I
Introducción a los años peronistas
por JUAN CARLOS TORRE

Manifestantes durante el 17 de octubre de 1945
La historia política de la Argentina en el siglo XX se divide en dos: antes y después del surgimiento del peronismo. Al constituirse como fuerza política en 1945 desplazó hacia el pasado la tradicional oposición entre radicales y conservadores sobre la que habían girado las luchas políticas desde la cruzada por la libertad del sufragio. En el lugar de esa oposición se levantó otra, más cargada de contenidos de clase y tributaria de los conflictos que acompañaron la expansión de los derechos sociales y la integración política y social de vastos sectores del mundo del trabajo. En 1945 se modificaron tanto los términos como las fuentes de la principal oposición en torno de la que estaba organizada la vida política. Sin embargo, no cambió demasiado la intensidad con la que vivieron sus contrastes los bandos situados a ambos lados de esa fractura política.
La hostilidad que enfrentó a radicales y conservadores en tiempos de Yrigoyen se prolongó en la hostilidad existente entre peronistas y antiperonistas durante el ascenso y la consolidación de Perón en el poder. Dos momentos clave en la formación de la Argentina moderna —la apertura del sistema político y la institucionalización de las realidades propias de una sociedad industrial— estuvieron, así, atravesados por profundos desgarramientos del consenso nacional. La extrema facciosidad que caracterizó las luchas políticas tuvo un desenlace previsible: la gestación de una recurrente crisis de legitimidad que incidió negativamente sobre la perduración de cada avance hecho en la construcción de una comunidad política más democrática y más igualitaria.
Este libro se ocupa de un capítulo central de esa trayectoria del país, los años peronistas. Su comienzo se ubica en 1943, cuando se inició la secuencia histórica que llevó al encuentro de Perón y las masas obreras y a la conquista del poder político. Su terminación se produjo en 1955 por un golpe militar con un fuerte respaldo civil. Siguiendo la organización de los volúmenes de la Nueva Historia Argentina, los aspectos más significativos del período son abordados en diferentes capítulos. Este formato, si bien permite un tratamiento más pormenorizado, tiene el inconveniente de diluir la trama compacta de esa historia. Para subsanarlo, hemos incluido una introducción donde se ofrece un relato unificado para que sirva como guía de lectura de los capítulos de varios autores que contribuyen a este libro.
LA REVOLUCIÓN DEL 4 DE JUNIO Y EL ASCENSO POLÍTICO DE PERÓN
En 1943 el ciclo de la restauración conservadora abierto en septiembre de 1930 con el derrocamiento de Hipólito Yrigoyen terminó abruptamente también por obra de un golpe militar. El 4 de junio el gobierno de Ramón Castillo fue desplazado sin ofrecer resistencia. Comenzó, entonces, un nuevo ciclo político destinado a producir transformaciones de amplio y duradero impacto en los equilibrios políticos y sociales del país. Sin embargo, la dirección de los cambios futuros fue difícil de discernir en medio de la confusión política que rodeó los primeros momentos del alzamiento militar. Un episodio revelador fue la renuncia antes de asumir de quien encabezara inicialmente el golpe, el general Arturo Rawson, y su reemplazo por el general Pedro Ramírez, ministro de Guerra del depuesto gobierno constitucional.
La Revolución de Junio fue la obra de unas Fuerzas Armadas atravesadas también ellas por los principales contrastes que dividían a la vida política nacional. El primero de ellos era la actitud frente a los bandos en pugna en la Segunda Guerra Mundial. En sintonía con la tradición del país, el presidente Castillo había optado por la política de neutralidad, pero decidió persistir en ella aun después que los Estados Unidos la abandonaran, al entrar en el conflicto bélico a fines de 1941. En estas condiciones, la neutralidad cambió de significado para ser la expresión de toda una definición ideológica, la resistencia a incorporarse a la cruzada mundial de las democracias contra el fascismo. La posición oficial se convirtió así en objeto de ásperas controversias y fuertes presiones. Sectores crecientes de la opinión pública levantaron tribunas, y desde ellas figuras políticas e intelectuales del conservadurismo liberal, del radicalismo y del socialismo hicieron escuchar su voz reclamando el alineamiento argentino con la causa de los países aliados. Por su parte, Washington respondió al recalcitrante neutralismo de Castillo suspendiendo la venta de armamentos. Estas divergencias se trasladaron dentro de la corporación militar: la política de ruptura con las potencias del Eje era compartida por altos oficiales del Ejército; no obstante, la opinión mayoritaria de los cuadros intermedios se inclinaba por el mantenimiento de la neutralidad.
Un segundo e importante contraste estaba planteado en torno del funcionamiento de las instituciones políticas. Tres años antes de la Revolución de Junio, durante la presidencia de Roberto Ortiz, había comenzado un proceso destinado a depurar las prácticas políticas de la restauración conservadora. Electo por medio del fraude y al frente de una coalición fragmentada por disputas internas, Ortiz buscó un acercamiento con los radicales. Con ese fin, a principios de 1940, anuló elecciones fraudulentas en las provincias e intervino el bastión conservador más importante, la provincia de Buenos Aires. Ese mismo año los radicales triunfaron en las elecciones legislativas y consolidaron su predominio en el Congreso. El programa de regeneración democrática iniciado por Ortiz fue, empero, de corta duración. En julio de 1940, enfermo, debió delegar el gobierno en su vicepresidente, Ramón Castillo, quien pronto desandó el camino recorrido: tomó distancia de los radicales e incluso de su propio partido y recurrió otra vez al fraude para asegurar las victorias electorales de sus contados aliados políticos. En el deslizamiento hacia una gestión cada vez más autoritaria, Castillo se replegó sobre el respaldo que le brindaban sus apoyos en las Fuerzas Armadas. En ellas la evolución de la situación política suscitaba también reacciones divergentes. Había quienes, por sus contactos con el partido radical, seguían con inquietud el retorno del fraude, pero éste era un sector minoritario; en el grueso de la oficialidad el rechazo era más amplio y se extendía hasta abarcar a los partidos y a las instituciones de la democracia liberal.
En el contexto definido por estos contrastes, a principios de 1943 Castillo tomó una decisión que sería fatal para su suerte política. En el mes de septiembre debían realizarse las elecciones convocadas para elegir a un nuevo presidente. A ellas los partidos de la oposición se aprestaron a concurrir reuniendo fuerzas en una coalición, la Unión Democrática, constituida en diciembre de 1942 a partir de la confluencia de la Unión Cívica Radical con el Partido Socialista y el Partido Demócrata Progresista. Con ese mismo fin, Castillo designó como candidato de sus sectores adictos al senador conservador Robustiano Patrón Costas. Gran hacendado del norte, asociado según la opinión pública con las prácticas feudales dominantes en los ingenios azucareros y conocido partidario del fraude, el candidato de Castillo resumía los rasgos más irritativos de la restauración conservadora. A estos antecedentes, Patrón Costas agregaba otro y éste era su simpatía hacia la causa aliada y la posición de los Estados Unidos.
La decisión de Castillo tuvo por efecto aglutinar en un rechazo unánime al único sector del país que estaba en condiciones de obstaculizar sus planes: las Fuerzas Armadas. Tanto los oficiales que mantenían viva la idea de una regeneración de las prácticas políticas como los que eran partidarios del neutralismo encontraron en la postulación de Patrón Costas razones suficientes para coincidir en un golpe de Estado que, por un lado, los liberara de verse complicados con una nueva farsa electoral y, por el otro, bloqueara la rectificación de la política exterior. Las distintas facciones militares se sumaron a la Revolución de Junio creyendo cada una que de ese modo quedaba despejado el camino para sus propias aspiraciones. La confusión que siguió al 4 de junio fue la consecuencia previsible de esa diversidad de objetivos. En un punto, sin embargo, el acuerdo fue total: la represión al comunismo y a las organizaciones obreras. Más allá, los rumbos del alzamiento militar permanecieron inciertos en los meses iniciales.
Quienes primero vieron frustradas las esperanzas puestas en el golpe fueron los radicales, al comprobar que el régimen militar en lugar de preparar la vuelta a comicios libres ponía límites a la actividad política. Luego fue el turno de los que abogaban por la ruptura con el Eje, que asistieron impotentes al descabezamiento del reducido grupo de oficiales aliadófilos, después de un fallido intento de aproximación a los Estados Unidos. En octubre de 1943 se produjo, finalmente, una revolución dentro de la revolución. El poder pasó a manos de un núcleo de coroneles y tenientes coroneles pertenecientes a la logia secreta autodenominada Grupo de Oficiales Unidos (GOU) que se formó en los meses previos al golpe. Los miembros del GOU, la mayoría de ellos sin mando de tropa, habían cedido la iniciativa en el derrocamiento de Castillo a la jerarquía del Ejército y a los jefes de unidades; para sí se reservaron posiciones clave en el Ministerio de Guerra y en la presidencia. Desde allí maniobraron con éxito, usando sus influencias, y al cabo de cuatro meses se apoderaron de la conducción política de la Revolución de Junio. Partidarios de un neutralismo intransigente, estos jóvenes oficiales concebían el 4 de junio como la oportunidad histórica para reorganizar las bases institucionales del país a fin de ponerlo al abrigo de la corrupción de los políticos y de la amenaza comunista. Esta reorganización vendría con el establecimiento del imperio de la cruz y de la espada en el lugar hasta entonces ocupado por la Argentina liberal y laica.
Con los resortes del poder bajo control pasaron a la acción rápida y contundentemente: redoblaron las medidas represivas contra los grupos de izquierda y los sindicatos, declararon fuera de la ley a los partidos políticos, intervinieron las universidades, lanzaron una campaña moralizadora en los espectáculos y las costumbres; finalmente, implantaron la obligatoriedad de la enseñanza religiosa en las escuelas públicas. En esta empresa contaron con la colaboración de un elenco entusiasta de nacionalistas y católicos integristas, cuya gravitación desde sus cargos en la administración y la enseñanza fortaleció el sesgo clerical-autoritario que presentaba la Revolución de Junio hacia fines de 1943.
No sorprende que en la opinión democrática del país y del exterior el régimen militar fuese visto como un experimento fascista. Ello se tradujo bien pronto en su aislamiento político, que fue acentuándose con la evolución de la guerra a favor de la causa aliada. En un esfuerzo por salir de una situación que se tornaba insostenible pero asimismo bajo la presión de los Estados Unidos, en enero de 1944 el presidente Ramírez decidió la ruptura de relaciones con el Eje. La decisión, que sólo tenía consecuencias diplomáticas y no implicaba el enrolamiento activo del país en la guerra, provocó, no obstante, una fuerte conmoción dentro de la cúpula militar. Una primera consecuencia fue el desplazamiento de Ramírez y la designación del ministro de Guerra, general Edelmiro Farrell, en la presidencia. La segunda consecuencia habría de ser la que en breve plazo tendría el impacto mayor: el desencadenamiento de una intensa y sorda puja entre los miembros del GOU y de la que emergería convertido en el hombre fuerte de la revolución el coronel Juan Domingo Perón.
Por entonces Perón tenía 49 años. Hijo de un propietario rural mediano radicado con modesta fortuna en el sur del país, había ingresado al Ejército siendo adolescente. En 1913 se graduó en el Colegio Militar con el grado de subteniente y optó por el arma de infantería. En 1920 fue transferido a la Escuela de Suboficiales, con asiento en Campo de Mayo, donde hizo sus primeras experiencias como instructor militar. En los cinco años en los que se desempeñó en ese destino se hizo conocer, además, por su afición a los deportes, el boxeo y en particular la esgrima, en la que llegó a ser campeón del Ejército. En 1926 fue enviado a la Escuela Superior de Guerra. Fundada en 1900 con el propósito de profesionalizar el cuerpo militar, los cursos de perfeccionamiento impartidos en esta institución se convirtieron en 1915 en requisito para ascender a capitán. Con este grado Perón se recibió en 1929 y en su foja de servicios quedó registrado que tenía “condiciones excelentes para el servicio de Estado Mayor y muy buenas para aspirar al profesorado de historia militar”. En los años sucesivos ocuparía ambas posiciones; antes, dos acontecimientos, uno en el plano privado y otro en el profesional, marcarían su trayectoria personal. El primero fue su casamiento en 1929 con Aurelia Tizón, catorce años más joven e hija del dueño de un negocio de fotografía del barrio porteño de Belgrano. Tanto la diferencia de edad como la pertenencia de su esposa a una respetable familia de clase media se correspondían con las prácticas convencionales de los jóvenes oficiales como Perón a la hora de contraer matrimonio y formar un hogar.
El otro acontecimiento fue su participación en el movimiento militar que derrocó a Yrigoyen. Perón se vinculó inicialmente con la facción de militares nacionalistas que rodeaba al general José F. Uriburu sólo para apartarse pronto de ella desilusionado por su incompetencia para las tareas conspirativas. El golpe de Estado lo habría de encontrar, finalmente, detrás de los altos oficiales ligados al rival de Uriburu, el general Agustín P. Justo, entre los que se contaban los tenientes coroneles B. Descalzo y J.M. Sarobe, profesores suyos en la Escuela de Guerra y el primero, padrino de su casamiento. Ambos sectores tenían visiones opuestas sobre los objetivos de la Revolución de 1930. El círculo de Uriburu era favorable a un régimen militar que llevara a cabo una reforma institucional para suprimir los partidos y abrir paso a un sistema corporativista; los allegados a Justo estaban, en cambio, más inclinados por una intervención militar transitoria, seguida luego por el llamado a elecciones y la vuelta al gobierno civil. Las secuelas de este conflicto se hicieron visibles con la instalación del gobierno revolucionario y alcanzaron también a Perón. Uriburu, sobre quien recaería la jefatura política de la revolución, una vez en la presidencia purgó inmediatamente la nueva administración de los elementos asociados a Justo. Entre ellos ése fue el caso de Perón: designado al día siguiente del golpe en la secretaría privada del ministro de Guerra, un mes más tarde fue separado de su cargo oficial y transferido a la Escuela de Guerra como titular de la cátedra de historia militar.

El teniente primero Juan Domingo Perón (sexto desde la izquierda) en una cena de camaradería de las Fuerzas Armadas, 1923.
Los avatares de la política militar lo condujeron, así, al podio de profesor, en el que adquiriría una experiencia crucial para su futura carrera política. Allí tuvo ocasión de iniciarse en las rutinas de la docencia: hablar en público, expresar ideas con coherencia, interesar y mantener la atención de la audiencia. El ámbito militar, acostumbrado a las consignas claras y a las órdenes simples, era, por otra parte, poco propicio a la retórica elegante y elaborada e imponía un estilo de comunicación llano y directo. De todo ello Perón sacaría buen partido cuando, llegado al poder, hizo de la presidencia un púlpito, al servicio ahora de su propio mensaje. Durante los años en la Escuela de Guerra escribió tres libros de historia militar, que revelaron en él más a un lector atento que a un pensador original. En 1932 volvió al centro de la burocracia militar traído por el desenlace final de la Revolución de Septiembre. Luego de que la tentativa de Uriburu fracasara en medio de su soledad política dentro de la corporación militar, ese año se llevaron a cabo elecciones. En ellas resultó electo presidente al frente de una coalición conservadora el general Justo, con el auxilio de la proscripción de los candidatos radicales. Perón fue designado entonces ayudante de campo del nuevo ministro de Guerra, general Manuel Rodríguez.
Desde esa posición pudo observar de cerca la exigente tarea que se asignó el general Rodríguez por encargo del presidente Justo: devolver a la disciplina profesional a un Ejército que acababa de salir de los cuarteles para hacer conocer al país sus preferencias políticas. No obstante los esfuerzos del ministro de Guerra, el cuerpo de oficiales se desenvolvió a partir de 1930 en un estado de deliberación permanente. En esas circunstancias la preservación de la unidad militar demandó una vigilancia incesante así como la manipulación de las rivalidades internas. Durante los dos primeros años del gobierno de Justo oficiales de origen radical intentaron sin éxito el camino de la rebelión desde las lejanas guarniciones de provincia adonde habían sido relegados. Luego, el epicentro de las actividades conspirativas se trasladó a los seguidores de Uriburu, los cuales sin peso suficiente en la jerarquía castrense condensaron su condena a la traición de los ideales nacionalistas en gestos simbólicos de protesta. Perón, por su parte, se mantuvo alejado de estas tentativas. “Oficial de gran porvenir” fue la calificación que mereció del general Rodríguez en su paso por el Ministerio de Guerra, donde revistó hasta 1935 mientras dictaba simultáneamente su cátedra en la Escuela de Guerra.
Su próximo destino fue la agregaduría militar en la embajada argentina en Chile, en enero de 1936. Durante los dos años en los que se prolongó su estadía, Perón aplicó sus cualidades personales —una estudiada y, sin embargo, fresca simpatía— para ganarse amigos con el fin de cumplir con la misión que le fuera asignada: obtener clandestinamente información sobre los planes expansionistas chilenos en el sur del país. Sus actividades no pasaron desapercibidas para los servicios de inteligencia locales, que infiltraron progresivamente sus contactos. No obstante, éstos se abstuvieron de intervenir a la espera de la ocasión que hiciera más efectiva dentro de la política interna de Chile la denuncia del espionaje argentino. Esa ocasión llegó en 1938, cuando Perón ya estaba de regreso en Buenos Aires. Fue su sucesor en la agregaduría militar, el mayor Eduardo Lonardi, quien terminó siendo sorprendido en plena negociación con agentes dobles chilenos y, en consecuencia, forzado a abandonar el país en medio del escándalo político. Unos diecisiete años más tarde, Perón y Lonardi volverían a cruzarse pero en circunstancias bien diferentes.
El Ejército al que se reintegró Perón después de su estadía en Chile era una institución en plena efervescencia política. Con el paso del tiempo la correlación de fuerzas de 1930 se había ido invirtiendo a medida que los elementos liberales fueron reemplazados por una nueva generación de cuadros de orientación más nacionalista. Esta evolución de la opinión militar era el fruto de varias influencias. Durante la década del treinta se produjo un fortalecimiento de los vínculos profesionales con el Ejército alemán al reanudarse la práctica anterior a la Primera Guerra Mundial de enviar oficiales a perfeccionarse en Alemania. A su vez, la embajada de ese país en Buenos Aires desarrolló fluidos e intensos contactos con el personal militar argentino. En ese marco, la admiración por la maquinaria bélica alemana se extendió para numerosos oficiales hasta el mismo régimen nazi, cuyas realizaciones eran vistas como la culminación feliz de la supresión de la política democrática y de la industrialización para el rearme nacional. Otra influencia decisiva fue la ejercida por la Iglesia, embarcada en la época en una vigorosa ofensiva contra la tradición liberal del país con el fin de dilatar su presencia pública y, más ambiciosamente, recuperar al Estado para la fe católica. En esta empresa, la conquista del Ejército fue una operación previa y necesaria, que se llevó a cabo a través de un trabajo capilar y silencioso en los cuarteles por una densa red de capellanes castrenses e intelectuales católicos. Finalmente, estaba la gravitación negativa del espectáculo poco edificante que ofrecía la vida política del país sobre las exhortaciones a la disciplina hechas por la cúpula militar. La combinación de estas influencias hizo que fuese cada vez mayor la brecha entre la concepción oficial del papel del Ejército y la que era propia de una mayoría creciente de oficiales. Para éstos, la misión del Ejército dejó de estar asociada a la defensa del territorio y la legalidad constitucional para ser concebida más bien en términos de la defensa de la nacionalidad, de una identidad argentina radicada en la tradición, la historia, los valores cristianos.
El eco de este clima de ideas en Perón quedó registrado en su correspondencia personal. En la carta que dirigiera en 1936 al general Francisco Fasola Castaño solidarizándose con su actitud, luego de que éste fuera sancionado por haber criticado públicamente al presidente Justo, escribió: “A poco de asumir el actual Presidente de la República, muchos de nosotros nos dimos cuenta de que las intenciones y el rumbo de la primigenia revolución se habían torcido; ¡y pensar, mi querido general, que fuimos algunos utilizados en los designios y en los provechos de aventuras personales!” Y agregó: “Hombres esclarecidos como Ud., nos permitirán seguramente retornar a un sendero más argentinista que el actual”. En otra carta de 1939, comentando la coyuntura política en el comienzo de la presidencia de Ortiz a uno de sus familiares, vaticinó: “Los conservadores, tarde o temprano, volverán a mostrar la hilacha y el pobre pueblo sufrirá otra vez las consecuencias. No habrá paz hasta que un verdadero gobierno nacional tome las riendas de la nación”. Quien así escribía, haciendo suyas las expresiones características de la retórica nacionalista, tenía por delante todavía otra e importante experiencia formadora, la de ser testigo en directo del fascismo en el poder. A ella llegó a través del infortunio: la muerte de su esposa, a la edad de 30 años, enferma de cáncer, en septiembre de 1938. Esta pérdida personal probablemente influyó para que sus superiores en el Estado Mayor aprobaran su pedido de ser destinado a una misión de estudios en el extranjero. En febrero de 1939 el ya entonces teniente coronel Perón partió a la Italia de Mussolini con la finalidad de perfeccionarse en las prácticas del ejército de montaña.
Los dos años que habría de pasar en su nuevo destino dejarán en él impresiones profundas y duraderas sobre las que volvería una y otra vez en el futuro, cuando buscara explicar a otros y a sí mismo la evolución de sus ideas. Esas impresiones poco y nada tuvieron que ver con el arte militar de las tropas destacadas en los Alpes italianos a las que fue asignado. Éste hubo de ser más bien el observatorio desde donde pudo seguir, con la curiosidad intelectual que lo distinguía entre sus contemporáneos, los acontecimientos políticos y bélicos de Europa. Después de un primer año en la montaña logró su traslado a la agregaduría militar de la embajada argentina en Roma, un lugar más conveniente para adquirir un conocimiento de primera mano sobre el experimento corporativista de Mussolini. La misión de estudios terminó en diciembre de 1940. De regreso al país, al mes siguiente recibió la orden de trasladarse a Mendoza en calidad de profesor del centro de instrucción de las tropas de montaña. Allí tuvo la oportunidad de frecuentar y hacer amistad con varios oficiales que más tarde lo acompañarían en su carrera política; entre ellos, el teniente coronel Domingo Mercante, luego su mano derecha, y el general Edelmiro Farrell, su apoyo importante dentro de la jerarquía militar. Había pasado poco más de un año en Mendoza cuando Farrell intervino y lo trajo consigo a sus oficinas en Buenos Aires. Desde ellas, y con el flamante grado de coronel, Perón se volcó de lleno a la actividad dominante del cuerpo de oficiales, la conspiración, y en febrero de 1943 se contó entre los miembros fundadores de la logia militar que habría de apoderarse del control político del golpe del 4 de junio.
Cuando hacia mediados de 1944 estalló el conflicto dentro del GOU la Revolución de Junio se hallaba a la defensiva. En parte por el giro adverso de la situación internacional. El avance triunfal de las potencias del Eje se había detenido y comenzaba el repliegue bajo el asedio de los ejércitos aliados. En parte también por su propia orfandad de ideas y apoyos. Durante el año transcurrido en el gobierno, la elite revolucionaria había invertido sus energías más en la condena doctrinaria que en las políticas concretas, mostrando a la vez un desinterés manifiesto por el respaldo civil, convencida de la autosuficiencia de su cruzada regeneradora. Todo parecía indicar que se encaminaba a una frustración semejante a la del fallido intento de Uriburu en 1931. Si ese destino no se cumplió entonces ello se debió al aporte oportuno de Perón. Fue él quien supo ofrecer en esos momentos difíciles dos cosas de las que carecía la Revolución de Junio: un programa social y económico y una apertura hacia grupos estratégicos de la sociedad. Con esas cartas en la mano y un talento muy superior a la rusticidad política de sus rivales, Perón logró definir la disputa interna a su favor. En julio de 1944, acumulando los cargos de vicepresidente, ministro de Guerra y secretario de Trabajo se convirtió en el jefe virtual de la revolución.
Con respecto a las propuestas de Perón, en mayo de 1944 fue creado por su iniciativa el Consejo Nacional de Posguerra, con la tarea de preparar un programa económico que permitiera al país sobrellevar las consecuencias del fin inminente del conflicto bélico en el mundo. En los círculos militares era una opinión difundida que la terminación de la guerra entrañaba el riesgo de la crisis económica, una vez desaparecidas las condiciones extraordinarias que habían protegido la expansión de la industria. En su visión, el retorno de la paz estaba asociado al peligro de la recesión —como ocurriera después de la Primera Guerra Mundial— y al previsible incremento de la agitación social. Por otro lado, las lecciones de la guerra habían ilustrado a los militares acerca de la importancia de contar con una industria capaz de producir armamentos y asegurar la defensa nacional. Estas razones sirvieron de inspiración a los expertos, empresarios y sindicalistas que Perón reunió en el Consejo Nacional de Posguerra en torno de un programa industrialista sostenido por el Estado y orientado a la preservación de las fuentes de empleo.
Una segunda y trascendente iniciativa de Perón comenzó a esbozarse con su designación en octubre de 1943 al frente del Departamento Nacional de Trabajo. Desde esa repartición gubernamental, que poco después elevó a la jerarquía de Secretaría de Trabajo, se hizo cargo de otra de las preocupaciones de la elite revolucionaria, el temor al auge del comunismo en el país y, en particular, en el mundo del trabajo. Pero mientras buena parte de sus camaradas era partidaria de una política de represión, Perón se propuso desactivar esa amenaza mediante una política de concesiones a los trabajadores. Con ese fin y tomando distancia de la reacción inicial de la Revolución de Junio, puramente regresiva, buscó un acercamiento con los principales dirigentes sindicales, a excepción de los comunistas. Su iniciativa cayó sobre un movimiento obrero desarrollado en el clima hostil de la restauración conservadora y despertó la expectativa de unos cuadros sindicales que habían reclamado en vano en los años previos la protección estatal. Sin embargo, los frutos de ese acercamiento tardaron en materializarse. La posición de Perón dentro del régimen militar aún no estaba consolidada y, en consecuencia, no tenía el poder ni los recursos para hacer efectivas las promesas de un nuevo trato de la cuestión social.
Resuelta la disputa interna de la elite revolucionaria a mediados de 1944, las promesas del secretario de Trabajo se convirtieron, a partir de allí, en una rotunda e innovadora realidad: los poderes públicos irrumpieron en la vida de las empresas, imponiendo la negociación colectiva, estimulando la afiliación sindical, reparando viejos agravios por decreto. Sus primeros beneficiarios fueron los gremios más organizados de la época, cuyos dirigentes, en su mayoría sindicalistas y socialistas, aprovecharon las ofertas de Perón evitando, empero, comprometerse abiertamente con un régimen cuyo perfil clerical-autoritario era poco compatible con sus simpatías políticas. En la coyuntura, Perón no tuvo más remedio que convivir con esa conducta oportunista. La compañía de los dirigentes sindicales todavía le era indispensable para poder llegar con su mensaje de reparación social al conjunto de los trabajadores, acrecidos en número por las migraciones internas impulsadas por el crecimiento de la industria.
La era de la justicia social
“Simple espectador como he sido en mi vida de soldado de la evolución de la economía nacional y de las relaciones entre patrones y trabajadores, nunca he podido avenirme a la idea tan corriente de que los problemas que esa relación origina son materia privativa sólo de las partes interesadas. A mi juicio, cualquier anormalidad surgida en el más ínfimo taller y en la más oscura oficina repercute directamente en la economía general del país y en la cultura general de sus habitantes. [...] Por tener muy firme esta convicción he lamentado la despreocupación, la indiferencia y el abandono en que los hombres de gobierno, por escrúpulos formalistas repudiados por el propio pueblo, preferían adoptar una actitud negativa o expectante ante la crisis y convulsiones ideológicas, económicas, que han sufrido cuantos elementos intervienen en la vida de relación que el trabajo engendra. El Estado manteníase alejado de la población trabajadora. No regulaba las actividades sociales como era su deber, sólo tomaba contacto en forma aislada, cuando el temor de ver perturbado el orden aparente de la calle le obligaba a descender de la torre de marfil, de su abstencionismo suicida. No se percataban los gobernantes de que la indiferencia adoptada ante las contiendas sociales facilitaba la propagación de la rebeldía, resultado del olvido de los deberes de los patrones que, libres de la tutela estatal, sometían a los trabajadores a la única ley de su conveniencia. Los trabajadores, por su parte, al lograr el predominio de sus agrupaciones sindicales, enfrentaban a la propia autoridad del Estado, pretendiendo disputar el poder político. [...] Con la creación de la Secretaría de Trabajo y Previsión se inicia la Era de la Justicia Social en la Argentina. Atrás quedarán para siempre la época de la inestabilidad y el desorden en que estaban sumidas las relaciones entre patrones y obreros. De ahora en adelante las empresas podrán trazar sus previsiones con la garantía de que si las retribuciones y el trato que otorgan al personal concuerdan con las sanas reglas de la convivencia no habrán de encontrar por parte del Estado sino el reconocimiento de su esfuerzo por el engrandecimiento del país. Los obreros, por su parte, tendrán la garantía de que las normas de trabajo que se establezcan habrán de ser aplicadas con el mayor celo por las autoridades. Unos y otros deberán persuadirse de que ni la astucia ni la violencia podrán ejercitarse en la vida del trabajo, porque una voluntad inquebrantable exigirá de ambos la vigencia de los derechos y obligaciones...”
Fragmento del discurso de Perón en la asunción del cargo de secretario de Trabajo y Previsión el 2 de diciembre de 1943.
Al tiempo que puso en marcha la apertura laboral, Perón convocó a los sectores empresarios invitándolos a colaborar con ella. En un recordado discurso en la Bolsa de Comercio, en agosto de 1944, argumentó que si el Estado no intervenía para tutelar las relaciones entre el capital y el trabajo, el malestar de las masas podría tornarse explosivo, poniendo en peligro el orden social y la propia subsistencia de la nación. Y, dirigiéndose a ellos directamente, sostuvo que había llegado la hora de sacrificar algo de su poder patronal para evitar la agudización de la lucha de clases. En la defensa pública de sus iniciativas, Perón colocó la acción de la Secretaría de Trabajo en línea con la doctrina social de la Iglesia; en un plano más privado, reconoció su deuda con el fascismo social europeo en su lucha contra el comunismo, de la que había sido un observador atento en su reciente estadía italiana.
No estaba, sin embargo, en el cálculo político de Perón dirigir sus propuestas hacia la creación de un sistema corporativista. De hecho, él habría de estar entre los primeros dentro de la elite revolucionaria en darse cuenta de que con el triunfo de los ejércitos aliados llegaba el fin para las alternativas no democráticas al comunismo. Con esa convicción, a comienzos de 1945, encabezó el ajuste del régimen militar a los nuevos tiempos. En el mes de marzo la Argentina aceptó el reclamo de los Estados Unidos y declaró la guerra a Alemania e Italia, con vistas a romper el aislamiento diplomático y lograr la admisión en las Naciones Unidas. En el plano interno, los admiradores locales del nacionalsocialismo perdieron sus cátedras en la enseñanza oficial, las libertades públicas fueron restablecidas, los partidos volvieron a la legalidad y se convocó a elecciones presidenciales para 1946. Al tiempo que conducía la súbita reconversión de la Revolución de Junio, Perón se preparaba para gravitar sobre la próxima transición a la democracia. Así, mientras desmentía en público aspirar a la presidencia, inició contactos con políticos radicales y conservadores con la finalidad de poner a su servicio máquinas políticas de probada eficacia electoral. Con ese aporte, con el de los dirigentes sindicales y la colaboración que esperaba de las clases patronales, Perón fue reuniendo las piezas de la gran coalición con la que se proponía presidir, sostenido por el apoyo del Ejército y la bendición de la Iglesia, la Argentina de posguerra.
Concebido de ese modo, su proyecto político terminó en un fracaso. En primer lugar, la apertura laboral fue recibida al principio con frialdad y, luego, con hostilidad por el mundo de los negocios. En verdad, las iniciativas de la Secretaría de Trabajo no fueron al encuentro de unos empresarios atemorizados por una revolución social inminente y, por lo tanto, dispuestos a hacer sacrificios para evitarlo. Si había en sus filas preocupación y alarma, el origen estaba más bien en la propia gestión de Perón, que en nombre de la justicia social alentaba la movilización obrera y exasperaba las tensiones laborales. No era necesaria demasiada sagacidad para advertir en todo ello la tentativa de convertirse en árbitro de la paz social y de forzarlos a delegar en él todo el poder político.
En segundo lugar, la búsqueda de apoyos entre los partidos tradicionales tampoco halló en ellos suficientes voluntarios dispuestos a acompañar la empresa política de quien tenía los días contados, a juzgar por la evolución de la situación internacional. El revés más clamoroso fue la negativa de Amadeo Sabattini, el líder del ala progresista del radicalismo, al que Perón llegó a ofrecerle la vicepresidencia en una fórmula encabezada por él. Esa reticencia no era sólo el fruto de especulaciones políticas. También fue la expresión de la vigilancia moral ejercida sobre la clase política por el vasto movimiento de resistencia democrática que emergió a la luz con el aflojamiento de los controles autoritarios. Animado por estudiantes universitarios, asociaciones de profesionales y figuras de la intelectualidad, ese movimiento civil se lanzó a las calles y ocupó la prensa, impaciente por ver realizada en el país la victoria del antifascismo sobre los campos de batalla del mundo. Desde su perspectiva, el viraje de Perón era demasiado tardío para ser tomado en serio; su gestión estaba demasiado entreverada con la trayectoria neutralista y antiliberal del régimen del que era el verdadero jefe.
Las políticas laborales de Perón no alteraron esa visión crítica de la resistencia democrática. Dichas políticas exhibían mucho en común con empresas corporativistas europeas como para facilitar la valoración de cuanto tenían de innovadoras en el contexto local. Además, que éstas encontraran una recepción favorable en los medios obreros no las hacía por ello más aceptables ya que tanto Hitler como Mussolini habían ejercido el poder con un fuerte respaldo de masas. Para quienes contemplaban la coyuntura argentina a partir de las claves provistas por el escenario internacional, del enfrentamiento de la causa de la democracia con sus enemigos de entonces, la transición desde el antifascismo al antiperonismo habría de ser un proceso casi natural e inevitable, como ha mostrado Silvia Sigal en su capítulo “Intelectuales y peronismo”. Sólo quienes no adjudicaban la misma importancia al restablecimiento de las instituciones democráticas permanecieron al margen de él, como ocurrió con sectores del catolicismo y el nacionalismo. En cambio, la mayoría de los universitarios e intelectuales vio en la acción de Perón desde la Secretaría de Trabajo nada más que la faz demagógica del régimen autoritario en retirada.
Estimulada por la derrota del Tercer Reich y por la forzada reorientación del gobierno, a mediados de 1945 la movilización opositora redobló la ofensiva, decidida a imponer la rendición incondicional de Perón. En junio se sumaron a ella los empresarios. En un manifiesto público, muchos de los que poco antes habían aplaudido las medidas oficiales a favor de la industria cuestionaron las concesiones a los trabajadores y denunciaron a la Secretaría de Trabajo por alentar la agitación social en las empresas. Este desplazamiento del eje de los conflictos obligó a los sindicatos a tomar partido. En el mes de julio organizaron un gran acto en defensa de las reformas laborales. Fue sugestivo que su defensa estuviese revestida de un carácter institucional y que evitaran personalizarla en la figura de Perón. En esas horas decisivas era evidente que la preocupación de los sindicalistas estaba en ubicarse en el bando ganador, por lo que seguían con indisimulada ansiedad la fuerza que adquiría la ofensiva opositora y el paralelo retroceso del gobierno. Lo cierto es que, luego de realizado el acto, las huestes sindicales permanecieron conspicuamente ausentes de las calles de Buenos Aires.
Fue en esas circunstancias que Perón tomó una decisión estratégica: apelando a una retórica que le ganaría el fervor popular proclamó el advenimiento de la era de las masas, el fin de la dominación burguesa, y convocó a los trabajadores a movilizarse contra el complot reaccionario que amenazaba la obra de la Revolución de Junio. Cobró forma, de este modo, un nuevo intento político. Entre el proyecto original y este que emergía en medio del hostigamiento de las clases medias y altas había una diferencia capital, el sobredimensionamiento del lugar político de los trabajadores que, de ser una pieza importante pero complementaria en una coalición de orden y paz social, se transformaron en el principal soporte de la fórmula política de Perón.
El llamado a los trabajadores no habría de suscitar en ellos una respuesta inmediata y serviría más bien para dar la señal a la acometida final del movimiento opositor. El 19 de septiembre la Junta de Coordinación Democrática organizó una formidable demostración de fuerzas en el centro de la ciudad. Más de 240.000 personas desfilaron desafiantes en la Marcha de la Constitución y la Libertad detrás de la consigna de la entrega del poder a la Suprema Corte. El gobierno reaccionó dando marcha atrás a la liberalización política: restableció el estado de sitio y ordenó a la policía ocupar las universidades, los focos más activos de la resistencia. A esa reacción siguió otra de signo completamente opuesto. El 9 de octubre la poderosa guarnición de Campo de Mayo impuso a Perón la renuncia a todos sus cargos y tres días más tarde fue enviado en prisión a la isla Martín García. En su fulminante ascenso en el régimen militar, Perón había despertado recelos y críticas entre sectores de la oficialidad y a través de esa brecha se filtró la presión incesante de las fuerzas opositoras. Los cuestionamientos incluían su desprejuiciado manejo de la política exterior, la audacia de las reformas laborales, el uso de las posiciones oficiales para promover su candidatura no obstante las promesas en contrario. Y en un lugar también destacado figuraba la censura hacia la abierta, y por consiguiente transgresora, relación con su amante, la joven actriz Eva Duarte. El desplazamiento de Perón tuvo, sin embargo, corta duración. Una semana después, en la cual sus adversarios no supieron explotar la momentánea victoria alcanzada, recuperó el poder político pero ahora convertido en un líder de masas.
En la gestación de este desenlace concurrieron varios factores, según la reconstrucción hecha por Robert Potash en el capítulo “Las Fuerzas Armadas y la era de Perón”. El primero fue el error táctico de la oposición democrática. En lugar de darse por satisfecha con la salida de Perón de escena continuó insistiendo en el retiro de los militares a los cuarteles y en la transferencia del poder a la Suprema Corte. Ello comportaba una verdadera humillación para los hombres de armas porque era equivalente a dar por concluida la Revolución de Junio, admitiendo su fracaso político. El nuevo responsable político del régimen, el general Eduardo Ávalos, jefe de Campo de Mayo, rechazó esa propuesta y sostuvo a Farrell en la presidencia. No obstante, se avino a la formación de un gabinete compuesto por personalidades civiles aceptables a la oposición. Las demoras y desinteligencias que rodearon la concreción de esa solución de compromiso crearon el espacio político para la intervención de un segundo factor: la movilización de los trabajadores al rescate de Perón. Al cabo de dos años, durante los cuales había distribuido beneficios y favores pero sobre todo formulado un mensaje que exaltaba los valores del trabajo y la justicia social, Perón era ya por mérito propio una figura popular.
Las noticias de su renuncia y su posterior encarcelamiento hicieron cundir inquietud y descontento en las fábricas y los barrios obreros. Contra este telón de fondo, el 16 de octubre los dirigentes sindicales se reunieron en la CGT y declararon la huelga general, luego de un largo debate y bajo el acicate del estado de agitación de los trabajadores. En la mañana del día siguiente, columnas de manifestantes comenzaron a afluir desde los suburbios a la Plaza de Mayo con la consigna de la libertad a Perón. Fue en esos momentos que entró en acción un tercer factor: la actitud del general Ávalos ante la movilización obrera. Poco antes del mediodía los oficiales de Campo de Mayo le solicitaron autorización para avanzar sobre la ciudad y empezar la represión, a la vista de la pasividad de la policía, en gran parte solidaria con los manifestantes. Ávalos negó su consentimiento, renuente a tomar medidas que produjeran hechos de violencia, y les ordenó permanecer en Campo de Mayo mientras él se hacía cargo de la situación. Con el paso de las horas quedó claro que no tenía plan alguno, fuera de resistir el uso de la fuerza. Por la tarde debió admitir la derrota: si antes que la marcha obrera se convirtiera en avalancha no había estado dispuesto a reprimir, ahora la multitud congregada en Plaza de Mayo sólo podía ser desalojada al costo de muchas vidas. En consecuencia, inició negociaciones con oficiales cercanos a Perón, quien por entonces se encontraba en el Hospital Militar tras haber sido trasladado desde la isla Martín García. El acuerdo final fue una capitulación: Ávalos y sus aliados debían renunciar. Farrell nombraría un nuevo gabinete con hombres de confianza de Perón y éste, entre tanto, quedaría fuera del gobierno para proseguir con libertad su carrera hacia la presidencia. La confluencia de estos factores definió el desenlace de la jornada de octubre y, a través de él, la historia por venir. Con la aparición de Perón en los balcones de la Casa de Gobierno en la noche del 17, aclamado por la muchedumbre, nació el movimiento peronista a la vida política nacional.

Tapa de Crítica, 17 de octubre de 1945.
LA PRIMERA PRESIDENCIA
Las elecciones generales que despejarían la vía de la transición democrática fueron convocadas para el 24 de febrero de 1946. En ellas, Perón participó como candidato del oficialismo. Con el rechazo de la entrega del poder a la Suprema Corte el Ejército había ejercido una vez más, como en 1930 y en 1943, su capacidad de veto, en esta ocasión contra las pretensiones inaceptables de la oposición democrática. Luego, la inesperada y reconfortante prueba de apoyo popular a la obra social de la Revolución de Junio contribuyó a clarificar sus propias opciones. Ante la perspectiva del retorno de los políticos tradicionales, su lugar detrás de la candidatura de Perón no ofreció mayores dudas. Cualesquiera que fueran sus reticencias o prevenciones, para los cuadros de oficiales el ex vicepresidente representaba la continuidad del proyecto revolucionario y su victoria en las urnas la oportunidad para poner a salvo el prestigio militar. Por otro lado, la imprudente seguridad con la que la resistencia democrática prometía duros castigos a los responsables del experimento fascista cohesionó en un reflejo defensivo a los miembros de la corporación castrense.
Razones parecidas condujeron a Perón a ser también el candidato de la Iglesia. Lanzada la confrontación electoral, las fuerzas de la oposición no ocultaron tampoco su intención de poner fin a la orientación clerical del régimen militar, agitando la bandera de la enseñanza laica. Ello forzó a salir de sus vacilaciones a la jerarquía eclesiástica, cuya simpatía inicial por la elite revolucionaria había disminuido a causa de la radicalización del discurso de Perón y su llamado a la movilización de las masas. En la busca de una salida a la transición democrática menos contaminada por el conflicto social, las máximas autoridades de la Iglesia dirigieron su atención a los partidos políticos sólo para comprobar que en sus filas prevalecía un espíritu de revancha tanto contra la Revolución de Junio como contra las conquistas que ésta garantizara al mundo católico. Fue así que en las vísperas de los comicios dieron a conocer una pastoral donde recomendaban a sus fieles, con escaso entusiasmo pero sin dar lugar a equívocos, el voto por el candidato del gobierno que había perseguido a los comunistas y establecido la enseñanza religiosa.
Frente a la proximidad de las elecciones y cerrada la opción de contar con el aporte de aparatos partidarios existentes, Perón y quienes lo apoyaban debieron organizar en breve plazo su coalición electoral. Fortalecidos por la exitosa culminación del 17 de octubre, los dirigentes sindicales tomaron la iniciativa y crearon un partido político propio, el Partido Laborista. El otro componente de la coalición fue la UCR-Junta Renovadora, una escisión del radicalismo promovida por Perón con el fin de limitar el sesgo obrerista de su candidatura y captar segmentos más amplios del electorado. Desde un principio la convivencia entre ambas agrupaciones se desenvolvió con dificultades, en particular por la resistencia de los laboristas, que acusaban a los disidentes del radicalismo de ser el caballo de Troya de la vieja política dentro del nuevo movimiento popular. Perón debió extremar su poder de persuasión primero para la concertación de un pacto de unidad electoral y luego para imponer a Hortensio Quijano, un veterano dirigente radical de Corrientes, como su compañero de fórmula.
Las fuerzas de la oposición se nuclearon nuevamente bajo el estandarte de la Unión Democrática. A los miembros originales de 1942 —la UCR, el Partido Socialista y el Partido Demócrata Progresista— se agregó ahora el Partido Comunista. Los partidos aliados se comprometieron a votar la fórmula presidencial del radicalismo, integrada por José P. Tamborini y Enrique Mosca, y presentar listas separadas para los demás cargos electivos. Su programa de gobierno no fue menos novedoso ni más conservador que el sostenido por la coalición peronista. Uno y otro se dirigían a un país en el que la industrialización era un proceso ya irreversible y respondían al clima ideológico de la posguerra, con su énfasis en la intervención del Estado en la economía y la distribución más igualitaria de la riqueza. Incluso en lo concerniente a la política laboral, la Unión Democrática abogó por el perfeccionamiento de cuanto había sido hecho y no por una marcha atrás. Pero este programa de gobierno ocupó un lugar secundario en su campaña electoral. Su propio candidato a la presidencia subrayó que el momento de decidir el futuro social y económico del país llegaría una vez superados los peligros que se cernían sobre las libertades públicas. “Sería un desconocimiento de la realidad argentina si yo creyera que éste es el momento de explayarme sobre temas de esta índole” —se explicó Tamborini—. “El drama que nos conmueve a todos en la hora presente es la pérdida de las libertades”. Alertando sobre este peligro, corporizado en el triunfo de Perón, y levantando la consigna “Por la libertad contra el nazifascismo” los partidos opositores salieron al encuentro del electorado.

Acto de cierre de campaña de la Unión Democrática, diciembre de 1945.
Esta perspectiva sobre lo que estaba en juego tuvo un primer efecto en la polémica que se desató en sus filas a propósito de la incorporación de los conservadores en la Unión Democrática. Al final primó el veto de los radicales, que aun en esa hora de definiciones no estuvieron dispuestos a presentarse a los comicios en compañía de los responsables del fraude de los años treinta. El veto radical provocó la división de las filas conservadoras. De un lado estuvieron los dirigentes que de todos modos decidieron apoyar a la coalición opositora; del otro, aquellos que eligieron sumarse calladamente a los partidarios de Perón, movidos por su vieja rivalidad con el radicalismo. Esta adhesión de caudillos conservadores, con peso en las zonas rurales, vino a equilibrar en forma oportuna el carácter sustancialmente urbano de la organización del frente peronista.
Dos incidentes marcaron la batalla electoral, breve y ásperamente disputada. El primero fue el decreto firmado en diciembre por el presidente Farrell, invocando instrucciones expresas dejadas por el ex secretario de Trabajo, que establecía un aumento general de salarios, la extensión de las vacaciones pagas a la mayoría de los trabajadores, el aumento de las indemnizaciones por despido; además, creaba el sueldo anual complementario o aguinaldo, con la indicación de que empezaba a regir inmediatamente y debía abonarse a fines del corriente año. Con el argumento de su inconstitucionalidad, los empresarios se negaron a pagarlo. La respuesta obrera no se hizo esperar: el 8 de enero las grandes tiendas de la capital fueron ocupadas por sus empleados y su ejemplo se multiplicó en las fábricas de la periferia industrial. La situación se agravó cuando los empresarios decidieron el cierre de sus establecimientos el 13, 14 y 15 de enero. Por tres días la actividad del país estuvo paralizada y con ella la campaña proselitista. El conflicto se resolvió finalmente con el repliegue de los empresarios. Accediendo a las necesidades electorales del frente opositor, cuyo triunfo prometía acabar legalmente con el controvertido decreto, optaron por pagar el aguinaldo. La comprensible irritación de los partidos de la Unión Democrática ante el golpe electoralista del gobierno hizo que también ellos cuestionaran las medidas mismas. Esa reacción contribuyó a definir su lugar en la confrontación, diluyendo el perfil socialmente progresista de su plataforma electoral. Perón supo luego sacar las consecuencias y redefinió los términos del conflicto político. “En nuestra patria no se debate un problema entre libertad o tiranía, democracia o totalitarismo” —sostuvo en el acto de proclamación de su candidatura—, “lo que en el fondo del drama argentino se debate es, simplemente, un partido de campeonato entre justicia social e injusticia social”.

Propaganda electoral peronista en las elecciones de 1946.
El otro incidente fue la intervención intempestiva del ex embajador norteamericano en Buenos Aires, Spruille Braden, en la campaña electoral. Desde sus nuevas funciones en el Departamento de Estado dio a conocer a pocos días de los comicios un informe donde denunciaba las antiguas conexiones de los círculos militares con el régimen nazi. Perón aprovechó la oportunidad que la ostensible injerencia de Braden ponía en sus manos para cerrar con una apelación nacionalista su convocatoria final al electorado. Luego de recordar que el mismo presidente Roosevelt había sido acusado de fascista por promover una política semejante a la suya, denunció al ex embajador como el “inspirador, creador, organizador y jefe verdadero de la Unión Democrática” y concluyó, acuñando la consigna que al otro día recorrería el país: “Sepan quienes votan el 24 la fórmula del contubernio oligárquico-comunista, que con este acto entregan su voto al señor Braden. La disyuntiva en esta hora trascendental es ésta: ¡Braden o Perón!”.
El 24 de febrero la coalición peronista se impuso por 1.486.866 votos contra 1.288.880 de la Unión Democrática. El resultado del escrutinio fue conocido muy lentamente y hasta último momento los principales diarios, que habían apoyado al frente opositor, se obstinaron en juzgar imposible la victoria de Perón. A fines de marzo, con la difusión de los cómputos finales, la derrota de la Unión Democrática era definitiva. No obstante ser claro, el triunfo de Perón no fue abrumador. Ello hizo que, retrospectivamente, cobrara importancia el impacto que tuvo la conducción de la campaña de la Unión Democrática sobre sus posibilidades electorales. Es probable que el informe Braden y la entusiasta recepción que encontró en sus filas le haya restado apoyos potenciales. Asimismo, la exclusión de los conservadores también la afectó. Los resultados de las elecciones legislativas y de gobernadores así lo indicaron. En ellas, los distintos partidos de la oposición concurrieron en forma independiente y, en algunos distritos, radicales y conservadores libraron una batalla paralela, cuya virulencia eclipsó la disputa con Perón. Esto facilitó el triunfo de la coalición peronista, que obtuvo el 70% de las bancas en la Cámara de Diputados, 28 de las 30 senadurías y todas las gobernaciones de provincia con excepción de una, Corrientes.
El mapa electoral que emergió de los comicios tendió a reflejar, quizá como nunca antes, las principales fracturas de la sociedad. En las grandes concentraciones urbanas el electorado obrero se volcó en masa en favor de Perón mientras que la oposición recogió sus votos en las clases medias y altas. Los efectos de este realineamiento según criterios de clase fueron devastadores para la izquierda. Los socialistas no lograron elegir un solo legislador cuando estaban seguros de obtener la mayoría en la Capital Federal; en el extremo norte del país, en el enclave obrero de los ingenios azucareros de Tucumán, la federación socialista local desertó en masa hacia el Partido Laborista. En las zonas rurales la penetración peronista en las clientelas populares de los partidos tradicionales también fue amplia, particularmente en las áreas más modernas del Litoral. Como mostraron los resultados de la provincia de Buenos Aires, las pérdidas mayores correspondieron al conservadurismo, donde fueron numerosos los jefes locales que emigraron con sus seguidores hacia el frente de Perón. El apoyo rural al peronismo también se reclutó en los sectores medios, atraídos por el congelamiento de los arrendamientos y la promesa de la reforma agraria. En las regiones más atrasadas y a la vez menos densas, la maquinaria política de la oposición resistió mejor y el peronismo no tuvo los votos que tendría más tarde, desde el gobierno.
El 24 de febrero la coalición oficialista resolvió exitosamente su objetivo más inmediato: asegurarse el control del poder por medios constitucionales. Restaba definir todavía el perfil del nuevo régimen político. En un aspecto crucial, éste estaba definido de antemano. La decisiva intervención de Perón en la formación de la alianza electoral le garantizaba un papel igualmente prominente en el futuro gobierno. Otra cuestión que ahora debía dilucidarse era la participación institucional que correspondía a las fuerzas reunidas en torno de su candidatura. Formada en un lapso relativamente breve y a partir de sectores de orígenes muy diversos, la coalición peronista estuvo casi al borde de la desintegración, una vez concluidas las elecciones. En el centro del conflicto estaban los dirigentes sindicales del Partido Laborista y los políticos agrupados en la UCR-Junta Renovadora. Los puntos en litigio giraron en torno de la distribución del poder en las legislaturas y en los gobiernos provinciales. Pocos días antes de asumir la presidencia, Perón ordenó la disolución de los partidos de la alianza electoral y llamó a la creación de un nuevo partido invocando la necesidad de tener un movimiento cohesionado para gobernar con eficacia y unidad.
La UCR-Junta Renovadora no resistió la orden pero la dirección laborista, que era la que insistía con más vigor en su autonomía, debatió por varios días la conducta a seguir. A mediados de junio de 1946 concluyó la breve resistencia laborista. Perón nombró a los organizadores del nuevo partido entre los legisladores recientemente electos; aunque entre ellos había algunos sindicalistas, la mayoría eran políticos de clase media de origen radical y conservador. Este rasgo habría de acentuarse con el tiempo ya que no había dentro del esquema de la flamante organización un lugar para sectores que tuvieran una base de poder independiente del partido mismo. Cuando en enero de 1947 los organizadores del nuevo partido se dirigieron a Perón para que aprobara llamarlo Partido Peronista sancionaron explícitamente otro y más decisivo rasgo de la estructura política del movimiento. El personalismo fue una consecuencia casi inevitable de la trayectoria de ese vasto conglomerado político, formado en muy corto tiempo, a partir de fuerzas muy heterogéneas y muy dependiente de quien fuera su inspirador. En estas condiciones Perón llegó a ocupar, naturalmente, la posición intransferible de conductor político y de enunciador e intérprete autorizado de las iniciativas e ideas del movimiento que se reconocía en su nombre.
No obstante, la amalgama de los apoyos políticos de Perón dentro de una misma organización siguió siendo una empresa difícil. Las elecciones internas de septiembre de 1947 en preparación del primer congreso del partido fueron escenario de fuertes enfrentamientos entre los sectores de origen laborista y los de origen político, con episodios de fraude y de abierta rebelión ante los resultados. Las autoridades centrales terminaron por intervenir todos los distritos y ése fue el estado en el que se desenvolvieron la mayor parte del tiempo. Gracias a la división en ramas —masculina, femenina y sindical—, decidida recién en 1949, disminuyó el clima de beligerancia interna pero ya para entonces el partido estaba sometido a un férreo verticalismo.
Una vez doblegadas las resistencias al reagrupamiento político de sus fuerzas adictas, Perón apuntó hacia el último bastión donde se habían refugiado los sobrevivientes de la experiencia laborista: la CGT. En noviembre de 1946 Luis Gay, quien fuera el presidente del disuelto partido de los sindicatos, fue electo secretario general de la central obrera. En esta nueva plataforma, Gay pretendió seguir una línea de colaboración con el gobierno pero desde una posición de independencia y ello lo enfrentó bien pronto con Perón. La visita de una delegación de sindicalistas norteamericanos, auspiciada por el propio gobierno, suministró el pretexto para resolver el conflicto. La prensa oficial montó entonces una maliciosa campaña contra Gay, acusándolo de buscar abrir una cuña entre Perón y los trabajadores en combinación con los visitantes extranjeros. En enero de 1947 Gay presentó la renuncia y el resto de la vieja guardia sindical optó por replegarse a sus organizaciones; la insistencia en la autonomía corría el riesgo de dejarlos al margen de los tangibles beneficios de la naciente Argentina peronista. Desde entonces, y conducida por figuras casi sin antecedentes, la CGT se transformó en un agente de las directivas oficiales en el movimiento obrero. La rebeldía solitaria de Cipriano Reyes, ex vicepresidente del Partido Laborista, concluyó en 1948 cuando, acusado de complotar contra Perón en una operación política tramada desde el propio gobierno, fue puesto en prisión, donde permanecería hasta 1955.
Además del Partido Peronista y la CGT, otro pilar fundamental del régimen eran las Fuerzas Armadas. La brecha abierta entre los militares y la oposición democrática en 1945 había permitido a Perón lanzarse a la conquista de la presidencia. Luego de ser elegido por el voto popular procuró presentarse como un hombre de armas con el fin de atraerse la solidaridad de la corporación militar; según Robert Potash, Perón se esforzó por colocar su relación con ésta sobre bases estrictamente institucionales. Si bien se registró una alta participación de los militares en las principales funciones de gobierno, la institución como tal no fue involucrada. Perón se fijó como objetivo la neutralidad del cuerpo de oficiales y para conseguirlo apeló ante todo a la satisfacción de sus demandas profesionales.
Varias disposiciones aumentaron sensiblemente los cargos en los más altos rangos, lo que se tradujo en una duplicación de la cantidad de generales entre 1946 y 1951. Éstos fueron los años de la expansión y modernización de las Fuerzas Armadas, con un aumento en el presupuesto militar que llevó a la Argentina al primer lugar en el ranking de los gastos en defensa de América Latina. Este intercambio político no habría sido posible sin algún grado de identificación de los militares con los principios generales del gobierno de Perón. El nacionalismo, la industrialización y el anticomunismo coincidían con creencias arraigadas en el cuerpo de oficiales. Confinadas a un papel profesional que les reportó crecientes beneficios, las Fuerzas Armadas se insertaron discretamente en el régimen peronista.
La Iglesia contribuyó asimismo al afianzamiento del nuevo régimen. La opción que hiciera en la víspera de los comicios de 1946 rindió sus frutos. El decreto que implantaba la enseñanza religiosa en las escuelas emitido en 1944 fue convertido en ley en 1947; las partidas del presupuesto con destino a las actividades de culto experimentaron un importante incremento. A esto se sumaron manifestaciones de consideración y respeto por parte de Perón que la eventual victoria de la Unión Democrática hubiera hecho menos probables: la participación oficial en las ceremonias religiosas, la convocatoria a numerosos cuadros católicos a desempeñar cargos públicos, la reiterada invocación a la Doctrina Social de la Iglesia. Estas circunstancias, destaca Lila Caimari en su capítulo “El peronismo y la Iglesia católica”, condujeron a la jerarquía eclesiástica a ofrecer un fervoroso apoyo al nuevo régimen. Más tarde, la intervención gubernamental en el campo de la asistencia social y el uso político de la enseñanza debilitaron el entusiasmo de los obispos, que no hallaban tampoco fácil conciliar su respaldo a Perón con sus tradicionales vinculaciones con las clases altas. Sin embargo, durante los primeros años, se abstuvieron de hacer públicas sus reservas, esforzándose por preservar su autonomía y sus ámbitos de acción.
Con el respaldo de las Fuerzas Armadas y la Iglesia, y la adhesión de una masa popular progresivamente encuadrada bajo una conducción centralizada, el nuevo orden tenía un futuro relativamente seguro. No obstante, Perón se propuso reforzar el régimen mediante mecanismos de control burocráticos y represivos. La primera víctima fue la Corte Suprema, que, desde un comienzo, había resistido las reformas laborales de Perón. En septiembre de 1946, el Congreso inició juicio político a sus miembros, llegando a incluir entre las acusaciones el haber reconocido como legítimos a los gobiernos de facto surgidos de los golpes militares de 1930 y 1943. Ocho meses más tarde fueron destituidos, como parte de una purga generalizada del Poder Judicial. Otro reducto de la resistencia en 1945, la Universidad, pasó por un proceso de depuración semejante tras la expulsión de miles de profesores hostiles; las agrupaciones estudiantiles fueron declaradas fuera de la ley y una nueva legislación suprimió gran parte de las instituciones de la Reforma de 1918. En 1947 los periódicos de la oposición fueron clausurados y comenzó la compra del sistema de radiodifusión nacional por grupos económicos ligados al régimen. La expropiación de uno de los diarios más tradicionales, La Prensa, en 1951 y su transferencia a la CGT condujeron prácticamente al monopolio estatal de los medios de comunicación de masas. Quienes sobrevivieron con cierta independencia se ocuparon de no desafiar en forma ostensible el tono uniforme y proselitista utilizado por la Secretaría de Prensa y Difusión para celebrar las políticas de régimen peronista.
Ante esta progresiva supresión de las libertades públicas, la oposición política quedó limitada a las tribunas parlamentarias. En ellas el margen de votos que dio la victoria a la coalición peronista se transformó, por obra de la legislación electoral, en una abrumadora mayoría gubernamental. La aplicación de la Ley Sáenz Peña, que adjudicaba los dos tercios de los cargos electivos a la mayoría y el tercio restante a la primera minoría, otorgó a los peronistas no sólo el control del Poder Ejecutivo sino un amplio dominio en la Cámara baja, con 109 diputados sobre 158. Además, 13 de los 14 gobiernos provinciales fueron a los peronistas y con ellos el control del Senado. En sus cargos del Congreso, el puñado de legisladores de la oposición mantuvo el mismo espíritu belicoso de la reciente confrontación electoral frente a un gobierno que, lejos de desmentir, ratificaba con creces sus peores temores acerca de la salud de las libertades públicas. Para algunos de ellos el precio a pagar fueron el juicio por desacato, la pérdida de los fueros, la prisión; para los demás fue el silenciamiento bajo el peso de las mayorías oficialistas.
Garantizada su legitimidad en el plano interno, el nuevo gobierno buscó una reaproximación a los Estados Unidos, que surgía de la guerra como la potencia hegemónica. A pocas semanas de asumir, Perón envió al Parlamento las Actas de Chapultepec para ser ratificadas y oficializar el reingreso de la Argentina a la comunidad interamericana. En febrero y marzo de 1945, los países del continente se habían reunido en México y acordado suscribir un tratado para prevenir y reprimir la agresión contra cualquiera de ellos. El tratado era parte de las operaciones diplomáticas que siguieron a los acuerdos de Potsdam entre las grandes potencias. Bajo la guía de los Estados Unidos, el continente americano se alineaba en la nueva división política del orden mundial.
Con el envío de las Actas de Chapultepec al Congreso, Perón procuró dar una señal de su disposición al acuerdo, aunque se permitió simultáneamente un gesto de independencia al reanudar relaciones con la Unión Soviética, interrumpidas desde 1917. A esto le siguió la deportación de un número de espías nazis y la adquisición por el Estado de empresas de propiedad alemana y japonesa. En junio de 1947 el presidente Truman anunció su satisfacción con la conducta de la Argentina, despejando la vía a la convocatoria de la conferencia de Río en septiembre de 1947. En ella, el canciller de Perón suscribió el tratado de seguridad hemisférica y el premio fue el levantamiento del embargo de armas impuesto por Estados Unidos en los años previos.
Estas iniciativas de Perón coexistieron con la proclamación de la Tercera Posición en el plano de la política internacional. En sus formulaciones habituales, ésta se condensaba en una doble demanda: el respeto por la autodeterminación de los Estados nacionales y la aspiración a un orden económico mundial más equitativo. Como ha indicado José Paradiso en su capítulo “Vicisitudes de una política exterior independiente”, la variante argentina del tercerismo en auge entre los países que emergían del proceso de descolonización de la posguerra no llegaba hasta abogar por la neutralidad en el conflicto que dividía al mundo. Perón subrayó más de una vez que el país no sería equidistante frente a la amenaza comunista. Empero, los matices de la Tercera Posición se correspondían mal con las simplificaciones propias de la Guerra Fría y fueron una fuente permanente de tensiones en sus relaciones con los Estados Unidos.
Al final de la guerra, la Argentina se encontró libre de deuda externa, con importantes reservas de divisas, una gran demanda y altos precios para sus exportaciones de alimentos y una industria en crecimiento. En este marco, la administración peronista realizó sus decisiones de política económica. Como destacan Pablo Gerchunoff y Damián Antúnez en el capítulo “De la bonanza peronista a la crisis de desarrollo”, tres fueron los ingredientes del programa implementado en 1946: la expansión del gasto público, otorgando al Estado un papel más central en la producción y en los servicios públicos a través de una política de nacionalizaciones, la distribución más equitativa del ingreso nacional y, finalmente, el paulatino montaje de un régimen de incentivos que premió las actividades orientadas al mercado interno y desestimuló la producción destinada a los mercados internacionales. Esta combinación de intervencionismo estatal, justicia social y sustitución de importaciones no fue una experiencia aislada en la América Latina de los años cuarenta. Es verdad que en la Argentina, caracterizada por un mercado de trabajo sin grandes bolsones de marginalidad social y por un movimiento sindical muy activo, el sesgo igualitarista fue más marcado que en otros países del área. Pero el papel protagónico del sector público en la acumulación de capital y el creciente énfasis en el mercado interno constituyeron, casi sin excepciones, el correlato regional al keynesianismo en boga en los países centrales de Occidente.
La economía peronista no fue, ciertamente, el resultado de una estrategia exclusivamente económica. Los apoyos sociales de Perón condicionaron sus opciones en materia económica. Entre el proyecto industrialista para la defensa nacional, asentado sobre las industrias básicas, propiciado por oficiales del Ejército durante la guerra, y la continuidad de la industrialización liviana, Perón escogió esta última alternativa, que era más congruente con una distribución progresiva del ingreso. Fue revelador que el programa siderúrgico del general Manuel Savio terminara siendo postergado y que se confiara a Miguel Miranda, un industrial de reciente fortuna, el timón de la economía, al frente del Banco Central nacionalizado y del Instituto Argentino para la Promoción del Intercambio (IAPI). La opción hecha en favor de la industria existente se completó con otra, asegurarle un sostenido nivel de actividad vía la expansión de la demanda interna. El instrumento escogido para ello fue el aumento de los salarios nominales. Convertidos, a su turno, en aumentos de salarios reales, condujeron a un rápido incremento del consumo popular que impulsó la producción industrial. En este contexto, el optimismo de la comunidad de negocios superó la aprensión que generaban la audaz política de ingresos y el poder sindical, pavimentando el camino a una prolongada euforia bursátil y a un auge inversionista de los propios empresarios privados.
La política económica del peronismo, con sus rasgos distribucionistas y nacionalistas, fue posible gracias a la combinación de un conjunto de circunstancias favorables, que no volverían a repetirse. Las reservas de fondos externos acumulados durante la guerra —una gran proporción de los cuales era inconvertible— permitieron afrontar la nacionalización de los ferrocarriles, teléfonos, gas, marina mercante y aerolíneas comerciales. Más importante todavía, después de casi dos décadas de crisis comercial, la abrupta mejoría en los precios de las exportaciones agrícolas en 1945 —y, consecuentemente, en los términos de intercambio— facilitó el financiamiento en divisas de la economía peronista. La creación del IAPI, organismo que tuvo el virtual monopolio del comercio exterior, proveyó al gobierno de un acceso indirecto a esa fuente de recursos. Para tal fin, compraba los granos a los productores locales a un precio fijado por las autoridades y vendía en los mercados internacionales a un precio más alto. Los recursos movilizados por el IAPI, junto al ahorro forzoso proveniente de un régimen de jubilaciones con fuerte superávit en sus orígenes y una amplia batería de impuestos directos e indirectos que recayeron sobre los estratos de mayores ingresos, fueron conformando la imagen bastante veraz de un Estado rico y generoso.
Así, la excepcional evolución del mercado internacional de posguerra, los acrecidos ingresos fiscales y la masificación del ahorro institucionalizado fueron las condiciones de posibilidad de la economía peronista, plasmada en el Primer Plan Quinquenal de 1947. Este esquema, basado en el poder de compra del Estado y en los salarios altos y que, por estar orientado hacia el mercado interno, pudo desentenderse de sus inevitables costos en términos de eficiencia y competitividad, apenas duró tres años. Pero estos años fueron los que marcaron en la memoria colectiva el perfil duradero de la década peronista. Y, explicablemente, porque en ellos dio comienzo una nueva edición de la experiencia colectiva de movilidad social que el país conociera a principios del siglo.
Para la masa de los migrantes provenientes del interior la incorporación al trabajo de mercado urbano implicó de hecho una elevación social ya que ponía a su alcance ocupaciones con salarios superiores a los que recibían en sus lugares de origen. Los trabajadores de más antigua residencia urbana, por su parte, con más recursos y contactos, pudieron subir un escalón más en la pirámide social. Ello ocurrió sea ascendiendo en sus empresas a puestos mejor remunerados, sea instalándose por su cuenta para atender la mayor demanda de servicios personales de la economía urbana. Un rasgo de los años peronistas fue el fuerte crecimiento de los asalariados de cuello y corbata impulsado por la expansión de la administración pública y las burocracias de las empresas privadas. En una medida importante, ésta fue una oportunidad de movilidad para hijos de familias obreras a los que sus padres habían conseguido mandar a la escuela. Los contingentes de las clases medias experimentaron también un incremento con el aporte de los nuevos pequeños y medianos propietarios de la industria, los servicios, el comercio, crecidos al abrigo del desarrollo del mercado interno y del consumo masivo. En el marco de una sociedad otra vez más móvil, los sectores trabajadores vieron ampliarse sus horizontes de vida más allá de sus necesidades inmediatas. Para las clases medias se abrieron nuevas fuentes de confort y de expectativas; fue significativo que a pesar de que la propaganda oficial pusiera el acento sobre la enseñanza primaria haya sido la matrícula de la enseñanza secundaria la que más aumentó durante este período.
La inserción de las fuerzas económicas en el escenario político resultante de los comicios de 1946 mostró al principio un singular contraste. Los grandes propietarios del campo, nucleados en la Sociedad Rural, escogieron pragmáticamente una política de acomodación. Perón facilitó las cosas designando a uno de ellos al frente del Ministerio de Agricultura y Ganadería. Asimismo les hizo saber que las promesas de una reforma agraria hechas durante la campaña electoral serían archivadas. Distinta fue la actitud de los empresarios industriales, que recibieron al gobierno de Perón nombrando en la Unión Industrial una conducción anticolaboracionista. El costo de ese atrevimiento fue la intervención de su organización. Sin embargo, poco a poco también ellos fueron reconciliándose con la nueva situación al comprobar que la política oficial no pasaba por la confiscación de los beneficios de la favorable coyuntura económica. Las diferencias entre las grandes y las pequeñas y medianas empresas, entre los capitales radicados en Buenos Aires y su periferia y los que tenían mayor peso en el interior —que son el eje del capítulo de James Brennan “El empresariado: la política de cohabitación y oposición”— mantuvieron, no obstante, a los industriales en un estado de pugna y fraccionamiento que se reflejó en el carácter cambiante de sus organizaciones.
Al margen de sus diferencias, unos y otros debieron convivir con los profundos cambios que se operaban en el mundo del trabajo. Con el apoyo oficial los sindicatos continuaron reclutando nuevos afiliados. En la mayoría de las actividades de la economía urbana la tasa de sindicalización se ubicó entre el 50 y el 70%. La mayor implantación de los sindicatos promovió la extensión de la cobertura de las negociaciones colectivas sobre el mercado de trabajo. Los nuevos convenios comportaron una verdadera redistribución del poder en la empresas al incorporar garantías y ventajas a los trabajadores que recortaban la autoridad patronal. En forma paralela, el Congreso dio fuerza de ley a los beneficios otorgados por decreto durante la Revolución de Junio: el aguinaldo anual, la generalización de las vacaciones pagas, la inclusión de los asalariados de la industria y el comercio en el sistema jubilatorio, las indemnizaciones por despido y accidentes de trabajo. Estos mayores niveles de protección laboral cobraron vigencia efectiva al compás de la ola de movimientos reivindicativos que acompañó el ascenso del peronismo al poder. Las medidas de fuerza no estuvieron dirigidas contra el gobierno sino contra empresarios que resistían los cambios. En estos primeros años —señala Louise Doyon en su capítulo “La formación del sindicalismo peronista”— la huelga fue el instrumento mediante el cual los trabajadores buscaron replicar en el terreno de las relaciones laborales la victoria alcanzada en las urnas.
Con la consigna de la justicia social, el gobierno prosiguió ensanchando los cambios en el nivel de vida de las clases trabajadoras mediante las políticas de un incipiente Estado Benefactor: el congelamiento de los alquileres, la fijación de salarios mínimos, el establecimiento de precios máximos a los artículos de consumo popular, los créditos y los planes de vivienda, las mejoras en la oferta de salud pública, los programas de turismo social, la construcción de escuelas y colegios, la organización del sistema de seguridad social. Junto a estas políticas de democratización del bienestar, que son examinadas por Juan C. Torre y Elisa Pastoriza en el capítulo “La democratización del bienestar”, desde el vértice del gobierno se otorgó una dignidad hasta entonces desconocida a los valores y prácticas del mundo del trabajo. Por los derechos que consagraba, por los bienes que ponía a su disposición, la justicia social condujo a una mayor integración sociopolítica de los trabajadores. Así, con el paso del tiempo, las masas que habían entrado a la arena política como los descamisados, definiéndose a partir de su exclusión, pasaron a identificarse como los trabajadores, subrayando, de este modo, el reconocimiento alcanzado en una sociedad ahora más igualitaria.
Esa identificación fue indisociable de su condición peronista. El vínculo establecido entre Perón y los trabajadores el 17 de octubre resultó ser sólido y duradero. Ello se puso de manifiesto en las pruebas por las que habría de pasar en el futuro, cuando el régimen peronista, urgido por los problemas económicos, puso un freno a las demandas de los trabajadores; también cuando, llevado por su celo autoritario, inició la supresión sistemática de las expresiones de independencia que surgían desde las filas del sindicalismo. En estas ocasiones, la oposición política a Perón aguardó esperanzada que se abriera una brecha entre él y sus apoyos obreros. Sin embargo, las expresiones de descontento, los conatos de rebelión, no avanzaron hasta poner en cuestión esa identidad política primordial y constitutiva del movimiento peronista.
La lealtad a Perón se hizo extensiva a Evita. Después de 1946, ésta emergió del segundo plano y fue ganando responsabilidades que desbordaron bien pronto el lugar pasivo tradicionalmente asignado a las esposas de los presidentes. Sus mayores responsabilidades se dieron en el marco de una división de tareas en la estructura del poder