rostros. Esa negativa me pareció sorprendentemente frontal y explícita, como una declaración, y vertiginosa la escasez de precauciones que adoptaba para ocultarme su atracción. Una anciana de pelo gris no nos haría renunciar al apego que nuestros cuerpos habían empezado a sentir por las sensaciones que ese aislamiento les permitía comunicarse; eso era lo que me decía. Terminamos avanzando en la fila sin alterar la arquitectura de nuestra intimidad. Sólo una sonrisa apenas perceptible indicaba la complicidad de esos dos cuerpos en su movimiento sincronizado.
Recuperamos nuestros zapatos. Procuré ponerme a un lado para que supiera qué clase de sentimiento experimentaría ella si yo tenía que desaparecer sin intentar establecer contacto. Me decía que, cuando la abordara, ese pequeño miedo que ella habría sentido —una muestra del dolor que nos oprime ante lo irreversible— podría alentarla a transgredir sus principios y a permitir que un desconocido le dirigiese la palabra. Reconozco ese único instante de frialdad estratégica.
La seguí por la galería comercial pero sólo unos treinta metros; abordarla demasiado tarde podría hacerle sospechar que nuestro encuentro no se debía a un concurso de circunstancias sino que era el resultado de un seguimiento que le parecería tanto más angustiante cuanto que había durado tres horas. Caminaba detrás de ella acercándome poco a poco. Tenía la sensación de mandar el sonido de mis suelas directamente a sus pensamientos, donde yo temía que le hicieran sentir pánico; pero tal vez se alegrara adivinándome a su espalda. Aceleré el paso, quería adelantarla sólo lo necesario para poder dirigirle oblicuamente la palabra, sin forzarla a girar en exceso la cabeza y, sobre todo, sin abordarla en exceso de frente; era el miedo a cometer errores lo que transmitía esas sutilezas de guardagujas del cielo a la pequeña cantidad de clarividencia que me había dejado el enloquecimiento. Y cuando sólo hubiera tenido que concederme una leve rotación para escuchar mi primera frase, la vi orientar su rostro hacia el mío.
Si hubiera renunciado, en aquel preciso momento, a dirigirle la palabra, intimidado por la perspectiva de hacer entrar en mi vida a una mujer de aquella estatura; si le hubiera dicho: «Perdóneme, lo siento mucho, la he confundido con otra», antes de alejarme y regresar a casa; si hubiera podido saber que abordarla arrastraría mi existencia en una dirección en la que no estaba seguro de desear que se aventurase, Victoria no habría hallado la muerte poco menos de un año después de nuestro encuentro. Hoy aún estaría viva. Yo no viviría retirado en una mansión de Creuse, al borde de una carretera, separado de Sylvie y de las niñas, rumiando mi culpabilidad. No habría sido destruido por el papel que desempeñé en ese drama, y por los dos días de arresto que de él se desprendieron. El rostro, las miradas, la compasión de Christophe Keller no se habrían instalado en mi conciencia como una obsesión corrosiva. Pero resulta que el rostro de Victoria se volvió hacia el mío y que me zambullí en aquella mirada que se asombraba.
—Perdóneme. Señora. Sin duda va a rechazarme usted. Pero quería decírselo. Y tendría usted razón. Y quede claro que no suelo abordar a desconocidas en los centros comerciales.
Un inicio deshilvanado. ¿La vi demorar el paso hasta el punto de detenerse sólo para seguir mejor el hilo de mis pensamientos? Me sorprendió obtener de ella, con unas frases tan laboriosas, que se detuviera enseguida.
—Pero resulta que, hace un rato, cuando me he cruzado con usted en la galería comercial... ¿lo recuerda?
Su mirada me sonrió. Hubiera sido grosero esperar de ella una respuesta más explícita. Sentí que iba a ponerse de nuevo en movimiento. Ambos estábamos tensos.
—Pues bien. En las tres horas que han seguido he pensado en usted varias veces. Para ser sincero, no he dejado de pensar en usted. Me he dicho que tendría que haberla abordado. Me reprochaba no haberme atrevido a ello. Entonces, cuando me he cruzado de nuevo con usted, me he dicho que esta vez actuaría de modo que no tuviese que arrepentirme. Vete a saber adónde puede llevar el arrepentimiento. Cómo se transforma con el tiempo.
Me sonrió con indulgencia... Observé unas minúsculas pecas alrededor de sus ojos. A veces su mirada dejaba escapar sin que lo advirtiese el deseo y la incredulidad que habían brotado en ella cuando nuestras personas se habían rozado, pero sentí que intentaba dominar las expresiones que pudieran recorrer su rostro y revelar sus pensamientos; sus esfuerzos por mostrarse reservada me confrontaban con la neutralidad de una atenta escucha, me parecía que deseaba concentrarse, recoger datos, verificar la exactitud de su primera impresión, permanecer digna y respetable; o dar a ese contacto la misma seriedad algo fría que según veía le daba yo. Pues no estaba seguro de inyectar en mis miradas, a causa del miedo, muchos sentimientos.
—En el fondo, ¿por qué razones negarse, y negar a una mujer que te parece hermosa, me refiero a una desconocida, el hacérselo saber? Veo que sonríe. Le parezco ridículo.
—En absoluto. Le escucho con la mayor atención.
—El mismo impacto de un cuadro ante el que pasas y te impresiona por su belleza. Un segundo puede bastar para que un rostro deje un recuerdo tan duradero, no sé, como las cinco horas de una ópera... ¿Comprende usted lo que quiero decir?
—Pienso que sus elogios son desproporcionados, o tal vez sea usted un maestro en el arte de abordar a las mujeres. Y debo decir que su técnica es de gran eficacia. Lo prueba que esté escuchándole sin moverme, dispuesta a seguir oyendo.
—No tengo técnica alguna. Es la primera mujer a la que abordo desde hace años.
Me mira atentamente. Intenta interpretar la expresión de mi rostro.
—¿Quiere que le diga la verdad? No ha sido esperando en la fila donde nos hemos cruzado por segunda vez, sino cuando iba usted a entrar en la bolera. No me veía dirigiéndole la palabra en un lugar como aquél, donde deben de pulular los ligones profesionales. Soy culpable, lo reconozco, de haberla admirado durante bastante tiempo.
Le dirijo una sonrisa cómplice. Me examina con aire suspicaz. Prosigo sin darle tiempo para profundizar en mi respuesta.
—La he mirado lanzando bolas durante un tiempo relativamente largo.
—¿No tiene otra cosa que hacer que perseguir a desconocidas en las boleras? —me dice con dureza—. Detesto saberme observada.
—Pues me ha encantado. Estaba usted deslumbradora.
—Decididamente, es usted muy enfático.
—Lo hago con el fin de encontrar fuerzas para hablarle. El énfasis es una forma de energía. No imagina usted el valor que he necesitado para abordarla.
—No ha respondido a mi pregunta.
—¿Cuál?
—Lo que suele hacer durante el día.
—Intente adivinarlo.
—No lo sé. Tiene aspecto de ser cerebral. Además de ser enfático y de tener tiempo libre, quiero decir. Y dice usted pulular. Algo como periodista, entonces. O profesor de filosofía. O psicoanalista. O tal vez escriba obras de teatro. Es guionista de cine.
—En absoluto. Pero no está equivocada. Hay algo de cierto en esta percepción. Pero mi oficio no es en absoluto, o no es ya en absoluto, tendría que decir, un oficio artístico. Mental en alto grado, tanto en lo humano como en la materia, pero en absoluto artístico ya.
—¿Lo lamenta?
—¿Qué? ¿Que mi oficio no sea ya artístico? A veces lo lamento. Pero me falta tiempo para este tipo de distracción.
—No me ha dicho usted de qué oficio se trata.
—Arquitecto.
—Es el primero que conozco.
—Soy ahora director de obras. Planifico y sincronizo la intervención de todas las empresas. Soy el director de orquesta. ¿Puedo invitarla a tomar una copa?
—Lo siento, me esperan. Otra vez será.
—¿Está segura? Sólo una copa. Apenas veinte minutos.
—Nos veremos otra vez. Mañana me marcho pero regresaré en menos de un mes. ¿Trabaja usted en París?
—¿Usted no?
—En Londres. Pero viajo muchísimo.
—¿No le parece que estamos perdiendo el tiempo hablando de pie en este pasaje y que podríamos ir a un lugar más agradable? Mi coche no está lejos.
Sentí que vacilaba; sus ojos me devoraban. Habría bastado insistir para que se dejara arrastrar; habría bastado que mi mirada se mezclara con la suya durante unos segundos más para que el imperio de la atracción prevaleciera sobre el de la razón. Me estaba diciendo de acuerdo: de acuerdo pues. Unas vibraciones recorrían su rostro; yo veía que estaba dispuesta, de un modo u otro, a eludir su cita. Pero la avanzada hora, el cumpleaños de Vivienne, los Deneuve que tal vez aguardaban mi regreso me convencieron de que dejara para otro día ese momento que ella se prestaba a ofrecerme:
—Comprendo, no se preocupe, nos veremos otra vez —terminé diciéndole. Me tendió su tarjeta, sacada ágilmente de una zaina exterior de su bolso, y leí atentamente las pocas palabras que allí había, Victoria de Winter, Executive Vice President, con el nombre de una empresa coronado por un feo logotipo.
—Me veo obligada a venir regularmente a París.
—¿Qué empresa es ésta?
—Al principio era un líder de la industria inglesa. Hoy es un grupo de capitales internacionales, esencialmente norteamericanos, implantado en unos veinte países.
—¿Qué quiere decir Executive Vice President?
—Directora de recursos humanos, internacional. Tengo que dejarle. ¿Cómo se llama usted?
—No llevo tarjetas encima. David Kolski.
—Llámeme. O mándeme un e-mail. Me voy mañana por la mañana. Como le digo, regresaré muy pronto.
—Debo ir a Londres dentro de quince días. Una información por si las moscas.
—Dentro de quince días. Es decir, hacia el 20 de septiembre. Es probable que esté allí. Envíeme sus datos por e-mail y se lo diré. De todos modos nos vemos, en París o en Londres.
Me sonríe. Me mira profundamente. Unos instantes de silencio que se alargan. Y pronuncia esta inaudita frase:
—Y veremos si la chispa sigue existiendo.
2.
Por principio, jamás volvía a ver a las mujeres con las que me había permitido una relación sexual, o, sencillamente, intimidad física. Actuaba en el más estricto anonimato, en un ambiente de robo de apartamento, con la discreción de un gato, rodeándome de las más extremadas precauciones: desnudaba a aquellas mujeres con el mismo fervor ávido de maravillado pasmo que un ladrón aventurándose en las tinieblas de una casa desconocida, con una linterna en la mano y la esperanza de hallar una tela magistral, joyas, una caja fuerte, y a continuación me esfumaba sin hacer ruido, intentando no dejar a mis espaldas rastro de efracción alguno; y cada uno de esos encuentros se inscribía en mi recuerdo como un instante único que habría podido no existir jamás. Me decía que una experiencia erótica adulterina sólo puede tener consecuencias si sigue siendo estrictamente puntual y se reduce, así, al mero recuerdo que ha dejado en la memoria de quienes la vivieron, mientras que una recaída acarrea la aparición de una recta que pasa por esos dos puntos, orienta y da sentido a lo que sólo era una unidad poética en suspensión, y entonces aparece un inicio de narración y, por lo tanto, una dimensión moral, la idea de una traición o de un engaño. Nunca había transgredido este principio de prudencia e integridad moral (sí, integridad moral, rectitud, insisto en este punto) desde que vivía con Sylvie; sólo había conocido experiencias de este tipo con desconocidas abordadas en plena calle, siempre me había prohibido cualquier relación de seducción con mujeres de mi medio profesional, de mi entorno amistoso o de la ciudad donde resido, para erradicar cualquier riesgo de situaciones complejas o peligrosos encabestramientos.
Las mujeres que en los últimos años se habían dejado arrastrar a esas citas tenían la característica de ser medianamente bonitas, o consideradas como medianamente bonitas por la mayoría de los hombres. La rapidez con la que era importante que se decidieran dependía, en gran parte, de la urgencia de su deseo, y yo obtenía más fácilmente la emergencia de una pulsión irreflexiva si se maravillaban porque se les hubiera acercado delicadamente un hombre al que encontraban distinto. Los miramientos, los escrúpulos, la cortesía con que se desplegaban mis frases actuaban sobre su imaginación al modo de un sortilegio; no estaban acostumbradas a ser tratadas como princesas, contrariamente a esas jóvenes de aventajado físico que, desde los primeros días de su adolescencia, están habituadas a ser acometidas por los hombres. (Además, siempre he preferido las mujeres del montón, en las que un detalle o algo que emanaba de su presencia tenía el poder de excitarme, a las mujeres hermosas. Que un tesoro, que una piedra preciosa empiece a relucir, como para mí solo, en medio de su banalidad, unos pies bonitos por ejemplo, o una piel melosa o la expresión de una mirada, constituía para mí una experiencia erótica insuperable. No sé cómo decirlo, pero su banalidad multiplicaba el deseo que había sabido despertar un ingrediente de su persona.) A menudo, su modesta extracción social facilitaba las cosas. Nunca eran burguesas ni mujeres de poder que ocupasen puestos elevados sino estudiantes, secretarias de dirección, agregadas comerciales, vendedoras de perfumería o de grandes almacenes. Victoria era la primera mujer de ese nivel a la que yo abordaba: intimidante, perteneciente a las altas esferas de la industria, de un poder adquisitivo ampliamente superior al mío.
Debo admitir que, de modo general, esas aventuras resultaban decepcionantes, precisamente por lo mismo que las había hecho factibles desde el punto de vista moral: les había faltado tiempo para florecer y convertirse en interesantes, y sobre todo para que yo fuera capaz de liberarme de mi timidez. La mayor parte de las veces, cuando llegaba el momento de penetrar a esas mujeres, ya no tenía erección o ésta se atenuaba claramente tras unos minutos de una prometedora relación. ¿Por qué? A veces sentía una inesperada repulsión ante esos cuerpos que, arrastrado por una incontenible excitación, había recogido, literalmente, en la calle. O tal vez unos pensamientos perniciosos que ascendían de las más antiguas zonas de mi cerebro no tardaban en encasquillar mi confianza y perturbar la calma en la que el placer que yo obtenía había empezado a dejarme sumir. Temía no estar en condiciones de procurar a aquellas jóvenes el goce que la elocuencia desplegada para seducirlas les había permitido suponer que encontrarían a mi lado, gracias a una prestación que, bruscamente, yo sospechaba que encontrarían miserable. O, también, la situación en la que actuaba me parecía de pronto absurda, mortífera, de una espantosa tristeza; me decía que era preciso hallarse en un estado de carencia afectiva realmente preocupante para verse reducido a mendigar de este modo, a toda prisa, ante una criatura de lo más vulgar que había acabado desnuda en el colchón de un dos estrellas, esas pequeñas migajas de amor y de consuelo. La desesperación que en realidad me había llevado a aquella habitación sin que yo tomara realmente conciencia de ello se derramaba entonces en mi cerebro al mismo tiempo que intentaba hacer el amor a aquel cuerpo desconocido, que de pronto se me aparecía en toda su soledad, terriblemente frágil y vulnerable, humano, como un fragmento metafísico. ¿Tenderse sobre una estudiante apenas atractiva a la que se ha abordado por la calle dos horas antes no es, acaso, la cosa más patética que un hombre casado y padre de dos hijas, director de obras en la construcción de un hospital o un colegio, está en condiciones de imaginar? Yo advertía perfectamente que ninguna felicidad podría nacer en el bajo vientre de aquella joven a partir de una cópula tan abrupta y arbitraria, mecánica, entre dos cuerpos que lo ignoran todo el uno del otro. Anticipaba el asco que acabaría supurando de su vergüenza, adivinaba el remordimiento que había comenzado a invadir sus pensamientos, me odiaba por haber sido lo bastante hábil como para atraerla a un hotel tan astroso, contra sus intereses, contradiciendo su belleza interior, para servir allí de exutorio a un hombre en plena perdición. Retiraba yo del sexo de la joven una contera fláccida y viscosa, sonreía, posaba en sus labios un breve beso de excusa, rodaba por la sábana y me estrechaba contra su cuerpo. La acariciaba, la hacía gozar con mi lengua (cada uno de aquellos fracasos aumentaba mi destreza en la materia), ella procuraba reanimar mi sexo con sus labios pero acababa vistiéndose y saliendo de la habitación sin pronunciar la menor palabra (yo la hacía partir con una reserva gélida, destinada a alejarla rápidamente de mí, tenía los ojos cerrados, la oía vestirse y sólo volvía a abrir los párpados cuando había sonado el portazo), abandonándome en la cama, sumergido en los remordimientos. Aquellos momentos dejaban tras ellos una impresión de error y de asco, pero también el sentimiento de una redención, como si hubiera logrado liberarme de la bajeza que había dominado mis pensamientos durante los últimos días. Me lanzaba hacia Sylvie remontando en sentido contrario el proceso de evasión, las perspectivas se invertían, corría dirigiéndome a mi hogar con la prisa de un enamorado transido. Mi mujer encarnaba de nuevo el deseo, la plenitud y la armonía, suplantando los ilusorios misterios del vasto mundo y de las jóvenes fugaces con las que en él me encontraba, iluminadas como escaparates de Navidad por el mero hecho de que seguían siendo lejanas, inaccesibles. La mayoría de estas experiencias me revelaban que no era la vida conyugal lo que representaba, en definitiva, la desolación de lo real (como tenía la debilidad de suponer yo, a intervalos regulares, imaginando que una existencia tan delimitada me privaba de fantásticos goces, de experiencias inauditas, de sensaciones realmente singulares), sino esas muchachas brevemente maravillosas a las que abordaba por la calle.
Exagero: a veces compartía con ellas una complicidad de una conmovedora dulzura. Mi memoria está salpicada de esos momentos suspendidos (en la mayoría de los casos el nombre de esas muchachas ha sido borrado por el olvido, pero he conservado una sensación bastante neta de su físico, puede vinculársele un olor, un gesto, una actitud, el perfil de un pecho, la textura de una epidermis), estrellas cuya tan sugerente luz, cuando evoco su recuerdo, me introduce para cada una de ellas en un período concreto de mi vida, un contexto, una estación o un estado de ánimo. Era pelirroja, acabábamos de hacer el amor, yo ignoraba si ella había gozado, sufrí un súbito gatillazo en plena relación, furioso contra mí mismo, «No te preocupes, no es nada grave, ha estado muy bien», me decía ella con una indulgencia de pasmosa humanidad. Hablábamos acurrucados el uno junto al otro, tocándonos los dedos. Noviembre; las seis de la tarde; me gustaban sus uñas; oíamos las gotas de lluvia contra los cristales, una noche negra y profunda, llena de luces mojadas, de bruma y de dulzura húmeda, de viento y de hojas muertas pisoteadas en las aceras. Hubiera querido que ese instante no cesara, que aquel enclave albergara mis locas fragilidades durante largos años, sin que fuera necesario moverse, abandonar aquellas sábanas. Se llamaba Aurélie. Un autobús pasaba por la calle. De los atascos brotaban bocinazos como gritos de aves en una selva virgen. No habíamos encendido la luz cuando entramos en la habitación dos horas antes y ahora sólo la claridad de los faroles permitía a nuestros cuerpos emerger de la penumbra. Nos adormecimos; la muchacha me despertó con sus besos, «Son más de las nueve, nos hemos dormido, ¿no debes regresar a casa?». Le pedí que me hablara de su vida, acariciaba su pecho con dulzura: no pensábamos ya en hacer el amor, habiendo comprendido que estábamos en aquella habitación para algo distinto. «Pronto va a ser medianoche, tengo que marcharme», me decía la muchacha suspirando, «De acuerdo, vete, escápate», se levantó de la cama de un brinco, la miré vestirse con ternura, «¿Sabes, Aurélie? Adoro tu cuerpo», a veces se interrumpía para dirigirme una sonrisa de turbación y agradecimiento. «Es la primera vez que un hombre me mira así, me causa una impresión muy rara. —Adoro tu cuerpo, te encuentro hermosa, podría mirarte sin interrupción durante meses y años. —Estás loco, he dado con un enfermo. —No estás equivocada. —Además, estoy demasiado gorda, mira estas nalgas, estos muslos, soy fea. —En absoluto, no eres fea en absoluto.» Acabó de atarse los cordones y vino luego a inclinarse sobre mi rostro, con su anorak, una bufanda roja enrollada alrededor del cuello, para darme y recibir un largo beso, «Éste es mi número, me gustaría que volviéramos a vernos, llámame si quieres», me dijo al oído antes de desaparecer.
Sin haberlo decidido, sin poder tampoco explicármelo realmente, hacía ahora ya cinco años que no había convencido a ninguna desconocida de que me acompañase a un hotel. Mis pulsiones sexuales se habían calmado, no tenía ya tiempo de vagabundear por las calles, creo que habiendo envejecido me faltaba la audacia, el valor, la determinación que exigía la puesta en práctica de la mayoría de estas aventuras. Aunque se hable siempre de los desenfrenos libidinosos que la cuarentena acarrea, el deseo de seducir había desaparecido cinco años antes, a los treinta y siete años de edad, para no reaparecer ya. ¿Y Victoria? Al margen del hecho de que me gustaba, ¿qué me había empujado, en este caso, a abordar a Victoria, y qué esperaba yo de semejante encuentro? ¿Iba a llevarla a un hotel de cuatro estrellas para una única cita sexual? A pesar del hecho de que estaba casado y amaba a mi mujer (no vivir ya con ella me parecía simplemente inconcebible), ¿se me había ocurrido la perspectiva de enamorarme? No sentía las menores ganas de tener amantes, ni de complicar mi existencia zambulléndome en la pasión.
Si una persona me hubiera seguido, durante las últimas horas, y me hubiera observado con cuidado, y me hubiera visto abordar a Victoria, y nos hubiera visto hablando entre la multitud; si esta persona que había visto a Victoria dándome su tarjeta, y a mí examinándola hechizado, me hubiera seguido hasta mi coche preguntándome si por ventura podía sentarse a mi lado; si esta persona sentada a mi lado mientras yo regresaba a casa con la euforia de aquel providencial encuentro, soñador, con el sexo duro, tamborileando el volante con mis puños; si esta persona sentada a mi lado y contemplando la calle por el parabrisas me hubiera pedido que le explicara por qué razones había seguido y abordado a aquella mujer, me habría costado mucho proporcionarle una respuesta racional. «Diríase que este encuentro le procura una gran felicidad, ¿está usted en condiciones de decirme lo que contiene?» Yo habría pensado durante muchos minutos contemplando por el parabrisas la autopista A11 que había tomado, «¿Quiere usted saber qué contiene esa felicidad? —habría dicho yo a la persona sentada a mi lado. —Eso es, lo que encontraríamos en su interior si tuviéramos la posibilidad de abrirlo como una caja fuerte o de introducir en él una cámara en miniatura como en el vientre de un enfermo», circulaba por el carril de la izquierda, relativamente rápido, con el intermitente en marcha, «Pero sobre todo quisiera saber a qué apunta esta felicidad, qué mira, en qué dirección, quisiera saber si sabe usted adónde podría llevar su vida», el tráfico era fluido, por lo general a las diez hay muy poca gente en este trayecto y me dije que con un poco de suerte los Deneuve estarían todavía en casa cuando yo llegase. Habría reflexionado mucho antes de responder que sabía de qué naturaleza era esa felicidad que me oprimía, pero que sería difícil para mí describirla, «Pero, sobre todo, ¿por qué quiere usted que esa felicidad que siento me conduzca a alguna parte? ¿Acaso la felicidad no puede ser un simple estado, una atmósfera que se derrama en los pensamientos, el cuerpo, las venas, procura a la realidad un relieve particular, como si de pronto el mundo te aclamara, te invitara a una gran fiesta dada en tu honor, dada en tu honor por el cielo, los árboles, la luz, la noche, la oscuridad, aunque esta noche llueva a gruesas gotas y enormes nubes cubran el paisaje?». Habría vuelto la cabeza hacia la persona sentada a mi lado y le habría dicho que prefería no hacerme pregunta alguna y no atenuar la felicidad que me procuraba esa tarjetita metida en el bolsillo de mi chaqueta, donde estaban escritos un número de teléfono, una dirección londinense, un patronímico de tan misteriosas radiaciones. Habría preguntado a la persona sentada a mi lado por qué razón le parecía que era preciso cuestionarse la finalidad de mi comportamiento. «Evalúa usted el riesgo de este tipo de actitudes, ¿no es cierto? —me habría respondido. —¿Qué quiere decir con eso, de qué riesgo está hablando? —Hablo del riesgo de dejarse arrastrar a una situación peligrosa, de despertar súbitamente en la jaula de los leones, sin haberlo deseado realmente ni siquiera anticipado, porque se han dado pruebas de la mayor hipocresía o, si lo prefiere, precisamente porque uno ha rechazado, se ha negado, cuando todavía era posible hacerlo, a preguntarse adónde iba.» Acababa de adelantar un vehículo pesado, comenzó a llover, puse en marcha el limpiaparabrisas, «¿Le molesta que escuchemos un poco de música? —En absoluto, hágalo», encendí el lector de CD y busqué directamente la pista número 3, surgieron unas notas de piano, «¿Qué es esto? —me habría preguntado la persona sentada a mi lado. —Las últimas piezas para piano de Franz Liszt, no dejo de escucharlas, me parecen conmovedoras.»
Escuché la música en silencio durante unos minutos. Me dije que el único medio de hacerme comprender sería describir la sensación en la que vivía desde finales del mes de agosto; sólo ella podía explicar que me viera obligado a no permitir que Victoria se volatilizara. Lo que había ocurrido sólo podía examinarse desde el punto de vista del principio de finalidad. No dejaba por ello de ser indiscutible que, en un momento u otro, me vería confrontado con la cuestión de mis intenciones y, más tarde, la de mis actos, «Desde este punto de vista sólo puedo darle la razón», pero de momento preferiría deleitarme con el hechizo en el que me ha precipitado el encuentro que acabo de hacer, mágico, providencial. En medio de la más entristecedora realidad (en una galería comercial, saliendo de una tienda de juguetes, encaminándome a un aparcamiento subterráneo, tras una jornada agotadora), se había producido un acontecimiento que había hecho vibrar las más alejadas profundidades de mi imaginación. Desde hacía ya algún tiempo tenía la sensación de estar andando a lo largo de un muro, un muro austero, elevado, interminable, que me privaba de toda luz, y es un poco como si la aparición de Victoria hubiera logrado hacer brotar en él un intersticio, y por esta abertura se había dejado entrever un espacio, muy cerca, a mi alcance, al otro lado de la muralla, por donde pensé que yo podría desaparecer. Conocía de memoria la aspiración que acababa de embargarme, sabía que tenía por objeto ese más allá indiscernible que espejeaba en mis sueños desde siempre, «Resulta que desde hace unos días yo vivía con la esperanza de que la realidad se entreabriese para dejarme pasar, antes de volverse a cerrar a mis espaldas». Estaba literalmente dominado por la intuición de que podía ocurrir algo; y esa esperanza bastaba para hacerme feliz, habitaba en mí lo mental como una canción que se hubiera invitado a mi cabeza, una canción obsesiva, para mi mayor placer.
Una enorme risa habría resonado en el habitáculo, yo habría vuelto la cabeza hacia la persona sentada a mi lado. «Pero ¿de qué está hablando?», me habría preguntado intentando superar su hilaridad. «No comprendo nada, todo eso es realmente para morirse de risa, a fin de cuentas no está usted ya en una edad en la que se cree aún en cuentos de hadas. ¿A qué tipo de lugar se refiere cuando habla de ese indiscernible más allá?» Le habría respondido que todo eso era muy difuso («Incluso para mí mismo»), y que ese más allá no tenía nombre. «Lo que sé es que siempre ha centelleado en mis sueños como una promesa de plenitud y de consuelo. De vez en cuando me digo que no aspiro a nada más que a salir de lo real, aunque ignore lo que significa exactamente esta expresión.» Ese más allá nunca había existido salvo por la sensación de que un lugar postrero se ofrecería tal vez, cierto día, a acogerme, personificado en la mayor parte de mis ensueños por una mujer encontrada por azar. Se trataba de una sensación intermitente, de intensidad variable en función de mis humores y de las estaciones, pero por cuyo resplandor poético yo sentía desde la adolescencia un afecto sin duda exagerado. Ciertamente, la beatitud que ese estado de espera derramaba en mi vida interior me permitía a veces pensar que éste era precisamente el lugar enigmático que designaba... Esa esperanza de evasión tal vez sirviera sólo para hacerme de nuevo soportable la existencia, permitirme soportar los esfuerzos, las tensiones, la tristeza y todas las decepciones que la acompañan. Por lo demás, las escasas veces en que había dejado de creer en él, las escasas veces en que había dejado de estar convencido de que un acontecimiento que estaba a punto de producirse me permitiría evadirme de la estrechez de mi existencia, me había encontrado en la situación de reconocer (y de revelarlo a un médico generalista) que estaba atravesando sin duda una fase de depresión (y éste me había recetado Prozac). Sin embargo, debo precisar lo siguiente: que esa espera de un acontecimiento decisivo e inminente hace que en realidad nunca haya considerado mi existencia como desastrosa. «¿Comprende lo que quiero decir? —habría preguntado yo a la persona sentada a mi lado—. No puedo afirmar que mi vida no me guste, pero sólo en la medida en que nada me prohíbe esperar que algo va a producirse para modificarla en profundidad; y hacerla un poco menos detestable de lo que es. Me gusta mi vida por el sueño del que está impregnada, de que algo va muy pronto a desplazarla, una mujer, un milagro, un encuentro, una inaudita proposición profesional, un acontecimiento inesperado o una idea genial que germine en mi cerebro. Es este sueño lo que me gusta cuando me gusta mi vida. He aquí una paradoja divertida, ¿no le parece?» Soy sin duda lo que se llama un soñador, aunque mi profesión me inscriba en la más intransigente realidad, lo que me obliga a adoptar diariamente una actitud organizada y pragmática, infinitamente concreta y orientada hacia la materia, en lo opuesto de aquello hacia lo que el soñador, por lo general, se deja arrastrar. Estoy seguro de que somos muchos en este caso: sorprendería descubrir las estratagemas que la mayoría de nuestros contemporáneos se ven obligados a elaborar (y los cuentos de hadas con los que deben alimentar su propia imaginación además de la de sus hijos) para no derrumbarse, para obedecer con ardor el timbre de su despertador, para soportar lo que soportan sin que la humillación que sienten los derribe... Y así acabarían convenciéndose de que la existencia sólo es un lúgubre ejercicio de supervivencia. Me habría puesto a ex