Un animal es una persona

Fragmento

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Prólogo

En el principio era el verme, un verme de agua sin cabeza y de cuerpo blando. Apareció en los océanos hace quinientos millones de años.

Por lo visto, descendemos todos de ese gusano acéfalo. Las hormigas, los elefantes, las muchachas, las luciérnagas, los chicos, los loros, los mapaches y las truchas marinas.

No hay de qué presumir en lo referido a nuestros inicios en este mundo: nuestro antepasado común era un tubo digestivo que reptaba por los océanos, con una boca para alimentarse y un ano para defecar. Nada más. Y de esa forma llegamos a ser lo que somos: humanos, aves, reptiles o insectos. Todos semejantes, aunque no nos parezcamos.

Mucho después, salimos del estado vermiforme para empezar a movernos por las aguas buscando con qué alimentarnos. Aparecieron unas aletas y una mandíbula dentada. Hace cuatrocientos millones de años éramos peces.

Día llegó en que terminamos por salir del agua y, por fin, utilizamos el aire para hallar en este mundo la pitanza. Nos convertimos de peces en tetrápodos, con dos pares de patas. Para ser exactos, en reptiles mamiferoides, con un ritmo de vida nocturno, que son una prefiguración de los mamíferos.

No descendemos del gusano, ni del pez, ni del tetrápodo, ni del cerdo, ni del mono, somos todos ellos a la vez, como lo indican nuestros cromosomas. Las cosas nos han salido mejor que a los demás, eso es todo. Tanto, que nos hemos convertido en un caso de manual: la única especie animal, junto con la rata topo, que extermina a sus propios individuos.

Si dejamos aparte esa particularidad, el Homo sapiens, aunque esté en la cima de la creación, no es, a fin de cuentas, sino un elemento, entre otros, que tiene 46 cromosomas, tantos como la serpiente o el murciélago, pero menos que el pollo (78), la carpa dorada (100) o el esturión chato (372).

Platón opinaba que vivimos demediados. Esa es la tragedia de nuestra especie, el origen de su nostalgia congénita. En esta tierra, siempre echamos de menos algo cuya carencia se compensa con el amor, pero también con la amistad y la transcendencia. Para ser felices, necesitamos competiciones deportivas, victorias, misas, conciertos: la mayoría de nosotros necesita sentirse en comunión con los demás.

Cuando se trata de ir al encuentro de nuestros congéneres, es este un comportamiento que no se discute, es incluso una aspiración natural a cuyo servicio están, por lo demás, las religiones que, por definición, crean vínculos. Con el mundo animal, en cambio, las cosas no son tan evidentes. Tenemos tendencia a regatearle nuestra piedad en nombre del principio de que no es extensible.

Ahora bien, el desvalimiento no se puede dividir. Ni la compasión tampoco. No veo por qué iba a ser menos legítima por aplicarse a unos animales con los que tantas cosas llevamos compartiendo desde la noche de los tiempos. Como si algunos seres se la merecieran y otros, no. No admito el concepto antropocéntrico y neciamente maltusiano según el cual todo el cariño que les demos a los animales se lo quitamos a los humanos.

Antes bien, en cuanto empezamos a pesar la caridad en una balanza melindrosa significa que andamos escasos de ella. El impulso nos impele hacia los humillados y ofendidos, ya vistan ropas, escamas, plumas o pieles de pelo corto o largo. La solidaridad, o es total o no existe. Es un sentimiento que no sabe de ahorro.

En estos momentos en que la ciencia se interesa por fin por los animales y avanza a pasos de gigante en su conocimiento, sobre todo en el de los peces, a nuestra especie no le queda más remedio que cambiar de actitud: efectivamente, como ya lo decía san Francisco de Asís, los animales son hermanos nuestros; vamos a tener que darles otro trato. Nada podrá detener esa revolución de la mentalidad que ya está en marcha.

Si he escrito este libro, ha sido para sacar lecciones de toda una vida con los animales, desde la más tierna infancia, en la granja primero y, luego, en la ciudad. En el transcurso de estas páginas le hablaré al lector de varios de mis amigos a los que, por mucho que les rinda homenaje, nunca les podré pagar cumplidamente las dichas que me proporcionaron su candor y su sentido del humor: Perdican, el chivo joven, o Coco, el loro viejo, y, además, gatos, arañas, bóvidos o perros.

Nunca olvidaré la alegría de vivir del zorro al que vi bailar mirando al sol en un hermoso atardecer de agosto, en mi jardín de Normandía. Nunca olvidaré la risa del labrador que se entretenía escondiéndome los zapatos. Nunca olvidaré la mirada descompuesta del corzo, atropellado en la carretera comarcal de Cavaillon, que una familia de Thénardiers provenzales metía sin perder tiempo en el maletero de la camioneta para despedazarlo al llegar a casa. Le leía en los ojos que era un semejante mío: no necesitábamos hablar para entendernos.

He escrito también esta celebración de los animales para invitar a todos a reconciliarnos con su mundo, del que la humanidad lleva tanto tiempo excluyéndose y con el que, en realidad, no constituye sino uno solo, ya que nuestros destinos irán unidos en lo bueno y en lo malo mientras dure la vida en nuestro planeta. Precisamente porque todos los años nos comemos miles de animales procedentes de la tierra en que vivimos y del mar, ya es hora de que nos bajemos del pedestal para volver a encontrarnos con ellos, para escucharlos y entenderlos.

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El caso Perdican

Cuando hago memoria para recuperar mis primeras emociones con un animal, lo que veo es una cabra. Para ser exactos, un chivo joven al que le estaban apuntando los cuernos, de mirada despierta y media sonrisa.

Mis padres me habían comprado una cabra en mi séptimo cumpleaños. Se llamaba Rosette. Era muy distinguida, tenía la perilla blanca y el pelaje castaño oscuro, precioso, con reflejos granate. Un cruce de alpina a juzgar por el pelo largo. Estaba preñada, y pocas semanas después parió dos cabritillos, Camille y Perdican.

¿Cuál es el animal con mayor encanto de la creación? No me cabe duda de que el corzo. Perdican tenía esa misma flexibilidad, esa misma agilidad, ese mismo porte altanero, iba a decir ese mismo complejo de superioridad. Hermoso como un dios, era de pelaje beis con una raya negra en la espalda, la cola blanca y el hocico resuelto.

No le tenía miedo a nada, ni siquiera a las tormentas con las que los perros tiemblan o aúllan a muerto. El mundo entero era suyo. No tardó en tener ascendiente sobre su madre y su hermana. Un pícaro. Y, de propina, acróbata y bromista. Igual que un perrito, se ponía de pie sobre las patas de atrás, como en el circo.

Vivíamos en Normandía, en una casa del muelle de Orival, a orillas del Sena, en Saint-Aubin-lès-Elbeuf, y los animales se pasaban la vida en libertad, bajo su propia autoridad, entre zarzas que ya no daban abasto, siguiendo el curso del río que se apresuraba calmosamente. Las cabras se hundían en las colinas de maleza. Se subían a los árboles. Estaban en el paraíso. Cuando llegaba el atardecer, cuando regresaban, exhaustas, a dormir en su cabaña, me daba la impresión de que soltaban suspiros de dicha.

Perdican se convirtió en mi mejor amigo. Las más veces, cuando volvía yo de la escuela, dejaba a las hembras que se apañaran solas y se venía conmigo al brazo del Sena donde me iba a pescar rutilos o gobios hasta la hora de cenar. Pastaba la hierba o se hacía un ovillo a mis pies igual que un gato. Si no llovía, yo volvía a casa lo más tarde posible para correr menos riesgo de que mi padre me echase la vista encima. Muchas veces llegaba cuando ya habían quitado la mesa y me iba corriendo a mi cuarto después de zamparme deprisa y corriendo las sobras que me había apartado mi madre. Cuando había pescado un pez, lo preparaba en la sartén con ajo y perejil.

Compartir mesa y mantel con mi padre era una tortura. Yo rumiaba los pensamientos y me asfixiaba. Solo con estar en presencia suya me agonizaba el corazón en su jaulita de costillas. Tanto se pegaba contra las paredes que se convertía en algo dolorido, trémulo y sanguinolento, en una babosa aplastada.

Era la época en que papá pegaba habitualmente a mamá por las noches, después de cenar, o, a veces, en plena noche. Por la mañana, mi madre se presentaba con frecuencia en la mesa del desayuno con heridas en las piernas, que ocultaba durante el día bajo unos pantalones elegantes. Yo no entendía por qué mi padre la atizaba así y me sentía culpable por no poder defenderla. Necesitaba desahogarme con alguien.

Sin Perdican, bien creo que me habría vuelto loco. Fue durante meses mi psicólogo y mi confidente. Se abrevaba con mi odio y pasaba conmigo por el tamiz todos los planes birriosos que contra mi padre incubaba yo. De entrada, me planteé asesinarlo mientras dormía, antes de huir al extranjero con mis hermanas y con mi madre, con quien tenía pensado casarme en cuanto fuera mayor de edad.

Pero era una empresa peligrosa: mi padre tenía una fuerza hercúlea, unos músculos robustísimos que se le movían debajo de la piel igual que serpientes de acero. Un ex G. I. hasta arriba de condecoraciones después del desembarco del 6 de junio de 1944. Un héroe de guerra.

Si por azar abriera los ojos en el preciso momento en que iba yo a clavarle en el pecho un cuchillo de cocina, se arrojaría sobre mí y yo no viviría para contarlo. Seguramente habría sido más sensato envenenarlo. Pero, en tal caso, ¿no corría el riesgo de matar, de propina, a mi madre y a mis hermanas?

Sí que se me había ocurrido echarle matarratas en sus botellas de vino o de whisky, a las que, al menos en parte, consideraba responsables de las palizas que le daba a mi madre. Pero habría bastado con que por una vez mamá tomase también una copa de tinto para que ocurriera una catástrofe.

No habría podido soportar durante mucho tiempo los ataques que le daban a mi padre si no me hubieran estado mirando mi madre o Perdican: ambos me infundían confianza en la vida, en el porvenir, en el amor. Todas las noches me moría cuando oía los gritos ahogados de mamá al recibir los golpes paternos y, al día siguiente, merced a ellos dos, volvía a nacer al mundo.

Mi chivo me escuchaba enumerar mis desdichas con esa expresión penetrante y lánguida, enamorada por decirlo así, que adoptan los caprinos cuando les hablan. Estoy seguro de que se solidarizaba. Sobre todo cuando yo lloraba. No sabía que mis lágrimas eran de rabia, no de pena.

Yo maduraba mi venganza. No sabía cuál, pero iba a ser terrible, a la altura de los arranques de ira de papá que destrozaban cuanto se le ponía por delante. La casa. El cuerpo precioso de mamá. Mi dignidad y mi propia estima.

Sus ataques de ira empezaban siempre mezza voce con un murmullo de recriminaciones, como un viento avieso que precede a la tormenta. Cualquier cosa las atizaba, tanto las respuestas como los silencios de mi madre, e iban inflándose, in crescendo, hasta el paroxismo final, con ruido de golpes, de platos rotos o de muebles volcados.

Con el paso de los meses, s

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