A paso de cangrejo

Fragmento

Capitulo 1

1.

—¿Por qué no hasta ahora? —dijo alguien que no soy yo. Porque Madre me dijo una y otra vez que... Porque entonces, cuando el grito estaba sobre el agua, quise gritar, pero no pude... Porque la verdad en poco más de tres líneas... Porque hasta ahora no...

Las palabras tienen todavía dificultades conmigo. Alguien a quien no le gustan las excusas me ata a mi profesión. Dice que, ya de joven fichaje, fácil de palabra, hice mis prácticas en un periódico de Springer, pero pronto tuve éxito, arremetí contra Springer en las páginas del tageszeitung, trabajé luego brevemente como mercenario para agencias de noticias y, durante mucho tiempo, resumí en artículos todo lo recién cortado: diariamente la actualidad. La actualidad del día.

Tal vez tenga usted razón, dije. Pero no nos enseñaron otra cosa. Si ahora tengo que empezar a reconvertirme, todo lo que me ha salido mal se atribuirá al hundimiento de un barco, porque..., porque Madre estaba en avanzado estado de gestación, porque sólo vivo de casualidad.

Y una vez más estoy al servicio de alguien, pero de momento puedo prescindir de mi insignificante persona, porque esa historia comenzó mucho tiempo antes que yo, hace más de cien años, y concretamente en la mecklenburguesa ciudad residencial de Schwerin, que se extiende entre siete lagos, se identifica en las postales con su Schelfstadt y con un castillo de muchas torres, y que, durante toda la guerra, permaneció exteriormente intacta.

Al principio no creí que un poblacho de provincias hace tiempo olvidado por la Historia pudiera atraer a nadie, salvo turistas, pero, de pronto, el punto de partida de mi relato se puso de moda en Internet. Alguien me dio anónimamente información sobre fechas, nombres de calles y calificaciones escolares, porque se empeñó en descubrir un filón al coleccionista de cosas pasadas que soy.

En cuanto salieron esos trastos al mercado me compré un Mac con módem. Mi profesión exigía recuperar las informaciones que vagabundean por el mundo. Y aprendí a arreglármelas pasablemente con el ordenador. Pronto, palabras como browser o hyperlink no me parecieron ya chino. Con un clic de ratón obtenía informaciones de usar o tirar y, por capricho o aburrimiento, comencé a chatear de una tertulia a otra y a contestar hasta el junkmail más idiota, recalé brevemente en dos o tres sitios porno y, después de navegar sin rumbo, tropecé finalmente con páginas en las que los llamados inmovilistas, pero también neonazis de la última hornada, daban suelta a su estupidez en páginas cargadas de odio. Y, de pronto —buscando un nombre de barco—, encontré la dirección exacta: www.blutzeuge.de.[1] En letras góticas, unos «Camaradas de Schwerin» machacaban vigorosas consignas. Siempre a posteriori. Más divertido que vomitivo.

Desde entonces me resulta claro cuál es el testimonio que debo dar. Pero todavía no sé si, como he aprendido, debo desbobinar primero una cosa, luego la otra y después esta vida o aquella, o recorrer el tiempo oblicuamente, un poco al estilo de los cangrejos, cuyo retroceso lateral engaña, porque avanzan con bastante rapidez. Sólo una cosa va a misa: la Naturaleza o, mejor dicho, el Mar Báltico ha dado hace más de medio siglo su luz verde a todo lo que aquí se va a contar.

Primero le toca a alguien cuya tumba fue destrozada. Después de terminar la enseñanza secundaria —bachiller elemental—, inició su aprendizaje en un banco, aprendizaje que acabó sin pena ni gloria. Nada de eso aparecía en Internet. Allí sólo se recordaba como «mártir», en una página web expresamente dedicada, a Wilhelm Gustloff, nacido en Schwerin en 1895. De modo que no hay alusiones a su afectada laringe ni a la dolencia pulmonar crónica que le impidió demostrar su valor en la Primera Guerra Mundial. Mientras que Hans Castorp, joven de familia hanseática, tuvo que dejar por orden de su creador la Montaña Mágica, para, en la página 994 de la novela del mismo nombre, caer en Flandes como voluntario o perderse en la incertidumbre literaria, en 1917 el Banco de Seguros de Vida de Schwerin envió solícito a su eficiente empleado a Suiza, para que, en Davos, curase de su dolencia, con lo que se puso tan sano en aquel aire especial que sólo se le pudo liquidar con otra clase de muerte; a Schwerin, al clima de la Baja Alemania, no quiso volver de momento.

Wilhelm Gustloff encontró trabajo como ayudante en un observatorio. Apenas se convirtió aquel centro de investigación en fundación confederada, ascendió a secretario del observatorio, lo que sin embargo le dejaba tiempo para ganarse un complemento de sueldo como representante exterior de una sociedad de seguros del hogar; ejerciendo esa profesión secundaria llegó a conocer los cantones de Suiza. Al mismo tiempo, su mujer Hedwig trabajaba diligentemente: como secretaria y sin tener que abandonar sus convicciones nacionalistas, con un abogado llamado Moses Silberroth.

Hasta aquí los hechos arrojan la imagen de un matrimonio burguésmente consolidado, que, sin embargo, como se verá, sólo fingía un estilo de vida adaptado al sentido comercial suizo; porque, al principio subliminalmente y luego de forma abierta —y largo tiempo tolerada por su patrono—, el secretario del observatorio utilizó con éxito su innato talento organizador: entró en el Partido y, para principios del treinta y seis, había reclutado entre los alemanes del Reich y los austríacos que vivían en Suiza a unos cinco mil miembros, los había reunido en agrupaciones locales repartidas por todo el país, y les había hecho jurar fidelidad a alguien a quien la Providencia había imaginado como Führer.

Fue sin embargo él el nombrado jefe de agrupaciones regionales en el extranjero por Gregor Strasser, del que dependía la organización del Partido. Strasser, que pertenecía al ala izquierda, después de haber renunciado a todos sus cargos en el treinta y dos, como protesta por el acercamiento de su Führer a la gran industria, fue considerado dos años más tarde participante en el golpe de Estado de Röhm y liquidado por su propia gente; su hermano Otto escapó al extranjero. Por consiguiente, Gustloff tuvo que buscarse un nuevo modelo.

Cuando, con motivo de una interpelación en el Pequeño Consejo del cantón de Graubünden, un funcionario de la policía de extranjeros quiso saber cómo entendía él, en plena Confederación Helvética, su puesto de jefe de agrupaciones regionales del NSDAP (Partido Nacionalsocialista Alemán del Trabajo) en el extranjero, respondió al parecer:

—Las personas que más quiero en el mundo son mi mujer y mi madre. Si mi Führer me ordenara matarlas, lo obedecería.

En Internet se discutía la veracidad de esa cita. En la tertulia ofrecida por los Camaradas de Schwerin se decía que esa y otras mentiras se las inventó el judío Emil Ludwig en la basura que escribió. Era más bien la influencia de Gregor Strasser la que perduraba en el «mártir». Gustloff había subrayado siempre, más que lo nacionalista, lo socialista de su visión del mundo. Pronto arreciaron las luchas partidistas entre los chateadores. Una noche virtual de los cuchillos largos reclamaba sus víctimas.

Entonces, sin embargo, se recordó a todos los usuarios interesados una fecha que debía servir para acreditar a la Providencia. Lo que yo había intentado explicarme como simple casualidad elevó al funcionario Gustloff a contextos sobrenaturales: el 30 de enero de 1945, exactamente cincuenta años después de nacer el «mártir», comenzó a hundirse el barco bautizado con su nombre, para dar así, doce años después de la toma del poder, ocurrida también exactamente ese día, un signo del hundimiento general.

Ahí está, tallada como en granito en escritura cuneiforme. La fecha maldita con que empezó todo, escaló sanguinariamente, llegó a su apogeo y terminó. También yo, gracias a Madre, estoy fechado el día de la catástrofe subsiguiente; en cambio ella vive según otro calendario y no admite la casualidad ni otras explicaciones semejantes para todo.

—¡Claro que no! —grita ella, a la que nunca llamo posesivamente «mi» sino únicamente «Madre»—. Podían haber bautizao al barco con otro nombre y se hubiera ahogao igual. Sólo me gustaría saber qué pensaba aquel ruski cuando dio la orden de disparar aquellos tres chismes contra nosotros...

Así sigue refunfuñando, como si desde entonces no hubiera corrido río abajo un montón de tiempo. Aplastando las palabras, planchando las frases con calandria. Llama «burbos» a las patatas, «cuahá» al requesón y «abadeho» al bacalao que hierve en salsa de mostaza. Los padres de Madre, August y Erna Pokriefke, eran de la Koschneiderei, y los llamaban los koschnäwjer. Ella, sin embargo, se crió en Langfuhr. No era de Dánzig, sino de ese suburbio que no hace más que ensancharse, comiéndose el campo, cuya única calle se llamaba Elsenstrasse y que para la niña Ursula, llamada Tulla, debió de ser mundo suficiente, porque cuando, como dice Madre, cuenta cosas de «mu atrás», habla a menudo del placer de bañarse en la cercana playa del Báltico o de recorrer en trineo los bosques del sur del suburbio, aunque la mayoría de las veces obligue a sus oyentes a ir al patio de la casa alquilada de Elsenstrasse 19 y, desde allí, pasando junto a Harras, el encadenado perro pastor, a una carpintería cuyo ruido laboral era producido por una sierra circular, una sierra de cinta, la fresadora, la cepilladora y una zumbante rectificadora.

—Ya de pequeñaha tenía que revolver la cola de huesos...

Por lo que a la niña Tulla, dondequiera que estuviera, de pie, echada, andando, corriendo o acurrucada en un rincón, la seguía, según se cuenta, un legendario olor a cola de carpintero.

No es de extrañar pues que Madre, cuando al terminar la guerra nos alojamos en Schwerin, aprendiera en la Schelfstadt el oficio de carpintero. En calidad de «realojada», como se decía en el Este, le asignaron en el acto un puesto de aprendiz con un maestro, cuya chabola en ruinas, con cuatro bancos de carpintero y un bote de cola continuamente burbujeante, pasaba por bien establecida. No estaba muy lejos de la Lehmstrasse, en donde Madre y yo teníamos un techo de cartón embreado sobre la cabeza. Sin embargo, si después de la catástrofe no hubiéramos desembarcado en Kolberg, si el torpedero Löwe nos hubiera llevado en cambio a Travemünde o a Kiel, es decir, al Oeste, Madre, como «refugiada del Este», según se decía del otro lado, se habría convertido también, sin duda, en aprendiz de carpintero. Yo hablo de la casualidad, mientras que ella, desde el primer día, consideró el lugar de nuestra instalación forzosa como predestinado.

—¿Y en qué fecha esasta cumplía años ese ruski, el capitán del submarino? Tú que lo sabes tó con pelos y señales...

No, tanto como sobre Wilhelm Gustloff —y como he sacado de Internet— no sé. Sólo pude averiguar a duras penas su año de nacimiento y algunos datos y suposiciones más, lo que los periodistas llamamos antecedentes.

Alexander Marinesko nació en 1913, concretamente en la ciudad portuaria de Odesa, a orillas del Mar Negro, que en otro tiempo debió de ser magnífica, como atestiguan las imágenes en blanco y negro de El acorazado Potemkin. Su madre era de Ucrania. Su padre, rumano, y firmó aún como Marinescu su documento de identidad, antes de ser condenado a muerte por un motín, aunque pudo escapar en el último minuto.

Su hijo Alexander se crió en el barrio portuario. Y como en Odesa los rusos, ucranianos y rumanos, griegos y búlgaros, turcos y armenios vivían entremezclados, hablaba una mescolanza de idiomas, pero al parecer lo entendían en su banda de muchachos. Por mucho que se esforzara luego por hablar ruso, nunca consiguió limpiar del todo de las maldiciones rumanas de su padre su ucraniano aderezado con tropiezos judíos. Cuando era ya suboficial de un barco mercante, se reían de su galimatías; sin embargo, en el curso de los años, a muchos se les quitaron las ganas de reír, por muy cómicas que en tiempos posteriores sonaran las órdenes del comandante del submarino.

Rebobinando años: al parecer, Alexander, a los siete, vio desde el muelle de ultramar cómo las tropas que quedaban de los «blancos» y los extenuados restos de los ejércitos de intervención británicos y franceses huían a la desbandada. Poco tiempo después presenció la entrada de los «rojos». Hubo operaciones de limpieza. Luego la guerra civil estuvo prácticamente terminada. Y cuando, unos años más tarde, pudieron atracar de nuevo barcos extranjeros en la zona portuaria, el muchacho al parecer, con perseverancia y, pronto, con habilidad, buceaba para sacar las monedas que los bien trajeados pasajeros tiraban al agua salobre.

El trío no está completo. Falta uno. Su acción había puesto en marcha algo que demostró tener fuerza de atracción y que no se podía detener. Como, queriéndolo o no, había convertido al de Schwerin en «mártir» del Movimiento y al muchacho de Odesa en héroe de la flota báltica de la Bandera Roja, a él le estaba destinado para siempre el banquillo de los acusados. Esas y otras acusaciones leía yo, entretanto ávido, en aquella página principal que llevaba invariablemente la misma firma: «Un judío disparó...».

Menos claro resulta, como hoy sé, el título de un escrito polémico que publicó el compañero del Partido y orador del Reich Wolfgang Diewerge en la editorial Franz Eher, de Múnich, en 1936. Es verdad que los Camaradas de Schwerin, con la lógica contundente de la demencia, difundían más de lo que Diewerge pretendía saber: «Sin los judíos, nunca se hubiera producido a la altura de Stolpemünde, en aquella ruta limpia de minas, la mayor catástrofe de todos los tiempos... Los judíos son quienes tienen la culpa...».

Sin embargo, en la tertulia podían deducirse de la cháchara, mezcla de alemán e inglés, algunos hechos. Si uno de los chateadores sabía que Diewerge, poco después del comienzo de la guerra, fue director de la emisora del Reich Danzig, otro conocía sus actividades en la posguerra: al parecer, compinchado con otros nazis de alto rango, como Achenbach, luego diputado del FDP en el Bundestag, se infiltró entre los liberales de Renania del Norte/Westfalia. También, completó un tercero, el antiguo experto en propaganda nazi había administrado en los años setenta una «lavandería» de dinero poco ruidosa, en beneficio del FDP, y concretamente en Neuwied am Rhein. Finalmente, en la abarrotada tertulia se agolparon preguntas sobre el delincuente de Davos, a las que pusieron fin unas respuestas certeras.

Cuatro años mayor que Marinesko y catorce más joven que Gustloff, David Frankfurter, hijo de rabino, nació en 1909 en la ciudad de Daruvar. En su casa se hablaba hebreo y alemán, y David aprendió a leer y escribir serbio en el colegio, pero pudo experimentar también el odio cotidiano a los judíos. Quede sólo como suposición: se esforzó inútilmente por aguantarlo, porque su constitución no le permitía oponer resistencia firme, y el adaptarse hábilmente a las circunstancias le resultaba repugnante.

David Frankfurter sólo tenía con Wilhelm Gustloff una cosa en común: lo mismo que éste estaba impedido por su enfermedad del pulmón, aquél padecía desde la infancia una infección de la médula ósea. Sin embargo, mientras que Gustloff pudo sanar pronto por completo de su dolencia en Davos y luego, como compañero del Partido, demostró su eficiencia, al enfermo David no pudieron ayudarlo los médicos; padeció cinco operaciones inútilmente: un caso desesperado.

Quizá comenzara a estudiar Medicina a causa de su enfermedad; por consejo familiar en Alemania, en donde habían estudiado ya su padre y el padre de su padre. Al parecer, por estar continuamente delicado y tener por ello problemas de concentración, fracasó en el examen preclínico, así como en exámenes ulteriores. Sin embargo, en Internet, el compañero Diewerge, a diferencia del igualmente citado autor Ludwig al que Diewerge llamaba siempre «Emil Ludwig Cohn», afirmaba que el judío Frankfurter no sólo era enfermizo, sino también alguien que vivía a costa de su padre rabino, un estudiante tan vago como eterno, y además un inútil que se vestía como un dandi y era fumador empedernido.

Entonces comenzó —como se conmemoró recientemente en Internet—, en fecha tres veces maldita, el año de la toma del poder. David, el empedernido fumador, vivió en Fráncfort del Meno algo que le afectaba a él y a otros estudiantes. Vio cómo quemaban los libros de autores judíos. Una estrella de David marcó de pronto su puesto en el laboratorio. Se tropezó muy de cerca con el odio. Fue insultado, con otros, por estudiantes que, a voz en grito, proclamaban ser de raza aria. Eso no lo pudo aguantar. En consecuencia huyó a Berna, lugar supuestamente seguro, y continuó sus estudios allí, volviendo a fracasar en los exámenes. Sin embargo, escribió a su padre, que le pagaba el sustento, cartas tramposas, de tono entre alegre y positivo. Cuando, al año siguiente, murió su madre, interrumpió sus estudios. Quizá para buscar apoyo en parientes, se atrevió a ir de nuevo al Reich, en donde, en Berlín, presenció con los brazos cruzados cómo un joven, que gritaba «¡Judío, hep, hep!», tiraba de la rojiza barba a su tío que, igual que su padre, era rabino.

Algo así aparece en el texto novelado de Emil Ludwig Asesinato en Davos, que el famoso escritor publicó en 1936 en Querido, la editorial de los emigrantes en Amsterdam. Una vez más, no era que los Camaradas de Schwerin supieran más en la página web, sino que lo sabían de otra forma, al seguir de nuevo literalmente al compañero del Partido Diewerge, que citaba como testigo en su relato al rabino doctor Salomon Frankfurter, interrogado por la policía de Berlín: «No es cierto que un adolescente me tirase de la barba (que por otra parte no es roja sino negra), al grito de “¡Judío, hep, hep!”».

No me fue posible averiguar si el interrogatorio policíaco ordenado dos años después de los presuntos insultos se hizo bajo coacción. En cualquier caso, David Frankfurter volvió a Berna y se desesperó por muchos motivos. Por un lado, reanudó sus estudios hasta entonces sin éxito; por otro, él, que de todas maneras padecía continuos dolores físicos, vivió la muerte de su madre. Además, su breve visita a Berlín le resultó deprimente en cuanto, en periódicos nacionales y extranjeros, leyó reportajes sobre los campos de concentración de Oranienburg, Dachau y otros lugares.

De esa forma, hacia finales del treinta y cinco, debió de tener la idea del suicidio, que se repitió. Más tarde, durante el juicio, uno de los dictámenes que encargó la defensa decía: «Frankfurter, por motivos anímicos internos de carácter personal, llegó a una situación psicológicamente insostenible de la que tenía que liberarse. Su depresión engendró la idea del suicidio. Sin embargo, el instinto de conservación en todos inmanente desvió la bala hacia otra víctima».

Sobre eso no había en Internet ningún comentario sutil. Sin embargo, yo tenía cada vez más la sospecha de que, bajo la tapadera de www.blutzeuge.de no se agrupaba ninguna multitud de cabezas rapadas como los Camaradas de Schwerin, sino que se escondía algún listillo solitario. Alguien que, como yo, husmeaba de través las huellas de olor y otras secreciones de la Historia.

¿Un eterno estudiante? Yo también lo fui, cuando la Filología Germánica me resultó mortalmente aburrida y el Periodismo en el Instituto Otto Suhr demasiado teórico.

Al principio, cuando dejé Schwerin, y luego, cuando, con el suburbano, cambié el Berlín oriental por el occidental, me esforcé bastante, como había prometido a Madre al despedirme, y estudiaba como un empollón. Tenía —poco antes de la construcción del Muro— dieciséis años y medio cuando empecé a olfatear la libertad. Vivía en Schmargendorf, cerca de Roseneck, en casa de Jenny, amiga del colegio de Madre, con la que pretende haber vivido un montón de locuras. Tenía mi propio cuarto, con un tragaluz. En realidad fue una época bonita.

La vivienda de la tía Jenny en el ático, en la Karlsbader Strasse, parecía una casa de muñecas. En mesitas, consolas y bajo campanas de cristal había figuritas de porcelana. En su mayoría, bailarinas con tutú y de puntillas. Algunas en posición arriesgada, y todas con una cabecita pequeña sobre el largo cuello. De jovencita, la tía Jenny había sido bailarina y bastante famosa, hasta que, en uno de los muchos ataques aéreos que arrasaron cada vez más la capital del Reich, quedó lisiada de ambos pies, de manera que servía el té de la tarde, con toda clase de cosas para picar, por un lado cojeando y por otro con movimientos de brazos llenos de gracia aún. Y, lo mismo que las frágiles figuritas de su curiosa buhardilla, mostraba en su pequeña cabeza, que se movía sobre un cuello ahora flaco, una sonrisa que parecía congelada. También temblaba de frío con frecuencia y bebía mucho limón caliente.

Me gustaba vivir en su casa. Me mimaba. Y, cuando hablaba de su amiga del colegio —«Mi querida Tulla, clandestinamente, me ha enviado otra carta...»—, me sentía tentado por unos momentos de tener algo de cariño a Madre, aquella maldita canalla obstinada; sin embargo, luego me sacaba otra vez de quicio. Sus mensajes traídos de contrabando desde Schwerin a la Karlsbader Strasse contenían exhortaciones apretadas, reforzadas con subrayados para hacerlas incondicionales, exhortaciones que, como decía Madre, debían «pincharme»:

—¡Tiene que estudiar, estudiar! Para eso, sólo para eso mandé al chico al Oeste, para que llegara a ser alguien...

Al pie de la letra, que se había instalado en mis oídos, eso quería decir:

—Sólo vivo para que mi hiho, un día, puea dar testimonio.

Y, como portavoz de su amiga, la tía Jenny me exhortaba con su voz suave, que siempre daba en el clavo. No me quedaba otro remedio que empollar con diligencia.

En aquella época iba al instituto con una horda de otros huidos de la República Democrática. En cuestiones de Estado de derecho y democracia tuve que recuperar un montón. Al inglés vino a sumarse el francés, en cambio no había ya ruso. También empecé a comprender cómo funcionaba el capitalismo gracias al desempleo dirigido. Realmente no era un alumno brillante, pero conseguí lo que Madre me exigía: el bachillerato.

Por lo demás, en todo lo que pasaba al margen con las chicas estaba también en muy buena forma, y ni siquiera andaba corto de fondos, porque Madre, cuando, con su bendición, me convertí en enemigo de clase, me dio otra dirección en el Oeste:

—Ése, supongo, es tu padre. Un primo mío. Antes de ir a la mili, me hizo un bombo. Escríbele cómo te va cuando estés allí...

No hay que comparar. Sin embargo, en lo que se refiere a lo pecuniario, pronto me fue como a David Frankfurter en Berna, a quien su lejano padre ingresaba todos los meses en su cuenta suiza una pequeña suma. El primo de Madre —Dios lo tenga en su gloria— se llamaba Harry Liebenau, era hijo del maestro carpintero de la anterior Elsenstrasse, vivía desde finales de los años cincuenta en Baden-Baden y, como redactor de cultura, hacía el programa de noche para la Südwestfunk: Lírica de Medianoche, que sólo escuchaban los abetos de la Selva Negra.

Como no quería vivir permanentemente a costa de la amiga del colegio de Madre, en una carta en el fondo amable, inmediatamente después de la fórmula final de cortesía «Tu hijo al que no conoces», le había dado a conocer, muy legiblemente, el número de mi cuenta. Como, evidentemente, se había casado muy bien, no me contestó, pero me soltaba cada mes puntualmente más de la pensión de alimentos mínima: unos doscientos marcos, lo que entonces era un dineral. De eso la tía Jenny no sabía nada, aunque pretende haber conocido a Harry, el primo de Madre, pero sólo de vista, como, más que decirme, me confesó con un asomo de rubor en su rostro de muñeca.

A principios del sesenta y siete, después de haberme largado de la Karlsbader Strasse, mudado a Kreuzberg, dejado luego mis estudios y entrado en prácticas en el Morgenpost de Springer, cesó la bendición del dinero. Luego no volví a escribir a mi «pagano» padre, todo lo más un crismas por Navidades, nada más. Por qué habría de hacerlo. Por vía indirecta, Madre me lo había dado a entender en un mensaje: «No tienes por qué darle demasiado las gracias. Sabe muy bien por qué tiene que apoquinar...».

Abiertamente, ella no podía escribirme en aquella época, porque, entretanto, dirigía en una gran empresa nacionalizada una brigada de carpintería que, de acuerdo con el Plan, producía muebles de alcoba. Como compañera del Partido no debía tener ningún contacto con el Oeste, y desde luego no con su hijo «fugitivo de la República», que en la prensa capitalista combativa había escrito artículos cortos y luego más largos contra el comunismo del Muro y el alambre de espino, lo que ya de por sí le produjo a ella bastantes dificultades.

Supuse que el primo de Madre no quería pagar más porque yo, en lugar de estudiar, escribía para los libelos de Springer. De algún modo, la verdad es que tenía razón, aunque a su estilo liberal de mierda. Luego, poco después del atentado contra Rudi Dutschke, me fui de Springer. Y desde entonces estuve bastante a la izquierda. Como pasaban muchas cosas, escribí para un montón de periódicos semiprogresistas y me mantuve a flote bastante bien, incluso sin aquella pensión de alimentos tres veces superior a la mínima. De todas formas, aquel señor Liebenau no era mi padre. Madre sólo lo puso como pretexto. Por ella sé que el redactor del programa de noche, hacia finales de los setenta, antes aún de que yo me casara, murió de un fallo cardíaco. Tenía la edad de Madre, algo más de cincuenta.

Fue ella quien, sustitutivamente, me facilitó los nombres de pila de otros hombres que, como ella decía, hubieran podido entrar en consideración como padres. A uno que ha desaparecido lo llamaban al parecer Joachim o Jochen, y a otro de más edad, que supuestamente envenenó a Harras, el perro guardián, Walter.

No, no tuve un verdadero padre, sólo fantasmas intercambiables. En eso tuvieron más suerte los tres héroes que tendrían que

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