Prólogo
Orwell y sus editores:
apuntes para una historia políticamente sintomática
La breve pero intensa carrera literaria de Eric Blair empezó con un cierto pánico al fracaso y la adopción preventiva de un pseudónimo: George Orwell. El manuscrito de Sin blanca por París y Londres, completado en octubre de 1930, había acumulado rechazos en Jonathan Cape y en Faber & Faber. A Orwell le rondaban los treinta años y el terror de haber dado un rumbo equivocado a su vida apostando radicalmente por la literatura. Regaló el manuscrito a una amiga para no tener que tirarlo él mismo a la basura. Sin embargo, Mabel Fierz resultó ser una mujer sensata que mandó, por su cuenta y riesgo, la primera obra de Orwell al agente literario Leonard Moore. El agente se puso en contacto con el joven autor y le aseguró que aquel material era publicable. «Bueno, si por casualidad se lo aceptan en alguna parte, publíquenlo con un pseudónimo, no estoy muy orgulloso de mi trabajo», le contestó Orwell con su habitual facilidad para la autodevaluación. Sin reputación que perder y con la posibilidad de mantener el pseudónimo si, contra pronóstico, el libro funcionaba, Orwell esperó resultados. Llegaron en 1933 cuando Victor Gollancz, un editor de militancia izquierdista, leyó con interés un relato que parecía responder perfectamente a la demanda de realismo social y literatura documental que los efectos de la depresión económica de los años treinta alentaban. Editor y agente escogieron George Orwell de la lista de posibles pseudónimos que les había propuesto el autor. Todos igualmente comunes y poco relucientes: P. S. Burton, Kenneth Miles o H. Lewis Allways. Aunque George Orwell fuera un nombre llano (el patrón del país, George, y el nombre de un pequeño río inglés sin historia, Orwell), la argucia de escribir con pseudónimo acabó generando fecundas posibilidades en la configuración de un astuto narrador, un álter ego que supo explorar con eficacia el potencial narrativo de las experiencias autobiográficas de Eric Blair.
Victor Gollancz y Secker and Warburg iban a convertirse en las dos editoriales que publicaron los libros de Orwell y que tuvieron que lidiar con las incomodidades de todo tipo que les presentó un autor controvertido, lúcido y tenaz, que nunca pudo evitar vivir y escribir contra las corrientes dominantes de una época marcada por extraordinarias turbulencias políticas y la masiva presencia de guerras atroces. En el período que va de 1933 a 1949, Orwell publicó nueve libros y numerosos ensayos y artículos. A pesar de su muerte prematura, a los cuarenta y seis años, el corpus orwelliano se percibe como una presencia notable de alcance universal, como el corpus literario que ha ejercido, probablemente, una mayor influencia en las percepciones políticas de generaciones de lectores. Tuvo el tiempo justo de constatar que sus dos últimos libros (Rebelión en la granja y Mil novecientos ochenta y cuatro) se convertían en éxitos editoriales indiscutibles, pero la magnitud de su reconocimiento le llegó póstumamente. La publicación de los cuatro volúmenes editados por Ian Angus y Sonia Orwell en 1968 (The Collected Essays, Journalism and Letters of George Orwell) dio la medida de su trayectoria y supuso un acontecimiento editorial que incentivó la revalorización de la obra de Orwell en su conjunto. George Steiner describió estos volúmenes como «un lugar para la renovación de la imaginación moral».1 Treinta años más tarde, la monumental y ejemplar edición de los veinte volúmenes de la obra completa que debemos a Peter Davison selló el alcance de la contribución de Orwell a la lengua inglesa.2 No hay otro autor coetáneo en la literatura inglesa que haya sido escrutado con tanto interés: seis biografías completas y un sinfín de memoirs y estudios monográficos dedicados a un autor cuya producción bibliográfica se limitó a quince años. Tenemos, además, tres libros que ponen en perspectiva los avatares de sus dos editores: un estudio sobre los primeros cincuenta años del editor Gollancz3 y las memorias, en dos entregas, de Frederick Warburg.4 Puede, pues, darse noticia documentada de las reveladoras relaciones de Orwell con sus editores.
Aunque Gollancz valoró muy positivamente el primer libro de Orwell, un texto que consideraba «una denuncia extraordinariamente vigorosa y efectiva sobre las consecuencias del desempleo y las anomalías sociales actuales», expresó muchos reparos cuando el autor le ofreció su primera novela, Los días de Birmania. Gollancz se temía problemas graves de libelo instigados por la administración colonial británica ante una novela que leemos, ahora, como precozmente anticolonialista. Ante la negativa de Gollancz, Leonard Moore, su agente literario, buscó alternativas que solo se concretaron en Estados Unidos. La firma de Nueva York Harper Brothers publicó la novela en 1934. La publicación tuvo efectos sobre la decisión de Gollancz, que releyó el manuscrito y, con algún cambio menor, la novela vio finalmente la luz en el Reino Unido el 24 de junio de 1935. Gollancz publicó, también, las dos siguientes novelas de Orwell —La hija del clérigo y Que no muera la aspidistra—, obras que Orwell siempre consideró fallidas. En ambas el editor tuvo que limar aspectos que le parecían, también, susceptibles de libelo. Recordando estos problemas iniciales, Sheilla Hodges escribió:
No es que fuera deliberadamente difícil, sino todo lo contrario. El problema era que le costaba muchísimo, o bien darse cuenta de lo que significa el libelo en este país —a pesar de que le explicamos reiteradamente la situación jurídica—, o bien calibrar los peligros muy reales que aquello implicaba.5
Los costes de acciones legales derivadas de acusaciones de difamación o libelo podían acarrear, efectivamente, problemas graves para una modesta editorial de izquierdas. El abogado de Gollancz, Norman Collins, se lo intentó transmitir al joven autor rogándole, con delicado tacto inglés, que viera el problema «a la luz de la extraordinaria legislación que sufrimos en este peculiar país».6 A pesar de estas dificultades, en 1937 Gollancz y Orwell firmaron un contrato por el que el editor tenía la primera opción de publicación de sus dos siguientes obras de ficción.
Las tensiones entre Orwell y su editor iban a tomar un cariz mucho más político cuando este le propuso visitar el norte industrial de Inglaterra y documentar en un libro el ambiente social de aquellas zonas castigadas por un «desempleo masivo». Durante los dos primeros meses de 1936, Orwell viajó y tomó notas para lo que iba a convertirse en El camino a Wigan Pier. A finales de año el libro estaba listo, y para entonces Gollancz había creado el Left Book Club, una especie de Club del Libro para consumo de literatura izquierdista. La iniciativa fue un éxito, y Gollancz propuso que El camino a Wigan Pier fuera el libro del mes de marzo de 1937 para los socios del club. Con la decisión tomada y su esposa, Eileen, encargada de seguir el proceso de producción del nuevo libro, Orwell partió para España con la intención de sumarse a la lucha antifascista. Llegó a Barcelona el 26 de diciembre de 1936.
El proceso de publicación del libro tuvo importantes consecuencias en varios aspectos. En lo personal, la inmersión de Orwell en el mundo de los mineros ingleses en plena depresión económica fue un paso más en su toma de conciencia de las desigualdades de clase que ya había observado en Birmania y en los ambientes marginales de París y Londres; una experiencia formativa de reafirmación en sus convicciones socialistas que pronto iba a culminar en otra inmersión, más radical, en el frente de Aragón con los milicianos del POUM y en el ambiente de la Barcelona revolucionaria de los primeros meses de 1937. En su carrera de escritor, El camino a Wigan Pier significó un notable paso adelante con más de cuarenta mil ejemplares vendidos en pocos meses. Orwell se había convertido en un autor conocido. La publicación generó, por otra parte, una de las situaciones más curiosas entre un autor y un editor. Gollancz quedó muy satisfecho con la primera parte del libro: el minucioso estudio de las condiciones de vida en las zonas industriales bajo los efectos de la Gran Depresión. Sin embargo, Orwell escribió una segunda parte en la que polemizaba abiertamente contra las actitudes de la izquierda ortodoxa y los planteamientos que mantenían los intelectuales de izquierda, demasiado alejados de las duras realidades. El editor, lógicamente, se sintió aludido, y escribió un extraordinario prólogo al libro para hacer constar sus discrepancias y neutralizar la probable reacción airada de los lectores del Left Book Club; un caso curioso en la historia de la literatura: el editor desautoriza al autor en el mismo libro que pone a la venta. Gracias a esta peculiar iniciativa, Gollancz pudo salvar sus instintos editoriales a pesar de sus reticencias ideológicas. Cuando Orwell, de permiso en Barcelona justo antes de los Hechos de Mayo de 1937, pudo ver el resultado de la operación de su editor, le escribió una carta que debería incluirse en una antología de las cosas inefablemente inglesas. Está fechada el 9 de mayo. Orwell se disculpa por no haber podido escribir antes para agradecerle la introducción, que había podido ver diez días antes, y se lamenta de que, desde entonces, «he estado más bien ocupado» (¡claro!, han sido los días trágicos de los enfrentamientos sangrientos en las calles de Barcelona). Orwell añade:
Me gustó mucho la introducción, aunque hubiera podido contestar a muchas de las críticas que contiene. Se trata del tipo de discusión que uno siempre desea, pero que difícilmente se produce con los críticos profesionales». Al final de la carta, Orwell le comunica que, si puede regresar en agosto, estará en condiciones de ofrecerle un libro sobre España para finales de año en el que espera poder contar «la verdad sobre lo que he visto.
El libro sobre España será, precisamente, lo que pondrá definitivamente a prueba los precarios equilibrios entre autor y editor. Orwell llegó a España con la firme voluntad de participar activamente en la lucha antifascista más allá de los matices ideológicos que sugería el lío de siglas de las organizaciones políticas que formaban un frente común contra el golpe militar de Franco. Ya hemos visto que Orwell era poco dado a las ortodoxias partidistas y que no militaba en ningún partido, pero había conseguido credenciales del Partido Laborista Independiente, un partido con conexiones con el POUM, y por ello se alistó en las milicias del partido de Maurín y de Nin, y luchó en el frente de Aragón. Sin embargo, pasó casi todo el tiempo intentando gestionar su incorporación a las Brigadas Internacionales, sabiendo perfectamente que el Partido Comunista desempeñaba un papel hegemónico en esta organización. También debía de ser consciente de que el POUM era un partido marxista crítico con los métodos estalinistas. Su periódico, La Batalla, había osado denunciar los juicios farsa de Stalin contra varios líderes bolcheviques de la primera hora. Lo que no podía sospechar era que, probablemente, la suerte del POUM ya estaba echada antes de su propia llegada a Barcelona. Sabemos ahora que ya en octubre de 1936 Alexander Orlov, el jefe del NKVD en España, enviaba informes a sus superiores en Moscú asegurando que «la organización trotskista POUM puede ser liquidada fácilmente».7 La utilización del adjetivo trotskista, en este contexto, era una malévola manera de criminalizar al POUM en los entornos estalinistas. En realidad, Nin (asesinado por agentes estalinistas en junio de 1937) y Trotski discreparon abiertamente en relación con la estrategia política en la Guerra Civil. Tampoco podía imaginar Orwell, en su salida precipitada de España, con el POUM ya declarado ilegal, que existía una ficha policial en el dossier mandado al Tribunal Especial de Espionaje y Alta Traición en la que se consideraba a «Enric [sic] Blair y su mujer Eileen Blair» como «trotzquistas [sic] pronunciados».8 Como observará el lector de Homenaje a Cataluña, después de los Hechos de Mayo, Orwell pudo experimentar de cerca lo que significa el terror político, y su huida clandestina de España, a la vista de lo que sabemos hoy, fue cualquier cosa menos una acción paranoica. El antifascista precoz vivió, entre mayo y junio de 1937, en plena Guerra Civil, un curso intensivo sobre los mecanismos de control de los partidos totalitarios que le convirtieron en un antiestalinista, también precoz, y que germinó en sus obras posteriores, notablemente en Mil novecientos ochenta y cuatro, acaso la novela política más influyente del siglo XX.
La «verdad» que Orwell quería contar en su libro sobre España resultaba excesivamente incómoda para un editor que se sentía, como tantos intelectuales ingleses del momento, compañero de viaje del Partido Comunista. Sin haber leído el libro y aclarando que no era militante de dicho partido, Gollancz ya anticipó que no podría publicar «algo que podía perjudicar a la lucha contra el fascismo». En su respuesta a Orwell admitió la ironía de rechazar el testimonio de alguien que había luchado en el frente antifascista mientras él seguía tranquilamente en su despacho, y suavizó su negativa pidiéndole que se lo tomara como una excepción a su relación habitual y que, por lo demás, siguiera considerándole su editor al tiempo que le recordaba el contrato que habían suscrito para publicar sus tres siguientes novelas.9 Frederick Warburg, de Secker & Warburg, entonces una modesta editorial, aprovechó la ocasión y se ofreció a publicar el libro. Orwell había encontrado un editor que no iba a rechazar un manuscrito por cuestiones políticas. Con el paso del tiempo, Orwell se convertiría en su autor estrella, pero la apuesta de Warburg no dio resultados inmediatos con la publicación de Homenaje a Cataluña. El libro fue un fiasco editorial. Los 1.500 ejemplares de la primera edición aún no se habían agotado a la muerte de Orwell en 1950. Warburg tardó catorce años en recuperar el avance de 150 libras que había pagado a su nuevo autor. Sin embargo, en 1975 la edición de bolsillo de Penguin ya estaba en la undécima edición y las ventas globales de la obra son millonarias. Homenaje a Cataluña, junto con Mil novecientos ochenta y cuatro, sigue siendo en la actualidad uno de los textos de Orwell más leídos y mejor valorados por la crítica.
Leal a sus compromisos, Orwell publicó en Gollancz su siguiente novela, Subir a por aire (1939), y el libro de ensayos Dentro y fuera de la ballena (1940). En 1944, y aunque no contara exactamente como novela por su corta extensión, le ofreció el manuscrito de Rebelión en la granja. El autor de Homenaje a Cataluña quiso prevenir a su editor:
Es un cuentecito de hadas, de unas treinta mil palabras, con intención política. Debo decirte que pienso que te va a parecer políticamente inaceptable desde tu punto de vista. Es anti-Stalin.
La respuesta de Gollancz, ofendido por la etiqueta política que le había colgado Orwell, fue inmediata:
No tengo la menor idea de lo que significa «anti-Stalin». Los comunistas me consideran violentamente antiestalinista, cosa que suponía que sabías perfectamente. Las razones son que me opuse total y abiertamente a la política exterior soviética desde el pacto nazi-soviético hasta que Rusia entró en la guerra; que he sido siempre muy crítico con las tendencias poco liberales en la política interna soviética, y que los dos últimos números de Left News contienen críticas intransigentes sobre las propuestas soviéticas en relación con Prusia Oriental, Pomerania y Silesia. Personalmente, no me parece correcto ni justo llamar a eso antiestalinismo; yo lo considero el tipo de crítica, de la Unión Soviética o de cualquier otro Estado, a la que ningún socialista debe renunciar. Otra cosa es el antiestalinismo de Hitler, lord Haw-Haw o de los tories más reaccionarios. Con estos, por supuesto, no quiero saber nada, y me sorprendería que este no fuera, también, tu caso.
A pesar de la elocuencia de esta respuesta, al cabo de dos días, y ya leído el manuscrito, Gollancz le comunicó que «tenías razón tú, y no yo. Lo siento mucho», y fue algo más explícito con el agente literario de Orwell: «Soy sumamente crítico con muchos aspectos de la política exterior soviética, pero tal como Blair/Orwell previó, nunca podría publicar un ataque general de esta naturaleza».10
La necesidad de contar con un editor estable se estaba convirtiendo en apremiante. Alguien dispuesto a publicar su obra sin someterla a presiones políticas. En una carta a su agente literario, Leonard Moore, expresa su preocupación al respecto en estos términos:
No tengo nada contra él [Gollancz] personalmente, me ha tratado con generosidad y ha publicado mis libros cuando otros no quisieron, pero es obviamente insatisfactorio encontrase atado a un editor que acepta o rechaza libros, en parte, por motivos políticos, y cuyos puntos de vista políticos varían constantemente.
A partir de aquí, Orwell se lanzó a la búsqueda de un editor dispuesto a publicar Rebelión en la granja, donde fuera y como fuera. El via crucis generó alguna objeción memorable, como la del responsable de Dial Press, en Nueva York, que sentenció que en Estados Unidos es imposible vender historias de animales. Teniendo en cuenta que la primera edición norteamericana del libro vendió, de un tirón, quinientos mil ejemplares, quizá pueda ponerse en duda la clarividencia de ese editor. En Inglaterra, las dificultades para encontrar editor se movían entre dos polos, uno logístico y otro político. El primero era la escasez de papel debido a las restricciones de la guerra, y el segundo que el Reino Unido y la Unión Soviética eran aún potencias aliadas. Los rechazos se sucedían hasta que Jonathan Cape, a pesar de algunas objeciones (a Cape le parecía que sería mejor que no fueran precisamente cerdos los animales que representaban a los bolcheviques), le presentó una propuesta satisfactoria en firme. Sin embargo, pasados unos días, cambió su decisión debido a los consejos de un importante funcionario del Ministerio de Información, un tal Peter Smollet. Smollet, como tantos otros casos célebres de aquellos años, acabó denunciado como espía soviético, lo que arroja una curiosa luz sobre los criterios editoriales del momento.11 Según el autor de una historia de la editorial Jonathan Cape, los informes de los dos lectores de la obra eran positivos, pero el señor Cape, ante los consejos que recibió de Smollet, decidió «actuar como debe hacerlo un ciudadano responsable».12
T. S. Eliot, de Faber & Faber, también rechazó el manuscrito. Eliot, sin embargo, siempre valoró la figura y la obra de Orwell, y en su respuesta al agente literario se evidencia un cierto aire de autocensura preventiva, un mecanismo que conocieron bien los editores españoles durante el franquismo. El informe de Eliot decía: «Pensamos que se trata de un magnífico texto literario, que la fábula está desarrollada con mucha habilidad, y esto es algo que pocos autores han conseguido desde Gulliver. Sin embargo, no estamos convencidos de que se trate de un punto de vista adecuado para criticar la situación política del momento».13 El razonamiento no parece, ciertamente, basarse en méritos literarios. Explica Warburg en sus memorias que Geoffrey Faber, ausente de Londres aquellos días, solía contarle que, de haber estado en la oficina, la decisión de la editorial hubiera sido otra. Irritado y frustrado ante tantos rechazos, en julio de 1944, y de acuerdo con su amigo Paul Potts, que tenía la pequeña imprenta Whitman Press, exploró la posibilidad de publicar el texto por su cuenta y riesgo.
A pesar de que en Secker & Warburg no disponían, por el momento, de papel suficiente, los que asumieron el riesgo de publicar Homenaje a Cataluña eran, de nuevo, una opción segura. Efectivamente, en cuanto pudieron leer el manuscrito decidieron publicarlo, no sin antes haber superado un intenso debate interno sobre riesgos y dificultades.14 El acuerdo se cerró los primeros días de agosto de 1944, meses antes del final de la guerra. La editorial consiguió papel de unos impresores escoceses, Morrison & Gibb, pero hubo tantos retrasos en la producción del libro que la publicación tuvo que esperar un año más. Para entonces, 17 de agosto de 1945, la guerra había terminado, el Reino Unido tenía un nuevo gobierno laborista y las «dificultades» políticas eran ahora, para desconsuelo de unos cuantos editores, insustanciales.
«La satirita» —así llamaba Orwell al manuscrito de Rebelión en la granja— se convirtió enseguida en un éxito de crítica y de ventas. Al cabo de pocos años se había traducido a treinta y nueve lenguas, y según cálculos elaborados a principios de los años setenta, se habían vendido once millones de ejemplares del libro y las ventas seguían a un ritmo anual de 350.000 en Estados Unidos y de 140.000 en el Reino Unido. El éxito comercial traducía la culminación de la búsqueda tenaz por encontrar un estilo propio que fuera capaz de fusionar la intencionalidad política y la literaria, de desenmascarar las mentiras políticas sin violentar los instintos literarios del autor, de encontrar un lenguaje transparente que fuera eficaz para presentar cuestiones complejas; un estilo, en fin, que ha generado un adjetivo propio: orwelliano. Este estilo está ya conseguido en Homenaje a Cataluña y en múltiples ensayos, pero con Rebelión en la granja Orwell afirma que, por primera vez, se sabe «plenamente consciente» de sus estrategias narrativas.
Pensar que un escritor va a vivir mientras tenga libros por escribir es, naturalmente, una falacia. Orwell comentaba que tenía otros libros dentro, pero solo le dio tiempo a escribir Mil novecientos ochenta y cuatro. El proceso de la elaboración de la que seguramente sea su obra más perdurable, corrió en paralelo al gradual deterioro de su salud. Gravemente enfermo de tuberculosis, Orwell dedicó dos años a una obra que, por su naturaleza, debía de suponerle un esfuerzo físico y mental enorme. Fiel a su peculiar personalidad, se «facilitó» las cosas imponiéndose un exilio en la remota isla escocesa de Jura y, por si ello no bastara, alquilando una casa a la que, aún hoy, solo se accede por un sendero de unos diez kilómetros. Allí escribió su última novela, rodeado del conjunto de condiciones menos adecuadas para un tuberculoso grave. Al esfuerzo creativo, Orwell añadió una renovada batalla para conseguir anular el contrato que aún le ligaba a Gollancz. Quería acabar con las ansiedades que le había ocasionado la publicación de Rebelión en la granja y tener un editor que publicara sus obras sin tener en cuenta principios políticos.
La posición de Orwell queda explícita en una carta a Gollancz fechada el 14 de marzo de 1947, es decir, en plena redacción de Mil novecientos ochenta y cuatro:
Ya sé que te pido un gran favor [anular el contrato] pero varias circunstancias han cambiado desde que lo firmamos hace diez años, y me parece que será mejor para ti —y ciertamente mejor para mí— si lo anulamos … El caso crucial fue Rebelión en la granja. En la época en que terminé aquel libro era realmente muy difícil conseguir publicarlo, y decidí entonces que haría lo posible para dar toda mi producción posterior al editor que lo tomara, porque me pareció evidente que quien apostara por aquel libro no dudaría en publicar cualquier otro … Entiendo, por supuesto, que tu posición política no es exactamente la misma que cuando rechazaste Rebelión en la granja, y en cualquier caso me merece respeto que no quieras publicar libros que van contra tus principios.
Sin embargo, Gollancz no dio fácilmente el brazo a torcer. La última obra de «su» autor se había convertido en un fenómeno de éxito internacional. Orwell volvió a la carga, con razonamientos políticos, pero cada vez más buscando su comprensión a nivel personal:
Ya sé que tu posición de los últimos años es muy parecida a la mía, pero no sé qué ocurriría si, por ejemplo, se produjera un nuevo acercamiento entre Rusia y Occidente, cosa que puede ocurrir en los próximos años. O qué pasaría en una nueva situación de guerra … Conozco a Warburg y sus opiniones políticas lo suficiente para saber que es muy improbable que rechazara algo mío por cuestiones políticas. Como bien dices, ningún editor puede comprometerse a ciegas con lo que le proponga un escritor, pero estoy convencido de que Warburg no me va a plantar tan alegremente como la mayoría… Sé que no te estoy pidiendo poca cosa, puesto que tenemos un contrato en vigor que yo firmé libremente. Si decides que el contrato debe prevalecer, ten por seguro que no lo violaré, pero si debo hacer caso a mis sentimientos preferiría cancelarlo.
Gollancz, finalmente, cedió «con buen talante pero con profundo pesar, por motivos tanto ideológicos como comerciales».15 El 9 de abril de 1947, Orwell se lo agradeció en una nota lacónica: «Debía haberte contestado antes pero he estado en cama, enfermo. Muchísimas gracias por este acto generoso».
Secker & Warburg, pues, iba a publicar los siguientes libros de Orwell, que resultaron ser solamente uno: Mil novecientos ochenta y cuatro. Este se convirtió en otro gran éxito de ventas, un fenómeno extraordinario si se tiene en cuenta que no es, precisamente, un texto escrito para entretener ni supone un ejercicio relajante para el lector. Frederick Warburg, el primero que leyó el manuscrito acabado, anotó al final de su informe editorial: «Es un gran libro, pero rezo para que no tenga que leer otro parecido en unos cuantos años».16 A la muerte de Orwell, Secker & Warburg publicó reediciones de todas las obras del autor. En 1968 publicaron The Collected Essays, Journalism and Letters of George Orwell, y, por supuesto, fue la misma editorial la que encargó a Peter Davison, en una edición meticulosa y ejemplar, los veinte volúmenes de la obra completa que aparecieron en 1998.
LA RECEPCIÓN DE «HOMENAJE A CATALUÑA» EN ESPAÑA
No menos azarosa fue la historia editorial de Homenaje a Cataluña en el país que la inspiró. La publicación en España del libro más español de Orwell tuvo que esperar más de treinta años. Sin embargo, la primera edición, en catalán y en castellano, apareció fuertemente censurada.17 En 1970, Franco aún ejercía su poder