1.
A ver, la cuestión es que yo vengo del mundo en el que deberíamos vivir.
Esto a vosotros no os dice nada, evidentemente, porque vosotros estáis aquí, en este mundo de mierda en el que vivimos. Pero las cosas no deberían haber salido así. Y todo es por culpa mía. Bueno, mía y en menor medida de mi padre. Y un poco de Penelope, diría yo.
No es fácil empezar a contar esta historia. Pero bueno, ya sabéis cómo se imaginaba el futuro la gente de los años cincuenta, ¿no? Con coches voladores, robots que hacían las tareas domésticas, alimentos comprimidos, teletransporte, mochilas cohete, aceras deslizantes, pistolas de rayos, monopatines eléctricos, vacaciones en el espacio y bases en la Luna. Nuestros abuelos estaban convencidos de que todas esas increíbles innovaciones tecnológicas se encontraban a la vuelta de la esquina. Lo que anunciaban las exposiciones universales y las revistas baratas de ciencia ficción que se llamaban Relatos Futuristas Fantásticos o El Asombroso Mundo del Mañana. ¿Os lo podéis imaginar?
Bueno, pues ha sucedido.
Ha sucedido todo, y más o menos como lo habían imaginado. No estoy hablando del futuro. Estoy hablando del presente. Hoy, en el año 2016, la humanidad habita en un paraíso tecno-utópico y nada en la abundancia. La vida tiene sentido y el mundo es una maravilla.
Pero nosotros no estamos ahí. Desde luego que no. Nosotros vivimos en un mundo en el que, eso sí, hay iPhones e impresoras 3D y, no sé, drones o lo que sea. Pero no se parece en nada al mundo de Los Supersónicos. Solo que debería. Y se parecía, hasta que dejó de parecerse. Se habría parecido si yo no hubiera hecho lo que hice. Ah, no, esperad, lo que habré hecho.
Lo siento, pero aunque he recibido la mejor educación a la que puede aspirar un ciudadano del Mundo del Mañana, la gramática de esta situación es un poco complicada.
Tal vez sea un error elegir la primera persona para contar esta historia. Tal vez si me refugio en la tercera persona, encontraré la distancia o la inspiración o por lo menos la paz interior que necesito. Vale la pena intentarlo.
2.
Tom Barren se despierta en su propio sueño.
Todas las noches, mientras duerme, unos escáneres cerebrales hacen esquemas de sus sueños para poder entender las pautas de su pensamiento consciente e inconsciente. Todas las mañanas, los escáneres cerebrales introducen los datos obtenidos en un programa que genera una proyección virtual en tiempo real, y él se despierta siempre en ella. El argumento vago e impreciso del sueño se va volviendo lineal y claro hasta que se consigue llegar a una resolución psicológicamente satisfactoria en el momento de plena conciencia…
Lo siento. No puedo escribir así. Es demasiado falso. Es demasiado prudente.
La tercera persona resulta reconfortante porque da una sensación de control, lo cual es muy agradable a la hora de relatar acontecimientos que fueron, en gran parte, sumamente descontrolados. Es como cuando un científico describe una muestra biológica vista a través de un microscopio. Pero yo no soy el microscopio. Yo soy lo que hay en el portaobjetos. Y no estoy escribiendo esto para sentirme a gusto. Si quisiera estar a gusto, escribiría una obra de ficción.
En las obras de ficción, todos los detalles evocadores y reveladores pasan a formar parte, de un modo coherente, de una visión del mundo. Pero en la vida cotidiana uno apenas percibe las pequeñas cosas. No es posible. El cerebro las deja de lado, sobre todo cuando se trata de cosas que suceden en la propia casa, un lugar que apenas se diferencia de las profundidades de la mente o de la superficie del cuerpo.
Cuando uno se despierta de un sueño real en un sueño virtual, es como si estuviera en una balsa, yendo a toda velocidad de un lado para otro, llevado por las corrientes turbias e impenetrables del inconsciente, hasta que de pronto se da cuenta de que está deslizándose suavemente por la superficie de un enorme lago de aguas tranquilas y poco profundas, y entonces la extrañeza, tirante e inestable, se desvanece para dejar paso a una claridad que nos transmite una sensación de serenidad y confianza. La historia se desarrolla como debería y, por muy perturbadora que sea, uno se despierta con una rejuvenecedora impresión de solidez, de orden restaurado. Y entonces es cuando uno se da cuenta de que está en la cama, listo para empezar un nuevo día, sin ese cartílago pegajoso del inconsciente que se queda atrapado en los estrechos pliegues de la mente.
Quizá eso sea lo que más echo de menos del lugar del que vengo. Porque en este mundo, despertarse es un asco.
Aquí parece que nadie se ha planteado emplear ni siquiera la tecnología más rudimentaria para mejorar ese proceso. Los colchones no vibran sutilmente para mantener los músculos relajados. No hay unas válvulas de vapor situadas de manera estratégica para lavarte el cuerpo durante el sueño. A ver, las mantas están hechas de fibra vegetal convertida en hilo y, en algunos casos, rellena de plumas. De plumas. O sea, de plumas de pájaros de verdad. El momento de despertar debería ser el mejor del día, un momento en el que la mente inconsciente y la mente consciente se encontraran sincronizadas y en armonía.
Para vestirse hay un artilugio automático que cada mañana diseña y crea una nueva vestimenta, adecuada al estilo personal y a la complexión física de cada uno. La tela se hace con unas hebras de polímero líquido sensible a la luz que se endurecen por medio de un láser y se reciclan durante la noche para volver a emplearse al día siguiente. Para desayunar hay un sistema similar que genera la comida que desee cada uno a partir de un gel nutritivo que se mezcla con elementos que le dan diversos colores, sabores y texturas. Y si esto os parece asqueroso, debéis saber que en la práctica resulta indistinguible de lo que vosotros consideráis comida de verdad, salvo por el hecho de que está preparado a la medida de los receptores sensoriales de la lengua de cada uno, de modo que siempre tiene un sabor y una consistencia ideales. ¿Conocéis esa sensación deprimente que uno tiene cuando corta un aguacate para descubrir que debajo de la piel está duro y verde, o marrón y lleno de magulladuras? Bueno, yo no sabía que eso podía suceder hasta que llegué aquí. Todos los aguacates que había comido antes eran perfectos.
Es de locos sentir nostalgia por experiencias que al mismo tiempo tuvieron lugar y no tuvieron lugar. Como despertarse todas las mañanas completamente revitalizado. Una cosa que ni siquiera había advertido que podía dar por hecha, porque simplemente era así. Pero esa es la cuestión, claro: las cosas que eran así… nunca fueron así.
Lo que no me hace sentir nostalgia es que todas las mañanas, cuando me despertaba y me vestía y desayunaba en esa brillante utopía tecnológica, estaba solo.
3.
El 11 de julio de 1965, Lionel Goettreider inventó el futuro.
Evidentemente, nunca habéis oído hablar de él. Pero en el lugar de donde yo vengo, Lionel Goettreider es el ser humano más famoso, querido y respetado del planeta. Todas las ciudades tienen docenas de cosas que llevan su nombre: calles, edificios, parques, lo que sea. Todos los niños saben cómo deletrear su nombre gracias a la pegadiza canción que dice G-O-E-T-T-R-E-I-D-E-R.
No tenéis ni idea de lo que hablo. Pero si fuerais del lugar de donde yo vengo, esa canción os resultaría tan familiar como el abecedario.
Hace cincuenta y un años, Lionel Goettreider inventó una manera revolucionaria y completamente limpia de generar energía en cantidades ilimitadas. Su artefacto pasó a conocerse como el Motor Goettreider. El 11 de julio de 1965 fue el día en que lo encendió por primera vez. Su invento hizo que todo fuera posible.
Imaginaos que en las últimas cinco décadas no hubiera habido ninguna restricción energética. Que no hubiera habido necesidad de cavar cada vez más en el suelo y de contaminar cada vez más el cielo. Que la energía nuclear se hubiera empezado a considerar innecesariamente violenta, y el carbón y el petróleo, inútilmente turbios. Que las energías solar y eólica e incluso hidráulica se hubieran considerado alternativas pintorescas y poco prácticas por las que nadie se preocuparía salvo que tuviera la firme determinación de vivir al margen de la red eléctrica principal.
Bueno, ¿cómo funcionaba el Motor Goettreider?
¿Cómo funciona la electricidad? ¿Cómo funciona un horno microondas? ¿Cómo funcionan un teléfono móvil o una televisión o un mando a distancia? ¿Lo entendéis de verdad, o sea, técnicamente? Si esos inventos desaparecieran, ¿podríais volver a concebirlos, a diseñarlos y a construirlos? Y si no es así, ¿por qué? ¡Si solo usáis esas cosas a diario!
Pero no sabéis cómo funcionan, desde luego. Porque salvo que trabajéis en algo relacionado con esos inventos, no necesitáis saberlo. Simplemente funcionan, sin que haya que hacer ningún esfuerzo. Para eso fueron ideados.
En el lugar de donde yo vengo, eso es lo que pasa con el Motor Goettreider. Es un invento tan importante como para que el nombre de Goettreider sea tan conocido como el de Einstein, el de Newton o el de Darwin. Pero a ver, ¿cómo funciona técnicamente el Motor? La verdad es que no sabría explicároslo.
¿Sabéis cómo produce energía una presa? Las turbinas emplean la propulsión natural del agua, que fluye hacia abajo gracias a la gravedad, para generar electricidad. Lo diré claramente: eso es más o menos todo lo que yo sé sobre la energía hidráulica. La gravedad hace que el agua vaya hacia abajo, de modo que si uno pone una turbina en su camino, el agua hace que gire y eso genera electricidad.
El Motor Goettreider hace eso con el planeta. Sabéis que la Tierra gira sobre su eje y también da vueltas alrededor del Sol, mientras que el Sol, por su parte, se mueve incesantemente por el sistema solar. El Motor Goettreider emplea la constante rotación del planeta para crear una cantidad ilimitada de energía. Tiene algo que ver con las fuerzas magnéticas y la gravedad y…, bueno, la verdad es que no lo sé, como tampoco entiendo del todo el funcionamiento de una pila alcalina ni el de un motor de combustión ni el de una bombilla incandescente. Funcionan y ya está.
Y lo mismo pasa con el Motor Goettreider. Funciona y ya está.
O funcionaba. Antes de que, a ver, antes de que apareciera yo.
4.
No soy un genio. Si habéis leído hasta aquí, ya os habréis dado cuenta de eso.
Pero mi padre es un auténtico genio, un genio hecho y derecho y de primer orden. Tras terminar su tercer doctorado, Victor Barren dedicó unos años cruciales a trabajar en el ámbito del teletransporte a larga distancia antes de fundar su propio laboratorio para centrarse específicamente en su campo: los viajes en el tiempo.
Incluso en el lugar de donde yo vengo, los viajes en el tiempo se consideraban más o menos imposibles. No debido al tiempo, en realidad, sino al espacio.
Este es el motivo por el que todas las películas sobre viajes en el tiempo que habéis visto son una chorrada: porque la Tierra se mueve.
Ya lo sabéis. Y lo mencioné en el capítulo anterior. La Tierra gira sobre sí misma una vez al día y da una vuelta alrededor del Sol una vez al año, mientras que el Sol sigue su propia ruta cósmica por el sistema solar, que por su parte avanza a toda velocidad a través de una galaxia que recorre un épico camino a través del universo.
El suelo que hay bajo vuestros pies se está moviendo muy rápido. En el ecuador, la Tierra rota a más de 1.500 kilómetros por hora durante las veinticuatro horas del día, al tiempo que orbita alrededor del Sol a más de 100.000 kilómetros por hora. Es decir, a unos 2.500.000 kilómetros al día. Mientras tanto, el sistema solar se mueve, en relación con nuestra galaxia, la Vía Láctea, a más de 2.000.000 kilómetros por hora, recorriendo unos 50.000.000 kilómetros cada día.
Si quisierais retroceder en el tiempo y viajar al día de ayer, la Tierra se encontraría en otro lugar. Incluso si retrocedierais en el tiempo un segundo, el suelo que pisáis se habría movido casi medio kilómetro. En un segundo.
El motivo por el que todas las películas sobre viajes en el tiempo carecen de sentido es que la Tierra se está moviendo constantemente, siempre. Si retrocedes un día en el tiempo, no apareces en el mismo lugar. Apareces en el inmenso vacío del espacio exterior.
No es posible que Marty McFly apareciera treinta años antes en su localidad natal de Hill Valley (California). Su emperifollado DeLorean tuvo que materializarse en el vacío oscuro e infinito del cosmos, a unos 500.000 millones de kilómetros de la Tierra. Suponiendo que no hubiera perdido la conciencia de inmediato debido a la falta de oxígeno, la ausencia de presión atmosférica habría hecho que todos los fluidos de su cuerpo empezaran a bullir, se evaporaran parcialmente y se congelaran. En menos de un minuto habría muerto.
Terminator probablemente sobreviviría en el espacio porque es un robot, una máquina de matar imparable, pero el viaje desde 2029 hasta 1984 le habría proporcionado a Sarah Connor una ventaja de unos 850.000 millones de kilómetros.
Los viajes en el tiempo no consisten solo en retroceder en el tiempo. También consisten en retroceder a un punto muy preciso del espacio. De lo contrario, como sucede con el teletransporte común y corriente, podríais acabar en cualquier parte.
Pensad en el sitio en el que estáis sentados ahora. Digamos que es un sofá verde oliva. Hay un cuenco blanco de cerámica lleno de peras verdes falsas y piñas marrones auténticas junto a vuestros pies, en una mesita baja de madera de teca. Hay una lámpara de pie de acero pulido a vuestra espalda. Y una alfombra bastante tosca sobre una tarima de olmo reciclado, de esas que son carísimas pero preciosas.
Si os teletransportarais aunque fuera unos centímetros en cualquier dirección, vuestro cuerpo acabaría incrustado en un objeto sólido. Un par de centímetros y os haríais una herida. Cinco centímetros y quedaríais mutilados. Diez centímetros y estaríais muertos.
En todo momento, a lo largo del día, todos estamos a diez centímetros de morir.
Por eso el teletransporte solo es seguro y eficaz si se realiza entre lugares muy bien pensados y haciendo unos cálculos sumamente precisos.
Los primeros pasos que dio mi padre en el mundo del teletransporte fueron muy importantes porque lo ayudaron a entender la mecánica de la desincorporación y la reincorporación de un cuerpo humano en lugares concretos. Eso era lo que había impedido que los intentos previos de realizar viajes en el tiempo tuvieran éxito. Ni siquiera revertir el flujo temporal es tan complejo. Lo que resulta increíblemente complejo es hacer viajes instantáneos en el espacio con una precisión absoluta a través de millones de kilómetros.
Mi padre no solo fue un genio por superar los retos tanto teóricos como logísticos que planteaban los viajes en el tiempo. También lo fue por darse cuenta de que en relación con esto, como en tantos otros aspectos de la vida cotidiana, estábamos en deuda con Lionel Goettreider.
5.
El primer Motor Goettreider se encendió una vez y nunca se apagó. Lleva en marcha sin interrupción desde las 14:03 del domingo 11 de julio de 1965.
El invento original de Goettreider no fue diseñado para generar y emitir grandes cantidades de energía. Fue un prototipo experimental con un rendimiento que superó todas las expectativas de quien lo había creado. Pero la clave del Motor Goettreider es que no hay que desactivarlo nunca, del mismo modo que el planeta nunca para de moverse. Por lo tanto el prototipo se dejó funcionando en el mismo lugar en que fue encendido por primera vez, frente a un pequeño grupo de dieciséis observadores, en un laboratorio situado en el sótano de la sección B7 del Centro Científico y Tecnológico del Estado de San Francisco.
En el lugar de donde yo vengo, todos los niños conocen los nombres y las caras de los Dieciséis Testigos. Se han escrito numerosos libros sobre cada uno de ellos, y su presencia en aquel acontecimiento histórico siempre figura como el evento más importante de su biografía, sea esto verdad o no.
Son incontables las obras de arte que representan La Activación del Motor Goettreider. Es La última cena del mundo moderno. Ahí están esas dieciséis caras, cada una con su propia reacción codificada. Ahí están el escéptico, el asombrado, el distraído, el entretenido, el celoso, el enfadado, la pensativa, el asustado, el indiferente, el preocupado, la entusiasta, el sereno, el agobiado…, y hay tres más. Maldita sea, tendría que acordarme.
Cuando encendió el prototipo por primera vez, Goettreider solo quería verificar si sus cálculos eran correctos y demostrar que su teoría no iba completamente desencaminada. Para ello, bastaba con que el Motor funcionara y punto. Y se vio que funcionaba, y también que tenía un defecto importante. Emitía unas radiaciones muy particulares, que más tarde se llamarían radiaciones tau, en un guiño al empleo, por parte de los físicos, de la T mayúscula griega para representar la constante de tiempo en las ecuaciones de la teoría de la relatividad.
La milagrosa capacidad del Motor para generar energía se fue desarrollando hasta que llegó a proporcionársela a todo el mundo. Por otra parte, la emisión de radiaciones tau se logró eliminar de los modelos industriales a gran escala. Pero el prototipo se dejó funcionando, en teoría para siempre, en el laboratorio de Goettreider de San Francisco —que ahora es uno de los museos más visitados del planeta— por respeto, por nostalgia y por una cláusula legal muy estricta que figuraba en el testamento de Goettreider.
Lo que se le ocurrió a mi padre fue usar las radiaciones tau del modelo original como si fueran un rastro de migas de pan que atravesara el espacio y el tiempo. Cada miga era del tamaño de un átomo, un hilo anudado al pasado, y orbitaba por el cosmos anclada al momento más importante de la historia, el domingo 11 de julio de 1965 a las 14:03:48, el instante exacto en que Lionel Goettreider hizo que comenzara el futuro. Eso significaba que mi padre no solo podría lograr que alguien retrocediera en el tiempo hasta un momento muy concreto, sino que las radiaciones tau lo conducirían hasta un lugar muy concreto: el laboratorio de Lionel Goettreider justo antes de que el mundo cambiara para siempre.
Al darse cuenta de esto, mi padre ya tenía casi todas las piezas necesarias para completar el puzle de los viajes en el tiempo. Solo quedaba una cosa, una cuestión menor comparada con la posibilidad de transportar a un ser humano consciente al pasado, pero crucial para no destruir el presente sin querer: hacía falta algún modo de asegurarse de que quien viajara en el tiempo no pudiera modificar el pasado de un modo tangible. Había diversos dispositivos de seguridad en el plan de mi padre, pero el único que a mí me importa es la esfera de defusión. Porque por su causa, la vida de Penelope Weschler entró en colisión con la mía.
6.
Prácticamente todas las obras de arte y todos los objetos que sirven para entretenerse son distintos en este mundo. Al principio las diferencias no eran tan importantes. Pero cuando los últimos años sesenta dieron paso a los enormes saltos tecnológicos y sociales de los setenta, casi todo cambió, generando décadas de una cultura pop que nunca había existido, cincuenta años durante los que escritores y artistas y músicos crearon unas obras que diferían de un modo radical de todo lo que se había hecho hasta entonces. En algunos casos se encuentran paralelismos fascinantes: un elemento secundario de una historia pasa a ser el clímax de otra, o un personaje dice una frase que no le corresponde, o aparece una composición visual de lo más impactante en un contexto nuevo, o se oye una progresión de acordes conocida con una letra completamente cambiada.
El 11 de julio de 1965 fue un punto de inflexión en la historia, aunque nadie lo supiera.
Por suerte, la novela preferida de Lionel Goettreider se publicó en 1963: Cuna de gato, de Kurt Vonnegut.
La escritura de Vonnegut es diferente en el lugar de donde yo vengo. Aquí, a pesar de su ingenio y lucidez, uno tiene la impresión de que a él le parecía que un novelista no podía producir ningún efecto real sobre el mundo. Se sentía obligado a escribir, pero no confiaba en que la escritura pudiera cambiar nada.
Pero debido a que Cuna de gato tuvo una influencia tan profunda en Lionel Goettreider, en mi mundo a Vonnegut se lo considera uno de los filósofos más importantes de finales del siglo XX. Probablemente esto fuera estupendo para Vonnegut, pero no lo fue tanto para sus novelas, que se empezaron a leer como homilías.
No pienso haceros un resumen de Cuna de gato. Es un libro corto y mucho mejor escrito que este, así que coged y leedlo. Tiene algo de cansado, de descarado y de sabio: mis tres cualidades favoritas tanto de las personas como de las obras de arte.
Por cierto, la cansada, la descarada y el sabio son los que me faltaban de los Dieciséis Testigos de la Activación.
Cuna de gato habla de un montón de cosas, pero uno de sus temas principales es la invención del hielo-nueve, una sustancia que congela todo lo que toca y que escapa del control de su creador y destruye todas las formas de vida del planeta.
Lionel Goettreider leyó Cuna de gato y se dio cuenta de una cosa fundamental, que llamó el «accidente»: cuando uno inventa una tecnología nueva, también está inventando el accidente que dicha tecnología puede provocar.
Cuando uno inventa el coche, también está inventando el accidente de coche. Cuando uno inventa el avión, también está inventando el siniestro aéreo. Cuando uno inventa la fisión nuclear, también está inventando la fusión nuclear. Cuando uno inventa el hielo-nueve, también está inventando el congelamiento involuntario del planeta.
Cuando Lionel Goettreider inventó el Motor Goettreider, tenía claro que no podía encenderlo hasta que no se imaginara cuál sería su accidente y cómo prevenirlo.
Mi pieza preferida del Museo Goettreider es la simulación de lo que podría haber ocurrido si por algún motivo el Motor hubiera funcionado mal cuando Goettreider lo encendió por primera vez. En el peor de los casos, la inaudita cantidad de energía generada por el Motor sobrepasaba lo que su núcleo de admisión podía asimilar, produciendo una explosión que arrasaba la ciudad de San Francisco y la convertía en un humeante cráter, envenenaba el océano Pacífico con radiaciones tau, calcinaba 15.000 kilómetros cuadrados de tierras cultivables y volvía inhabitable durante décadas una parte inmensa de América del Norte. De vez en cuando, algunos padres se quejaban al personal del museo de que las pesadillescas imágenes de la simulación eran demasiado gráficas para los niños y de que, como el experimento evidentemente no había fracasado, no hacía falta desviar la atención de la grandiosa aportación de Goettreider a la civilización humana con aquellas especulaciones grotescas sobre desastres globales imaginarios. La simulación, al final, se trasladó a un rincón del museo un tanto apartado, donde generaciones de adolescentes que habían ido de excursión con el instituto se apiñaban en la oscuridad para contemplar en un bucle continuo cómo el mundo se hacía añicos.
Yo no soy un genio como Lionel Goettreider o Kurt Vonnegut o mi padre, pero también tengo una teoría: lo del accidente no solo se aplica a la tecnología, sino que asimismo se aplica a la gente. Cada persona que uno conoce supone la posibilidad del accidente provocado por dicha persona: hay cosas que pueden salir bien y otras que pueden salir mal. No hay intimidad sin consecuencias.
Lo cual nos lleva de nuevo a Penelope Weschler y nuestro accidente. El accidente que sufrimos todos nosotros.
7.
Se suponía que Penelope Weschler iba a ser astronauta. Ya de niña sus matrices de evaluación mostraban que tenía las aptitudes mentales necesarias, la capacidad física y una ambición inquebrantable. Desde que era pequeña, Penelope supo que ese era su camino. No quería otra cosa, y se entrenaba sin parar, en el colegio y fuera del colegio. Su objetivo no era dar una vuelta por la Luna. Cualquiera podía dar una vuelta por la Luna, como cualquiera podía hacer un viaje orbital de un mes de duración. Penelope cruzaría la nueva frontera: se dedicaría a la exploración del espacio sideral.
No se trataba solo de estudiar, de entrenar, de las constantes pruebas. Era también una cuestión social. O, más bien, antisocial. Para las operaciones espaciales de larga duración, las agencias encargadas de reclutar candidatos querían que uno hubiera crecido con sus padres y hermanos para que tuviera unos modelos de empatía que aplicar a los otros astronautas en misiones que podían durar años e incluso décadas. Querían que uno tuviera la capacidad de preocuparse por los demás. Pero, al mismo tiempo, no querían que uno echara demasiado de menos a nadie, para que no sufriese una crisis cuando hubieran pasado los primeros seis meses de una misión de seis años. Empleaban una escala psicológica bastante sutil, en la que las personas solitarias y seguras de sí mismas cuyos padres no se habían divorciado resultaban adecuadas, pero los sociópatas egoístas no lo eran tanto.
Desde que entró en el instituto, Penelope entabló relaciones personales amistosas pero voluntariamente limitadas, de modo que no hubiera nadie que la atara a la Tierra.
Era una chica impresionante. La mejor en todo. Nadie dejaba de ver en ella a una líder natural. No había duda de que sería una pionera. Vería con sus propios ojos las tormentas de Júpiter y visitaría los anillos de Saturno. Eso compensaba que no tuviera amigos íntimos ni relaciones amorosas ni un perro leal.
Todo iba según el plan previsto hasta que salió al espacio por primera vez.
El despegue fue impecable. Penelope llevó a cabo sus funciones con tanta precisión que podrían emplear su actuación para enseñarles a los futuros reclutas lo gloriosamente eficaz que podía llegar a ser un astronauta. Estaba muy bien preparada. Estaba lista. Era perfecta.
Hasta que atravesó la capa superior de la atmósfera terrestre y se quedó completamente en blanco.
Hay una pequeña proporción de gente cuyas funciones cognitivas empiezan a fallar en el espacio exterior. Algo relacionado con la manera en que el cambio de presión del vacío afecta a los enlaces entre las moléculas de las neuronas de su cerebro. Nadie sabe a ciencia cierta por qué ocurre esto. Pero resulta que a Penelope le ocurrió; era una de esas personas. Por algún motivo, este hecho se había pasado por alto a pesar de los rigurosos exámenes que había tenido que superar durante tantos años. Va conduciendo con absoluta destreza la lanzadera a través de las últimas capas de la atmósfera, y su corazón late con mesura pero alborozado, y nunca se ha sentido tan feliz, y de repente… nada.
No sabe quién es. No sabe dónde está. No sabe qué hacer. Hay algo en su constitución que evita que sufra un ataque de pánico, cosa que le ocurriría a casi todo el mundo que de repente se encontrara pilotando una nave espacial y dejando el planeta a su espalda. Pero no es capaz de recordar nada. El tablero de mandos que ha pasado años aprendiendo a manejar no significa nada para ella; solo ve unas siglas incomprensibles sobre unas luces que parpadean de un modo que le parece azaroso. Se asoma a la cúpula transparente para observar la brillante estela de estrellas diseminadas sobre el lienzo negro del espacio, semejante a las nubes de polen que se alzaban desde los cedros del jardín trasero de la casa de sus abuelos cuando las ardillas saltaban de rama en rama, aunque no logra comprender por qué está pensando en algo que no ha visto desde los ocho años mientras las voces de sus auriculares suenan cada vez con más fuerza e insistencia.
—Lo siento, pero no tengo muy claro dónde estoy en este momento —dijo.
Sus copilotos, que también estaban perfectamente entrenados y siempre habían sufrido una cierta envidia al ver hasta qué punto los superaba Penelope, la relevaron de sus obligaciones. Tuvieron que abortar la misión, ya que la presencia de ella y lo imprevisible de su conducta suponían un grave riesgo para todos. De un momento para otro, Penelope, la mejor de los mejores de los mejores, se había convertido en una amenaza.
Atada a un asiento durante el abrupto regreso a casa, estuvo observando cómo la Tierra se iba asomando frente a ella, cubierta de un esmalte azul y rodeada de niebla. Se le llenaron los ojos de lágrimas. Era lo más bonito que había visto nunca y nunca volvería a verlo, aunque aún no lo sabía.
De vuelta en la Tierra, cuando recuperó sus capacidades mentales, comprendió que su carrera de astronauta había terminado. Había planeado pasarse décadas fuera del planeta, pero al final había estado en el espacio menos tiempo que un turista que sale a dar una vuelta por la termosfera un domingo por la tarde en un transbordador de bajo coste. Podía ser una astronauta perfecta por el cerebro que tenía, pero precisamente su cerebro le impedía dedicarse a ese trabajo.
Eso habría bastado para hundir a cualquiera, pero Penelope no era cualquiera. Tras pasar unos meses sumergida en lo más profundo del pozo gravitatorio de la depresión y negándose a tomar ningún fármaco para que no se reflejara en los análisis médicos que tal vez tuviera que superar para dedicarse a otra cosa, halló un nuevo reto, severo y riguroso, que estimuló su ambición.
Si no podía ser astronauta, sería crononauta.
8.
Salgo de mi apartamento en el piso ciento ochenta y cuatro de una torre de doscientas setenta plantas conectada a otras siete torres por medio de un entramado de pasarelas, con un intercambiador en la base del complejo octogonal. Mi padre me lo consiguió. Tenía enchufe porque el edificio es propiedad de la misma corporación que gestiona la vivienda donde vive con mi madre, así que por lo menos mi casa no da a los barrios más poblados de Toronto y tengo una vista decente del lago Ontario y de la reserva natural de la escarpa del Niágara a lo lejos, mientras los chapiteles del centro de Búfalo destellan con la luz del sol de la mañana contra la curvatura del horizonte.
Hay un montón de gente que va al trabajo en su propio vehículo, pero el tráfico tridimensional es un asco, de verdad. Por muy chulo que sea un coche volador, no compensa el atasco que hay veinte pisos por encima de cualquier calle.
Prefiero ir en transporte público, coger una cápsula de las que circulan por las pistas que recorren la ciudad a distintas alturas. Las cápsulas son unos brillantes receptáculos metálicos que se abren como las almejas y que tienen en su interior unos asientos acolchados y unas pantallas y altavoces para que cada uno pueda conectar su interfaz y entretenerse durante el viaje. Las cápsulas te llevan hasta el punto del sistema de transporte urbano al que necesites ir, aunque también tienen un motor plegable que les permite recorrer distancias cortas por el aire.
Llego al trabajo doce minutos tarde, lo cual es típico de mí. Mi jefe está tan amargado con prácticamente todos los aspectos de mi vida que no se preocupa por mis retrasos crónicos. Porque mi jefe es mi padre.
El cartel que hay en el exterior del edificio dice INSTITUTO CRONONÁUTICO. A mí esto me parece insoportablemente cursi, pero, como todos los empleados de mi padre lo veneran, es evidente que estoy en minoría. A nadie más se le ocurriría poner los ojos en blanco al ver ese cartel idiota al llegar a trabajar al laboratorio. Todos están demasiado ocupados poniendo los ojos en blanco cuando me ven a mí.
Debería aclarar algo: el hecho de trabajar en un laboratorio no significa que sea listo. En el lugar de donde yo vengo todo el mundo trabaja en un laboratorio.
La tecnología gestiona todas las trivialidades de la vida cotidiana. No hay tiendas de comestibles ni gasolineras ni locales de comida rápida. Nadie recoge la basura de un contenedor situado en la acera ni te arregla el coche con unas, no sé, con unas herramientas en un taller. Los trabajos manuales y no especializados, que eran la mayoría en épocas pasadas, han sido automatizados y mecanizados, y las corporaciones internacionales que se encargan del mantenimiento de esa tecnología siempre están jugando con pequeñas mejoras. Si tu módulo para triturar residuos orgánicos dejara de funcionar, no llamarías al fontanero, aunque todavía existieran los fontaneros, porque en tu edificio hay unos drones que siempre están preparados para hacer cualquier reparación. En el mundo contemporáneo, los sastres, los conserjes, los jardineros y los carpinteros han quedado tan obsoletos como los faroleros que recorrían las calles con un frasco de queroseno y una larga vara con una mecha.
Todavía existen algunos lugares como las librerías y los cafés, pero son negocios especializados y destinados a fetichistas nostálgicos. Puedes ir a un restaurante y que un chef te prepare la comida a mano. Pero el camarero que te la sirve no es más que un actor desempeñando un papel en un escenario en el que tú también eres un intérprete. Se trata de una narración envolvente que se desarrolla a tu alrededor en tiempo real.
A falta de necesidades materiales, la economía mundial se ha desplazado casi en exclusiva al campo del entretenimiento. El entretenimiento es tanto la base como la fuente de energía de la civilización moderna. Prácticamente todos trabajamos en laboratorios imaginando, diseñando y construyendo la próxima innovación guay en el campo del entretenimiento. Es lo único que necesitas en un mundo en el que no se te pide casi nada. Lo único que se te pide es que pagues por dicho entretenimiento. Y cuanto más novedoso y brillante y extraño sea, más cuesta.
Si eres un científico que tiene la ambición de descifrar códigos indescifrables y de transitar caminos intransitables, no vas a encontrar a nadie, al margen de unas pocas agencias gubernamentales que siempre andan escasas de presupuesto, dispuesto a financiar tus investigaciones. Pero si de algún modo logras venderle a alguien que tu proyecto está destinado a crear la forma de entretenimiento más novedosa, brillante y extraña que hay, puedes obtener una financiación ilimitada.
Por este motivo, mi padre, que está considerado uno de los mayores genios del mundo, ha dedicado su carrera y su reputación esencialmente a los viajes turísticos en el tiempo.
Los «viajes en el tiempo» no atraen grandes inversiones. Pero si les añades la palabra turísticos, que parece prometer un flujo incesante de clientes haciendo cola y dispuestos a desembolsar lo que haga falta para visitar la época del planeta Tierra que quieran ver con sus propios ojos, bueno, entonces el dinero empieza a llegar a raudales. Así surgieron los crononautas.
9.
El experimento de mi padre, programado para el 11 de julio de 2016, permitirá por primera vez que unos seres humanos retrocedan en el tiempo. Los enviará a presenciar el momento en que se encendió el Motor Goettreider, empleando el propio Motor como anclaje temporal, ya que sus radiaciones tau servirán para rastrear la trayectoria de la Tierra por el espacio hasta el 11 de julio de 1965, cincuenta y un años antes.
En 2015 se cumplió el quincuagésimo aniversario de la Activación del Motor Goettreider. Claro está, fue un acontecimiento importante. Todas las ciudades del planeta compitieron para superar a las demás con sus celebraciones. La presión sanguínea del pueblo danés aumentó peligrosamente debido a que aprovecharon la oportunidad de recordarle al mundo que, aunque realizó sus grandes descubrimientos científicos en los Estados Unidos de América, Lionel Goettreider había nacido en Dinamarca. Pero el principal evento tuvo lugar en el Museo Goettreider, construido alrededor del Centro Científico y Tecnológico del Estado de San Francisco, cuyos mortecinos muros de cemento y sus ventanas minúsculas se conservan en su estado original en el interior de un edificio moderno, con forma de espiral, que refleja la luz del Sol por el día y la de la Luna por la noche.
La mañana del sábado 11 de julio de 2015, subido a un estrado delante del Museo Goettreider para que se viera perfectamente en todos los reportajes, Victor Barren dio el pistoletazo de salida a las celebraciones del medio centenario anunciando que el primer experimento del mundo con viajes en el tiempo tendría lugar exactamente un año después, a las 10:00:00 del lunes 11 de julio de 2016. Señaló un gran reloj que había sobre el estrado y entonces comenzó la cuenta atrás: 31.622.400 segundos, 527.040 minutos, 8.784 horas, 366 días. Sería el principal experimento llevado a cabo desde, bueno, la Activación del Motor Goettreider. Y en cuanto se cumpliera con las medidas de seguridad gubernamentales, la tecnología pasaría a estar disponible para el público, y se inaugurarían unas instalaciones crononáuticas autorizadas para que todo el mundo pudiera disfrutar de la oportunidad de viajar en el tiempo con absoluta seguridad. La gente se puso como loca desde el comienzo. La máquina del tiempo de mi padre sin duda sería uno de los productos más exitosos jamás puestos a disposición del público.
Así fue como Victor Barren se convirtió en la estrella del quincuagésimo aniversario del Motor Goettreider.
El gran reloj fue transportado al Instituto Crononáutico de Toronto y allí continuó con la cuenta atrás, como si el momento preciso en que mi padre ocuparía su lugar entre los gigantes de la ciencia fuera matemáticamente inevitable. Lo único que hacía falta era que el reloj llegara a cero.
Por cierto, lo del quincuagésimo aniversario no tenía ninguna importancia científica. Era una cosa teatral y medio estrambótica para despertar el interés del público e impresionar a los inversores que habían puesto dinero en la nueva forma de entretenimiento, supuestamente innovadora y de gama alta, concebida por mi padre.
Pero para que fuera un negocio viable, mi padre tenía que demostrar que la gente podía viajar en el tiempo sin correr ningún riesgo. Y aquí es cuando entran en escena los crononautas.
Por motivos de seguridad, el prototipo de la máquina del tiempo se programa para un único destino: el laboratorio que tiene Lionel Goettreider en el sótano del edificio donde trabajaba en San Francisco (California) el 11 de julio de 1965. El rastro de las radiaciones tau conduce hasta allí y solo hasta allí. De este modo, debería evitarse cualquier error de cálculo que pudiera enviar a los crononautas a otra época. El prototipo es como una góndola anudada entre dos cumbres alpinas: no puede emplearse para ir al momento o al lugar que uno desee. Cuando el experimento se realice con éxito y el trayecto entre 2016 y 1965 se cartografíe con precisión espacial y temporal, podrán llevarse a cabo nuevas exploraciones. Pero hasta que dé comienzo la misión, todo el asunto no es más que una teoría muy cara y aún por demostrar. Los crononautas, por lo tanto, deben estar preparados para cualquier cosa.
Forman un equipo de seis personas, que parece ser el número ideal para esta clase de misiones. Desde un punto de vista psicológico, es lo bastante grande como para que sus miembros lo perciban como una unidad, y al mismo tiempo es lo bastante pequeño como para que puedan cultivarse relaciones personales con un grado razonable de intimidad. Todos los integrantes del equipo han recibido un entrenamiento exhaustivo para poder sobrevivir en muy diversas circunstancias. No se trata de un adiestramiento meramente físico, sino también cultural. Supongamos que algo sale mal y, en vez de viajar en el tiempo cinco décadas, viajan cinco siglos o cinco milenios. Los crononautas tienen que estar muy familiarizados con las condiciones de cualquier época a la que puedan llegar.
Hay un protocolo para abortar la misión y catapultarlos de vuelta al presente, pero lleva unos segundos cruciales ponerlo en marcha, por mucho que se hallen en peligro mortal. Por supuesto, hay una función de recuperación automática que se activa en caso de un fallo catastrófico del sistema, de modo que incluso si todos los miembros del equipo mueren, se evita que el invento quede perdido en el pasado, lo cual podría tener consecuencias desastrosas en la historia.
Evidentemente, desde un punto de vista científico tiene más sentido enviar al pasado un objeto inanimado o un animal bien adiestrado, pero esta estrategia más cautelosa presenta dos problemas. En primer lugar, mi padre quiere dejar a todo el mundo alucinado desde el principio, y enviar a un grupo de personas al pasado es mucho más guay que, bueno, enviar un dron o un conejito. En segundo lugar, el margen de error es tan pequeño cuando uno está jugando con el espacio-tiempo que es mejor contar con mentes humanas de lo más ágiles a la hora de tomar decisiones, de modo que si ocurre algo inesperado nadie modifique por error y de forma calamitosa el orden de los acontecimientos. Eso sería grave.
Casi cualquier cosa puede salir mal. Hacen falta individuos que mantengan una calma absoluta bajo presión y que puedan sobrevivir en condiciones letales imprevisibles. Seis crononautas, escogidos entre las personas más extraordinarias que existen.
Por eso era completamente absurdo que yo participara en esa misión.
10.
Probablemente este sea un momento tan bueno como cualquier otro para mencionar que mi madre, Rebecca Barren, murió hace cuatro meses en un accidente de lo más extraño.
Sí, a pesar de las numerosas maravillas tecnológicas de mi mundo, la gente seguía siendo asesinada sin ningún motivo. La gente también se comportaba como si fuera gilipollas sin ningún motivo. Pero perdonad, quería hablaros de mi madre, no de mi padre.
Como muchos otros pensadores influyentes, mi padre necesitaba que alguien se ocupara de todo lo que no tenía que ver con su poderosa mente. Por supuesto, casi todas esas cuestiones podían automatizarse, pero mi madre aportaba un toque artesanal a nuestra vida familiar que podía considerarse tangible y pintoresco aunque también neurótico y triste. O sea que ella decía que si no se hubiera dedicado a doblarle la ropa a mi padre, a limpiar su estudio y a llevarle la comida, él no habría podido desvelar los misterios de los viajes en el tiempo. Y es muy probable que tuviera razón, porque él logró desvelar los misterios de los viajes en el tiempo cuando estaba ella, y unos meses después de que muriera repentinamente ya todo era un desastre absoluto.
Se conocieron en la Universidad de Toronto. Los padres de mi padre se habían trasladado de Viena a Toronto cuando él tenía nueve años, y él nunca perdió su manera austriaca de pronunciar las vocales. Mi madre había venido de Leeds con un programa de intercambio internacional para licenciarse en Literatura y nunca perdió su capacidad, típicamente británica, de moverse de un modo meditado y sereno en el interior de una estructura de clases muy rígida.
Mi padre estaba haciendo el doctorado en Física y mi madre se fijó en él en el campus. Siempre llevaba calcetines desparejados. Ella quería saber si era una elección que obedecía a un concepto de la moda que no podía entender o una señal de que mi padre era alguien con cosas más importantes en la cabeza. Un día se le acercó y le dio un regalo: una caja con cien calcetines idénticos. Mi padre no tenía ni idea de quién era ella. En menos de un año ya estaban casados e instalados en sus respectivos roles, que desempeñarían durante toda la vida. Mi padre era el faro y mi madre la farera que daba cuerda al mecanismo, limpiaba las lentes y barría los escalones de piedra.
Mi padre tuvo una esposa que se parecía más a una madre. Y yo tuve una madre que se parecía más a una hermana. Mi padre llegó a tener una gran reputación en la comunidad científica, pero dicha reputación impidió que mi madre cultivara amistades íntimas y sinceras. Debía cumplir con su papel —el de comadrona del genio de mi padre— y no podía admitir ante nadie que se sentía vacía, sola, asustada.
Salvo ante mí. Mi madre me lo contaba todo. Yo era su confidente, su bobísimo terapeuta, y siempre estaba dispuesto a oír su parloteo ansioso e inagotable. El trabajo de mi padre consistía en cambiar el mundo. El trabajo de mi madre consistía en crear un nido cálido y acogedor para que él se pavoneara. Mi trabajo era escuchar interminablemente a mi madre para que no tuviera una crisis nerviosa por reprimir algo importante para ella con la intención de evitar que mi padre se pusiera de mal humor y cesara su efusiva contemplación del cosmos.
Mi madre encontraba consuelo en los libros. No disfrutaba de los fascinantes módulos virtuales donde se relataba una historia, como todos los demás; ella leía libros de verdad, de los de papel y tinta que ya nadie imprimía y mucho menos escribía. Dedicaba todo su tiempo de ocio a leer palabras escritas en una época anterior. Antes de conocer a mi padre, se imaginaba una carrera profesional en la que estaría rodeada de libros, quizá dando clases, quizá editándolos, quizá incluso escribiéndolos.
Debo aclarar que mi padre nunca pidió nada de esto. Hasta cierto punto, su estado de feliz inconsciencia y su sensación de grandiosidad e importancia tenían que ver con que no se enteraba de nada de esto. Había encontrado una pareja que se infravaloraba espontáneamente y con total naturalidad. Mi madre se convirtió en una especie de calcetines aterciopelados y cómodos que siempre estaban limpios y listos, y que esperaban en el cajón a que él tuviera frío en los pies. Por lo que él sabía, las cosas de la casa se organizaban solas.
Y entonces, hace cuatro meses, mientras estaba dando sorbos a un café y leyendo una novela en una franja de hierba que hay en el exterior de la unidad habitacional de mis padres, falló el sistema de navegación de un coche planeador que rompió la formación, quedó fuera de control y embadurnó el césped con la mitad de mi madre, dejando una mancha húmeda de sangre y huesos y piel y el final de t