I
FRACTURA
1
Quince de diciembre de 1966. Me acosté. La endemoniada Bettdecke (edredón de abrigadas plumas que aman los alemanes) no me permitía conciliar el sueño y presagiaba algún acontecimiento. Entraba en calor sofocante y debía sacar una pierna, luego los brazos y por último arrojarlo al suelo de un puntapié. Pero como se agotaba la estufa y la temperatura descendía rápido, el frío me obligaba a recogerlo y taparme de nuevo.
En plena batalla oí que la señora Schneider llamaba a mi puerta.
—¿Qué hay? —rugí.
—Acaban de telefonear para que vaya a la Clínica. Es urgente. ¡Y no me grite!
Me vestí lo más rápido posible, antes que el frío engarrotara mi cuerpo. Calcé los guantes, me envolví con el grueso echarpe de lana que me regaló Jorge Silverman y salí a la calle revocada de hielo.
La Clínica Neuroquirúrgica de la Universidad no estaba lejos. Al llegar a Friburgo de Brisgovia elegí un alojamiento en sus proximidades, recurriendo a las listas que se confeccionan en la misma Universidad. Las familias que disponen de cuartos para estudiantes lo comunican a una oficina que consigna la dirección, comodidades y precio de los alojamientos. La casa de la señora Schneider reunía buenas condiciones en cuanto a ubicación y alquiler. No me pareció demasiado confortable, a pesar de los elogios que ella le prodigó cuando fui a conocerla, pero se podía pasar bien el invierno y estudiar tranquilo. Contra una pared estaba la cama, que lucía su inflada Bettdecke como una inmensa barriga. Al frente, la ventana no muy grande derramaba luz violácea, y entre ambas se erguía la vieja estufa, como un animal negro y gruñón. Un ropero con luna, un escritorio modesto y algunas sillas completaban el moblaje. Llegué con mis maletas, acomodé mi ropa y mis libros y la habitación pareció volverse más alegre.
El aire frío de la noche me despejó y caminé con cierta ansiedad, imprimiendo la huella de mis zapatos sobre la nieve recién caída. El cielo resplandecía con su granizado tembloroso. Las calles se extendían silenciosas, indefensas.
Entré en el moderno edificio. El aire caldeado enderezó mi humor. Una enfermera cruzó a la carrera y dijo que los accidentados estaban en la sala de radiología. Me dirigí hacia allí, donde encontré a Jorge recogiendo el instrumental de angiografía cerebral. Sobre sus gruesos anteojos se notaba una minúscula mancha de sangre. Un hombre inconsciente yacía sobre la mesa de rayos.
—Te mandé llamar porque tiene un hematoma intracraneano y supongo que querrás ayudar en la operación —dijo.
—Una enfermera habló de accidentados, en plural.
—Son dos: éste y su hija. La hija ya se recuperó de una conmoción leve.
—¿Cómo ocurrió?
—¡Bah! Lo de siempre. Accidente de ruta.
—¿Los trajeron hace poco?
—Hace cerca de dos horas. El viejo empezó a entrar en coma y por eso le hice la angiografía. Es una típica hemorragia extradural. ¿Quieres ver las placas?
—Las veré en la sala de operaciones.Voy a cambiarme. Supongo que Bräuer ya estará allí.
Jorge asintió.
Fui al extremo del ala destinada a cirugía. Los corredores estaban desiertos y los pequeños focos de luz a nivel de los zócalos agigantaban mi propia sombra. Crucé el espacio de semiasepsia y penetré en el vestuario. Encontré el casillero de Bräuer abierto, con su ropa de calle colgada con apresuramiento. Me puse el pijama de cirugía limpio y cubrí mis zapatos con botas de tela gruesa. Mientras caminaba hacia el quirófano cubrí mi cara con un barbijo.
El Privat Dozent Doktor Franz Bräuer impartía órdenes y explicaba a la instrumentista el tipo de operación que proyectaba realizar.
En pocos minutos trajeron al enfermo con la cabeza rasurada. Era un hombre fornido, pesado. Los enfermeros lo acomodaron sobre la mesa de operaciones. Examiné sus pupilas y reflejos. Éste era el tercer hematoma extradural que veía desde mi arribo a Friburgo.
Nos lavamos cambiando algunas impresiones sobre el paciente.
—Tenga cuidado —advirtió Bräuer mientras se enjabonaba las manos, muñecas y antebrazos, cepillándose todos los pliegues de la piel bajo la abundante espuma—, es un extranjero y mire en qué terminó por no respetar las señales de tránsito.
—¿Cómo sabe que no las respetó? —extraje un cepillo de un recipiente con antiséptico y comencé a lavarme con idéntica escrupulosidad.
—¿Cómo pudo ocurrir el accidente, entonces? —me contempló de soslayo.
Bräuer me parecía obtuso. Poco después agregó:
—¿Sabe su nombre?... Isaac Ben Aarón. ¿Se da cuenta? Es un judío. Y con ese apellido, seguramente israelí.
Lo miré de arriba abajo. Su voz insinuaba burla. Franz Bräuer lucía desagradablemente grueso y robusto. Su dorado vello de tórax y brazos confluía en los hombros, espeso como charreteras. Su conducta extravertida lo hacía simpático, pero esa simpatía se anulaba tras los excesos verbales que en más de una ocasión le trajeron agrias réplicas. Gustaba de las bromas pesadas desprovistas de agudeza, alternaba frases serias con alusiones cómicas que sólo lo hacían reír a él. Por eso a sus espaldas lo apodaban Bauer (campesino) en vez de Bräuer. Fue, sin embargo, uno de los primeros médicos que se me acercó en Friburgo interesándose en mis planes. Hasta me invitó a comer. Lo recuerdo muy bien: en el restaurante ni siquiera me preguntó qué prefería y eligió con arbitrariedad el menú, caracterizado por un franco predominio de la cantidad sobre la calidad. Mirándolo ingerir la comida, al tiempo que rociaba sus fauces con cerca de dos litros de cerveza, me sentí disminuido. Como retribución a mi insistente mirada, lanzó dos o tres pullas sobre mi poca resistencia al alcohol, típica de los musulmanes que, según él, lo tenemos prohibido por error del Profeta. Luego descubrió que las referencias al conflicto árabe-israelí me incomodaban. Distendió sus abultados párpados y sonrió complacido: había ubicado una llaga donde poner su dedo. Desde entonces no perdió ocasión para tocar el asunto con irrefrenable morbosidad. Hablaba del tema cada vez que me veía charlando con Jorge Silverman, que es un judío latinoamericano, y no podía dejar de hacerlo en este momento en que nos enfrentábamos con un paciente israelí.
Nos cubrimos con el camisolín esterilizado y nos calzamos los guantes. Se encendieron varios focos que concentraron su luz sobre la cabeza del enfermo. Instrumentaba María Brunner, una muchacha de juguetones ojos claros con quien había empezado una promisoria amistad. Ella le ofreció a Bräuer un hisopo para desinfectar la piel. Bräuer no levantó su mano y me miró fijo.
—¿Se animaría a operarlo aunque se trate de un enemigo?
No comprendí bien, luego me apresuré a contestar con fingida nobleza, ganando tiempo:
—No es mi enemigo, yo no lo conozco. Aquí es un enfermo más.
—¡Pamplinas! Es un israelí y es su enemigo. ¿Tiene la entereza de operarlo para salvarle la vida?
—¿Usted me ofrece en serio que yo lo opere?
—¡Sí!
Dudé un instante. Pero Bräuer parecía decidido. Dirigiéndose a María Brunner ordenó:
—Entréguele el hisopo... yo actuaré como ayudante.
Lo miré una vez más, sin disimular mi asombro. Desde que había llegado a Friburgo, hacía escasos tres meses, me había limitado a ayudar en las operaciones. Anhelaba desempeñarme como cirujano porque era la única forma de aprender más a prisa, pero no había sospechado que sería precisamente esa noche la esperada. Bräuer tampoco lo había calculado: actuó movido por un impulso que no alcanzaba a entender.
Recibí el hisopo y desinfecté la piel. Instalé compresas esterilizadas. Bräuer me dejaba actuar controlando desde cierta distancia, como testigo de un crimen inminente.
Cuando los preparativos concluyeron se instaló a mi derecha. María me entregó el bisturí y, con sus ojos, una palabra de aliento. Mis latidos se apresuraron. Apoyé los dedos de mi mano izquierda sobre la piel del enfermo, apreté el instrumento con mi derecha y lo hundí en la carne. Empezó a sangrar. Legré el periostio y coloqué el separador autoestático. La hemorragia arterial inundó el campo y el aparato de aspiración no succionaba con suficiente intensidad. Quise efectuar una electrocoagulación de las arterias sangrantes sin resultado. El trabajo se me hacía difícil. Bräuer alzó una pinza y la cerró hábilmente sobre la arteria rota. La hemorragia quedó cohibida.
—¡Gracias! —exclamé aliviado. E incómodo.
—Ése es el procedimiento —sentenció—; ahora concluya la hemostasia.
Pincé, ligué y electrocoagulé hasta que el campo quedó seco.
Volví a instalar el separador y empecé la trepanación. Yo sudaba. ¡Era mi primera operación en Alemania! Además —¡qué condiciones!—, bajo la mirada burlona de Bräuer.
Concluido el orificio craneano, empezó a manar sangre negra del interior.
—¿Es o no un hematoma extradural? —exclamó Jorge, que había entrado para presenciar la confirmación del diagnóstico. Sus anteojos ya estaban limpios.
—Nadie lo dudaba —respondió Bräuer.
Agrandé el orificio y procedí a extraer los coágulos. El cerebro estaba deprimido por efecto del hematoma. La meninge parecía intacta y su color normal. Sin embargo, al terminar de evacuar una parte de los coágulos empezó a brotar sangre roja nuevamente. Aspiré buscando la arteria que la producía y encontré el cabo seccionado. Lo electrocoagulé sin dificultad. La operación estaba casi concluida. El cerebro, no obstante, tardaba en reexpandirse. Miré a Bräuer interrogándolo.
—Asegúrese de que no sangre nada —me aconsejó.
Repasé la hemostasia: era satisfactoria. María me extendió el portaagujas cargado y empecé a suturar.
—¿Cómo está el enfermo? —pregunté al anestesista mientras colocaba el primer punto.
—Igual —respondió Jorge, que se había acuclillado entre las sábanas esterilizadas e investigaba las pupilas con una linterna—. Creo que se operó demasiado tarde: hemos perdido por lo menos una hora...
—La habrá perdido usted mientras efectuaba la angiografía —increpó Bräuer—. Con los signos clínicos era suficiente para diagnosticar y operarlo.
—No demoré más tiempo del que se tardó en preparar la sala de operaciones —se defendió Jorge con violencia contenida.
Bräuer guardó silencio.
Concluí el último punto con una sensación amarga: era el primer enfermo que operaba en Alemania y no daba signos de transformarse en un caso feliz. Deseaba que abriera los ojos, recuperándose en forma espectacular, como había ocurrido con los otros dos casos y como ocurre en la mayoría de los hematomas extradurales.
María me ayudó a vendarlo. Luego le tomé el pulso, observé sus pupilas, investigué los reflejos, anoté su tensión arterial y medí su frecuencia respiratoria: obstinada rutina. Bräuer se había sentado en un rincón de la sala y me contemplaba sonriendo.
—¿Qué le parece? —pregunté con ansiedad.
Bräuer miró hacia la puerta para cerciorarse de que Jorge ya no estaba y respondió:
—¡Bah! Un judío menos.
—¿Saldrá del coma? —insistí.
—Parece que le preocupa de veras —y dirigiéndose a María agregó—: Éste es un árabe poco auténtico. ¡Mire cómo se desespera por un judío!
No le contesté y me puse a controlar la tensión nuevamente. ¿Moriría?
No me interesaba el hombre por cierto; para mí ese Isaac Ben Aarón era un israelí a quien yo no tenía motivos para estimar. Me preocupaba el éxito de la operación en sí. Era un sentimiento egoísta donde sólo estaba en juego mi prestigio. La vida de ese desconocido me importaba tanto como la de cualquier otro.
Bräuer se acercó, me palmeó la espalda y con un tono nuevo, paternal, concluyó:
—No se preocupe; déle tiempo para que pueda reaccionar. Venga conmigo a la enfermería: redactaremos las indicaciones.
A la mañana siguiente no tuve tiempo para desayunar. A las 8.05 en punto comenzaba la reunión de médicos para hacer una revista de las actividades desarrolladas el día anterior. Tenía que presentarse el caso del hematoma extradural operado durante la noche.
Atravesé el caldeado hall y enfilé hacia la habitación del paciente. Mis piernas se frenaron cuando vi aparecer en el extremo del corredor al hierático Herr Professor Theodor Günther: se dirigía hacia la Sala de Conferencias. Demasiado tarde para ver al paciente. Giré sobre mis talones.
En el espacioso salón dominado por un ancho negatoscopio los médicos charlaban en grupos. Ya estaban Bräuer y Jorge. Me dirigí hacia ellos.
El profesor Günther entró con paso majestuoso y los médicos le abrieron camino como si una guardia de honor presentara armas a un soberano. Se ubicó junto al negatoscopio encendido. Su espesa cabellera sobresalía. Corpulento, macizo, parecía más un atleta entrado en años que un cirujano con talento de artista. De pie, dándonos la espalda, contemplaba la luz calcárea donde se irían instalando las radiografías. Dio la orden y comenzó la revista: operaciones, estudios complementarios, nuevos internados, pacientes en condiciones de alta.
Cuando se mencionaron los accidentes ocurridos durante la noche, Bräuer describió en términos breves y justos el estado del padre y de la hija. Aclaró que yo había actuado como cirujano y que el pronóstico era aún incierto, aunque las constantes vegetativas se mantenían equilibradas. La intervención había sido correcta.
El profesor Günther giró levemente, se quitó las gafas y me buscó con sus ojos claros entre el apiñamiento de médicos. Al verme, sonrió. Los demás médicos me miraron también.
—Continuemos —ordenó luego con su voz grave y bien modulada.
Durante quince minutos prosiguió la sucesión de protocolos y comentarios. Tuve que controlar de mi atención para que no huyera hacia los fascinantes focos, la sangre negra que brotó del cráneo, las referencias burlonas del rubicundo Bräuer.
Cuando concluyó la revista me dirigí por fin a la habitación del accidentado. Hice escala en el office del piso y busqué su carpeta. Se llamaba, en efecto, Isaac Ben Aarón y su país de origen era Israel. Tenía sesenta años.
Subí hasta su cuarto. Una enfermera controlaba el goteo de la solución que se le estaba pasando por perfusión intravenosa. Me acerqué. Aún seguía en coma. Me senté junto a su cama y, automáticamente, puse la mano sobre su muñeca. El pulso era lleno y regular. Hacía mucho tiempo que no estaba junto a un israelí. Desde 1948. La guerra de entonces nos separó. Yo tenía diez años y en mi ciudad natal de Ramlé vivían judíos. Algunos eran amigos de mi padre y solían visitarnos en casa, donde aceptaban café y dulces. Pero desde 1948 la palabra judío adquirió un sentido urticante y la palabra israelí se convirtió en sinónimo de enemigo.
Miré a Ben Aarón con curiosidad. En ese momento un judío podía simbolizar a todos los judíos y ese israelí representar a todo Israel. ¿Quería yo arrancarle alguna información a ese rostro inexpresivo, a esa boca inerte? ¿De qué parte de Israel vendría? ¿Habría estado en Ramlé, en esa ciudad árabe que los judíos nos robaron, que permanece en mi memoria envuelta en una nube de limón y nogal?
La sola idea de que este hombre conociera Ramlé me estremeció. En Ramlé nací. Nos arrojaron de nuestros hogares. La guerra quebró la continuidad de generaciones. Una raíz centenaria fue arrancada de cuajo, violentamente, y echada al otro lado de los alambres fronterizos. Este judío, y millares de judíos como éste, se han desparramado por el suelo de mis padres levantando fronteras mediante el capricho de las armas. Para ellos Ramlé era una ciudad más, quizá un villorrio. ¿Qué podía significarles?
Comencé a examinarlo. Al observar sus pupilas, noté por primera vez que sus ojos eran oscuros, tan oscuros como los míos. ¿Qué me sorprendió? ¿Esperaba encontrar ojos claros, como son los de Jorge o los de otros judíos que conocí en Europa? Miré la tez de su cuerpo y era morena; su aspecto semejaba el de un árabe. Tomé precipitadamente la historia clínica y releí su nombre y su país de origen para cerciorarme de que se trataba de un judío.
Entró Jorge.
—¿Cómo está? —empezó a limpiarse sus anteojos con el extremo del guardapolvo.
—Al pellizcarle la piel parece que comienza a defenderse.
Jorge calzó sus gafas y se acercó con la intención de obtener algunos signos.
—¿De qué parte de Israel será? —pregunté.
—Ignoro. Sus datos fueron obtenidos del pasaporte, pero si te interesa, su hija está en plena recuperación y podrá informarte.
—En fin, mucho no me interesa. Sólo que físicamente parece más árabe que judío.
—Su hija, en cambio, aunque de tez morena y cabellos castaños, tiene ojos claros —informó mientras continuaba el examen—. Acabo de estar con ella, habla alemán fluido. Me contó que está becada por la Fundación Humboldt y que su padre vino a visitarla hace menos de una semana. ¡Qué mala suerte!... En fin, pregunta a cada rato por su padre y tuve que contarle la verdad.
Jorge me pareció interesado por ellos. Lo atribuí al hecho de que eran judíos. Supongo que lo mismo me habría ocurrido si se hubiera tratado de árabes. En ambos casos persiste un sentimiento tribal de aglutinación y mutuo apoyo.
—Si observas alguna mejoría, avísame —recomendó cuando nos separamos.
No tuve que aguardar mucho: cerca del mediodía Ben Aarón entreabrió los ojos. Se lo comuniqué a Jorge y corrió a verificarlo sin ocultar su alegría.
2
La operación tuvo proyecciones. La inmediata ocurrió en la Albertus Burse, una confortable y vetusta residencia para estudiantes católicos. El medieval Alberto Magno vivió en Friburgo y su imagen presidía la entrada del edificio construido bajo su advocación y dirigido por monjas. En él podían alojarse estudiantes alemanes o extranjeros. El comedor era muy concurrido y zumbaba de animación. No sólo comían allí los que habitaban en la Burse, sino también sus amigos, fueran o no católicos, atraídos por el servicio pulcro y el menú barato.
Jorge Silverman me condujo a la Albertus Burse a poco de conocernos y allí me presentó al “grupo latinoamericano”, integrado por casi una docena de personas. Lo curioso es que, a pesar del rótulo, varios no eran ni latinos ni americanos.
Jorge fue el primer extranjero que conocí en Alemania. Hacía tiempo que realizaba su perfeccionamiento neurorradiológico en la Clínica y me pintó de cuerpo entero a los principales médicos, caricaturizándolos con mordacidad. Desde el primer momento fue muy amable, aun sabiéndome árabe. Al principio monté guardia. Era lógico. Pero a medida que lo fui tratando comprendí que no ocultaba intenciones aviesas, que actuaba con natural amplitud y falta de prejuicios. Nació en Chile, país donde conviven inmigrantes de decenas de países que se respetan. Yo, en cambio, no había conocido más que árabes, árabes en Jordania y árabes en el Líbano, donde estudié medicina.
Cuando me llevó a la Burse sus amigos latinoamericanos no pudieron contener las bromas. Jorge no se incomodó: parecía satisfecho y mostraba su amistad como un triunfo.
Yo no conocía ese temperamento latino tan bullicioso y cálido. Dicen que es parecido al árabe por lo hospitalario, pero la hospitalidad árabe es solemne. En cambio nada está más lejos de la solemnidad que el trato mutuo entre latinoamericanos: enseguida se tutean, palmean o agreden. Hablaban en alemán por consideración conmigo, pero a cada instante soltaban alguna observación en castellano, idioma cargado de expresiones intraducibles que los hacía convulsionarse de risa. A poco de conocerme ya brindaron por la reconciliación judeo-árabe. Jorge les hizo eco. Yo seguí la corriente por educación. Había vivido en carne propia la humillación árabe como para creer en semejante utopía.
Entre los miembros del grupo los más interesantes eran el cura argentino Ignacio Nassif, el filósofo español Vicente Carballo y el lingüista alemán Gerhard Reiser; este último no hablaba castellano. Los restantes: colombianos, mexicanos, venezolanos, un uruguayo; merecerían capítulos enteros, pero me desviarían del asunto principal.
El 16 de diciembre almorzamos en la Burse. Con Jorge estábamos contentos: él porque el israelí vivía, yo porque mi operación fue exitosa. Encontramos sentado a la mesa, solo, al lingüista alemán. Aún era temprano. Nos ubicamos junto a él. Jorge le narró mi debut como cirujano. Gerhard me felicitó. Era un muchacho de unos veintiséis años, rubio, bien formado, pulcro. Hablaba un francés perfecto y su alemán sonaba melodioso. Nació en el Sarre, motivo por el cual se consideraba tanto hijo de Francia como de Alemania, aunque jurídicamente pertenecía a esta última. Por nacer en el Sarre se eximió del servicio militar. A Gerhard le hubiera enfermado integrar el ejército: era católico y antinazi. Jamás dijo que las actuales tropas alemanas hayan heredado el temperamento del Tercer Reich, pero sí que el rearme alemán contribuía a esfumar demasiado pronto una dura lección. Su amor repartido entre Francia y Alemania —para mí— le impedía ser un patriota cabal o —según él— le permitía ver por encima de mezquindades fronterizas. En más de una ocasión parecía querer acusarme de chauvinista, de sectario, por mi irreductible posición contra Israel.
Gerhard profesaba gran afecto por los iberoamericanos —temperamentalmente lo era—, logrando ser considerado uno de ellos aún sin dominar el español. Con Jorge simpatizaba mucho, pero insistía en hacer aparecer esa actitud como un símbolo de la reconciliación entre alemanes y judíos, o entre católicos y judíos, insinuando que la mía expresaba a su vez el anhelo de paz entre judíos y árabes. Aunque Gerhard era un individuo de luces evidentes, se tornaba pueril en sus pretensiones pacifistas.
Pronto arribaron los demás comensales armándose el abigarrado mitin de costumbre. Las laboriosas y eficientes monjas servían la comida. No había mucho para elegir, pero ayudaba la idea de que por unos escasos Pfennings nos despachábamos un menú de reyes. Podíamos hacernos los pretensiosos alrededor del plato fundamental: “Algo menos de papas” o “Algo más de papas”, o “Sírvame las papas en otro plato”. También era importante conversar mucho.
Terminada la comida, subíamos a la habitación de Ignacio Nassif, el sacerdote católico argentino, para tomar café. Era la sobremesa inevitable de nuestros almuerzos en la Burse. Su apellido revelaba un indudable origen árabe. En efecto, los padres de Ignacio provenían de Beirut. Pero Ignacio no conocía una sola letra de árabe y debíamos entendernos en alemán. Sin embargo, su apellido y su origen eran suficientes para que nos señalaran como “la Liga Árabe” del grupo. Su familia practicaba el culto maronita, rama del cristianismo que sólo se diferencia de los católicos romanos por el rito. Ignacio pertenecía a la Orden de los Jesuitas. En Alemania completaba sus estudios de Filosofía sobre ciertos temas hiperestésicos vinculados al marxismo, para lo cual obtuvo una licencia especial de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Prodigaba un trato pausado y dulce en contraste con su rostro. Los rasgos de ese rostro, tanto aislados como en conjunto, no eran bellos: nariz encorvada, mejillas secas, ojos protruidos y boca asimétrica. Era un cura con aspecto de pajarraco insolente. Pero su fealdad irradiaba una paradójica simpatía. Defendía sus ideales con ingenio mordaz y escapaba airoso de las pullas sobre sus obligaciones de abstinencia. Su habitación estaba colmada de libros, una máquina de escribir portátil siempre fuera del estuche viajaba de silla en silla y en un estante se acumulaba la vajilla para el café de nuestras sobremesas. Un pequeño crucifijo de madera labrada que pendía sobre su lecho era el único elemento religioso que se veía a simple vista.
A la sagrada hora del café no faltaba nadie: el único que solía llegar con atraso era Vicente Carballo, estudiante de filosofía, español. Cada vez que lo increpábamos, respondía con la misma flemática excusa:
—En España almorzamos más tarde que aquí.
Hacía años que vivía en Alemania. A la inversa de Gerhard Reiser e Ignacio Nassif,Vicente Carballo jamás aceptó hospedarse en la Burse: prefería su cuarto ruinoso y solitario a la entrometida fragancia monjeril. Sólo concurría al bullicioso edificio para comer y charlar. Era un individuo hermético, el reverso de lo que se podría imaginar sobre un español. De éste conservaba la dignidad y la apostura, con las que sobrellevaba su estoica indigencia bohemia.Vestía un solo traje en verano e invierno. Durante los meses de vacaciones se empleaba en alguna fábrica y reunía el dinero que necesitaba para la época de estudios. En la época de estudios, casi nunca concurría a las clases de filosofía. Todas las tardes, efectuaba su único gasto regular: comprar el cotidiano Le Monde de París. En la habitación donde se alojaba sólo poseía una percha para su único traje y una silla donde apilaba los diarios.
Durante nuestras reuniones pronto el humo opacaba la atmósfera. El único que no fumaba era Gerhard Reiser. No bebíamos todos el café en forma simultánea porque no alcanzaba la vajilla; los que tenían el privilegio de sorberlo primero debían lavar las tazas para los siguientes. La conversación se acaloraba con facilidad y a la agitación de las frases se sumaba el movimiento de los que enjuagaban vajilla, servían el café o alcanzaban el azúcar.
Ese día se entró de lleno en el conflicto árabe-israelí. Hacía tiempo que no se lo tocaba. Bastó una referencia a la operación que efectué.
—No le veo ninguna trascendencia extramédica al asunto —traté de concluirlo para evitar derivaciones enojosas—. Un hombre está herido y un médico lo cura. El médico no debe hacer diferencias con sus pacientes, eso es todo.
—No es todo —reflexionó Vicente Carballo con el evidente deseo de provocar un combate—: se trata de un israelí, con quien un refugiado árabe no tiene chances de relación, excepto en un tercer país, como Alemania en este caso. La situación está cargada de trascendencia extramédica —se interrumpió para adoptar una solemne postura—: supongamos que Le Monde saque un titular en primera página:“Cirujano árabe operó a un israelí”, ¿crees que no sería impactante?
—Mezclas sensacionalismo barato con medicina — Gerhard rechazó la idea.
—Es un sensacionalismo trascendente, en todo caso. No olvides que el conflicto de los árabes con Israel lleva demasiados años para ser medido con un cartabón de rutina: no hay otro que se le parezca —Vicente se definía por la seriedad.
—¿Y el de Cachemira? —saltó Gerhard—. Tiene la misma antigüedad y me parece más irreconciliable aún.
—En cuanto a la antigüedad —prosiguió Vicente con entusiasmo: había conseguido encender la discusión—, es más viejo el entredicho que sostiene España con Inglaterra por la usurpación de Gibraltar. No te hablo de vinos para que tanto te importen los años. La India y Pakistán fueron a las armas, pero ¿por cuánto tiempo? Y si hubo escaramuzas, ¿se han mantenido continuamente como ocurre en las fronteras de Israel? Desde que surgió Israel, no ha pasado un solo año sin incidentes fronterizos. El asunto es caliente, explosivo. Las partes son inflexibles como India y Pakistán, pero éstas mantienen vínculos diplomáticos, es posible reunirse alrededor de la misma mesa, discutir. El premier soviético ofreció mediar y las partes se reunieron en Taschkent. ¿Pero qué Taschkent existió entre Israel y los árabes? Me acuerdo que cuando se inauguró la Feria de Nueva York el presidente de turno era el representante del Líbano en las Naciones Unidas. Como tal, concurrió a visitar algunos pabellones y, entre otros, el de Israel. ¡Qué tormenta se desató entre los árabes! El embajador trató de explicarse, de justificarse: dijo que procedió como presidente de la UN, no como delegado libanés. Israel era un país miembro de la UN y él debía visitar su pabellón como cualquier otro. Pero las excusas no le sirvieron: estuvo a punto de ser defenestrado. ¿Le habrían armado el mismo escándalo por visitar un stand de la India a un embajador de Pakistán? No identifiques entonces dos cosas muy, muy distintas.
—Te lo aceptaría sin el “muy” —precisó Gerhard— . Me resisto a creer que el conflicto árabe-israelí es necesariamente distinto a todos los otros que existen hoy o existieron ayer, porque llegarás a un callejón sin salida. Tu razonamiento te lleva a creer que jamás se solucionará ese conflicto.
—Quizá.
—Y yo creo que sí se solucionará. Entonces le encontrarás una enorme semejanza con otros conflictos, ya no dirás que es el único.
—¡“Crees” que se solucionará!...Vaya riguroso análisis del problema.
—Yo no creo ni dejo de creer: observo los hechos con objetividad. Y los hechos no son favorables a tus creencias, es decir a tus deseos.
—No te pavonees con tu objetividad, porque ni conoces todos los hechos ni los que conoces te han sido transmitidos con absoluta “objetividad”. A menos que Le Monde no informe otra cosa que “hechos objetivos” sobre el Medio Oriente.
—¡Puedes ironizar cuanto quieras, pero Le Monde no es inferior ni menos independiente que los periódicos alemanes que tú lees! —chilló Vicente incorporándose para la lidia.
Jorge le tiró del saco y lo hizo sentar.
—Tómate el café. No es necesario que defiendas tus ideas a los gritos.
—Hablo con objetividad, no como un niño que confunde deseos con realidades: una escoba no es un caballo —protestó Vicente, y dirigiéndose a mí, preguntó agitado aún:
—¿Tienes algún elemento de juicio que te haga pensar en una solución?
Antes que yo pudiera abrir la boca, saltó Gerhard.
—¡Vaya dónde buscas objetividad! Es un refugiado palestino y está cargado de amargura. Para él la herida es demasiado reciente y aún está abierta.
¡La manoseada herida!... Sus palabras me violentaron, pero comprendí que mi intervención tendría auditorio si era serena.
—Te equivocas, Gerhard. Siendo parte del conflicto conozco pormenores que no te los proveen ni Le Monde, ni los diarios alemanes, ni siquiera las mismas agencias informativas árabes.
Se hizo silencio. Deposité mi pocillo sobre una mesita.
—No creo que haga al fondo de la cuestión determinar si el conflicto árabe-israelí es único en su género. Para nosotros, los árabes, se trata lisa y llanamente de una usurpación territorial efectuada con el apoyo del imperialismo.
Mis ojos se encontraron con los de Jorge.
—Una parte del pueblo judío está comprometida en esta acción —proseguí—. El resentimiento árabe, sin embargo, no se extiende a todos los judíos. Respecto a la solución, ella llegará; indudablemente. Los refugiados esperamos retornar a nuestras tierras y nuestros hogares: el suelo de Palestina será liberado. Algún día este conflicto tocará su fin. Con justicia.
—¿Y los judíos? —preguntó Gerhard—. ¿Qué harás con los millones de judíos que viven en Israel? ¿Pretendes solucionar el problema de los refugiados árabes creando refugiados judíos?
—Pretendemos una Palestina democrática donde vivan armónicamente árabes, cristianos y judíos. No nos interesa exterminar judíos... ni expulsarlos, como los judíos expulsaron árabes.
—La dinámica de la historia —intervino Vicente—. Toynbee ha escrito que los crímenes infligidos por los nazis a los judíos hallaron su compensación en los crímenes cometidos por los judíos a los árabes.
—¿Qué crímenes? —interpeló Jorge subiéndose los anteojos que resbalaban sobre su nariz.
—Éste —me señaló—: los refugiados palestinos. Seis millones de judíos asesinados en Europa provocaron de rebote un millón de árabes expulsados de sus hogares.
—¡Eso es ridículo!
—¡Toynbee no es ridículo!
—Sí lo es, en caso de haber afirmado tal cosa —lo enfrentó el jesuita Ignacio Nassif. Se puso de pie, parecía más alto, su nariz de águila y sus ojos protruidos adquirieron cierta ferocidad—. Soy árabe por ascendencia y algún pariente lejano mío estará en la situación de refugiado. Pero no es justo comparar el asesinato bestial, premeditado, altamente científico realizado por los nazis, con el saldo lamentable de la guerra árabe-israelí. No es lo mismo, por amargo que resulte confesarlo. Mezclar la tragedia judía con la árabe es deshonesto, aunque esta última sea más reciente. Si la causa árabe exige justicia, que esa justicia no se contamine con el panfletismo. Cuando con otros sacerdotes visité el campo de Dachau donde exterminaron millares de judíos junto con millares de católicos, comprendí que el martirologio judío no encaja con lucubraciones políticas o comparaciones históricas. Se está deformando la historia reciente. Y esto no beneficia a la causa árabe. Ninguna causa justa puede afirmarse sobre la mentira y las ilusiones. Toynbee ha pretendido acomodar los acontecimientos a una teoría. Y el resultado no es brillante.
—¡Bravo! —gritó burlón Vicente Carballo—. ¡He aquí un historiador superior a Toynbee!
El cura se encogió de hombros.
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Regresamos a la Clínica caminando. El sol exhalaba su quieto aliento tibio sobre el paisaje nevado.
Con Jorge conversé sobre medicina. El profesor Günther nos había sugerido un tema de investigación interesante y puso a nuestra disposición el abundante material ya acumulado en su servicio. El trabajo sería firmado por los tres, aunque su realización correría por cuenta nuestra. Era justo: la idea y el material no nos pertenecían. Pero chocaba el rastro de explotación intelectual. Muchos trabajos firmados por el profesor Günther y uno o más de sus colaboradores en realidad habían sido elaborados en su mayor parte por dichos colaboradores. Esta modalidad no es exclusiva de Alemania: en Francia, España Iberoamérica ocurre con frecuencia lo mismo, según me he enterado. Y a la lista no es difícil agregarle otros países. Pero en Alemania esta anomalía choca menos, parece más natural o lógica, quizá debido al sistema que rige su medicina. Las investigaciones científicas realizadas, orientadas o simplemente sugeridas por el director de un Servicio, reportan mérito y gloria en primer lugar al mismo director. Sus colaboradores, en vez de sentirse explotados, se regodean por el honor de estampar su firma junto a la de él. Es un mandarín cuyo dominio sólo termina con su muerte o jubilación y que recibe respeto, obediencia y admiración gracias a la ley. Su rango lo ha elevado por encima de sus semejantes, creando un abismo que ni él mismo podría eliminar.
Avanzamos por la Hugstetter Strasse que desemboca en una amplia zona donde se encuentran emplazadas las diversas clínicas de la Universidad.
No lejos, pero totalmente separado de ellas, está el Institutviertel, especie de barrio para varios institutos, en cuyo salón auditorium asistí a una reunión de la Medizinische Gesellschaft. Allí trabajaban dos amigos egipcios: Sherif Tamir y Omar Dakani.
Entramos en la Clínica y fuimos directamente a la biblioteca. Teníamos tiempo para ocuparnos del tema que nos asignó Günther.
Quedamos sorprendidos al encontrarlo justamente allí: se iba al mediodía y regresaba a las cuatro de la tarde, jamás a las dos.
Nos saludó con amabilidad.
—Pasen, pasen. Estoy buscando una obra de Heinrich Meiersohn. Estoy seguro de haberla visto aquí, pero no puedo encontrarla.
Hablaba sin mirarnos, de pie frente a los anaqueles, recorriendo los lomos de los libros. Su estatura le permitía alcanzar los estantes superiores.Vestía ropa de calle: era evidente que había regresado con ese propósito. Su pelo estaba desordenado.
—¿Leyeron algo de Heinrich Meiersohn? —murmuró extendiendo su cuello hacia un grupo de volúmenes.
—No... en fin, no me acuerdo en este momento —respondió Jorge luego de interrogarme con los ojos.
—Fue profesor mío en Berlín. Cursé allí algunos años de medicina. Le tenía mucho aprecio. Murió durante la guerra.
—¿Qué asignatura enseñaba?
—Neurología, claro. Tenía una habilidad semiológica envidiable. Gracias a él me incliné hacia la neurología y luego hacia la neurocirugía.
El profesor Günther parecía distinto: jamás se había dignado ofrecernos una conversación tan amistosa. No sabiendo qué decir, nos pusimos a recorrer también los anaqueles, tratando de encontrar alguna inscripción con la palabra Meiersohn.
—Ese libro no aparece... ¿Habrá estado realmente aquí o fue una alucinación mía?
—¿Cómo se titula?
—Tratado de Clínica Neurológica. Lo estudié y luego consulté repetidas veces. Fue casi un libro de cabecera. De esos que nos acompañan siempre hasta que una razón cualquiera nos lo hace olvidar por muchos años. Muchos años... Pero se vuelve a él