F uimos ricos, cultos, educados y decentes. En unas cuantas décadas nos convertimos en pobres, mal educados y corruptos. ¡Geniales! La indignación me tritura el cerebro, la ansiedad me arde en las entrañas y enrojece todo el sistema nervioso. Acudo hoy al subgénero del panfleto –eléctrico, insolente, visceral– para decir lo que siento sin tener que poner notas al pie o marear con citas. Lo que quiero transmitir es tan fuerte y claro que debo escupirlo. Al lector que ya me conoce sólo le ruego, como sucedía con los panfletos del siglo XIX, que considere mi voz como la voz de los que no tienen voz. O que, si la tienen, no saben cómo ni adónde transmitirla. No es arrogancia, sino pedir permiso.
Me acosa la furia y quisiera estar sereno. No soy la excepción. Hay bronca, que se ha vuelto generalizada y casi permanente, con pocos intervalos de paz. Cada tanto, en progresión geométrica, retorna la ira con sus bombos y gritos destemplados. No es la solución, ya lo sé. Ni siquiera se parece al horizonte que soñamos. Sólo equivale a la lava que desborda un volcán. Debemos hacer algo, porque la Argentina merece otro destino.
La crisis económica mundial hubiera sido una oportunidad brillante para nuestro país. Si aquí existiesen la (¿ignorada?) seguridad jurídica y el respeto por la propiedad, hubiesen desembarcado caudalosos capitales productivos. Estamos lejos de las regiones en guerra, abundan los recursos materiales, aún siguen siendo buenos los recursos humanos, las diferencias étnicas y religiosas no tienen relevancia. Nuestra patria es excepcional. Y nos ocupamos de depredarla. Criminalmente.

¿Hasta cuándo nos perjudicaremos a nosotros mismos? ¿Hasta cuándo arruinaremos las instituciones y corromperemos al pueblo con distorsiones demagógicas o pseudoideológicas? ¿Hasta cuándo? Deberíamos aullar como perros.
La cólera hierve cuando advertimos que muchos países que ahora son pobres siempre fueron pobres. Pero la Argentina fue rica, muy rica, fue la octava economía mundial, ¡y miren en qué la hemos convertido! Es una extensión decadente, llena de miserias, rencor y pústulas. No sólo fuimos ricos en el producto bruto o el nivel de los salarios, sino en la calidad educativa y la fortaleza de nuestros valores. Acogimos millones de inmigrantes que fueron integrados con dificultades, errores y trampas, es cierto, pero que finalmente se “argentinizaron”. Tuvimos éxito.
Nuestro país lucía entonces tres pilares de oro: la cultura del trabajo, la cultura del esfuerzo y la cultura de la decencia. No era el paraíso –no lo es ninguna sociedad humana–, pero mejorábamos de año en año y de década en década. Ahora esos pilares fueron sustituidos por la cultura de la mendicidad, del facilismo y la corrupción.

Antes del golpe de 1930 (todo golpe tiene un período de incubación) empezó el deterioro, influido por ideas estatizantes, colectivistas y finalmente totalitarias. Las ideas que enfermaron a Europa. En 1922 Mussolini tomó el poder en Roma. Por esa misma época lo hizo Stalin en Moscú. En 1923 Hitler protagonizó su putsch. Se abría una tragedia de proporciones inéditas.
El camino ascendente y democrático que había empezado la Argentina gracias al Acuerdo de San Nicolás y la Constitución de 1853 –vuelvo a reconocer que fue un camino sinuoso, pavimentado con desviaciones, contramarchas y disparates– se obstruyó hacia los finales de la década de 1920, que fue tan fértil. Empezamos a consolidar las injurias de la “enseñanza patriótica” y a introducir el “nacionalismo católico”, afines con la utópica y letal ebriedad europea que llevó al totalitarismo de izquierda y de derecha. ¡Bah!, digamos al totalitarismo simplemente, porque en lo esencial ambos se parecen mucho, aunque hayan hecho tantos desastres para que los creamos opuestos.
El golpe de 1930 fue la profanación extrema de la ley. Luego siguieron otras, cada vez más insolentes. Se abandonó el espléndido camino que iluminaba la antorcha de la Constitución y se trepó a un diarreico tobogán ondulante. Es decir, un tobogán que se desliza siempre hacia abajo, lleno de mugre, pero con breves períodos de mejoría que siempre frustramos, y que frustramos hasta con un júbilo que da vergüenza.

Algunos comparan a nuestro país con una mujer golpeada, llena de hematomas y alteraciones psíquicas. La azotan impuestos nuevos y no disminuyen los impuestos viejos. A través del alto IVA indiscriminado pagan tributo hasta los cartoneros y los excluidos.
Los legisladores no rinden cuentas de sus desaguisados (la mayoría ni siquiera de sus patrimonios) y traiciones burdas ante quienes los eligen, porque la sociedad apenas si conoce a algunos de ellos debido a las listas sábana llenas de pus. Es decir, es falsa de toda falsedad condecorarlos con el atributo de “representantes” del pueblo. Con la excepción de algunas notables personalidades, apenas se representan a sí mismos, porque doblan la rodilla ante el poder de turno. Legislan, negocian y discursean de cara al trono y de espaldas a la gente.
Por eso en la atmósfera quema la arenilla de una cólera que no se sabe de dónde viene ni adónde lleva. El poder nacional, muchos provinciales y hasta varios municipales pocas veces encolumnan hacia las causas buenas. Al contrario, suelen accionar un gigantesco fuelle para que se expandan las llamas de los desencuentros, para que chisporrotee el odio de clase –y de toda clase posible–, que sólo genera más odio y más pobreza. En vez de consensos se hacen explotar disensos. A río revuelto –me repica ese categórico lugar común–, ganancia de pescadores. ¡Cuántos pescadores infames tenemos!

T engo tanto para decir que no sé por dónde empezar. No quiero transformar este panfleto, que debe ser corto, en un libro largo. Comenzaré por un tema “cacareado pero marginal”, como dije muchas veces: la educación. Sin educación no hay buen futuro. Y parece que no nos interesa el futuro, porque la educación es un desastre.
Los historiadores revisionistas, superficiales o ideologizados inyectan ponzoña intravenosa al elogiar los caminos que nos trajeron a la actual ruina. No se acuerdan de que el titán de Sarmiento escribió su libro La educación popular cuando aún Rosas estaba en el poder y teníamos un ochenta por ciento de analfabetismo. Quería “formar al ciudadano”; un ciudadano libre, responsable y creativo. Alberdi, otro titán, vio más lejos: “Está bien formar al ciudadano, pero debemos formarlo para el mundo del trabajo, de la producción y de la empresa”. ¡Qué actualidad! Ambos eran genios y disfrutaban su discusión, porque se reconocían portadores del fuego que animó a Prometeo. Alberdi nos condujo hacia la Constitución más progresista, liberal y eficiente de América latina. Sarmiento puso en marcha una larga política de Estado que convirtió a la Argentina en el país más culto del subcontinente.
Ahora largo esta pregunta, que para algunos resultará tilinga: ¿por qué las economías de algunos países crecen más rápido? Ya se sabe que la riqueza de las naciones no consiste en la acumulación de oro y plata, como se creía en los tiempos de Cristóbal Colón. Tampoco se debe al cúmulo de recursos naturales que, si bien valen, no gravitan por sí mismos. Nigeria y el Congo, por ejemplo, desbordan recursos naturales, pero sufren la humillación de una miseria sin fin. En cambio Japón e Israel carecen de recursos naturales y ascendieron a los más altos niveles del progreso. Hasta una isla como Singapur es potencia.
Japón, Israel, Singapur y una extensa lista de países como Australia, Canadá, Irlanda, Nueva Zelanda, Estonia... (cierro el catálogo para no aburrirte) tampoco han crecido por haber desvalijado riquezas naturales de colonias que nunca tuvieron, como había sido el caso de Gran Bretaña, Francia, Bélgica. Su opulencia no es producto de la explotación ni de la plusvalía. ¿De dónde proviene, entonces?
Fácil.
Su riqueza proviene de su obsesiva apuesta a la educación y la investigación, de promover la ciencia y la tecnología. Sin estas herramientas, los más apreciados recursos naturales valen menos que una artesanía defectuosa. Bolivia, pese a sus estatizaciones, discursos altisonantes de soberanía, justas reivindicaciones indigenistas, ha disminuido drásticamente su producción de gas como resultado de ponerla bajo el mando de políticos desinformados o ingenuos, en vez de técnicos provistos de entrenamiento.
En la Argentina el tema educativo fue tratado como un diamante a partir de la segunda mitad del siglo XIX. Ahora es un caramelo de sacarina: no alimenta. Los políticos marean hablando de buenas intenciones. Pero no ponen en marcha mecanismos vigorosos que garanticen un crecimiento de la excelencia educativa. ¡Si ni siquiera se habla de la excelencia, si no de paso, para agregarle un brillito a la frase! Nunca se la trata con sinceridad, porque en el fondo se la considera una palabra políticamente incorrecta. La excelencia real está prohibida. Sí, prohibida. Porque exige esfuerzo, competencia y premia el mérito, tres ítems que hemos aprendido a detestar. La excelencia es políticamente incorrecta porque quiere uniformar para arriba, no para abajo. Y subir exige esfuerzo, rigor, metodología. Ya olvidamos que el esfuerzo, el rigor y la metodología son virtudes que nos disgustan. No calzan en un país que se la pasa eligiendo dirigentes que prometen regalos, derechos sin obligaciones y facilismo para todo.
Al corrupto facilismo educativo no sólo adhieren muchos estudiantes (perdonables por su inmadurez), sino padres y docentes. ¡Los acuso de ser malos padres y malos docentes! Malditos sean. Por su culpa los buenos alumnos tienen bloqueada la excelencia y nuestra patria está condenada al atraso. Por su culpa sufrimos una irrefutable caída cuyos frutos amargos son la pobreza y la anomia.
La Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico publicó evaluaciones que me hicieron tiritar. Se basan en los exámenes realizados durante el año 2006 a los alumnos de quince años de edad pertenecientes a 57 países. Los resultados fueron una catástrofe para la Argentina. Repito: una catástrofe. En las pruebas de lectura e interpretación de textos, nuestros mimados estudiantes se durmieron en el lejano puesto 53. Quedaron tendidos en el piso, agónicos. Cayeron por debajo de Chile, Uruguay, México, Brasil y Colombia. ¿Qué tal? Aun más grave es que ese nivel resultó inferior al obtenido en la prueba del año 2000. En otras palabras, los discursos cargados de ideología pseudo-progresista, las polémicas estériles de cuerpos docentes y agrupaciones sindicales, las huelgas, las reiteradas tomas de colegios, los cambios de leyes y la profusión de lamentos sólo sirvieron para estar peor.
Pese a estas evidencias, no disminuye la adhesión al facilismo. Qué va. Se lo sigue considerando una conquista. ¿Vivimos en un manicomio? El facilismo es una adicción que ha pervertido a la mayor parte de nuestra sociedad, volviéndola indigna.
Agarrá este ejemplo. Hace años se propuso un examen para los que terminaran el secundario, y de esa forma poder evaluar quiénes estaban en condiciones de ingresar a la universidad. Iba a ser un estímulo para mejorar el decadente secundario, devolviéndole a las universidades la calidad de templos, de sitios a los que se entraba con unción, debidamente capacitados para recibir sus beneficios. ¿Qué pasó con esa iniciativa? Nada. Ganó el facilismo. Muchos torcieron la boca para burlarse. ¿Un examen al final del secundario? ¿Somos idiotas? ¿Poner en evidencia las fallas de los estudiantes? ¿Mostrar los defectos de nuestro sistema educativo? ¡Nunca! Que todo siga igual. O peor, como está sucediendo.
Chile, en cambio, el vecino con quien compartimos la más larga frontera, aplica estos exámenes desde la década del 60. La Prueba de Selección Universitaria (PSU) es utilizada por todas las universidades para escoger a sus postulantes. De esa forma vigoriza lo aprendido durante toda la educación media. Además, el ingreso a las carreras lo define cada universidad mediante una comparación entre el puntaje que ofrece dicha Prueba y el promedio de las notas. Los resultados de la Prueba se hacen públicos para brindar una información fidedigna sobre la calidad de la enseñanza. Por eso la principal preocupación de los alumnos del último año en Chile es aprobar esa Prueba y no el viaje de egresados. Aquí, en cambio, somos piolas y preferimos decir: “¡Qué malignos son los chilenos con sus estudiantes!”

En síntesis, nuestro facilismo ha logrado que no existan exámenes de evaluación, como en Chile, Brasil y los más ambiciosos países de Europa y Asia. A contramano del mundo, nuestra flamante Ley de Educación establece el increíble artículo 97, que reza: “La política de difusión de la información sobre los resultados de las evaluaciones resguardará la identidad (...) de los institutos educativos, a fin de evitar cualquier forma de estigmatización”.
¡Fantástico! ¡Qué moralidad! ¡Qué modelo! No estigmatizar a los malos, aunque signifique el degüello de los buenos. Prodigioso. Nadie se pregunta algo tan simple como: si ocultamos lo que anda mal, ¿de qué manera lo vamos a corregir?
Las recientes reformas de estatutos efectuadas en las universidades de La Plata y Buenos Aires no contribuyen a la excelencia. ¡Ni en sueños! Son un escándalo porque la ignoran. Ese escándalo no produjo cosquillas en la conciencia nacional, que hipócritamente dice –sólo dice– estar interesada por mejorar la educación. Te doy pruebas adicionales.
En esas reformas se ha vuelto a consagrar el “ingreso libre e irrestricto”. Supongo que muchos lectores se asombrarán por mi indignación y dirán que soy un cavernario. Desde luego, un loco que pretende una educación similar a la de Finlandia, Alemania, Nueva Zelanda; al fin de cuentas, hace un siglo no había mucha diferencia. ¿Quiénes equivocaron el ru