Mi siglo

Günter Grass

Fragmento

1900

1900

Yo, intercambiado conmigo, estuve presente año tras año. No siempre en primera línea, porque, como allí había guerra todo el tiempo, nos gustaba quedarnos en retaguardia. Al principio, sin embargo, cuando fuimos contra los chinos y nuestro batallón desfiló por Bremerhaven, yo iba en cabeza, en la columna de en medio. Voluntarios eran casi todos, pero de Straubing me había presentado yo sólo, aunque estaba prometido con Resi, mi Therese, desde hacía poco.

Con vistas al embarque, teníamos a la espalda el edificio de ultramar de la Lloyd de la Alemania del Norte y el sol en los ojos. Ante nosotros, sobre un alto estrado, el Káiser habló, francamente intrépido, por encima de nuestras cabezas. Contra el sol sólo nos protegían unos sombreros nuevos de ala ancha, llamados «suroccidentales». Estábamos guapísimos. El Káiser, sin embargo, llevaba un casco especial, con el águila resplandeciente sobre fondo azul. Habló de grandes tareas, del enemigo cruel. Su discurso arrebataba. Dijo: «Cuando lleguéis, sabed que no habrá cuartel, que no se harán prisioneros...». Luego habló de Etzel, Atila, y de sus hordas de hunos. Elogió a los hunos, aunque causaron estragos bastante horribles. Por eso los socialdemócratas publicaron luego insolentes «cartas de hunos», calumniando al Káiser deplorablemente por su discurso. Al concluir, nos dio una consigna para China: «¡Abrid de una vez para siempre el camino a la cultura!». Nosotros lanzamos tres hurras.

Para mí, que vengo de la Baja Baviera, aquella larga travesía fue espantosa. Cuando por fin llegamos a Tientsin, todos estaban ya allí: británicos, americanos, rusos, hasta japoneses auténticos y contingentes reducidos de países pequeños. Los británicos eran en realidad indios. Nosotros éramos pocos al principio, pero por suerte disponíamos de los nuevos cañones de tiro rápido de Krupp. Y los americanos probaron sus ametralladoras Maxim, un verdadero engendro del diablo. Así que Pequín fue rápidamente tomado por asalto. Porque cuando nuestra compañía entró, todo parecía haber terminado ya, lo que era de lamentar. Sin embargo, algunos boxers no paraban. Los llamaban así porque, a escondidas, eran de una sociedad, los Tatauhuei, en nuestro idioma «los que luchan con los puños». Por eso hablaron, primero los ingleses y luego todo el mundo, de la rebelión de los boxers, de los boxeadores. Los boxers odiaban a los extranjeros porque los extranjeros vendían a los chinos toda clase de cosas; los británicos, sobre todo, opio. Y así ocurrió lo que había mandado el Káiser: no se hicieron prisioneros.

Por razones de orden, habían reunido a los boxers en la plaza de la Puerta de Chienmen, delante mismo del muro que separa la ciudad manchú de la parte habitual de Pequín. Tenían las coletas atadas entre sí, lo que hacía un efecto cómico. Entonces los fueron fusilando en grupos o decapitando uno a uno. Sin embargo, de la parte horrible no escribí a mi novia ni pío, sólo de los huevos de cien años y los dumplings al vapor al estilo chino. Los británicos y nosotros, los alemanes, preferíamos acabar pronto con el fusil, mientras que los japoneses, en las decapitaciones, seguían su tradición venerable. Sin embargo, los boxers preferían que los fusilaran, porque tenían miedo de tener que andar luego por el Infierno con la cabeza bajo el brazo. Por lo demás, no tenían miedo. Vi a uno que, antes de que lo fusilaran, se estaba comiendo glotonamente un pastelillo de arroz empapado en almíbar.

En la plaza de Chienmen soplaba un viento que venía del desierto y levantaba sin cesar nubes de polvo amarillas. Todo era amarillo, también nosotros. Se lo escribí a mi novia y metí un poco de arena del desierto en el sobre. Sin embargo, como los verdugos japoneses cortaban la coleta a los boxers, que eran mozos muy jóvenes, como nosotros, para poder dar el tajo limpio, a menudo había en la plaza un montoncito de coletas chinas. Me llevé una y la envié a casa como recuerdo. De vuelta a la patria, me la ponía en Carnavales, con regocijo general, hasta que mi novia quemó el souvenir. «Esas cosas traen fantasmas a casa», dijo Resi dos días antes de nuestra boda.

Pero eso es ya otra historia.

1901

1901

Quien busca, halla. Siempre he revuelto en los baratillos. En la Chamisso Platz, y concretamente en un comercio que, con su letrero blanco y negro, prometía antigüedades, aunque piezas de valor sólo se encontraban luego escondidas muy al fondo entre sus baratijas, se despertó mi curiosidad por objetos raros y descubrí, hacia finales de los cincuenta, tres tarjetas postales ilustradas, atadas con un bramante, cuyos motivos relucían en mate: mezquita, iglesia conmemorativa y Muro de las Lamentaciones. Mataselladas en el año cuarenta y cinco en Jerusalén, iban dirigidas a cierto Doctor Benn de Berlín, pero, en los últimos meses de la guerra, el correo —como acreditaba un sello— no había logrado encontrar al destinatario entre las ruinas de la ciudad. Una suerte que el revoltijo de Kurtchen Mühlenhaupt en el distrito de Kreuzberg les hubiera dado refugio.

El texto, entretejido de monigotes y colas de cometa, y que se extendía por las tres postales, se podía descifrar sólo con esfuerzo y decía así: «¡Cómo anda el tiempo de cabeza! Hoy, primerísimo de marzo, cuando el apenas florecido siglo se pavonea torpemente con su número “uno” y tú, bárbaro y tigre mío, buscas ansioso carne en junglas lejanas, papá Schüler me cogió con su mano acariciadora para subir conmigo y con mi corazón de cristal al tren elevado de Barmen a Elberfeld, en su viaje inaugural. ¡Por encima del negro río Wupper! Es un dragón duro como el acero, que con sus mil patas tuerce y se retuerce sobre un río que los tintoreros, devotos de la Biblia, ennegrecen por un sueldo ridículo con sus tintes residuales. Y continuamente vuela por los aires la barquilla del tren, mientras el dragón avanza sobre sus pesadas patas anulares. Ah, si pudieras, mi Giselher, junto a cuyos dulces labios tantas dichas me estremecieron, estar conmigo, tu Sulamita... ¿o debiera ser el príncipe Yusuf?, y volar así sobre el río Estigio, que es el otro Wupper, hasta rejuvenecernos, juntarnos y extinguirnos en la caída. Pero no, estoy a salvo en Tierra Santa y vivo totalmente prometida al Mesías, mientras que tú sigues perdido y has renegado de mí, traidor de rostro duro, bárbaro como eres. ¡Ay dolor! ¿Ves el cisne negro sobre el negro Wupper? ¿Oyes mi canción, plañideramente entonada en el piano azul? Ahora tenemos que bajar, dice papá Schüler a su Else. En la tierra fui casi siempre una niña obediente...».

Sin duda se sabe que Else Schüler, el día en que se inauguró ceremoniosamente para uso público el primer tramo, de cuatro kilómetros y medio de longitud, del tren elevado de Wuppertal no era ya una niña, sino que tenía sus treinta años, estaba casada con Berthold Lasker y, desde hacía dos años, era madre de un hijo, pero la edad se plegó siempre a sus deseos, por lo que esas tres señales de vida desde Jerusalén, dirigidas al doctor Benn, y franqueadas y enviadas poco antes de la muerte de ella, estaban de todos modos mejor informadas.

No regateé mucho, pagué por las postales otra vez atadas un precio exagerado, y Kurtchen Mühlenhaupt, cuyo baratillo tenía siempre algo especial, me guiñó un ojo.

1902

1902

Algo así se convertía en Lübeck en un pequeño acontecimiento: que el estudiante de bachillerato que había en mí se comprase, para los paseos hasta la Puerta del Molino o a lo largo de las orillas del Trave, su primer sombrero de paja. Nada de fieltro blando, nada de hongo: un sombrero de paja plano, jactancioso y amarillo caléndula que, recientemente de moda, se llamaba elegantemente canotier o, popularmente, «sierra circular». También las señoras llevaban sombreros de paja adornados con cintas, pero, a la vez y por mucho tiempo aún, se seguían oprimiendo en corsés de ballenas; sólo algunas se atrevían a mostrarse, por ejemplo ante el instituto Katharineum, siendo objeto de burla entre los del último curso, con vestidos innovadores que dejaban pasar el aire.

En aquella época habían cambiado muchas cosas. Por ejemplo, el Correo del Imperio puso en circulación sellos unificados, que mostraban una Germania de perfil, de peto metálico. Y como por todas partes se anunciaba el progreso, muchos portadores de sombreros de paja se mostraban curiosos ante los nuevos tiempos. Mi sombrero ha vivido bastante. Me lo eché hacia atrás cuando contemplé el primer zepelín. En el café Niederegger lo dejé junto a Los Buddenbrook, recién salidos de imprenta y sumamente provocadores para los bienpensantes. Luego, de estudiante, lo paseé por el parque zoológico de Hagenbeck, que acababa de inaugurarse, y vi, uniformemente cubierto, a monos y camellos en la zona cercada al aire libre, y cómo los camellos contemplaban con altivez y los monos codiciosamente mi sombrero de paja.

Intercambiado en la sala de esgrima, olvidado en el café Altespavillon. Algunos sombreros padecieron repetidas veces el sudor de los exámenes. Una y otra vez llegaba el momento de un nuevo sombrero de paja, que me quitaba ante las señoras con garbo, o sólo con indolencia. A veces me lo ladeaba, como lo llevaba Buster Keaton en las películas mudas, aunque a mí nada me ponía mortalmente triste, sino que cualquier ocasión me daba motivo para reír, de forma que en Göttingen, en donde dejé la Universidad tras el segundo examen, llevando gafas, me parecía más a Harold Lloyd, que en años posteriores colgó en lo alto de una torre, pataleando, de la aguja de un reloj, con sombrero de paja y cinematográficamente cómico.

Otra vez en Hamburgo, fui uno de los muchos hombres de sombrero de paja que se amontonaron en la inauguración del túnel del Elba. Desde la oficina comercial hasta los almacenes, desde el tribunal hasta el bufete, corríamos con nuestras «sierras circulares», agitándolas en el aire, cuando el mayor buque del mundo, la motonave Imperator, zarpó del puerto en su viaje inaugural.

Con frecuencia había oportunidad para agitar sombreros. Y luego, cuando, con una hija de pastor protestante del brazo, que luego se casó con un veterinario, paseaba por la orilla del Elba junto a Blankenese —no recuerdo ya si en primavera o en otoño—, una ráfaga se llevó mi ligera prenda de cabeza. Rodó, navegó. Corrí detrás del sombrero, en vano. Lo vi descender por el río, inconsolable, por mucho que Elisabeth, que durante algún tiempo fue mi amor, se preocupara de mí.

Sólo de estudiante en prácticas y luego de opositor me permití sombreros de paja de mejor calidad, de esos que llevaban estampada la marca del sombrerero en la banda interior. Siguieron estando de moda, hasta que muchos miles de hombres de sombrero de paja, en ciudades grandes y pequeñas —yo en Schwerin, junto a la Audiencia Territorial— nos reunimos en torno al gendarme respectivo, que una tarde de verano avanzado, en plena calle y en nombre de Su Majestad, nos anunció, leyendo, el estado de guerra. Muchos lanzaron entonces al aire sus «sierras circulares», se sintieron liberados de la aburrida vida civil y cambiaron voluntariamente —no pocos, de forma definitiva— sus sombreros de paja que relucían amarillos caléndula por unos yelmos gris campaña, llamados cascos puntiagudos.

1903

1903

En Pentecostés comenzó la final, poco después de las cuatro y media. Los de Leipzig habíamos tomado el tren de la noche: nuestro once, tres suplentes, el entrenador y dos señores de la Directiva. ¡Nada de coche cama! Claro está que todos, yo también, íbamos en tercera, porque habíamos tenido que reunir penosamente los cuartos para el viaje. Sin embargo, nuestros muchachos se habían echado sin quejarse en los duros bancos, y me ofrecieron, hasta poco antes de Uelzen, un verdadero concierto de ronquidos.

Así llegamos a Altona bastante machacados, pero de buen humor. Como era habitual en otros sitios, también allí nos acogió un campo de maniobras corriente, atravesado incluso por un camino de grava. Las protestas no sirvieron de nada. El señor Behr, árbitro del FC 93 de Altona, había rodeado ya con una maroma aquel terreno de juego arenoso, pero impecable por otros conceptos, y marcado con serrín, con sus propias manos, las áreas de castigo y la línea central.

El hecho de que nuestros adversarios, los muchachos de Praga, hubieran podido venir se lo debían sólo a los distraídos señores de la directiva del Karlsruher FV, que habían caído en una trampa malévola, creyendo un telegrama engañoso y, por eso, no habían ido a Sajonia para la primera vuelta. De manera que la Federación de Fútbol Alemana, decidiéndose sobre la marcha, envió a la final al DFC de Praga. Por cierto, era la primera que se celebraba, y además con un tiempo espléndido, de forma que el señor Behr pudo cobrar de los casi dos mil espectadores una bonita suma, recogiéndola en un plato de hojalata. Sin embargo, aquellos quinientos marcos escasos no bastaron para cubrir todos los gastos.

Ya al comenzar hubo un contratiempo: antes de sonar el silbato, faltaba el balón. Los praguenses protestaron enseguida. Sin embargo, los espectadores más que insultar se reían. Tanto mayor fue el júbilo cuando, por fin, el cuero estuvo en la línea del centro y nuestro contrincante, con viento y sol a la espalda, hizo el saque inicial. Pronto estuvieron también ante nuestra puerta, centraron rápidamente desde la izquierda, y sólo a duras penas pudo Raydt, nuestro guardameta, alto como un árbol, salvar a Leipzig de un revés temprano. Aguantábamos, pero los pases llegaban de la derecha con demasiada precisión. Entonces, sin embargo, los praguenses consiguieron, en un amontonamiento ante nuestra zona de castigo, meter un gol, que sólo tras una serie de violentos ataques contra Praga, que tenía en Pick un portero seguro, pudimos igualar antes del medio tiempo.

Después del cambio de campo, nada pudo pararnos. En apenas cinco minutos, Stany y Riso consiguieron marcar tres goles, después de haber conseguido Friedrich nuestro segundo tanto y Stany, antes aún de la goleada, su primer gol. Es cierto que los de Praga, tras un pase nuestro fallido, pudieron marcar de nuevo, pero entonces —como queda dicho— se acabó lo que se daba y el júbilo fue inmenso. Ni siquiera el eficiente medio Robitsek, que de todas formas cometió una falta grave contra Stany, pudo detener a nuestros hombres. Después de haber advertido el señor Behr al sucio Robi, Riso, poco antes del pitido final, logró el séptimo tanto.

Los praguenses —antes tan elogiados— decepcionaron bastante, especialmente la delantera. Demasiados pases retrasados, demasiado flojos en el área. Luego se dijo que Stany y Riso habían sido los héroes de la jornada. Pero no es cierto. Los once lucharon como un solo hombre, aunque Bruno Stanischewski, al que llamábamos sólo Stany, dio a conocer ya lo que los jugadores de origen polaco han hecho, con el paso de los años, por el fútbol alemán. Como yo seguí todavía mucho tiempo en la Directiva, en los últimos años como tesorero, y asistía con frecuencia a los partidos fuera de casa, conocí también a Fritz Szepan y a su cuñado Ernst Kuzorra, es decir, la Combinación del Schalke, su gran triunfo, puedo decir sin temor: desde el campeonato de Altona, el fútbol alemán fue cada vez a más, en gran parte gracias a la alegría de juego y la peligrosidad ante la puerta de aquellos polacos germanizados.

Volviendo a Altona: fue un buen partido, aunque no un gran partido. Sin embargo, ya entonces, cuando se consideraba al VFB Leipzig, evidente e indiscutidamente, el campeón alemán, más de un periodista se sintió tentado de calentar su sopita en la cocina de las leyendas. En cualquier caso, el rumor de que los praguenses se habían ido de juerga la noche anterior en la Reeperbahn de Sankt Pauli, y por eso, especialmente en el segundo tiempo, habían estado tan lánguidos en el ataque, resultó una excusa. De su propia mano, el árbitro, señor Behr, me escribió: «¡Ganaron los mejores!».

1904

1904

—En Herne, la cosa empezó poco antes de Navidá...

—Ésas son las minas de Hugo Stinnes...

—Pero lo del «vagón nulo» existe también en otros laos, en la mina de Harpen, cuando los vagones no están llenos o hay un poco de carbón sucio en medio...

—Hasta hay que pagar una multa...

—Claro, señor Consejero de Minas. Pero una razón para la huelga de los mineros, por lo demás tan pacíficos, puede ser muy bien esa helmintiasis que se extiende por toda la Cuenca y a la que no dan importancia las administraciones de las minas, el que una quinta parte de los mineros...

—Si me lo preguntas, hasta los caballos de las minas tienen esos bichos...

—¡Qué va! Fueron los poloneses los que trajeron esas cosas...

—Pero en huelga están todos, también los mineros polacos que, como usted sabe, señor Consejero de Minas, suelen ser fáciles de calmar...

—¡Con aguardiente!

—¡Qué sandez! Aquí se emborrachan todos...

—En cualquier caso, la dirección de la huelga alega el Protocolo de Paz de Berlín del ochenta y nueve, es decir, la jornada normal de ocho horas...

—¡Eso no existe en ningún lado! ¡Por todas partes se prolongan las horas de extracción...!

—En Herne estamos unas diez horas bajo tierra...

—Pero, si me lo pregunta, son esos «vagones nulos», que en los últimos tiempos son cada vez más...

—Ahora hay ya más de sesenta pozos en huelga...

—Además, otra vez hay listas negras...

—Y en Wesel el Regimiento de Infantería número 57 está en situación de alerta y en descansen armas...

—¡Qué tontería, muchachos! Hasta ahora en toda la Cuenca no han intervenido más que los gendarmes...

—Sin embargo, en Herne tienen funcionarios de minas, como usted, haciendo de policía de minas con brazaletes y porras...

—Los llaman pinkertons, porque fue al Pinkerton americano a quien se le ocurrió primero ese truco asqueroso...

—Y como ahora hay huelga general en todas partes, las minas de Hugo Stinne están paralizadas...

—En cambio en Rusia hay algo así como una revolución...

—Y en Berlín, el camarada Liebknecht...

—Pero allí los militares se movilizaron enseguida y se liaron a tiros...

—Lo mismo que en el Sudoeste africano, allí nuestros hombres liquidan rápidamente a los hotentotes...

—En cualquier caso, en toda la Cuenca hay ahora más de doscientas minas en huelga...

—Se calcula que el ochenta y cinco por ciento...

—Sin embargo, todo va hasta ahora de una forma bastante tranquila, señor Consejero de Minas, porque incluso la dirección de los sindicatos...

—No como en Rusia, en donde hay cada vez más Revolución...

—Y por eso, compañeros, en Herne actuaron por primera vez contra los esquiroles...

—Sin embargo, como Stinnes rechaza siempre cualquier acuerdo hay que temer que...

—Ahora en Rusia están en estado de guerra...

—Pero nuestros muchachos han echado sencillamente al desierto a esos hereros y otros hotentotes...

—En cualquier caso, Liebknecht ha dicho que los obreros de San Petersburgo y nosotros, los de la Cuenca, somos héroes del proletariado...

—Sin embargo, con los japoneses los rusos no pueden acabar tan fácilmente...

—Y aquí en Herne han disparado en fin de cuentas contra nosotros...

—Pero sólo al aire...

—En cualquier caso, todos corrieron...

—Desde la Puerta de la Mina a través de la plazuela...

—No, señor Consejero de Minas, nada de soldados, sólo policía...

—Pero corrimos de todas formas.

—No hay nada como largarse, le dije a Anton...

1905

1905

Ya mi señor padre estaba al servicio de una naviera de Bremen, en Tánger, Casablanca y Marrakech, y por cierto mucho antes de la primera crisis de Marruecos. Hombre siempre ocupado, al que la política, especialmente el canciller Bülow, que gobernaba de lejos, le descabalaba los balances. Como hijo suyo, que sin duda mantenía pasablemente a flote nuestra empresa comercial frente a la fuerte competencia francesa y española, pero se ocupaba de las operaciones cotidianas de higos, dátiles, azafrán y cocos sin verdadera pasión, cambiando de buena gana la oficina por el cafetín y visitando además el zoco en busca de toda clase de pasatiempos, el volver una y otra vez sobre la crisis, tanto en la mesa como en el club, me resultaba más bien ridículo. Así que contemplé a distancia la visita espontánea del Káiser al sultán y sólo a través de mi irónico monóculo, tanto más cuanto que Abd al-Aziz supo reaccionar a la visita de Estado no anunciada con un espectáculo asombroso, y proteger a su alto huésped con guardias de corps pintorescas y agentes ingleses, sin dejar de procurarse en secreto el favor y la protección de Francia.

A pesar de los contratiempos, muy ridiculizados, ocurridos durante el desembarco —casi zozobran barcaza y soberano— la aparición del Káiser fue impresionante. Entró en Tánger, muy seguro en la silla, sobre un corcel blanco prestado y evidentemente nervioso. Incluso hubo júbilo. Espontáneamente, sin embargo, se admiró sobre todo su yelmo, del que, en correspondencia con el sol, salían señales luminosas.

Más tarde circularon en los cafetines, pero también en el club, dibujos caricaturescos, en los que el casco adornado con el águila, después de suprimidos todos los rasgos del rostro, sostenía un diálogo animado con los majestuosos bigotes. Además, el dibujante —no, no fui yo el malhechor, sino un artista al que conocía de Bremen y que trataba con el mundillo del arte de Worpswede— supo hacer resaltar de tal modo yelmo y bigotes retorcidos ante el decorado marroquí, que las cúpulas de las mezquitas y sus alminares armonizaban de la forma más viva con las redondeces del casco ricamente ornamentado y coronado por el agudo pincho.

Salvo mensajes preocupados, aquella aparición espectacular no trajo nada. Mientras Su Majestad pronunciaba discursos enérgicos, Francia e Inglaterra se pusieron de acuerdo en lo que a Egipto y Marruecos se refería. A mí, de todas formas, todo aquello me resultaba cómico. E igualmente ridícula me pareció, seis años más tarde, la aparición de nuestra cañonera Panther frente a Agadir. Sin duda, aquello tuvo efectos teatrales retumbantes. Sin embargo, sólo el yelmo centelleante del Káiser al resplandor del sol dejó una impresión duradera. Los caldereros del país lo imitaron laboriosamente, poniéndolo a la venta por todas partes. Mucho tiempo aún —en cualquier caso, más del que duraron nuestras importaciones y exportaciones— se podía comprar en los zocos de Tánger y Marrakech el casco puntiagudo prusiano en miniatura o de tamaño mayor que el natural, como souvenir, pero también como práctica escupidera; un casco así, metido con su pincho en un cajón de arena, me ha sido de utilidad hasta hoy.

A mi padre, sin embargo, que no sólo para los negocios tenía una perspicacia que imaginaba siempre lo peor y que, ocasionalmente y no del todo sin motivo, llamaba a su hijo «calavera», ni siquiera mis ocurrencias más graciosas podían estimularle los músculos de la risa, y más bien veía en ello motivo para expresar su preocupada conclusión: «Estamos cercados; aliados con los rusos, los británicos y los franceses nos están cercando», y no sólo durante la comida. A veces nos intranquilizaba con la posdata: «Sin duda, el Káiser sabe armar ruido con el sable, pero la verdadera política la hacen otros».

1906

1906

Me llaman capitán Sirius. Mi inventor es Sir Arthur Conan Doyle, famoso como autor de los relatos, difundidos por todo el mundo, de Sherlock Holmes, en los que se ejerce la criminalística de una forma estrictamente científica. Y, como de pasada, Sir Arthur trató de advertir a la insular Inglaterra del peligro que la amenazaba cuando —ocho años después de la botadura de nuestro primer submarino capaz de navegar— se publicó un relato suyo titulado Danger!, que, en el año de guerra 1915, apareció en traducción alemana como La guerra de los sumergibles (De cómo el Capitán Sirius subyugó a Inglaterra) y tuvo dieciocho reediciones hasta finales de la guerra, pero que entretanto, por desgracia, parece haber sido olvidado.

Según ese librito previsor, yo, como capitán Sirius, conseguía convencer al Rey de Norlandia, nombre con el que se designaba a nuestro Reich, de la posibilidad atrevida, pero sin embargo posible de demostrar, de privar a Inglaterra, con sólo ocho submarinos —no teníamos más—, de todo suministro de víveres, rindiéndola literalmente por hambre. Nuestros submarinos se llamaban Alfa, Beta, Gamma, Theta, Épsilon, Iota y Kappa. Por desgracia, el citado en último lugar se perdía en el Canal de la Mancha en el curso de la empresa, por lo demás coronada por el éxito. Yo era capitán del Iota y mandaba la flotilla entera. Nos apuntamos los primeros éxitos en la desembocadura del Támesis, cerca de la isla de Sheerness: con breves intervalos, hundí a disparos de torpedo en plena crujía al Adela, cargado de carne de cordero de Nueva Zelanda; inmediatamente después al Moldavia, de la compañía Oriental, y después al Cuzco, ambos cargados de trigo. Tras nuevos éxitos ante las costas del Canal y de haber hundido con diligencia barcos hasta en el Mar de Irlanda, tarea en la que, en tropel o en acciones aisladas, participaba toda nuestra flotilla, los precios comenzaban a subir, primero en Londres y luego en toda la isla: una hogaza de pan de cinco peniques costaba pronto chelín y medio. Mediante el bloqueo sistemático de todos los puertos de importación importantes, seguíamos haciendo aumentar aquellos precios ya abusivos, desencadenando el hambre en todo el país. La hambrienta población protestaba con violencia contra el Gobierno. Asaltaban la Bolsa, santuario del Imperio Británico. Quien pertenecía a la clase superior o se lo podía permitir por cualquier otro concepto, huía a Irlanda, en donde al fin y al cabo había patatas suficientes. Finalmente, la orgullosa Inglaterra tenía que hacer las paces, humillada, con Norlandia.

En la segunda parte del libro se expresaban expertos en asuntos navales y otros peritos, que corroboraban todos la advertencia difundida por Conan Doyle del peligro de los submarinos. Alguien —un vicealmirante en la reserva— aconsejó que, como en otro tiempo hizo José en Egipto, se construyeran en Inglaterra graneros y se protegieran los productos de la agricultura nacional con aranceles. Se pidió con insistencia que se renunciara al dogmático pensamiento insular y se excavara de una vez el túnel con Francia. Otro vicealmirante propuso que los barcos mercantes viajaran sólo en convoy y que se convirtieran buques de guerra de rápido desplazamiento en barcos especializados en la caza de submarinos. Sugerencias inteligentes, cuya utilidad, por desgracia, se confirmó en el curso de la verdadera guerra. En lo que se refiere a los efectos de las cargas de profundidad, yo podría hablar mucho.

Lamentablemente, mi inventor, Sir Arthur, se olvidó de contar que, siendo joven teniente en Kiel, estuve presente cuando, el 4 de agosto de 1906, se botó nuestro primer submarino en condiciones de navegar con la grúa del astillero, en medio de mucha protección porque era secreto. Hasta entonces yo había sido segundo oficial de un torpedero, pero me había presentado voluntario para la prueba de nuestra arma submarina, todavía poco desarrollada. Como miembro de la dotación, viví por primera vez cómo el U-1 era situado a treinta metros de profundidad, y poco después llegaba a alta mar por sus propios medios. Tengo que reconocer, sin embargo, que la empresa Krupp, antes, había hecho construir, de acuerdo con los planos de un ingeniero español, un buque de trece metros que navegaba bajo el agua a cinco nudos y medio. La Trucha suscitó incluso el interés del Káiser. El príncipe Heinrich participó en una inmersión. Por desgracia, el Departamento Naval del Reich retrasó el rápido desarrollo de la Trucha, y además hubo dificultades con el motor de petróleo. Sin embargo cuando, con un año de retraso, se puso al U-1 en servicio en Eckernförde, se despejó el asunto, aunque más tarde se vendieran a Rusia la Trucha y el Kambala, un barco de treinta y nueve metros armado con tres torpedos. Para vergüenza mía, me vi designado para la entrega solemne. Popes que habían viajado expresamente desde San Petersburgo bendijeron los barcos, de proa a popa, con agua bendita. Tras un dificultoso transporte terrestre, los botaron en Vladivostok, demasiado tarde para utilizarlos contra el Japón.

Sin embargo, mi sueño se realizó. A pesar de su olfato detectivesco, demostrado en innumerables historias, Conan Doyle no pudo sospechar cuántos jóvenes alemanes —como yo— soñaron con la rápida inmersión, la barredora ojeada por el periscopio, los petroleros que se balanceaban como blancos en la mira, la orden «¡Torpedo!», los muchos y celebrados impactos, la estrecha convivencia de compañeros y el viaje de regreso, con gallardetes. Y yo, que estuve allí desde el principio y, entretanto, pertenezco a la literatura, no pude sospechar que diez mil muchachos de los nuestros no volverían a emerger de su sueño submarino.

Por desgracia, gracias a la advertencia de Sir Arthur, fracasó nuestro intento repetido de hacer doblar la rodilla a Inglaterra. Tantos muertos. Sin embargo, el capitán Sirius siguió condenado a sobrevivir a todas las inmersiones.

1907

1907

A finales de noviembre se quemó, en la Celler Chaussee, nuestro taller de prensado: siniestro total. Sin embargo, estábamos en plena faena. Sin exagerar: escupíamos treinta y seis mil discos al día. Nos los quitaban de las manos. Y el volumen de ventas de nuestro catálogo gramofónico llegó a los doce millones de marcos anuales. El negocio iba especialmente bien, porque en Hanóver, desde hacía dos años, prensábamos discos que podían ponerse por ambos lados. Sólo los había en América. Mucho trompeteo militar. Poco que correspondiera a altas exigencias. Sin embargo, por fin consiguió Rappaport, es decir, un servidor, convencer a Nellie Melba, la Gran Melba, para que grabara. Al principio hacía remilgos, como luego Chaliapin, que tenía un miedo bárbaro a perder su suave voz de bajo a causa de aquel trasto diabólico, como llamaba a nuestra técnica mas reciente. Joseph Berliner, que con su hermano Emile fundó en Hanóver, antes ya de final de siglo, Die Deutsche Grammophon, trasladó luego su sede a Berlín, y con sólo veinte mil marcos de capital fundacional corría un riesgo bastante grande, me dijo una hermosa mañana:

—Haz la maleta, Rappaport, tienes que salir rápidamente hacia Moscú y, no me preguntes cómo, conseguir convencer a Chaliapin.

¡Sin exagerar! Tomé el primer tren, sin mucho equipaje, pero me llevé nuestros primeros discos de goma laca, y además el de la Melba, por decirlo así, como regalo para él. ¡Aquello sí que fue un viaje! ¿Conoce el restorán Yar? ¡Exquisito! Luego vino una larga noche en chambre séparée. Al principio bebíamos sólo vodka en vasos de agua, hasta que Fiodor, finalmente, se santiguó y empezó a cantar. No, no su plato fuerte de Boris Godunov, sino sólo esas cosas piadosas que los monjes refunfuñan con voces abismalmente profundas. Luego nos pasamos al champán. Pero sólo hacia el amanecer firmó, llorando y santiguándose sin parar. Como desde la niñez cojeo, cuando le insistí en que firmara, pensó sin duda que era el diablo. Y sólo llegó a firmar porque teníamos ya en el bolsillo al gran tenor Sobinov, cuyo contrato pudimos mostrar a Chaliapin, por decirlo así, como modelo. En cualquier caso, Chaliapin se convirtió en nuestra primera auténtica estrella discográfica.

Luego vinieron todos: Leo Slezak y Alessandro Moreschi, a los que grabamos como últimos castrados. Y luego conseguí, en aquel hotel de Milán —increíble, lo sé, un piso más arriba de la habitación en que murió Verdi— la primera grabación de Enrico Caruso: ¡Diez arias! Naturalmente, con contrato en exclusiva. Pronto cantó también para nosotros Adelina Patti y qué sé yo quién más. Suministrábamos a todos los países imaginables. Las casas reales inglesa y española pertenecían a nuestra clientela habitual. Por lo que se refiere a la casa Rothschild de París, Rappaport consiguió incluso, con algunos trucos, eliminar a su proveedor americano. Sin embargo, como comerciante en discos, me resultaba claro que no debíamos seguir siendo exclusivos, porque sólo importa el volumen, y que teníamos que descentralizarnos, para, con otros talleres de prensado en Barcelona, Viena y —¡sin exagerar!— Calcuta, poder defendernos en el mercado mundial. Por eso el incendio de Hanóver no fue un desastre completo. Sin embargo, la verdad es que nos entristeció porque fue en la Celler Chaussee, con los hermanos Berliner, donde empezamos muy modestamente. Sin duda los dos eran genios, yo sólo un comerciante en discos, pero Rappaport lo supo siempre: con los discos y el gramófono, el mundo se reinventa. Sin embargo, Chaliapin siguió santiguándose infinidad de veces, todavía durante muchos años, antes de cada grabación.

1908

1908

Es costumbre en nuestra familia: el padre lleva al hijo. Ya mi abuelo, que estaba en los ferrocarriles y sindicado, llevó a su primogénito cuando Guillermo Liebknecht volvió a hablar en el Hasenheide. Y mi padre, que estaba también en los ferrocarriles y era camarada, me inculcó, de aquellas grandes manifestaciones que, mientras duró Bismarck, estuvieron prohibidas, aquella frase en cierto modo profética: «¡La anexión de Alsacia-Lorena no nos traerá la paz, sino la guerra!».

Ahora él me llevaba a mí, chaval de nueve o diez años, cuando el hijo de Guillermo, el camarada Carlos Liebknecht, hablaba al aire libre o, cuando se lo prohibieron, en tabernas llenas de humo. También me llevó a Spandau, porque Liebknecht se presentaba allí a las elecciones. Y en el año cinco me dejaron ir en tren —ya que mi padre, como maquinista, podía viajar gratis— incluso hasta Leipzig, porque en el Felsenkeller de Plagwitz hablaba Carlos Liebknecht de la gran huelga de la cuenca del Ruhr, que estaba entonces en todos los periódicos. Sin embargo, no sólo habló de los mineros ni militó sólo contra la nobleza del repollo y la chimenea, sino que se explayó principalmente, y de forma prácticamente profética, sobre la huelga general como medio futuro de lucha de las masas proletarias. Hablaba sin papeles y pescaba sus palabras en el aire. Y ya había llegado a la Revolución de Rusia y el sangriento zarismo.

En medio había, una y otra vez, aplausos. Y para terminar se adoptó unánimemente una resolución en la que los presentes —mi padre decía que sin duda era mas de dos mil— se solidarizaban con los heroicos luchadores de la cuenca del Ruhr y de Rusia.

Tal vez fueran incluso tres mil los que se amontonaron en el Felsenkeller. Yo veía mejor que mi padre, porque él me había subido en hombros, como había hecho ya su padre cuando Guillermo Liebknecht o el camarada Bebel hablaban sobre la situación de la clase obrera. E

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