Una épica de los últimos instantes

Fragmento

I. De las diferentes formas de decir adiós

“‘Tápenme la cara’, dijo despacio, cuando no pudo más.

Sólo le quedaba el orgullo y no iba a consentir

que le curiosearan los visajes de la agonía.”

JORGE LUIS BORGES,

Hombre de la esquina rosada

“Antes de volverse disolución, la muerte es confrontación. Valor para hacerle frente, pese a todo lo vano, de la empresa.

Valor para escupir a la muerte en plena cara.”

CANETTI

Le quedaban pocos segundos de vida y él lo sabía. Había sido víctima de una emboscada. Al menos doce disparos lo habían alcanzado. Pancho Villa advirtió que su situación era irreversible. Lo rodeaban varios hombres. Entre estertores, con un último vestigio de energía, tomó de las solapas a uno de ellos y lo acercó con brusquedad hacia él. “No me deje morir así”, clamó. Sus seguidores y ayudantes, compungidos, asistían en silencio a la agonía del líder, al tiempo que se preguntaban sobre el motivo por el cual Villa había escogido al individuo menos cercano en los afectos para transmitirle sus últimas palabras. Luego de un instante de hondo silencio, Pancho Villa, sin soltar al periodista que tenía entre sus manos, completó la frase y dijo sus últimas palabras: “Escriba que dije algo profundo”.

Pancho Villa lo sabía. Los actos finales de una persona tienen buena prensa. Póstuma, es cierto, pero buena prensa al fin. Esos últimos momentos (los actos finales, las últimas palabras y hasta los epitafios) han preocupado siempre a los hombres célebres. Están en los márgenes de constituir un género por sí mismos; un género al que podría llamarse el de las últimas palabras o los últimos instantes. Se suelen repetir sin esfuerzo, de memoria. En ocasiones, la situación es paradójica y se comienza a describir a alguien por lo último que hizo o dijo. El problema primordial radica en que estas frases, por lo general, dicen poco del personaje en cuestión. Peor aún, en muchas ocasiones ni siquiera fueron dichas por aquellos a los que la historia se las endilga. Cuesta creer en un Manuel Belgrano agonizante diciendo: “Ay, Patria mía”.

Las últimas palabras de los personajes históricos suelen carecer de interés: tan ampulosas, solemnes y graves que el lector siempre se inclina a creer que, en realidad, son obra de un biógrafo exaltado o de algún comedido que consideró que poner en boca del admirado difunto de turno alguno de esos remilgados lugares comunes alimentaría su figura. Por lo general, no son más que mala literatura, obvia.

Se puede afirmar, siguiendo a Canetti, que “cada cual tiene que enfrentarse de forma totalmente nueva a la muerte; no hay normativa alguna que valga”. Hay que imaginarse la situación: una persona agonizante, masacrada por el dolor y con cuestionamientos sobre temas como el infierno, la vida en el más allá y los afectos que lo rodean o aquellos que lo abandonaron, no está para grandes discursos. Sería injusto pedirle perspicacia en esos momentos. Algunos, dada su condición física, hasta carecen de lucidez. No se conoce, a priori, cuál será el sentimiento predominante ante el final: indignación, dolor, gratitud o venganza. Sin embargo, hay quienes elaboraron sesudas parrafadas para ser dichas en las vísperas de su propia muerte. Otros, durante años, elucubraron las frases de sus epitafios, altisonantes haikus fúnebres premeditadamente generosos (para con ellos mismos). Preocupados por la posteridad, por engañar a la posteridad. Como si les faltara confianza en su obra, como si fuera necesario alimentar una leyenda, como si no bastara con la labor de una vida. Epitafios demasiado urdidos, que sitúan al lector entre la incredulidad y la vergüenza ajena, y que hacen que no pueda dejar de imaginarse al muerto, bajo tierra, con una sonrisa arrogante, pensando con satisfacción: “Que profundo estuve”.

Casi todos fracasaron. Las excepciones, los triunfos contundentes, se encuentran en el marxismo. En Karl y en Groucho. Karl Marx, preguntado por una enfermera con vocación de periodista sobre sus últimas palabras, la echó del cuarto avisándole que no tenía, todavía, pensado morirse, no sin antes aclararle que “… las últimas palabras son cosa de idiotas que no han dicho lo suficiente mientras vivían”. Groucho, por su parte, es el campeón indiscutido en lo que se refiere a epitafios con su eficaz Perdone que no me levante.

Podrían crearse dos grandes grupos, dos continentes (y unas cuantas islas). El primero lo integrarían los afectados, los que con deliberación desean construir una imagen a fuerza de grandilocuencia y artificio; en el otro estarían los naturales, los que aun en esos momentos postreros actúan sin traicionarse, los que son ellos mismos hasta el final. Éstos son los que interesan. Los que con unas palabras o una actitud permanecen fieles a su esencia. Los que con unos pocos gestos finales se despiden con dignidad, sin ostentación, con fidelidad absoluta con su recorrido, casi como si no fueran a morirse en pocos minutos. Al alejarse de los clichés, de todas esas zonas anegadas de lugares comunes, se accede a eso que alguien, cierta vez, llamó “una épica de los últimos instantes”.

Los genuinos exponentes del género de los últimos instantes no envejecen. El paso del tiempo no los corroe. Sin importar de que material era la cama o el largo del ropaje de los deudos. Son atemporales. El drama siempre es el mismo, no varía según la época: una persona está muriendo.

De otros grandes hombres, por el contrario, jamás se sabrá cual fue el bando que ocuparon en esta arbitraria contienda: una enfermera norteamericana, que sin dudas no era políglota, confundió las últimas palabras de un débil Einstein, pronunciadas en un lento y atildado alemán, con un balbuceo sin sentido. En las últimas décadas, cada vez más se repiten situaciones como ésta. John Updike reflexionó al respecto: “Las últimas palabras, registradas y atesoradas en los días en los que el lecho de muerte era el hogar, han pasado de moda. Quizá porque la mayoría de las personas agotan sus últimas horas en un hospital, demasiado drogadas para que lo que dicen tenga algún sentido. Y sólo las oye la enfermera del turno de noche”.

La muerte forma parte de la vida de una persona. Es su acto final. La muerte es parte constitutiva de una existencia. Si se nace, se morirá. Esta realidad era recordada, a cada momento, por los romanos. En especial en los buenos momentos. Impusieron la costumbre en los desfiles de entrada a la ciudad de sus ejércitos victoriosos. Los ciudadanos aclamaban al general vencedor. Era la apoteosis. Detrás del general, un siervo tenía la particular misión de recordarle al vencedor que no era omnipotente, de hacerle saber de su naturaleza humana. Memento mori, le decía. Recuerda que vas a morir. Es inevitable.

“El arte de vivir bien y de morir bien son uno solo”, sostuvo Epicuro. El morir considerado como una de las bellas artes. Sylvia Plath, muchos siglos después, retoma esta idea en uno de los últimos poemas que escribió antes de su suicidio, el estremecedor Lady Lazarus:

“Morir,

Es un arte, como todo lo demás.

Lo hago excepcionalmente bien.

Lo hago de forma que parece el infierno,

Lo hago de forma que parece real.

Supongo que podría decir que poseo el don”1.

Se suele decir “murió por sus ideales”. Puede ser cierto, más en las luchas contra los Estados totalitarios contemporáneos. Pero con seguridad se podría afirmar que el fallecido, en el momento de la muerte, no pensó que lo hacía por una sociedad mejor y más justa. Si bien es imposible negar que la lucha tuvo ese fin, y precisa imprescindiblemente de esa convicción, en el momento de la acción el pensamiento se sitúa en zonas inmediatas, de mayor cercanía. Un buen ejemplo de ello es el relato que hace Rodolfo Walsh en uno de los prólogos de Operación Masacre. Es la medianoche del 9 de junio de 1956. Es la noche del levantamiento del general Juan José Valle contra el gobierno de la autodenominada Revolución Libertadora. Las fuerzas oficialistas persiguen por las calles a los insurgentes. Hay disparos. Cuenta Walsh: “Tampoco olvido que, pegado a la persiana, oí morir a un conscripto en la calle y ese hombre no dijo: ‘Viva la patria’, sino que dijo: ‘No me dejen solo, hijos de puta’”. Las últimas palabras más convincentes de la historia.

Kierkegaard estableció una diferencia entre quienes mueren por sus ideales y los farsantes o imitadores, como él los llama: “La diferencia entre un hombre que enfrenta la muerte por una idea y un imitador que va en busca del martirio es que mientras que el primero logra expresar plenamente su idea en la muerte, lo que el segundo saborea, en realidad, es la extraña sensación de amargura que queda del fracaso; el primero se solaza en su victoria; el segundo, en su sufrimiento”.

En cada muerte hay un drama. Y detrás de cada muerte, hay una vida anterior. Hay quienes eligen, en cierta forma, el modo de morir. Mueren su propia muerte, la que es coherente con su vida. No son sólo los suicidas. Algunos yendo tras sus convicciones más profundas encuentran un final inevitable. No obstante, continúan con su andar. Porque no tienen otra posibilidad. Son aquellos que no pueden traicionarse. Los que parecen seguir a ultranza la máxima de José Martí: osar morir da vida.

El historiador Philippe Ariès2 divide el devenir de la muerte en las sociedades durante el transcurso de los siglos. En tiempos antiguos se encuentra un sentimiento añoso y duradero, de familiaridad con la muerte. No hay miedo ni desesperación. Es el sentimiento imperante, es masivo. “A mitad de camino —dice Ariès— entre la resignación pasiva y la confianza mística.” La muerte es parte de la vida, es el reconocimiento de un destino. En esa ceremonia están los funerales y el duelo, pero el momento principal es el de la muerte. Tanto es así, que no existe una confrontación —como en la actualidad— entre un antes y un después. Los vivos y los muertos están entremezclados. Con el tiempo, con el devenir de los siglos, gradual, progresivamente, esa actitud se fue modificando. La muerte podía adquirir ribetes heroicos o románticos. O absolutamente trágicos. Hasta llegar a los tiempos modernos en los que la muerte es un tema innombrable. Se oculta. Su presencia, su llegada, ya no se asume con naturalidad. El francés ubica el origen de esta tendencia en los Estados Unidos. Para Ariès “la actitud moderna es la prohibición de la muerte para preservar la felicidad”.

Es un imperativo social. Se debe ser feliz, evitar la tristeza y los sufrimientos.

John Berger en sus Doce tesis sobre la economía de los muertos concuerda con el historiador francés. Dice en su tesis número doce: “¿Cómo viven los vivos con los muertos? Mientras el capitalismo no deshumanizó la sociedad, todos los vivos esperaban alcanzar la experiencia de los muertos. Era su futuro último. Por sí mismos, eran incompletos. Así, vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma tan peculiar de egoísmo como la de hoy en día podía romper esa interdependencia. Y los resultados han sido desastrosos para los vivos, que ahora creen que los muertos han desaparecido”.

Rilke clama en un poema —(…) Señor, concede a cada cual su muerte— por una muerte digna, justa, acorde a la existencia anterior del individuo. A veces, no siempre, cada cual obtiene su muerte. La que merece. Aquella que es consecuente con su trayectoria. Esa muerte que es el corolario de una vida. La que permite dejar la vida de la misma forma en que se vivió. Abelardo Castillo en un reportaje que le realiza Liliana Heker3 ahonda en la cuestión: “Siempre se asocia este poema con la muerte del propio Rilke, quien, para ser exactos, se deja morir. Se dejó morir por una herida que se hizo cortando rosas para una mujer, él, que fue el cantor de las rosas y que escribió aquellos versos espléndidos en que se pregunta cuál será el sueño de nadie que está soñando la rosa debajo de tantos párpados. Rilke pidió precisamente ese poema como epitafio de su tumba; o sea que construyó su muerte. La eligió. En cuanto vio una buena muerte a mano, se hizo matar por esa muerte”.

Están también los que se despiden por encima de sus posibilidades. Los que confunden petulancia con dignidad. Los individuos a los que ningún final podrá rescatar de la ignominia. Una muerte digna, una muerte llena de heroísmo, no salva una vida. Los tiranos, los asesinos mueren, a veces, mejor de lo que viven —aunque, por lo general, no son propensos ni al altruismo ni a lo heroico—. Lo que importa en ellos es su relación con la muerte de los otros, con las muertes que ellos propinan. No hay lugar en sus existencias para lo épico. El terreno de ésos es otro. Son los que habitan la abyección y la sordidez. Cualquiera sea la forma de despedirse de este mundo, su existencia lleva la marca de la infamia.

Tal vez, una digna síntesis de esta cuestión la plantee André Malraux al referirse al final de su abuelo. Era un intelectual que frecuentaba a Weber, Durkheim, Sorel y Freud. Decidió quitarse la vida. El día anterior a su muerte tuvo una conversación con su hijo en la que éste le preguntó: “Si pudieras elegir otra vida, ¿cuál elegirías?”. El abuelo de Malraux respondió, sin dudar, que volvería a elegir la suya. Al día siguiente se suicidó. André Malraux cuenta la anécdota en sus Antimemorias y concluye: “Es probable que un hombre siga profundamente apegado a sí mismo, aun cuando ya esté separado de la vida”.

1 “Dying / Is an art, like everything, / I do it excepcionally well. / I do it so it feels like hell. / I do it so feels real. / I guess you could say I’ve a call.”

2 Phillipe Ariès, Morir en Occidente.

3 Liliana Heker, Diálogos sobre la muerte.

II. Epitafios levemente prematuros
(breve antología de últimas palabras)

“Cuando uno muere, la muerte es

lo último en que se piensa. Todo el

organismo está ocupado en la respiración.”

ITALO SVEVO

Sus familiares rodeaban la cama. Desde hacía varios días, Buster Keaton agonizaba sin pronunciar palabra alguna. Sólo se escuchaba su pesada respiración. De pronto, también cesó ese sonido. El silencio dominó la escena hasta que, con timidez, un sobrino lo quebró y se animó a decir lo que los demás pensaban: “Se murió”. Otro de los familiares del célebre cómico propuso una comprobación científica: “Hay que tocarle los pies. Todas las personas mueren con los pies fríos”. En el momento en que alguien se inclinaba sobre la cama para poner en práctica el dudoso método, se escuchó: “Juana de Arco, no”. Fue lo último que dijo Buster Keaton antes de morir.

Montaigne creía que las personas al proferir sus últimas palabras decían la verdad, como medio para procurar la salvación del alma. Sócrates, en cambio, sostenía que ante la proximidad de la muerte se adquiría un don especial, una clarividencia de la que se carecía en el resto de la vida: “Hombres que me condenan, es tiempo de que les profetice; estoy por morir, y ésa es la hora en que a los hombres se les da el don de la profecía”. La importancia que estos mensajes finales tenían en la antigüedad se puede vislumbrar en el lamento de Tácito ante el asesinato de su suegro: “Además del dolor por un padre muerto, que no hubiéramos podido estar junto a su lecho incrementó el dolor de su hija y el mío, que no pudiéramos cuidarlo en su enfermedad, en su declive, que nos colmáramos de abrazarlo y de mirarlo. Sin duda habríamos recibido sus últimos deseos y sus últimas palabras, y los habríamos fijado muy dentro de nosotros”.

La costumbre de pronunciar las últimas palabras (y que alguien las deje consignadas) comenzó en Grecia. En la Edad Media el hábito se profundizó. En esa época era una de las condiciones del buen morir. Emitir un mensaje final. Contundente, conciliador, que asegurara el paso a la otra vida. No fuera cosa de cometer un desliz a último momento. Durante siglos las ejecuciones de criminales fueron un evento popular. Multitudes se acercaban a la plaza principal de la ciudad a ver morir a sus conciudadanos. Lo que hacía que fueran tan populares no era solamente la exacerbación del morbo. Esas ejecuciones eran habituales, se llevaban adelante casi con una frecuencia semanal. Y una vez presenciada una, las demás se parecían: todos los cuellos se rompen de la misma manera. Uno de los atractivos principales, sin embargo, eran las últimas palabras de los condenados. Las últimas palabras de los hombres célebres constituyen un género que goza de simpatía. Sin embargo, la mayoría de las frases atribuidas a esta gente son de dudosa veracidad. Y las veraces son aniquiladas por el peso de su propia solemnidad. El de las últimas palabras es un género que navega entre la historia, el testimonio y la leyenda.

Fueron muchos los escritores que planearon una antología de últimas palabras. Chateaubriand menciona el proyecto en sus eternas memorias, Montaigne tomó apuntes durante años para un libro que nunca llegó a escribir, y Borges y Bioy Casares manejaron la posibilidad en diversas ocasiones. En el Borges de Bioy4 varias de las entradas, después del consabido hoy come en casa Borges, hablan del proyecto. Nunca lo realizaron.

Alejandro Dolina tiene un pequeño cuento5 donde denuncia la pomposidad de estas frases finales e imagina a un hombre, el arquitecto Hugo Zambrano, obsesionado por la cuestión. Con los años se le hizo costumbre pensar en su muerte. “Y resolvió adornarla con unas palabras que hicieran reventar de envidia a los vecinos. Las preparó cuidadosamente con fragmentos de discursos escolares.” Con la llegada a la vejez el tema comenzó a preocupar más a Zambrano. Un día creyó morir y profirió la frase que había elaborado durante décadas: “Perdono a mis ofensores ahora que voy a atravesar la puerta oscura…”. Después se sumió en el silencio, pero la muerte no llegaba. Se negaba a responder a las preguntas de sus familiares para no arriesgarse a que lo último que dijera fuera una ramplonería. Se curó pero aprendió la lección, y ante cada pregunta, él respondía con su frase: “Perdono a mis ofensores…”. Dolina finaliza así la historia de Zambrano: “El arquitecto murió una mañana de junio y los vecinos sospechan que fue asesinado por sus familiares, después de obligarlo a decir algo humillante”.

Se exige a los hombres célebres profundidad en sus últimos instantes. Se espera que estadistas, escritores, artistas y filósofos no se vayan sin decir una gran frase final, un aforismo edificante y revelador. El poeta Walt Withman era de los que pensaba de este modo. Le otorgaba gran importancia. Las últimas palabras eran, para él, la culminación de una vida. Pasó largo tiempo buscando las palabras exactas, aquello que fuera la coronación de su magnífica obra poética. Sin embargo, la muerte lo sorprendió y su última palabra fue un prosaico lamento: “¡Mierda!”.

Algunas obviedades

Algunos, sin importar su talento, profieren frases ramplonas, obvias o proféticas, según como se las quiera mirar. Es el caso de Anton Chéjov y Luis Buñuel, que dejaron su arte y su genio de lado y coincidieron en un lacónico: “Me muero”. Robert Kennedy preguntó: “¿Hay alguien herido?”, segundos después de que le dispararan desde corta distancia y segundos antes de entrar en coma. John Lennon, ante el ataque de Chapman frente a su edifico de la Quinta Avenida, realizó un diagnóstico de la situación certero: “Me dispararon”, dijo. Similar al “¡Carajo, un balazo!”, de Antonio José de Sucre, alcanzado mientras cabalgaba por la selva colombiana.

Despedidas eclesiásticas

El Malevo Muñoz (Carlos de la Púa) agonizaba en un hospital porteño rodeado de amigos. De repente, se abrió la puerta de la habitación e ingresó un cura con un rosario y una Biblia en la mano. Avisado por los médicos de la desesperante situación del autor de La crencha engrasada, el religioso se disponía a impartirle la extremaunción. Barquina, fiel amigo y conocedor de la ausencia de convicciones religiosas del Malevo, se interpuso en el camino del cura y con amabilidad, pero con firmeza, lo invitó a retirarse. Le sugirió que no era necesaria su intervención. Mientras otros amigos trataban de distraer al Malevo Muñoz para que no se percatase de lo que estaba sucediendo, éste levantó con dificultad la cabeza de su almohada. “Venga, Padre. Acérquese, por favor”, dijo. Al ver las miradas de extrañamiento de sus amigos, Muñoz se apresuró a aclarar, mientras, cómplice, les guiñaba un ojo: “Me voy a tirar un lance, muchachos”.

Voltaire fue otro personaje previsor. Una piadosa enfermera le preguntó si quería renegar de Satanás. Luego de reflexionar un instante, Voltaire respondió: “Creo que no es el momento de procurarme nuevos enemigos”.

Madame de Pompadour recibía los últimos servicios. Los médicos de la corte la habían desahuciado. El confesor se disponía a retirarse. Madame de Pompadour, postrada en la cama, le dijo: “Un momentito, señor cura, saldremos juntos”, y murió.

James Thurber agonizaba y sus familiares decidieron que debía ver a un sacerdote. El cura, al entrar en su habitación, acomodó algunos elementos de la liturgia sobre la mesa de luz, abrió la Biblia y comenzó el sacramento con una pregunta al moribundo: “¿Está listo para morir?”. Thurber interrumpió los quejidos que pretendían ser una respiración acompasada, y con un hilo de voz y una mueca de resignación contestó: “Por supuesto, ahora no es tan fácil como antes seducir a las chicas”. Similar fue lo de Lucio V. Mansilla, que ante un confesor que pretendía hurgar en su pasado, resumió sus días: “Padre, en mi vida yo maté a algunos hombres y amé a numerosas mujeres. Es todo”.

Al cura que trata de darle la extremaunción, Lamoignon de Malesherbes le dice: “Basta, señor. Váyase. No soporto su estilo”. Otro que desdeñó la asistencia religiosa fue Maquiavelo. Pero no pudo dejar ir al sacerdote de su habitación sin darle los motivos: “Yo quiero ir al infierno, no al cielo donde sólo podré encontrar mendigos, monjes y apóstoles. En el infierno estaré rodeado de papas, príncipes y reyes”. En una línea similar se adscribió Mark Twain: “El paraíso lo prefiero por el clima, el infierno por la compañía”.

El ácido escritor irlandés Brendan Behan le dijo a la monja que lo cuidaba: “Dios la bendiga, hermana. Ojalá todos sus hijos sean obispos”, y dejó de respirar. Algunos sacerdotes no aceptan con facilidad el rechazo. Heine, agobiado por la pertinaz insistencia de quien quería confesarlo por última vez (recordándole los pecados que el poeta había cometido en su licenciosa existencia), lo echó de la habitación con estas palabras: “No se preocupe, padre. Dios me perdonará. Es su profesión”.

Joan Crawford era una mujer complicada. En la muerte fue consecuente con su conducta de toda la vida. Estaba muy grave. No valía la pena llevarla al hospital, había dicho el médico. En el cuarto principal de su mansión esperaba la muerte. Su mayordomo, desesperado, comenzó a rezar en voz alta. Ella le gritó por última vez: “¡No te atrevas a pedirle a Dios ayuda por mí!”. Siguiendo con las actrices de carácter difícil, Marlene Dietrich rechazó la ayuda espiritual que un sacerdote le ofreció y lo echó destempladamente de la habitación diciendo: “¿De qué voy a hablar yo con usted? Tengo una cita inminente con su jefe”.

Contraindicaciones

Los médicos son receptores habituales de estas sentencias finales. Es lógico. El médico lo consolaba con buenas noticias, entonces Alexander Pope sacó a relucir todo su sarcasmo en el momento de la despedida: “Está bien, entonces muero curado”. Algo parecido dijo Nancy Mitford: “Usted puede decir que anhelo la muerte. Desde luego. Pero anhelo mucho más estar curada”.

Lady Astor despertó luego de largos días de inconsciencia. Al abrir los ojos, vio que un profesional sentado a la vera de su cama le tomaba el pulso con rostro preocupado. Por sobre el hombro del médico, vio que toda su familia estaba en la habitación. Lady Astor preguntó: “Doctor, ¿me estoy muriendo o es mi cumpleaños?”.

Conrad Milton, el fundador de la cadena hotelera, confundió por sus delantales blancos a los médicos y enfermeras que lo asistían con mucamas de sus hoteles. Les dio una última orden: “La cortina de la ducha hay que ponerla del lado de adentro de la bañadera”.

Es frecuente que los pacientes desobedezcan a los médicos o que asuman ante ellos una rebeldía final. Lord Palmerston llevó eso al paroxismo: “¿Morir, doctor? ¡Es lo último que haré!”. El general Ethan Allen había sido herido en una de las batallas por la independencia norteamericana. El doctor del ejército, luego de realizarle las primeras curaciones, tomó conciencia de que todo esfuerzo sería infructuoso, e intentó confortar al paciente diciéndole: “General, me temo que los ángeles del cielo lo están esperando”. Ethan Allen pegó un último grito: “¿Esperando? ¿A mí me esperan? ¡Déjelos que esperen, doctor! Tenemos tiempo…”.

Julián Green se encargó de quitarle todo encanto a la despedida de Claudel. Según Green, se alejó con una pregunta: “¿Habrá sido el salchichón, doctor?”.

Stan Laurel, el Flaco (de El Gordo y el Flaco), estaba agonizando en un hospital. De pronto le dice, con un dejo de nostalgia, a la enfermera que lo asistía: “Me gustaría estar esquiando”. La enfermera pregunta: “¿Usted esquía, señor Laurel?”. “No, nunca en mi vida —contestó el humorista—. Pero preferiría estar esquiando antes que muriendo acá.”

Últimas entradas

Si bien de esta caprichosa enumeración están excluidos los suicidas, Cesare Pavese y Dora Carrington merecen una excepción. Pavese, deshecho por la angustia que lo había acompañado por décadas, tomó su diario (luego publicado como El oficio de vivir) y con prolija y contenida caligrafía escribió una última entrada. “Los suicidas son homicidas tímidos…Todo da asco. No más palabras. Sólo un gesto. No escribiré más”. Luego, cerró el cuaderno y sobre la portada gastada apoyó la lapicera. Incumplió su promesa. Escribió una frase más: “Perdono a todos y a todos pido perdón. No murmuren demasiado”. Luego tomó varios frascos de barbitúricos que llevaba siempre con él y una a una ingirió todas las pastillas. Lo encontraron varios días después. Le llegó la muerte y nunca sabremos que ojos tuvo.

Dora Carrington quedó devastada tras la muerte de Lytton Strachey. La tristeza y la melancolía la aplastaban. En lápiz, con su letra infantil, copió en su diario una cita de Sir Henry Wotton (Upon the Death of Sir Albert Morton’s wife):

He first deceased; she for a little traed

To live without him, liked it not, and died.

(Él murió primero; ella por un tiempo intentó

Vivir sin él, le disgustó y murió.)

Está en la última página de su diario. Es su entrada final. Después de transcribir esos versos, Dora Carrington se suicidó.

La fotógrafa Diane Arbus llevaba, también, un diario. Luego de una cena con amigos, escribió una breve entrada: “La última cena”. Horas después se cortó las venas.

Tomás Abraham describe el final del filósofo Paul Feyerabend: “El maravilloso diario personal Matar el tiempo en el que Paul Feyerabend, con su tumor cerebral, prosigue en la cama del hospital la cotidiana escritura del libro que estamos leyendo hasta que aparece una página en blanco. No es un problema de edición. Al dar vuelta la hoja sigue un párrafo, pero de su mujer. El filósofo entró en coma, quedó a media página, cuando escribía que lo más importante es el amor. Aún respiraba cuando su mujer Grazia le susurraba al oído que un editor quería publicar esas memorias”.

Excesos

El escritor italiano Italo Svevo representa otro buen ejemplo. En 1928 sufrió un accidente automovilístico y quedó postrado, no sólo a causa de los magullones producidos por el auto que lo embistió, sino por el abuso del cigarrillo durante toda su vida. Los médicos diagnosticaron que el final era inminente, la nicotina había obstruido y anquilosado cada una de sus arterias. El auto sólo había apresurado lo inevitable. A pesar de haber intentado toda la vida dejar de fumar y abandonar la literatura (prometió ambas cosas en innumerables cartas a su esposa), en su lecho de muerte la literatura y el cigarrillo permanecieron con él: insoslayables, ineludibles, coherentes. Svevo no abjuró de ellas ni siquiera al final. Persistió en sus vicios como lo que para él eran. Dos pulsiones vitales y mortales. El autor de La conciencia de Zeno no se arrepentía. “El cigarrillo fue mi musa”, decía a su yerno y a su hija, quienes lo acompañaban en la espera del inexorable desenlace. La hija, entre lágrimas, compadecía el destino de su padre. Svevo, con presencia de ánimo, intentó tranquilizarla: “Morir es más fácil que escribir una novela”. Y dirigiéndose a su yerno agregó: “¿Me darías un cigarrillo?”. Antes que la hija explotara de indignación, antes que el yerno pudiera negárselo, Italo Svevo se apresuró a aclarar en un murmullo casi inaudible, “... sería el último”. Humberto Saba comentando el estado de ánimo de Svevo en su lecho de muerte escribió: “Siempre he pensado que el humor es la forma suprema de la bondad”.

De los adioses etílicos, los más célebres, sin duda, son los de Dylan Thomas y Humphrey Bogart. El actor, mientras Lauren Bacall acariciaba sus manos con ternura, la miró a los ojos y torciendo levemente los labios, reflexionó: “Nunca debí cambiarme del scotch a los martinis”6 . El poeta galés, por su parte, pronunció sus más recordadas palabras al regresar de la White Horse Tavern, el 3 de noviembre de 1953. Minutos antes de morir en el hall del Chelsea Hotel dijo: “Tomé 18 whiskies seguidos. Creo que es todo un récord”.

Adioses de celuloide

Bela Lugosi y Johnny Weissmüller fueron actores. Los dos quedaron estigmatizados por los personajes que interpretaron: Drácula y Tarzán, creaciones poderosas que ellos instalaron en el celuloide. En su lecho de muerte, esos personajes que les habían dado fama y fortuna regresaron a ellos. El mutis final lo hicieron juntos. Las palabras finales de Bela Lugosi fueron: “Soy el conde Drácula, el Rey de los Vampiros. Soy inmortal”. Apenas dichas esas dos frases, murió. Johnny Weissmüller, campeón olímpico y el primer Tarzán sonoro del cine, no pronunció últimas palabras. Lo suyo fueron unos sonidos guturales atronadores, como aquellos gritos que daba ante las cámaras mientras recorría la selva de liana en liana en busca de Jane.

Las palabras finales arquetípicas del cine son las que Orson Welles pone en boca del protagonista de El Ciudadano. Charles Foster Kane agoniza y entre labios barbotea: “Rosebud”. Esa última palabra es, para quienes lo acompañan y para los periodistas que se enteran, críptica, un misterio complejo de desentrañar. Kane en ese acto final se remite (ellos no lo saben) a lo más profundo de su existencia, a su jardín resguardado, al espacio sin contaminar. Al lugar de la felicidad: ese elemental trineo es su infancia.

Roy Batty (interpretado por Rutger Hauer) está muriendo en Blade Runner, la película de Ridley Scott basada en la novela de Phillip Dick. Su monólogo final es estremecedor: “He visto cosas que ustedes no me creerían. Naves de ataque incendiadas sobre los hombros de Orión. He visto máquinas infernales destellando en la oscuridad cerca de las puertas de Tanhauser. Todos esos momentos se perderán definitivamente en el tiempo, como lágrimas en la lluvia”.

Sin embargo, si de monólogos finales estremecedores en el cine, el primer lugar —de existir un ranking— se lo llevaría seguramente el coronel Kurtz de Marlon Brando en Apocalypse Now de Francis Ford Coppola. Kurtz finaliza su vida, después de un alucinado soliloquio, con las mismas palabras de la novela de Conrad, El corazón de las tinieblas (en la que el film está basado libremente): “El horror, el horror...”.

Es la computadora más famosa de la historia del cine y la única con últimas palabras… HAL 9000, la de 2001: Odisea del espacio, la obra maestra (una de sus obras maestras) de Stanley Kubrick: “Para, Dave. ¿Vas a parar, no? Para, Dave. ¿No te vas a detener? Para, Dave. Tengo miedo. Tengo miedo, Dave. Dave mi mente se está yendo. Lo puede sentir. Mi mente se va. No hay dudas de eso. Lo puedo sentir. Lo puedo sentir. Lo puedo sentir. Tengo miedo... Buenas tardes, soy la computadora HAL 9000. He entrado en funcionamiento en la planta Hal en Urbana, Illinois, el 12 de enero de 1992. Mi instructor fue el señor Langley, y él me enseñó a cantar una canción. Si la querés escuchar, la puedo cantar… Se llama Daisy. (canta) Dai-sy, Dai-sy, give me your answer trae. I’m half cra-zy o-ver the love of you. It won’t be a stylish mar-riage. I can’t afford a car- riage...”.

El capitán John Miller (Tom Hanks) en Rescatando al soldado Ryan de Steven Spielberg, cae gravemente herido después de cumplir con éxito su complicada misión: rescatar con su pelotón a un soldado que quedó del otro lado de las filas enemigas. El costo es alto. Miller perdió varios soldados y a él lo han herido de muerte, sabe que le queda poco tiempo. Mira al soldado Ryan a los ojos y le dice: “Merécetelo”.

En Crímenes y pecados, de Woody Allen, unos de los personajes es un filósofo judío, tierno y encantador. De un día para el otro, decide suicidarse. Se tira por una ventana. Deja una nota de despedida: “Salí a tomar aire”.

Condenados

Hay, también, quienes hasta el último instante conservan intacta su capacidad de raciocinio. Y su sentido del humor. Como James Roges, criminal condenado a muerte. Luego de apagar el habano que le concedieran como gracia, y cuando fue consultado frente al pelotón de fusilamiento acerca de su última voluntad, no dudó en responder: “Un chaleco antibalas, por supuesto”. Otro buen ejemplo, fue el de Crawford Goldsby, conocido como Cherokee Bill, quien al pie de la horca, al preguntársele si deseaba decir algo, contestó: “No. No vine a hacer un discurso. Vine a morir”. Santayana decía que San Lorenzo en la hoguera avisó: “Denme vuelta. De este lado ya estoy asado”.

Dos damas que pasaron por el patíbulo fueron Ana Bolena y María Antonieta. Ambas demostraron que aun en los peores momentos conservaban su femeneidad y elegancia. Ana Bolena se dirigió respetuosamente al verdugo que la iba a decapitar: “Señor, me han dicho que usted sabe muy bien su oficio. De todos formas, no le daré trabajo, tengo un cuello muy fino”. Por su parte, María Antonieta había llegado a la guillotina acusada de traición. Su frase final fue: “Perdóneme, señor”. Se la dirigió al verdugo. Lo había pisado sin querer.

Los revolucionarios franceses despedían en la guillotina a los enemigos de la Revolución. La actitud del aristócrata Henri de Xavière no tuvo demasiados imitadores en esos tiempos de odios y venganzas. Ya sobre el patíbulo, le preguntaron si deseaba tomar una copa de vino como última voluntad. La rechazó. “Muchas gracias, pero no debo. Cuando tomo pierdo la cabeza con facilidad.” En la misma época, un detenido en La Bastilla fue llamado para ser ejecutado. Pidió unos minutos más para finalizar un capítulo del libro que estaba leyendo. Le fueron concedidos. Ya con los carceleros en la puerta de su celda, se levantó con calma del catre para acompañarlos, no sin antes doblar la punta de la última página del libro que leía para marcar hasta dónde había llegado. A Robespierre, el principal impulsor de esta depuración, con el cambio de los vientos políticos también le llegó su turno. Intentó suicidarse de un balazo antes de ser apresado. Pero el disparo no fue lo suficientemente preciso; sólo consiguió partirse los huesos de la mandíbula. Sus captores lo llevaron a la guillotina al día siguiente, junto con otros veintiún hombres. De Robespierre (que había dicho que la muerte es el comienzo de la inmortalidad) no se conocen últimas palabras. Sólo profirió un alarido brutal de dolor luego de que el verdugo arrancara con violencia las vendas que sostenían precariamente su mandíbula.

Las ejecuciones de los condenados a muerte en los Estados Unidos aportan profuso material. El asesino serial Carl Panzram fue fiel a sí mismo. Y no pudo dejar de lado su oficio en sus palabras de clausura. Le dijo a su verdugo, que se demoraba con la soga: “Apurate de una vez, idiota. En el tiempo que necesitás acá, yo habría ahorcado ya a una docena de hombres”. En Oklahoma, en 1966, James French fue condenado a la silla eléctrica por múltiples homicidios. En el momento de llevarse a cabo el cumplimiento de la sentencia, estaban presentes, como es costumbre, familiares de las víctimas, allegados al convicto y varios periodistas. Él se dirigió a estos últimos: “¿Qué les parece este titular para los diarios de mañana? French Fries”7. Y largó su última risotada.

Francis “Dos Pistolas” Crowley era un reconocido gángster. Su destino final: la silla eléctrica. Su despedida, una mezcla de amor y odio. Antes de que bajaran la llave del interruptor llegó a decir: “Transmítanle mi amor a mi mamá… ¡Hijos de remil putas!”. En la misma línea se adscribió John Garret, ejecutado en 1992: “Quiero agradecer a mi familia por todo el amor y cuidado que me brindó. El resto se puede ir a la mierda”.

Hubo uno que no llegó a ser ejecutado. Murió antes. De hecho, las últimas palabras de Godwin, conde de Essex, fueron: “¡Que me muera al tragar este trozo de pan, si soy culpable!”.

Palabras de próceres

Existe una manía idiota y persistente de hacer hablar a los próceres, y si es en su lecho de muerte, mejor. De los actos postreros autóctonos, el que goza de mayor prestigio y difusión es, sin dudas, el del sargento Cabral. Pocos datos pueden repetir los alumnos primarios sobre nuestra historia como las palabras finales de Cabral: “Muero contento, hemos batido al enemigo”. Se hace arduo imaginar que en el fragor de la batalla, en las circunstancias penosas en que se encontraba el afamado futuro sargento (fue promovido póstumamente), herido de muerte y con un dolor insoportable invadiéndolo, haya podido hilvanar tan galante expresión. Recientes trabajos historiográficos sostienen que sus últimas palabras no son las que nos enseñaron en las aulas. El sargento Cabral se habría ido del mundo hablando en guaraní y profiriendo una sentencia más gráfica y contundente que la conocida por nosotros. La versión Mitre-Billiken empalidece ante esta nueva posibilidad que, además, cuenta a su favor con otra gran virtud que da anclaje a este tipo de relatos: la verosimilitud. El sargento Cabral habría dicho: “Muero contento, cagamos a estos mierdas”.

Otros escritores

Henry James no se salió del personaje ni siquiera en su lecho de muerte: “Al fin, esa dama distinguida”, dicen que dijo. El chileno Nicanor Parra parece estar polemizando directamente con el atildado James cuando en uno de sus antipoemas trata a la muerte de puta caliente, que hace dar diente con diente al más pintado y a la larga está con todos. Ya vemos, todo un camino entre dama distinguida y puta caliente.

Jean Cocteau dijo al morir: “Desde el día que nací, mi muerte empezó su paseo. Está caminando hacia mí, sin prisa”. Tal vez, a François Mauriac le habían referido estas últimas palabras, tal vez sólo estaba pensando en la obra de Cocteau cuando declaró: “Me sorprendió que pudiera hacer algo tan natural, tan simple, tan imprevisto como morir”.

William Faulkner acompañaba a su madre en su agonía. Su estado era irreversible y ello lo sabía. El escritor, para confortarla, comenzó a describirle las cosas y elementos maravillosos que ella iba a encontrar en el Paraíso. Todo iba bien hasta que Faulkner nombró a su padre. La anciana lo interrumpió y preguntó enojada: “¿Cómo? ¿En ese cielo voy a tener que encontrarme con tu padre?”. “Si no querés, no”, contestó el escritor. La madre pudo decir algo más antes de expirar: “Qué bueno, porque ese hombre no me agradaba demasiado”.

El dramaturgo Henry Arthur Jones se lució con una gran salida de escena, muy superior a su dramaturgia. Cuando le preguntaron a quién deseaba tener a su lado en sus últimos momentos, si a su sobrina o a una enfermera, con apenas un hilo de voz contestó: “La elección es muy sencilla: a la que sea más bonita de las dos”.

En 1914, el excepcional cuentista Saki se enroló como voluntario en el ejército británico para pelear en la Primera Guerra Mundial. Se cuenta que murió el 14 de noviembre de 1916, debido al certero disparo de un francotirador, y que sus últimas palabras fueron para un compañero de trinchera: “Apaga ese maldito cigarrillo”.

El 23 de setiembre de 1973, por la mañana, Pablo Neruda seguía durmiendo. Su mujer se alarmó cuando, transcurridas varias horas, el poeta seguía sin despertar. A las 22.30 exhaló el último suspiro. Parece ser que sus últimas palabras, dichas en un susurro, fueron: ¡Los fusilan! ¡Los fusilan a todos! ¡Los están fusilando!”.

4 Tanto en ese libro como en los otros extraídos de sus diarios personales, De jardines ajenos y Descanso de caminantes, Adolfo Bioy Casares recopila diversas últimas palabras.

5 “Últimas palabras”, El libro del fantasma.

6 Algunos biógrafos del actor sostienen, sin embargo, que sus últimas palabras fueron dirigidas a Lauren Bacall. Al verla salir de la habitación, Humphrey Bogart le habría dicho: “Vuelve rápido”.

7 French fries: así se le llama a las papas fritas en Estados Unidos.

Un destino sudamericano

III. Algunas despedidas patrias

“Sólo se muere demasiado pronto o demasiado tarde.”

JOHN DONNE

1.

“Corrían voces de que se le quería asesinar”, declaró tiempo después uno de sus secretarios, Pedro Jiménez. Quizá por eso se subió a aquel barco con destino a Europa. Puede haber sido, también, para que se aquietara el clima político. Había estado muy expuesto en los últimos años. Su actividad era fragorosa. Sus enemigos, muchísimos.

El 24 de enero de 1811, Mariano Moreno se embarcó en la fragata inglesa Fama, junto con su hermano Manuel y Tomás Guido. Iba en misión oficial. A poco de zarpar comenzó a sentirse mal. Sin médico a bordo, el capitán de la fragata le dio una pócima. Dijo que con eso iba a mejorar.

Mientras tanto, en Buenos Aires, la esposa de Moreno, María Guadalupe Cuenca, recibe un sobre anónimo. Dentro de él: un abanico de luto, un velo y guantes negros. Un anuncio. El gobierno de Saavedra firmó un contrato con mister Curtis en el que le encomendaba la misma misión que tenía Moreno en ese momento, “para el caso de que el señor Moreno falleciese o por algún imprevisto no se hallare en Inglaterra”.

El remedio del capitán había empeorado notablemente la salud de Mariano Moreno. El resto lo cuenta su hermano Manuel Moreno: “Siguió una terrible convulsión que apenas le dio tiempo para despedirse de su patria, de su familia y de sus amigos. Con visos de mucha agitación, acostado sobre el piso del camarote, se esforzó en hacernos una exhortación admirable de nuestros deberes en el país en que íbamos a entrar, y nos dio instrucciones del modo que debíamos cumplir los encargos de la comisión, en su falta. Pidió perdón a sus amigos y enemigos de todas sus faltas; llamó al capitán, y a mí me recomendó, con el más vivo encarecimiento, el cuidado de su esposa inocente”.

Su hermano sostiene que sus últimas palabras fueron: “¡Viva mi patria aunque yo perezca!” ( “y ya no pudo articular más”, escribe Manuel).

Su cuerpo fue arrojado al mar. Después vinieron las sospechas del envenenamiento y las palabras de uno de los sospechados, Cornelio Saavedra: “Hacía falta tanta agua para apagar tanto fuego”.

2.

Juan Larrea, otro de los miembros de la Primera Junta y amigo de Moreno, ocupó varios cargos públicos. De acuerdo con los cambios políticos, alternaba el honor con la cárcel y el destierro. Varias veces perdió su fortuna y varias veces la reconstruyó. Pero la época de Rosas fue especialmente aciaga para él. Un nuevo quebranto y la imposibilidad de acceder a cargos públicos. No pudo levantar un pagaré. Corría 1847. Estaba demasiado viejo para volver a empezar, pensó. Y se pegó un tiro en la boca.

3.

Castelli llegaba con la orden terminante de Moreno. Ir a Cabeza de Tigre, Córdoba, interceptar a Liniers y fusilarlo sin más. El primero en recibir la orden fue Ortiz de Ocampo (“Este escarmiento debe ser la base de la estabilidad del nuevo sistema y una lección para los jefes del Perú”, había escrito Moreno), pero éste mandó al prisionero hacia Buenos Aires. Liniers era un personaje popular y su destino podía provocar una sublevación. Castelli tuvo sus dudas y sus tormentas interiores antes de llevar a cabo la ejecución. Al leer la sentencia ante los condenados, se le cayeron unas lágrimas. Su secretario lo increpó por lo bajo: “¿Qué son esas lágrimas? ¿Acaso sos mujer?”. Castelli contestó: “¿Notificar a unos hombres que van a morir en quince minutos es darles caramelos?”. El obispo Orellana dio la extremaunción a los cinco que iban a ser pasados por las armas. Liniers, con las manos atadas a la espalda, rezaba el Rosario. El obispo, uno de los hombres de Liniers, se salvó de morir gracias a su investidura. Al frente del pelotón se encontraba el teniente coronel Juan Ramón Balcarce. Liniers no aceptó que le vendaran los ojos. Quería ver a los que lo iban a matar. “¡Quita, nunca he temido a la muerte y mucho menos cuando muero por mi fidelidad a la Nación y al Rey!”.

“Fuego”, gritó Balcarce y bajó con determinación su espada. Los cinco cayeron al suelo. Domingo French le dio a Liniers el tiro de gracia. En medio de la frente.

4.

El general Paz, en sus memorias, arriesga un pronóstico: “Belgrano no gustaba de esa guerra (se refiere a las luchas fraticidas), y quizá la enfermedad que apresuró sus días provino del disgusto que le causaba tener que dirigir sus armas contra sus mismos compatriotas”. Manuel Belgrano tenía cincuenta años, muchas deudas y una salud frágil. Se recluyó en su casa paterna, al cuidado de su hermana Juana. Desde su lecho de enfermo, solicitó a las autoridades insistente e infructuosamente que le pagaran salarios adeudados. Su hermano Domingo afrontaba los gastos. Poca gente lo visitaba. Su gloria había quedado en el olvido. Cuando asumió que el final era irreversible le regaló su reloj al médico que lo visitaba todos los días. “A mí no me va a hacer falta”, le dijo. El médico ya lo sabía. En su testamento dejó discriminadas expresamente cada una de sus deudas y las indicaciones a su albaceas para que las cancele. Las últimas palabras de Manuel Belgrano dicen que fueron: “¡Ay, Patria mía!”.

5.

Los hermanos Carrera eran chilenos. De gran patriotismo, tenían un importante arraigo popular entre su gente. José Miguel, el mayor, era enconado enemigo de O’Higgins. Al ser éste nombrado Director Supremo de Chile, la suerte de los hermanos se complicó. Tras la derrota de Cancha Rayada detuvieron a Juan José y Luis Carrera. Se ordenó su ejecución. Los historiadores le atribuyen esta decisión a O’Higgins y a Monteagudo. La esposa de uno de los hermanos pidió clemencia a San Martín, quien los indultó. Pero el detalle que San Martín no conocía (o que dijo no conocer) era que los hermanos habían sido ejecutados tres días antes. Mientras tanto, José Miguel permanecía exiliado en Montevideo. Al enterarse de la muerte de sus dos hermanos juró venganza. Se trasladó al sur de la provincia de Buenos Aires, con la esperanza de poder pasar a territorio chileno, y con algunos soldados e indígenas armó su propio ejército. Mezcla de héroe romántico con bandolero cruel, sus subordinados pasaron a llamarlo Pichi Rey. Algunos de los caudillos del interior requerían de sus fuerzas. Y Carrera, según su conveniencia, se aliaba a uno o a otro. Luego de una derrota en Mendoza, su ejército se desbandó. José Miguel Carrera fue apresado. Se ordenó su fusilamiento para el día siguiente, el 4 de setiembre de 1821. Al fusilamiento llevaron a niños de las escuelas cercanas, actividad extracurricular de la instrucción primaria de la época. Fray Benito Lamas continuó con un hábito recién adquirido: impartir los últimos sacramentos a los hermanos Carrera en el patíbulo. José Miguel Carrera le pidió al religioso que completara la carta que estaba escribiendo cuando los soldados le sacaron el papel de la mano. La ejecución debía llevarse a cabo de inmediato. Carrera le preguntó al fraile sobre los instantes finales de sus hermanos. Luego le pidió opinión sobre otro tema de importancia, si debía llevar sombrero al patíbulo. Al llegar a la zona donde lo fusilarían, Carrera debía sortear unos altos escalones. El fraile le ofreció el brazo. El otro se negó: “Van a decir que tengo miedo”. A pesar de los pesados grilletes en los tobillos superó los escalones sin ayuda. Carrera caminaba con una sonrisa cargada de desdén y con la cabeza bien alta, mirando a sus asesinos. Fray Benito intentó disuadirlo, le dijo que así no se entraba en la casa de Dios. Carrera le contestó tajante: “Padre, no se canse. No me ha de hacer abandonar mis principios”. Con lenta parsimonia se quitó el poncho que llevaba, el reloj y un mechón de pelo. Se los entregó al fraile para que se los envíe a su esposa. Se paró firme, mirando a los ojos a los integrantes del pelotón de fusilamiento. Pidió un último deseo: ser él el que diera la orden de fuego. No se lo concedieron. Al momento de recibir los disparos, gritó bien fuerte: “¡Muero por la libertad de América!”. Fray Benito quedó desconsolado. Esperaba que las últimas palabras de Carrera fueran alguna invocación religiosa.

6.

“Navarro, diciembre 13 de 1828. Participo al gobierno delegado que el coronel don Manuel Dorrego acaba de ser fusilado por mi orden (…) Quiera persuadirse el pueblo de Buenos Aires que la muerte del coronel Dorrego es el sacrificio mayor que puedo hacer en su obsequio.” Eso que Lavalle llama obsequio no fue más que un crimen. Ni siquiera político, porque el calificativo pareciera atenuar la responsabilidad. Las luchas por el poder habían terminado de poner en bandos opuestos a dos viejos camaradas de armas. En Navarro, el entrenado ejército de Lavalle derrotó a las improvisadas fuerzas de Dorrego. Éste pudo escapar. Pero no por mucho tiempo. Una traición lo puso en manos oficialistas. Desde Buenos Aires intentaron impedir que el prisionero llegara a la Capital. Temían por su gran arraigo con las clases populares. Lavalle comenzó a recibir abundante correo. Esas cartas son instigaciones llanas y directas para que fusile a Dorrego. Que es necesario un escarmiento, que permitirá la pacificación, que hay que acallar a la chusma. En una de ellas su autor, Juan Cruz Varela, le advierte a Lavalle, después de incitarlo a pasar por las armas a Dorrego, que “cartas como éstas se rompen”.

Dorrego, luego de ser detenido, envió cartas a personajes relevantes de Buenos Aires para que intercedieran por su vida. Con el paso de las horas aceptó con resignación su fin inexorable. Le escribe a Estanislao López, nuevo líder de los federales: “Que mi muerte no sea causa de un mayor derramamiento de sangre”. La última carta se la escribe a su esposa: “En este momento me intiman que dentro de una hora debo morir; ignoro por qué, mas la providencia divina, en la cual confío en este momento crítico, así lo ha querido. Perdono a todos mis enemigos y suplico a mis amigos que no den paso alguno en desagravio de lo recibido por mí. Mi vida, educa a esas amables criaturas, sé feliz, ya que no lo has podido ser en compañía del desgracia

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