1
Nace una estrella
Ya no temo decir lo que quiera. Tampoco hablar en contra de mí. Sacar la cabeza de las aguas limpias y las aguas sucias en las que nadé, rodeada por peces de colores y cocodrilos hambrientos. Necesito compartir una montaña de dulces y de basura. Es lo que voy a hacer con este libro.
No me limitaré a una biografía. Ya hay varias y algunas son muy buenas, porque incluyen las dudas, los grises y las contradicciones que plagaron mi existencia. Fue una trayectoria difícil de descifrar hasta para mí. Ahora, por ejemplo, elijo correr por la ajetreada ruta de una novela basada en la historia, no de una crónica ordenada, seca y aburrida.
La varita mágica que me hizo llegar a la cumbre fue mi viaje a Europa. Sus principales ciudades, gracias al cine, me habían calentado la cabeza desde chica. Sabía poco y soñaba mucho. Ya lo había confesado en mis primeros reportajes, antes de unirme a Perón. Pero fue Perón quien decidió mandarme en su nombre tras pensarlo al anverso y al revés. ¿Quería ponerme a prueba? ¿Quería educarme? ¿No se animaba todavía a dejar su gobierno por unas semanas? Le había llegado una invitación del dictador Franco para hacer una visita oficial a España. Ese país necesitaba romper su aislamiento y Perón había sido generoso al defenderlo en las Naciones Unidas; también le había ofrecido un crédito monumental para adquirir carnes y cereales que por esa época teníamos en exceso. Pero a mi marido, tanto en el frente interno como en el externo, lo consideraban un fascista. En lo profundo de su corazón lo era, me lo confesó. Narraba una y otra vez la hipnosis que le produjeron los discursos de Mussolini voceados desde el balcón de la plaza Venecia. Me habló de la Carta dei Lavoro que yo corregía diciendo: “Tenés que pronunciar bien, Juan: es la Carta del Laburante”. Juan consideraba que la Segunda Guerra Mundial había terminado de forma equivocada y por eso debíamos prepararnos para la Tercera.
Yo estaba lista para cualquier tipo de guerra, desde hacía tiempo.
Y hay instantes en que la rabia vuelve a inundarme, porque mi vida fue y sigue siendo objeto de abusos. Como dije, aparecieron biografías, novelas y hasta me llevaron al escenario con un musical en el que imploro a todo volumen “¡No llores por mí, Argentina!”. ¡Qué exagerados! Me han descrito como santa y como puta, como una tiernísima mujer y como una sádica resentida que no suelta el látigo. Dicen que pretendí ocultar mis sufrimientos de infancia, adolescencia y juventud. Que incluso los negué. Que Perón me usó y que yo usé a Perón. Que fui una calentona arrabalera y que fui una pobre gata desprovista de erotismo. Todo eso. Y mucho más. Miles y miles de páginas, de celuloide, de artículos. Algunos buenos, lo reconozco. Me gratifica haber dado trabajo a quienes han querido descifrar mi corta existencia terrenal. Mucho. Tanto como el trabajo que yo tuve que sudar para sobrevivir. Me han comparado con Jesús porque murió a los treinta y tres años, igual que yo. Pero su obra fue realizada en sólo tres. En mi caso, como no soy divina, me llevó apenas el doble.
¿De dónde salí? ¿Conocí a mi padre, un tal Juan Duarte escondido en la bruma? A veces entraba en nuestra choza un hombre de bigote gris, con un poncho doblado sobre el hombro izquierdo, que hablaba poco y se sentaba en el patio a tomar mate con mamá. Mis cuatro hermanos trataban de acercársele, pero con desconfianza. Raras veces nos daba un beso y por ahí se olvidaba de mi nombre. Daba la sensación de que hasta mi presencia le resultaba intolerable.
Mamá le rogaba que se quedase más tiempo, que nos acompañase en el almuerzo, que durmiera la siesta. Mis hermanos le decían papá, pero a mí no me salía. Él nunca miraba de frente, sino al piso, como avergonzado.
Solía venir a nuestro rancho en su enorme automóvil. Cuando entraba en las polvorientas calles de Los Toldos, de todas las puertas asomaban los vecinos. Esa máquina era ruidosa y amenazante. Para encender su motor había que activar una dura manivela que asomaba por delante. Sus grandes puertas negras servían de espejo maravilloso y en ellas se miraban mis hermanos para competir en la cómica deformación que les confería su convexidad. Años antes, cuando yo recién empezaba a sentarme, comentó que llegaron a la cercana estancia La Unión varios caballos para su yerra. Juan Duarte administraba esa estancia y en ella mi madre había trabajado de cocinera y parido sus cinco hijos. Después de la alegre jornada se comía un asado. Mamá le dijo que sería oportuno hacer dos bautizos: el mío, porque ya tenía siete meses de edad, y el de mi hermanito Juan, que cumplía cinco años. El asado en la estancia serviría de festejo, ahorrándole gastos extra. El hombre pareció estar de acuerdo mediante un resignado movimiento de cabeza. Aunque se negó a concederme su apellido.
Mamá siempre fue una mujer tenaz, pero con Juan Duarte se comportaba de forma sumisa, tal vez para no perderlo del todo. Ella le mandó avisar que se presentara en la parroquia del pueblo a las once en punto, donde había arreglado todo con discreción y pulcritud. Pero el señor Duarte no apareció. El cura se puso inquieto, porque tras nuestros bautismos debía celebrar una misa de esponsales. “No puedo esperar más”, dijo con las manos en oración, “compréndame”. Mamá le rogó tener paciencia, el padre de sus niños llegaría seguro. El cura, sin la piedad que debería salirle del alma, explicó que la gente ya amontonada para los esponsales no debía ser sometida a una demora injusta. Es gente moral —agregó— y no puedo obligarla a mezclarse con una manceba como usted y su prole nacida en pecado. Mamá nos narró esto dos veces, y en las dos le saltaron lágrimas. También las dos veces, al final, se iluminaba con una sonrisa por los balazos verbales que recordaba haberle descerrajado a ese idiota.
—Es horrible lo que nos hace —dijo mirándolo fiero.
—Es lo que debo hacer. Todos somos iguales ante Dios.
—¿Iguales? Nos trata como si fuésemos distintos a los ricachones que esperan en el atrio.
—Es verdad. Pero cuando la gente la ve a usted y su prole, se distrae de Dios.
Semejante insulto la dejó muda un par de segundos, pero reaccionó como correspondía. Largó una risita irónica y le escupió esta reflexión: Fíjese cómo son las cosas, padre… nunca hubiera pensado que, para esa gente moral, yo soy más entretenida que Dios.
El cura no pudo responder y, con gesto agrio, empezó la ceremonia de los bautizos sin la presencia del esquivo Juan Duarte.
Al salir del templo mamá seguía sosteniéndome en brazos. Gracias a la tensión de sus músculos y la fuerza de su bronca, seguida por mis cuatro hermanos caminó las dos leguas que separaban la ofensiva parroquia de la estancia. El camino era polvoriento y el sol quemaba hasta los cabellos. Sudaron copiosamente, incluso yo, cubierta por un fino pañal. Apenas mi madre abrió el ancho portón de la estancia se acercó el capataz, que la conocía, para decir que don Juan no estaba. ¿Cómo no va a estar si hoy es la yerra y preparan un asado? Sí, hoy es la yerra y preparan un asado, pero don Juan no está. Entraré para averiguarlo. No puede entrar, señora Juana. ¿Por qué no puedo? Porque no tiene nada que hacer de este lado.
El dictador Franco, a la inversa, según Perón, estaba del lado correcto: había exterminado a los comunistas y quería restablecer la monarquía tradicional con el aire impregnado de incienso. Pero lo habían aislado por su antigua alianza con Alemania e Italia; era objeto de una discriminación. Volar a España personalmente oscurecería más aún la imagen de Perón. Además, Juan tenía miedo de volar, era una de sus muchas cobardías.
Por suerte intervino el padre Hernán Benítez. Este jesuita se había educado en medio de la aristocracia con olor a bosta, pero había aprendido a detestarla por conocerla de cerca y ver cómo cagaba olímpicamente a sus servidores. Pronto se transformó en un peronista ferviente y entrador, pero siempre cerrado en su odio a cualquier cosa vinculada con el sexo. Era un castrado o quería vivir como un castrado, aunque conservaba la voz masculina. Su simpatía por Perón se notaba, porque la hacía pública hasta en ocasiones impropias, lo cual fue expulsándolo de las familias con la nariz parada. Claro que por aquel tiempo la Iglesia apoyaba a Perón y Perón a la Iglesia. Y bueno, terminé eligiendo a Benítez como confesor —no me tocaría las tetas ni el culo— y llegó a ser mi casto amigo de todas las horas.
En privado Perón explicó a este sacerdote los conflictos que lo acosaban respecto a la invitación del Generalísimo. Dijo que no podía demorar su respuesta. Necesitaba algo de iluminación. Y Benítez se la dio.
—General, no desperdicie esta oportunidad de oro. Mándela a Evita como su representante.
Juan levantó su mirada hasta las cejas de Benítez, parpadeó y le temblaron los labios sin emitir sonidos. Podría ser una solución novedosa, fuera de protocolo, desafiante —pensó—. Las mujeres no se ensucian con la política, excepto algunas feministas con pinta de varones. Pero Eva sí se metía. ¡Y cuánto! Las mujeres ni siquiera votaban, menos en España; bueno, en España no había elecciones. ¿Franco lo podría tomar como un insulto? Le gustaban las corridas de toros y la caza, casi siempre andaba uniformado y pensaría que Argentina le hacía burla mandándole una vaca en lugar de un toro.
Mientras cenábamos a solas, sin levantar la vista del plato, reveló su problema y la solución que no terminaba de convencerlo.
Se me cayeron los cubiertos al piso.
—¿Qué?… ¿Que yo viaje en tu lugar?
—¿Te animarías? —dijo con repentino entusiasmo—. Irías acompañada por un eficiente séquito. Se me ocurre que podrías visitar también otros países. Lo llamaríamos viaje del “arco iris”, un puente entre Argentina y el mundo. ¿Qué te parece?
—Juan…
—Ya te dije que suenan tambores de otra guerra. Y esos tambores ayudarán a que te miren como un salvavidas.
Apoyé mi mano diminuta sobre el espeso dorso de la suya.
—Gracias… —el revoltijo en mi cerebro desembocó en la ya familiar figura de Lilian—. Necesitaría que me acompañe Lilian —añadí.
—¿Por qué no?
Algunos aseguran que mi suerte fue dirigida por las desgracias. Casi siempre. Menciono la más grande. Un atroz terremoto hizo añicos a la ciudad de San Juan y activó el corazón de los argentinos. Se multiplicaron al infinito las iniciativas de ayuda. El entonces ascendente coronel Perón asistió a un gran acto en el Luna Park. Dicen que allí lo conocí y allí me picó el bichito del amor puro o de la ambición más repugnante. Que me las arreglé para acercarme y conseguir que me mirara. Yo ya ganaba para vestir bien. Entonces, para atraer sus ojos pícaros y achinados, pronuncié unas palabras que se me ocurrieron en ese instante, pero que tenían la fuerza de un ilusionista.
—Coronel, gracias por existir —dicen que dije; y eso le revolvió la sangre.
No fue de ese modo, no fue tan simple ni tan rápido, créanme. Tampoco es cierto que me limité a seguirlo tocándole la espalda o el traste y que pronto terminamos en la cama de mi departamento. ¡Qué esquemáticas son esas versiones! ¡Qué falta de imaginación! No reparan en el peso de las frustraciones que aplastaban mis hombros y me exigían caminar con prudencia. Me ordenaban caminar con prudencia y usar las habilidades que me enseñó la vida. Perón tampoco era fácil de levantar para una relación durable, menos por una chirusa como yo. Su mirada y la de sus acólitos iban hacia otra parte. Tuve que dibujar un encaje de seducción y de trampas.
Lilian Lagomarsino de Guardo era la esposa de un dentista convertido en presidente de la Cámara de Diputados. Desde que la conocí me atrajeron su buena educación, su dulzura, su actitud respetuosa. Transitó por una vida completamente opuesta de la mía, lo cual me producía sentimientos encontrados. Creció en una familia rica, dominaba el francés y de joven recorrió buena parte de Europa. Tampoco se salteaba los veraneos en Mar del Plata, “la ciudad feliz”. A Lilian y su marido, Ricardo Guardo, los invitábamos seguido a comer en la residencia presidencial. Ella me decía siempre “señora” y nunca nos atrevimos a tutearnos. Ricardo era un fanático de Juan y su exagerada honestidad me daba risa. Por ejemplo, jamás aceptó que Lilian usara su auto de legislador, ni siquiera cuando yo la mandaba a llamar.
La miré a sus grandes ojos negros y le conté que vendría conmigo a Europa. Lilian se sobresaltó. Tartamudeó una negativa. Dijo que era madre y que su hija menor sólo tenía un año y medio. No la podría abandonar.
—Lilian, ¡no me diga eso! Son apenas quince días. ¡Representaremos a nuestro país! Nos invitan con tanto cariño… Le aseguro que la vamos a pasar muy bien —la seguí mirando con fijeza demoledora—. Tengo una gran ilusión por conocer Europa.
Estábamos por cenar en la residencia. Ricardo y Juan se habían ido a lavar las manos mientras nosotras esperábamos en una salita adosada al comedor. Juan apareció secándose con una toalla. Sin quitársela de las manos dijo a quemarropa, como si nos hubiese oído:
—Lilian, me han informado que no quiere acompañar a Evita. Pues sepa que si usted no la acompaña… ¡Evita no va!
Ella se sonrojó y Ricardo se concentró de repente en los dibujos de la alfombra.
Lilian, pálida y temblorosa, no se animó a seguir oponiéndose. Le tuve lástima, pero la necesitaba como un bebé al pecho de su madre. No sé por qué me volví tan apegada a ella. En realidad, la pobre Lilian no haría un viaje, sino dos. Y los quince días de mi trayectoria se transformarían en tres largos meses. Antes de viajar conmigo le encargaron que se adelantase con una reducida comitiva de expertos, incluido el padre Benítez, para organizar los detalles en cada uno de los países que yo visitaría. La iban a secundar nuestros diplomáticos de cada embajada. Lilian se desempeñó muy bien en esa tarea de avanzada. Iba como representante oficial del Presidente de la República. A su lado, como guardián y consejero, cabalgaba el padre Hernán Benítez, a quien Juan invistió con credenciales de embajador. El encuentro de esta avanzada diplomática con el Generalísimo Franco en persona se realizó en Sevilla. Franco se asombró al enterarse de que Perón sería reemplazado por mí. Pero en el acto se alegró (no sé por qué) y pronunció unas palabras que nunca Lilian ni Benítez pudieron haber imaginado:
—Pues, nada. ¡Echaremos a España por la ventana! ¡Venga! ¡Vale!
Después llegaron a Roma, donde junto al embajador argentino se entrevistaron con el agrio cardenal Montini, que llegaría a ser el papa Paulo VI. En menos de veinticuatro horas la Santa Sede sacó de la manga una respuesta favorable. Yo ignoraba las razones de tanta simpatía: el secreto repugnante que unía a Perón con el Vaticano por esos años. Empezaba la aventura más alucinante de mi vida. Alucinante para una farabute cuya única salida al exterior había sido Montevideo, en una breve gira artística para desempeñar el papel de pordiosera.
Aunque siempre me sentí una pordiosera que imploraba reconocimiento y amor. Ni durante los agitados preparativos de mi viaje dejé de sentirme una mujer humilde, débil y atormentada. La miseria había impregnado mi infancia, adolescencia y juventud. Fue una miseria que echó raíces y me provocaría un contradictorio afán de venganza y reparación. Me enfurece el carnaval de chismes que han pretendido mostrarme sólo como un monstruo o un ángel. En algunos aspectos lo fui, es cierto. Pero en el fondo fui siempre una humilde mujer como cualquier humilde mujer, arrastrada por acontecimientos que no podía controlar. O por oportunidades más raras de amasijar que la grande de la lotería. ¡Cómo no iba a montarme sobre sus fabulosas cabalgaduras! Sólo las idiotas dejan que pasen como si nada. Hasta me han criticado la frase “humilde mujer”, que martillé en mis alocuciones. ¿Qué iba a decir? ¿Poderosa mujer? ¿Enloquecida mujer? ¿Soberbia mujer? Tampoco estaba mal. Pero ¿qué esperaban mis enemigos? ¿Que por ser humilde me achicase? Tenía el ejemplo de mi mamá.
Ella nunca aflojaba, pero casi siempre estaba triste. El inconsolable abandono de su hombre era la causa del mal. Ese cincuentón le hacía llegar el dinero que necesitaba para vivir con su “prole nacida en pecado”. No era mucho; más bien era insuficiente y mamá debía deslomarse ante su máquina de coser como modista de varias mujeres que le encargaban el trabajo, pero nunca la invitaban a una comida y ni siquiera a tomar mate. Era la manceba, la puta, la echada. Tantas horas moviendo el pedal le hincharon los tobillos —enfermedad que yo heredaría— y produjeron várices que no sabía cómo tratar. Al mismo tiempo, la empezaron a perseguir insinuaciones de sujetos casados que, viéndola sola, querían echarle un polvito. Mamá tenía conciencia de que estaba perdiendo su vida por causa de un sujeto al que amó mucho y tal vez seguía amando, pero que jamás iba a convertirse en su marido porque tenía una familia en Chivilcoy. Una familia llamada “legal”, “moral”, con una mujer adinerada (dueña de la estancia La Unión) y tres hijas bien vestidas. La riqueza de esa mujer le aseguraba a Juan Duarte una vida cómoda y le permitía dedicar sus horas libres a la política y las relaciones sociales.
En Los Toldos no teníamos electricidad y por las noches encendíamos lámparas a querosén. Cenábamos casi siempre la misma comida mirando nuestras sombras agrandadas en las paredes de adobe, que se alargaban hasta el techo de cinc. Eran momentos amargos, aunque la luz azul dorado que desprendía la lámpara podía hacernos soñar con el acompañamiento de ángeles buenos, pero débiles.
Una tarde mamá puso una sartén con aceite sobre el calentador Primus. Iba a freír papas y salió a darles de comer a las gallinas. Yo tenía pocos años, me acerqué curiosa, atraída por las llamas del calentador que eran diferentes a la luz de las lámparas. Pretendí averiguar qué había dentro de la sartén. Como mi estatura no era suficiente, procuré inclinar su borde. Mis deditos treparon con esfuerzo hasta que lo conseguí. Y no recuerdo más. Me desmayé. Pero antes había pegado un grito tan espantoso que hasta el gallinero se alborotó. Mamá voló hacia mí y trató de levantarme. Mi cuerpo estaba embadurnado con el aceite hirviendo de la sartén. La pobre no sabía por dónde introducir sus manos porque al tocarme se desprendían hebras de piel. Mis hermanas la ayudaron a ponerme sobre una sábana y me llevaron corriendo al dispensario. Yo seguía inconsciente. Allí me atendió un enfermero con los pocos recursos que tenía. Dijo que por suerte quedaba óleo calcáreo en su estantería y me embebió las partes afectadas, que eran casi todo el cuerpo. Al despertar ya estaba vendada, pero sentía un dolor tan fuerte que aún recuerdo.
En otra habitación del dispensario el enfermero conversó con mamá en voz baja, para que yo ni mis hermanos escuchásemos. Le explicó que eran quemaduras graves y, por eso, desgraciadamente, quedarían cicatrices en gran parte de mi cuerpo y también en la cara.
—¡¿Qué cicatrices?!
—Cicatrices, marcas.
—¿Qué marcas?
—Tejido queloide.
—No sé qué es eso.
—Una especie de cáscara.
—¿Cáscara?
—Bueno, no una cáscara, sino algo más duro que la piel común, con formas raras, como el caparazón de una tortuga.
—¿Qué me está diciendo? ¡Es un horror!
—La comprendo, doña Juana, pero es la verdad.
A la semana me sacaron las vendas y vi mi cuerpo pintado con ronchas. Los dolores de los primeros días se transformaron en una picazón brutal. Para que no me rascase y aumentara el deterioro de mi piel, me ataban las manos durante horas. Yo lloraba y gritaba, gritaba y lloraba. Para darme alivio me untaban con más óleo y me abanicaban con cartones. Permanecía horas amarrada a la cama o a una silla. Me daban de comer en la boca y sentaban sobre el orinal para que hiciera mis necesidades. El tormento duró alrededor de un mes.
Tal como había anunciado el enfermero, me salieron costras en la cara, el pecho, los brazos y las piernas. Estaba desfigurada. El color rojizo de las primeras semanas giró al negro verdoso.
Una noche llovió de forma copiosa, como suele ocurrir en la pampa. Me levanté y decidí bañarme con el agua de lluvia, que se consideraba la más saludable de todas. Tan saludable que en el patio teníamos una bordalesa de boca ancha para recogerla y con ella lavarnos el cabello. Salí desnudita. Me paré en medio del patio para que las pesadas gotas me dieran con fuerza. Un temblor de placer me recorrió el cuerpo. Al rato advertí que se me desprendían algunas costras. Varias costras. Muchas costras. Me acaricié suave, invitándolas a dejarme para siempre. No me rascaba, sino tocaba apenas. Y las costras caían, empujadas por las tiernas uñas del agua. Regresé a mi cuarto para secarme y me acosté. No prendí la lámpara para no despertar a mis hermanos, con quienes compartíamos el único dormitorio de esa choza. Paró la lluvia y me dormí escuchando el croar de las ranas que celebraban la conclusión del diluvio.
A la mañana siguiente tomé conciencia del milagro. El milagro de mirarme y estar libre de costras: ni en los brazos, ni en las piernas, ni en el tronco, ni en la cara. Corrí al encuentro de mamá para mostrarle la increíble noticia. Ella se tapó la boca para frenar una exclamación que se escucharía hasta más allá del pueblo. Me examinó con manos temblorosas, recitaba avemarías, susurraba padrenuestros. Mi piel no tenía una sola roncha, ni una estría, ni una cicatriz, ni una pigmentación. Estaba limpia y blanquísima. Más blanca que antes del accidente.
—¡Estás curada! ¡Estás curada!
Fue el primero de los milagros que me tocó vivir.
2
Volver por la puerta grande
El viaje a Europa me tenía más mareada que borracho en calesita. Anotaba datos sobre las personalidades con las que me encontraría; casi todas tenían nombres extravagantes. Preguntaba a Lilian cómo portarme en cada ocasión, qué reglas debía seguir y qué reglas podía dejar de lado. Yo, que odio las reglas. Habría muchos actos, cenas de gala, recorridas por palacios, iglesias y museos, veladas teatrales, conciertos, visitas a orfanatos, discursos ante públicos diversos. Gente de la cancillería me insinuó con respeto —empaquetado con cierto humor— de qué forma podría disimular los bostezos, cómo debía sonreír, cómo saludar. Eso sí: en cada oportunidad debía ponerme ropa diferente, sombrero diferente y joyas diferentes. ¡Era el emblema de la Argentina, uno de los países más ricos del mundo, carajo!
España había propuesto que me acompañase una comitiva de treinta personas, pero nuestro canciller —¡ese traidor de Atilio Bramuglia nunca me gustó!— dijo que alcanzaría con quince y que, además, no se debía exhibir tanta pompa. ¡Pompa! Yo no la pedía, eran los europeos. Esos turros devastados por la guerra nos codiciaban la riqueza, pero nos consideraban indios iletrados. Confieso que estaba confusa en esos días de vértigo. Elegía ropa y me hacía confeccionar sombreros. Por un lado quería desempeñar un magnífico papel, mi mejor papel desde que tuve acceso a un micrófono. Por otro lado me rebelaba tener que transformarme en una de esas señoras que se limpian el culo con pañuelos de seda. Decidí aparecer como un hada cubierta de brillos, plumas y una varita de oro. También con una larga capa azul que hiciera interminable mi ascenso por las escalinatas de los palacios y creara la sensación de que el cielo era mi ámbito natural.
Convoqué a Ana de Pombo, la mejor modista argentina, quien —pese a la demandante clientela de ricachonas a la que debía complacer— se presentó puntual en la residencia. Yo fui la que llegó más tarde, como era mi costumbre (o mi técnica). Mi actividad pública ya había adquirido notoriedad: el Newsweek me había llamado “el poder detrás del trono” y la prensa se sentía obligada a difundir mi insólito trabajo social y reconocer mi creciente influencia en el gobierno. Me estaban esperando nada menos que el arzobispo de Buenos Aires y el ministro de Guerra, ambos envainados en sus uniformes. Se pusieron de pie y me saludaron con una profunda inclinación de cabeza. Pero yo les dije: Discúlpenme, tuve que ir a desayunar con los pobres. Se miraron atónitos y volvieron a sentarse en la salita de espera. Sin dudarlo corrí hacia mis aposentos para atender a Ana de Pombo. Examiné la gran exposición que había instalado sobre la cama, sillas, el diván, la mesa y tres percheros móviles.
—Ana —le dije—, usted es una mujer eficiente y extraña. Nunca creí que viniera tan temprano, con tan hermosos modelos y maniquíes. La alta sociedad de Buenos Aires me odia, ¿lo sabe? ¡Claro que sí! Lo que usted ha hecho la va a perjudicar, porque perderá clientes. Le agradezco de corazón su coraje.
Sonrió e interpretó enseguida mis propósitos. Yo quería reproducir el Hada Azul de Pinocho. Aceptó confeccionarme una capa de dos metros de largo con plumas de avestruz teñidas de azul intenso, bien argentinas.
Dicen que fui contradictoria desde muy jovencita. Es verdad; seguro que desde la panza de mamá. También era contradictorio Perón, que aspiraba a la simpatía de los Estados Unidos y de Franco a la vez. Yo venía de un desayuno con pobres que tenían la cara y las manos sucias, a reunirme de inmediato con la modista de los aristócratas. Luego conversé con el arzobispo y el ministro de Guerra sin pedir disculpas por mi demora. Al rato fui a inaugurar un hogar de tránsito para mujeres sin techo, al que le pusieron mi nombre. Ese gran honor ni pellizcó mi modestia, porque ese hogar era el que hubiese necesitado cuando llegué a Buenos Aires muerta de frío y de hambre.
En medio del trajín protocolar y mi dedicación cada vez más obsesiva a las tareas sociales que desplegaba dentro y fuera de la Secretaría de Trabajo, volvía a mi cabeza el tema de Europa. Estaba excitada e insegura. Ramalazos de terror me arañaban el pecho, anunciando borrascas.
Así era cada vez que mamá desaparecía por jornadas enteras con mi hermana mayor. Blanca se había recibido de maestra y necesitaba conseguir un empleo para ayudarnos a parar la olla, como se decía entonces. No era fácil sin recomendaciones políticas. Nuestro esporádico padre las hubiera tenido de sobra, pero no habría querido gastarlas con su prole nacida en pecado. En consecuencia, mamá acompañaba a Blanca en sus recorridas por los poblados vecinos en busca de un contrato, porque no era bien visto que una joven se desplazara sola. Todos los caminos eran largos, algunos polvorientos y otros embarrados. A veces tropezaban con la osamenta de una vaca. Esa osamenta se multiplicaba al oscurecer y producía fulgores que algunos gauchos consideraban soplos del infierno. No siempre podían regresar en el mismo día y pasaban la noche en el banco de una estación de ferrocarril o en el galpón de una familia piadosa. Llegaban agotadas y mamá exigía que Blanca se bañase como lo hacía ella misma, siempre olorosa a jabón y a veces a lejía. Era tenaz con la limpieza.
La bañera era un tacho de latón. Yo ayudaba a traer las ollas con agua calentada en la cocina. En el invierno prendíamos una estufa Volcán de seis velas para no enfermarnos. Nos enjabonábamos y frotábamos con un cepillo de cerda dura. Después de enjuagarnos con otra olla de agua caliente, nos secábamos con dos toallas, una para la cabeza y otra para el cuerpo. El agua jabonosa era arrojada al patio. Ya limpios, debíamos colgar de nuestro cuello un piolín con una bolsita de alcanfor para ahuyentar los resfríos. Al acostarnos mamá nos ponía una crema en el pecho y las plantas de los pies llamada Vick-vaporub. Cuando helaba introducíamos bajo la sábana una botella con agua caliente.
Nuestra suerte cambió —algo— por bendición de una desgracia (¡siempre las desgracias!). Eran “las decisiones inescrutables de Dios”, según interpretaría el padre Benítez. Aquí viene el carozo del recuerdo.
En pleno verano, cuando las aves caen muertas por el calor sofocante, un peón de la estancia La Unión llegó al galope. Mamá se asomó a la puerta y yo la seguí tironeándole la falda. El caballo del peón brillaba de sudor y su hocico estaba cubierto de espuma.
—Ha muerto don Juan Duarte —dijo a mamá.
—¿Qué?
—Murió don Juan Duarte.
“¿Qué pasó?” “No se sabe…” “¿Cómo que no se sabe?” “Fue un accidente, doña; chocó con el auto y… ¡adiós!” “Repítalo.” “Clareaba, estaba medio dormido tal vez, cayó a la banquina, se dio vuelta el auto… esas cosas.” “¡Dios mío!” “Dios lo reciba en su santa gloria, doña.” “¿Dónde lo velarán?” “Sí, lo velarán.” “Idiota, pregunto dónde: ¿en La Unión?” No, en Chivilcoy, donde está su familia.”
—¡Rajá, croto de mierda! ¡La familia somos nosotros!
Entró pálida y, con voz ronca, comunicó la novedad. Yo no entendía por qué se había alterado tanto.
—Iremos a su velatorio y a su entierro —decidió con firmeza, pero entumecida de dolor.
Así era mamá: decidida y frontal. Heredé su carácter. Se dirigió al almacén de ramos generales, compró vestidos y medias negras para las mujeres, incluso para mí, que tenía sólo seis años. A Juancito le cosió una banda negra en la manga de su camisa. Ella se vistió de luto riguroso y cubrió sus cabellos con una pañoleta negra, pese al calor. Yo no entendía, no captaba eso de que se murió nuestro padre. No sabía qué era un velorio. No sabía qué era un entierro. No sabía por qué tanto ruido. Seguí jugando con mi deshilachada muñeca, que prefería a los otros juguetes porque me acompañaba desde que me chupaba el dedo.
Viajamos en un desvencijado ómnibus desde la insignificante Los Toldos hasta el pueblo de Bragado, algo menos insignificante, pero también yermo. Allí tuvimos que esperar cuatro horas la llegada del siguiente ómnibus, que nos sacudiría como melones hasta la ciudad de Chivilcoy. Mis hermanos lloraban por momentos, tal vez de cansancio, tal vez por copiar a mamá. Yo no lloraba, sino que me entretenía con mi muñeca, dormitaba por ratos y me ponía pesada con preguntas irritantes.
En Chivilcoy caminamos abrazados por sus calles asfaltadas. Nunca había visto tanto asfalto, ni tantos árboles, ni tantos autos estacionados junto a la vereda, todos parecidos al de Juan Duarte, que había sido el único en penetrar Los Toldos. Mamá nos apretaba las manos, los brazos, los hombros. Me acariciaba la cabeza y obtenía fuerza de sus propios hijos. Iba hacia un seguro enfrentamiento con la espada en ristre, seguida por su legión de bastardos.
Preguntó a dos hombres por la casa de Juan Duarte y ambos apuntaron con la nariz en la misma dirección. Eran las nueve de esa mañana calurosa. Escuchamos las campanas de una iglesia. Yo seguía asombrada por el nuevo paisaje. Había ingresado en un mundo de fantasía, como el de los cuentos: viviendas pintadas, jardines, árboles que echaban sombra, negocios de ropa exhibida tras grandes cristales, muebles raros protegidos por vidrieras. A una cuadra de distancia apareció un montículo de flores que desbordaba el zaguán de una casa y ocupaba casi toda la vereda.
—¡Allí es! —exclamó mamá, con el entusiasmo de haber ganado su primer combate.
Llamaba la atención el número de coronas, algunas muy vistosas, acomodadas sobre caballetes. Las cruzaban cintas violetas con inscripciones en oro. Encandilaban. Yo no sabía leer, pero me explicaron que eran los nombres de las personalidades que rendían honores a don Juan Duarte, uno de sus pares ilustres. Ahora resultaba ser un par ilustre… Mamá los registró de un golpe: el intendente municipal, concejales, directores de escuela, clubes como el Rotary y la Sociedad Española. Mi llamado padre había sido un caudillo conservador con incursiones políticas —me enteré después—, por eso había usado la estancia La Unión para ganar dinero, agasajar amigos y granjearse la adhesión de mucha gente. Hacía fiestas con empanadas, asado, vino y guitarreadas hasta el amanecer. Durante años le había cocinado mamá, quien funcionó de concubina todo servicio, y con la que tuvo cinco hijos a los que no negó su nombre (excepto en mi caso), aunque a algunos les negó el bautismo y a todos la participación de su fortuna.
Dos personas se acercaron para detener nuestro acelerado avance. Ambos lucían una banda negra en el brazo izquierdo, el del corazón. La conversación fue desagradable desde el mismo saludo. Nuestra madre, encendida de indignación, no aceptaba razones. Y ellos tampoco. Este diálogo fue reconstruido por varios de mis biógrafos. Más o menos sucedió lo siguiente.
—Señora, sé quién es usted. Comprendo su dolor y el de sus hijos —el hombre se secó la frente con un gran pañuelo blanco embebido en agua de colonia—. Pero hágase también cargo del dolor que atormenta a la familia legítima de don Juan Duarte. Soy primo del difunto y le ruego que no entre a su casa. Hay duelo, hay un solemne velorio. No nos traiga el escándalo. Mi primo no lo merece.
—Se equivoca: no traigo un escándalo. Vengo con estas criaturas desde muy lejos. Estamos sin dormir. Tienen derecho a despedirse de su padre, de su padre real. Cuando hayamos cumplido con nuestra cristiana obligación, nos iremos. Quédese tranquilo.
—No me entiende, señora. El fallecimiento fue repentino, la noticia cayó como una bomba. La viuda está destrozada. Sus hijas también. Enterarse de que ustedes se meten en su vivienda las herirá más. Vayan a la iglesia y recen por el eterno descanso de Juan. Y, por caridad, acepte este dinero para comprarle unas flores.
Sacó un billete. Mamá le disparó su mirada de fuego, lo esquivó altiva y siguió adelante, seguida por nosotros, su patético cortejo. Entonces el otro hombre, que no había dicho una palabra aún, ensayó otra técnica, más agresiva.
—¿Estos son los bastardos?
—¡Los de su madre! —le escupió mamá—. ¡Y también los de don Juan Duarte, con mucha honra!
Ya estábamos por cruzar la puerta cuando apareció una chica de la edad de mi segunda hermana. Se nos vino encima como un toro bravo y en su corrida volteó tres coronas fúnebres. Tenía los párpados oscurecidos por el llanto. Se plantó delante de mamá levantando los puños.
—¿Qué hace aquí? ¡Por su culpa hemos sufrido toda la vida! ¿Para qué viene? ¿Para darnos más vergüenza? ¡Váyase! ¡Tenga piedad y váyase! ¡Qué falta de respeto, por Dios!
Mamá la miró fijo, sorprendida al comienzo y con algo de lástima después. También era hija de su amado Juan. ¿La joven habría sentido que el padre le retaceaba afecto para dárselo a unos desconocidos?
—Hemos llegado por respeto al difunto —le explicó en registro súbitamente almibarado—. Fue un buen padre. No corresponde que sus hijos conviertan esta muerte en una guerra. Mis hijos no le harán ningún mal a usted y usted no les haga mal a mis hijos.
—¡Váyase! ¡Ahora! —contestó la otra, frenética.
Se interpuso un tercer hombre, que apoyó su mano sobre la espalda de la muchacha mientras decía “Vamos a permitirles entrar por un momento, Eloísa; esta gente no tiene por qué llevarse a Los Toldos la misma pena con la que ha venido”. Eloísa lanzó otro grito, tosió, escondió su cara en el pecho del hombre y regresó al interior esquivando las coronas tumbadas.
—Hubiera sido mejor que no vinieran —ese caballero se dirigió a mamá en un tono amable—. Pero ya están aquí. Cuanta menos gente lo sepa, mejor. No hace bien a la memoria del difunto ni a su familia legítima la exhibición de una familia paralela. Esta ciudad no es el rancherío de Los Toldos. Aquí debemos cuidar las apariencias. Diré que usted sigue siendo la cocinera de La Unión y que por eso vino. Prométame que no me va a desmentir.
—No puedo prometer eso.
—O entra bajo esta condición o no entra. Si decide entrar, no me desmienta. Yo me ocuparé de que la viuda permanezca en otra parte de la casa y de que no haya ningún familiar en la capilla ardiente. Por respeto, nadie la estará observando excepto yo, para que se cumpla nuestro acuerdo. Tendrá cinco minutos para despedirse del difunto. Y rezar.
—¿Qué pasará en el cementerio? Hace años le aseguré a Juan que si le pasaba algo, Dios no lo permitiera, sus hijos iban a seguir el cortejo y depositar flores sobre su tumba.
El hombre guardó silencio para reflexionar, asombrado por tan inesperada situación.
—El cortejo será importante, con muchísima gente. Nadie los conoce a ustedes, y quienes sospechan tratarán de apartarse. Haga lo que quiera.
Al rato volvió para decir que ya podíamos ingresar a la casa. Mamá me llevaba de la mano y entró decidida, haciendo equilibrio entre los olorosos ramos que llenaban el vestíbulo y el salón del velatorio. En la capilla ardiente atraía como un imán el féretro brilloso rodeado de velas y escoltado por un enorme crucifijo. Mamá pidió que rezáramos. Miró largo rato a su amor de tantos años, que en los últimos ya no eran de amor, sino de alejamiento y tristeza. Yo estaba extrañada por la forma en que miraba el cadáver, porque percibía lástima, dolor y reproche. Me aturdía la confusión. Tenía susto y ganas de salir corriendo. Mamá ordenó que cada uno le diera un beso en la frente. Yo no alcanzaba, así que me subió con sus brazos. Me asaltó el terror apenas vi su cara blanca como la de un muñeco. Abracé fuerte el cuello de mamá y miré para otro lado. ¡Evita, es papá!, insistió ella. Yo no quería saber nada con eso que llamaba papá.
Salimos y el aire de la calle me devolvió el oxígeno. Nos hizo sentir mejor a todos. Mamá preguntó dónde había una fonda barata y fuimos a instalarnos allí hasta la hora del entierro. En esa espera no sólo evocó instantes vividos con el muerto, sino que decidió abandonar Los Toldos. Ya no teníamos nada que hacer en ese rancherío tenebroso. Lo abandonamos de noche, como fugitivos.
¡Qué diferencia con mi partida de Buenos Aires como embajadora nacional!
Me organizaron un brindis en la Secretaría de Trabajo. El ministro Freire, un penoso lameculos, levantó la copa de champaña y dijo que la señora María Eva Duarte de Perón era la representante cabal de la mujer argentina. Una exageración que me gustó en ese momento, pero no me mareó, porque ya me estaba acostumbrando a las exageraciones de los olfas que se desesperaban por ganar el aprecio de Perón. Ese discurso, sin embargo, mojó la oreja de la fanática Conferencia de Mujeres Socialistas, con más bigotes que realizaciones. Fraguaron un comunicado lleno de veneno. Declaraban no sentirse representadas “por esa señora”, criticaban que me hubiesen dado un honoris causa en la Universidad de La Plata y que, sobre todo, las entristecía que un gobierno socialista como el de Francia me hubiese invitado también.
Yo iba en representación de un gobierno del cual no formaba parte, ni siquiera como la secretaria de un funcionario menor. Hubo que mentir y asegurar que se trataba de un viaje privado; que los gastos enormes provenían de mi peculio. Sólo ingenuos y fanáticos se tragaron la versión. Una idiota insistencia en la frase “su propio peculio” generó el chiste sobre “lo mucho que ha peculiado” la señora de Perón.
A medida que se organizaba mi viaje exigí la compañía de algunas personas que me darían seguridad. Por eso en la lista no sólo incluí a Lilian, sino a mi rebelde y querido hermano Juancito y el coiffeur Julio Alcaraz. Pero me añadieron burócratas que se consideraban expertos en este tipo de asuntos. No faltó un periodista del diario Democracia (el diario más leal a Perón) para que mandase largos informes sobre mi gira. A último momento, cuando ya el auto se desplazaba hacia el aeropuerto de Morón, pregunté quién me escribiría los discursos. Se produjo un asombro paralizante. ¡Tantos enloquecedores detalles, sin darse cuenta de que faltaba el redactor de los discursos! ¡Imbéciles! De inmediato volaron las órdenes y fue traído de los pelos, con la ropa que tenía puesta, Francisco Muñoz Aspiri. El pobre se sentía un desgraciado porque no llevaba ni una camisa de muda.
La sala de espera en el aeropuerto estaba adornada con flores y un servicio de cocktail atendía a los invitados. Ya me esperaba el presidente vestido de civil. A su lado me miraba con cariño el anciano vicepresidente Quijano con su traje sepulcral, pobladas patillas, bigote lluvioso y cuello palomita. En la sala había ministros, algunos gobernadores, los edecanes que me acompañarían y gran parte del cuerpo diplomático. El canciller Bramuglia hizo de tripas corazón y se esmeró en lucirse para ganar mi aprecio siempre esquivo, porque lo consideraba un felón. Pese a semejante despliegue, o tal vez por eso mismo, me asaltó de nuevo el miedo. Quienes insisten en mi temeridad y mi dureza ignoran que en ese momento el miedo estaba a punto de doblarme las rodillas. Hice esfuerzos por parecer relajada, mentí con mi sonrisa, la sonrisa artificial que aprendí en los mezquinos papeles de mis comienzos. Juan se daba cuenta. Por eso no se alejaba de mí.
De pronto Alberto Dodero, el magnate naviero aliado a nuestra causa, se acercó majestuoso, con una sonrisa de oreja a oreja. Lo hizo muy bien, porque sin tener que solicitar permiso, la gente le abría paso. Los potentados irradian un no sé qué. Yo estaba sentada y él se inclinó para entregarme un cofrecito.
—¿Qué es esto?
Estalló la luz de un espectacular collar de brillantes. Parpadeé un rato antes de agradecerle. Juan le estrechó la mano. Cerré el cofre, lo acaricié y entregué al encargado de vigilar mis objetos valiosos. No era la primera vez que Dodero me regalaba joyas. Pero acababa de ocurrir algo que sólo había visto en los cuentos de hadas. Era la primera muestra de una cascada de regalos que recibiría a lo largo de este viaje y que, en lugar de saciar mi apetito, lo hizo cada vez más voraz. Ahora me doy cuenta de que cuando uno no recibe grandes regalos, no los desea. Pero cuando los recibe en cantidad, siempre parecen pocos.
La despedida se hizo larga porque cada uno quería decirme una frase y las mujeres darme un beso. Abracé el corpachón fornido de Juan e inhalé su perfume. Necesitaba que su vigor inundara mi sangre. Lo sentí robusto, tierno y confiado. Me susurró al oído:
—Tu viaje saldrá muy bien.
Un DC4 de Iberia, enviado especialmente por el gobierno español, me aguardaba en la pista. Lo seguiría un avión de FAMA con los equipajes. Caminé hacia la escalinata seguida por un numeroso público. Me imaginé una diva del cine en el momento glorioso de una película que hace llorar. Los colores del crepúsculo me dieron la sensación de estar ascendiendo al paraíso. Subí con lentitud (mezcla de teatro y ansiedad), aferrada a la barandilla. Si tropezaba empezaría con un papelón de mal agüero, como deseaban mis enemigos. En la alta puerta aguardaban sonrientes los pilotos españoles. Contemplé sus botones dorados. Giré e hice un último saludo con la mano. Dos azafatas me guiaron solícitas hasta los asientos especialmente reacondicionados. Luego ingresaron Dodero con su médico y valet personal, tres edecanes, las encargadas del vestuario, mi hermano Juancito, el leal peinador con la valija de cuero de chancho —donde guardaba mis alhajas y que no dejaba fuera de su control ni a luz ni a sombra—, un vacilante Muñoz Aspiri que no cesaba de preguntar dónde diablos se compraría la ropa, Lilian y dos miembros de la nobleza española que me acompañaban en nombre del Caudillo y a quienes no dejé de espiar en el largo trayecto para ver cómo se sentaban, conversaban, dormían y comían. Uno era conde y el otro, marqués. El conde se llamaba Joaquín Torres y Torres (no le alcanzaba con una torre para lucir sus presuntos castillos), usaba bigote y barbita en candado, lucía espesas canas en las sienes, traje negro de seda, corbata rosa y un abultado pañuelo blanco en el bolsillo superior de la chaqueta. Un payaso. El otro, pese a su título de marqués, era más discreto.
Dentro de la nave me inundó el olor a detergente mezclado con perfume de jazmín. Contemplé la doble hilera