INTRODUCCIÓN
Este volumen recoge varias de las líneas de investigación que, sobre el período 1930-1943/1945, se desarrollaron en la historiografía argentina a partir de la recuperación democrática de 1983. Desde ya, no todas ellas rompen radicalmente con aproximaciones anteriores; se trata en cambio de la incorporación de algunas cuestiones poco atendidas en etapas previas y de la reconsideración de otras áreas más frecuentadas.
Así, en el capítulo dedicado a la economía se analiza el proceso que hizo de la industria su sector más dinámico. En esa transformación se destacan los efectos de la crisis de 1929, el comportamiento del sector externo y la sustitución de importaciones; al mismo tiempo, se argumenta que las políticas implementadas se hallaban sostenidas por una visión de corto plazo. Ciertos aspectos de los cambios producidos fueron, con claridad, dependientes de procesos cuyo inicio había tenido lugar tiempo antes de la crisis.
El impacto del golpe sobre el sistema político y su funcionamiento posterior, las estrategias de los partidos, las prácticas electorales y el fraude, constituyen los ejes de los capítulos referidos a la política; a ellos se suma el papel del Ejército y el problema de la legitimidad. En esta mirada, la política en los años treinta deja de ser sólo la lucha entre grupos animados por inalterables visiones del mundo, para convertirse en una complicada competencia por el poder, librada por actores que, sin abandonar sus incertidumbres, reorientan sus estrategias para actuar en un distorsionado escenario electoral sobre el cual el Estado opera de maneras también cambiantes.
Por su parte, las políticas estatales de modernización territorial son objeto de un estudio específico. En él se incluyen las dimensiones materiales, entre las cuales la construcción de la red carretera y la acción de YPF son dos de las más relevantes, y la actitud de ciertos cuerpos administrativos del Estado. El desplazamiento desde una modernización concebida en clave urbana hacia una en la que se impuso un modelo de país rural tuvo, a su vez, expresiones en los debates culturales y aun en los librados dentro de algunos espacios profesionales.
Las corrientes ideológicas y la estructura organizativa del movimiento obrero son exploradas desde una perspectiva que otorga importancia a la creciente relación con el Estado. Esa relación se vio afectada por el crecimiento de las organizaciones de trabajadores industriales, cuya magnitud fue una de las novedades más notorias hacia fines del período. En parcial relación con este capítulo, se ubica el examen de la constitución de nuevas identidades colectivas. Iniciado en la primera posguerra, afectó en particular a los sectores populares urbanos, y se asentó en los cambios ocurridos en los niveles y en las expectativas de vida de esos sectores, y en la nueva dimensión social de la acción estatal. El proceso devino en una visión popular del Estado y de la política que exhibió acusados aires reformistas. El análisis de los problemas de la salud y de la organización médica, ensayado en otro de los capítulos, se inscribe en una línea temática próxima a la anterior, que insiste en la ampliación de los contenidos de la ciudadanía social por efecto de la incorporación del derecho a la salud.
Sobre el mundo de la cultura se despliegan diversas aproximaciones, que se ensayan en tres capítulos. En uno de ellos se explica el funcionamiento del campo literario y los reagrupamientos producidos, y se reconocen como fenómenos característicos del período las transformaciones de la narrativa y la intensidad de las polémicas político-ideológicas suscitadas por la situación internacional. En el segundo, los emprendimientos culturales de la izquierda se constituyen en objeto central; allí se revela la gran actividad de un grupo amplio de intelectuales que, entre la revolución y la unidad antifascista, animaron la vida cultural argentina. En conjunto, ambos capítulos permiten la crítica de las imágenes, tan extendidas, que sólo hallaban desazón y decepciones entre los intelectuales de los años treinta. Finalmente, el último capítulo del volumen se dedica a las discusiones sobre la nación y su historia libradas por varios grupos culturales, entre ellos el revisionismo, y a las acciones estatales que intentaban la difusión de un relato sobre el pasado.
Parece entonces evidente que este índice exhibe cambios respecto a modos anteriores de organizar el estudio de los años treinta. Ellos se produjeron por efecto de la aparición, luego de la última dictadura, de nuevos frentes de investigación en la historiografía argentina, acompasada con evoluciones de la disciplina en el contexto internacional, y por la obtención de nuevas evidencias empíricas, que permitían someter a crítica buena parte de la explicación heredada.
No es posible, desde ya, detectar una estricta coincidencia interpretativa en esos trabajos; sin embargo, algunas convicciones se han ido extendiendo entre los historiadores. En primer lugar, aunque 1930 conserva una fuerte condición periodizante, hoy se admite que importantes procesos exhiben ritmos propios y no se alinean con aquel momento de fuerte impacto político. Fenómenos sociales, culturales y económicos reclaman así una perspectiva que considere la presencia de continuidades respecto de la etapa anterior.
Por otra parte, la imagen de un mundo político y cultural dividido en dos bloques uniformes y autoconscientes de las tradiciones que los sostenían, enfrentados en un combate claro y central —“liberales” enfrentados a “nacionales”, “democráticos” a “autoritarios”, historiadores “oficiales” a revisionistas, “fraudulentos” a “populares”, entre otros—, no parece sostenerse ya. El cuadro fue mucho más complejo y menos ordenado; en él, la identificación de propios y ajenos se realizaba un poco a tientas, y los límites de los diversos grupos se reconstruían con frecuencia.
Aquellas investigaciones han permitido también, para muchas áreas, el planteo de una periodización “interna” más ajustada. Los primeros años fueron de crisis económica, pero desde aproximadamente 1934 se produjo una tendencia a la recuperación, por ejemplo, y en cuanto al sistema político, la abstención del radicalismo señala una diferencia importante si se la compara con el fraude a gran escala, aplicado desde mediados de la década. Los años treinta pueden, entonces, ser divididos en dos etapas, que a grandes rasgos cubren una y otra mitad de la década; dentro de esta última, incluso, puede reconocerse una coyuntura particular a partir del comienzo de la Segunda Guerra Mundial.
Cuando se trata de este período, transformaciones como éstas provocan un efecto importante, ya que vienen a cuestionar interpretaciones de circulación muy amplia en la sociedad. Las primeras imágenes de conjunto de la década abierta en 1930 fueron planteadas a comienzos de los años cuarenta, y exhibieron una fuerte dependencia del debate político. La aparición del peronismo dio a esas interpretaciones una actualidad evidente, dado que ese movimiento proclamaba ser la contracara del pasado inmediato.
A partir de 1955, historiadores y científicos sociales incorporados a la universidad luego de la experiencia peronista lanzaron las primeras versiones académicas del período 1930-1945; por fuera del sistema universitario, los intelectuales que adherían al peronismo también hacían oír su parecer, y alcanzaban auditorios muy amplios. Entre 1955 y 1975, aproximadamente, las interpretaciones se fueron afinando, y se desplegaron siguiendo en buena medida las claves acuñadas en la primera mitad de los años cuarenta; así, lo que ahora se llamaba dependencia económica y la infamia de los elencos dirigentes eran dos de los rasgos que se destacaban en esas visiones. Por su parte, los temas menos tradicionales de la industrialización y del movimiento obrero fueron, paulatinamente, convirtiéndose en objeto de atención.
La imagen de los años treinta construida en esos tiempos continuaba entramada con los combates del día y con las expectativas sobre el futuro. En los años que van de la caída del primer gobierno peronista hasta 1975, muchos intelectuales confiaban en un porvenir de cambios radicales, a cuya llegada debían contribuir; de acuerdo a cada vertiente ideológica, ellos tenían en su centro el quiebre de la dependencia, la construcción del poder del pueblo, la organización de una nación industrial y moderna, o la restauración de una Argentina tradicional que, de algún misterioso modo, sería también popular. Vistos desde posiciones asentadas en esas certezas, los procesos ocurridos en los años treinta asumían un tono particularmente sombrío.
Así, entre comienzos de los años cuarenta y 1975 tuvo lugar la organización de una imagen global de la llamada década de 1930, a la que aportaron argumentos los historiadores, los políticos, los militantes culturales. A pesar de que las coyunturas fueron cambiantes, durante esos años la cuestión política central fue la del peronismo, y dado el persistente enlace entre la política y la historia, los años treinta fueron leídos como mero prolegómeno a la irrupción de aquel movimiento. Para muchos, el período no encerraba el problema que en realidad se deseaba resolver: si se examinaban los años treinta, era sólo para descifrar aquel otro enigma acuciante, el peronista.
En la Argentina de fin de siglo, en cambio, el debate político lleva muchos años de moderación, y no parece atravesado por las pasiones de los años anteriores a la última dictadura; la cuestión peronista, si no ha desaparecido de la polémica pública, se ha transformado de tal modo que resulta difícil emparentarla con aquella que conmovió a los intelectuales hace treinta años. En el cruce de la profesionalización de la actividad historiográfica con el descenso de la intensidad del debate colectivo, las imágenes actuales de los años treinta resultan más eruditas, más cautas y notoriamente más fragmentarias que las heredadas. A pesar de todo, la recomposición de una imagen de conjunto de la sociedad argentina de los años treinta puede ser hoy un proyecto que cuente con un punto de partida firme; las investigaciones disponibles cubren un frente muy amplio y los estudios de base son abundantes. Sin embargo, el planteo de una explicación menos rígida que las tradicionales, pero al mismo tiempo más amplia que el conjunto de aproximaciones parciales que vino a reemplazarla, reclama algunas certezas sobre el presente y el futuro de la sociedad. Si esa imagen de conjunto se alcanza, es probable que ella esté destinada a ser, en comparación con la que terminó de forjarse en los tempranos años setenta, una más matizada y más sensible a lo complejo de la realidad social. En cierto sentido, también será una “menos feliz, pero con más sosiego”, nostálgica y certera fórmula que en 1938 Macedonio Fernández aplicara a otros asuntos.
ALEJANDRO CATTARUZZA
I
La economía
por JUAN CARLOS KOROL

Vista aérea del establecimiento metalúrgico CATITA, en Barracas, ciudad de Buenos Aires, enero de 1937.
Una imagen fuertemente persistente de la historia económica argentina se apoya en las muy altas tasas de crecimiento que la economía del país alcanzó entre las últimas décadas del siglo pasado y 1930. Ese crecimiento estuvo impulsado por las exportaciones de productos agropecuarios al mercado mundial y aunque no fue lineal, dado que era interrumpido por crisis periódicas, permitió que se desarrollaran fuertes expectativas sobre las posibilidades económicas del país y el mejoramiento de las condiciones de vida de sus habitantes. A partir de la crisis que se desató en 1929, las características y la orientación de la economía cambiaron profundamente.
Las exportaciones hacia el mercado internacional dejaron de ser el impulsor del crecimiento, cuyas tasas se redujeron significativamente. El mercado interno y el desarrollo de una industria cuyos productos estaban dirigidos a ese mercado se transformaron en el nuevo, aunque más moderado, estímulo.
La intervención del Estado en la economía se acentuó notablemente, y la Argentina pasó de tener una economía abierta a los mercados mundiales a una economía basada en un creciente proyecto autárquico volcado hacia dentro.
Esta percepción convirtió al período previo a 1930 en una perdida edad de oro, especialmente para muchos de quienes miraban el pasado desde las décadas de 1980 y 1990. En esa perspectiva, los males argentinos provenían precisamente de la ruptura con el mercado mundial y de la innecesaria y perjudicial actividad del Estado. Para otros estudiosos y ensayistas, los males de la economía argentina se retrotraían al período de mayor crecimiento; allí se encontraban los inicios de una expansión desequilibrada y vulnerable a los embates externos.
Estas imágenes, y esos diagnósticos, no se ajustan demasiado a lo que los conocimientos actuales permiten afirmar sobre la historia económica del país. Como se verá, muchas de las características tanto positivas como negativas que la economía argentina adquirió durante la depresión y la guerra provenían del desarrollo de fenómenos ya existentes en el período anterior. A partir de 1930, algunas de esas características se profundizaron, y muchas de las transformaciones se iniciaron con una posterioridad tal a la crisis que es difícil ligarlas directamente a ella. No obstante, la imagen de 1930 como una divisoria de aguas en la economía no es, tampoco, del todo inexacta. La Argentina agroexportadora se transformó en un país en el que efectivamente la industria se convirtió en el principal motor de la economía. Es posible discutir los momentos y la incidencia de cada una de las transformaciones, pero la Argentina de fines de la década de 1940 era muy diferente a la de la década de 1920. En este sentido, y a pesar de las continuidades, 1930 sigue siendo una referencia esencial para entender aquellas transformaciones y cambios.
Es conveniente, entonces, examinar las características de la economía argentina en los momentos previos a la crisis, para luego profundizar el análisis del período que se extendió entre ese momento y el fin de la Segunda Guerra.
CRISIS Y DEPRESIÓN
Las causas de la crisis que estalló en 1929, simbolizada en el crack de la Bolsa de Nueva York que se produjo en octubre de ese año, siguen siendo tema de debate entre los economistas. Algunos señalan las dificultades de los Estados Unidos, convertidos en el nuevo centro económico y financiero mundial en reemplazo de Gran Bretaña, para reaccionar adecuadamente ante las señales de la crisis. Para muchos de ellos, sus orígenes se encontraban en los problemas generados en la economía norteamericana. De acuerdo con algunas interpretaciones, fue producto de las políticas monetarias seguidas por las autoridades norteamericanas, en tanto que para otros autores se debió a la incapacidad del mercado norteamericano para absorber la creciente producción allí volcada. Crisis monetaria o crisis de sobreproducción, los efectos fueron mucho más claros que sus causas. La crisis implicó una disminución del comercio mundial y una retracción de la inversión de capital fuera de los países que tradicionalmente invertían más allá de sus fronteras. Se extendió rápidamente a todo el mundo industrializado, con la notoria excepción de la entonces Unión Soviética, y uno de sus impactos más evidentes fue la fuerte y prolongada caída de la actividad económica, la depresión. El otro efecto importante se relacionó con la inmediata consecuencia de tal depresión: la muy alta desocupación. En los Estados Unidos, casi uno de cada cuatro trabajadores se encontraba desempleado en 1933.
Las dificultades que la mayoría de los países encontraron para continuar con sus prácticas comerciales y financieras habituales impulsaron, en los Estados afectados, la adopción de una serie de políticas específicas. Ellas implicaban una retracción de las economías dentro de las fronteras nacionales, el fortalecimiento de barreras proteccionistas, el abandono del patrón oro incluso por parte de los Estados Unidos y Gran Bretaña, y la búsqueda de acuerdos bilaterales entre países, que habrían de reemplazar el comercio abierto y multilateral que, en alguna medida, había caracterizado a la etapa anterior.
La Argentina no fue ajena a estos procesos. El impacto de la crisis se sintió especialmente en la caída de los valores de las exportaciones tradicionales de carne y cereales, y en las consecuentes dificultades para la obtención de capitales y de las divisas necesarias para el pago de las importaciones. El financiamiento del Estado se enfrentó con nuevos problemas, debido en gran parte a que sus principales fuentes provenían tradicionalmente de los gravámenes al comercio exterior, particularmente a las importaciones, y a la decisión de seguir afrontando los pagos correspondientes a la deuda externa. La desocupación apareció también como la más evidente de las consecuencias sociales de la crisis.
Para enfrentar esta situación, los gobiernos de la década de 1930 llevaron adelante una serie de políticas que abarcaron desde la búsqueda de fuentes de financiamiento que no estuvieran ligadas al comercio exterior, hasta el mantenimiento de la inconvertibilidad monetaria decidida durante los últimos tiempos del gobierno radical. Esas políticas incluyeron la creación del Banco Central, la adopción de medidas tendientes a disminuir las importaciones, los intentos de apoyo y regulación de la producción agropecuaria y la búsqueda de caminos que permitieran salvaguardar la relación con los mercados tradicionales, en particular el británico, para las exportaciones argentinas.
Estas medidas se daban en el contexto de una creciente ilegitimidad política, proveniente del golpe de Estado que había derrocado a Yrigoyen en setiembre de 1930, del posterior fraude electoral a gran escala, implantado desde mediados de la década, y de los episodios de corrupción en los que se vieron involucrados los gobiernos, y algunos opositores, durante la década. El golpe había colocado en el poder al general Uriburu y en 1932, a partir de elecciones en las que el radicalismo se abstuvo de participar por el veto oficial a sus candidatos, el general Justo se hacía de la presidencia. En 1943 un nuevo golpe de Estado pondría fin al experimento de un sistema de gobierno que era difícil caracterizar como democrático, y que con sus vicios de origen y sus prácticas poco claras volvería más tolerable para algunos sectores de la sociedad la reiterada intervención militar en la política del país.
Desde la perspectiva de las políticas económicas, se ha tratado de distinguir entre la línea seguida por el gobierno de Uriburu, y sus ministros de Hacienda, y el de Justo, en el cual la figura de Federico Pinedo, al frente de esa cartera a partir de 1933, tomaría una dimensión preponderante. Nuevos cambios se insinuaron a partir del golpe de 1943. A pesar de ello, también aquí se registran inesperadas continuidades.
Resulta entonces de utilidad un análisis pormenorizado de los efectos de la crisis, las políticas implementadas por el Estado, los resultados obtenidos como consecuencia de la aplicación de esas políticas y los cambios producidos en el contexto internacional.
Los efectos de la crisis fueron claros rápidamente. Implicaron el derrumbe de los precios de los principales productos de exportación de la Argentina —cereales, lino y carnes—, tal como puede apreciarse en la Tabla 1.
Tabla 1
Precio promedio de los productos argentinos (1926=100)
AÑO | Cereales y lino | Carnes |
---|---|---|
1929 | 100,8 | 111,8 |
1930 | 82,5 | 109,7 |
1931 | 55,9 | 90,3 |
Fuente: Villanueva (1975), p. 63.
A esta fuerte disminución de los precios obtenidos por las exportaciones se unía el deterioro de los términos del intercambio, tal como puede apreciarse en la Tabla 2. Este deterioro de los precios de las exportaciones, superior a la disminución de los precios de las importaciones, sumado al mantenimiento de los pagos de la deuda pública y a las dificultades para obtener nuevas inversiones de capital, implicó saldos totales negativos en el balance de pagos que, con alguna excepción, sólo tendieron a revertirse a partir de mediados de la década. Este saldo negativo presionaba a su vez sobre el valor de la moneda.
Tabla 2
Precios de importación y de exportación y términos del intercambio (1913=100)
AÑO | Exportaciones | Importaciones | Términos del intercambio |
---|---|---|---|
1928 | 127,6 | 131,5 | 97,0 |
1929 | 117,6 | 130,1 | 90,4 |
1930 | 103,2 | 130,4 | 79,1 |
1931 | 78,4 | 130,0 | 60,3 |
1932 | 75,4 | 128,4 | 58,7 |
Fuente: Balboa (1972), p. 163.
Tal situación implicaba una disminución de la actividad económica y, por consiguiente, el aumento de la desocupación. Lamentablemente, no se dispone de cifras seguras sobre el tema. Para 1932, el momento más álgido de la depresión, se ha estimado una desocupación cercana al 28%, pero también se cuenta con estimaciones mucho más bajas, incluso inferiores al 10%, para el mismo momento. La evidencia parece insuficiente para una respuesta definitiva y es muy posible que la realidad se ubicase en algún lugar intermedio. Las fuentes cualitativas, por su parte, indican que en todo caso la depresión provocó un menor desempleo en la Argentina que en los Estados Unidos y, lo que es aun más seguro, que la recuperación fue más rápida.
Esta impresión aparece confirmada por las cifras proporcionadas por Díaz Alejandro. El PBI (Producto Bruto Interno) de la Argentina descendió cerca de un 14% entre 1929 y 1932, pero luego se expandió hasta 1940. En 1939, el PBI era un 15% más alto que el de 1929, y estaba un 33% más alto que en 1932, en tanto que en los Estados Unidos el crecimiento fue de sólo 4% entre las primeras fechas mencionadas.
De todas maneras, la situación que planteaba la crisis requería respuestas inmediatas. Aunque los dirigentes argentinos pensaban que el país estaba enfrentando una crisis cíclica, y que luego de ella se restablecería la situación previa, los problemas eran suficientemente evidentes como para demandar una acción rápida por parte del gobierno. Un breve análisis del contexto internacional en el que el país se hallaba inmerso permitirá un examen adecuado de las respuestas internas a la crisis.
EL SECTOR EXTERNO Y LOS CAMBIOS EN EL CONTEXTO INTERNACIONAL
Desde las últimas décadas del siglo XIX, la expansión de la economía argentina había impulsado una relación cada vez más estrecha con Gran Bretaña. Muchos de los capitales invertidos en el país provenían de Inglaterra, hacia allí se dirigían gran parte de las exportaciones de cereales y, sobre todo, las de carne, en particular las que constituían el producto más especializado de la región pampeana, la carne enfriada. De Inglaterra provenían, además de los capitales, buena parte de los productos manufacturados y el carbón de piedra que alimentaba los ferrocarriles.
Desde la Primera Guerra Mundial se hizo cada vez más evidente la pérdida paulatina del lugar hegemónico que Gran Bretaña ocupaba en el mundo. Sus productos perdían competitividad en comparación con los norteamericanos y Nueva York reemplazaba progresivamente a Londres como centro financiero mundial. Con frecuencia, los productos industriales norteamericanos, desde los automóviles hasta la maquinaria agrícola, se adaptaban mejor a las necesidades de la Argentina; sin embargo, la producción agraria de los Estados Unidos competía con la argentina, a lo que se sumaban las crecientes actitudes proteccionistas norteamericanas de la década de 1920. Así, era difícil esperar que ése fuera el destino de la producción argentina. El país debía obtener sus divisas, entonces, del comercio en el área de la libra, para poder así pagar por los productos norteamericanos. La convertibilidad de esas libras, obtenidas con las exportaciones, en dólares resultaba esencial para mantener el esquema de comercio triangular.
Naturalmente, tanto ingleses como norteamericanos defendían sus intereses. Desde los Estados Unidos comenzaron a llegar en la década de 1920 capitales dirigidos a la instalación de industrias que pudiesen competir en el mercado interno, eludiendo eventuales medidas proteccionistas y preferencias argentinas. Inglaterra tenía como objetivo aumentar sus exportaciones a la Argentina y mantener el envío de las ganancias de sus empresas, pero debía, además, negociar con los dominios de la corona, cuyos productos competían con los argentinos por el mercado británico. Esta última situación le servía, además, como elemento de presión frente a los intereses argentinos.
La Argentina, por su parte, elegiría mantener su larga alianza estratégica con Inglaterra, al tiempo que atravesaba durante la década de 1920, y en especial entre 1922 y 1927, por una cierta bonanza económica. En 1928, esta situación comenzó a revertirse. Las exportaciones declinaron y el capital comenzó a salir del país, mientras los gastos del Estado aumentaron y cayeron las tasas de interés. Al no reducirse las importaciones, el valor del peso inició una declinación. Como consecuencia, el gobierno de Yrigoyen debió interrumpir la convertibilidad en 1929. Así, algunos de los elementos de la crisis estaban presentes en el país aun antes de que ésta estallara.
Hacia finales de 1929 llegó al país una misión comercial británica, al frente de la cual se encontraba el vizconde D’Abernon. La delegación, que respondía a una invitación del gobierno argentino, tenía como objetivo consolidar las relaciones entre los dos países. Sus resultados fueron halagüeños para Gran Bretaña. La Argentina se comprometía a comprar en el mercado inglés, durante dos años, los materiales e insumos que necesitara para los ferrocarriles del Estado; Gran Bretaña se obligaba a seguir adquiriendo los embarques de carne que la Argentina exportaba normalmente. El acuerdo fue firmado por Yrigoyen y aprobado por la Cámara de Diputados, aunque el gobierno fue depuesto y el Congreso disuelto por el golpe de Estado de 1930 antes de que pudiese contar con la aprobación del Senado. De todas formas, se trataba de un importante antecedente del tratado Roca-Runciman, suscripto en 1933 y aprobado en 1935.

Vista aérea de los nuevos elevadores de Rosario, julio de 1931.
A partir de 1932, la amenaza por parte de Inglaterra de recurrir a una política de preferencia por los productos de sus dominios se renovó como consecuencia del acuerdo alcanzado en ese año en Ottawa entre los representantes de la corona y los países miembros de la comunidad británica. Este acuerdo ponía en peligro las exportaciones argentinas de carne congeladas y envasadas y cereales, que competían con la producción de Australia y Nueva Zelanda. El único rubro en el que esos países no podían competir con la Argentina lo constituían las carnes enfriadas, que por razones de tiempo y distancia no podían llegar adecuadamente desde aquellos países al mercado británico.
La respuesta argentina consistió en buscar los medios para mantener la relación comercial con Gran Bretaña. Para lograrlo, se envió una comisión especial a ese país, al frente de la cual se encontraba el vicepresidente de la Nación Julio A. Roca, que concluiría un tratado con el representante del Board of Trade británico en 1933. Conocido como el tratado Roca-Runciman, el convenio establecía que Gran Bretaña se comprometía a permitir la importación de la misma cantidad de carne que en 1932, a menos que se produjera una nueva y significativa baja de sus precios en Inglaterra. También establecía que el pool de frigoríficos anglo-norteamericanos se reservaría el 85% de las exportaciones de carne, mientras el 15% restante sería cubierto con la producción de los frigoríficos argentinos. Este cupo fue resultado de un intento de desmentir las denuncias que señalaban que los frigoríficos extranjeros presionaban mediante su poder de compra para mantener bajo el precio pagado a los ganaderos por las reses.
A cambio de estas concesiones, la Argentina se comprometía a su vez a reducir las tarifas de importación de un amplio número de productos británicos al nivel que tenían en 1930 y no establecerlas en algunos otros, que, como el carbón, se importaban libremente. También se asumía el compromiso de mantener un trato benévolo hacia las compañías británicas y a facilitar el acceso a las divisas que éstas requerían para enviar sus ganancias a Gran Bretaña. Otros puntos del tratado protegían los intereses de los ferrocarriles y el transporte marítimo británico.
El pacto tenía una vigencia de tres años y los principales acuerdos logrados se prorrogaron por un nuevo tratado, conocido como Eden-Malbrán, firmado en 1936. Como consecuencia de ambos tratados, las exportaciones argentinas de carne se mantuvieron entre 1935 y 1938 en un nivel cercano al 90% de las 390.000 toneladas de carne enfriada exportadas en 1932. Éste había sido el nivel al que se había llegado luego de la crisis. En definitiva, los acuerdos alcanzados permitían a la Argentina seguir accediendo al mercado británico, a cambio de importantes concesiones a los intereses de ese origen.
Es inevitable preguntarse cuáles eran entonces las alternativas planteadas para el sector externo argentino, en las condiciones en las que se encontraba el mercado mundial luego de la crisis y la depresión. Muchas de las políticas de la década de 1930, y en particular el tratado Roca-Runciman, han sido vistas como el resultado de una posición que sólo favorecía intereses extranjeros y los muy acotados de los ganaderos invernadores, que producían el ganado más refinado destinado a ser exportado como carne enfriada. Los más escasos defensores de estas políticas y del tratado afirman, por el contrario, que los condicionamientos que la depresión imponía a la economía hacían que las decisiones tomadas fueran las únicas posibles. Es difícil, sin dudas, aceptar que las decisiones tomadas representaran las únicas alternativas válidas, pero es más difícil aún evaluar los eventuales efectos de las opciones no seguidas. Una valoración retrospectiva no puede realizarse sin introducir las medidas específicas en el contexto más amplio del conjunto de las políticas económicas de la década y sus resultados. Y deben considerarse también las perspectivas que sobre estos problemas tenían los sectores dirigentes.
En este último sentido, recobra interés el llamado “Plan Pinedo”, en realidad un plan de “reactivación económica” presentado por Federico Pinedo al Congreso de la Nación en 1940. Aunque el plan nunca llegó a aprobarse, y por lo tanto no significó un cambio en las políticas del Estado, suponía una visión algo más crítica de la posición de la Argentina en el mundo. Para algunos observadores, exhibía una diferencia importante en los objetivos propuestos y la manera de implementarlos.
El plan preveía tanto una serie de medidas para enfrentar la nueva coyuntura de la guerra en Europa, como otras que tendían a proyectos de más largo plazo. Entre las primeras, se encontraban el fomento de la construcción y el sostén de los precios agrícolas, en especial el del maíz. Entre las segundas, el impulso a la industrialización, aunque basada en las “industrias naturales”, es decir, aquellas que utilizaban insumos locales. El proyecto descansaba en la convicción de que las exportaciones agropecuarias seguirían siendo el motor principal de la economía del país y que se trataba fundamentalmente de enfrentar una coyuntura adversa.
En realidad, el plan estaba diseñado para enfrentar una situación que se preveía similar, en cuanto a las restricciones en el sector externo, a la que había desatado tanto la Primera Guerra como, más adelante, la crisis de 1929. Pero estos presupuestos se demostraron imprecisos: la Argentina siguió exportando durante la Segunda Guerra, al mismo tiempo que el esfuerzo en el que se encontraban embarcadas las economías tradicionalmente proveedoras de los productos que el país obtenía en el exterior restringió las importaciones, impulsando de este modo el crecimiento industrial.
Sin embargo, algunas de las propuestas del plan se llevarían a cabo algo más adelante. Entre ellas, la creación del Banco Industrial, que tuvo lugar en 1944, y la regulación del comercio exterior mediante lo que sería el Instituto Argentino de Promoción del Intercambio, que desde 1946, ya en tiempos del peronismo, monopolizaría las operaciones de exportación de cereales y oleaginosas.
LAS RESPUESTAS A LA CRISIS
La primera respuesta a la crisis por parte del gobierno de Uriburu consistió en afirmar la vigencia de políticas ortodoxas. Se trataba de equilibrar el presupuesto del Estado, al mismo tiempo que se mantenía el pago de la deuda pública.
La búsqueda del equilibrio entre recursos y gastos en las cuentas del Estado recibió una fuerte prioridad. Dado que en el contexto de una reducción del comercio internacional era natural que los recursos del Estado disminuyeran, puesto que la mayor parte de ellos provenía de los impuestos al comercio exterior, la solución buscada fue doble. Por una parte, se redujeron los gastos del Estado disminuyendo los salarios de los empleados públicos, en un 0,05% los más bajos y en una proporción que llegaba a superar el 22% en los más altos. También se restringió el gasto en obras públicas. La reducción de salarios, aunque recesiva, era atemperada por la deflación de precios. Por otra parte, se trató de incrementar los ingresos a través de nuevos impuestos internos y de aumentos en los aranceles a las importaciones.
El problema más serio, aunque no el de mayor peso en el presupuesto, lo constituía la deuda pública. Ésta se componía de una “deuda flotante” con vencimientos a corto plazo y una deuda externa, en su mayor parte en libras. En el contexto de la crisis varios países latinoamericanos habían decidido suspender los pagos; la Argentina, sin embargo, los mantuvo. Esto le permitió al gobierno, al conservar la credibilidad de los inversores, establecer un “empréstito patriótico” mediante bonos colocados en el mercado local, dada la imposibilidad de obtener fondos externos.
El gobierno también enfrentaba el problema del valor de la moneda y la cantidad de circulante. En el período previo a la crisis, la Argentina no había contado con un Banco Central. La cantidad de dinero circulante dependía de la balanza de pagos y de la forma en que sus excedentes o déficit se intercambiaban en la Caja de Conversión. La existencia de excedentes llevaba a un aumento del circulante, baja de los intereses del capital y aumento de la inversión y de la actividad económica. Cuando los excedentes declinaban y el oro salía del país, disminuía el circulante y consiguientemente la actividad económica. El sistema de ajustes automáticos previstos en la Caja de Conversión funcionaba en tiempos normales y se suponía que su suspensión, cuando ello ocurría, era sólo temporaria. De allí que el mecanismo fuera alguna vez denominado un “sistema de patrón oro esporádico”.
Las perturbaciones externas, como las guerras o las crisis, llevaban a su suspensión. Esto había ocurrido durante la Primera Guerra; durante la década de 1920, el mecanismo fue restablecido.

Federico Pinedo, ministro de Hacienda.
Revista Caras y Caretas, julio de 1935.
Como se ha señalado, en los últimos tiempos del gobierno de Yrigoyen volvió a interrumpirse. Algunas de las funciones que corresponden a la figura de un Banco Central, como establecer el nivel del circulante, o supervisar el sistema bancario, eran cumplidas por el Banco Nación y otras instituciones como la propia Caja de Conversión y la Tesorería.
El gobierno de Uriburu mantuvo la inconvertibilidad del peso; en 1931, estableció el control de cambios intentando mantener el valor de la moneda, para lo cual permitió la salida de oro. Al mismo tiempo, durante los primeros años posteriores a la crisis, decrecía el circulante, con la excepción de 1932, cuando la utilización de los fondos del empréstito por parte del gobierno llevó a su aumento.
A partir de 1933, cuando Federico Pinedo asumió como ministro de Hacienda, las medidas tomadas tendieron en algunos casos a profundizar las políticas anteriores, y en otros a introducir innovaciones. El establecimiento del impuesto a los réditos y la creación del Banco Central fueron medidas que continuaban las tendencias ya insinuadas, fortaleciéndolas. Pero el nuevo ministro dispuso también la devaluación del peso, una mayor intervención en el comercio exterior a partir del control de cambios y una mayor intervención del Estado en el sostenimiento de los precios agropecuarios y en la regulación de la producción del sector.
Yrigoyen, en su primer gobierno, había intentado la implantación del impuesto a los réditos, pero enfrentó una firme oposición en el Congreso. En 1933, se creaba finalmente ese impuesto, que permitió que el Estado dejara de depender de los recursos obtenidos de las imposiciones al comercio exterior: durante los años veinte, casi el 80% de los recursos estatales se obtenía de esa fuente; en cambio, hacia fines de la década de 1930 de allí provenía sólo la mitad de los recursos. En los años finales de la Segunda Guerra, la reducción fue todavía mayor: alcanzaba a cubrir solamente cerca de un 10% de los requerimientos del gobierno.
Otras medidas tuvieron relación con la política monetaria. Ya en 1932 Otto Niemeyer, un especialista británico, fue consultado sobre las características que debería tener un Banco Central. El proyecto, finalmente aprobado en 1935 junto con una serie de leyes que regulaban el sistema bancario, difería en algunos puntos del propuesto por Niemeyer. En principio, implicaba que muchas de las operaciones que diversas instituciones realizaban serían a partir de allí centralizadas. Las funciones del Banco Central consistían en regular el crédito y el circulante adaptándolos al volumen real de los negocios, en concentrar reservas moderando las fluctuaciones provocadas por las exportaciones y las inversiones de capital extranjero sobre la moneda, el crédito y las actividades comerciales, en controlar a los bancos promoviendo la liquidez y el buen funcionamiento del crédito y en actuar como agente financiero y consejero del gobierno en las operaciones relacionadas con el crédito interno y externo y con la administración de los empréstitos.

Federico Pinedo habla en la inauguración del Banco Central, junio de 1935.
La conducción del banco recayó en un directorio de catorce miembros, de los cuales el gobierno nombraba tres, incluyendo el presidente y el vicepresidente, los bancos, siete y otros sectores de la economía, independientes del bancario, cuatro. El economista Raúl Prebisch fue designado director; posteriormente, Prebisch obtendría reconocimiento internacional por sus tareas al frente de la Comisión Económica para América Latina, agencia de las Naciones Unidas, fundada hacia el fin de la guerra.
La creación del banco generó nuevas polémicas, en parte por la composición de su directorio, en el que participaban extranjeros, y en parte por los temores que suscitaba la posibilidad de que actuara con demasiada independencia del gobierno, y aun de que llevara adelante una política monetaria anticíclica, pero inflacionaria. De hecho, el circulante comenzó a aumentar luego de 1936, pero si se toma en cuenta la deflación que se había producido en los primeros años de la década, el volumen real a fines de los años ’30 era menor que a fines de la década anterior.
El gobierno continuó, luego de la fundación del Banco Central, con el esquema ya iniciado de reestructuración de la deuda pública, tanto interna como externa. El esquema se sostenía en el cambio de los bonos a corto plazo por bonos que requerían un pago anual menor, pero que se prolongaba en el tiempo. Esto permitía disminuir los costos anuales para el Estado, y contó con la aceptación de los acreedores.
Las medidas más innovadoras, contrapuestas con orientaciones anteriores, fueron el control de cambios y la devaluación del peso dispuesta en 1933, y reiterada en 1938 al mismo tiempo que se introducía un sistema de restricciones a las importaciones que buscaba evitar que un exceso de demanda siguiera presionando sobre su valor. Era, justamente, el control de cambios, la herramienta que le permitía al gobierno establecer quiénes tenían prioridades para acceder a las divisas más baratas del mercado oficial, tanto para cubrir las necesidades de importación, como para cumplir con las remesas de inmigrantes y de los beneficios de las empresas extranjeras.
El sistema de control de cambios implicaba la creación de un mercado oficial, donde las divisas obtenidas de las exportaciones tradicionales se vendían al gobierno y éste las revendía a las empresas favorecidas, que contaban con un permiso previo de importación, a un precio más alto. Aquellos importadores que no podían acceder al mercado oficial debían comprar las divisas en el mercado libre, lo que significaba un sobreprecio cercano al 20%. Aunque en principio las divisas del mercado libre provenían de exportaciones no tradicionales y algunas otras fuentes, el gobierno podía intervenir vendiendo divisas de un mercado en el otro, lo que le proporcionaba una fuente importante de ingresos así como la posibilidad de incidir fuertemente en los productos importados y en la definición de los países desde los cuales podían ser importados. Una de las consecuencias del tratado Roca-Runciman consistía, precisamente, en las prioridades que se les otorgaban a las empresas británicas. Pero el sistema también funcionaba para restringir importaciones e impulsar la producción local de productos antes adquiridos en el exterior.
Las ganancias que el gobierno podía obtener por las diferencias entre los precios de compra y de venta de las divisas sirvieron, además, para permitirle al ministro Pinedo establecer un precio sostén para el trigo, el maíz y el lino entre 1933 y 1936. A estas medidas se agregó la creación de juntas reguladoras, que abarcaron distintos aspectos de la producción agrícola y ganadera de la región pampeana y de las economías regionales. A partir de 1933, se fueron organizando la Junta Reguladora de Granos, la Junta Nacional de Carnes, la Junta Reguladora de Vinos, la de la Industria Lechera, la Comisión Reguladora de la Producción y Comercio de la Yerba Mate y la Junta Nacional del Algodón.
Estas medidas intentaban proteger la producción agrícola y se combinaban con el convenio con Gran Bretaña para asegurar el mercado de carnes. El tratado Roca-Runciman estableció, también, las bases para empréstitos que permitieron desbloquear los fondos que las empresas extranjeras habían acumulado entre 1931 y 1933 al no poder remitir sus ganancias, o incluso pagar por insumos, ante la falta de divisas.
El gobierno, a través de la aplicación de estas medidas, logró mejorar las cuentas públicas y consiguió que parte de la deuda externa fuera repatriada y pasara a estar denominada en pesos. Hacia 1937, las tres cuartas partes de las obligaciones de largo plazo estaban radicadas en el país, cuando esta cifra cubría sólo la mitad en 1929.
A la sustancial mejora de la situación de la economía y del estado de las cuentas públicas había contribuido un cambio favorable en el sector externo, que se produjo a partir de 1934. En ese año comenzó una tendencia ascendente en las exportaciones y una mejora de los precios, que se afirmaría mucho más a comienzos de la década siguiente.
No obstante, en 1937 tuvo lugar otra recesión, que hizo temer que se reprodujeran los efectos de la crisis desatada en 1929; las exportaciones disminuyeron, y volvieron los problemas de balance de pagos. La respuesta del gobierno combinó una devaluación del peso con la ampliación del crédito, y con la extensión del requisito del permiso previo incluso para las importaciones pagadas con divisas obtenidas en el mercado libre. Se buscaba equilibrar el balance de pagos y mantener la actividad interna.
A la alarma suscitada por la nueva depresión se sumaron, muy pronto, los temores sobre los efectos de la guerra en Europa. Se esperaba que éstos fueran similares a los provocados por la Primera Guerra Mundial, y Pinedo, de nuevo a cargo del Ministerio de Hacienda, propuso entonces su plan. Los temores, sin embargo, resultaron infundados.
Una revisión de las políticas económicas durante la depresión estaría incompleta sin una referencia al clima de corrupción que envolvía al gobierno y que impulsaba tanto su descrédito como el aliento a las posiciones nacionalistas. Los ejemplos son varios. El más destacado, las discusiones en el Senado y las denuncias de Lisandro de la Torre sobre el accionar de los frigoríficos para disminuir el precio pagado por el ganado y evadir así cargas impositivas. El asunto involucró a miembros del gobierno, y culminó con el asesinato del senador Enzo Bordabehere en el mismo Senado de la Nación, lo cual obligó a la presentación de la renuncia a sus cargos del ministro de Hacienda, Federico Pinedo, y del de Agricultura, Luis Duhau.
Pero este caso no fue el único. A él se sumaban los escándalos provocados por las presiones británicas para obtener el control del sistema de transporte urbano de Buenos Aires, finalmente aprobado por ley del Congreso, o los que se producían en el Concejo Deliberante de la ciudad de Buenos Aires con relación a la extensión de la concesión a la Compañía Argentina de Electricidad a través de la compra de los votos de los representantes porteños.
LA GUERRA
En 1939 estalló la guerra en Europa; entre esa fecha y 1945, el mundo asistiría a sus horrores. Los Estados Unidos se sumaron al bando aliado en 1941 y el conflicto terminó por afectar a la mayor parte de los países del mundo. Incluso la Argentina, donde se profundizaron las divisiones entre los defensores de la neutralidad y los partidarios de los aliados, decidió declarar la guerra al Eje poco antes del fin del conflicto. El gobierno militar inaugurado con el golpe de 1943, en principio reluctante a abandonar la posición neutral, debió soportar las continuas presiones de los Estados Unidos, las que finalmente lo llevaron a la declaración de guerra. Los desencuentros entre la Argentina y los Estados Unidos, que miraban con suspicacia el surgimiento de Juan Domingo Perón y sus presuntas simpatías fascistas, tendrían profundas consecuencias en la posguerra. Entre ellas, se contaron las limitaciones impuestas a los países europeos beneficiarios de la ayuda norteamericana concretada en el Plan Marshall, para la utilización de esos fondos en la compra de productos agropecuarios argentinos.
Los efectos de la guerra fueron en la Argentina menos adversos que lo esperado. La economía del país creció y hacia el fin del conflicto, la Argentina contaba con un importante saldo de libras a su favor acumuladas en Londres como resultado del comercio con Inglaterra. No obstante, el crecimiento ya no estaba basado en las exportaciones agropecuarias, sino en el desarrollo industrial. Por otra parte, aunque importante, ese crecimiento había sido menor que el que caracterizó al país en sus años más expansivos, y también era menor si se lo compara con el de otras naciones que habían participado plenamente en la guerra, como los Estados Unidos y Canadá. Incluso era menor que el logrado por otros países latinoamericanos que, como Brasil, habían participado, aunque no centralmente, en el conflicto armado.
La industria argentina había crecido bajo el impulso de la economía exportadora. Desde fines del siglo XIX se había desarrollado una industria moderna directamente ligada a la elaboración de productos agropecuarios de exportación. Los frigoríficos, que se expandieron en las primeras décadas del siglo XX, y los molinos harineros eran un buen ejemplo de ello. Pero junto con el crecimiento de la economía impulsado por las exportaciones, se había desarrollado un mercado interno, cuya existencia también alentó el crecimiento de las industrias dedicadas a producir bienes para satisfacerlo.

Salón de exposiciones de SIAM Di Tella, 1938.