La línea Hamlet

Jorge Asís

Fragmento

EL ENEMIGO DEL AMIGO

El enemigo del amigo le pidió, con carácter de urgencia, una entrevista personal. Doug Evans no fue, por supuesto, sorprendido. Se trataba, pensó, de un mero golpe de efecto, que a veces lograba el objetivo preciso de crear confusión. Una típica maniobra que utilizaba, en exceso, Terence Bellow, el jefe común y máximo, que disponía de todos ellos como si fueran distintos trajes de su vestuario múltiple.

El impacto del pacto con un enemigo, de eso se trataba, he aquí la cuestión, de patética vigencia. Que por lo general dejaba a los amigos con abismales rostros de distraídos, preguntándose, íntimamente, si se encontraban ante una movida sagaz, una genialidad que les costaba entender, o ant e una elemental y rudimentaria traición. O una ambigua combinación de ambas hipótesis, que provocaba, repentinamente, el cambio absoluto de reglas del juego. Y también provocaba, por lógica, la inquietante irrupción de nuevos jugadores.

Los viejos jugadores se quedaban entonces afuera, y despotricaban en adelante en restaurantes, se desgastaban con la amarga y negativa digestión de bilis, soñaban con otros enroques próximos de Bellow. También soñaban, los ilusos, con el regreso.

Pasaría solamente dos días por París, le había dicho Claude Petersen, el enemigo peor de su gran amigo. Telefónicamente se lo dijo, desde Amberes, durante una mañana sombría de noviembre, desde una ciudad portuaria con otoño avanzado, ideal para pintar pero no para vivir.

El invierno en Amberes se anticipaba, solía ponerse pesado y monótono, lo más sensato en tal ciudad era buscar pretextos para abandonarla, aunque fuera por dos días.

Sin embargo a C. Petersen, enemigo de su amigo, D. Evans no debía creerle ni siquiera las planificaciones, porque si decía dos días, podían ser seis. A lo mejor, Petersen ni siquiera se encontraba en Amberes cuando lo llamó, sino en una cabina telefónica de la Avenue de Hoche, próxima al Parc Monceau, por donde se le registró alguna vez la presencia. Aunque, eso sí, sin que se le reportara, ni con un simple aviso gentil.

Porque aquella vez Petersen había llegado para reportarse al viejo Lyndon Hertz, y no a él, ni siquiera para saludarlo, enviarle una señal, decirle por ejemplo odio a su amigo pero no tengo nada contra usted. En todo caso, hubiera sido falso. Porque el peor enemigo del gran amigo, sabía que Doug Evans y Gary Connolly, el amigo, eran solidarios, porque pertenecían a la misma banda. La misma línea. La del Hamlet.

D. Evans sospechó que C. Petersen le hablaba desde su misma ciudad. Lo atendía, mientras no expresaba la menor repulsión por escucharlo. Miraba, en tanto, a través de la ventana de su oficina, la lluvia infernal que castigaba los techos de Cambronne. Miraba habituado ya al gris inerte de París, y a la sensación, resignada, especialmente conmovedora, de haber olvidado para siempre la existencia del sol.

—Véngase el mismo viernes —le dijo Evans—. El veintiuno, once de la mañana me parece un horario central, si es que le viene bien.

Al terminar la comunicación, Evans quedó pensando en las posibles razones de la urgencia. En el carácter de la jugada que Petersen pretendía implementar. Irremediablemente, pensó, tramposa. Después, le comunicó a Mac Sullivan, su segundo, un silencioso negro fiel, que consignara la entrevista con, como dijo:

—Ese cretino de Petersen.

Kathryn Herchberg, especie de empleada múltiple, contable y administrativa, sonrió con complicidad.

—Me entusiasma que alguien todavía prepare nuevas traiciones —le comentó Doug Evans a Mac, por supuesto cuando ya no podía escuchar la meritoria Kathryn—. Significa que no todo está perdido, alguien aspira a construir algo todavía en Virginia. Importante, así se trate de una traición.

Curiosamente, lo percibió Mac, Doug Evans no telefoneó a su gran amigo, Gary Connolly, socio del Hamlet, para contarle que su peor enemigo lo quería ver. Con urgencia, por un tema convulsionante y prioritario, digno de la competencia de profesionales por el estilo. Aunque D. Evans descontaba que el hombre de Amberes quería verlo con el propósito de probarlo, de medir su lealtad como se medía el nivel de aceite de los viejos automóviles Ford. Para pasarle mensajes obvios, porque en algún momento, supuso, C. Petersen iba a sacar el tema de su gran amigo, con intención quizá de separarlo, para, tal vez, salvarlo, tirándole una cuerda a cambio de una toma de distancia, de una causa, la de su gran amigo, que también era, efectivamente, la suya. Acaso para relativizar el nivel de la amistad, que seguramente, suponía Petersen, distaba de ser recíproca. Para comprobar hasta dónde D. Evans le era leal a G. Connolly, en una causa que era un suicidio o una locura. La de Evans, Connolly y Tab Hunter. La causa de la llamada línea Hamlet. Una movida audaz, para decidir por lo tanto después el mejor sistema para vulnerar la amistad, la alianza política, y atravesar el corazón de Hamlet, esa confabulación que era mirada con recelos y precauciones, como si se tratara de una logia.

—Si viene a verme este cretino desde Amberes, es porque estamos perdiendo —le comentó Evans a Mac, que registraba—. Proyecta nuevas alianzas, quienes me lo envían se encuentran en la plenitud de una operación.

Quienes lo protegían en Virginia, se dijo, confiaban en las fuerzas que habían acumulado, para lanzarse a otro paso audaz, como quebrar definitivamente el eje París-Roma-Lisboa, que había armado el grupo Hamlet, con apoyos que los otros creían fuertes, en Virginia.

Sospechoso como acto de acercamiento posible, se dijo Evans, sin darse cuenta de que, de pronto, lo había invadido la ansiedad. También, lo había percibido Mac, Evans sentía que no dominaba la situación. Que podía desbordarlo. Se trataba del primer triunfo del hombre de Amberes. Sin embargo, un profesional como Doug Evans, hombre forjado en el culto a la intriga y el misterio, debía controlar la molesta ansiedad, casi tanto como la lícita paranoia. La inteligencia, a tipos así, los estimulaba a no dejar nada librado al azar, y nada había para ellos que fuera más elaborado, más cuidadosamente calculado, que la casualidad.

Eran en el fondo víctimas, prisioneros de una inteligencia capacitada para armar sólidos cuadros de situación con cuatro datos dispersos, sin grandes hilvanes. Cuadros generalmente tan perfectos como equivocados.

Claude Petersen tenía un pedazo de responsabilidad importante en la Estación Bruselas, centro burocrático del circo comunitario, pero operaba desde Amberes. A juicio de Doug Evans, para la Bélgica implícitamente dividida, país armado de fragmentos artificialmente unidos, y pegados con cinta adhesiva, hacía falta gente con mayor pericia en el control de la estación, por la riqueza de posibilidades que ofrecía. Se trataba de un núcleo prioritario de la Europa tan desconcertada y perpleja, y consideraba que la Estación no debía encontrarse a cargo de mediocres, de los que pensaban exclusivamente en ocupar espacios, y esperar, sin mayores cargos de conciencia, el salario. En ascender de manera ostensible y opaca, limpiamente, y sin riesgos, por el mero recurso de permanecer.

De todos modos, Amberes era una pequeña unidad operativa, y sus funciones eran precisas, su campo de acción se limitaba a la activa zona portuaria, pero el caudal informativo le brindaba al cretino de Claude Petersen la posibilidad de suponer que estaba para operaciones más ambiciosas.

“Consecuencias”, ironizaba Gary Connolly, “de disponer de tanto tiempo libre”. Según los poco objetivos criterios de los amigos del Hamlet, se hacía necesaria una reestructuración del organigrama, método eficaz y frío cuando había que sacarse a alguien de encima. En este caso aparte era razonable, porque era persistir en la equivocación de que la Estación Amberes, en realidad apenas unidad operativa, dependiera de la Estación París, que el viejo Lyndon Hertz manejaba a su real antojo, como si la hubiera privatizado, casi sin siquiera reportarse a nadie en Virginia. Porque quien hipotéticamente debía instruirlo —el distraído Ike Gilmore—, no estaba en condiciones de hacerlo, si Gilmore se sorprendía en ese puesto porque le debía el apoyo al viejo Hertz, aunque su apoyo fundamental fuera el enorme Red Ryder, quien mientras reordenaba las finanzas se deterioraba en peleas con medio Virginia, para horror de Bellow que lamentaba profundamente la dependencia inexorable de su arquitectura mental.

I. Gilmore le debía a L. Hertz, aparte, el sostén más elemental e histórico, y hasta la recomendación oportuna que el viejo astuto y dulce le hiciera, en principio, a Dick Sanardi, para que Gilmore se conectara y tomara una buena posición, y después la recomendación al mismo Bellow, para garantizarle —aunque fuese innecesario, si el sostén real era Red Ryder— que su trabajo Ike Gilmore iba a hacerlo bien, con cierto decoro, lo cual para el recomendado significaba, en cierto modo, una triple obediencia, o el deslizamiento en un juego de lealtades compartidas. A Bellow en primer lugar, y a los históricos Dick Sanardi y él mismo, el viejo Hertz precisamente, a quienes les costaba entender que el repentinamente importante I. Gilmore le debiera su juego a Red Ryder, al que todos menoscababan con el tilde peyorativo de técnico, pero de quien no podían prescindir al convertirse en prisioneros de sus técnicas.

Aunque cabía, como siempre, la alternativa de la traición, una especie de gasto de representación en el oficio. Porque Ike Gilmore los había utilizado a todos para llegar, al mejor estilo T. Bellow, para convencerse de inmediato de que no tenía que rendirle cuentas a nadie, y había llegado tan alto por sus propios méritos. Especialmente ahora recurría al mérito de la duración, lo relevante era, a su juicio, prioritariamente, permanecer.

Al único que I. Gilmore se le reportaba, en realidad, era, por ahora, a Bellow, a quien nunca había respetado, en absoluto. Oportunamente, Ike Gilmore lo había denigrado, como cualquier sanardista de la pila, pero ahora era la más rigurosa, sensata e incondicional pleitesía. Por lo menos mientras que Bellow se mantuviera, y hasta que se debilitara, en cuyo caso Ike Gilmore —como cualquier empleado menor de Virginia— lo respetaría menos que al viejo y superado Lyndon Hertz. Y al descartado, triste y despojado Dick Sanardi, quien, desde un oscuro y milenario pueblo de Bolivia, acaso llamado Oruro, se enteraba del súbito ascenso de sus antiguos subordinados. Los cuales, por supuesto, hacían grandes esfuerzos por olvidarlo. Mientras tanto, D. Sanardi amasaba prolijamente su rencor y soñaba con la revancha, para la cual sólo debía apostar por la protección generosa de Edward Head, un promisorio pesado con ambiciones al que trataba de telefonear vanamente cinco veces diarias, de Oruro a Nueva Jersey, línea directa.

BOULEVARD VOLTAIRE. 1

Diez minutos después de que partiera el enemigo de su amigo, enemigo suyo también en realidad, Doug Evans tomó también su impermeable y su bufanda, les dijo hasta luego a Kathryn y Mac, y salió de la oficina, en búsqueda segura de Nicole Garlane, a la que hacía al menos dos semanas que no veía. Por más que lo simulara, ambos, Kathryn y Mac, sabían que generalmente los viernes, después del mediodía, invariablemente, la buscaba. Aunque los dos últimos viernes les había fallado el pronóstico, se preguntaban por qué causas el jefe permanecía en la oficina, por ejemplo, con lo que detestaba trabajar los viernes después del mediodía, igual que los lunes por la mañana. Si no tenía acción, de calle, digamos, Doug Evans era un hombre de hábitos, perfectamente rutinario, como si hubiera nacido para pasar la mayor parte de su tiempo en la agobiante atmósfera de una oficina.

Aquellos viernes consuetudinarios, solía comer con Nicole Garlane, en el Bar des Théâtres, de la Avenue Montaigne, y en adelante ya no se sabría de Doug hasta por lo menos la mañana del sábado. Telefoneaba a la oficina quizás antes de las siete de la tarde, un mero control por si había novedades de Virginia, algún nocivo imprevisto, la llegada de cualquier pájaro de influencias con deseos de pasar un fin de semana en París y, en fin, tales urgencias posibles motivaban las llamadas de control.

Aparte, Kathryn y Mac vivían pendientes de los movimientos de Doug Evans, pero no solamente porque fuera el jefe. Aprovechaban, en realidad, la extraña ocasión de saberse solos. La judía Kathryn y el negro Mac se entregaban entonces al amor con cierta voracidad, encerrados e impunes, las tardes de viernes. Los dos estaban enredados en sus respectivos matrimonios. El marido de Kathryn Herchberg —Billy Powel— trabajaba en el consulado, y era asistente y chofer, tareas generales, y la mujer de Mac Sullivan cuidaba a los niños, hacía la comida e iba al mercado y se dedicaba a esperarlo. La mujer de Mac, la luminosa negra Rita Sullivan, sabía que su marido iba a llegar muy alto, era una buena amiga de Kathryn Herchberg, hablaban por teléfono dos veces al día y el chofer del consulado, por su parte, Billy Powel, tenía también la relación más cordial con Mac. A veces comían todos juntos los domingos, alguna vez viajaron los cuatro a pasar un fin de semana en Deauville, pero por lo general los colaboradores de confianza de Doug Evans esperaban la tarde del viernes con cierta ansiedad, y mantenían los temores, las tensiones de la primera vez, aunque ya se habían acostumbrado incluso a hacer el amor y simultáneamente atender una llamada telefónica.

Por supuesto, Doug Evans ignoraba, igual que Rita y que Billy Powel, que en su oficina persistía obstinadamente, y a pesar de todo, la posibilidad casi inimaginable del amor. Ignoraba además que para el surgimiento de ese amor, en un sitio que consideraba inhóspito, era prio ritaria su ausencia. De haberlo sabido, probablemente los dos últimos viernes por la tarde hubiera vagado, aunque más no fuera, por las calles del Barrio Latino, con el propósito de dejarlos solos.

De manera que, mientras caminaba hacia el metro La Motte Picquet-Grenelle, bajo la llovizna, Doug Evans ni podía imaginar que Mac penetraba sedientamente a Kathryn, en el mismo sofá donde se había sentado Claude Petersen, el enemigo de su amigo. Su enemigo Petersen, quien, veladamente, le había sugerido la existencia de una complicidad operativa entre la línea Hamlet y los cubanos de la G2. Más que una sugerencia, había sido un mensaje tan claro como inquietante.

ANUNCIACIÓN DE BELLOW

Ocurría que ambos, Ike Gilmore y Lyndon Hertz, eran sindicados como protagonistas de la banda poderosa que había sabido formar y encabezar el ya diezmado Dick Sanardi. Quien pensaba recuperarse —como se dijo— si prosperaban las excesivas ambiciones de Edward Head, el cuadro fuerte de Nueva Jersey, que no disimulaba sus intenciones de suceder a Terence Bellow en Virginia. Para ser exactos, Head tenía las mismas intenciones del técnico irascible Red Ryder, y por lo tanto, ante las prevenciones de Bellow, sigilosamente ambos —Ryder y Head— disputaban entre sí. Estimulaban cada uno a los adversarios del otro, mientras Bellow, por su parte, los aprovechaba a ambos y trataba de debilitarlos, pero con dosis mínimas de perversión porque los dos le resultaban francamente indispensables para administrar la coyuntura del poder cotidiano, que pensaba, en el fondo, mantener para siempre. Si Bellow se tuteaba con la eternidad, y ni siquiera alcanzaba a imaginar Virginia sin su comando en vida, y como era meramente inmortal no podía existir ninguna posibilidad sucesoria.

Aunque, por otra parte, el arreglo de Lyndon Hertz con Dick Sanardi siempre había sido provisorio. Coyuntural, en virtud, siempre, de un adversario más poderoso, eventualmente el mismo Bellow.

Ya una vez, como una década atrás, cuando Bellow manejaba apenas el espacio marginal de Ohio, para ser exactos en 1983, L. Hertz y D. Sanardi habían disputado con rabiosa elegancia por la jefatura más importante de Virginia. Sin embargo los dos quedaron en el camino cuando apareció la figura hábil, oportuna y ética de Robert Vesco.

En su improvisada condición de fervoroso demócrata, R. Vesco los pasó por encima sin la menor contemplación, amparado por la solidez conceptual de dos moralistas incorregibles como Dan Hughes y Richard Svarsky, y operadores fríos e inescrupulosos como Henry Glizino y Joe Appleman. Ambos jóvenes —Glizino y Appleman—, que se entendían sin siquiera mirarse, ocuparon los espacios con fuerte desesperación generacional, envenenaron la plaza con el arte de la marroquinería, y enchastraron medio Virginia con sus acciones coordinadas y renovadas, con salpicaduras múltiples y con proyecciones tan amplias y difusas que encerraban las claves de la propia autodestrucción, la próxima caída inexorable. Sin embargo eran tan jóvenes y se les debían tantos favores que perfectamente ambos podrían, en el retiro, al imaginarse imprescindibles, ilusionarse con un mundo venturoso por delante, satisfactorio y personal, donde sentirse tan útiles como perdonados.

Empero, Robert Vesco logró que durante un lustro los viejos competidores, Dick Sanardi —que pugnaba por parecérsele— y el viejo Lyndon Hertz, pasaran a ser, de repente, aliados que se necesitaban, pero más por resentimiento hacia el hombre que los había desplazado —R. Vesco—, que por afecto y afinidad entre ellos.

Pobres, en realidad era para compadecerlos a los viejos competidores que se asociaban apenas para combatir a quien los superaba.

Piedad y comprensión para Lyndon Hertz y Dick Sanardi. Porque, cuando declinaba Robert Vesco, y se hundía en la salsa de su propio y furibundo fracaso, y ellos suponían que había llegado la hora para volver a confrontar, arreglar sus diferencias y decidir quién mandaba en Virginia, apareció, por sorpresa y sin que lo tomaran muy en serio, el pintoresco negro de Ohio, con su aspecto de vaquero de ropas brillantes, Terence Bellow.

En la escena principal de Virginia, y con apetencias y vocación de poder, de pronto llegó Terence Bellow. Apoyado por los audaces impresentables, a los que Bellow sumaba porque eran marginales que no tenían siquiera fuerzas propias para soñar. Personajes todos decadentes y de tercer nivel los que juntaba maravillosamente Bellow. Pesimistas, suicidas y desesperados que recogía de las calles con su ambulancia Bellow. Algunos con prontuarios temibles, y otros con presurosas ganas de construir sus propios prontuarios, muchos con cuentas pendientes a pagar pero con gran confianza en Bellow, como así también con muchas cuentas pendientes por cobrarse gracias a Bellow. Amparados todos mágicamente detrás del carisma de Bellow, de la popularidad muy superior al prestigio de Bellow, porque todos en Virginia lo conocían a Bellow, alguna vez le habían dado la mano a Bellow cuando salía con su atuendo brillante de Ohio y vagaba por todas las unidades. Entonces, por varias supuestas bondades triunfaría Bellow y los arrollaría tanto a sanardistas como a vesquistas, y se quedaría con el codiciado poder Bellow, por razones que tenían que buscarse en sus virtudes, pero sobre todo en las carencias y defectos de los otros, como D. Sanardi o R. Vesco en especial, y tantas debilidades de todos aquellos que se pretendían más dignos que Bellow, discutiblemente confiables, maduros y racionales.

A causa del mágico e insoportablemente pragmático hombre fuerte de Ohio, Terence Bellow, de nuevo entonces Dick Sanardi y el viejo Lyndon Hertz volvieron a su antiguo hábito despreciable de desplazados. Sin embargo L. Hertz merodeaba los setenta años, y a pesar de encontrarse física y mentalmente en plenitud, ya no podía esperar otra oportunidad, de manera que aceptó con inteligencia la nueva situación, para adaptarse de inmediato, cuadrarse con sobriedad, y por lo tanto debió guarecerse en su fino sentido del humor, y su extraordinario cinismo de hombre superior de Nueva Inglaterra.

Por lo menos, Lyndon Hertz se encontraba en mejores condiciones que Dick Sanardi, quien ingresaba en la frontera de los sesenta, y podía aspirar, a lo sumo, a ser bien recibido por T. Bellow, en su condición de hombre fuerte de Nueva Jersey. Una vez en la semana, generalmente los miércoles en el gran despacho principal de Bellow, en Virginia.

Para mantener la ficción del respeto Bellow lo recibía. La comedia de ser considerado con Sanardi, y respetado por un Bellow que había sacado a relucir sus fantásticas condiciones para la crueldad, sus aptitudes sorprendentes para el oficio de verdugo, recursos que ya había ejercitado en Ohio.

Por ejemplo, Bellow se le dormía en medio de sus disertaciones. Sin que Bellow simulara su rostro de aburrimiento cuando el vencido Sanardi le hablaba, y le planteaba sus reproches y preocupaciones varias, tal vez durante un miércoles a las once de la mañana, en el despacho más cotizado de Virginia, mientras Sanardi intentaba, delante de testigos trascendentales, clarificarlo con un gráfico en la pizarra, Bellow, a propósito, se le dormía. Dick Sanardi desplegaba con contundencia sus razonamientos y Bellow, delante de personajes decisorios, se lanzaba a roncar. Para permitir después que fuera conocida la historia del oportuno sueño deliberado.

Por si no bastara, además de ignorarlo y humillarlo siempre que podía, Bellow se encargó de privilegiar a quienes habían trabajado para Sanardi. Lo despojaba, Bellow le birlaba sus mejores elementos mientras pacientemente lo destruía. Bellow valoraba más a la gente de Dick Sanardi que al propio y desconcertado Dick Sanardi.

A T. Bellow sólo le interesaban los equipos que D. Sanardi había preparado para dirigir Virginia, que podían al menos garantizarle una gestión responsable, porque por supuesto Bellow tenía una confianza relativa, casi nula, en los audaces que habían apostado por él, los aventureros que había recogido de la calle y que tenían apenas su vida para perder.

Era carismático y mágico el negro Bellow, pero sorprendía por su racionalidad y pragmatismo. Tenía exacta conciencia de sus limitaciones, y era lo suficientemente inteligente para saber que si ellos, los audaces y aventureros que recogió con su ambulancia de la calle, habían seguido a un hombre de su calaña, a aquel Terence Bellow, vaquero de ropas brillantes, no podían servir para gran cosa.

Redundante tal vez era aceptar que Doug Evans se sentía uno de los impresentables que habían ayudado a instalar, en el primer plano de Virginia, al carismático e imprevisible hombre pragmático de Ohio, Terence Bellow. Lejos estaba, por otra parte, de considerarlo su peor pecado.

VOLTAIRE. 2
Mecanismos de funcionamiento

Prefería el metro para desplazarse los viernes por París. Ocurría que tanto tráfico lo descontrolaba, en medio de los atascamientos perdía el equilibrio y la paciencia, insultaba de sobra a los padres de la patria francesa, y carecía de la necesaria serenidad, como para soportar una hora preso en su Renault 21, con el propósito de avanzar quizá doscientos metros.

Entonces Doug Evans entró en el metro La Motte Picquet-Grenelle, y buscó la dirección Créteil, para salir en Opéra y hacer la combinación a la ruta Gallieni. Puso una moneda de dos francos en un sombrero negro, para cuatro muchachos que habían armado un soberbio conjunto de música clásica. Los jóvenes tocaban en el andén central, era Mendelssohn para distraídos pasajeros que iban dirección Gare de Austerlitz o Créteil.

Curiosamente, Doug Evans no pensaba en Claude Petersen, ni en la injuria inevitable de ser considerado sospechoso de combinar estrategias con la G2. Pensaba, lógicamente, en Nicole Garlane. Aquella mujer lo atormentaba. Le había telefoneado por la mañana, desde una cabina de Trocadero, pero escuchó su voz grabada en el contestador que pretendía todavía recrear una tonalidad erótica, o por lo menos con ciertos atisbos de sensualidad, con fondo de voz de Juliette Greco. Pero bastó que dijera: “Soy yo, Doug, quiero verte, nena”, para que repentinamente la quejumbrosa voz de Nicole Garlane apareciera, y le diese de nuevo la sensación de ser una mujer que atravesaba uno de sus peores

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