Las últimas palabras

Carme Riera

Fragmento

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Por una serie de circunstancias que no vienen al caso, con motivo de cumplirse en el año 2015 el centenario de la muerte del archiduque Luis Salvador de Habsburgo Lorena (1847, palacio Pitti, Florencia-1915, castillo de Brandýs, Chequia), en 2014 recibí el encargo de comisariar una exposición sobre sus vínculos con las islas Baleares y más concretamente con Mallorca. La figura del Archiduque, que desde pequeña me era familiar, porque pasé muchos veranos en tierras que le habían pertenecido, se convirtió desde aquel momento en casi obsesiva y sentí la necesidad de conocerla aún más. Por eso leí y releí todo cuanto los biógrafos de Luis Salvador habían escrito, y me di cuenta de que los libros de los principales —Bartolomé Ferrá, Juan March, Gaspar Sabater, Helga Schwendinger— tienden a resaltar solo un aspecto de los muchos de su personalidad poliédrica.

Para unos, lo más destacable fue su nomadismo; para otros, su sexualidad desenfrenada; para unos terceros, el interés por la ciencia. Hay quien le ha considerado un hippy antes de los hippies e incluso un perfecto vividor, a pesar de que fuera capaz de trabajar sin descanso más de diez horas diarias.

En mi opinión, fue, por encima de todo y de todos, un hombre libre que tuvo la fortuna de poder vivir según sus deseos y amar sin prejuicios rodeándose de las personas que más le interesaron, desde científicos a artistas, pasando por una pequeña corte estrafalaria y cosmopolita, integrada, mayoritariamente, por gentes de condición humilde.

Con el deseo de obtener información fidedigna sobre el personaje, contacté con diversos descendientes de algunos de los integrantes de su corte, pero casi nada de lo que me dijeron era nuevo, formaba parte de la enorme cantidad de anécdotas que ya había oído contar en la infancia: vestía de manera descuidada, le encantaba que lo confundiesen con cualquiera de sus servidores, no permitía que se talara un solo árbol de sus fincas, amaba a los animales, en especial a los caballos y a los perros que criaba. Esas anécdotas todavía hoy nutren el imaginario popular isleño y pasan a la Literatura con mayúscula.

Mario Verdaguer lo convierte en protagonista de La isla de oro. Llorenç Villalonga, en personaje secundario de Mort de dama. Ernest Gaubert le dedica un capítulo de su novela La majorquine y es el referente fundamental de La dama de les boires de Gabriel Janer Manila.

También Rubén Darío habla de él en sus dos libros sobre Mallorca, además de citarlo en la «Epístola a la señora Lugones». Santiago Rusiñol en La isla de la calma se refiere al Archiduque con elogio, igual que en Las islas olvidadas Gaston Vuillier, que acabó por convertirse en uno de sus colaboradores más cercanos y vivió largas temporadas en Valldemossa.

Charles W. Wood, Miquel dels Sants Oliver, Azorín, Miguel de Unamuno, Josep Pla, José M. Salaverría, Mary Stuart Boyd y un largo etcétera escriben igualmente sobre Luis Salvador de Habsburgo. Todos alaban su sencillez, el interés por preservar el paisaje, el patrimonio isleño y su labor de mecenazgo.

Martel —el gran espeleólogo francés, descubridor del lago que lleva su nombre en las famosas Coves del Drac de Manacor— va aún más lejos cuando asegura que el Archiduque «es el soberano moral de Mallorca».

Me entretuve en analizar todos esos textos, a los que añadí cuantas noticias pude encontrar en la prensa local en torno al personaje, en especial sobre sus idas y venidas a las Baleares y sobre la edición de sus obras.

Las abundantes interpretaciones literarias y periodísticas de su figura me interesaron bastante, a pesar de que a veces consistían en un mero apunte, una acertada nota; otras, en una adulación mayúscula para obtener algún beneficio. Sin embargo, en ninguna encontré lo que buscaba, lo que para mí era fundamental: la clave que me permitiría abrir la puerta del misterio, conocer la cara oculta del Archiduque, la cara escondida y secreta, aquella de la que no hablan los biógrafos ni los descendientes de sus herederos. Me obstinaba en desentrañar el enigma que, durante una época, también magnetizaba a la mayoría de los visitantes que llegaban a Mallorca para dar cuenta escrita de su viaje, entre finales del siglo XIX y la primera quincena del XX. Todos quieren conocer a Luis Salvador o cuando él no está, porque navega en su yate, permanece en Ramleh, la finca que se ha comprado en Alejandría, se encuentra en Trieste o en Brandýs —no siempre vivió en Mallorca, a veces pasó casi diez años sin volver—, peregrinan a sus tierras de Miramar, entre Valldemossa y Deià, consideradas la maravilla oficial de la isla, como señala Unamuno.

Pocos se hurtan a la fascinación que su figura ejerce, quizá porque intuyen, como yo misma, que detrás de una imagen bastante conocida, la más difundida y celebrada de mecenas, ecologista avant la lettre, existe otra misteriosa, casi clandestina y, en consecuencia, más atractiva y sugerente.

Como a menudo sucede con los personajes que nos atraen, mucho de lo que querríamos saber sobre sus vidas continúa oculto. Es el reclamo de su misterio lo que nos lleva a seguir preguntándonos sobre su vida. Porque, en realidad, ¿qué sabemos de Luis Salvador? Las respuestas a las muchas preguntas son escasas y los interrogantes siguen abiertos. ¿Por qué nunca se casó? ¿Tuvo amantes de ambos sexos? ¿Sedujo o se dejó seducir, sin evitar la tentación de la promiscuidad? No reconoció nunca a ningún hijo, pero ¿los tuvo? ¿Era impotente? ¿Contagió la sífilis a algunas de sus amantes? ¿Por qué, a pesar de que detestaba la corte, viajaba a menudo a Viena para entrevistarse con el Emperador? ¿Por qué razón dejó toda su herencia a su secretario y a los hijos de su secretario? ¿Por qué escogió viajar a las Baleares? ¿Por qué pasó buena parte de su vida navegando? ¿Qué interés lo movía a comprar casas en lugares estratégicos del Mediterráneo? ¿Por qué huía y de qué?

Mientras preparaba la exposición intentaba cerrar todos estos interrogantes, que muchas noches me mantenían desvelada, y muchos días, obsesionada, tan desazonada y molesta como si los llevara clavados igual que garfios sobre la piel.

Ninguna de las respuestas posibles, algunas también contestadas por sus biógrafos con argumentos parecidos a los que yo utilizaba, tenía una base objetiva fundamentada en datos comprobables. Tampoco los había encontrado en su obra, que me había dedicado a leer con gran atención, escrita en francés, italiano, castellano y catalán o traducida del alemán a estas dos últimas lenguas, como los volúmenes de Die Balearen, Las Baleares descritas por la palabra y la imagen o Canciones de los árboles: ensueños de invierno en mi jardín de Ramleh.

Necesitaba, en consecuencia, cambiar de estrategia y buscar de manera directa las fuentes documentales que se conservan en los archivos de Praga y de Mallorca, perfectamente catalogadas. Empecé por ahí. Durante el verano de 2014 pasé muchas horas leyendo la correspondencia depositada en el Archivo del Consell de Mallorca.

La obsesión del Archiduque por guardarlo todo, almacenándolo cuidadosamente, hizo posible, por ejemplo, que al morir su madre reuniera y enviara a Mallorca las cartas que él le escribió a lo largo de su vida, que son una fuente extraordinaria para conocer sus relaciones familiares e incluso las sentimentales. Además permiten observar que las cartas más largas, cariñosas y halagadoras son aquellas en las que le pide dinero. Un dinero que María Antonieta de Borbón-Dos Sicilias acaba por regalarle o prestarle a veces con intereses, que casi siempre le son condonados.

También pude consultar otro tipo de correspondencia, en especial la que le dirigían los colaboradores de sus obras, sus administradores, algunos amigos y parientes, escrita en varios idiomas (italiano, alemán, francés, catalán, castellano, checo), y unas pocas cartas en escritura cifrada.

Pero la correspondencia con sus amantes, o presuntos amantes, con excepción de la de Catalina Homar, no está en los archivos. Nunca ha sido depositada allí. Cuando todavía la guardaban los descendientes de sus herederos, algunos de sus biógrafos, como Juan March, tuvieron acceso a ella.

Tal vez la escabrosidad de algunas cartas, en especial las de Francesco Spongia, publicadas en parte por March, influyó para esconderlas bajo siete mil llaves o para hacerlas desaparecer, o un alma piadosa las quemó una noche de invierno en la chimenea de alguna finca heredada del Archiduque. O quién sabe si fueron vendidas con otros papeles archiducales y quienes las compraron lo hicieron a la espera de que en algún momento su valor, pretendidamente morboso, subiera de precio. Otras se volatilizaron de manera misteriosa, como las de su secretario mallorquín, Antonio Vives, que durante más de cuarenta años estuvo al servicio de Su Alteza y se casó con quien el Archiduque le mandó que se casara la primera vez y, después de quedarse viudo, le dio, al parecer, un gran disgusto cuando decidió contraer matrimonio con una de las mujeres del séquito archiducal, con la que mantenía una relación amorosa sin que Luis Salvador lo supiera.

Tengo que confesar que mi curiosidad por leer la correspondencia del Archiduque con las y los amantes o presuntos amantes era enorme. Su vida sentimental se me escapaba y en cuanto a la erótica, documentada en la biografía de March, tal vez con un exceso de pus y de genitalidad, suponía que las cartas ayudarían a clarificarla.

Por el contrario, la correspondencia que trata de las cuestiones científicas, que tiene que ver con el trabajo del Archiduque como antropólogo, geógrafo, zoólogo, botánico, etcétera, permanece a disposición de cualquier persona interesada en los archivos de Praga y de Mallorca, perfectamente conservada y catalogada. Intentando localizar la que faltaba de carácter privado —que algunos de los actuales herederos, nietos o bisnietos del secretario, consideraban desaparecida, tal vez vendida o quién sabe si hurtada—, visité las pocas librerías de viejo que quedan en Palma, por si en alguna de las que también antes vendían ese tipo de documentos tuvieran todavía algún papel de interés. Pero no encontré nada relacionado con el Archiduque, con la excepción de algunos volúmenes sueltos de Die Balearen y ejemplares de las diversas reediciones modernas de Olañeta, que yo ya había comprado hacía mucho tiempo. No obstante, en una de las librerías había un montón de cajas llenas de postales que un amable librero puso a mi disposición por si quería entretenerme en buscar algo que pudiera ser de utilidad para mi pesquisa.

Me quedé tres tardes revolviendo las cartulinas, que, en general, reproducían viejas fotografías de vistas y monumentos de ciudades europeas, dirigidas, casi siempre, por amigos y parientes viajeros a compatriotas mallorquines. Pasé varias horas entretenida y un poco melancólica —la letra de los muertos me empuja inevitablemente a ese estado—, pero no encontré nada de lo que buscaba.

El tercer día, un atardecer luminoso de primavera en el que pude contemplar las primeras bandadas de vencejos trazando círculos sobre el cielo de la ciudad, presagio del verano que tanto me gusta, y por eso lo recuerdo bien, tuve más suerte. Di con dos postales con vistas de Viena y matasellos de una estafeta de la misma ciudad sobre un color rojo desvaído que enmarcaba el perfil barbado del emperador Francisco José, dirigidas a Ludwig Graf Neudorf, Miramar, Mallorca. El texto de ambas, escrito en alemán, con letra regular y pulcra, era breve, amable y circunstancial. Un texto que, en la época en la que la gente escribía postales y no WhatsApps, cualquiera hubiera podido dirigir a un pariente, amigo o conocido porque, menos el destinatario, el resto era de lo más corriente, doméstico, trivial, según me tradujo el librero: «Alteza, le envío un cordial recuerdo desde Viena, deseándole, como siempre, lo mejor». «Alteza, aprovecho para enviarle un muy cordial saludo también de parte de mi familia.»

Las postales no llevaban fecha y la del matasellos estaba demasiado borrosa para poder acertar el año exacto, pero las dos primeras cifras (un 1 y un 9) indicaban que pertenecían al siglo XX y, presumiblemente, a antes de 1913 y no después de 1915, y de ningún modo de 1916, ya que el Archiduque se ausentó definitivamente de Mallorca en 1913, murió en octubre de 1915 y el Emperador, en noviembre de 1916. Quien las firmaba lo hacía solo con una inicial: E. ¿Quién era E? E podía ser cualquiera de las personas que habían tenido tratos con Luis Salvador, probablemente alguno de sus colaboradores o editores, puesto que la letra parecía la de una persona culta, cosa que la mayoría de integrantes de su séquito no era.

Tal vez, porque la inicial coincidía con la de su nombre, se tratara de Erwin Hubert: copista, amanuense, primero, y más adelante, secretario de Su Alteza Imperial.

Compré en seguida las postales, pese a que su precio me pareció excesivo dado su contenido intrascendente. No obstante, le pedí al librero que, si encontraba otras dirigidas al Archiduque, me las guardara, aunque me daba cuenta de que mi interés las haría subir de valor. Naturalmente, aproveché para preguntarle si sabía quién más podía tener correspondencia venal.

Frente a una taza de café —puesto que, además de estantes atiborrados de volúmenes, en la librería hay una barra de bar un tanto clandestina, pero abierta al público—, el librero me demostró que conocía la vida y milagros, según su parecer muchos y de diversa laya, de Luis Salvador. Corroboré una vez más que el personaje del Archiduque era y es todavía, por lo menos para algunos mallorquines, una especie de tótem cuyas atribuciones consideran familiares. Algo que también sucede con otros aspectos de la cultura local, como por ejemplo la tan paradójicamente mallorquina cruz de Malta. Pero no quiero entrar en disquisiciones de ese tipo, que están fuera de lugar.

Lo que más me interesó de la conversación de aquella tarde el librero lo soltó al final, cuando él iba a cerrar el local y yo a despedirme. No sé si para demostrarme hasta qué punto era capaz de dosificar la información que yo buscaba con tanto afán, o como premio a que le hubiera permitido exhibir, sin apenas interrumpirle, sus conocimientos archiducales durante más de una hora. Lo que me dijo —no de manera directa, sino empleando circunloquios y subterfugios que no merece la pena transcribir— fue que, aunque nunca había traficado con correspondencia, suponía quién podía tenerla y además a la venta, a pesar de que probablemente sería cara. Sin embargo, le pedí, casi le supliqué, que me dijera de quién se trataba y dónde podía encontrarle, pero no quiso añadir nada que pudiera servirme para llegar hasta él ni me pr

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