Por entonces en Madrid un conde con chófer pero sin sombrero acudía los jueves a una tertulia de anarquistas en la azotea de un cine desde la que se podían ver los crepúsculos del palacio Real. Si era invierno y llovía —esos años llovía más—, la bruma y la tristeza imponían un escenario dramático, propicio a un tipo de diálogos fatalistas que recogería el teatro de la época:
—¿Y si voláramos la cárcel?
—Y luego qué.
(Así. Acto I)
Si era verano, los relámpagos y el agua aliviaban la tensión de las ideas, afiladas por el calor. Y ésa era la razón de que al conde de Niva sus amigos obreros le fueran cambiando el título, conde de Bruma, o conde de Niebla, o conde de la Gota (de sudor), en función de las nubes o del viento. A él le hacía gracia.
Una vez que Niebla andaba resfriado —la manía de ir sin sombrero—, Martín, el chófer, pelo blanco, nariz borbónica, rectitud de por lo menos magistrado, supo manipular a la asamblea de forma que los amigos aceptasen bajar al Packard y continuar allí el debate. Esta tarde iba de si son las glándulas o los vecinos los que estropean a los hombres.
Niebla, al que esa noche llamaron Barón de la Tormenta, arrastró mucho tiempo de un lado a otro la imagen de esa conspiración bajo la lluvia: ocho o nueve hombres apretados en un coche, oliendo a pana húmeda y a cuero noble, subiendo la voz o callándose para escuchar el estruendo del agua. Finalmente se cansó —la leyenda dice que fue al alba, con una mujer desnuda y exhausta durmiendo en la misma habitación de un hotelucho en París, aunque ése es el tipo de leyendas del que hay que desconfiar—, y descargó el agobio de su memoria en aquellos versos:
Éramos nueve navegando en el Packard por el mar de Madrid.
Nueve hombres ciegos. E injustos.
Al oeste, relámpagos. En derredor, el enemigo.
El mar caía del cielo.
Éramos nueve. Remábamos cantando.
Debió de ser por las mismas fechas de la tormenta en el Packard —cielos grises cruzaban con prisa septiembre en París— cuando la mirada de Camila quedó atrapada en una sombra de piernas muy largas, piernas de gigante, muy flaco, que atravesaba el crepúsculo del boulevard Saint-Germain y se dirigía hacia ella mientras anunciaba el inminente final del mundo:
—¡Arrepentíos!...
También debió de ser Camila la única en no conmoverse, ni desde luego arrepentirse, en la abarrotada terraza del Le Regard, endurecida como estaba por una infancia de sermones de misa de doce a cargo de los curas de Tres de Marzo, propensos al verbo legionario y la profecía apocalíptica. De modo que para ella —cuello de seda, mirada larga, falda de estudiante—, la aparición de aquel profeta rojo que se le venía encima poco menos que saltando con sus zancos sobre los coches del bulevar no resultaba más que la excentricidad de una especie de cura escapado del púlpito, decidido a hacer oír su mensaje:
—¡Arrepentíos! ¡El fin del mundo se acerca!...
No así para Mademoiselle Jobert, la dama de compañía de Camila, una campesina bretona muy vulnerable a las profecías y las amenazas, y más en días de tormenta como ése, cuando hay que guardar a toda prisa el ganado para que no se neurotice con el trueno. Mademoiselle Jobert apretaba más aún las piernas bajo su falda ya de otoño, y se esforzaba en racionalizar y neutralizar con sus gafas de culo de botella ese ser enfadado que parecía surgir directamente del otro lado del río: vestía una capucha de obispo de Poitiers y condenaba desde lejos con dos ojos verdes que parecían uno y atravesaban largas distancias del gris de la tarde.
En cualquier otro momento Mademoiselle Jobert habría reaccionado con el mismo despegue que sus vecinos de terraza —en su mayor parte escritores o literatos con una imagen pública que hacer respetar—, o al menos con la suficiencia que se espera en París de todo aquel que no sea turista. En modo alguno un parisino de aquel tiempo podía dejarse impresionar por un fantasma sobre zancos, aunque fuese el fantasma del mismísimo Leonard Le Bot, el más célebre de los augures del milenio pues sus profecías de cambio en los colores del universo divertían a los más lerdos del año 1000 y aterrorizaban a los más imaginativos. El fin del mundo comenzaría cuando el cielo fuese amarillo, marrón el mar, la hierba negra, el sol gris, azul la lengua.
Mademoiselle Jobert era muy consciente de sus deberes, y más en calidad de dama de compañía de una joven que seguía siendo extranjera por buen francés que hablase (todavía un punto académico, se decía mademoiselle). Pero sucedía que esa misma tarde habían estado visitando Notre-Dame y que el sujeto que llegaba ahora ante ellas —caían las primeras gotas de lluvia, gordas y lentas como las palabras de un juez— parecía el desprendimiento, la descolgada, la reencarnación por vete a saber qué diabólica alquimia de una de las gárgolas que desde tiempo inmemorial imponen a los visitantes e inspiran a poetas desde los campanarios de Notre-Dame:
—¡Arrepentíos! ¡El fin del mundo se acerca! ¡El fin del viento! ¡El regreso de los ríos! ¡El desagüe de los mares! ¡La llegada de los arquitectos y la nivelación de las montañas! ¡De rodillas, ciudadanos! ¡De rodillas, porque vienen las tormentas y las hordas!
En efecto: al menos las tormentas. Mientras los más tímidos entraban en el café, Camila y Mademoiselle Jobert se quedaban en primera línea, bajo el toldo, sujetas por el verbo del obispo de Poitiers que desde lo alto de su púlpito desmontable anunciaba la llegada de las hordas, la reproducción geométrica de las máquinas y el fin del buen gusto para siempre. Ahí estaba la prueba: para horror de Mademoiselle Jobert, el obispo de Francia quebraba de algún modo inaudito sus desmesuradas piernas de insecto y, mientras se sujetaba con una mano de un borde del toldo a rayas, con la otra recogía el vaso de coca-cola de Camila y, levantando el meñique, bebía un sorbo con fruición.
«¡¿Lo veis?!», increpó el obispo a quienes pretendían disimuladamente refugiarse de su mirada condenatoria... «¡¿Lo veis?! ¡Nos están corrompiendo el paladar y la lengua, que es donde se encuentra el alma de Francia! ¡Pretenden que bebamos medicinas en un país...» En ese punto se inclinó:
—¿Permite usted? —le preguntó al vecino de Camila.
—Se lo ruego —respondió éste, cortés.
«... en un país cuyas mujeres saben a vino más que a leche» —Mademoiselle Jobert enrojeció de golpe—, «cuyos castillos se construyen para defender las bodegas, y cuya literatura, la mejor» —precisó con coquetería de connaisseur— «se debe a la calidad de excelentes beaujolais como éste». Dicho lo cual bebió de golpe la copa de vino que se había servido, se atusó las alas de un imaginario bigote y, reincorporándose a la lluvia con la naturalidad de quien no ha hecho otra cosa que saltar entre los coches en días de tormenta, se alejó de allí a grandes zancadas gritándole a los coches:
—¡Arrepentíos! ¡El fin del mundo se acerca! ¡Llega la fealdad! ¡De rodillas, ciudadanos! ¡Rezad si sabéis, sátrapas incrédulos!
Así fue como Camila conoció a Diego Loma de Águilas, su vecino en el café.
El destino del segundo secretario de embajada Diego Loma de Águilas —París a los veintiséis años— resultaba sospechoso como un diamante en el dedo de un sastre. Cualquiera familiarizado con las servidumbres feudales de la diplomacia podría deducir de esa pequeña estadística familia, dinero, educación, gustos deportivos, prejuicios religiosos y hasta debilidades, digamos, afectivas. Con Diego se equivocaría. Acertaría en lo fundamental —nadie gana un puesto así, igual que nadie merece una herencia—, y pese a todo se quedaría con la vaga incomodidad de haber cerrado mal una puerta. Sin saberse muy bien cómo, Diego se salía del molde de acero de la diplomacia internacional y sonaba ligeramente extranjero en el uniforme cosmopolita de las embajadas.
Quizá fuera que se le intuían indicios de una remota insolencia. Nada que ver con la chulería del señorito al entrar en un salón sino justamente lo contrario: la curiosidad de alguien que pese a múltiples chascos todavía espera que suceda algo cuando entra en un salón. Una especie de curiosidad acostumbrada al fraude, un tozudo optimismo nada extraño si se piensa que Diego descendía por línea materna, los Castillo de San Luis, de aquel embajador en Argentina que prefirió renunciar a la carrera antes que a la mujer del ministro de Exteriores local.[1]
Ésa en cualquier caso —que no era tal insolencia, sólo su eco— fue lo que capturó la atención de Camila y consiguió que aceptase la invitación a probar el beaujolais más temprano del año.
—Tiene razón —concedió su vecino cuando el profeta se abría paso a voces por entre el griterío del tráfico—. No sé si el alma se encuentra en el paladar de Francia. Lo que es indudable es que no está en eso que bebe usted, señorita.
Así era Diego, un caballero de los de entonces, diestro en esgrima verbal y no sólo en ésa, experto en ángulos de sombreros y piernas cruzadas, y propietario de un estilo resultón que no era tanto indicio de gran personalidad como el resplandor de algo lejano, relámpagos sin trueno en el horizonte: la prueba de que había estado en lugares distintos.
En realidad habían sido muchos y muy distintos: La Haya, Sofía, Atenas, La Habana, La Paz y Tánger; toda una lista de lugares exóticos que, sin un gran puerto de partida para el relumbre por contraste, confirman a cualquier viajero como un segundón. Alguien incapaz de alcanzar las grandes capitales, probablemente adiestrado desde la cuna para cederle nombre, dinero y lugar en la mesa a un hermano mayor, y que precisamente por eso ha elegido la diplomacia como medio de alejarse, igual que otros se hacen navegantes o les da por la morfina.
Y ésa era la diferencia: así como a su padre no le había quedado más salida que el vía crucis diplomático por esa ristra de ciudades de las que nunca ha salido un embajador en París, ni siquiera en la Santa Sede, Diego las había conocido sólo en las vacaciones de verano de su colegio en Inglaterra, y ese permanente viaje tenía varias ventajas. La primera, apartarle a tiempo del sistema de humillaciones de los internados ingleses que, dejados en libertad, pueden ir mordiendo en la autoestima de un hombre hasta dejarlo en mesa. Y la segunda, alejarle en esos mismos colegios del tedio de la vida diplomática: un modo de vida codicioso, capaz de tragarse a cualquier pariente, amigo, acreedor o amante que se encuentre a menos de veinte kilómetros a la redonda, y que en unas pocas semanas convierte a un héroe de guerra, pongamos por caso, en un edecán sólo apto para retirar sillas y colocar capas sobre hombros a la salida de los bailes.
De modo que los inviernos entre el viento de los acantilados garantizaban el aprendizaje de conceptos esenciales para comprender la época, a saber: que el sistema británico de castas está determinado por el modo de pronunciar la a. Que en una sola libra conviven con naturalidad onzas y peniques. Y que jamás —jamás— una miga de pan debe entrar en contacto con la yema de los huevos del desayuno.
Los veranos, en cambio, equilibraban tanto racionalismo anglosajón e introducían algo de cordura. En Atenas Diego pudo desarrollar una saludable antipatía por lo que no era entonces más que la prehistoria del turismo: alemanes eruditos posando con gesto de conquista ante las ruinas, cada uno con su Leica a modo de monstruosa deformación del ombligo. En un pasillo oscuro de Sofía le fue arrebatada la virginidad, ya que no la inocencia, por una cocinera cuyo olor a ajo y leche agria parecía de nacimiento, y que pretendió quedar embarazada: para su gran asombro, su padre le excusó. «Déjale, mujer», le dijo a la embajadora,«quien no se la corre de soltero, se la corre de casado». La embajadora echó a la cocinera y miró atónita a su hijo, buscando a distancia las magulladuras que semejante episodio tenían que haber dejado tras de sí. En Tánger su padre vivió al fin uno de los sueños de grandeza con que sueñan los diplomáticos cuando son cachorros y salvó a un hombre que iba a ser lapidado por la multitud: Mohamed. Ahora Mohamed servía la mesa sin meter en los platos ni el borde de los guantes y llevaba el alfanje al cinto como nadie, aunque en cierta ocasión en La Haya a las autoridades se les hizo difícil aceptar que Mohamed hubiese apoyado su alfanje en la nuez de un jardinero que se había permitido alzarle la voz a la embajadora. En La Haya Diego tuvo un domingo de agosto la revelación de que la eternidad cabe en una tarde.
Y en La Habana... gracias a La Habana Diego pudo alargar un par de horas aquel primer encuentro de café con Camila Mallarino, y repetirlo al día siguiente, y después seguirla hasta las carreras de Deauville. Gracias a no asombrarse de que una tresmarina hablase un inglés tan perfecto como el suyo —de hecho tardaron hasta veinte minutos en saber que compartían el español, aunque no el acento: las jotas de las que ella prescindía, él las acentuaba—, y sobre todo, si hubiese que resumir, a la naturalidad de Diego en comprender que la crianza doméstica de los monos necesita espacio; mucho espacio. Esa rapidez, como era novedad, la impresionó.
No hacía mucho tiempo que, en lo que con el tiempo alguien llamaría «los años niños», en Tres de Marzo las calles aún no habían sido numeradas para que cupieran[2], y llevaban nombres largos, de los que no se pueden leer desde un coche en marcha: calle del siete cueros, de las cunitas, o cuesta de los monos, también llamada de la salida porque de allí, de la casa de los Mallarino que compartía la manzana con el convento de Todos los Santos, salían y salen aún los presidentes radicales a tomar posesión en el congreso, todos los tres de marzo a las dos de la tarde, así llueva, truene o relampaguee. Por lo general comienza a llover sobre las tres y media; a las dos, en la calle de la salida corren las sombras de nubes malhumoradas y el viento levanta las colas de los fracs y obliga a las señoras a sujetarse la pamela.
En cuanto al nombre de los monos, que ya no usan ni los tresmarinos más viejos, se debía a que en un patio trasero vivieron más o menos hasta la guerra con el Perú los últimos de una dinastía de chimpancés que el viejo Mallarino estudiaba de cerca para sacar graves y a la vez optimistas conclusiones sobre la naturaleza humana. Su momento estelar le llegó en un congreso de frenología en París, justo antes de la Gran Guerra, cuando quiso demostrar que los monos carecen de soberbia, pudor, apego a las copas de sus árboles y orgullo por el nombre, y por tanto cabe una esperanza para los seres humanos. Pero cometió el incomprensible error de elegir, como contrastes humanos, a personajes de la historia de Francia (buscaba la claridad), y en venganza la asamblea negó sus evidencias.
En realidad Camila utilizaba a los monos de su casa de Tres de Marzo como conejillos de una prueba en la que sistemáticamente se estrellaban todos aquellos a quienes iba conociendo. Por lo general, bien educados jóvenes del cuadrilátero París, Londres, Budapest y Viena —aire atlético, sonrisa moderada, rectas impecables en el pelo y los pantalones y, a veces, Bugatti frente a la puerta—, que no lograban hacer coincidir la lentitud en la caída de ojos de Camila y la densidad de sus pestañas con la realidad un tanto brusca de la existencia de simios en el patio de su casa. Era como si de pronto se supiera que su padre domaba serpientes o traficaba con armas.
Ese simple dato de los monos tenía la facultad de transformar a Camila, de refinada orquídea cultivada en los mejores invernaderos de Europa, en atracción de circo: una suerte de mona muy bien depilada a la que hubiesen adiestrado para limpiarse los labios y beber sin ruido. Nada más averiguar que Camila criaba micos (en realidad eran chimpancés), los jóvenes elegantes sufrían a su vez una peculiar transformación, dejaban de hablar de polo y de ópera, de Florencia y de Venecia, dejaban de bailar el vals en la lentitud de sus modales, e iban precipitándose por un abismo de curiosidad que terminaba por dejarles en evidencia. Pues lo de los monos tenía la facultad de desatarles las glándulas del lugar común. Oían monos y, automáticamente, soltaban la retahíla prevista de preguntas sobre haciendas, plantaciones, esclavos y capataces con patillas triangulares y oro en la crueldad de la sonrisa.
Camila no lo ponía fácil, además. Sin otra pausa que la necesaria para que les vinieran las primeras imágenes de tiros, ríos, selvas y revoluciones, sin ni siquiera explicarles dónde estaba Santiago, un país que a los más listos les sonaba de informes bancarios o remotas clases de geografía, y a la mayor parte simplemente no le sonaba, Camila estiraba aún más su cuello de escultura, dejaba caer las pestañas perezosas, e introducía en la conversación a Victor Hugo, Balzac y Madame de Sévigné: sus gruñidos del amanecer, sus olores ácidos, sus evidentes aunque mudos diálogos con la lluvia de la tarde, sus amores delicados: cómo el tercero se guardaba de mirar cuando los otros dos... su inapelable muerte por nostalgia tras las rejas de la jaula.
Camila esperó pues a la tercera tarde con Diego para tender sus redes:
Hipódromo de Deauville hacia el final de la temporada. Nubes negras acercándose desde Inglaterra. Ocres y rojos ya de otoño. Caballos que parecen jóvenes príncipes lanzando miradas y exhibiéndose bajo el leve peso de jockeys con aspecto de insectos. En torno, elegantes.
Diego y Camila han presenciado codo a codo las dos primeras carreras, han apostado juntos en la tercera por Audace, les gustó el nombre, y sin embargo no deben de seguir muy de cerca su esfuerzo porque, en el momento en que Courrier le arrebata la cabeza, Diego se queda englobado, ausente. Piensa en los monos, lejos. Piensa en Victor Hugo, Balzac y Madame de Sévigné, de los que acaba de hablar Camila con estratégica inoportunidad y, por alguna misteriosa razón, ni a sus palabras ni a sus ojos asoman los tópicos en los que tropezaron antes todos los sometidos a esa prueba. Tampoco, es cierto, aparece la ensoñación de la aventura, ni la imaginación que ve las acrobacias de los monos y al tiempo intuye su melancolía de prisioneros. Lo que aparece es una admirativa comprensión de todo el espacio que se necesita en una casa para que la desvergüenza de los chimpancés y su afición a vociferar al alba no alcancen a molestar a nadie.
Sucede que Camila Mallarino no está preparada para la novedad de que no la simplifiquen.
Grand Hotel d’Angleterre
5, Boulevard d’Italie
Deauville, 14 de septiembre
Querida misía Solita:
Al fin he conocido a un muchacho que creo que le gustaría: es educado, de buena familia, y además muy buen mozo, aunque sé que este último dato no le va a gustar. Me lo presentaron en una recepción en la embajada de Chile, hará una semana; desde entonces no hemos dejado de vernos. Nos ha seguido incluso hasta Deauville, adonde viene todo el mundo por estas fechas para las carreras de caballos. Están mi tío Emiliano y mis primas, y están las Arboleda, los López Pizano (dicen que a lo mejor viene el presidente), las Cajiao, y las Rodríguez Angulo, que se alojan en el Hotel de la République y no en el Hotel d’Angleterre, el nuestro, que es mucho menos nouveau riche, más de gente decente.
Hace un tiempo parecido al de diciembre en Tres de Marzo, con viento, nubes oscuras (más chiquitas las de acá) y chaparrones que obligan a suspender las carreras, como ayer, cuando ya habían salido los caballos, y arruinan los sombreros si uno se descuida. Pregunté por qué no organizan las carreras en mayo, por ejemplo, y me dijeron que en primavera llueve todavía más acá, en Normandía. Pero es rico. Me recuerda mucho a Tres de Marzo y los paseos por la finca, y el regreso corriendo para tomar chocolate con queso, y pan de yuca y almojábanas, y luego las partidas de canasta frente a la chimenea.
Aquí también jugamos, por las noches, sobre todo al bridge. Deberíamos organizar unas olimpiadas porque los europeos son muy malos y les damos unas muendas terribles. O dejarnos jugar por plata... (tranquila, ya sabe que mi mamá nunca me dejaría: a veces nos dan permiso para entrar en el casino que está en el Hotel de la République, al lado del nuestro, pero con tan pocos francos que nos tenemos que salir a los diez minutos. Los grandes, en cambio, creo que apuestan un jurgo: dicen que el Chato Uribe perdió el otro día su finca de Tulo).
Bueno, misía, la dejo pues me tengo que cambiar para ir a comer. «Para ir a zenar», diría Diego, el muchacho de quien le hablo. Se llama Diego, ¿sabe?, y es un español muy español que pronuncia las ces y las zetas completicas. Y es buenmocísimo. Ya sé que no le gusta que le diga esas cosas, pero sé también que no se me va a poner brava estando las dos tan lejos.
Reciba todo el cariño de quien la añora,
Niña Camila
X. ¿Sabe lo que me gustó de él? Que no me miró raro cuando le hablé de Victor Hugo, Balzac y Madame de Sévigné. Fue ayer, en mitad de las carreras, antes de la lluvia. Un 13 de septiembre. Espero que no vaya a ser de mal agüero.
¿Qué tal están los micos? ¿Y los pájaros? ¿La perra ya fue mamá? Cuénteme cómo son los perritos. Y sobre todo: ¿qué sabe de doña Jimena? ¿Le dan bien de comer? ¿La sacan a pasear? Aunque ya sé que a usted no le es fácil saberlo desde Tres de Marzo, por favor, misía Solita, hágalo por mí: averígüeme qué tal le va. Cuando traigan cosas de la finca, mándele decir a Cristódulo que me hagan el favor de sacármela a pasear todos los días. ¡Pero sin montarla, que son capaces de dañarle el paso!
Camila tenía entonces veinte años, un carácter propenso a los entusiasmos y unas muñecas de bailarina en las que no dejó de reparar Diego, mientras barajaban las cartas, imaginándolas en la cabecera de un banquete o elevándose ingrávidas hacia los labios de los cien mil diplomáticos, ministros y directores de orquesta que han de besar las manos de una embajadora a lo largo de toda su carrera. Camila aprobaba el examen del besamanos con la máxima nota.
Igual sucedía con su figura («Tenés tovillos de shegua fina», le había dicho Serapio Urrutia, de los Urrutia de Buenos Aires), sus modales (ni siquiera se le ocurría mostrarlos) y su gusto en el vestir: irreprochable o al menos muy parecido al de Diego.
Lo que a éste le chirriaba un poco en los ojos —pese a que era propenso a consolarse con lo de que no se puede pedir todo— era justamente la insuficiencia de esas cualidades a su alrededor. Pues Camila iba envuelta en un grupo donde cada uno era manifiestamente de su padre y de su madre y sin embargo todos parecían tener un interés especial en pasar por ingleses. También por franceses, pero esto quedaba un tanto alejado de las posibilidades de la mayoría a causa del aristocratizante acento que como es notorio hay que inculcar desde la infancia. Sólo unos pocos hablaban la lengua de Molière —también eran proclives a ese tipo de lugares comunes—, y entre otros el padre de Camila, don Aníbal Mallarino, el de los monos, que se había especializado en París en enfermedades tropicales. Pero incluso en un país aficionado al exotismo y obsequioso con los espléndidos costaba hacer pasar por franceses cierto tostado de la piel, un pelo liso como la lluvia, o nombres que al principio parecían de broma: Aristóbulo, Bastián, Arquímedes, Calímaco o Zoila, la madre de Camila: una señora inglesa hasta la perfección, desde el amor a las perlas a su antipatía por la sal, cuyo máximo honor en vida había sido asistir al jubileo de la reina Victoria.
Todo ello hubiera podido pasar por peculiaridades, matices de salón, de no ser, según comprobó pronto, por una forma astuta y delgada de razonar que no servía para saber sino, más bien, para sobrevivir.
Una especie de desconfianza ante el mundo. Y una desconfianza que a la vez procuraba disimularse, esconderse detrás de modos un tanto barrocos: grandes abrazos, títulos rimbombantes, «¡Mi eminente y queridísimo doctor!», se saludaban al entrar al comedor para el desayuno, ademanes de cierta pompa que parecían querer mimar una radionovela.
Como don Pancracio Rodríguez, el rey de cobre según su título más frecuente en los periódicos, que se hacía vestir, llevar y hasta escoltar por un ejército de criados tan nutrid