1.
Queridos hijos, hoy han elegido presidente a Gustav Heinemann. Es verdad que yo quería comenzar por Zweifel, que se llamaba de nombre Hermann y de apellido Ott, pero Gustav Gustav tiene prioridad. Hicieron falta tres vueltas para que saliera elegido. (Como tiene dos doctorados, los de los bancos de atrás, que apuestan rondas de cerveza en la taberna Rheinlust y se llaman a sí mismos trabajadores de alcantarilla, lo llaman Gustavo el doble.) Sin embargo, si calculo bien y anoto en mi mamotreto todas las demoras — no sólo la avería del primer recuento de votos —, ese día se estuvo preparando durante veinte años, aunque él, Gustav Gustav, difícilmente pudo sospechar para qué lo estaban cociendo ni lo correosas que son las cosas — no sólo la carne de vaca — en Alemania.
Lugar: el Ostpreussenhalle junto a la Torre de la Radio. Fuera, barreras escalonadas contra la oposición extraparlamentaria, llamada APO. Dentro, cristianodemócratas y neonazis se han reconocido con un guiño de compinches: su candidato se llama Schröder. (Gustav Gustav, que conoce a sus bancos de atrás parlamentarios y a quien le gusta jugar al skat con inquietos pulgares, iba a ver con frecuencia a los trabajadores de alcantarilla, pero sin echar en su ambiente un trasero cervecero.) Había un olor indeterminado. Bolígrafos al acecho. Los rumores quieren saber cuántos liberales están a la venta. Los rumores van leyendo la evolución paulatina de la actual crisis berlinesa en palitos salados lanzados al tuntún. En el vestíbulo, las corrientes de aire fomentan los rumores sobre él, que llevan a votar en silla de ruedas, con la cabeza vendada. Las cámaras de televisión se detienen. Pronósticos que no se atreven a traspasar el umbral. El llamamiento a votación nominal no puede acelerarse: desde A-belein hasta Z-oglmann...
Yo me sentaba en el banco de invitados. (Muy cerca, la señora de Heinemann estrujaba su pañuelo.) Como siempre que algo está en un tris, entorné los ojos y conseguí despejar la sala: hasta los asientos desaparecieron sin rechistar.
Sé hacerlo, hijos, representarme algo claramente.
Antes incluso de su aparición, su ruido característico: un crepitar espumoso. Luego lo vi moverse por la vacía Ostpreussenhalle. Intenté ajustar mi respiración a su prisa, pero tuve que renunciar, sin aliento.
O procesos análogos que arrastran los pies; cuando Anna y yo arreglamos en retrospectiva las cuentas de nuestro matrimonio.
Avanzó por la imagen, sin que la mirada pudiera abarcarlo nunca, siguió siendo, como fragmento, parte de una voluntad situada ante la voluntad de otra voluntad y, forzado por la voluntad, amplió el espacio a pantalla panorámica.
Cuatro hijos, rara vez juntos en la misma foto: dos gemelos diametralmente opuestos, Franz y Raoul, de once años; una chica, Laura, con pantalones, de ocho; y Bruno, siempre motorizado, de cuatro, y que, contra toda expectativa, no quiso dejar de crecer a los tres años.
Cuando el caracol, con los cuernos por delante, barruntó la línea de llegada, titubeó: no quería llegar, quería quedarse en el camino, no quería vencer.
Habláis con Anna suizoalemán — «Mer müend langsam prässiere» (Se lo toman con calma) — y berlinés conmigo: «Was issen nu wieda los?» (¿Qué pasa ahora?).
Sólo una babosa. Mi fatigoso principio. Únicamente cuando le prometí fijar una nueva meta, cuando le corté el futuro en rodajas para que se lo comiera, traspasó la línea imaginaria y abandonó la Ostpreussenhalle, sin esperar el aplauso de la mayoría, inmediatamente presente otra vez, ni el silencio de la minoría. (Y éstas son las cifras: el 5 de marzo de 1969, por 512 votos de socialdemócratas y demócratas liberales contra 506 votos de la CDU-CSU-NPD[1] y 5 abstenciones, la Asamblea Federal eligió al Dr. Dr. Gustav W. Heinemann Presidente de la República Federal.)
Desde entonces él endereza nuestra torcida Historia y sus conmemoraciones. (Cuando la víspera vino a vernos a la Niedstrasse, trajo sin duda sosiego, pero sin embargo sacó la cartera para mostrarnos el odio de sus adversarios; recortes de periódicos entretanto quebradizos: viejas heridas que escuecen.) Sin casa. Ya lo he dicho; sólo una babosa puede...
Vence sólo por poco, y raras veces. Se arrastra, se esconde, vuelve a arrastrarse sobre su pie musculoso y deja en el paisaje histórico, sobre documentos y fronteras, entre obras de construcción y ruinas, a través de edificios escolares con corrientes de aire, lejos de teorías bien situadas, al margen de repliegues y pasando junto a revoluciones hundidas en la arena, su huella viscosa que rápidamente se seca.
—¿Y qué quieres decir con el caracol?
—El caracol es el progreso.
—¿Y qué es el progreso?
—Ser algo más rápido que el caracol...
... Y no llegar nunca, hijos. Cuando, poco después, aprobadas las reuniones de ensayo y reservados los billetes de avión, cuando el estudiante Erdmann Linde se había trasladado a nuestra oficina de Bonn y había empezado a marcar con chinchetas de colores nuestras rutas electorales, cuando se había escrito el primer discurso con cosas sueltas a plazo medio y se había fijado (más o menos) nuestro objetivo, cuando empecé a ir y venir entre Berlín-Tempelhof y Colonia-Wahn, yendo ligero de equipaje y volviendo con una bolsa abultada (regalos), cuando estaba unas veces de viaje, otras aquí y, cuando estaba aquí, sin embargo de viaje, y era un padre ambulante, regionalmente disperso y apenas tangible, cada uno de vosotros muy especialmente por su cuenta y los cuatro juntos a la vez me empujabais con preguntas al taxi del aeropuerto: ¿cuándo, por qué, cuánto tiempo y contra quién?
Bruno se lo ha pensado y sabe contra quién. Antes de que yo diga: «¡Adiós!», él me dice: «¡Ten cuidado de que la lucha no se te trague!». Porque de lunes a viernes Bruno ve y dibuja a su padre a bordo de un ballenero. Con las piernas abiertas y su impermeable. En la proa, armado con un arpón: «¡Ahí sopla! ¡Ahí sopla!». En lucha con la ballena, muy lejos, y volviendo después de salvarse por un pelo...
—¿Y adónde vas esta vez?
—¿Y qué haces allí realmente?
—¿A favor de quién estás?
—¿Y qué nos vas a traer?
Lo que después de salir, partido en dieciseisavos por el traqueteo de los raíles o encarrilado en la autopista, recibe una fecha y suscita palabras evocadoras: todo tiene luego importancia. — La precampaña electoral comenzó para mí, con llovizna, en el Bajo Rin. En el Stadthalle de Cleves hablé sobre «Veinte años de República Federal», un discurso que en adelante se encogió por aquí, se engrosó por allá con política del día, y nunca encontró su punto. Pocos días antes de Cleves, el 27 de marzo, recibí una carta de Nuremberg, firmada por el Dr. Hermann Glaser, encargado de cultura del ayuntamiento. (Puede ser que me influyera para dar a Zweifel, que en realidad se llamaba Ott, el nombre de Hermann.) Por la carta de Glaser supe con cuánto tiempo habían comenzado en Nuremberg los preparativos para el año de Durero (1971). Me pedían que diera una conferencia en el marco de una serie de conferencias. El 24 de abril, el Dr. Glaser me agradeció que hubiera aceptado. Esperaba, leí, que la campaña electoral me llevase a Nuremberg. Más tarde fuimos a Erlangen, Röthenbach y Roth. Sin embargo, evitamos Nuremberg, porque visitamos pocas ciudades grandes y, en general, sólo pequeñas (como Cleves); y también, hijos, porque Drautzburg, que conducía nuestro microbús Volkswagen, evitaba la ciudad de Durero a causa de una antigua novia que vivía allí, lo que, en su opinión y la mía, justificó varias veces un rodeo.
Glaser en mis oídos: mientras duró la campaña electoral, discutí con él que, como Zweifel, llevaba el nombre de Hermann. También entre pausas, de pie después de mis propios discursos o con callos de tanto estar sentado y disperso en discusiones, citaba los diarios de Durero, el tacaño; con el dedo de Zweifel, Pirckheimer[2] señalaba a Glaser. De manera que, mientras observábamos un tren de trefiladoras en la acería de Oberhausen, veía su dibujo severo y hasta rígido en los pliegues; también cuando en Calveslage, junto a Vechta, visitamos la empresa avícola Kathmann y, en Constanza, los artilugios de la AEG, vi de pasada un gabinete itinerante de grabados en cobre. (Su firma tallada en piedra, bamboleándose en ramas raíces horcas domésticas. Su perro de lanas jugando moviendo la cola durmiendo en la Pasión grabada en madera, casi siempre en primer plano. Su afición a los músculos, la papada femenina.) Primeras notas en Gladbeck: escoria eléboro polvo lunar. Después de Dinslaken, la perífrasis: ángeles con camisón. En Giessen, recetas de tinta: la bilis negra. Me había decidido ya mientras creía seguir buscando; porque había llevado una lustrosa tarjeta postal por la Alta Suabia y la Baja Baviera, y me la llevé también a Frisia y Franconia; sin embargo, sólo pocos días después del 28 de septiembre (cuando Willy estaba ya a cargo y había dejado de jugar indecisamente con cerillas), escribí al Dr. Glaser: «En mi conferencia me ocuparé del grabado Melancolía I de Durero».
—¿Qué es eso?
—¿Se contagia al escribir libros?
—¿Hace mucho daño?
—¿Es como el SPD[3]?
—¿Y nosotros?
—¿Podemos agarrarla nosotros también?
Como las palabras clave sobre la conferencia de Durero están en mi mamotreto entre notas que se refieren a Hermann Ott o Zweifel, conservan vuestras exclamaciones y las mías, tratan de retener constantemente la forma de moverse de los gasterópodos pulmonados y de reunir las secreciones de la campaña electoral en abreviaturas con tufo, Zweifel en su sótano, vosotros, Anna y yo nos deslizamos cada vez más hacia el blasón de la melancolía: ya empiezo a parecerme a mí mismo pesado y canoso; ya jugáis durante un domingo entero a la murria y al «¡Nunca pasa nada!», ya tiene Anna la mirada escindida, ya los trazos de sombreado de Durero cubren como lluvia persistente el horizonte; ya se agudiza la inmovilidad en el progreso; ya ha entrado el caracol en el grabado: el texto de una conferencia que, gracias al tiempo prepagado por el Dr. Glaser, no tendré que pronunciar hasta dentro de dos años, va creciendo hasta convertirse en el Diario de un caracol.
Tened paciencia. Hago mis anotaciones cuando estoy de viaje. Como en pensamiento, palabra y obra, incluso en un Super one-eleven, me aferro categóricamente al suelo y sólo vuelo de una forma inauténtica, nadie, ni siquiera las condiciones de la campaña electoral, es capaz de acelerarme, ni a mí ni a una parte de mí. Por eso os ruego que prescindáis de gritos como «¡Más aprisa!» o «¡Tírate de una vez!». Voy a hablaros con rodeos (extravíos): a veces fuera de mí y lastimado, con frecuencia retraído y difícil de sujetar, de vez en cuando repleto de mentiras, hasta que todo se vuelva verosímil. Algunas cosas quisiera callarlas en sus detalles. Una parte de la parte la anticiparé, mientras que otra sólo aparecerá luego, y sólo parcialmente. De manera que si mi frase se retuerce y sólo poco a poco se va rejuveneciendo, no pataleéis ni os mordáis las uñas. Hay pocas cosas, creedme, más deprimentes que llegar a la meta enseguida. Tenemos tiempo. Eso lo tenemos: tiempo más que suficiente.
Hay callos, que ayer, después de volver de Cleves y mientras adelgazaba, y engordaba, mi discurso para Castrop-Rauxel, ablandé cociéndolos durante cuatro horas con comino y tomate. Ajo añadido luego. A Anna y a mí nos gustan: a los niños tienen que gustarles también. Fláccidos cuelgan los mondongos de un gancho en la carnicería y, en el mejor de los casos, se venden para los perros: la panza, una toalla de rizo lavada demasiadas veces.
Cortados en tiras de un pulgar de largo.
Ahora humean en un cuenco.
Una disputa nada ahora en la sopa.
Franz Raoul Laura Bruno. Ese nudo anudado en nuestra cama: algo que echa mano a su alrededor.
El cohete espacial asciende con sus cuatro cuerpos, mientras los callos en su caldo forman ya una nata y piden ser removidos.
Quitarse expertamente la palabra.
No hay mando que pueda bajar el tono.
Sólo un lenguaje de gestos.
Porque, todos demasiado fuerte, ya que todos y ninguno quiere ser el primero para que nadie sea el primero ni el último, se alzan repetidamente sobre los callos y el aguachirle derramados al grito de: «¡Trae la bayeta!».
Ahora la familia tira de un mantel que no existe y no es capaz de separar las voces, ese tejido demasiado denso, del motivo — ¿fue el agua derramada? — ni del efecto, los callos, que otra vez quieren hincharse: súbita toma de conciencia.
—¡Cerdo!
—¡Cerdo tú!
—Tú más.
—¡Supercerdo!
(Nadie quiere utilizar el suave lenguaje de Anna — «Eres un cerdito» —, sino que todos imitan al padre.)
Berreo. Rugido. Mal olor. Goteo.
Armonía... o el deseo de comerse unos callos en paz y poder recordar otros callos pasados, hasta que no quedaba nada en el puchero y, con nuestros amigos, pastábamos pacíficamente nuestra pena: vacas pacifistas...
¿De dónde surgen las guerras?
¿Cómo se llama la desgracia?
¿Quién quiere viajar, cuándo, en casa?
(Y nadie por maldad o por capricho, sino sólo porque el vado era más pequeño que el agua o el aguachirle o la sed... y porque los callos en su caldo: razones.)
—Muy bien. Ahora que hable Laura.
—Primero Laura, luego Bruno.
—¿Y adónde vas mañana otra vez?
—A Castrop-Rauxel.
—¿Y qué vas a hacer allí?
—Hablarhablar.
—¿Todavía del SPD?
—Acaba de empezar.
—¿Y qué me traerás esta vez?
—En parte te traeré a mí...
... Y la cuestión de por qué el papel pintado no quería ser impermeable. (Lo que repite con los callos y deja seboso el paladar.)
Porque a veces, hijos, a la hora de comer, o cuando la televisión lanza una palabra (sobre Biafra), oigo a Franz o Raoul preguntar por los judíos:
—¿Qué pasó con ellos?
Os dais cuenta de que me atasco en cuanto abrevio. No encuentro el ojo de la aguja y empiezo a parlotear: porque aquello y antes de aquello, mientras que al mismo tiempo aquello, y luego aquello además...
Intento aclarar bosques de datos antes de que vuelvan a brotar. Abrir agujeros en el hielo y mantenerlos abiertos. No coser el desgarrón. No tolerar saltos con cuya ayuda pudiera abandonarse ligeramente la Historia, territorio habitado por caracoles...
—¿Cuántos fueron exactamente?
—¿Y cómo los contaron?
Fue un error daros el resultado, el número de muchas cifras. Fue un error cifrar el mecanismo; porque el matar perfecto despierta el hambre por los detalles técnicos y provoca preguntas sobre las averías.
—¿Siempre funcionó?
—¿Qué clase de gas era?
Libros ilustrados y documentos. Monumentos antifascistas construidos al estilo estalinista. Signos de expiación y semanas de fraternidad. Palabras de reconciliación bien lubricadas. Artículos de limpieza y poesía de circunstancias: «Cuando cayó la noche sobre Alemania...».
Ahora quiero contaros (mientras dura la campaña electoral y Kiesinger es Canciller) cómo ocurrió aquí, lenta y minuciosamente, a pleno día. La preparación del crimen general comenzó en muchos lugares al mismo tiempo, aunque no con la misma rapidez; en Dánzig, que antes de comenzar la guerra no pertenecía al Imperio Alemán, los acontecimientos se retrasaron: a fin de poder tomar notas para más adelante...
2.
¿Sobre montañas de gafas, porque son expresivas?
¿Sobre dientes de oro, porque se pueden pesar?
¿Sobre solitarios y sus extravagancias, porque los números de muchas cifras no excitan la sensibilidad?
¿Sobre resultados y disputas por cifras decimales?
No hijos.
Sólo sobre la costumbre con su apacible atuendo dominical.
Es verdad: sois inocentes. También yo, nacido casi suficientemente tarde, paso por estar libre de cargos. Sólo si quisiera olvidar, si vosotros no quisierais saber cómo se llegó lentamente a aquello, podrían alcanzarnos palabras contundentes como culpa y vergüenza; tampoco a ellas, dos caracoles incansables, se las puede contener.
Como sabéis, nací en la Ciudad Libre de Dánzig, que, después de la Primera Guerra Mundial, fue separada del Imperio Alemán y, con sus distritos circundantes, puesta bajo la tutela de la Sociedad de las Naciones.
El artículo 73 de la Constitución decía: «Todos los ciudadanos de la Ciudad Libre de Dánzig son iguales ante la Ley. Son ilícitas las leyes de excepción».
El artículo 96 de la Constitución decía: «Habrá completa libertad de cultos y de conciencia».
Sin embargo (según el censo de agosto de 1929), entre los más de cuatrocientos mil ciudadanos del Estado Libre (entre los que, con dos años apenas, fui incluido yo), había 10.448 judíos empadronados, entre ellos muy pocos bautizados.
Alternativamente, los nacionalistas alemanes y los socialdemócratas formaban gobiernos de coalición. En 1930, el Dr. Ernst Ziehm, nacionalista alemán, se decidió por un gobierno en minoría. En adelante dependió de los doce votos de los nacionalsocialistas. Dos años más tarde, el NSDAP (Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán) convocó una manifestación que recorrió por la mañana el centro de la ciudad y por la tarde el suburbio de Langfuhr, hasta que, con pancartas y banderas, se cansó y llenó el restaurante del jardín del Kleinhammerpark. El comunicado final se hizo bajo el lema: «Los judíos son nuestra desgracia». Algunos periódicos lo calificaron de impresionante.
Es cierto que el diputado socialdemócrata Kamnitzer protestó en nombre de los ciudadanos de Dánzig de religión judía, pero el Senador del Interior no consideró que aquello fuera un hecho delictivo, aunque tenía delante una fotografía de la pancarta «Mueran traficantes y estafadores». (Como entre los judíos había traficantes y estafadores, lo mismo que había traficantes y estafadores entre los cristianos y los ateos, se dijo que la amenaza de muerte no se refería sólo a los traficantes y estafadores judíos, sino también a los traficantes y estafadores de otras confesiones.)
Nada de particular: una marcha con un objetivo entre otras marchas con otros objetivos. Sin muertos, heridos ni daños materiales. Sólo un aumento del consumo de cerveza y una alegría que inducía a cantar cogido del brazo. (Entonces se cantaba: «Azul violáceo...», ahora se canta: «Un día como hoy maravilloso...».) Muchos chicos de punta en blanco y chicas con vestidos veraniegos floreados: una fiesta popular. Como todo el mundo conoce, teme y quiere evitar la desgracia, todo el mundo estaba contento de oír llamar por fin a la desgracia por su nombre, de saber de una vez dónde tenían su origen todas las carestías, desempleos, faltas de vivienda y hasta úlceras de estómago particulares. En el Kleinhammerpark, bajo los castaños, era fácil decir todo aquello en voz alta. Un Kleinhammerpark había (hay) en todas partes. Por eso no se decía: los judíos de Dánzig son nuestra desgracia. Sino en todas partes, en general. En dondequiera que se buscaba un nombre apropiado para la desgracia, se la llamaba así: en Frankfurt y Bielefed, en Leipzig y Karlsruhe, en Dánzig y Cleves, adonde recientemente llegué bajo la lluvia y firmé en el libro de oro del ayuntamiento.
Una pequeña ciudad cerca de la frontera holandesa, que, saturada de Historia y de tradición de cisnes, fue destruida poco antes de terminar la guerra, e incluso hoy, reconstruida con muchas esquinas, amenaza desintegrarse sin orden ni concierto. (Poca industria: zapatos de niños y margarina. Por ello, muchos trabajan en otra parte. Cuando llegó el momento, nosotros trepamos del 25,9% al 30,1%: una región con futuro...)
Cuando, por la tarde, iba a tener una discusión con las alumnas del instituto, estudiantes disfrazados, de Erkelenz o Kevelaer, ocuparon el estrado, se declararon mayoría mediante un sencillo desdoblamiento de conciencia y (en medio de un olor escolar a cera de suelo) empezaron a corear: «¿Y quiénes son los peores? ¡Socialdemócratas traidores!».
Después de la discusión — en la que traté de quitar el engrudo a los habituales collages históricos —, algunos de aquellos verdugos me pidieron un autógrafo.
Una vez más, nada especial: un breve forcejeo. Pretensiones de apoderarse del micrófono. Erdmann Linde, normalmente pacífico, se interpuso. Un tesorero del SPD se cayó. (Al parecer se partió la mano.) Sólo queda el coro: «¡Socialdemócratas traidores!», porque la cuestión de saber quiénes son los traidores es tan antigua como el deseo de oír llamar a la desgracia por su nombre.
En Cleves, la pequeña ciudad de la Baja Renania, como en las comunidades vecinas de Kalkar, Goch y Uedem, vivían en 1933, unidos en la comunidad de la sinagoga, trescientos cincuenta y dos judíos. Los habitantes de la ciudad no quisieron soportar tanta desgracia.
Así comienza, hijos: los judíos son. Los trabajadores extranjeros quieren. Los socialdemócratas tienen. Todo pequeño burgués es. Los negros. Los de izquierdas. El enemigo de clase. Los chinos y los sajones creen tienen piensan son...
Postes indicadores de rótulos cambiantes pero objetivo invariable: aniquilar desenmascarar convertir destrozar suprimir pacificar liquidar reeducar aislar extirpar...
Mi caracol conoce ese lenguaje inoxidable, las palabras cortantes doblemente templadas, el dedo de Freisler[4] en la mano de Lenin...
Qué inofensivos o aterradores son los oradores sucesivos junto al micrófono cuando recitan la letra pequeña del ángel exterminador — dura total completa pura tajantemente — y se declaran partidarios de lo que no hace ninguna falta: mejorar incesantemente y sin piedad el mundo, de forma incondicionalmente implacable, sin excepción, impertérrita.
Ahora (a veces impresionado) oigo hablar a diario de eso. Se acercan mucho. Y descubro en qué engañosa medida el odio hace bellos los jóvenes rostros. Para fotografiarlos. Son sólo pocos, a los que la mayoría mira angustiada y ansiosa. Quieren acabar con algo, con el sistema, conmigo a falta de otra cosa.
Luego, ante una cerveza, son amables y, a su estilo lento, incluso corteses. En realidad, dicen, no lo decían en serio y lo encuentran todo — «Bueno, toda esa porquería» — y se encuentran aburridos o cómicos. Ponen mala cara porque en ninguna parte pasa nada. Sienten lástima de sí mismos. Sin hogar, porque proceden de hogares demasiado buenos. Niños mimados amargados que ensartan sus dificultades como una letanía: padres, escuela, relaciones, todo. (Llama la atención que su portavoz, en cuanto habla sin micrófono, se siente cohibido y tartamudea.) Su blanda quejumbrosidad me hace más sarcástico de lo que quiero ser. Hablo, hablo de lo que no se trata, fracaso hablando, me escucho hablar, hasta que se cansan de mí y se van a casa con su hastío.
¿Por qué caminos se perderán? ¿Qué cruzada los alistará? — «¿Qué puedo hacer, Franz? Dime, Raoul, ¿qué?» — ¿Tragármelo sencillamente? Siempre la misma papilla.
Más tarde, en Delmenhorst, una estudiante nada fea me llamó varias veces «¡Socialfascista!», hasta que se le llenó la cara de manchas y le brillaron los ojos... Pero mi caracol no se ofende. Cuando lo alcanzan manifestaciones que se mueven a compás no acelera nunca el paso; recientemente dejó atrás una demostración de protesta con banderas y pancartas, poniéndole simplemente una fecha atrasada.
En marzo del treinta y tres, cuando en Dánzig los desfiles de los estandartes de las SA y los banderines de la Jungvolk eran ya cotidianos, en el boletín de la comunidad de la sinagoga apareció un artículo que conmemoraba sus cincuenta años de existencia. Su autor hablaba de la época anterior a 1883, cuando en Langfuhr y Mattenbuden, en los asentamientos de Schottland y Weinberg, así como en Dánzig, había habido cinco comunidades distintas. Sólo el presidente de la comunidad de Schottland, Gustav Davidsohn, consiguió reunir a los dispersos y comenzar la construcción de la Gran Sinagoga, un edificio que se adaptaba espantosamente al estilo arquitectónico de Dánzig. Sin embargo, como una minoría de miembros ortodoxos encontraba blasfema la sinagoga con órgano recientemente construida, la de Mattenbuden siguió abierta. También en Zoppot y Langfuhr se construyeron sinagogas: la comunidad era rica y estaba dividida. Porque, incluso cuando los judíos de Dánzig eran todavía bien vistos, nunca habían faltado los altercados entre judíos bautizados y emancipados, entre sionistas y nacionalistas alemanes. Se marcaban las diferencias: los ciudadanos bien situados e inclinados a la integración se avergonzaban de la pobreza que llegaba de Galizia, Pinsk y Bialystok, hablaba yídish sin inhibiciones y, a pesar de la beneficencia general, seguía llamando penosamente la atención.
Cuando las persecuciones de judíos en la Rusia revolucionaria se convirtieron en práctica cotidiana, unos sesenta mil judíos de Ucrania y del sudeste de Polonia emigraron a América, hasta 1925, pasando por Dánzig. En el Troyl, una isla de la zona del puerto utilizada por el comercio de maderas como depósito, los emigrantes esperaban en un campo de acogida a que llegaran sus certificados. Tres mil judíos, en su mayoría de nacionalidad polaca, permanecían en Dánzig sin sospechar lo que sería de ellos.
—¿Y Zweifel?
—¿Qué pasa con Zweifel?
—¿Tenía hermanos o alguna hermana?
—¿Te lo has inventado sencillamente?
Aunque tenga que inventarlo, existió. (Una historia que Ranicki me contó hace años como suya se me quedó y vivió cautamente su propia vida: insiste con paciencia en un nombre inventado, unos orígenes seguros y un sótano para refugiarse más adelante.)
Sólo ahora, hijos, puede aparecer Zweifel, predominar, seguir existiendo, nublar la atmósfera, amargar la esperanza, comportarse valiente y alegremente, verse proscrito, por fin puede hablarse de Hermann Ott.
Nacido en 1905, hijo único de un ingeniero de la estación de bombeo de Praust, hace puntualmente su bachillerato en Sankt Johann y, desde el verano de 1924, estudia, no en la Escuela Superior Técnica de Dánzig (por ejemplo, hidráulica) sino biología y filosofía, muy lejos, en Berlín. Sólo durante las vacaciones semestrales se le ve pasear por la Calle Larga y visitar la casa de Schopenhauer en la calle del Espíritu Santo. Como tiene que ganarse la vida — su padre, Simon Ott, sólo quería pagar la hidráulica —, ha aceptado un trabajo de oficina en el campo de emigrantes judíos de Troyl. Allí lo llaman por primera vez Zweifel o Dr. Zweifel, porque el estudiante Hermann Ott utiliza tanto la palabra Zweifel (duda) como el cuchillo y el tenedor. Ayuda en la dirección del campo y al rabino Robert Kaelter, anotando los ingresos y gastos y calculando las necesidades de alimentos, distintas cada día; sin embargo, entretanto predica la Duda como nueva fe. Sus oyentes son trabajadores de Galizia, a los que divierte y hace pasar el tiempo con sus ¿porqués? categóricos, que ponen en duda hasta el tiempo que hace y el carácter de elegido del pueblo de Israel. («Och Zweifelleben, wie bekim ich blojs a daitscheches Visum?» [Oye, mar de dudas, ¿cómo puedo conseguir un visado alemán?] —le dice el sastre de Lvov. «Yo dudo —dice Hermann Ott— de que un visado alemán, a la larga, le sea de utilidad».)
El campo de emigrantes de Troyl fue disuelto en 1926; el mote de Zweifel quedó, aunque Hermann Ott, cuya familia era del pueblo de Müggenhahl, en el delta, podía demostrar su origen estrictamente mennonita. (Su abuela Mathilde, de soltera Claasen y luego viuda de Kreft, Duwe, Niklas y Ott, prestó al parecer valiosos servicios en el sistema de drenaje de las tierras bajas del Vístula; pero sobre abuelas activas he escrito ya demasiadas veces.)
3.
Muchas cosas se refugian en mi mamotreto: hallazgos, momentos clavados, ejercicios de tartamudeo y signos de pausa furiosamente exclamatorios.
En Cleves, por ejemplo, en donde había querido ver las necrópolis del cercano bosque imperial, anoté: la isla de Mauricio, de la que hablaré aún, se dio a conocer por un sello de correos. —Describir sin falta a Zweifel. —Autógrafos en posavasos de cervezas. —Bettina, paciente con sus hijos, es últimamente dura conmigo, porque su amigo la ha politizado.
O en Rauxel, en donde se precian de ser auténticamente de Castrop: cuando los mellizos cumplan los doce en septiembre, no le compraré a Raoul un tocadiscos. —¿Qué aspecto tenía Zweifel? —¿Alto flaco cargado de hombros? —Éste es el salón de actos del instituto Adalbert Stifter. —Bettina lee a Hegel en el colectivo.
O en Gladbeck: Zweifel, de mediana estatura y con tendencia a engordar. —En la sala, encuestadores con formularios que quieren saber cómo y cuándo tengo éxito, especialmente entre las mujeres. —Basta con un tocadiscos abajo para todos. —Visita a la mina «Graf Moltke». De vuelta a la luz del día, recibo en la plataforma como regalo una cajita de rapé. Tengo que repetir la toma de rapé tres veces para la televisión. En las duchas no he pensado en Zweifel. —Filete tártaro y aguardiente con los del comité de empresa. —Bettina sólo habla conmigo de forma impersonal.
O en Bocholt, en donde la crisis textil (Erhard la llama «saludable reducción») alimenta las discusiones: el aspecto de Zweifel no se puede determinar. —En la sede de la federación de trabajadores de St. Paulus, los estudiantes sacan banderas rojas. ¡Habrá que limitarse a las tonalidades grises! —Además, Bettina tiene nuestro viejo tocadiscos, y Raoul puede pedírselo prestado. —El hotel se llama «Arcángel». Las copas de las asociaciones de tiradores conservadas tras cristal. La expresión tufo de caracol. Un delegado de empresa católico hace conmigo un aparte: «¡Estoy harto! ¡Comisiones de asistencia social, una estafa! Ese Katzer[5] nos ha tomado el pelo a todos», dice viejo cansado listo acabado.
Y en Marl, conocida por su arquitectura intrincada: Zweifel tenía otro aspecto: rubio ralo. Criar un caracol que coma hierro. Tengo que hablar en voz baja para que me entiendan, porque por todas partes altavoces. Entretanto, miembro de un jurado de un concurso de carteles para escolares: a pesar del aumento de los tonos grises, el próximo decenio se anuncia coloreado. Alquiler de trajes Zweifel.
Y en Oberhausen, en donde los socialdemócratas, que celebran por anticipado el 1.º de Mayo, organizan una desafortunada «velada variada». Por la mañana, en la fundición. Un montón de gente. En el cuadro de mandos de la acería. La colada del horno, vista a menudo en el cine. Sin embargo el trabajo, un proceso enmudecido por el estrépito y que suele presentarse como dinámico, no obedece a ninguna estética. —Me imagino algo rápido, quiero una aceleración, pienso en triples saltos; pero el caracol duda aún en tomar impulso y saltar.
Aquí dice aún: sopa de guisantes con el viejo Meinike. (Cuando escucho a los viejos socialdemócratas aprendo, aunque no pueda decir qué.) Cómo echa pestes, señala hacia adelante, dice algo con anticipación, evoca incansablemente el pasado, enmudece, parpadea lagrimeante, y de pronto da un puñetazo en la mesa para impresionar a su hijo.
No hay nada que hacer, Raoul: nada de tocadiscos. Zweifel, cuando iba a pasear por las murallas de la antigua fortificación del Bastión del Conejo, llevaba pantalones bombachos de cuadros. También Bettina dice «nosotros» cuando quiere decir yo. En los ministerios de Bonn, varios suicidios: funcionarios y secretarias. Barzel[6] desmiente a Kiesinger. ¿Tiene el Dr. Glaser en Nuremberg alguna relación con la Melancolía? Zweifel no llevaba gafas...
—¿Lo conoces entonces?
—¿Es amigo tuyo?
—¿Estaba también siempre de viaje?
—¿Tenía el aspecto que indica su nombre?
—Bueno, un poco triste. —Bueno, un poco raro...
Tenía un aspecto triste y raro que no se parecía a nada. Imaginaos a Zweifel como alguien en el que todo se había torcido: el hombro derecho le colgaba, su oreja derecha sobresalía, también a la derecha se le cerraba un ojo y se le levantaba la comisura de la boca. En ese rostro desfigurado y enemigo de toda simetría dominaba una nariz carnosa, que se desviaba a la izquierda desde el arranque. Varios remolinos