Alguien dice tu nombre

Luis García Montero

Fragmento

El calendario del bar está detenido en el tiempo y en el espacio. Nada cambia, nadie puede escaparse de aquí. Marca el diecinueve de abril. No han pasado por él ni los últimos once días de abril, ni mayo, ni junio. Como luego me señaló Vicente Fernández, tampoco han pasado los últimos doscientos cincuenta y seis días de mil novecientos sesenta, ni mil novecientos sesenta y uno, ni mil novecientos sesenta y dos, ni los primeros ciento ochenta y un días de mil novecientos sesenta y tres. Soy de letras más que de ciencias y me gusta escribir con letras los números... aunque cuando escribo poesía cuento con números las sílabas. Vivimos en un tiempo detenido, once sílabas, eso es un endecasílabo. Ángel con grandes alas por cadenas, otro. Tienen once sílabas.

Estamos a uno de julio de mil novecientos sesenta y tres. Ese calendario antiguo, casi prehistórico, es una buena metáfora de que vivimos en un país paralizado. Supongo que voy a tomar muchas veces café en el bar Lepanto de la calle Lepanto durante los próximos tres meses. Está junto a la oficina de la editorial Universo. Mi profesor de Literatura me dijo que aprender a escribir es como aprender a mirar, como conseguir ver las cosas necesarias para encontrar un sentido. Yo miro un calendario al que han dejado de cambiarle las fechas y pienso en un país seco, en una ciudad calurosa y detenida, en una existencia sin futuro. Un marco de madera con casilleros, números para los días y tablas con el nombre de los meses. Casi se agradece este viejo armatoste. Son muy rancias las fotografías de los calendarios que inundan los bares y los talleres.

Por lo menos aquí no hay imágenes de ninguna procesión de semana santa, de ninguna virgen, ningún santo, ninguna actriz de cine, ninguna mujer hortera con una botella de coñac Soberano, que es cosa de hombres. Me gusta quitarle las mayúsculas a la iglesia. Mi profesor de Literatura dice que para ser escritor es bueno elegir tus manías. Da personalidad, mundo. Un artista es un maniático. Juan Ramón Jiménez escribía con j las palabras que todo el mundo escribe con g: antolojía, jente, jeneración, relijión. Hace daño a la vista, pero de eso se trata, de escribir y hacer daño. Soy el dueño de unas premeditadas faltas de ortografía. Algunos profesores me afean que no escriba con mayúscula la palabra dios. Pero es mi manía, mi insolencia. En el pueblo tengo fama de insolente. Quiero tener fama de insolente también en la literatura.

Un armatoste con apariencia de dignidad. Pero sin tiempo. El bar Lepanto se llena de buscadores de agua y de café, Vicente Fernández los saluda, la gente viene y se va, pero por allí no pasa el tiempo. Soportamos el calor y la sequía de un verano paleolítico, espeso y descabezado. A mi profesor de Literatura le gusta Valle-Inclán porque sabía crear series inolvidables de tres adjetivos. Madrid era absurdo, brillante y hambriento. El Marqués de Bradomín era feo, católico y sentimental. Pues el verano de esta ciudad es como su vida: marchito, espeso y descabezado. No pasará el tiempo, nadie arrancará hojas del calendario, seguiremos en el mismo día, en el mismo mes, en el mismo año. Da igual que empiece el curso nuevo, que llegue el frío, que la Sierra amanezca blanca de nieve, que mis padres vayan envejeciendo, que soporte más clases de Latín o de Historia de la Lengua en la facultad de Filosofía y Letras. No pasará el tiempo y habitaremos una ciudad paleolítica, espesa y descabezada, una ciudad sin futuro, clavada en un calendario que no puede moverse.

Está bien como metáfora para empezar mis historias de este verano. Hoy, uno de julio de mil novecientos sesenta y tres, lunes, he subido las escaleras de la oficina de la editorial Universo. Penumbrosas, gastadas y asmáticas, así son las escaleras del número siete de la calle Lepanto. Estaba citado a las doce con Vicente Fernández. La secretaria, una señora amable, interrumpió su conversación telefónica para decirme que don Vicente había bajado a tomar café. Me dio a elegir entre esperarlo allí o ir a buscarlo al bar Lepanto. Decidí que el bar era una opción más atractiva. El ventilador de la oficina sólo servía para remover la tristeza. La secretaria necesitaba concentrarse de nuevo en su conversación:

—Sí, me ha dicho que en Motril, ¿verdad? ¿Su nombre? Sí, por favor. ¿Su teléfono? En cuanto tengamos a un vendedor disponible se pondrá en contacto con usted. ¿Cómo? No, yo no dispongo de esa información, pero... En media hora. Claro. Gracias a usted.

Una estantería metálica, paredes con desconchones, olor a vejez y a papeles amarillos, dos puertas cerradas, una secretaria que habla por teléfono y unas butacas en las que da miedo sentarse... No hacían falta más motivos para bajar a conocer el bar. Eso, y que no había desayunado. Mi profesor de Literatura es partidario de utilizar de manera inteligente el humor cuando se escribe de cualquier cosa. Hay que aprovechar la sonrisa incluso en los momentos más tristes. Escribir es seducir. Humor con lágrimas, humor con hambre y café con leche.

Bajé al bar para encontrarme con un calendario detenido el diecinueve de abril de mil novecientos sesenta. ¿Qué hice yo aquel día de hace tres años? Mi profesor de Literatura insiste en que escribir es negociar con la memoria. Yo tengo buena memoria, no sirvo para olvidar, me acuerdo de los favores y de los daños. Mi madre opina que no olvidar las ofensas es propio de rencorosos. Yo no soy rencoroso, perdono, pero no olvido. No me gusta don Mateo, el profesor que pudo perfectamente echarme de clase el diecinueve de abril de mil novecientos sesenta, porque me tomó manía y me expulsó cinco veces y media durante los dos cursos en los que tuve que soportarlo. Cinco veces y media. Un día me echó, y luego se arrepintió y salió a buscarme al pasillo para que volviese a entrar.

—Venga, León, que no quiero echarte, que hoy es tu onomástica.

No sé si fue el diecinueve de abril de mil novecientos cincuenta y nueve o de mil novecientos sesenta. Me expulsó de clase y luego me perdonó, porque era el día de mi santo, diecinueve de abril, el mismo día que cuelga para siempre en la pared del bar Lepanto. Todos los días son el día de mi santo, o mi onomástica, como decía el pedante de don Mateo. Prometo no escribir más la palabra onomástica. Adiós, onomástica, adiós. ¡El día de mi santo! Hasta los que no creemos en los milagros estamos obligados a reconocer la misteriosa compañía del azar. Adiós, don Mateo, quédese usted para siempre encerrado en las aulas del instituto, quédese con mi onomástica y mis expulsiones, que yo he aprobado aquí mi primer curso en la Universidad.

El camarero dice que se quedó viudo el diecinueve de abril de mil novecientos sesenta y que desde entonces su vida perdió sentido. Se ha plantado en el día de mi santo. Vaya casualidad. Aunque yo prefiero no relacionar esa quietud con la muerte, sino con la falta de vida. No es lo mismo. Los muertos están en los cementerios, rodeados de flores o de olvido. La falta de vida sale todos los días a la calle, va a trabajar o a estudiar, toma café en los bares y se nos mete en el cuerpo a la hora de pensar y de soñar. No soy rencoroso, pero tampoco quiero callarme. Nadie puede cerrarme la boca en algunas ocasiones. No estoy domado como un mulo o como mi padre. Me resisto a obedecer. Mi padre maldice el día en el que me puso León. Está convencido de que mi nombre ha marcado mi carácter.

—Así que tú eres León Egea Extremera. —Sí, don Vicente.

—Puedes quitarme el don. Yo voy a ser un compañero tuyo más que otra cosa. El jefe se llama don Alfonso y lo vas a ver poco por la oficina este verano. ¿Quieres un café?

Sí, y media tostada. Parece buena persona, demasiado buena persona. Uno de esos hombres que nunca se meten en problemas. Conoció a mi profesor de Literatura cuando la editorial Universo publicó su manual. Ha sido un buen enchufe para conseguir este trabajo de verano, una oportunidad que me ilusiona y me hace falta. Algo más que le debo a sus clases y a su forma de pensar. Pero no creo que mi profesor y Vicente sean de verdad amigos, porque tienen un carácter muy distinto. Este hombre habla sonríe y calla con los modales respetuosos y algo domados de un vendedor. Es simpático, oye, atiende, procura asentir pero cuando uno se lanza a contar su vida, alguna historia, algún acontecimiento, da un paso atrás y dice que eso no necesita saberlo. Será que le incomodan las confianzas con un recién llegado.

Hago memoria aquí del encuentro y la primera conversación con él para ir perfilando mis impresiones. Nos sentamos en una mesa para que yo desayunase con tranquilidad. El camarero viudo me sirvió a cuenta de Vicente un café con leche, media tostada con mantequilla y un vaso de agua que llenó con una garrafa de Lanjarón. Hoy han cortado el agua del grifo a las once y media de la mañana. Para una ciudad sin tiempo nada más apropiado que la sequía. Pero yo no me quejo de mi suerte. He desayunado bien. Vicente es generoso, aunque le falta un poco de espíritu. Empecé a hablar demasiado por simple gratitud, contento con el desayuno y el trabajo. Cuando le comenté algunos detalles de mi vida, la amistad con el profesor de Literatura, las dificultades con el cura que nos da clase de Latín, los temores de mi padre, la conveniencia de no volver este verano al pueblo para evitar otra discusión con el alcalde, Vicente se limitó a decir:

—Eso no necesito saberlo.

Me quedé cortado por su despego, pero él esbozó con toda naturalidad una sonrisa y empezó a hablarme del trabajo. La editorial Universo acaba de publicar una enciclopedia en tres tomos. La campaña de publicidad que han contratado en el periódico afirma que la Enciclopedia Universo es una fuente de sabiduría y una ayuda imprescindible para cualquier familia con niños en edad escolar. En este país, opiné yo, todos somos como niños en edad escolar, hasta las personas de más de cincuenta años. Nadie sabe nada. Estamos dominados por la ignorancia. Vicente me dijo que ésa podía ser una buena línea de trabajo, pero que era mejor tener cuidado con la explicación de las cosas. No conviene insultar, quejarse, hacer una crítica a la situación de analfabetismo que padecemos, quedar por encima de los demás como si el vendedor fuese de listo en un pueblo de tontos. Da mejor resultado hablar de manera optimista, empeñarse en la ilusión de mejorar y ayudar a que el país avance, a que los hijos progresen, a que toda la familia haga bien sus deberes. Hay que abrir puertas, ofrecer un rayo de luz. Le aseguré que me daba por enterado.

Subimos después a la oficina para seguir con las explicaciones. Me presentó a Consuelo Astorga, la señora que trabaja de secretaria, y entramos en el despacho que vamos a compartir. El calendario en la mesa de Consuelo y el almanaque que cuelga de la pared están al día. La oficina parece menos viva que el bar, pero nadie ha decidido encerrarse en una fecha. El mes de julio recibe con los brazos abiertos a su nuevo personaje, aspirante a llenar de enciclopedias los pueblos y aldeas de la provincia. Consuelo trabaja en el recibidor, una habitación no muy amplia, pero que da para las dos butacas, una estantería con obras editadas por Universo y una mesa en la que ella atiende a las visitas y pasa las llamadas telefónicas. La puerta del despacho de don Alfonso parece que va a estar cerrada durante todo el verano. Mejor para mí, porque no suelo llevarme bien con la autoridad. La habitación que voy a compartir con Vicente tiene una ventana que da al patio interior. Durante el invierno olerá a cocido como ocurre con las ventanas interiores de mi piso. Pero ese olor no me despertará las ganas de comer en octubre porque habré dejado ya la oficina. Hoy sólo se ha escapado de la vecindad una emisora de radio. La habitación tiene una mesa de reu niones, cinco sillas, otra estantería llena de libros y tres ficheros grandes que ordenan la información del ancho, sediento y compungido mundo granadino entre la A y la G, la H y la O, y la P y la Z. Hay también una puerta que da a un baño con un espejo, un lavabo y una taza de váter. Todo está limpio, pero maltratado por la vejez. Ni siquiera el espejo muestra interés en reflejar la cara de quien se lava las manos enfrente de él. Un voluntarioso desinfectante compite con los olores turbios que llegan desde el interior del edificio. La observación es otra cualidad imprescindible para un escritor y una necesidad para quien quiere saber cómo va a vivir en los tres próximos meses. Éste será mi reino antes de que empiece el nuevo curso universitario.

El trabajo es sencillo. Se trata de atender el teléfono cuando llamen los incautos que se dejen atrapar por los anuncios de la prensa. Vamos a intentar venderles la enciclopedia. Si caen de primeras, basta con rellenar la ficha de clientes y dar las gracias. Si dudan y se muestran indecisos, hay que ofrecerles una visita personal a sus domicilios para mostrar los libros. Llegar, ver y convencer. No cabe dudar de las ventajas que una fuente de sabiduría sobre el universo aporta a cualquier hogar, escuela, biblioteca, oficina o ayuntamiento. Creo que los viajes serán lo más interesante del trabajo. El conocimiento de la condición humana y de los pueblos de España, según mi profesor de Literatura, resulta imprescindible para alguien que quiera dedicarse a escribir. La experiencia es el mayor alimento de la mirada. Aprender a escribir es aprender a mirar.

Todo en orden. Todos contentos. Yo no quería volver al pueblo durante las vacaciones y ahora, por suerte, tengo un trabajo que me permite quedarme este verano en la ciudad. Mi padre quería evitar problemas con el alcalde y ha sido un descanso para él que se aleje el peligro, es decir, que me aleje yo. La casera está de acuerdo con dejar la habitación a mitad de precio ya que en estos meses los estudiantes abandonan la ciudad y el negocio se le viene abajo. Ahorraré dinero para los libros del próximo curso. Y voy a sacar provecho de una experiencia sobre la realidad para mi formación de escritor. Pienso aprender a mirar, ejercitar la memoria, cultivar la capacidad de observación, elaborar series de tres o cuatro adjetivos y practicar el humor. Después de haber conocido el ambiente de la oficina y con los viajes por la provincia a la vista, creo que la práctica del humor inteligente me va a resultar fácil. Ahí están los personajes y los negocios humildes de un tiempo detenido, un calendario sin días y unos grifos sin agua. No hará falta ser muy listo para ir de listo y llenar de buenos humores las páginas de este diario. Contaré las aventuras y desventuras de un futuro escritor en este verano seco, caluroso, paleolítico y desatinado de mil novecientos sesenta y tres.

Vicente Fernández Fernández no es ni alto ni bajo, ni gordo ni delgado, ni inteligente ni tonto, ni agradable ni desagradable, ni amigo ni enemigo, ni joven ni viejo. Aunque llevo una semana trabajando con él, resulta difícil hacerse una opinión. Pero ¿por qué hace falta tener una opinión de alguien? Bueno, nunca está de más saber con quién trabajas, quién te da consejos, quién te invita a café. Pero es que, además, cuando uno quiere ser escritor necesita profundizar en la condición humana. Eso repitió muchas veces Ignacio Rubio, mi profesor de Literatura, mientras explicaba Misericordia de Galdós. La condición humana es siempre el punto de llegada, el premio de las palabras que saben tejer una tela de araña.

Desde que nací he conocido a muchas personas, cada cual con su nombre y su carácter. Conozco más morenos que rubios, más delgados que gordos, más bajos que altos. Todo eso no es importante. Mi madre divide a la gente en buenos y malos, los que tienen un corazón de ley y los que viven con la leche agria. Pero la realidad depende de otro tipo de divisiones. Más que la mala o la buena leche, lo decisivo es la jerarquía, el poder. Al final están los que mandan y los que obedecen. Claro que caben los matices, y a mí me gusta la gente que no quiere mandar ni quiere obedecer. Da igual el bando en el que hayan caído por nacimiento. Me llevo bien con los que mandan sin querer mandar y con los que no saben obedecer, aunque en muchas ocasiones tengan que morderse la lengua. Esto es un ejercicio de introspección. De vez en cuanto voy a ensayar también el ejercicio de conciencia.

Sé que puedo llegar a sentir cariño por Vicente, ya que nunca intenta humillar a nadie, ni va de jefe por la vida. Entre las personas que quiero, estoy ya acostumbrado a respetar a los que han nacido para obedecer. Eso lo asumo, lo acepto, resulta lógico después de haber nacido en mi pueblo y de tener un padre como el mío. Pero dejando a un lado el cariño, confieso que sólo admiro de verdad a las personas que se niegan a obedecer. Pedro el Pastor no supo obedecer y le partió su bastón en la espalda al hijo del alcalde. Yo tampoco sé obedecer, me cuesta mucho trabajo callarme o estarme quieto. Me encierro con los libros para vengarme de las injusticias sin crear problemas. Mi padre se da cuenta de las cosas, se apiada de Pedro el Pastor, pero baja la cabeza, da las buenas tardes y sonríe. Teme decir lo que piensa, desatar un conflicto. Repite que él no sabe leer, pero que la vida tampoco es una novela, que las muertes, las palizas y las detenciones son de verdad.

Sospecho que Vicente forma parte de ese tipo de personas que cumplen con su trabajo sin meterse en problemas. No tengo una opinión muy clara. Le cuesta trabajo hablar, comentar las noticias del periódico, contar su vida. Es amable, intenta parecer educado, pero su silencio impone una distancia, una falta de espontaneidad. El silencio de los que callan sin guardar secretos no tiene que ver con la sinceridad, sino con el miedo. Es una precaución. Parece como si temiera cualquier imprevisto. Extraña que sea un hombre de mundo, que haya viajado, que conozca París. Hay ocasiones en las que uno piensa que en realidad nunca ha salido de la oficina. No es más que un buen hombre dispuesto a soportar las horas tediosas en la mesa de trabajo, el vaso de agua en la cafetería Lepanto y el runrún de los motores del servicio provincial de autobuses.

Casi todo lo que sé de él me lo ha contado Consuelo. Y tampoco sabe mucho. Vicente nació en Moraleda de Zafayona, acaba de cumplir cuarenta y cinco años, está casado, siempre va pulcro, con una chaqueta azul oscuro durante el invierno y una chaqueta beis en el verano. Yo sólo conozco la chaqueta beis, pero dice Consuelo que en invierno mantiene la misma fidelidad a su otra chaqueta. Llega a la oficina, saluda, repasa la lista de llamadas, se seca el sudor de la frente con un pañuelo blanco, se estira las mangas de la camisa, ordena sus folios y su pluma y abre el fuego, empieza a soportar las dudas de los clientes con una amabilidad sumisa, repetitiva y claustrofóbica.

—Sí, mucha información sobre la crianza de conejos y gallinas, sí señor. Es como tener un veterinario en casa. Claro, así es, para eso sirven las enciclopedias. Es que ahora hay enfermedades que no se han visto nunca, plagas que arruinan un corral en dos días. ¿Hijos? Les aprovechará saber quién era santa teresa de jesús o don Juan de Austria...

La Enciclopedia Universo, anunciada en el periódico como un resumen jerarquizado de toda la sabiduría antigua y moderna, contiene muchos datos sobre don Juan de Austria, la capital de Noruega, las enfermedades de la remolacha, las técnicas de caza, la cría de jilgueros y hasta sobre las buenas prácticas de una sexualidad familiar sana. Vicente Fernández se seca el sudor con el pañuelo blanco, da explicaciones, enumera las ventajas de la cultura, ofrece datos, apunta nombres, insiste hasta donde aconseja la amabilidad, cierra con alegría un contrato, asume con paciencia un fracaso y anota la dirección y las posibles fechas de las visitas.

—El martes o el miércoles de la semana que viene. Está bien. Por supuesto. Yo le dejo el recado ahí, en el teléfono del estanco. Muchas gracias, don Pablo. De acuerdo.

Vicente no es gordo, ni delgado, ni alto, ni bajo, ni joven, ni viejo. Cuando está en el bar, mientras habla con el camarero viudo o pide una cerveza para bendecir el final de la jornada de trabajo, Vicente parece un hombre normal, corpulento, más o menos de mi estatura, con signos de una juventud todavía reconocible. Pero cuando habla con algún cliente, o se calla ante cualquier comentario hostil, o reacciona para murmurar con una distancia precavida esa frase estúpida de no necesito saberlo, Vicente se encoge, engorda, envejece. Da pena ver cómo dice adiós al final de la tarde y se marcha hacia su casa, refugiado en sí mismo, con pasos torpes, su cartera negra en la mano y todo el peso del calor de la ciudad encima de los hombros. Es de ese tipo de personas a las que siempre le hacen daño los zapatos.

Parece mentira que haya vivido durante cinco años en París, la ciudad de los filósofos, el cabaret y la libertad. Dice Consuelo que estuvo allí hasta mil novecientos sesenta.

Después regresó a España, se casó con una madrileña y encontró trabajo en la editorial Universo. Tardé poco tiempo en comprender que esta oficina no es la verdadera sede de la editorial. Demasiado pobre, demasiado muerta, demasiado intranscendente. Ignacio Rubio, mi profesor de Literatura, me encontró trabajo en una simple delegación de provincias. Por algo se empieza. Tal vez un día me reciban en un despacho de la Puerta del Sol. La sede buena está en Madrid. Allí van los escritores, allí se firman los contratos y se trazan los planes de las grandes obras. Aquí sólo ponemos anuncios en el periódico local, hablamos por teléfono y programamos viajes en autobús por carreteras tortuosas.

Ni siquiera cobramos los recibos de las ventas a plazos. La oficina central ha firmado un convenio con una asociación de suboficiales, guardias civiles y policías nacionales retirados. Ellos cobran los recibos mensuales para adecentar con un modesto estipendio la paga raquítica de su jubilación. Tiene gracia tanta autoridad venida a menos, tanto ordeno y mando convertido de buenas a primeras en amables visitas para el cobro de un recibo. Empiezo incluso a sentir pena del sargento Palomares, siempre a las órdenes del alcalde de mi pueblo y siempre dispuesto a darme una hostia en el cuartelillo. A saber cuántos recibos de enciclopedia necesitará cobrar en el futuro. Pedro el Pastor cuidaba mejor a su perro que el alcalde a su sargento.

Mi profesor de Literatura dice que es conveniente distanciarse, usar la inteligencia para no convertir la escritura en un desahogo. El ejercicio de conciencia supone una operación de distanciamiento. Nada alcanza valor si no conseguimos un diagnóstico profundo de la condición humana. Vicente pasó por París como emigrante, condenado a sentirse lejos, a mirar todas las cosas con resquemor. No aprovechó la ciudad, se encogió y prefirió trasladarse a Madrid. Siguió encogiéndose, engordando, envejeciendo, y acabó en una delegación provinciana, muy cerca de Moraleda de Zafayona, su pueblo, sin más aspiraciones que no enterarse de nada, sólo de lo imprescindible. Y no decir nada, sólo lo imprescindible. Vicente Fernández gasta un alma de oficinista. Sería feliz si no tuviese que levantarse de su mesa, si pudiese limitar su tarea a sostener conversaciones pacientes y telefónicas a favor de la sabiduría universal. Sospecho que sufre como una verdadera tragedia el viaje que se nos avecina en el Corto de Loja. Sólo hay un misterio en lo que se refiere a su metódica existencia. Es el misterio de la oficina. Consuelo no sabe dónde vive Vicente Fernández Fernández. Hasta sus apellidos son una repetición. Cuando se va de la oficina o del bar Lepanto, con su andar pesado y su cartera negra, sale rumbo a lo desconocido.

Consuelo Astorga también tiene un aire incierto. Conviene utilizar con precisión las palabras. Mucha gente usa la palabra incierto para decir que algo es falso... y se equivocan. Yo no quiero decir que Consuelo sea falsa, sino que es difícil verla bien, porque su apariencia engaña. Es una mujer indeterminada. El primer día me pareció una persona convencional, con modales de secretaria y peinado de señora que está muy cerca de los cincuenta años. Ni guapa, ni fea, porque sobre sus rasgos físicos dominaba su aspecto laboral, la apariencia modélica de su sonrisa y sus gafas, la corrección de su caricatura. Me recuerda a mi tía Rosario.

Gana mucho cuando hablas con ella y puedes mirarla de otra manera. Sí, cada día gana un poco más. No le he preguntado la edad, pero ahora creo que está más cerca de los cuarenta que de los cincuenta. La tristeza de sus ojos no nace de ella. Se la contagian las flores de plástico, el ventilador inútil, las butacas, los papeles de su mesa, los teléfonos, los archivadores, la oficina. Vicente vive con alma de oficinista. No creo que Consuelo tenga alma de solterona. Pero está avasallada por la situación. Se parece mucho a mi tía Rosario, que se quedó sin novio a los veinticinco años y tuvo que acostumbrarse a vestir santos. Consuelo no viste santos, pero ordena fichas, toma recados, afila lápices, insiste todos los días con el desinfectante en el baño, soporta los silencios de Vicente, es comedida a la hora de seguir un comentario, no se permite una broma, nunca entra en el bar Lepanto, llega antes que nadie a la oficina y cierra siempre la puerta porque siempre se va la última. Mi tía Rosario es morena y Consuelo rubia, pero tienen la misma cara, se parecen mucho. Sí, Consuelo es rubia, perfecta y olvidada.

Cuando me dijo que no se había casado, pensé enseguida en mi tía Rosario. La hermana de mi madre conserva sus modales de señorita, hija de un boticario, criada en una casa de la plaza grande, justo al lado de la iglesia. Mi padre dice que ha desayunado más campanas que pan con aceite. A mis abuelos no les gustó que su hija mayor se casase de mala manera con un campesino, habían previsto otro futuro para su descendencia. Comulgaron con ruedas de molino, soportaron el escándalo del embarazo de mi madre, se sintieron muy por encima de los comentarios de los gañanes y las beatas del pueblo, pero siempre miraron a mi padre con aires de superioridad. Después tuvieron la mala suerte de que su segunda hija se quedase soltera. Ya no supieron qué era peor, si una mala boda o la soltería de Rosario. A la pobre nunca le faltó trabajo. Se encargó primero de la enfermedad pulmonar del abuelo, después del derrame cerebral de la abuela y por fin, cuando mi madre montó la tienda de comestibles con el dinero de la herencia, se entregó una vez más a la familia. No es que fuese a despachar latas de atún o tomates. Ni siquiera había vendido cajas de aspirinas en la farmacia de su padre, eso de vender no iba con su carácter. Pero se encargó de mí, de prepararme la merienda, ayudarme con los deberes del colegio, arreglarme la ropa. Hizo de segunda madre, mientras mi padre estaba en el campo y mi primera madre en la tienda.

Hacer de madre por desocupación es más triste que un ventilador viejo en una oficina.

Discreta, perfecta, bondadosa, está en el centro de todo, pero como si estuviese fuera de lugar, como el niño que se pasea por la calle con una bicicleta prestada. La resignación marca su bondad, lleva dentro su soltería, le sale por los ojos una soledad íntima, la marca punzante de las criaturas que están de sobra en el mundo. Rosario no forma parte de la gente con la leche agria. Su mala suerte no agitó el odio, más bien cultivó la resignación. Desde que yo la conozco ha sido incapaz de darle demasiado valor a las alegrías o a las desgracias. Cuando empecé a sacar buenas notas y a destacar en la escuela, no demostró orgullo. Cuando le partí la cara al hijo del alcalde, no se enfadó. La vida es así, un conjunto de buenos y malos ratos que ella recibe en su casa, pero como si estuviese fuera de lugar, sin la obligación de decir la primera o la última palabra. Le basta con darse por enterada, mientras atiende cualquier afán menor en su modesta rutina.

Consuelo no lleva la soltería por dentro. Es más joven de lo que parece y sus ojos delatan con frecuencia interés por la vida, ganas de opinar. Incluso me mira con complicidad cada vez que Vicente hace un comentario extraño o guarda un silencio de los suyos. Nuestros ojos se encuentran y salta una chispa. La soltería se vive de forma distinta en una ciudad. Aquí dicen que todo el mundo se conoce, que Granada es un pueblo. Pero quien ha nacido en un pueblo de verdad sabe que se trata de una exageración. A mí no me conoce nadie por la calle, nadie sabe quién es mi padre, qué estudio o dónde trabajo. No, Granada no es un pueblo, y la soltería de Consuelo es distinta a la de Rosario, aunque se parezcan mucho, sean igual de perfectas y no rompan nunca las exigencias de su papel.

De Consuelo sé que está soltera, no tiene sobrinos y estudió mecanografía. No me ha contado cómo llegó a trabajar de secretaria en la delegación granadina de la editorial Universo. Cosas de la vida, murmuró, cambiando de conversación con un interés poco disimulado. Igual puse sin querer el dedo en la llaga. Detrás de la puerta cerrada de don Alfonso, el jefe, pueden esconderse muchas historias. Tal vez una historia de amor. La imaginación es otra virtud imprescindible para un futuro novelista, y a mí no me cuesta imaginar. Veo a Consuelo levantándose todas las mañanas, eligiendo su ropa de secretaria perfecta, una blusa estampada, una falda que le llega a las rodillas, con un aspecto de neutralidad calculada, pero guardando una pasión secreta por un jefe que la entretiene y que de vez en cuando le regala una tarde de amor rápido en la oficina o un viaje clandestino a los hoteles vacíos y las playas de invierno en la costa del Sol. Puede ser, ¿por qué no?

Llega el verano, don Alfonso es un hombre casado, cumple con su familia y desaparece para pasar las vacaciones en una playa llena de gente, con sombrillas y decencia, con niños, cubos, palas y paseos, y saludos, y mucho sí, sí cariño mío, sí mi vida, sí mi amor, cómo ha crecido Alfonsito. Consuelo Astorga esconde debajo de su blusa y de su falda un cuerpo todavía joven, capaz de mantener un amor adúltero con el jefe. Buenos pechos, buenas caderas, buenas piernas. Don Alfonso tendrá bigote de hombre casado. En verano desaparece, y la secretaria se queda en el trabajo porque no es cuestión de llevársela de paseo con la familia y porque los meses de julio y agosto son decisivos en el balance de cuentas de una editorial que procura vender enciclopedias. El curso que acaba con suspensos, los deberes de los niños, el latazo de tenerlos por la casa o el peligro de soltarlos en la calle, los maestros que hacen inventario de sus necesidades, los buenos propósitos para el curso que viene..., magníficos alicientes, razones que justifican prestarle atención al anuncio de una enciclopedia en el periódico. Puede pagarse de una sola vez con descuento o a cómodos plazos con una pequeña sobrecarga. El amor a plazos soporta también la sobrecarga del secreto, de las esperas, del vivir en una situación llena de baches y de curvas, como los autobuses que viajan por carreteras mal asfaltadas.

Ésa puede ser la historia de Consuelo y de su presencia en la oficina. O tal vez el favor a un amigo que intenta acabar con una aventura molesta y busca colocación para la mujer que ha caído en desgracia. Por imaginar que no quede, pero desde luego a Consuelo no le sale de los ojos una resignación, una soledad íntima, una soltería interior. Más bien soporta un reclamo carnal, disfrazado y minucioso. Cada detalle descubierto en su cuerpo mejora la impresión general. Si no se pareciese tanto a Rosario, me atrevería a escribir que Consuelo Astorga es una mujer deseable.

El Corto de Loja pasa por Atarfe, Pinos Puente, Íllora, Tocón, Montefrío, Villanueva y Huétor Tájar. Una buena excursión disfrutada en un tren lento, cariacontecido y charlatán. Los viajeros suben y bajan, pero no paran de hablar, invaden con sus conversaciones el vagón y reparten sin pudor la historia de su vida familiar, las ráfagas de sus trabajos, sus deudas, el hijo que vive en Alemania, la hija que se casa en otoño, la nuera que sale de cuentas, lo rico que está el chorizo de la última matanza y las manos de santo de un médi

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