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Índice
Dedicatoria
Cita
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Capítulo Catorce
Capítulo Quince
Capítulo Dieciséis
Capítulo Diecisiete
Capítulo Dieciocho
Capítulo Diecinueve
Capítulo Veinte
Capítulo Veintiuno
Capítulo Veintidós
Capítulo Veintitrés
Capítulo Veinticuatro
Capítulo Veinticinco
Capítulo Veintiséis
Capítulo Veintisiete
Capítulo Veintiocho
Capítulo Veintinueve
Capítulo Treinta
Capítulo Treinta y uno
Capítulo Treinta y dos
Capítulo Treinta y tres
Capítulo Treinta y cuatro
Capítulo Treinta y cinco
Capítulo Treinta y seis
Capítulo Treinta y siete
Capítulo Treinta y ocho
Capítulo Treinta y nueve
Capítulo Cuarenta
Capítulo Cuarenta y uno
Capítulo Cuarenta y dos
Capítulo Cuarenta y tres
Capítulo Cuarenta y cuatro
Capítulo Cuarenta y cinco
Capítulo Cuarenta y seis
Capítulo Cuarenta y siete
Capítulo Cuarenta y ocho
Capítulo Cuarenta y nueve
Capítulo Cincuenta
Capítulo Cincuenta y uno
Capítulo Cincuenta y dos
Capítulo Cincuenta y tres
Capítulo Cincuenta y cuatro
Capítulo Cincuenta y cinco
Capítulo Cincuenta y seis
Capítulo Cincuenta y siete
Capítulo Cincuenta y ocho
Capítulo Cincuenta y nueve
Capítulo Sesenta
Capítulo Sesenta y uno
Capítulo Sesenta y dos
Capítulo Sesenta y tres
Capítulo Sesenta y cuatro
Capítulo Sesenta y cinco
Capítulo Sesenta y seis
Capítulo Sesenta y siete
Capítulo Sesenta y ocho
Capítulo Sesenta y nueve
Capítulo Setenta
Capítulo Setenta y uno
Capítulo Setenta y dos
Capítulo Setenta y tres
Capítulo Setenta y cuatro
Capítulo Setenta y cinco
Capítulo Setenta y seis
Capítulo Setenta y siete
Notas
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Sobre la autora
Créditos
Grupo Santillana
Dedicado a mi madre
«He aquí que os he dado toda hierba que da simiente, que está sobre la haz de toda la tierra; y todo árbol en que hay fruto de árbol que da simiente.»
(Génesis 1, 2)
Uno
Como me voy del país y es difícil prever cuándo volveré, mi padre, de setenta y siete años de edad, quiere convertir nuestra última cena en algo memorable y cocinar algo sacado de la carpeta de recetas manuscritas de mamá, algo que ella habría podido cocinar en una ocasión parecida.
—He pensado —dice— hacer eglefino empanado y de postre natillas de chocolate con nata montada.
Voy a recoger a Jósef en el Saab, que ya tiene diecisiete años, a su alojamiento asistido, mientras papá intenta averiguar lo de las natillas de chocolate; está preparado desde hace rato en la acera y es evidente que se alegra de verme. Se ha puesto la ropa de los domingos porque es mi despedida, lleva la última camisa que le compró mamá, violeta con mariposas estampadas.
Mientras papá rehoga la cebolla y los trozos de pescado están ya preparados sobre el lecho de pan rallado, salgo al invernadero a buscar los esquejes de rosal que me pienso llevar. Papá viene detrás de mí con las tijeras, en busca de cebolletas para el eglefino, Jósef sigue silencioso sus pasos, aunque no llega a entrar en el invernadero desde que se rompieron los cristales con las tormentas de febrero, cuando se hicieron añicos muchísimos cristales, así que se queda fuera, delante de la entrada, y se dedica a mirarnos. Papá y él llevan chalecos parecidos, de color marrón nuez con cuadraditos amarillos.
—Tu madre solía ponerle cebolletas al eglefino —dice papá, y le cojo las tijeras y me inclino sobre el arbusto siempre verde de un rincón del invernadero, corto unas hojas y se las doy. Yo soy el único heredero del invernadero de mamá, como papá suele recordarme con frecuencia, aunque no es un invernadero de cultivo en plan industrial, no se trata de trescientas cincuenta tomateras ni cincuenta plantas de pepino lo que ha pasado de madre a hijo; en realidad solamente las rosas, que se cuidan solas sin necesidad de dedicarles excesiva atención, y quizá diez tomateras que pueden quedar. Papá regará mientras yo esté fuera.
—Nunca me han ido demasiado las hortalizas, Lobbi, era a tu madre a quien le interesaban. Como mucho, yo podría comerme un tomate a la semana. ¿Cuántos tomates crees que sobran en cada planta?
—Intenta regalarlos.
—No puedo dedicarme a ir por ahí colocándoles tomates a los vecinos.
—¿Y a Bogga?
Lo digo aunque imagino que quien fue amiga de mamá muchos decenios no tiene los mismos gustos culinarios que papá.
—No querrás que vaya todas las semanas a ver a Bogga con tres kilos de tomates. Se empeñaría en que me quedase a cenar.
Sospecho lo que va a decir a continuación.
—Me habría gustado invitar a la chica con la niña —continúa—, pero no sabía si te parecería mal.
—Sí, me parece mal. No somos pareja ni lo hemos sido nunca, la chica, como tú la llamas, y yo, por mucho que tengamos una hija en común. Fue un accidente.
Ya he dejado las cosas perfectamente claras y papá tiene que entender sin género ninguno de duda que la niña es fruto de un instante de estupidez, que mi relación con la madre se limita a la cuarta parte de una noche, una quinta parte se acercaría aún más a la realidad.
—Tu madre no se habría opuesto a invitar a la madre y la niña a la última cena —cada vez que papá tiene que dar más peso a sus palabras apela a mamá para que salga de la tumba y dé su opinión.
Tengo una sensación extraña ahora que estoy, si así puede decirse, en el escenario mismo de la fecundación, con mi anciano padre a mi lado y mi hermano gemelo, mentalmente retrasado, justo al otro lado del cristal.
Papá no cree en las casualidades, por lo menos cuando se trata de los sucesos más importantes de la vida, nacimiento y muerte; la vida no despierta y se apaga por casualidad, como si nada, suele decir. Tiene la teoría de que la fecundación no se basa en la coincidencia de un solo encuentro, ni cree que sea posible sin motivo alguno que un hombre se acueste con una mujer, igual que tiene la teoría de que tampoco la muerte está provocada por la humedad o la gravilla suelta en una curva, si existe la posibilidad de encontrar alguna otra causa, mediante números y cálculos numéricos. Papá piensa que el mundo se mantiene unido por los números, que éstos son el núcleo central de la creación y que en las fechas pueden leerse la verdad y la belleza más profundas. Lo que yo llamo casualidad u oportunidad, según las circunstancias, es para papá cuestión de complejidad del sistema. Demasiadas casualidades son imposibles, quizá una pero no tres, ni repeticiones aleatorias, como dice él; el cumpleaños de mamá, el día del nacimiento de su nieta y el día del fallecimiento de mamá, todo en la misma fecha del calendario, el siete de agosto. Yo no llego a comprender los cálculos de papá. Mi experiencia es que precisamente cuando uno se ha hecho por fin idea de algo concreto, sucede otra cosa completamente distinta. No tengo nada en contra de los pasatiempos de los electricistas jubilados, con tal de que sus cálculos no se relacionen con mi escasa afición a usar preservativo.
—No estás huyendo de nada, Lobbi.
—No. Ayer me despedí de mi hija y de su madre —añadí. Parece dejarme por imposible, porque cambia de tema.
—¿Sabes si tu madre llegó a anotar la receta de las natillas de chocolate? He comprado nata para montar.
—No, pero podríamos buscarla juntos.
Dos
Cuando salgo del invernadero, Jósef está sentado a la mesa con las manos cruzadas en el regazo, estirado como un palo, lleva corbata roja y camisa violeta. Mi hermano es muy aficionado a la ropa y a los colores, y suele llevar siempre corbata igual que papá. Papá tiene dos fogones encendidos, uno para la cazuela de las patatas y otro para la sartén; parece poseer pleno dominio sobre el arte de la cocina, quizá esté nervioso porque me voy. Yo rondo a su alrededor y echo aceite en la sartén.
—Tu madre siempre utilizaba margarina —dice.
Ninguno de los dos es experto en cocina: mi tarea principal en la cocina era fundamentalmente abrir las lombardas y usar el abrelatas en las latas de judías verdes. Claro que mamá me hacía fregar los platos y ponía a Jósef a secar. Se pasaba una eternidad con cada plato, así que yo acababa quitándole el paño de secar y terminando el trabajo.
—Probablemente estarás una temporada sin poder comer eglefino, mi querido Lobbi —dice papá. No quiero herirle diciendo que después de cuatro meses metido entre desechos de pescado en alta mar, me da lo mismo si no vuelvo ni a olerlo.
Como papá quiere hacer las cosas bien por su hijo, saca de repente una salsa de curry.
—He ido a casa de Bogga por una receta —dice.
La salsa tiene un peculiar color verde, en realidad es como la hierba que tirita después de un aguacero de primavera. Le pregunto por el color.
—Utilicé curry y colorante verde —me explica. Veo que ha sacado un tarro de confitura de ruibarbo y me lo ha puesto al lado del plato—. Es el último tarro que queda de los de tu madre —dice, y miro sus hombros mientras la echa en la salsera, con su chaleco de cuadritos color nuez.
—¿Es que no piensas ponerle confitura de ruibarbo al pescado?
—No, estoy pensando que por qué no me das el tarro para el viaje.
Mi hermano Jósef está callado y papá tampoco habla demasiado cuando nos sentamos a la mesa; ninguno de nosotros, ni el padre ni los hijos, habla demasiado. Le sirvo a mi hermano, y le corto las patatas en dos. Él ni mira la salsa verde, la retira cuidadosamente del pescado y la deja en el borde del plato. Miro a mi hermano de ojos castaños, que se parece un tanto a un famoso actor de cine, pero no hay forma de saber lo que le pasa por la cabeza. Para compensar lo que ha hecho con el pescado y no alterar el equilibrio de la mesa, me echo bastante de la salsa de papá. Es en ese momento cuando siento por primera vez el pinchazo en el vientre.
Después de comer, mientras friego los platos, Jósef hace palomitas, como tiene por costumbre cuando viene los fines de semana a casa. Coge la olla de fondo grueso del armario, pone exactamente tres cucharadas soperas de aceite y va echando con mucho cuidado el maíz de la bolsa hasta que el fondo está cubierto con una capa uniforme de granos amarillos. Después pone la tapadera y coloca la olla a potencia máxima durante cuatro minutos. Cuando el aceite chisporrotea, baja el fuego y lo pone al dos. Trae el cuenco de cristal y el salero y no se aparta de la olla hasta que termina el trabajo. Después, los tres vemos el telediario, mi hermano me tiene la mano cogida, los dos estamos en el sofá, sobre la mesa el cuenco de cristal. Hora y media después de la llegada de mi hermano gemelo en su visita de fin de semana, saca el disco: ha llegado la hora de bailar.
Tres
No me llevo muchas cosas, papá se extraña de lo pequeño que es mi equipaje. Envuelvo los esquejes en hojas húmedas de periódico y los coloco en el bolsillo delantero de la mochila. Vamos en el Saab, que es de papá desde que tengo memoria; Jósef va sentado, silencioso, en el asiento trasero. Papá se pone boina cuando viaja, cuando sale de la ciudad. Conduce muy por debajo del límite legal de velocidad, desde el accidente no supera los cuarenta kilómetros por hora. Va tan despacio al cruzar el atormentado malpaís que puedo contemplar los pájaros que se posan regularmente en los violáceos picos de lava en los variados colores del alba hasta donde alcanza la vista, una capa de color encima de otra, como una trágica composición musical in crescendo. Papá tampoco está muy acostumbrado a conducir, era casi siempre mamá la que conducía. Hay una larga fila de coches detrás de nosotros, y constantes intentos de adelantarnos. Pero eso no altera la concentración de mi padre al volante. Tampoco tengo miedo de perder el avión, porque papá llega siempre con tiempo de sobra.
—Papá, ¿quieres que conduzca yo?
—No, gracias, Addi. Aprovecha para disfrutar la tierra de la que te estás despidiendo, seguramente en los próximos tiempos no tendrás muchas oportunidades de viajar entre lava.
Los dos callamos un rato mientras disfruto de la tierra de la que me estoy despidiendo. Más tarde, cuando hemos tomado la desviación que lleva al faro, papá se empeña en charlar un poco de mis perspectivas de futuro, de lo que pienso hacer con mi vida. No le agrada demasiado mi interés por la jardinería.
—Perdona, Lobbi, que tu anciano padre esté siempre preguntando por tus planes para el futuro, no es curiosidad ni mala idea.
—No pasa nada.
—¿Ya has decidido lo que piensas estudiar?
—He optado por la jardinería.
—Un chico con tu talento para el estudio.
—No empieces otra vez, papá.
—Creo que desperdicias tus dotes, Lobbi.
Es difícil explicárselo a papá; el jardín y las rosas del invernadero eran un interés que yo compartía con mamá.
—Mamá me habría comprendido.
—Sí, tu madre aprobaba prácticamente todo lo que hacías —dice—. Pero no le habría disgustado que fueras a la universidad.
Cuando nos mudamos al nuevo barrio, éste carecía de vegetación, todo eran extensiones de tierra yerma y losas de piedra y pedregales azotados por el viento. En todas partes había edificios nuevos o cimientos de casas, medio llenos de agua pardusca. Los ralos arbustos bajos llegaron mucho más tarde. El barrio estaba abierto al mar, habitualmente soplaba un viento fuerte y no había sitio donde construir un lugar protegido en los jardines, la gente renunció a plantar macizos de pensamientos. Mamá fue la primera del barrio que se atrevió a plantar árboles, y los primeros años pareció que era un capricho imposible. Mientras otros se contentaban con plantar algo de césped y, si acaso, setos bajos entre los jardines, para poder tumbarse al sol con la brisa los tres días de buen tiempo del verano, ella plantó un laburno, un arce, un fresno y arbustos de flor al abrigo de la casa. No se rindió aunque tenía que plantar los cepellones, por así decir, directamente sobre la roca.
El segundo verano, papá construyó el invernadero al sur de la casa. Poníamos las plantas primero en el invernadero y crecían allí hasta que las trasplantábamos al jardín durante la primera o las dos primeras semanas de junio, cuando había dejado de helar por las noches. Al principio nuestra idea era dejarlas fuera sólo en pleno verano y después volverlas a meter en el invernadero, pero aquel otoño fue templado y las dejamos al aire libre un mes más. Luego, un invierno dejamos nuestras plantas dormitar bajo una capa de dos metros de nieve. Al final, todo crecía en el jardín de mamá, en sus manos todo echaba firmes raíces. Poco a poco, la parcela se convirtió en un jardín de cuento que despertaba asombro y llamaba la atención. Después de la muerte de mamá, las vecinas han venido algunas veces a pedirme consejo.
«Es necesario ser un poco meticulosos, pero sobre todo hace falta tiempo», ésa era la filosofía del jardín que tenía mamá, resumida en una sola frase.
—No niego que tu madre y tú teníais vuestro mundo, del que no formábamos parte ni Jósef ni yo, tal vez no lo comprendamos.
Últimamente, papá ha empezado a hablar de Jósef y él como una unidad, «Jósef y yo», dice.
Mamá tenía a veces la ocurrencia de salir y ponerse a trabajar en el jardín, o a ocuparse de algo en el invernadero en plena noche clara de verano, era como si no necesitara dormir como los demás, especialmente en verano. Cuando yo volvía a casa por la noche después de ir de marcha con mis compañeros, mamá estaba atareada en un macizo de flores con un cubito rojo y guantes de jardinería con florecitas rosas estampadas, mientras papá dormía a pierna suelta. Como no podía ser menos a esas horas, no había nadie por las calles y todo estaba en absoluto silencio. Mamá me daba los buenos días y me miraba como si supiera sobre mí algo que yo desconocía por completo. Así que me sentaba en la hierba a su lado media hora a arrancar las malas hierbas, por hacer algo, era tan sólo una forma de hacerle compañía. Quizá tenía en la mano una botella de cerveza a medias, y la metía en el macizo de pensamientos mientras me tumbaba con un codo debajo de la cabeza para ver pasar los nubarrones. Cuando quería estar a solas con mamá, me iba con ella al invernadero o al jardín, así podíamos charlar. A veces estaba distraída pensando en otra cosa y si le preguntaba en qué pensaba, me respondía sí, sí, me parece muy bien lo que dices. Y sonreía para mostrar su conformidad, con gesto risueño.
—Para un estudiante tan destacado como tú no hay mucho futuro en la jardinería.
—Bueno, yo no sé qué es eso de ser un estudiante destacado.
—Aunque tu padre sea ya mayor, Lobbi, todavía no es un carcamal. Resulta que tengo guardados todos tus certificados de notas. Doce años, y el primero de la clase; dieciséis años, y el primero del curso; terminaste el bachillerato como primero de tu promoción.
—No puedo creerme que guardes todas esas cosas —las tendría guardadas en una caja o en el trastero—. Tira esa basura, papá.
—Demasiado tarde, Lobbi; Þröstur, el enmarcador, les va a poner marco a todas.
—¿No lo dirás en serio?
—¿De modo que ni siquiera te planteas ir a la universidad?
—No, de momento no.
—¿Y botánica?
—No.
—¿Biología?
—No.
—¿Y fitobiología o fitogenética con especialización en fitotecnología?
Papá se ha estudiado los planes de estudios. Tiene el volante bien apretado entre las dos manos y no aparta la mirada de la carretera.
—No, no me interesa ser científico ni profesor de universidad.
Me siento más a gusto en la tierra mojada, es muy distinto poder tocar plantas vivas; a un laboratorio no llega el olor de la hierba después de un chaparrón. Es difícil expresar en palabras que papá entienda el mundo que compartíamos mamá y yo. Mi interés está en lo que crece de la tierra fértil.
—Pero quiero que sepas que tengo guardados unos ahorros que serán tuyos si quieres continuar tu formación y entrar en la universidad. Eso es aparte de la herencia de tu madre. Jósef está contento donde está —añadió—. Naturalmente, me ocuparé de que no le falte nada a él tampoco.
—Muchas gracias.
No hablo mucho de jardinería con papá. Claro, que tampoco puedo ir y contarle a mi electricista que a lo mejor no sé lo que quiero, que puede ser difícil decidir algo así de una vez por todas, en un determinado momento de la vida.
«No se llega demasiado lejos con los sueños, mi querido Lobbi», diría papá.
«Hay que seguir los propios sueños», habría dicho mamá.
Y luego se habría asomado por la ventana de la cocina para observar un buen rato su territorio, no sólo lo que se extendía pocos metros más allá del invernadero y del vallado, como si el jardín fuera solamente una parcelita llena de flores que no dejara ver lo que había más allá de la valla porque estaba repleta de las más variadas matas, árboles y otras plantas, sino como si estuviera esperando huéspedes llegados de lejos. Después echaría en un cuenco las pasas de una bolsa, lo pondría debajo del grifo y dejaría que se desbordara.
—Desde luego, siempre es mejor que pasarse meses mareado en un arrastrero —dice papá finalmente.
Cuatro
Continuamos atravesando el malpaís en silencio. Sigo con el festín de despedida en el estómago y tengo toda la sensación de que el malestar, que probablemente comenzó a causa de la salsa verde, está transformándose en un dolor constante, ahora mismo, en medio del malpaís, no muy lejos del lugar donde volcó el coche de mamá. Reconozco la curva donde el coche se salió de la carretera, allí hay una pequeña hondonada con hierba, creo ver con toda claridad el lugar donde tuvieron que excarcelar a mamá de los restos del vehículo.
—Tu madre no tenía que haberse ido antes que yo, tenía dieciséis años menos que yo —dice papá cuando pasamos por ese lugar.
—No, no tenía que haberse ido antes que tú.
Mamá tenía a veces ocurrencias como irse a recoger bayas silvestres el día de su cumpleaños, casi de madrugada, a algún lugar secreto que le gustaba especialmente, y para llegar allí tenía que atravesar el malpaís. Luego pensaba invitarnos a sus chicos, como nos llamaba a papá, a Jósef y a mí, a unos gofres con arándanos negros y nata montada. Ahora veo que muchas veces debía de resultar difícil tener solamente varones en casa, no tener ninguna hija. Me tomo tiempo antes de acercarme a mamá metida en el coche volcado en la hondonada del malpaís. Realmente me doy tiempo para escrutar la naturaleza, para vagar largo rato por el lugar, como un cámara de cine que está tomando imágenes aéreas desde una grúa, antes de acercarme a mamá, la actriz protagonista en torno a la cual se mueve todo. Es siete de agosto y decido que el otoño ha empezado pronto. Por eso veo en la naturaleza muchos tonos rojos y dorados como llamas; observo una riquísima variedad de rojos en el escenario del accidente: los arándanos de almagre, el cielo rojo sangre, carmín las hojas de algunos arbustos próximos, rojo dorado el musgo. Mamá llevaba una rebeca burdeos y la sangre seca no se vio hasta que papá lavó la rebeca en la bañera de casa. Al demorarme en los detalles de esa imagen espacial, igual que cuando se observa por primera vez el fondo de un cuadro antes de acceder a su tema central, aplazo la hora de la muerte de mamá, alargo el tiempo hasta lo inevitable, hasta la hora del adiós. A veces mamá está aún en el amasijo de hierros del coche, a veces acaban de excarcelarla y de ponerla sobre la tierra. Decido que será en un pequeño llano en la hondonada, entre la lava, como si hubieran recortado la parte superior de dos mogotes de hierba y después hubieran echado semillas en las heridas abiertas. Papá conduce tan despacio que puedo comprobar el estado del árbol que planté, allí sigue: un pino enano, un intento de cultivar árboles en medio de la áspera lava, un árbol solitario entre piedras cubiertas de vegetación rala, así consagro ese lugar a mamá.
—¿Tienes frío? —pregunta papá, y pone la calefacción al máximo. En el coche hace un calor asfixiante.
—No, no tengo frío.
En cambio, me duele el vientre, aunque no se lo digo a papá. Se toma las preocupaciones de una forma abrumadora, mamá se preocupaba de otro modo, ella me comprendía.
—Bueno, Lobbi, estamos llegando, ya se ven los aviones.
Según nos vamos acercando al aeropuerto, una alfombra negra va descendiendo desde las montañas, en la parte inferior está la línea del día como una voluta de humo azul pálido, el sol horizontal de febrero tiñe los cristales sucios del coche.
Mi padre y mi hermano entran conmigo en la terminal.
Papá me entrega el paquete envuelto para regalo, cuando nos estamos despidiendo.
—Lo desenvuelves cuando hayas aterrizado —me dice—. Quizá te hará pensar en tu anciano padre a la hora de irte a dormir.
Al despedirme de papá le doy un abrazo, pero no muy largo, lo hago con rapidez y le doy unas palmaditas en la espalda como hacen los hombres. Luego hago lo mismo con mi hermano Jósef, quien al momento vuelve con papá y l