0.1 | Prólogo
WIKILEAKS Y LAS ZONAS ERRÓNEAS
DEL PERIODISMO Y LA POLÍTICA
Martín Becerra1
En la megafiltración de Wikileaks están presentes los clásicos factores que en la práctica periodística dotan a los hechos de la jerarquía de lo noticiable: el caso refiere al gobierno más poderoso del planeta pero al mismo tiempo involucra a los políticos y gobernantes locales de casi todos los países incluyendo por supuesto a la Argentina, proveyéndole así el imprescindible ingrediente de localía que reclaman los manuales de la noticia; combina pasado y presente, aludiendo a hechos de la historia reciente que, en muchos casos, repercuten en la actualidad; amenaza con socavar los cimientos de algunas viejas certezas del oficio periodístico, como la necesidad de intermediación profesional para la difusión de noticias, pero no alcanza a quebrarlas; remite ingeniosamente al imaginario tecnológico digital, con su secuela fetichista que consiste en proyectar sobre la sociedad el funcionamiento reticular de Internet, como si la comunidad fuese una auténtica “sociedad-red”; repone desde un lugar novedoso la compleja discusión sobre el rol de los grandes grupos de comunicación, sus diversos intereses económicos y sus sesgos y juicios editoriales. Como si todo esto fuera poco, el caso se complementa con la trama judicial por el pedido de extradición de Suecia hacia Gran Bretaña del líder de Wikileaks, Julian Assange.
Santiago O’Donnell es el único periodista argentino que ha tenido contacto personal con Assange y es uno de los pocos que tuvo acceso directo a los 2.510 cables de la megafiltración que hablan de la Argentina. Estos 2.510 cables representan sólo el 1% de la base de datos del escándalo, indicador éste que refiere a la valoración de la importancia geopolítica argentina por parte de la diplomacia estadounidense.
Aunque la propagación de los “papeles del Departamento de Estado” por parte de Wikileaks comenzó en noviembre de 2010 y tuvo amplia repercusión en los medios masivos, la información publicada en este libro es, en buena medida, inédita. Si bien Santiago O’Donnell es autor de varias notas publicadas en Página/12, lo cierto es que el ambiente de polarización política que afecta al sistema de medios argentino ha imposibilitado la difusión de información clave porque resulta inconveniente para algunos de los intereses en pugna. El silencio de las empresas periodísticas argentinas frente a algunos de los cables aquí publicados se añade a los ingredientes de interés que trae Wikileaks.
Ministros y ex ministros del gobierno argentino, líderes de la oposición política, referentes religiosos, jueces, empresarios y columnistas políticos de los diarios más leídos asumen en sus contactos con la embajada una faceta que contrasta con sus apariciones públicas. Algunos de estos casos fueron divulgados y ahondaron el conocimiento sobre las confidencias hechas a los diplomáticos estadounidenses por Sergio Massa o Mauricio Macri, por ejemplo. Pero otros cables que involucran a funcionarios más encumbrados y menos conocidos, como Carlos Zannini, hasta ahora fueron eludidos por la difusión de los principales medios locales.
Este libro revela las zonas erróneas de la estrategia de difusión planificada por los cerebros informáticos y periodísticos de la organización Wikileaks y por los medios masivos que operaron como difusores. La alianza establecida entre Wikileaks y el sistema de medios tradicional explica, en parte, la existencia de esas zonas erróneas. La megafiltración ha demostrado que el mundo digital, previsto como relevo de los medios tradicionales, necesita nutrirse de la credibilidad y el oficio editorial de los grandes periódicos para alcanzar impacto público. Pero la alianza entre lo viejo y lo nuevo, atravesada de intereses corporativos, no es serena. En efecto, para dar a conocer los papeles del Departamento de Estado, Wikileaks se asoció con cinco de las principales corporaciones periodísticas del mundo, todas con sede en países centrales (otro indicador del “conventillo global”, expresado en su desigual geografía), que editan diarios líderes escritos en cuatro idiomas (The New York Times, The Guardian, Der Spiegel, Le Monde y El País).
La asociación con estos diarios permitió a Wikileaks maximizar la difusión de la megafiltración a niveles que no hubieran tenido lugar sin la transferencia de prestigio editorial, oficio periodístico y credibilidad en la comunidad de profesionales y lectores que reprodujeron en otros medios la información. Así, pues, en lugar de reemplazo tecnológico, fue la colaboración entre el uso de Internet, como sinónimo de la velocidad y de manejo de gigantescos volúmenes de datos, y los viejos medios, con sus competencias editoras y sus rutinas secuenciales, lo que se conjugó como estrategia de alto impacto. La asociación entre Wikileaks y los cinco grandes diarios podría leerse como un peculiar pacto fáustico en el que lo viejo y lo nuevo se alternan en el rol de Fausto y de Mefistófeles y los dos creen compensar con los beneficios del pacto sus riesgos. En la versión de Assange la asociación permitió desplegar una estrategia promocional sin mácula para el alma de su ONG, necesitada de una cobertura institucional mayor dada la magnitud de los documentos a difundir; para los diarios, se trató de reponer el lugar de la edición periodística para ordenar el desconcierto que promueven los torrentes de bytes digitales.
Corresponde decir que la tarea de ambas partes (Wikileaks y las empresas periodísticas que editaron y difundieron los cables) fue facilitada por la óptima factura estilística de muchos de los cables, con lo que la diplomacia estadouni dense, vapuleada por su insegura red de comunicación interna, exhibe gracias a la filtración competencias como capacidad de síntesis, identificación de fuentes, fina ironía y suficiencia redactora; cualidades que no son tan frecuentes, por ejemplo, en el campo del periodismo.
En febrero de 2011 la luna de miel entre Assange y sus primeros socios mediáticos se terminó. La causa de la ruptura revela hasta qué punto las viejas industrias culturales, como en la fábula del escorpión y la rana, llevan en “su naturaleza” la traición de sus ídolos cuando resulta un buen negocio priorizar la venta de “su” historia, aun cuando ésta incluya la divulgación de cuestiones agraviantes para el personaje. El Guardian Media Group, editor de The Guardian, anunció la publicación del libro Wikileaks. Julian Assange’s War on Secrecy, que ventila discusiones entre el hacker y los editores de The Guardian y describe a un Assange vacilante entre convertirse en un luchador por la libertad de información o en un delincuente sexual. Tras el anuncio del libro, Assange rompió el acuerdo de exclusividad con The Guardian y, despechado, cerró trato con el conservador Daily Telegraph. Por supuesto, la temprana ruptura de la sociedad no sólo ilustra sobre la “naturaleza” de las industrias culturales, sino que se convierte en toda una moraleja acerca de qué tan consecuente con los principios políticos puede ser el discurso de la transparencia metaideológica.
Wikileaks precisó aliarse con las mencionadas cinco corporaciones periodísticas y esta alianza —demostrativa de las limitaciones que tiene todavía Internet para imponerse como escenario de proyección noticiosa— tuvo costo en la independencia editorial. Un ejemplo evidente fue la selección de cables que presentó en los primeros diez días de la megafiltración el diario español El País (Grupo Prisa). Los cinco primeros socios de Wikileaks, los reemplazos que fueron hallando entre su competencia, así como su réplica por parte de muchos otros medios de comunicación, operaron como gatekeepers que ampliaron y resignificaron, en un mismo movimiento, el impacto de la megafiltración. En el caso argentino, el sesgo editorial se combinó, como se dijo, con la polarización del campo periodístico, mediático y político en general.
Esta polarización se profundizó a partir de marzo de 2008 (inicio de la “crisis del campo”) pero este libro de Santiago O’Donnell, en sus dos artículos sobre Clarín, aporta elementos hasta hoy desconocidos en el debate público sobre el inicio del distanciamiento entre el gobierno de Néstor Kirchner (concesivo con el multimedios al que habilitó entre 2003 y 2007 niveles de concentración mayores a los registrados al inicio de su mandato) y el Grupo Clarín.
Ejemplo de la polarización política y mediática argentina es el antagonismo entre La Nación y Página/12, los dos mejores productos del periodismo con opinión de la Argentina, por capturar los cables y sobre todo, por editarlos. Este antagonismo y su edición, reveladora no sólo de las posiciones dicotómicas sino también del carácter de constructo que la noción de “diversidad de fuentes” y “pluralismo” tiene en la versión de cada una de las dos empresas periodísticas, es atenuado por la decisión de Página/12 y de La Nación de suministrar, a quienes se interesan por el caso, una versión literal de los cables diplomáticos difundidos en sus portales digitales.
Diario sobre diarios (Dsd, www.diariosobrediarios.com. ar), el principal sitio de análisis cotidiano sobre los contenidos de los periódicos argentinos, clasificó como “partidización de la agenda” al comportamiento editorial de las empresas de comunicación, al advertir que los medios acceden al mismo material de base (los papeles del Departamento de Estado) y que su edición es absolutamente incongruente. Para Dsd, “una de las características de la partidización entre algunos diarios (cuando éstos se comportan como partidos políticos) es que cada uno elige de cada hecho la información o el enfoque funcional a su posicionamiento político-editorial […] Clarín y La Nación han privilegiado los que son adversos al gobierno nacional (y que levantaron del diario español El País), mientras que Página/12 (que tiene un acuerdo con la organización de Julian Assange) ha priorizado los favorables al Ejecutivo (o adversos a opositores). Como ni los dos primeros se hicieron eco en los últimos días de la información de Página/12 y éste tampoco consignó la difundida por El País, el lector debió recurrir al menos a tres diarios para tener un panorama completo de los cables desclasificados”.
En realidad, este libro relativiza la observación de Dsd, ya que contiene información que ni El País, ni Página/12 ni La Nación publicaron hasta ahora y que resulta medular para comprender no sólo la lógica editorial de esas empresas sino, fundamentalmente, el tipo de vínculos que la dirigencia política, empresarial, religiosa y mediática argentina sostiene con los representantes diplomáticos de los Estados Unidos. Es decir que no bastaba con leer esos tres importantes diarios para acceder a la información de la megafiltración. El acceso a la información tiene en este libro, pues, una contribución decisiva. Si una organización con asiento en Internet (Wikileaks) precisa ampliar la difusión de la megafiltración por medio de algunos de los principales diarios para superar las limitaciones del medio digital, en el caso argentino resulta necesario editar un libro para sortear los condicionamientos del sistema de medios masivos.
Por otro lado, Wikileaks permite mejorar la comprensión sobre la relación circular que existe entre medios de comunicación, periodismo y política. Los medios de comunicación, los periodistas y los políticos actúan en este caso como fuentes y recolectores de información indistintamente, generando una endogamia articulada pero carente de dispositivos eficaces de validación de la información de la que se nutren. Algunos cables referidos a los contactos entre la embajada de los Estados Unidos y algunas de las estrellas periodísticas vernáculas confirman esa circularidad y autorizan una lectura documentada sobre sus vicios endogámicos. Reviste importancia la difusión que realiza Santiago O’Donnell de las reuniones de Joaquín Morales Solá, Eduardo van der Kooy o Jorge Lanata con la embajada.
El mérito de O’Donnell no es estrictamente periodístico. Además de cumplir con rigor profesional su labor, el autor es consciente de la contrariedad que la edición del presente libro causará en la polarizada escena mediática y política argentina. Allí donde otros periodistas aceptan esa polarización como inexorable determinación de su práctica, Santiago O’Donnell se resiste a reverenciarla. Las páginas que siguen dan testimonio, infrecuente en los días que corren, de que la vocación informativa del periodismo puede trascender el cálculo sobre quién capitalizará la noticia.
0.2 | Introducción
No me lo digas, mostrámelo.
BELLA STUMBO
Los Wikileaks nacieron de un choreo. De un tipo que hoy está en la cárcel y la está pasando muy mal, el soldado Bradley Manning. Dicen que su único ejercicio es caminar en una habitación vacía. Lo del choreo no está probado, pero parece que saben que fue él y pueden demostrarlo, aunque no pueden sacarle a quién le pasó la merca. Los documentos sustraídos son cientos de miles de cables, correo militar de las guerras de Irak y Afganistán y despachos diplomáticos de todo el mundo del gobierno estadounidense. Millones de empleados públicos como el soldado Manning podían acceder a ellos desde sus computadoras. Llegaron a un tipo que maneja un sitio seguro para hackers llamado Wikileaks, que se encargó de difundirlos por el mundo.
Cuando conocí a Julian Assange, fundador del sitio, en un castillo inglés, lo que más le preocupaba era que no publicara nada que pudiera perjudicar a Manning. Nada que pudiera usarse en una corte estadounidense para demostrar que la información supuestamente sustraída por Manning había puesto en peligro la vida de alguien en la Argentina.
Assange no me lo dijo, pero me dio a entender que Manning era el primer mártir de la causa, llámese revolución, ideología, nueva forma de comunicar, ciberposperiodismo. Hablamos, tomamos café y su ayudante me mostró un documento para publicar Wikileaks en Página/12. Llamé al diario, firmó, firmé, dos copias, una para cada uno.
Era mi primer viaje a Europa pero no podía pasear con los documentos. Aunque después me di cuenta de que podría haber googleado el lugar, o seguido la huella de los paparazzi, el viaje había sido una película de espías. Llegué siguiendo instrucciones trianguladas por teléfono desde un país sudamericano por un miembro de la organización, que a su vez se comunicaba vía chat encriptado con la gente del castillo.
Me entregaron un pendrive, me dijeron que la clave para abrir los archivos me la darían en Buenos Aires. Me dejaron en la estación de Beccles media hora antes de que pasara el último tren. Esa noche, mi única noche en Europa, no quise salir para no toparme con ninguna espía. Pasé la noche en un hotel de Londres durmiendo con el pendrive en el bolsillo, por las dudas, para que no entre nadie en el cuarto y me lo reemplace cuando me ganara el sueño. Al día siguiente paseé por el Támesis con el pendrive en el bolsillo, me tomé un tren y volví a Buenos Aires. Cuando me llegó la clave y los pude abrir no lo podía creer. Dos mil quinientos diez cables partiendo de o con destino a la embajada estadounidense de Buenos Aires, todos ordenaditos en planillas de Excel.
Es cierto, los cables están llenos de chismes, recortes de diarios e historias archiconocidas. Sólo dicen lo que cuenta un montón de gente que piensa de determinada manera. Pero no hay duda de que son reales. Además, son verosímiles en tanto que la gente que aparece en ellos, al no pensar que está hablando en público, tiene menos razones para mentir.
Cinco meses después de empezar a leerlos puedo decir que los Wikileaks están manchados desde su origen, por más que venerables instituciones del periodismo como The New York Times, The Guardian, Le Monde, El País, La Jornada, Página/12 o Editorial Sudamericana los hayan pasado por el Lave-Rap de la credibilidad y la respetabilidad. Manchan a los estadounidenses, y a los argentinos. A quienes los chorean, a quienes los reparten, a quienes los escriben, a quienes los editan, a quienes los publican y a quienes los leen. ¿Querés saber lo que dicen los poderosos entre cuatro paredes en la sede local del país más poderoso del mundo? Bancatelá. Ya cruzaste la línea.
1.0 | Julian
Entramos por la puerta de atrás, por la cocina, en la mansión donde vive Julian Assange, una tarde de enero helada y gris, a eso de las cinco y media de la tarde.
Ni sirvientas ni mayordomos en Ellingham Hall, la edificación georgiana construida en el siglo XVIII que sirve de guarida al fundador de Wikileaks. Lo primero que se ve es un par de empleadas de la organización preparando una tarta sobre una larga mesada frente a un ventanal mientras dos chicos, en uniforme escolar, toman la leche junto con su niñera alrededor de una mesa redonda. Son los hijos de los dueños de casa, el adinerado periodista Vaughan Smith y su esposa Pranvera.
La cocina da paso a un salón amplio y despojado, con paredes altas de tonos oscuros en las que cuelgan grandes óleos con antepasados ilustres, como en las películas. De muebles, poco y nada. Un par de sillones mullidos tapizados en tela negra, algunas sillas, una repisa de madera tallada que sostiene dos o tres candelabros rústicos, plateados y vacíos. Frente a una gran ventana que da al jardín, por donde se filtra un resto de luz, otras dos empleadas de Wikileaks trabajan en sus laptops, sentadas a una mesa de comedor para unas quince personas.
Assange está en un salón contiguo al nuestro. Sabe de la visita pero no puede ser molestado. Pasa horas en ese cuarto, trabajando en su computadora y durmiendo en el sofá. Sale de la mansión sólo una vez por día para presentarse en la comisaría local y cumplir con el acuerdo de libertad condicional que firmó al salir de la cárcel bajo fianza tras ser detenido en Londres en diciembre pasado. Había sido arrestado a pedido de Suecia por dos acusaciones de abuso sexual.
Según las denunciantes, los presuntos crímenes habían ocurrido durante relaciones consensuadas que Assange insistió en continuar sin protección profiláctica, algo que en Suecia está penado por la ley. Las mujeres que lo acusaron dijeron que no se conocían entre sí previamente pero que a raíz de lo sucedido entraron en contacto y decidieron presentarse juntas ante la Justicia. Assange jura que todo es una maniobra de los Estados Unidos para extraditarlo a ese país. El fiscal general estadounidense confirmó que lo está investigando por presunto espionaje pero todavía no lo ha acusado. En los cinco años de existencia de Wikileaks, el sitio difundió más de un cuarto de millón de documentos secretos, casi todos de los Estados Unidos. El fiscal general lo quiere procesar pero no la tiene fácil: en ese país es un crimen robar documentos pero no es un crimen publicarlos.
De repente se abre la puerta y aparece. Tiene cara de sueño y la ropa arrugada: lleva traje azul, camisa celeste, zapatos negros. Es alto, flaco, bien rubio y parece más joven que sus 39 años. Sólo le falta la mochila con la laptop para completar el cliché del guerrillero cibernético del siglo XXI.
El viaje había sido largo. Me ofrece un café. Se va. Al rato reaparece con un plato de galletitas caseras de limón. Lo deja en la mesa y se desliza hacia su cuarto. Al rato vuelve a salir, pasa a la cocina y vuelve con dos tazas de café. Atiende su celular. Vuelve a irse al otro cuarto; vuelve a salir. Aparece y desaparece casi en silencio, inesperadamente, como un fantasma.
Está claro que desconfía de los periodistas, que guarda distancia con ellos. Sabe que los necesita pero no le gusta que se acerquen. Acaba de romper relaciones con The New York Times y The Guardian después de que ambos diarios publicaran perfiles de Assange que lo dejaban en ridículo. Lo describían como un neurótico autoritario con delirios de persecución, un fugitivo con las horas contadas. Se trata de los mismos diarios que se cansaron de vender tapas con las primicias de Wikileaks. Yo no lo veo tan terminado. Lo veo a full, yendo y viniendo.
Cuesta atraer su atención pero se detiene un momento si uno habla de él. Le cuento que me impresionó la popularidad que había ganado en Europa mientras que en los Estados Unidos era tan criticado y en América latina era prácticamente un desconocido. Le digo que me gustaría contar su historia. Menciono una columna de opinión de El País de España que había leído en el avión y que lo presenta como el nuevo ícono revolucionario. El artículo dice que miles de jóvenes ya se visten y se peinan como él y que Hollywood ha copiado su estética.
Assange no parece muy impresionado pero al menos está escuchando. Entonces le digo: “El Che Guevara estaba en la selva y usaba el fusil, el subcomandante Marcos estaba en la selva pero usaba la computadora, y ahora venís vos y usás la computadora pero ya no estás en la selva”.
Lo hago sonrojar un poco. “Soy consciente de ese lugar que ocupo”, me contesta en voz baja, casi como un susurro.
Comento que mucha gente está esperando su próxima jugada y le pregunto si es verdad que va a publicar información sobre un banco estadounidense, como le había adelantado al Times de Londres.
“Uy, cometí el error de mencionarlo una vez y ahora todos me preguntan. Algo vamos a hacer, pero no quiero adelantar nuestras movidas”, dice.
“Tanto no te equivocaste porque todo el mundo habla de eso”, contesto.
“Puede ser”, dice ensayando una media sonrisa mientras emprende otra retirada a su habitación, donde se escuchan nuevas voces. Al rato pasa otra vez, ahora camino a la cocina, cargando dos cartones con huevos. Lo miro y sonríe. Parece contento. Cuando vuelve a pasar lo intercepto con más preguntas.
“¿Estás convencido de que la causa en Suecia (por presuntos delitos sexuales) fue armada por los Estados Unidos?”
“No tengo ninguna duda. El Pentágono es capaz de cualquier cosa. Fijate los cables y te das cuenta. Si mandan a matar a un ministro en Zimbabwe, ¿cómo no van a tratar de hacerlo conmigo?”
Se refería al ministro de Comercio e Industria del “gobierno de unidad” zimbabwense, Welshman Ncube. Según un wikicable, el embajador estadounidense en Harare había escrito que era “una figura divisiva y destructiva dentro de la oposición” y había recomendado que “lo saquen de escena”. A Ncube la revelación no le cayó bien. Dijo que podría ganar o perder elecciones pero que siempre seguiría en política y que la única manera de “sacarlo” era matándolo, por lo que él interpretaba que el embajador había ordenado su asesinato. Mi pregunta sobre el caso judicial había incomodado a Assange. Enseguida aclara que no puede hablar más del tema por consejo de sus abogados, y se retira a su cuarto.
Al rato salgo a fumar un cigarrillo. Al volver lo encuentro cuchicheando y sonriendo con dos colaboradoras. Les pregunto de qué hablan. Me contesta él.
“¿Viste cuando salís con una chica y a los diez minutos te das cuenta de que la cosa no va pero ya te clavaste para toda la noche? Bueno, eso me pasa con los australianos que están en el otro cuarto. A los cinco minutos de empezar a hablar me di cuenta de que la cosa no va, pero se vinieron desde Australia para verme, y no puedo no escucharlos”. Se ve que le gusta jugar con fuego. Comenta que está apurado porque tiene que presentarse en la comisaría y se le está haciendo tarde. Le pregunto si lo puedo acompañar y me contesta con un “no” rotundo.
“Quiero escribir sobre vos”, le repito. “Para explicar lo que estás haciendo tengo que hacerlo a través de tu personaje, así le llega a más gente.”
Apenas sonríe mientras sacude su cabeza en señal negativa “Mi vida no es importante, lo que importa es lo que hago y lo que digo”, contesta.
Lo que hace es difundir información secreta robada. Lo que dice en sus últimas entrevistas es que ha desarrollado la teoría de lo que él llama “periodismo científico”; esto es, periodismo que va acompañado por la documentación correspondiente para que los lectores puedan corroborar por sí mismos, objetivamente, si el periodista está diciendo la verdad. Sus críticos señalan que el periodismo siempre se valió de documentos, y mucho más desde que estalló Internet. Assange también viene hablando de la idea de “gobierno transparente”, un gobierno que pone todos sus actos en la red y así evita filtraciones de hackers como Assange. El año pasado Canadá y Gran Bretaña presentaron distintas iniciativas de gobierno transparente pero hasta ahora no han hecho mucho más que anunciarlas. Otro tema que interesa a Assange es la propagación de información. Habiendo estudiado física y matemática en la Universidad de Melbourne, Assange aplica principios de esas ciencias para estudiar el impacto multiplicador de los medios de comunicación. Pero todo eso ya salió en los diarios. Lo mismo que su intrincada arquitectura informática para evitar que el gobierno de los Estados Unidos prohíba sus operaciones. Y su contrato millonario para escribir un libro, con el que le paga a sus abogados. Y su tormentosa relación con los principales diarios del mundo. Ni hablar de las historias que se escribieron a partir de los documentos filtrados.
Agarro una galletita de limón y se la muestro. “Quiero escribir acerca de esto”, le digo.
Se queda pensando. “Lo que podemos hacer es una entrevista por teléfono”, me contesta finalmente. “Podemos hablar de la misión de Wikileaks y de la importancia de Wikileaks para la Argentina. Llamá a tu contacto y pedile mi número porque lo cambio todas las semanas.”
Salgo a fumar otro pucho, me pierdo y aparezco sin querer en el cuarto de Assange. Al igual que el otro cuarto, éste también es oscuro y despojado, con un ventanal que da al jardín y una laptop sobre la mesa. Me doy cuenta de que me equivoqué recién cuando veo la chimenea encendida, justo cuando aparece una empleada de Wikileaks y me saca presurosa, mientras Assange va entrando por la otra puerta.
Llega la hora de tomar el tren de las ocho y me avisan que mi visita está terminada. Pregunto si me puedo despedir de Assange y al rato aparece. Me acompaña hasta la puerta de la cocina.
“Tené cuidado. Este lugar está lleno de espías”, me advierte mientras me ofrece su mano, suave y fría. Las mismas dos empleadas que me fueron a buscar me llevan de vuelta a la estación ferroviaria de Beccles, un pueblito distante de Ellington Hall unos cinco minutos en auto. Faltan quince minutos para que llegue el tren y 190 kilómetros para llegar a Londres. La estación está cerrada y el andén, vacío.
Medianoche en Londres. Alquilo un cuarto en Paddington y prendo el televisor. Acaba de empezar la revolución egipcia. La BBC entrevista a Bill Keller, editor ejecutivo de The New York Times. “En tanto los documentos que publicamos sobre Túnez fueron decisivos en la caída de Ben Alí y los egipcios declararon que su inspiración fue la revuelta de Túnez, podría decise que los cables de Wikileaks han tenido una incidencia fundamental sobre lo que está pasando en el mundo árabe”, declara.
Assange ha proclamado muchas veces que su objetivo es usar la transparencia para corregir injusticias. Podrá tener la horas contadas, como dicen algunos, pero mientras tanto no le va tan mal.
A | AMIA
El 1º de noviembre de 2006, una semana antes de que el juez federal Rodolfo Canicoba Corral odenara la captura de ocho ex funcionarios iraníes y un libanés por el atentado contra la AMIA, el fiscal de la causa, Alberto Nisman, le anticipó el fallo a la embajada de los Estados Unidos y le precisó que la decisión de juez era inminente. Tres semanas después del fallo, Nisman volvió a llamar a la embajada para agradecer el apoyo público y privado que le había brindado el gobierno estadounidense a la investigación y para quejarse de que el gobierno argentino no se hubiera expresado de la misma manera.
Un año y medio más tarde, en mayo de 2008, Nisman se contactó con la embajada de los Estados Unidos para “disculparse” por no haber avisad