La economía no miente

Guy Sorman

Fragmento

Índice
  • La economía no miente
  • Portadilla
  • Portada
  • Legales
  • Una revolución científica
    • La ruptura liberal
    • El Estado mínimo e indispensable
  • PRIMERA PARTE: La nueva economía
    • 1. El crecimiento natural
      • El factor trabajo
      • Los impuestos contra el trabajo
      • ¿Cómo reducir los impuestos sobre el trabajo?
      • Cómo los Estados provocan las depresiones
    • 2. Las instituciones de la riqueza
      • La riqueza viene de lejos
      • El individualismo, fundamento de la prosperidad
      • Los intereses gobiernan la historia
      • La democracia reductora de crisis
      • El capital intangible
    • 3. La moneda verdadera
      • La victoria de Chicago contra la inflación
      • Los buenos consejos del FMI
      • El euro incierto
      • El arte del fracaso: el desastre argentino
      • El yuan, una moneda política
      • El peligro de la ignorancia
    • 4. La buena globalización
      • La economía es una ciencia
      • Globalización y baja de salarios
      • La globalización y la destrucción del medio ambiente
      • La excepción cultural
      • Una angustia justificada
      • ¿Se puede estar en contra de la globalización?
      • El mundo es nuestro país
  • SEGUNDA PARTE: El laboratorio estadounidense
    • 5. La producción de ideas
      • En el origen del crecimiento contemporáneo
      • El mercado mundial de las ideas
      • La propiedad intelectual contra la innovación
      • La destrucción creadora
      • Lo que es bueno para los Estados Unidos...
    • 6. Una empresa llamada educación
      • ¿Baja el nivel?
      • El sistema del cheque para educación
      • Una experiencia convincente
      • Las escuelas contratadas
      • Las mejores universidades del mundo
    • 7. La racionalidad integral
      • El determinismo de los intereses
      • La legalización de las drogas
      • La inmigración contra factura
      • El delito es un buen negocio
      • En los orígenes de la virtud
      • El ascenso de la irracionalidad
    • 8. Los límites de la razón pura
      • La lógica de las pasiones
      • El “yo” inconsecuente
      • Una rehabilitación del Estado
      • Los criterios de Tirole
  • TERCERA PARTE: La convergencia de las naciones
    • 9. El fin de la pobreza de masas
      • Los dos crecimientos
      • La teoría de la convergencia
      • Cuestionamiento de la teoría
      • La divergencia de África
      • Del crecimiento a la felicidad
      • Complejidades
      • África, víctima de la caridad
      • Teorías demasiado generales
    • 10. Los dragones de Asia
      • Los economistas al poder
      • Confucio y la empresa
      • Del feudalismo al capitalismo
      • El valor agregado cultural
      • Un capitalismo de “compinches”
      • La incertidumbre democrática
      • Chinos libres y empresarios
    • 11. El despertar de la India
      • El estancamiento por consenso
      • El reino de las licencias
      • Los liberales al poder
      • El éxodo rural, ley de bronce
      • ¿La democracia desacelera el crecimiento?
      • El tercero olvidado
      • Lo que Gandhi quería
    • 12. En Brasil, el futuro ya llegó
      • La inflación, un horror social
      • La sociedad justa
      • La aparición de la clase media
      • Pagar los impuestos enriquece
      • Las dos Latinoaméricas
      • ¿Por qué América latina progresa más lentamente que Asia?
      • La solución chilena
  • CUARTA PARTE: Salir de socialismo
    • 13. La gran transición
      • El socialismo como sistema
      • La represión necesaria
      • La inhallable “tercera vía”
      • El capitalismo chino
      • Los siete velos del socialismo
      • La terapia de shock
      • Un dejo de decepción
    • 14. La dependencia rusa
      • Los empresarios rusos
      • El duelo entre Rusia y China
      • La nueva intelligentsia
      • La embriaguez petrolera
      • Un socialismo privatizado
      • Un nuevo modelo: el capitalismo autoritario
    • 15. China me inquieta
      • La China real y la China mítica
      • El éxito no es un milagro
      • ¿Gracias al partido?
      • Los campesinos explotados
      • Los ganadores y los perdedores
      • El éxodo necesario
      • El aumento de los peligros
      • La incertidumbre demográfica
      • El fin del despotismo
    • 16. La marcha turca
      • El Islam dejado de lado
      • Una burguesía de Estado
      • Liberal a la turca
      • Los dragones de Anatolia
      • Turquía en Europa
      • El crecimiento en el Islam
  • QUINTA PARTE: Las decadencias
    • 17. Europa vista desde los Estados Unidos
      • El ex modelo europeo
      • Dos culturas separadas por un océano
      • Las tradiciones anticapitalistas de Europa
      • La tiranía de los intereses
      • Dejar que el mercado actúe
      • La prueba alemana
      • La Europa ambigua
      • ¿El precio que se paga? La desigualdad
      • ¿Dónde se vive mejor?
    • 18. El crepúsculo en la tierra del sol naciente
      • La leyenda del desafío japonés
      • El imperio del dejar hacer
      • La década perdida
      • La elección del crecimiento lento
    • 19. El efecto invernadero, ¿nos llevará a la ruina?
      • Un clima muy incierto
      • Apocalypse Now
      • Nicholas Stern salva el mundo
      • Ecologistas del mundo, ¡uníos!
      • Salvar el planeta o salvar a la humanidad
      • Una conclusión política
  • Conclusión
  • Índice de personas citadas
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Una revolución científica

La economía es una ciencia. Su objeto es distinguir entre las buenas y las malas políticas. Sólo en el curso del siglo xx, las malas políticas económicas devastaron las naciones y causaron más víctimas que cualquier epidemia: la colectivización de las tierras impuesta en Rusia en la década de 1920, en China en los años cincuenta o en Tanzania diez años después, condenaron a la hambruna a cientos de miles de campesinos. La emisión de moneda sin respaldo desestabilizó la Alemania de los años veinte y favoreció el ascenso del nazismo. En 2007, la hiperinflación destruyó Zimbabwe. La nacionalización de las empresas y la expulsión de los empresarios arruinaron a la Argentina de la década de 1940 y al Egipto de la de 1950. En la India, el régimen de licencias congeló el desarrollo desde 1949 a 1991.

En cambio, las buenas políticas económicas permitieron reconstruir Europa occidental después de la segunda guerra mundial en sólo treinta años y luego, a partir de 1990, recobrar a Europa del este. Desde hace unos veinte años, la buena economía le arrancó a la pobreza generalizada alrededor de 800 millones de habitantes, en particular en la India y en China.

En civilizaciones que el mundo imaginaba adormecidas —Japón, Corea, Turquía—, las buenas estrategias engendraron prosperidad. En África, desde hace diez años, una gestión económica más racional saca progresivamente de la miseria a trece naciones que el economista francés François Bourguignon[1] llama el “G13” africano.

Al hacerse más prósperos, los pueblos viven más y su libertad de elección aumenta al mismo tiempo que su esperanza de vida; se advierte, aunque la relación no sea mecánicamente demostrable, que con el crecimiento económico se expanden las libertades.

La ciencia económica enseña pues que, para progresar, no es indispensable disponer de recursos naturales, como aún se creía en la década de 1960; muestra además que no existe ninguna civilización incapaz para el desarrollo, como algunos daban a entender hasta los años ochenta. Ni siquiera es indispensable vivir en democracia para crecer; pero en la anarquía no existe ninguna posibilidad de desarrollo.

Lo único que importa son las buenas decisiones en materia de política económica y ésta es una comprobación absolutamente reciente. Aun cuando la economía haya aparecido como ciencia en Gran Bretaña y en Francia desde fines del siglo xviii, sólo a partir de la década de 1960 alcanza el umbral de la racionalidad. Si se llama ciencia a lo que progresa, según la definición que daba el filósofo Karl Popper, la economía del siglo xx progresó enormemente. Antes, la intuición, la observación, la opinión, tanto como la convicción, tenían una misma jerarquía; las teorías eran imprecisas, poco verificables. Es significativo que, en los años sesenta, se pudiera enseñar aún economía en Ciencias Políticas y en la ENA (Escuela Nacional de Administración de Francia) sin una ecuación; hoy es inconcebible prescindir de los algoritmos. Raymond Barre, en su época, lamentaba que los matemáticos se hubieran apropiado de la ciencia económica, en detrimento de la historia y de las culturas; en realidad, la computadora, que permite trabajar con cantidades estadísticas antes incalculables, tiende a reducir la ciencia económica a modelos matemáticos vedados a los no iniciados. Pero, como todas las ciencias, la ciencia económica continúa basándose ante todo en la confrontación permanente entre esos modelos teóricos y la experimentación concreta.

Al confirmar los modelos, a partir de 1990, la experiencia revolucionó la ciencia económica. Hasta entonces cohabitaban dos economías: el socialismo de Estado y el capitalismo de mercado, Este y Occidente en oposición; los dos modelos parecían válidos, ejemplares y, evidentemente, imperfectos. Las naciones vacilaban entre uno y otro y los economistas estaban divididos entre ambos modelos; los defensores respectivos atribuían los defectos evidentes de cada sistema, no al modelo en sí, sino a errores de gestión exteriores al modelo mismo. Cuando se produjo el derrumbe de la URSS, el modelo que encarnaba desapareció; o, para decirlo con más precisión, la URSS se hundió porque el sistema económico socialista no era viable.

Desde entonces, sólo existe una economía: el capitalismo de mercado, la economía liberal. Algunos lo deploran, pero nadie puede negarlo. Por consiguiente, la ciencia económica se interesa únicamente en ese modelo para llegar a comprenderlo más claramente, mejorarlo y generalizarlo; la crítica del socialismo, como la sovietología, corresponde ahora a la historia de las ideas, ya no a la ciencia económica. Se puede decir que existe entre los economistas un consenso sobre la eficacia superior de la economía de mercado, indudablemente sin alternativa: un fin de la historia que contraría a los idealistas y a los ideólogos quienes sueñan con un mundo más justo, más espiritual y más verde. Decepcionados por esta evolución contemporánea, quieren despojar a la economía de su condición de ciencia. Por cierto, no es una ciencia exacta, pero es una ciencia humana, Además, la historia de las ciencias exactas nos enseña que la exactitud siempre fue relativa, que oscila entre una teoría y otra pues éstas sólo son una estimación de una realidad inasible.

La ciencia económica, ¿sería ante todo política? Pero todas las ciencias se pliegan a preferencias filosóficas. El historiador Thomas Kuhn ha mostrado que los científicos siempre se sitúan en el interior de paradigmas preestablecidos y buscan únicamente donde esperan encontrar; la economía no es la excepción. Sólo que, en el interior del modelo liberal, el campo de investigación es inmenso porque el mercado dista mucho de ser automático. El mercado es imperfecto, ¿lo es porque goza de demasiada libertad o porque no tiene la suficiente? ¿Cuáles son las instituciones políticas, legales, judiciales, reglamentarias, monetarias, sociales, fiscales, internacionales, indispensables para el mejor funcionamiento del mercado? ¿Dónde trazar la cambiante línea que separa el mercado del Estado?

En este debate, la tarea de los economistas es proponer soluciones lo más confiables posibles, teniendo en cuenta que los mercados y el Estado están movidos por intereses particulares: la búsqueda de ganancia de unos se topará siempre con la búsqueda de poder del otro. Corresponde al economista analizar a ambos y denunciar sus excesos.

Con frecuencia se les reprocha a los economistas la incapacidad de prever, defecto que reduciría a casi cero el interés de su ciencia. A Gérard Debreu, premio Nobel de economía de 1983, le complacía decir que lo único que no saben hacer los economistas es prever. Pero esto no es exactamente así: los economistas saben prever que una mala política económica conducirá necesariamente a una catástrofe. Avinash Dixit, economista del desarrollo, explica de buena gana que si uno quiere llegar hasta aquí, no conviene ir por allá. Los economistas no dicen nada más y cada uno es libre de ir por allí o por allá; la ciencia económica evita solamente que quienes buscan resultados concretos recurran a medios que serían incoherentes con los fines a los que apuntan. Comparable a la medicina moderna, cuyos logros principales corresponden a la prevención de los riesgos, la ciencia económica contemporánea trata de evitar la miseria colectiva; al igual que el médico que no puede curar a todos sus pacientes, el economista no puede garantizar la prosperidad de todos. Pero Baudelaire ya no escribiría hoy que “la economía es un horror”; para la mayoría ha llegado a ser una esperanza. La indagación que presento a continuación procura trazar las etapas teóricas y las aplicaciones prácticas de este inmenso progreso que, celebrado o lamentado, es, en realidad, de inspiración liberal. Los Estados están faltos de imaginación mientras que los mercados se han vuelto más innovadores que nunca.

La ruptura liberal

La economía, ¿no progresó siempre más velozmente que la política? En la edad media, el comercio precedió la creación de las ciudades-Estados; después de la segunda guerra mundial, el Mercado común europeo se anticipó a una Europa política que aún no se ha consumado plenamente; en 1991, la economía soviética había desaparecido antes de que el Partido Comunista actuara en consecuencia y disolviera el imperio; los gobiernos contemporáneos se comportan aún como si manejaran las decisiones de las empresas, cuando éstas están globalizadas; aún se habla del Tercer Mundo (expresión creada por Alfred Sauvy en 1952), cuando la mayor parte de los países pobres están inmersos en una economía liberal con una tasa de crecimiento semejante a la de los países ricos.

Los gobiernos autoritarios aún intentan controlar la información sobre los mercados, cuando, después de la privatización de Internet por parte del gobierno de los Estados Unidos, el planeta web se ha vuelto independiente de toda autoridad. Con la caída del muro de Berlín en 1989 y la liberación de Internet en 1995, el mundo ha cambiado de sistema económico: toda economía, en mayor o menor grado, es hoy necesariamente liberal y mundial; vale decir, está sujeta a las reglas del mercado y no tiene fronteras. Los gobiernos se adaptan a regañadientes a estas nuevas normas que no suprimen la necesidad del estado de derecho, pero modifican profundamente los modos de intervención. El poder político retrocede; el poder económico progresa; la distinción de funciones persiste, pero la frontera se ha desplazado. Hay perdedores y ganadores, pero éste no es un juego de suma cero, pues el mundo globalizado ha entrado en un ciclo de crecimiento regular: las pérdidas son sólo relativas desde el momento en que la riqueza global aumenta.

Aún antes de que se produjera esta revolución liberal, ya se había elaborado la teoría correspondiente. ¿Cómo pudieron, desde las décadas de 1960 y 1970, economistas tales como Milton Friedman (el monetarismo), Gérard Debreu (el optimum del mercado), Robert Lucas (la anticipación racional), George Stigler (la desregulación) o Edmund Phelps (el carácter nocivo de la inflación) prever cómo serían las políticas económicas posteriores a los años ochenta? Detrás de este aparente don profético, puede conjeturarse dos explicaciones racionales. El mero análisis teórico permitía prever, con cierta anticipación, las disfunciones de las economías centralizadas, planificadas, estatizadas e inflacionarias: ya se había comprobado la ineficacia del antiliberalismo, pero nada dejaba entrever si esas políticas se detendrían ni cuándo. Por otra parte, los teóricos mencionados y otros pertenecientes a la misma escuela habían preparado un modelo de recambio en la hipótesis de que el sistema antiguo no funcionara. Cuando, después de la crisis mundial de 1973, fracasaron los vanos intentos de reencauzar la economía mediante intervenciones llamadas keynesianas, los gobiernos se volvieron naturalmente hacia la “utopía de recambio” (una expresión de Friedrich von Hayek) que estaba disponible: el liberalismo económico. Su eficacia, demostrada rápidamente en el mundo anglosajón, ganó el planeta todo, de París a Pekín, Nueva Delhi, Brasilia y Moscú. Pues sólo hay una buena economía: la que surte efecto.

El Estado mínimo e indispensable

Quienes no saben qué es el liberalismo pueden considerar la afirmación de que el liberalismo ganó la batalla de los hechos como una provocación o una aberración. Pero los hechos están ahí y el liberalismo es inevitable, si se atiene uno a su definición. Como lo explica el economista húngaro János Kornai, sólo existen dos sistemas económicos conocidos y experimentados: el sistema socialista y el sistema liberal. Y están fundados en principios inversos. En el sistema socialista, la propiedad es pública, la competencia se elimina y la producción se planifica: se trata de un “orden decretado”, según la expresión de Hayek. En el sistema liberal, la propiedad es privada, la competencia interior y exterior es la regla y la producción está determinada por las iniciativas de una minoría actuante, los empresarios o contratistas (término creado por Jean-Baptiste Say); en este sistema el orden es “espontáneo”. La victoria del sistema liberal se tradujo, desde la década de 1980, en la aniquilación del sistema socialista y su transformación en economía liberal. En todas partes, el sector público cedió ante las privatizaciones; la moneda se sustrajo a la manipulación de los Estados y pasó a depender de bancos centrales independientes; la desregulación de los mercados y la apertura de las fronteras atizó la competencia; la fiscalidad se hizo menos progresista, con el propósito de retener a los empresarios en el territorio nacional y de suscitar nuevas inversiones. Pero, China, ¿no ha sido la excepción a esta orientación general? De acuerdo con la retórica de sus dirigentes, sin duda; pero, en la práctica, el país entero tiende al sistema capitalista sin haber entrado aún plenamente en él. Veremos que esta experiencia china puede entenderse como una transición del mundo rural hacia la sociedad industrial y no como un modelo universal alternativo al sistema liberal. Por su parte, la India y el Brasil, otras potencias emergentes, se adhirieron claramente a la democracia liberal y, en este sentido, están adelantados respecto de la evolución previsible de China.

Al mismo tiempo que se registraba esta liberalización de carácter mundial, se hizo más evidente que al comienzo de la revolución liberal de la década de 1980 que los Estados o las organizaciones internacionales —supraestados— son indispensables para el buen funcionamiento de los mercados. El nuevo Estado no es el Estado productor sino el Estado garante de las reglas. Los más absolutistas entre los liberales han tenido que reconocer esta necesidad de un Estado que surge de razones intrínsecas al mercado. No todos los actores económicos disponen de las mismas informaciones y, cuando la información es asimétrica —expresión de George Akerlof— debe haber un árbitro que incite a la transparencia. Por su parte Jean Tirole observa que en las economías complejas, en particular en lo tocante a los mercados financieros, se multiplican los intermediarios informacionales, tales como las agencias de calificación de riesgo que difunden datos precisos. Estas instituciones privadas dan a los actores económicos la posibilidad de tomar decisiones relativamente informadas en los laberintos de las finanzas globalizadas. La credibilidad de estos intermediarios se basa en que éstos son agentes que comprometen su reputación y su dinero; si la información es falsa, el intermediario queda descalificado. Ello no impide que crisis financieras tales como la de Enron de 2002 o la del crédito hipotecario de los Estados Unidos en 2007, revelen la imperfección de la información privada. Como último recurso sólo queda el Estado, garante y asegurador último en caso de deficiencia del mercado: también el Estado compromete su reputación y sus fondos y tampoco es totalmente fiable.

La teoría liberal moderna reconoce pues el papel determinante que desempeñan las buenas instituciones públicas para que las transacciones que se realizan en los mercados nacionales e internacionales conduzcan a un desarrollo duradero.

Hay otro fundamento a favor de un Estado que garantice la economía liberal, que algunos doctrinarios admiten con menos entusiasmo: la exigencia de una solidaridad colectiva. La igualdad, la justicia social pueden ser mitos, pero ello no impide que sean necesidades reales y apremiantes. El Estado moderno es a la vez el garante del mercado y el lugar de la solidaridad: entre estas dos exigencias a veces contradictorias, las fricciones son inevitables. Los más liberales desearán que el Estado garantice el servicio público o la solidaridad, y que al menos el sector privado administre esos servicios escolares, sociales, sanitarios y de seguridad. Los menos liberales se negarán a disociar la garantía del servicio que debe dar el Estado de su gestión pública. El arbitraje de este conflicto se ha convertido en el objeto central de la política. En democracia y hasta en ausencia de democracia, hacer política en la actualidad ha llegado significar correr las fronteras del servicio público hacia el mercado o hacia el Estado, hacia la solidaridad o hacia el contratista, pero siempre dentro del sistema liberal.

Es comprensible que el liberalismo tenga enemigos, que pueden estar movidos, entre otras cosas, por un deseo de utopía o por la defensa de intereses materiales. No siempre es fácil distinguir esas motivaciones, ambas legítimas. También conviene mencionar la parte que corresponde a la ignorancia: el conocimiento económico está poco difundido y el hecho de que el mundo haya entrado en un ciclo de crecimiento general, desde la liberalización y la globalización, permanece extrañamente ignorado. Sin duda, la noticia es demasiado buena.

Evidentemente, esta victoria del liberalismo no puede darse por sentada; la amenaza procede ahora menos de la retórica revolucionaria utilizada que de los nuevos temores. Así, el miedo (sobre todo en el Occidente desarrollado) a los desequilibrios ecológicos podría conducir a la aplicación de políticas inconsecuentes que no necesariamente han de disminuir los riesgos ecológicos, pero que podrían impedir el desarrollo en detrimento de los más pobres. Hay otro peligro que tiene que ver con la naturaleza misma de la economía: el crecimiento es cíclico. El tiempo de las grandes crisis parece haber pasado, particularmente porque los progresos de la ciencia permiten que los gobiernos y los actores económicos las comprendan y las administren mejor: la “gran crisis” de la década de 1930 ya no podría reproducirse de manera idéntica pues los errores políticos que la agravaron en su época, como el proteccionismo y la cartelización, no deberían volver a cometerse en el futuro. Pero las crisis pequeñas subsisten y son, sin duda, inevitables porque están ligadas al ciclo de las innovaciones: lo nuevo echa a lo viejo e impone adaptaciones a menudo dolorosas. La tolerancia a estas crisis es tanto menor cuanto más acostumbrado está uno al crecimiento perpetuo; por lo tanto, en caso de crisis, corresponde a los gobiernos democráticos y a los formadores de opinión salvar el sistema que, hasta ahora, ha sido tan útil a la humanidad, en lugar de cambiarlo con el pretexto de que es imperfecto. Los socialdemócratas como John Maynard Keynes en la década de 1930 o Edmund Phelps hoy, siempre han predicado que, en caso de crisis dentro del liberalismo, ante todo hay que salvar el liberalismo. La actualidad contemporánea muestra que se los ha escuchado, puesto que los mejores garantes de la economía de mercado resultan ser hoy, con frecuencia, de izquierda: citaremos, entre otros, a Lula, el presidente del Brasil.

Pero lo que menos se acepta de la victoria del liberalismo corresponde ciertamente a su imperfección: la mejor de las economías posibles es imperfecta, confusa, imprevisible. En efecto, el orden liberal no es más que el reflejo de la naturaleza humana, ella misma muy perfectible.

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PRIMERA PARTE

La nueva economía

Desde la década de 1980, las economías modernas se han desnacionalizado, desestatizado, desmaterializado. Las fronteras ya no constituyen el marco de referencia ni de los empresarios ni de los consumidores; los gobiernos nacionales acompañan el desarrollo pero ya no determinan demasiado sus decisiones ni su ritmo; a los tradicionales bienes materiales, se agregan hoy los servicios de toda naturaleza. Estas tendencias son mundiales, aun cuando la antigua noción de tasa de crecimiento nacional haya llegado a ser menos significativa que la noción de trend (tendencia) mundial, analizada aquí por Edward Prescott: progresamos todos juntos, de París a Pekín y de Nueva York a Nueva Delhi, o nos estancamos todos juntos.

El balance de esta economía que va mundializándose es positivo para la humanidad, dice Jagdish Bhagwati, porque, gracias a ella, pueblos enteros salen de la miseria.

Esta evolución es en parte el resultado de progresos técnicos; más aun, es la consecuencia feliz de una comprensión más acabada de los motores del crecimiento. Los empresarios no se lanzan a producir, los ahorristas no ahorran, los consumidores no consumen salvo que puedan insertarse en el largo plazo y fiarse de instituciones estables y previsibles; una moneda verdadera, tal como la describe Kenneth Rogoff, la libertad de los intercambios, la perennidad de los contratos ilustrada por Avner Greif, bancos sólidos, el derecho de propiedad garantizado, Estados honestos, organizaciones internacionales legítimas, como las defendidas por François Bourguignon, constituyen las buenas instituciones necesarias para que se dé un desarrollo sostenido.

Si sobreviene una recesión cíclica (la fluctuación del 2008), la prioridad para los gobiernos racionales será mantener estas instituciones estables, sin ceder a las pasiones políticas ni a las intervenciones cautivantes.

¿Cómo nacen las buenas instituciones? ¿Pueden echar raíces en todas las civilizaciones? La experiencia de estos treinta últimos años demuestra que las instituciones indispensables para la buena economía son compatibles con las culturas más variadas. No es necesario, como aún hoy se oye decir, cambiar las mentalidades antes de tener acceso al desarrollo. Pero es indispensable, mediante una buena pedagogía, dice Jean Tirole, persuadir a los pueblos de que existen condiciones objetivas previas a ese desarrollo. Son condiciones que pueden describirse y enseñarse: para practicar una buena economía, conviene conocerlas.

La democracia, ¿es indispensable para el desarrollo? El capitalismo, según lo han comprobado Dani Rodrik y Daron Acemoglu, puede prescindir de la democracia, mientras que la democracia no puede existir sin el capitalismo.

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El crecimiento natural

Es indispensable recorrer el mundo para encontrar economistas? ¿Acaso su ciencia no está contenida por entero en sus publicaciones? En el desierto de Minneapolis, a mediados de agosto de 2007, a la espera de Edward Prescott en su escritorio del Banco Federal del Estado de Minnesota, uno no puede dejar de preguntárselo. Pero Prescott presenta sus trabajos en un lenguaje matemático; se dirige a sus pares, no al público. Ahora bien, él mismo, al recibir el premio Nobel 2004, declaraba que los economistas debían educar a la opinión pública para evitar que los políticos cayeran en el error o en la demagogia. Pero, los buenos economistas no son, necesariamente, grandes pedagogos: un investigador rara vez es un intelectual público y los economistas que se dirigen al gran público no siempre son los más legítimos. También hay economistas reconocidos que, valiéndose de un premio Nobel, disertan sobre muchas cuestiones que no conocen mejor que los demás, pero lo hacen favorecidos por la aureola de una gloria adquirida en otra parte. Según el economista francés Jean Tirole, para dedicarse a la investigación y, a la vez, dirigirse al gran público, hay que ser un poco esquizofrénico: la indagación invita al matiz y a la complejidad, mientras que comunicar lleva a simplificar, al trazo grueso, al exceso. De modo que, para poder comprender más acabadamente lo que buscan verdaderamente estos economistas como Prescott y varios más de su talla, lo que han descubierto y lo que puede resultar educativo, lo mejor es conversar con ellos. Esta es la razón por la cual era necesario llegarse hasta Minneapolis y a muchos otros lugares.

Desde 1890 hasta nuestros días, dice Prescott, el crecimiento medio de los Estados Unidos ha sido del 2% por habitante; esta trend, que puede considerarse natural o espontánea, refleja el progreso constante de la eficacia económica que se ha dado en el país líder. Prescott la midió “leyendo” los accidents de parcours (vale decir, los daños no previstos en la carrera al futuro), el ciclo de los negocios y las depresiones. En el mismo período, la rentabilidad media del capital invertido fue del 4%. Tengamos presentes estas dos cifras: el 2% y el 4%. Según Prescott, corresponde al país líder, al que está a la vanguardia de la innovación, definir la tendencia mundial pues las innovaciones que se dan en el centro, tarde o temprano, necesariamente se difunden por todas partes. En el país líder, la tendencia de corto plazo puede sufrir los efectos de impactos exteriores como el aumento del precio del petróleo o de caos interiores debidos a la aparición de un producto nuevo o a errores de la política económica; fuera del país líder, puede ocurrir que momentáneamente se supere el porcentaje de la tendencia, por ejemplo, durante un período de reconstrucción, como el que vivió Europa después de la guerra o durante una fase de despegue como se dio en la India o en China. Pero, en el largo plazo, la tendencia del país líder no es superable, salvo en el caso de que el liderazgo cambie. Antes de los Estados Unidos, los líderes fueron Gran Bretaña y Alemania; Prescott prevé que, después de los Estados Unidos, la Unión Europea tomará el liderazgo. Es una hipótesis. Mientras tanto, una economía desarrollada que crece a menos de 2% estaría viviendo por debajo de sus capacidades: está en crisis virtual. Esta crisis, según Prescott, siempre es el resultado de una mala política económica.

La tendencia del 2% contabiliza estadísticas observables y no discutibles; pero los beneficios humanos del crecimiento son, en realidad, muy superiores. La tendencia, por ejemplo, no mide el retroceso de la morbilidad ni el aumento de la extensión de la vida; éstas son consecuencias del crecimiento completamente reales, pero que no aparecen en los datos económicos. Las estadísticas tampoco dan cuenta de los progresos inducidos por el crecimiento en el bienestar cotidiano. William Nordhaus, de Yale, calculó el coeficiente de aumento del uso de luz artificial del que hoy se beneficia casi toda la humanidad por un precio que resulta casi ínfimo: ese porcentaje es muy superior al 2%. La luz, que alguna vez fue un lujo, hoy está al alcance de todos, aunque los datos económicos no lo reflejen. Por lo tanto, la tendencia subvalúa los beneficios reales del crecimiento y sus fluctuaciones son menos significativas que la tendencia misma. Paradójicamente, dice Prescott, los economistas prestan particular atención a esas perturbaciones: las crisis fascinan más que el crecimiento espontáneo pues hay quienes abrigan el temor —como también quienes alientan la esperanza— de que esas crisis provoquen el derrumbe de la economía de mercado. No será ése el caso, afirma Prescott, salvo que se olvide la relación directa que existe entre el crecimiento y la cantidad de trabajo.

El factor trabajo

Lo que se conoce como el modelo de Prescott es, en apariencia, sencillo: el crecimiento resulta de la combinación del capital, del trabajo y de la eficiencia. Este tercer factor, el más difícil de evaluar, que asocia las instituciones a la productividad, está en el origen de las diferencias de crecimiento entre las naciones. Entre países desarrollados, la comparación de la eficiencia es fácil pues los modos de producción son similares. Si se mide la productividad de la industria automotriz de los Estados Unidos, del Japón y de Francia, las diferencias son modestas porque la innovación circula y la imitación es casi instantánea. En este grupo homogéneo de naciones, el monto de los capitales invertidos es igualmente comparable. Por consiguiente, lo que establece la diferencia y explica las disparidades reales de crecimiento es únicamente la cantidad de trabajo.

Prescott ha mostrado que, después de la segunda guerra mundial, durante el período de reconstrucción, los europeos y los japoneses trabajaron más que los estadounidenses, pero con una eficiencia menor; el excedente de trabajo les permitió alcanzar el nivel de crecimiento y luego el de eficiencia. Desde hace un cuarto de siglo, los europeos y los japoneses son, con ligeros matices, tan eficientes como los norteamericanos; Francia está levemente por encima de los Estados Unidos (+ 10%) y el Japón, levemente por debajo (– 10%). Pero estas diferencias pequeñas de eficiencia no bastan para explicar la disparidad del crecimiento. El crecimiento más lento que tuvo Europa continental respecto de los Estados Unidos se debe a que, desde la década de 1980, la relación con el trabajo entre los estadounidenses y los habitantes de los demás países desarrollados se invirtió: con una eficiencia comparable, los norteamericanos t

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