Pasiones

Rosa Montero

Fragmento

Indice

Índice

Portadilla

Índice

Dedicatoria

Unas palabras previas

Introducción

Los duques de Windsor

León y Sonia Tolstói

Juana la Loca y Felipe el Hermoso

Oscar Wilde y lord Alfred Douglas

Liz Taylor y Richard Burton

Evita y Juan Perón

Robert Louis Stevenson y Fanny Vandegrift

Arthur Rimbaud y Paul Verlaine

Marco Antonio y Cleopatra

Dashiell Hammett y Lillian Hellman

Hernán Cortés y la Malinche

La reina Victoria de Inglaterra y el príncipe Alberto

John Lennon y Yoko Ono

Mariano José de Larra y Dolores Armijo

Lewis Carroll y Alice Liddell

Amedeo Modigliani y Jeanne Hébuterne

Los Borgia

Elisabeth de Austria (Sissi) y el emperador Francisco José

Epílogo

Bibliografía

Sobre la autora

Créditos

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Para Pablo

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Unas palabras previas

 

 

 

Debo decir que el padre de la idea de este libro es Alex Martínez Roig, redactor jefe del suplemento dominical de El País. Fue él quien me sugirió que hiciera una serie sobre grandes pasiones de la historia y que la publicara en el Semanal. Para mí es un verdadero placer trabajar con Alex, un amigo siempre sensible, siempre inteligente y siempre afectuoso. Vayan para él toda mi gratitud y mi cariño.

Fuera de la idea original, todo lo demás es cosa mía: la selección de personajes, la estructura, el enfoque, la mirada apasionada y subjetiva. Resulta evidente que estas biografías no son trabajos fríos y académicos. Por supuesto que me documento lo mejor que puedo, procurando contrastar los datos; y además me atengo siempre, en las conclusiones, a los hechos biográficos. Ahora bien, dentro de los límites que esos hechos imponen, realizo una interpretación, o más bien una recreación. Intento vivirme en el interior de los biografiados y entenderlos, de la misma manera que el novelista se vive dentro de sus criaturas de ficción al escribir un libro. El resultado es, pues, abiertamente emocional. Y aunque me ciño a los datos con el mayor empeño, y aunque con el corazón estoy convencida de que la versión que doy es la más profunda y más certera, con la razón tan sólo espero haber atinado a describir alguna de las múltiples facetas de los personajes. Porque, como todos sabemos, dentro de cada uno de nosotros hay muchedumbres.

 

R. M.

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Introducción

 

Amar el amor

 

 

 

La cuestión del amor es una vulgaridad, un lugar común, uno de los tópicos más manidos de la Tierra. Desde el principio de los tiempos filósofos y artistas han tratado el asunto con obsesiva insistencia, y probablemente no haya habido nunca un solo ser humano que, llegado a la edad de la razón, no le haya dedicado al tema una buena cantidad de pensamientos. Todos creemos saber del amor, todos creemos entender algo del amor. Y, sin embargo, continúa siendo una materia oscura, el reino de la confusión y lo enigmático.

Las dificultades comienzan desde el principio, a la hora de definir el alcance mismo de la palabra. En general cuando nos referimos al amor sin más, como estoy haciendo ahora en este texto, no solemos estar hablando de esa emoción imprecisa y amplia que engloba a los hijos y a los amigos, sino al llamado amor sentimental entre dos personas. Dicho amor singular se solapa con la idea de la pasión, y es de pasiones de lo que trata este libro, que recoge textos publicados en el suplemento Dominical de El País durante los años 1997 y 1998. Son pasiones concretas, historias luminosas o terribles de personajes más o menos célebres, parejas de la antigüedad o coetáneas que rozaron el Cielo y el Infierno.

Pero decir que vamos a hablar de la pasión no aclara gran cosa: en realidad, no hemos hecho nada más que nombrar el caos. ¿Qué es lo que define a la pasión, cuál es la característica sustancial que nos hace reconocerla? ¿Tal vez un ingrediente sexual desenfrenado? Pues no, porque existen las pasiones platónicas, los amores galantes de los trovadores, la Beatriz de Dante. Más bien se diría que la esencia de lo pasional es la enajenación que produce: el enamorado sale de sí mismo y se pierde en el otro, o por mejor decir en lo que imagina del otro. Porque la pasión, y éste es el segundo rasgo fundamental, es una especie de ensueño que se deteriora en contacto con la realidad. Tal vez sea por eso por lo que, tercera condición, la pasión parece exigir siempre su frustración, la imposibilidad de cumplimiento. Como decía el ensayista suizo Denis de Rougemont en El amor en Occidente, “el amor feliz no tiene historia. Sólo el amor amenazado es novelesco”. Por supuesto: las perdices siempre se comen fuera del libro, una vez terminado el cuento. Y añade Rougemont que los poetas cantan al amor como si se tratara de la verdadera vida, “pero esa vida verdadera es la vida imposible”.

Platón decía que Eros, el dios del amor, poseía una doble naturaleza, según fuera hijo de Afrodita Pandemos, la diosa del deseo carnal, o de Afrodita Urania, de los amores etéreos. Esta Afrodita era una divinidad de armas tomar; poseía unos poderes tan inmensos que, encorajinada con Zeus por una fruslería, fue capaz de vengarse de él: le obligó a perseguir ninfas y mujeres mortales, descuidando así a su esposa Hera. De modo que ya los antiguos estaban convencidos de que la fuerza enajenante del amor era capaz de poner en ridículo hasta al mismísimo rey de todos los dioses.

El amor es representado en todas las culturas con los mismos símbolos: arcos, flechas, ojos vendados, antorchas con las que inflama el corazón de los mortales. Suele estar desnudo y ser un niño: porque es una emoción que no puede ocultarse y porque permanece igual a sí misma. La pasión nunca aprende: siempre es idéntica, eternamente joven, intacta, irreflexiva. “Pero cómo es posible que vuelva a estar haciendo otra vez a estas alturas las mismas tonterías”, suele gemir nuestra razón, espantada, cuando esperamos durante horas una llamada de teléfono que no llega jamás. “Es que yo no aprendo”, se queja el amante dolorido. Y está en lo cierto, porque el amor permanece impermeable a la experiencia.

Según la cosmogonía órfica, al principio de todo sólo existía la Noche. Esta Noche infinita puso un huevo, y de él salió el Amor; y de las dos mitades rotas de la cáscara se crearon el Cielo y la Tierra. Así es que el Amor es el centro del Universo, el núcleo de la unidad antes de que el huevo se rompiera. Es el principio de la regeneración y de la vida, una fuerza cósmica que lo aglutina todo. Pero, claro, es un poder tan imponente que produce devastación entre los míseros mortales. Como la guerra de Troya, por ejemplo. Este conflicto también lo empezó Afrodita: ya dije antes que era una diosa de cuidado. Afrodita hizo que Paris, hijo del rey troyano Príamo, y la bella Helena, esposa del rey espartano Menelao, se enamoraran como borregos el uno de la otra. Raptada Helena, la guerra de Troya se prolongó durante diez años, hasta que el triunfador Menelao entró en la ciudad y encontró a su mujer con los pechos desnudos, tan hermosa que la perdonó inmediatamente y volvió a vivir con ella tan contento. Atrás quedó Troya destruida, un campo regado de cadáveres ilustres (Héctor, Aquiles, Patroclo, el mismo Paris…) y una memoria épica que luego se estructuró en los cantos de la Ilíada. Y toda esta enormidad a consecuencia de un simple estremecimiento del corazón.

La percepción del amor como gestor de catástrofes era algo común en el mundo clásico. Otra pareja mítica en la historia de las pasiones fue la de Cleopatra y Marco Antonio. Este romano era un hombre “espléndido cuando mozo”, al decir de Plutarco en su fascinante Vidas paralelas. Era un buen guerrero pero un viva la Virgen al que le encantaban los placeres de la carne y de la mesa: regaló una casa en Magnesia a un cocinero como premio por una cena suculenta. Sobre este temperamento blando y vano, explica Plutarco, cayó Cleopatra como un rayo mortal, es decir, cayó una pasión que sorbió definitivamente a Marco Antonio el poco seso con que había nacido: “Cleopatra le traía como a un niño, sin aflojar ni de día ni de noche”. Desairó Antonio a su virtuosa e inteligente esposa y se enfrentó a Octavio en una batalla naval; fue derrotado ignominiosamente, y Cleopatra y él acabaron como todos sabemos, o sea, fatal. He aquí de nuevo la idea de una guerra supuestamente provocada por el envenenamiento de un amor. A esta historia le dedicaremos un capítulo del libro.

Con todo, el amor clásico era trágico porque terminaba muy mal, pero al menos pasaba por una etapa de sobrado cumplimiento. Helena y Paris vivieron su pasión durante una década, y lo mismo sucedió con Antonio y Cleopatra. Sin embargo en los siglos XII y XIII apareció un nuevo modelo de pasión, el amor cortés, que extremaba la imposibilidad de la relación. Lo que se empezó a amar a partir de la época galante fue la dificultad y el sufrimiento. Es decir, sólo era auténtico amor aquel que se frustraba. De esta paradoja somos hoy herederos.

El amor cortés es impuesto en el mundo por la fascinante reina Leonor de Aquitania, nieta del primer trovador conocido y esposa de Luis VII. Leonor tuvo dos hijas que se casaron con los condes de Troyes y de Blois, y que también contribuyeron al triunfo del espíritu cortés. Estas mujeres formidables crearon brillantes y refinadas cortes en las que se cantaba al amor y a las bellas damas. El mundo ensangrentado y feroz de las batallas medievales dejó paso a un mundo de combates amorosos: el buen caballero ya no servía prioritariamente a Dios y al Rey, sino a la Mujer. Y escribo Mujer con mayúscula porque, para que las damiselas se mantuvieran dignas de tan total entrega, tenían que permanecer dentro del territorio de lo ideal. Así es que los amores corteses todos eran por definición amores imposibles. De hecho eran en su mayoría amores adúlteros: resulta curioso constatar lo muy unida que va la idea de la pasión a la del adulterio a través de todas las culturas y todas las épocas.

En el siglo XII, en cualquier caso, el adulterio se convirtió abiertamente en un motivo poético. El capellán Andreas dedicó a María de Champaña, una de las brillantes hijas de Leonor, su trabajo teórico Tractatus de Amore, en el que se critica el amor conyugal como falto de libertad, y se elogia la pasión adúltera, valiente y esforzada. En realidad, y si se mira bien, el avance del amor cortés supuso el avance de la civilidad. Poco a poco los antiguos guerreros dejaron de descuartizar a sus enemigos y empezaron a encontrar la medida de su hombría en “el juego de la guerra”, es decir, en los torneos, los cuales acabaron por suplantar a las auténticas batallas. Dichos torneos eran lances celebrados dentro de las normas del amor galante, con damas que daban prendas a sus caballeros y que luego se vestían con las camisas ensangrentadas de los vencedores, en un intercambio de ropa íntima y humores corporales de lo más promiscuo. De hecho los torneos fueron prohibidos enseguida por la Iglesia porque se convirtieron en una celebración del rijo y la infidelidad conyugal; pero la prohibición, naturalmente, no hizo sino aumentar el atractivo de estos actos.

A este mundo medieval de las justas galantes pertenecen dos leyendas del siglo XII que ejemplifican el amor imposible y que han permanecido vivas hasta nuestros días: la historia de Tristán e Isolda y la de Lanzarote y la reina Ginebra.

Tristán viaja a Irlanda para traer consigo a Isolda, la prometida del rey Marcos. Pero, en el barco que les conduce de vuelta, ambos beben por equivocación un filtro amoroso y caen el uno en brazos de la otra inevitablemente. Cometen adulterio y sufren los dos como bellacos por la imposibilidad misma de su amor. Al cabo escapan juntos y viven como miserables en un bosque. El rey Marcos les persigue y les encuentra dormidos; están desnudos, pero Tristán ha colocado su espada entre los dos, como para impedir mayores proximidades de la carne. El rey, conmovido ante esa prueba de heroica fidelidad, se marcha sin hacerles daño, no sin antes cambiar la espada de Tristán por la suya propia, en una escena freudianamente elemental que seguro que provoca paroxismos de deleite entre los psicoanalistas. Al final, claro está, tanto Tristán como Isolda mueren. Pero a pesar de esta especie de castigo del destino, lo curioso es que ninguno de los dos se había sentido culpable por el adulterio: fueron embrujados, estaban fuera de sí, todo fue irremediable. Es la idea del amor como droga, como un territorio que está más allá del Bien y del Mal. En el mundo de los amantes no existen otras leyes que las de la pasión.

Tampoco hay culpabilidad ni remordimiento en la célebre historia de Lanzarote y su amada Ginebra, la esposa del rey Arturo. En su hermoso libro Lanzarote del Lago (escrito en la corte de la ya citada María de Champaña), Chrétien de Troyes cuenta cómo Lanzarote abandona la búsqueda del Grial por salir detrás de Ginebra. De hecho no conocemos el nombre del protagonista hasta la mitad de la novela, momento en que aparece la reina Ginebra. Una dama pregunta: “¿Quién es ese caballero?”, y la reina contesta: “Es Lanzarote del Lago”. De modo que es ella, la amada, quien concede nombre y vida al amado. Sin la luz del amor, el amado ni tan siquiera existiría, sería una mera sombra indeterminada.

Chrétien de Troyes define el estado mental de Lanzarote con bellas y exactas palabras, perfectamente asumibles por el enamorado de hoy: “Su cuita es tan profunda que se olvida de sí mismo, no sabe si existe, no recuerda ni su nombre ni si va armado o desarmado ni sabe adónde va ni de dónde viene”. Y es que, como decía Catón, “el alma del amante vive en un cuerpo ajeno”.

Tengo para mí que éste es exactamente el quid de la cuestión: si nos entregamos a la pasión, si el amor loco nos arrebata, es porque gracias a él podemos evadirnos de nuestra asfixiante individualidad, de ese encierro del yo que nos condena a nuestra propia y solitaria muerte. En su arrebato por Ginebra, Lanzarote se olvida de buscar el Grial, que es la Vida Eterna: en realidad no necesita el Santo Vaso porque su amor ya le hace inmortal. La pasión es un impulso místico, un sentimiento religioso (de religare, unir) que nos apremia a fundirnos con el otro, porque al deshacernos en el amado nos hacemos indestructibles. Se ama contra la muerte, como una manera de escapar de ese despeñarse hacia la nada que es la vida. De ahí que el amor pasión sea tanto más valorado cuanto más individualista sea la sociedad; por ejemplo, en aquellas culturas tradicionales orientales en las que el sujeto formaba parte de un cuerpo colectivo, apenas si existía la pasión tal y como hoy la concebimos.

El Romanticismo (otra época ferozmente individualista) acuñó uno de los mitos de amor y muerte más conocidos: el vampiro. Lo inventó Polidori, médico de Byron, aunque la consagración vendría varias décadas después con el Drácula de Bram Stoker, y es un perfecto ejemplo de cómo la pasión te rescata del yo. Las amantes se entregan por completo al amado conde Drácula, hasta el punto de ofrecerle sus propias vidas; y la fusión es tal que se convierten en lo mismo que él es, es decir, en vampiras, y alcanzan por medio de ese estado la vida eterna.

El ya citado Rougemont dice que en su origen el amor cortés estaba muy relacionado con la herejía albigense o cátara. Y como ejemplo explica que Shakespeare situó su paradigmática obra Romeo y Julieta en Verona, uno de los más importantes centros cátaros de Italia. Los cátaros eran dualistas, creían que el Bien y el Mal eran principios distintos, de modo que Dios, que era el Bien, no podía haber creado este mundo asqueroso. El mundo lo había creado, por el contrario, Satán, y los humanos éramos ángeles que, tentados por el demonio, habíamos tenido la peregrina y desdichada ocurrencia de bajar a la Tierra y encarnarnos en cuerpos mortales. De ahí esa percepción tan común de sentirnos presos dentro de la materia, atrapados en el interior de unos cuerpos extraños. La pasión, en fin, nos permitiría trascender ese encierro.

¿Hay alguna diferencia en la vivencia del amor dependiendo del hecho de ser hombre o mujer? Peliaguda pregunta. Parecería que nuestro concepto de lo sexual tiende a ser distinto; la sabiduría popular sostiene que las mujeres dan sexo para conseguir amor, mientras que los hombres dan amor para co

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